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Segundo grado del desarrollo del hombre: el niño


En este grado de la vida, en que el interior del hombre se manifiesta por el exterior, en que importa buscar el enlace entre el interior y el exterior, y la unidad en la cual ambos se confunden, se inicia la educación del hombre, y se declara, además de la necesidad de continuar prodigándole los cuidados físicos anteriormente reclamados, la necesidad, más imperiosa aún, de los cuidados intelectuales.

La educación incumbe aún, por completo, en esta época, a la madre y al padre, es decir, a la familia con la cual el niño forma, según las leyes naturales, un todo indivisible: en esta edad no posee el niño más que una vaga percepción de la palabra: para él la palabra no es distinta del hombre que la profiere, no es una cosa individual, separada de la persona que habla; pero constituye con ella una misma cosa, como sus brazos, sus ojos, su lengua, en una palabra, ignora todavía el niño lo que es la palabra.

Aunque, a decir verdad, todo grado en el desarrollo y en el perfeccionamiento del hombre sea muy importante en su orden respectivo, permítasenos que insistamos sobre la importancia especial que toma a nuestros ojos el grado presente. Es, en efecto, la primera manifestación del lazo que une al hombre al mundo exterior; es el primer paso dado por él en la vía de la comprensión de este mundo exterior, que se le aparece entonces bajo las formas mas diversas. Es altamente importante que el niño, llegado a este grado, contemple de una manera justa los objetos que le rodean, y los conozca según su naturaleza y sus propiedades, conociendo a la par los grados de su importancia y de su valía, y las relaciones existentes entre ellos y con el hombre. Empléense siempre expresiones exactas, frases simples y claras para designar al niño las condiciones de espacio y de tiempo, y todas las propiedades peculiares al objeto que se lo quiera dar a conocer. Como este grado de desarrollo del hombre exige que el niño designe cada cosa con claridad y precisión, síguese necesariamente de ahí que todo lo que le rodea deba serle presentado precisa y claramente: una condición reclama la otra9.

Puesto que la palabra se identifica para el niño con la persona que habla, resulta que para el niño que habla, la palabra no forma más que una misma cosa con el objeto que designa. El niño no distingue la palabra del objeto, como no distingue el espíritu del cuerpo, la materia del alma: para él, la palabra y el objeto son una sola y misma cosa. Frecuentes testimonios hallamos de ello en los juegos de los niños que se encuentran en este grado de la vida, porque el niño gusta de hablar cuando juega.

La palabra y el juego componen el elemento en que vive el niño de esta edad. Atribuyendo a cada cosa la vida, el sentimiento, la facultad de oír y de hablar que él siente en sí mismo, imaginase también que todo objeto oye y habla; y no vacila, desde que empieza a manifestar su interior, en atribuir una actividad semejante a la suya a las piedras, a los árboles, a las plantas, a las flores, a los animales y a todo lo que le circunda.

El niño se explica de esta suerte, o por lo menos presiente, cómo la vida que le es propia, su vida con sus parientes y su familia, su vida con un ser superior que le es invisible, cómo en fin su vida con la naturaleza no constituye más que una sola y misma vida.

Es importante para el éxito de la educación del niño de esta edad, que esta vida que él siente en sí tan íntimamente unida con la vida de la naturaleza, sea cuidada, cultivada y desarrollada por sus padres y por su familia. El juego les suministrará para ello medios preciosos, porque el niño no manifiesta entonces más que la vida de la naturaleza.

El juego es el mayor grado de desarrollo del niño en esta edad, por ser la manifestación libre y espontánea del interior, la manifestación del interior exigida por el interior mismo, según la significación propia de la voz juego.

El juego es el testimonio de la inteligencia del hombre en este grado de la vida. Es por lo general el modelo y la imagen de la vida del hombre, generalmente considerada, de la vida natural, interna, misteriosa en los hombres y en las cosas: he ahí porqué el juego origina el gozo, la libertad, la satisfacción, la paz consigo mismo y con los demás, la paz con el mundo; el juego es, en fin, el origen de los mayores bienes.

El niño, paciente y sufrido por temperamento, que juega enérgicamente hasta el punto de cansarse el cuerpo, llega por necesidad a ser un hombre robusto, mucho más tranquilo y dispuesto al sacrificio de sus comodidades y de su bienestar. Esta época, en que el niño, jugando con tanto ardor y confianza, se desarrolla en el juego, ¿no es, por ventura, la manifestación más bella de su vida? Ahí está la verdadera manifestación de sus aptitudes para la vida. No debe ser mirado el juego como cosa frívola, sino como cosa profundamente significativa: sea, pues, el juego, objeto de la minuciosa intervención de los padres. En esos juegos, elegidos espontáneamente por el niño, y a los cuales éste se entrega con tanto ardor, se revela su porvenir a los ojos de los institutores observadores o inteligentes. Los juegos de esta edad son los retoños de toda la vida del hombre; pues éste, desarrollándose en ellos, revela en los mismos las más íntimas disposiciones de su interior. Toda la vida del hombre hasta su postrer aliento, toda esta vida, serena o sombría, pacífica o turbulenta, activa y fecunda o inerte y estéril, tiene su origen en esta época del hombre-niño.

Las futuras relaciones del niño con su familia, con la sociedad y con la humanidad, las que tendrá con la naturaleza y con Dios, serán el simple resultado de la manera con que sus disposiciones hayan sido dirigidas durante su infancia.

Distingue apenas el niño si ama las flores por ellas mismas, por el placer que éstas le procuran cuando las enseña o las ofrece a su madre, o por la intuición vaga que ellas le dan del Creador. ¿Quién podría analizar todos los placeres de que abundantemente esta edad dispone? Pero al propio tiempo, no se pierda de vista que este niño, como se vea zaherido o chocado en sus aspiraciones, en sus lóbulos de vida, no alcanzará el desenvolvimiento de su vida interna sino a costa de grandes y penosos esfuerzos. Desde su más tierna edad ¡oh padres! su salvación o su pérdida dependen de vosotros10.

La elección del modo de alimentación es muy trascendental en esta edad. Lo es para el presente, atendido que el género de los alimentos contribuye mucho a hacer al niño activo o indolente, fuerte o débil, vigoroso o tardo; lo es para el porvenir, sobre todo, por la influencia que ejerce en las disposiciones, las inclinaciones, la actividad y los sentidos del hombre durante toda su vida; influye en su ser físico, en su inteligencia y en sus sentimientos, a tal extremo, que el hombre trataría en vano, más tarde, de luchar contra las malas influencias del régimen alimenticio a que vivió sujeto durante su edad primera.

Que después de la leche de la madre, el primer alimento que se dé al niño sea tan simple como moderado; que no sea ni exquisito ni rebuscado; que no sea ni excitante, ni copioso en grasa o especias, a fin de no amortiguar la actividad de los órganos digestivos. El hombre será tanto más feliz y robusto, más fecundo en obras de arte o de genio, cualquiera que sea la dirección que tomen sus facultades, cuanto los alimentos recibidos por él en su infancia hayan sido más moderados y más apropiados a las necesidades reales de su temperamento. Con frecuencia, en niños nutridos con manjares suculentos y muy condimentados, se han visto surgir inclinaciones vulgares, bajas y viles, las cuales, aun cuando la educación parecía reprimirlas, no se adormecían sino para despertarse nuevamente después, con más violencia, y arrebataban al hombre todo sentimiento de su dignidad y de sus deberes. Ténganlo en cuenta los padres: desoyendo el consejo que aquí les damos, no tan sólo comprometen la felicidad de su hijo, mas también la de la familia y de la sociedad. ¡Cuántas veces vemos, por desgracia, a un padre imprudente o una madre insensata, infiltrar el veneno en su hijo bajo las formas mas diversas! Ora la cantidad de los alimentos está en desproporción con las necesidades de un niño inactivo, atormentado y vuelto caprichoso por el fastidio, y a quien se pretende distraer ofreciéndole alimentos que no reclama. Ora sírvense al niño manjares excesivamente refinados, que excitan su vida física sin obrar sobre su ser intelectual, y, por esta misma razón, destruyen o debilitan el cuerpo. Otros padres consideran la pereza, la inacción de los niños, como un tiempo de descanso necesario y bienhechor, o la agitación motivada por la excitación de los manjares pimentados como un progreso en el desarrollo de la vida. ¡Oh! persuadámonos bien de que la prosperidad, la expansión, la dicha de la humanidad exigen mucha más modestia. En torno de nosotros, contamos con medios tan naturales como fáciles para contribuir a ella; mas no los percibimos, o si los notamos, los desdeñamos por la misma razón de su simplicidad. No pierdan de vista los padres la siguiente verdad: nada es indiferente ni frívolo en la educación del niño que el desarrollo de las cosas más graves y más importantes de la vida tiene su origen en la infancia. ¿Quién puede desconocer el poder de las impresiones en esta edad recibidas?

Fácil a los padres el evitar los inconvenientes arriba citados, si se persuaden de que el alimento tiene por único objeto sustentar la actividad del cuerpo y la del espíritu del niño. Presentar a los niños manjares suculentos, refinados o muy abundantes, equivale a ponerse en choque con los fines de la nutrición.

Que los alimentos del niño sean, pues, tan simples como lo permita la condición en que viva, y le sean siempre dados en proporción a su actividad física e intelectual.

Es preciso asimismo que el niño pueda moverse y jugar libremente: que no sea, pues, molestado por sus vestiduras. Cualquier molestia impuesta a su cuerpo dificultaría los arranques de su inteligencia. La elección de vestidos no es tampoco indiferente en esta edad y en la edad siguiente. Su forma y su color deben someterse a ciertas reglas.

Lujosos, ceñidos, ajustados o molestos, arrancarán desde temprano al niño a sí propio; lo aficionarán a vanidad y a las exterioridades; harán de él una muñeca en lugar de un niño, una marioneta en lugar de un hombre. Si la forma de los vestidos no es indiferente para el hombre, no lo fue menos para Cristo, cuyo traje, hecho de una sola pieza y sin costuras, es mirado como el símbolo de su vida, de sus obras y de su doctrina.

Los cuidados paternos y maternos y los de la familia, tienen por único fin el completo desarrollo de las fuerzas, de las disposiciones y de las aptitudes de todos los miembros y órganos del hombre-niño, respondiendo a sus exigencias y a sus necesidades. Pero no basta que la madre trabaje instintivamente por obtener este desarrollo; conviene que al ocuparse a sabiendas de un ser consciente, esté convencida de que coopera, al propio tiempo, en el desarrollo de la humanidad entera, y obre en vista de este indudable enlace que existe entre el niño y la humanidad.

La más sencilla de las madres, la menos iniciada en otras ciencias, puede no obstante llenar su cometido, por poco que observe atentamente a su hijo; pues el hombre no alcanza la perfección sino por grados y pasando por la imperfección11.

El amor maternal, razonable, conforme con la justicia y con la verdad, debe conducir seguramente al niño por las vías del desarrollo, y llevarle poco a poco a manifestarse con la conciencia de sí mismo. Dame tu bracecito. En dónde está, dónde se oculta tu manecita? dice la madre a su hijo, para darle a conocer la multiplicidad y la variedad de sus miembros. -Luego, para hacerle notar que los miembros unidos a su cuerpo, están hasta cierto punto separados de éste, y para darle, desde entonces y poco a poco, el hábito de la reflexión: ¡Muerde tu dedito! le dice. La manera graciosa e inteligente de que se sirve la madre para hacer conocer al niño las partes del cuerpo que él no lograría ver, nos parece también digna de mención: le tira ligeramente de la nariz, de las orejas o de la lengua, y presentándole el extremo del pulgar aprisionado entre otros dos de sus dedos: Ve tu oreja, ve tu nariz, le dice sonriendo: entonces el niño, apresurándose a llevar su manecita a su nariz y a sus orejas, descubre con gozo que estos miembros se encuentran aún en su sitio.

Por medio de estos procedimientos, inspirados en la naturaleza misma, todas las madres enseñan al niño a conocer multitud de cosas, aún aquéllas que éste no podría ver al exterior. Todo esto tiene por objeto infundir al niño la noción de sí propio, y llevarle a reflexionar sobre sí propio. Por ejemplo, un niño educado con solicitud, según este método tan natural, decíase un día, ignorando que nadie le escuchase: «Yo no soy ni mi brazo ni mi pierna; yo no soy mi oreja; yo puedo separar todos los miembros de mi cuerpo, y sin embargo me quedo siendo yo; ¿quién es, pues, ése que yo titulo yo? Idéntica razón inspira a la madre, cuando juega con su hijo, la idea de decir: Muéstrame tu lengüecita; muéstrame tus dientecitas; muérdeme con tus dientecitas. Así le lleva a hacer uso de sus miembros. Empuja tu piececito ahí dentro, le dice, presentándole una media o un zapato. De este modo el instinto y la ternura de la madre guían al niño hacia ese mundo exterior que ella, a su vez, aproxima al niño. Quiere hacerle distinguir la unión de la separación, el objeto distante del cercano; llama su atención sobre las relaciones que guardan entre sí y con él los objetos cuyas propiedades y cuyo uso quiere ella darle a conocer. -El fuego quema, dice, acercando prudentemente a la llama el dedo del niño, a fin de hacerle sentir la acción del fuego, sin que se queme; así le preserva, para el porvenir, de un peligro que le era desconocido. Dirá ella también, aplicando ligeramente la punta del cuchillo sobre la mano del niño: El cuchillo corta. -Luego, queriendo llamar la atención del niño, no solamente sobre los objetos en su estado pasivo, sino también sobre su uso y sus propiedades, añade: La sopa está caliente, quema. El cuchillo es afilado, pica, corta, no lo toques. El niño, pasando del conocimiento del objeto al de la acción, llega fácilmente de este modo a comprender la significación real de las voces cortar, picar, quemar, sin necesidad de dedicarse a experiencias sobre sí mismo.

La madre enseñará a su hijo la manera de servirse de los objetos que le designa. Uniendo siempre la palabra a la acción, dirá al niño, cuando éste se dispone a comer: Abre la boca para comer. Le hará conocer el objeto de su acción, cuando al acostarse le dirá Duerme, duerme. Le hace distinguir las diversas sensaciones del gusto y del olfato, sea diciéndole: ¡Oh! ¡qué bueno está esto! o bien: ¡Ay! ¡qué malo! Presentándole una flor de perfume agradable: ¡Oh! ¡cómo la flor huele bien! dice, simulando un estornudo; o bien, apartándose vivamente de la flor, que quiere alejar del niño: ¡Oh! ¡qué mal olor! dice con desagrado.

Tal obra la madre que, resguardando de toda mirada profana el santuario de su amor, educa su hijo en el retiro, desarrollando sucesivamente cada uno de sus miembros y sentidos, de la manera más sencilla y más adecuada a la naturaleza.

Desgraciadamente, con toda nuestra refinada penetración, perdemos muchas veces de vista el principio y el fin del desarrollo del hombre. Abandonando los verdaderos guías, la naturaleza y Dios, para buscar socorro y consejos en la prudencia y en la sabiduría humanas, no logramos sino edificar castillos de cartón, que de ordinario un soplo echa por el suelo, porque al construirlos no hemos tenido en cuenta ni la operación de la naturaleza ni la acción de Dios.

Una palabra, de paso, sobre lo que vulgarmente se denomina la habitación de los niños. Algunos pretendidos sabios, ignorando que el niño lleva consigo un tesoro, que debe ser objeto de vigilancia especial e incesante, ignorando que el niño no ha de llegar a ser hombre acabado sino mediante las atenciones prodigadas desde su infancia al desarrollo de sus facultades, algunos vanos espíritus especulativos, decimos, han creído conveniente alejar al niño de su madre y relegarlo en una habitación distinta de la materna. ¡Cuán triste y sombría nos parece esta habitación de niños! ¡Oh! no es aquél el cuarto de la madre. Abandonémoslo lo más pronto posible; penetremos en la habitación que la madre comparte con su hijo. Acudamos a esta madre que no confía el más precioso de sus tesoros a manos mercenarias; escuchémosla llamando la atención de su hijo sobre los objetos que se mueven.

El pájaro canta, el perro ladra, le dice ella, y conduciéndole al punto de la manifestación al conocimiento del objeto, del nombre propio al ser, del desarrollo del oído al de la vista, añade acto continuo: ¿Dónde está el pájaro que canta? ¿Dónde está el perro que ladra? La madre ha hecho resaltar en un principio la unión del objeto con sus propiedades, para hacer notar en seguida la propiedad sola y de nuevo el objeto sin sus propiedad es: ¡El pájaro canta! ¿En dónde está el pájaro? dice. Más tarde, le hará ver al niño un punto luminoso, vacilante, producido por un espejo sobre un muro blanco o sobre la superficie del agua, y le dirá, riendo: ¡Mira ese pájaro! -Luego, para hacerle comprender que esta apariencia sin cuerpo no tiene de común con el pájaro más que el movimiento, añade: ¡Toma ese pajarillo! Y le hará observar igualmente el movimiento particular en sí mismo, siguiendo con la mano las oscilaciones de la péndola del reloj: ¡Pim, pam! Tratará también de poner bajo los ojos del niño las cosas y sus contrastes: He aquí la luz, dice, y luego, haciendo desaparecer la bujía o la lámpara: ¡La luz ya no está ahí! o bien: Tu padre está ahí.-Ya se fue. Le hará también observar la movilidad de los seres llamando al gato ¡Ven gatito! ¡ven cerca de mi niño! o ¡Vete gatito! y para excitar la actividad de sus miembros: ¡Toma esta florecita! ¡Coge el gatito! le dirá. A veces lanza la madre una bola delante del niño para incitarle a andar o a correr: ¡Corre, ve a buscar la bola! La inteligencia de su amor maternal le inspira también la idea de fomentar el amor del niño a su padre, sus hermanos y sus hermanas: ¡Acaricia a tu padre! ¡Acaricia a tu hermano, a tu hermana! Diciendo estas frases, guía la madre la graciosa manecita del infante sobre las mejillas de su padre, o sobre las de su hermano o hermana: ¡Ah! ¡ah! buen padrecito! ¡Ah! ¡ah! querida hermanita!

Por medio de estas demostraciones de ternura, por estas dulces y amables caricias, por el movimiento mesurado y cadencioso, infundido al niño en los brazos de su madre, llegará éste a concebir el sentimiento rítmico.

La madre inteligente y concienzuda desarrollará así la vida que rebosa el niño por todas sus partes. El término técnico, la seca demostración de las cosas, lejos de dar expansión a la vida, no serviría más que para aniquilar el germen vital que el niño lleva consigo. Cuando no se toma en cuenta esta vida interior, tan rica en el niño, entonces se creará en él ese mismo vacío que se le atribuye.

Con mucha frecuencia, el acento y la palabra, medios naturales y rítmicos para la mayor parte de las manifestaciones humanas, son descuidados por los maestros, que no alcanzan a ver en ellos otros tantos poderosos auxiliares para el desarrollo y perfeccionamiento del hombre. El sentimiento del ritmo y de la cadencia, cuidado y cultivado en el niño, ejerce una feliz influencia en toda su vida. El ritmo y la cadencia le harán apreciar mejor la medida y proporción de las cosas, le enseñarán a reprimir la rudeza o impetuosidad de sus movimientos, a poner más miramiento en su conducta, y poco a poco contribuirán a desarrollar en él el sentimiento del arte y de la naturaleza, a hacer de él un artista o un poeta.

Un instinto harto común lleva al niño a imitar los cantos que oye. La madre observadora e inteligente no debe descuidar tampoco esta aptitud, germen que fecunda el porvenir. Es la primera manifestación del arte del canto, por el cual el niño muestra la misma inclinación espontánea que por la palabra; pues es notable la facilidad de que está dotado para encontrar, por sí mismo, las voces que definen las relaciones, o el enlace que media entre los seres y las cosas. He ahí cómo una niña de corta edad, después de haber examinado durante algún tiempo, con atención, el fieltro blanco que recubría las hojas de una planta, decía a su madre, la cual se admiraba de semejante observación: Mira, mamá, cómo es lanosa esta hoja. Otra niña, apenas de dos años de edad, gritaba, después de haber considerado atentamente dos planetas que, muy próximos entre sí y rodeados de estrellas menores, brillaban una noche en el firmamento: ¡La estrella de mi padre! ¡la estrella de mi madre! Nadie, en torno de ella, podía explicarse cómo había hallado la niña esta relación entre los planetas y sus padres.

No se empleen, para sostener o hacer andar el niño, ni apoyos ni andaderas. No deberá levantarse sino cuando haya adquirido una suma de fuerza suficiente para encontrar su equilibrio, y no andará sino cuando pueda moverse conservando su equilibrio. No se estará de pie más que cuando logre sentarse, alzándose por sí mismo, y al levantarse, se apoyará en un objeto más elevado. Antes de andar, aprenderá a levantarse, a sostenerse solo, y a arrastrarse por el suelo o sobre la mesa. Estimulado por el éxito de sus primeras ensayos, volverá a servirse de sus pies y de sus piernas, y gozará en ello, notando una nueva ciencia en el catálogo de las que tenía precedentemente adquiridas.

Excítase al niño a caminar, presentándole a distancia algún objeto capaz de tentar su curiosidad o su apetito. El deseo de conocer o apropiarse ese objeto le estimula a hacer uso de sus miembros. Veo este niño, apenas puede tenerse en equilibrio; pero ha observado, a breves pasos de sí, una paja, un guijarro, una ramita; quiere apoderarse de los objetos, presiente instintivamente que podrá emplearlos para la construcción de una cosa cualquiera, que no se define aún a sí mismo; se arrastrase hasta ellos y los coge. Tal en la primavera busca el ave las aristas de yerba o de musgo con las cuales construye su nido. El niño lleva en sí mismo los materiales del edificio de su vida y de su porvenir. Pero estos materiales deben ser clasificados y dispuestos, cada uno según su uso y propiedades, con el mismo arte empleado por el arquitecto o el albañil. Solemos con harta frecuencia desdeñar las manifestaciones del niño, porque no las comprendemos y nos parecen nulas o pueriles; nuestra negligencia en explicarnos a nosotros mismos la vida del niño, nos priva de la facilidad de explicársela, cuando él se dirige a nosotros para conocerla. El deseo de conocerlo todo, le empuja hacia nosotros; nos trae sus pequeños descubrimientos, y al interrogarnos, se revela a nosotros. La menor de las cosas, nueva para él, es a sus ojos una conquista importante; gusta de todo lo que le ensancha su círculo, aún tan limitado. ¿Despertóse su curiosidad? quiere conocer el nombre, las propiedades, la esencia íntima de cada ser o de cada cosa de este mundo, que se descubre paulatinamente ante sus ojos. El niño vuelve y revuelve en todos sentidos los objetos de que se apodera, los rompe y los descompone, llévalos a su boca, dirígelos a sus dientes o al órgano de su gusto para reconocerlos o distinguirlos, y nosotros, a veces ¿qué hacemos? Le reñimos, y lo apartamos de este sistema de análisis, sin pensar que este niño es, más que nosotros, razonable y lógico. Empujado por la irresistible inclinación que en sí lleva, quiere conocer el interior de las cosas y Dios en sus obras; mas no obteniendo respuesta alguna por medio de nosotros, sus padres a quienes concedió Dios la mente, la razón y el lenguaje suficientes para satisfacer aquella demanda, dirígese a la misma cosa que desea conocer. El objeto roto permanece mudo, naturalmente; pero en medio de estos fragmentos, en la flor deshojada o en la piedra quebrada, el niño, por el hallazgo de las partes semejantes o componentes, adquiere la noción reclamada por su inteligencia. Y cuando queremos nosotros aumentar el círculo de nuestros conocimientos, ¿procedemos de diferente manera? Evidentemente que no. Cada ciencia requiere un examen, un análisis previo. El niño, porque quiere instruirse, interroga los objetos; quiere distinguir el interior de las cosas de la multiplicidad de sus apariencias exteriores y conocer las relaciones que les son comunes; siente que las ama, las desea, o instintivamente quiere averiguar la razón, el móvil de esta tendencia. No desdeñemos en el niño de esta edad el modo de enseñanza que más tarde le impondremos por la pedagogía. Estemos convencidos, empero, de que si la voz del profesor es frecuentemente para nuestros hijos letra muerta o estéril, débese únicamente a nuestra negligencia en dar al niño, joven aún, la enseñanza reclamada por su edad. Al rechazar de él esta legítima curiosidad, este deseo tan natural de conocer el nombre y las propiedades de las cosas, ahogamos en él el germen de la vida interna; o bien, abandonando el niño a sí mismo, permitimos que este germen se abra, y tome una dirección falsa, opuesta a su naturaleza. Cárgase así la planta humana de ramas absorbedoras y estériles, en perjuicio de su crecimiento y de su fertilidad. Una vez que hayamos descuidado el desarrollo de las aptitudes y desconocido las aspiraciones del niño, en vano nos propondremos más tarde dirigir o enderezar sus inclinaciones.

El niño ha descubierto que un guijarro, un trozo de cal o de barro, frotado durante algún tiempo sobre una tablita, tiene la propiedad de comunicar su color a la madera; gózase con su descubrimiento, y se divierte desde luego en colorar de la propia manera cuantos objetos están a su alcance. Poco después, las propiedades lineales y la variedad en las formas de los objetos cautivan su atención y su actividad. Una cabeza no le parece en un principio más que una cosa redonda; hélo aquí trazando líneas redondas para figurar una cabeza, a la cual hace converger muchas líneas, que representan para él el cuerpo y sus miembros. A sus ojos, los brazos y las piernas, no son más que líneas rectas y cortadas; por medio de líneas semejantes, traza los brazos y las piernas; los dedos de la mano son para él líneas convergentes hacia un mismo punto, y sirviéndose de líneas idénticas dibuja las manos y los dedos; para él los ojos parecen ser simples puntos, y de puntos se sirve para trazar los ojos: poco a poco manifiesta el mundo nuevo y múltiple que se revela en él.

El dibujo lineal, no sólo permite al niño, que pronto va a ingresar en la adolescencia, la imitación de los objetos que ve y de los cuales se acuerda, sino que le da también las primeras nociones de un mundo invisible, enteramente nuevo para él, el mundo de las fuerzas. La bola que rueda, la piedra que, lanzada en el aire, vuelve a caer a tierra, el agua conducida y retenida en un pozo, demuestran al niño que la acción y la dirección de la fuerza se manifiestan con arreglo a ciertas leyes lineales. La representación de los objetos por líneas conduce pronto al niño a la inteligencia y a la representación de la dirección en la cual obra la fuerza: He aquí el arroyo que corre, dice trazando el contorno de un arroyuelo. He aquí un árbol y sus ramas, dice también haciendo confluir a una línea perpendicular varias líneas convergentes. ¡Oh! ¡qué bonito pájaro vuela! dice trazando líneas que figuran alas. Un pedazo de yeso o de carbón dejado entre sus manos, le inspira al punto deseos de reproducir los objetos que cautivan su atención; si por ventura el padre dibuja para él, con algunos golpes de lápiz, sea un hombre, sea un caballo, el niño experimenta, a la vista de estos dibujos, más placer que a la vista de un hombre o de un caballo vivientes.

Acaso se nos preguntará qué medios hay que emplear para dar al niño las primeras nociones de dibujo. El niño se encargará de la respuesta. Ved cómo dibuja esta mesa, en torno de la cual ha dado vueltas desde luego, a fin de medirla y conocerla por todas sus caras. De esta suerte dibuja cada objeto según el objeto mismo, y este método, que él halla instintivamente, es sin disputa el mejor. El niño se ejercita así en trazar líneas trasversales sobre los bancos, las mesas y las sillas, reproduce formas reduciéndolas; sobre la superficie de la mesa dibuja la mesa misma. Coloca sobre un banco o sobre una silla los objetos que quiere reproducir, traza la figura de estos siguiendo con el dedo los contornos externos del objeto que dibuja. Trasforma en modelo cualquier objeto que cae en su mano. He ahí cómo se desarrolla en el niño la inteligencia de la forma, al propio tiempo que la habilidad y el talento necesarios para reproducirla.

Dejando desarrollar así en el niño esta aptitud para el dibujo, le veremos llegar, casi sin que él lo sepa, a dibujar perpendicularmente líneas rectas y trasversales o rectángulos, tales como marcos o espejos. Importa también, para desarrollar a la vez la inteligencia y la destreza manual del niño, unir siempre la palabra a la acción, y hacerle designar sucesivamente, además de los objetos, las diferentes partes de los objetos que dibuja.

La inteligencia perfecta de estas acciones contribuye singularmente a despertar en el niño la facultad creadora y a formar su criterio; dale asimismo el hábito de la reflexión que le garantirá en adelante del error y de la inexactitud. Alguna vez, es cierto, la palabra y el dibujo no alcanzan sino a reproducir el objeto imperfectamente; pero no lo hacen conocer menos, por el mero hecho de sustituirse al mismo.

El dibujo es el término medio entre el objeto y la palabra, y tiene propiedades comunes al uno y a la otra. Su importancia estriba en que, al par que sirve para desarrollar el ser del niño, es para él un modo de producción de esos mismos objetos que tan vivamente le interesan.

El dibujo tiene de común con el objeto la figura, la forma y el contorno. Su analogía con la palabra consiste en formular la cosa, sin ser, no obstante, la cosa misma: lo mismo que la palabra, no es sino la figura, la imagen de la cosa.

La esencia del dibujo y la de la palabra son opuestas entre sí; la palabra es viva, animada: el dibujo es inerte, inmóvil; la palabra se hace oír: el dibujo se deja ver. El dibujo y la palabra marchan a una como la luz y la sombra, el día y la noche, el espíritu y el cuerpo. El hombre revela la aptitud para el dibujo, como ha revelado la aptitud para la palabra; entrambas quieren ser desarrolladas y solicitan manifestarse. La inteligencia del dibujo por el niño, la tendencia que le impulsa al dibujo y los placeres que éste le proporciona, atestiguan bastantemente su importancia12.

La atención que reclama la manifestación de un objeto por el dibujo, conduce pronto al niño al conocimiento de una cantidad de objetos de la propia especie; observará que posee dos brazos, dos piernas, cinco dedos en cada mano y en cada pie, que el escarabajo y la mosca tienen seis patas. El dibujo le ha llevado a conocer el nombre con relación al objeto.

Trátase de nombrar un conjunto de objetos análogos, y de contar diversas cantidades de objetos de igual especie. El desarrollo del arte del cálculo viene a su vez a ensanchar el círculo de los conocimientos del niño. Hasta entonces había visto grupos de objetos semejantes sin poder definir la suma de éstos; pero ya presiente, sin comprenderla aún, la relación existente entre el número y los objetos.

Conviene que los padres desarrollen desde temprano en el niño la aptitud para el cálculo, de una manera conforme al ser del cálculo, a las leyes del pensamiento estipuladas en el espíritu humano, y conforme a las exigencias de la vida. Quien observe con atención al niño tranquilo y plácido, se convencerá fácilmente de qué manera encuentra aquél con seguridad la vía que conduce de lo visible a lo invisible. Insistimos aquí nuevamente sobre la necesidad de unir, para la demostración del cálculo, la palabra a la acción. Es preciso que la madre alíe siempre el objeto a la demostración, lo que se escucha a lo que se ve, el oído a la vista, a fin de cultivar en el niño, desde luego la intuición, en seguida el conocimiento material de la cosa.

El niño dispone ordinariamente con orden y cuidado, cada uno según su especie, los diferentes objetos que están a su alcance. La madre no descuidará de agregar ahí la expresión exacta, el nombre propio del objeto en la cantidad que ella quiera determinar.

Supongamos que el niño tenga delante de él manzanas, peras, nueces y habas confundidas en montón: por un movimiento natural, será impulsado a separar esos diferentes objetos. La madre, dejándolo obrar, se contentará con formular así su operación:

Manzana-manzana-manzana-manzana-sólo manzanas.

Pera-pera-pera-pera-sólo peras.

Nuez-nuez-nuez-nuez-sólo nueces.

Haba-haba-haba-haba-sólo habas.

Luego, dejándole comenzar de nuevo esta misma operación, dirá:

Una manzana-una manzana más-una manzana más-muchas manzanas.

Una pera-una pera más-una pera más-muchas peras.

Una nuez-una nuez más-una nuez más-muchas nueces.

Una haba-una haba más-una haba más-muchas habas.

El niño no tardará en notar que una cantidad de objetos de la misma especie, se aumenta por la agregación simétrica de objetos semejantes.

Pronto la madre, cesando de servirse solamente del nombre de la cosa, sin añadir el número, enunciará la cifra designante de la cantidad de los objetos, continuando siempre exponiéndolos a los ojos del niño:

Una manzana-dos manzanas-tres manzanas-cuatro manzanas.

Reuniendo los objetos de igual especie en cantidades y en cifras siempre progresivas, demostrará, por la palabra o por el signo, la operación que acaba de hacer, por ejemplo:

* manzana ** manzanas *** manzanas **** cuatro manzanas.
*pera ** peras *** peras **** cuatro peras.
* nuez ** nueces *** nueces **** cuatro nueces.
* haba ** habas *** habas **** cuatro habas.

Más tarde, dejando a un lado el número de los objetos, se concretará a enunciar la cantidad expresada por la cifra, por ejemplo:

* uno ** dos *** tres **** cuatro.

Esta manera nos parece más simple y más natural, para dar a los niños la intuición de los números y la sucesión ordinaria de éstos.

No se deje pues de proporcionar al niño el conocimiento de la serie de los números, por lo menos hasta diez: además, que los números no le sean presentados como sonidos huecos, vacíos de sentido, antes bien se le demostrará su valor y su sucesión regular por medio de los mismos objetos cuya cantidad se le quiere hacer determinar.

Gracias a este procedimiento, puede uno sin dificultad convencerse de la existencia y de la índole de las leyes por las cuales pasa rápidamente el niño de la intuición de una cosa simple, individual, a las nociones más abstractas y más generales.

El niño así guiado con solicitud e inteligencia en este primer grado de su desarrollo, adquirirá un frescor, una exuberancia y una plenitud de vida, que se acrecerán considerablemente en el grado siguiente, o sea en la edad de la adolescencia.

En el presente grado de la vida del niño hallamos el principio del desarrollo de su inteligencia, de sus aptitudes y de sus facultades. Adquiere la palabra; la naturaleza se le presenta y le descubre las tan varias propiedades del nombre, de la forma, del tamaño, del espacio, en una palabra, las propiedades de los seres y de las cosas. El mundo artificial se le aparece distinto del de la naturaleza. Se mira el niño como antítesis del mundo exterior. Presiente en sí un mundo interior, invisible, individual, y sin embargo no ha salido aún del primer grado de la infancia, en el cual lo vemos iniciarse en los cuidados y en los asuntos domésticos.

Apenas el niño ha tomado parte, por pequeña que sea, en las ocupaciones cuotidianas de la familia, adquiere él a sus propios ojos una importancia, que le revela en parte la dignidad de su destino.

Notamos un día, en el campo, el hijo de un obrero, niño de dos años, que guiaba el caballo de su padre; éste había puesto la brida en la mano del niño, quien marchaba a paso firme delante del caballo, arrojando de vez en cuando una mirada detrás de sí, por ver si el animal le seguía. El padre sujetaba, es cierto, el caballo por el bocado; pero no por eso dejaba el niño de estar persuadido que él guiaba el caballo y lo obligaba a seguir. De repente el padre se detiene para hablar con un hombre; el caballo se para también; el niño, creyendo entonces que esta detención débese sólo a la mala voluntad del caballo, se suspende con todas sus fuerzas a las riendas para decidirle a continuar en su camino.

Otro día, tuvimos ocasión de observar un niño de tres años, que guardaba las ocas de su madre, a lo largo de la cerca de nuestro jardín. El espacio era estrecho, las ocas huían frecuentemente del pequeño pastor, quien sin duda buscaba y hallaba, de bien distinto modo, pasto a su imaginación. Poco a poco las inquietas aves se aventuraron hasta en medio del camino, donde el paso de coches y carros podía ser no poco peligroso para ellas. Lo comprende la madre del niño y grita: «¡Chico! ¡atención a las ocas!» El tierno mozalvete, a quien las repetidas dispersiones de su alado rebaño, habían acaso turbado en sus preocupaciones infantiles, exclamó entonces en tono muy serio: «¡Madre! ¿piensas que sea tan fácil como eso el guardar ocas?»

La iniciación del niño en los cuidados y trabajos domésticos contribuye poderosamente al desarrollo de toda su vida. Depárale una instrucción verdadera y sólida, y le comunica impresiones que influyen sobra toda su existencia.

Ved a este jardinero: cava, poda, peina su jardín. Únesele su hijo y quiere ayudarle: el padre lo acoge con bondad, le enseña a distinguir la cicuta del perejil, mostrándole la diferencia que media entre las hojas, y el olor de dichas plantas, en apariencia tan semejantes. El hijo de un obrero del bosque acompaña su padre, y advierte que las plantas que él tomaba desde luego por abetos jóvenes, producto del germen de la semilla esparcida antes por ellos en ese sitio, son simplemente plantas euforbias, y llega muy pronto a apreciar la diferencia que existe entre unas y otras. El cazador apunta y dispara, y hace sin pena comprender al niño que le acompaña, que una línea recta une siempre tres puntos colocados en una misma dirección. El hijo del herrero quiere batir el hierro, previamente enrojecido en el fuego, y su padre le demuestra que en vano se esforzaría por introducir la barra de hierro candente, en el espacio que ésta ocupaba antes de estar dilatada por el calor. Acá, el hijo de un tendero nota que uno de los platos de la balanza baja o sube en razón del peso que se quita o se añade al otro plato, y observa también que ambos quedan a igual altura, cuando el peso de los objetos depositados en uno de los platos, es exactamente igual al peso de los objetos contenidos en el otro. Acullá, el tejedor explica a su hijo cómo al bajar los volteadores, este movimiento eleva los hilos del tejido, y le deja hacer la experiencia de ello. El tintorero muestra a su hijo la acción de ciertos líquidos sobre los colores de las telas, y le indica de qué modo sus matices llegan a ser cambiados: le da a conocer el nombre de los ácidos y la manera de servirse de ellos. El droguero enseña a su hijo que el café es una haba, el grano de una planta susceptible de crecer sólo en lejanos países. Aprovecha los paseos que dan juntos al campo, para mostrarle dónde y cómo crecen y se desarrollan el comino, la adormidera, el cáñamo, el mijo, y todos los objetos que expende en su tienda, haciéndole también notar la variedad de las formas de todos estos granos.

El herrero, el industrial, el vendedor de metales, enseñan a sus hijos a distinguir el peso de la pesadez. Les explican que, aunque el plomo sea por su naturaleza mucho más pesado que el yeso o el hierro, una libra de plomo no pesa más que una libra de yeso o de hierro. El cordelero mostrará a su hijo cómo, dando vueltas al aspa, en ciertas condiciones de alejamiento, consigue reunir, en una cuerda sólidamente retorcida, los hilos y las hilazas del cáñamo. El pescador dice a su hijo por qué razón coloca sus redes en dirección opuesta a la del curso del agua, y le admira singularmente explicándole que los peces que buscan su alimento, nadan remontando la corriente.

El carpintero, el tonelero, el carretero, y el albañil explican a sus hijos de qué les sirven el cepillo, el martillo, la barrenita y la trulla. Hácenles también notar que los árboles, las montañas y las peñas les suministran los materiales por ellos utilizados; que el fuego purifica el hierro, y que a causa de esta trasformación sufrida por el mineral, el que lo trabaja titúlase herrero.

El ensamblador dice a su hijo que no toda madera conviene a su oficio; que no emplea ni el pino, ni el abeto, ni la madera de árboles de hojas aguzadas como agujas, sino el arce, el haya, el abedul y la madera de árboles frutales y de hojas anchas. Los paseos por el campo le ayudarán a conocer esas diferentes especies de árboles, y la utilidad de la corteza empleada en la fabricación de numerosos productos.

Todo género de comercio o industria, todo arte u oficio, puede de esta suerte convertirse en una fuente de nociones útiles para el niño. La carreta y el arado del agricultor, el molino del molinero, los materiales que usan el carpintero, el herrero, el carbonero, el albañil, serán para el niño otros tantos objetos de interesantes e instructivas lecciones, que la pedagogía no le daría más tarde sino a costa de buenos sacrificios y quizá infructuosamente. ¡Cuánta riqueza de enseñanzas encierra la vida doméstica! ¿Y no parece que el niño lo presienta así, según la constancia con que sigue vuestros pasos? ¡Oh! ¡guardaos bien de despedirlo cuando viene a encontraros en medio de vuestras ocupaciones! Por absortos que estéis en vuestros trabajos, acogedle, prestad oído benévolo a sus incesantes preguntas. Si le desairáis, recibiéndolo de un modo brusco o rechazándolo, destruiréis un retoño de su árbol de vida. Pero al contestarle, no le digáis más que lo absolutamente necesario, con el fin de que él mismo complete vuestra respuesta.

Una parte de esta respuesta hallada por el niño, le es ciertamente más provechosa que si la respuesta le fuese enteramente suministrada por vosotros. No respondáis directamente a la pregunta; guiadle solamente hacia la solución que él desee: así le daréis el hábito de la reflexión, ya muy importante a esta edad.

En este momento de la vida del niño, incumben sobre todo al padre los cuidados de la educación. Ábrese para entrambos una vida común, y por ella una fuente de emociones dulces y de gozos íntimos, que la familia sólo reserva para los que comprenden y llenan los deberes familiares.

¡Vivamos pues por nuestros hijos! Vivamos con ellos y por ellos, y que ellos vivan con nosotros y por nosotros!13

Pero para darles la noción verdadera de cada ser y de cada cosa, sepamos desde luego conocer, por nosotros mismos, la esencia, el interior de los seres y de las cosas. Sin este elemento vivificante, nuestras palabras quedan vacías de sentido; sin valor y sin peso. Concentrémonos en nosotros mismos, inspirémonos en la fecunda experiencia de nuestra propia vida; sólo ella puede facilitar al alma la enseñanza que de nosotros esperan nuestros hijos. Pero interroguemos también su ser, aspiremos, en cierto modo, su vida interior, hagamos que ésta pase de su alma a la nuestra; procuremos instruirnos a nosotros mismos, al instruir a nuestros hijos. La vida con nuestros hijos y por nuestros hijos nos traerá la paz, la dicha y la sabiduría.

A este grado de desarrollo del niño, el mundo exterior alíase íntimamente con la palabra, y por ella con el niño. Tocamos, pues, al momento del completo desarrollo de la aptitud por la palabra. Hasta entonces era indispensable designar al niño toda cosa por la voz que le era particularmente propia, según hemos notado ya. Para el niño de esta edad, la palabra y el objeto forman una sola e idéntica cosa. Pero poco a poco la palabra se le presenta aisladamente, separada del objeto a que simboliza. Hagamos aquí una observación esencial: separados así de la palabra, los objetos suelen representar para el niño, un todo de que no son más que una parte, error del cual conviene preservarle. El hombre debe considerar cada cosa como componente de un conjunto general; debe no solamente considerar las relaciones exteriores de los objetos entre sí, sino también buscar y reconocer sus relaciones y enlace con aquellos objetos exteriores de que parecen más ajenos.

Pero sería imposible al hombre adquirir el conocimiento completo de todos los objetos que componen el mundo exterior, si no poseyese ya el conocimiento de la esencia y de la naturaleza individual del ser u objeto desarrollado, según las leyes que lo rigen. Nuestra proximidad a ciertas cosas es también un obstáculo para que las conozcamos perfectamente. Cuanto más próxima a nosotros está una cosa, tanto más difícil nos es conocerla con exactitud y precisión. De ahí no pocas malas inteligencias entre padres o hijos, y en el interior de las familias. El hombre se conoce con dificultad y casi siempre imperfectamente, mientras que por el contrario, la separación exterior conduce a menudo a la unión interior de las almas y al conocimiento íntimo de los seres. El hombre conoce mejor muchas veces a las personas que le son extrañas, de lo que se conoce a si mismo; posee nociones más exactas sobre las naciones extranjeras y los siglos pasados, que sobre su propio país y la época en que vive. Para llegar a conocerse bien, conviene que el hombre se ponga en antítesis consigo mismo. Para conocer el interior o el exterior de los seres o de los objetos, conviene también que se los oponga a sí mismo, y los considere después en las relaciones que con él guardan. De esta suerte será llevado a comprender cómo el objeto, aunque separado de él, le queda no obstante unido por condiciones o relaciones interiores que constituyen su unidad común. El lenguaje se le aparece entonces como una cosa espontánea, existente por sí misma y para sí misma, y viene a ser, para el hombre, enteramente distinto de las cosas que expresa.

El niño ha comprendido que la palabra es diferente de la cosa por ella representada, y diferente también de la persona que habla; ha comprendido que la escritura y el dibujo son la simple materialización de la palabra, y desde este momento, pasa a un nuevo grado de desarrollo; el de la primera infancia cesa; el niño se convierte en adolescente y da su nombre al grado en que el hombre atrae hacia sí los objetos del mundo exterior y se los apropia. No tan sólo manifestará entonces, como antes, el interior por el exterior, sino que deberá sobre todo presentar al exterior los objetos exteriores,: es el grado en que la instrucción empieza.