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El arte


Todas las nociones humanas, excepto una sola, la del arte, son nociones de convención y aplicadas según ciertas condiciones; o bien, todas las nociones sírvense y condúcense por relaciones recíprocas, y no son necesariamente separadas sino en sus términos más exteriores. He ahí por qué hay todavía en el arte un lado que se refiere a las matemáticas, a la inteligencia, al lenguaje y a la razón; otro que, aunque manifestación pura del interior del hombre, no parece constituir más que uno con la manifestación de la naturaleza, y un último lado que coincide con la religión. Esas diferentes relaciones no podrían recibir su desarrollo en este momento en que es cuestión del arte, sino refiriéndose a la educación. El arte no debe ser aquí considerado sino como manifestación del interior. El arte, las manifestaciones del arte, lo que vive en el interior, lo que constituye propiamente la vida del interior, aparece diversamente según la sustancia a que acude el arte. Esta sustancia no podría ser sino una aparición sensible, ora se manifieste al oído y que se desvanezca cuando no es más que el sonido; ora sea visible y se manifieste por medio de las líneas, las superficies y los colores, como en la pintura; ora sea palpable y se haga masa como en la escultura. De nuevo hallamos aquí, lo que con tanta frecuencia hemos tenido ocasión de observar, es decir, las innumerables relaciones y enlaces que se encuentran en todas las cosas de la vida. El arte que se manifiesta al oído es la música, sobre todo el canto; el arte que se manifiesta a la vista mediante los colores, es la pintura, y la escultura es el arte que se manifiesta en el espacio por medio de las imágenes y las formas de la masa. El intermediario entre esas dos últimas manifestaciones del arte es el dibujo. El dibujo se presenta por las líneas, donde quiera que se produce la pintura por los colores y la escultura por la sustancia material. El dibujo, la aspiración hacia el dibujo es, como lo vimos ya, en el grado de la infancia, una precoz aparición en el desarrollo del hombre. El deseo de manifestar el interior por la escultura o la pintura revélase también en el hombre desde su más tierna infancia, pero sobre todo y de una manera no equívoca, en este grado de su vida, el de adolescente. Dedúcese de ahí evidentemente que el arte, la inteligencia del arte es una propiedad, una disposición común a todos los hombres, y por esta misma razón se la debe cultivar en ellos cuidadosamente, desde la infancia; de tal suerte que aun aquel que carezca de aptitudes para llegar a ser un verdadero artista, venga a ser al menos capaz de comprender, de apreciar las obras de arte, en una palabra, de ser inmediatamente artista. El canto, el dibujo, la pintura y la escultura, lejos de ser abandonados al capricho o a la voluntad del niño, deben ser cultivados desde temprano y considerarse como cosas importantes en toda escuela seria. No hay que imaginase, empero, que cada alumno debe ser un artista en tal o cual arte, o bien que el discípulo pueda llegar a ser artista en todos los géneros del arte, por más que todo hombre pueda llegar a ser artista bajo cierto punto de vista; pero bueno es persuadirse bien de que todo hombre, para poder desarrollarse completa, perfectamente y de una manera armónica, debe conocer la multiplicidad y la elevada potencia de su ser, y comprender y apreciar los testimonios de todo arte verdaderamente digno de este nombre.

En el seno de la familia alcanza el niño la edad de alumno: a la familia, pues, que debe suceder y referirse la escuela.

La unión de la escuela con la vida de familia, la unión de la vida doméstica con la vida de la enseñanza, es la primera y la más indispensable condición del desarrollo y de la formación del hombre en esta época, sobre todo si queremos desembarazarlo de esa enseñanza opresora, que consiste en representar las cosas por medio de nociones técnicas, secas y áridas, y si tratamos, por un método opuesto, de infundirle el conocimiento de los objetos por la observación de su ser. He aquí como, semejante al árbol fresco y vigoroso que se desarrolla fuera de sí mismo y por sí mismo, vemos nosotros elevarse, crecer y desenvolverse toda familia, toda raza verdaderamente posesora de la vida, del conocimiento genuino de su ser.

Descartemos, pues, de una vez, las ficciones de todas nuestras palabras y todos nuestros actos, arrojemos la máscara con que cubrirnos nuestra existencia. ¿Ocultaremos siempre bajo tierra la fuente de la vida? ¿Sepultaremos siempre a Dios en el fondo del alma y de la mente del hombre? ¿Seguiremos por más tiempo arrebatando a nuestros hijos, a nuestros alumnos, a nuestros discípulos, ese gozo indecible que los mismos beben en la convicción de que su alma y su espíritu proceden de la eterna fuente de la vida? ¿Continuaréis, oh padres, o vosotros que les sustituís, ahogando los más vivificantes y los más fecundos principios bajo una pedantesca acumulación de inutilidades presuntuosas? ¡Nos replicáis que vuestro hijo crece en edad, que pronto será mayor y deberá proveer a sus necesidades! ¡Permitidnos que os recordemos esta frase del Evangelio: «¡Buscad el reino de los cielos, y lo demás os será dado en exceso!» Pero no comprendéis vosotros esas palabras, porque no comprendéis ni la filosofía de la vida. El conocimiento, la penetración de todas las cosas regocijará el género humano, cuando este se convenza de la existencia de su facultad creadora y productora, cuya extensión ni siquiera supone, pues ¿quién ha puesto límites a la humanidad nacida de Dios? El niño, verdaderamente educado y desarrollado en todo su ser, emprenderá más tarde su profesión con gozo, valor y serenidad; lleno de fe en Dios y en la naturaleza, llamará sobre él y sobre su oficio una bendición múltiple; todas las virtudes cívicas y humanas residirán en su interior, como en casa propia; y sin salir de su círculo, se sentirá satisfecho de su vida de familia y encontrará en la misma la recompensa ambicionada. No diga, pues, el hombre que el hijo no se entregará jamás al oficio de su padre, porque este oficio es el más ingrato de todos; no imponga tampoco su oficio a su hijo, a causa de la ventaja o del provecho que él, su padre, encuentra en aquél; persuádase de que, por vulgar que un oficio sea, el hombre debe levantarlo y ennoblecerlo. Reconozca que la menor fuerza que se traduce en obra, procura al hombre, no tan sólo el pan, el vestido y el albergue, más también la estima de los demás hombres. No se preocupe, pues, del porvenir de sus hijos, sino para aplicar todos sus cuidados a la cultura y al desarrollo de sur interior.