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ArribaAbajo- XII -

Perfección de la inteligencia moral


Cuando padres e hijos hayan vivido y se hayan educado en unión de vida y sentimiento, esta unión, lejos de romperse, no hará sino acrecerse y fortificarse, no solamente a esta edad de adolescente, mas también a la edad siguiente, a menos que alguna circunstancia no haya venido fatalmente a romperla. No se trata de inquirir aquí cómo se opera esta unión, que de ambas vidas no hace más que una sola, según lo vemos sin cesar entre padres e hijos; no se trata actualmente sino de la unión de su alma y de su espíritu que observamos en toda su conducta, y que se presenta a nosotros como constituyendo un todo. Esta unión es el fundamento inquebrantable de toda verdadera moralidad. Esta unión intelectual entre los padres y el hijo es la vida interior, la manifestación pura de la vida intelectual del hombre; es una comunidad interna. Los padres tratan de enriquecer a sus hijos con lo que ellos no pueden ya ni poseer en sí, ni manifestar por sí mismos, a cansa de los obstáculos surgidos en su vida. El padre comparte con su hijo la experiencia que adquirió a costa de penosos esfuerzos, del desarrollo y de la formación de la vida interna, y el hijo aprovecha de la experiencia de su padre con todo el brío y frescura de su juventud. Toda repartición de este orden hecho entre padres e hijos es triste y estéril, cuando esta vida común entre el padre y el hijo no se conceptúa como un todo indivisible, sino como formando dos destinos, ajenos el uno al otro, diferentes el uno del otro, llenos ambos de exigencias diferentes y de formas desemejantes, para cuya unión falta un intermediario. ¡Pero qué frutos, por el contrario, brotan de esa unión intelectual que existe entre padres e hijos, entre el padre y el hijo, cuando tiene por principio y por fin la perfección y la manifestación más sublime y más pura del ser humano, y cuando padre o hijo la presienten, la consideran bajo su verdadero aspecto y comprenden lo que la misma exige!

Mirando así esa unión intelectual de la vida propia y de la vida común según su principio y su fin, el joven de esta edad adquiere la noción de una manera equívoca, para hablar el lenguaje humano, el único que permitido nos sea; guía y toma bajo su protección paternal la humanidad en su desarrollo, en su perfección y en su manifestación, y conserva toda individualidad, todo individuo, por los cuidados y el apoyo de su amor paternal. ¿Cómo de otra suerte podría explicarse que todo lo que en la vida sucede, no sucede sino para el bien del individuo y del todo del cual él forma parte? Esta verdad que hallamos en nuestra propia vida y en la ajena, en la vida individual y en la vida general, en la vida del hombre, como en la de la naturaleza, en la vida de la experiencia individual como en la vida pública, ayúdanos a encontrar la unión y la unidad, ayúdandonos a representar esta unión, esta unidad a los ojos y a la inteligencia del adolescente, como miembro desde luego de su pequeño círculo doméstico y de familia, para extenderlo después a toda la gran comunidad humana y mostrársela como guía divino, como sostén del hombre, como manifestación del espíritu en la materia, como acción divina en el elemento humano. Este descubrimiento y este conocimiento contribuirán a alumbrar y purificar más y más la inteligencia del joven, a aumentar su fuerza y a consolidar su valor y su perseverancia. La enseñanza filosófico-moral, basada sobre esta unión intelectual entre los padres y los hijos, reposa también sobre un principio sólido; es fructífero y fecundo en bendiciones, porque despierta desde temprano en el joven, por medio de felices relaciones de vida, una inteligencia viva, y le da un seguro golpe de vista para la existencia intelectual e interna. No temamos que algún objeto de la vida intelectual sea demasiado elevado o incomprensible para el niño. Como las cosas le sean simplemente representadas, su fuerza interior descubrirá fácilmente el sentido de las mismas. Por la razón de que atribuimos demasiado poca religiosidad, demasiado poca fuerza intelectual al alma y a la inteligencia del niño, su vida y su alma nos parecen y están a veces, con efecto, tan vacías, tan poco ejercitadas e inertes, y encontramos en las mismas hilos tan raros y débiles para enlazarlas con la vida cristiana.

Instrúyese a los niños y a los jóvenes acerca de una infinidad de cosas exteriores que no comprenden, y se les deja deplorablemente ignorantes de casi todas las cosas del alma que comprenderán sin trabajo: de ahí que la vida interior, a la cual el niño permanece ajeno, sea para él tan vacía y tan árida. Procúrese que el hombre-niño, desde el momento en que comprenda las verdades, y sobre todo las verdades filosóficas, viva mucho en sí propio y se dé cuenta de los menores acontecimientos que pasan en su alma, en su vida, en la marcha de su desarrollo intelectual y en todo lo que a este se refiere. Conviene que se dé cuenta de esta verdad instructiva y fecunda: que Dios es su padre. Conviene que por su propia razón, llegue a reconocer a Dios por padre y creador de todos los hombres y de todos los seres, pues sin tal convicción, la enseñanza moral quedaría para él estéril e infructuosa. No pocos errores y malas inteligencias evitaríanse, si la verdad interna fuese siempre así desarrollada en armonía con la vida interior: lo propio acontecería con muchas verdades y textos contenidos en la enseñanza, los que, considerados bajo un solo aspecto, parecen significar otra cosa de lo que realmente significan. Citemos, por ejemplo, estas máximas: «El éxito está asegurado a quien es bueno.» O bien «Aquel que es bueno será feliz.» Para el joven poco provisto de la experiencia de la vida interior, el bien interior y exterior, la felicidad interna o externa, la vida interior o exterior, son todavía una misma cosa, y por lo mismo que aquel no concebiría que pudiese ser de otra suerte, aguardará para su vida exterior los frutos de la virtud.

El interior y el exterior, lo infinito y lo finito, constituyen dos mundos cuyas manifestaciones son y deben ser en su forma eternamente distintos; por necesidad, todo texto que se aplique a entrambos a la vez turbará o debilitará la paz interior, la fuerza interior del joven y la del hombre, o por lo menos, embadurnará su vida de esperanzas falsas, llenándola de apreciaciones erróneas y de graves errores acerca de los sucesos de la vida.

La enseñanza moral debe proponerse por regla mostrar el niño y el hombre en una vida propia y común; debe demostrar claramente que aquel que quiere el progreso, la dicha de la humanidad, con toda la seriedad, la rigidez y el celo exigibles, debe resignarse a vivir en la opresión, en el dolor, en la necesidad, en los apuros, en la inquietud exterior, y necesariamente también en las privaciones y penas exteriores; porque esta especie de tormento contribuye a publicar, a manifestar el interior, el elemento intelectual, la verdadera vida del alma. A fin de que el niño lo comprenda, hacedle notar la analogía que existe entre las exigencias, las condiciones, las manifestaciones del desarrollo del árbol y las del desarrollo intelectual del hombre. Todo grado de desarrollo, por perfecto y por completo que sea en su orden, debe extinguirse y desaparecer, cuando aparece un grado superior de desarrollo y de perfección; las envolturas protectoras de los capullos y de los retoños deben caer para que la joven rama y la flor olorosa puedan brotar; la flor debe desaparecer para dar lugar a un fruto desde luego imperceptible y áspero, y este fruto, más tarde suculento y maduro, se corromperá a su vez, para que de su germen emanen otros árboles frescos y vigorosos. Los cantos, que se refieren a los combates que debe librarse el hombre para tocar la cumbre de la humanidad perfecta, comparan los frutos de esos esfuerzos a los del árbol, que no pueden aparecer sino a condición de que muchos otros preciosos desarrollos de la vida hayan desaparecido, para darles a su vez un lugar más elevado y más noble. Y los textos de cada uno de esos cantos o de esos himnos ¿no se parecen, por ventura, a los granos, que sembrados sin cesar en el suelo fecundo del alma humana, producen árboles frondosos, cargados de olorosas flores y de frutos eternos e imperecederos? Así los sacrificios, las privaciones y los sufrimientos del exterior son las condiciones necesarias para llegar al más elevado desarrollo interior. De ahí proceden también estas máximas: «Cuanto más se quiere a un niño, más se le castiga.» - «El Señor sufre a aquel que le ama.» Esto debe hallar acceso en el alma de todo niño que es extraño a sí propio, y el hombre, desde que se convence de ello, no se abandona más a murmurar, como un niño testarudo, contra todos los sucesos contrarios que encuentra sobre su camino; no se para tampoco a preguntarse por qué la suerte le es contraria, a él que no ha cometido el mal ni ha tenido la idea de cometerlo, mientras que todo sale bien a quien sabe ser malo y malvado, sin haber jamás obrado sino bajo miras interesadas y terrenales: diráse, al contrario, que no teniendo en vista sino el más alto bien, todo lo que para él en apariencia parece enfadoso y desagradable, no acontece sino para su desarrollo completo y debe reportarle más tarde frutos eternamente buenos.

Es igualmente sensible, bajo el punto de la elevación de la humanidad, apoyarse, en la enseñanza moral, sobre la recompensa futura que aguarda a las acciones quedadas aparentemente sin recompensa. Tales promesas son sin valor para las almas groseras en las cuales los sentidos dominan, y los hombres y los niños dotados de una inteligencia elevada no tienen necesidad de la esperanza de una recompensa para que su conducta sea pura y sus acciones rectas y buenas. Es, pues, conocer poco el ser del hombre, es rebajar su dignidad, eso de creer necesario el prometerle una recompensa, con el objeto de hacerle obrar dignamente según su ser y su destino; el hombre se hace verdaderamente digno de su destino, cuando obtiene desde temprano el medio de sentir a cada instante toda la dignidad de su ser. La conciencia, el sentimiento de haber vivido y obrado fiel y conformemente a su ser, a su dignidad y a las leyes de Dios, debe ser también, en todas las épocas de su vida, la mejor recompensa de su buena conducta: no necesita de otra: menos aún debe reclamar una recompensa exterior. Un niño que tiene en sí propio la certeza de haber obrado como digno hijo de su padre, de haberse portado con arreglo a los deseos y a las voluntades de su padre, ¿pide o exige otra cosa sino el gozo por tal conducta? Un niño naturalmente sencillo y bueno, ¿piensa en la recompensa que le aguarda, por más que esta fuese un simple elogio? ¿Debe el hombre proceder para con Dios de distinto modo que un hijo terrenal para con su padre terrenal? ¡Cómo denigramos y rebajamos la naturaleza humana en lugar de levantarla, cómo la debilitarnos en lugar de fortificarla, cuando ofrecemos un aliciente a su virtud, aunque se trate de una recompensa futura! Desde que introducimos un estimulante extraño, aun el más intelectual, para excitar a una vida mejor, dejarnos sin desarrollar la fuerza interior y espontánea que todo hombre posee para la manifestación de la unidad perfecta.

Pero muy distintamente sucede cuando el hombre, sobre todo el adolescente, no tiene en vista para sus acciones un efecto exteriormente agradable, sino tan sólo su interior, el estado de su alma, que se encontrará libre o encadenada, serena o sombría, feliz o desdichada. La experiencia personal despertará más y más la inteligencia interior del hombre, su inteligencia religiosa; y ese bello tesón adquirido en su infancia y en su juventud, le será asegurada para toda su vida.

Esta experiencia ilumina toda enseñanza moral, hace comprenderlo y uno entro ellas todas las verdades que esta encierra o que de la misma emanan, designa su uso para la posteridad, según los diferentes grados de elevación, por donde quiera que obran la fuerza, el espíritu y la vida, y lo reúne a las verdades reconocidas y proclamadas por los hombres la verdadera moral conviértese así en patrimonio de hombre desde luego, y poco a poco de todo el género humano. De este modo la formación filosófica del individuo contribuirá más y más a la santificación de la humanidad.