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La «Farsalia», poema sin dioses, ¿también sin héroes?

Sebastián Mariner Bigorra



El punto de vista objeto de estas páginas lo fue primero de una exposición oral, en el Curso de Humanidades Clásicas de la Universidad Internacional «Menéndez Pelayo» de Santander, el 8-VIII-1969. Su redacción actual se beneficia de las observaciones formuladas por los asistentes al coloquio que la siguió. A todos ellos, y muy especialmente a mis colegas doctores M. Fernández-Galiano, J. Alsina y J. Zaragoza, vaya desde estas líneas la expresión de mi viva gratitud.





Ponerse a tratar de esta cuestión produce, si no de buenas a primeras, sí por lo menos a las segundas de cambio, si vale decirlo así, la sensación de encontrarse «metido en política» sin haberlo buscado. Ni apenas sospechado: especulativamente, el problema se presenta como típicamente literario y, por cierto, más de forma que de contenido. O, si se quiere, más bien de estructura que de pensamiento. Ingenuamente podría proponerse de la siguiente forma: la Farsalia pertenece al género heroico; ¿cuál es su héroe?

Una pregunta tan sencilla tiene su respuesta enmarañada en un laberinto de dificultades. La primera estriba ya en que no cabe, al parecer, soslayada resolviéndolas todas de un golpe, orillando de entrada el laberinto por el fácil y expeditivo -y paradójico- procedimiento de no entrar en él: negando que haya un héroe en la Farsalia. Procedimiento poco menos que inédito; no lo emplearon, con lo útil que les habría sido, ni siquiera los Lucanomástiges que, desde la Antigüedad inmediata, negaron a su epopeya el carácter de poema1. Ya penetrado el umbral, el enunciado de la serie de dificultades que aguardan podría englobarse así: malo tiene que ser dar con el héroe de la Farsalia cuando quienes lo han intentado han señalado media docena sin ponerse de acuerdo. Pero, por muy costoso que sea, hasta aquí no da la impresión de que deba uno salirse del terreno estrictamente literario: una obra del género heroico en la que, contrariamente a lo habitual, no hay acuerdo con referencia a cuál de sus personajes ha de considerarse como héroe del poema; falta de acuerdo que, por sí misma, permite barruntar el grado de dificultad de la cuestión.

La impresión de haber saltado de la literatura a la política se recibe, sorprendentemente, con sólo dar un paso más: advertir cómo se han ido señalando los distintos candidatos al puesto de héroe lucáneo. Lo mucho que ha influido la política en este «cómo» sólo puede compararse con la mucha importancia que la cuestión del héroe ha cobrado en los estudios sobre el ideario político de Lucano y su proyección en la Farsalia. Significativo al respecto, el contraste entre dos títulos recientes de la bibliografía lucánea: mientras el tema del héroe pulula a lo largo de muchas de las páginas de la obra de Jacqueline Brisset sobre el ideario político de Lucano2, se halla prácticamente ausente, en cambio, de la sede de los acotados por M. P. O. Morford en su intento de caracterizar objetivamente a Lucano como poeta3.

No cabría, en principio, excluir la esperanza de que el problema literario del héroe de una epopeya pueda beneficiarse para su resolución de los datos acerca de las ideas políticas del poeta y de su plasmación en la obra. Sin embargo, este terreno en Lucano está también tan sujeto a discusiones y ha recibido pretendidas soluciones tan encontradas, que los pasos que por él se den para atajar cualquier otra cuestión con él relacionada tienen que andarse con pies de plomo para evitar el resbalón, pero, por otra parte, con la suficiente ligereza para no quedarse atascado convirtiendo, en nuestro caso, un interrogante fundamentalmente de estructura literaria en un más o menos inquietante enigma histórico-político.

Fundada inquietud si se atiende a cuán diametralmente opuestas han resultado de hecho algunas de estas soluciones emprendidas a partir de consideraciones histórico-políticas. Como muestra, confróntese lo escrito por R. Castresana4 entre las conclusiones de su estudio (en cuanto al héroe de la «Farsalia», a mi juicio no puede admitirse duda alguna. Frente a las más variadas hipótesis que vienen emitiéndose en torno a este problema, creo que el verdadero héroe de la «Farsalia», clave del pensamiento político de Lucano, es Pompeyo) con una de las afirmaciones5 de J. Brisset (cette étude des agents du Destin dans la guerre civile montre que César est, sans aucun doute, le héros de la «Pharsale»), y se observará que sólo coinciden en un extremo: la seguridad absoluta, la falta de duda con que cabe afirmar que el héroe de la Farsalia es el uno o el otro de los dos enconados adversarios. Además, sin paliativos: la ausencia de duda va unida a la ausencia de la compensación que supondría un intento de coordinar ambas opiniones sugiriendo que tal vez se trate de una epopeya más donde también el adversario del héroe es tratado con simpatía hasta el punto de que, de no quedar eclipsado por este, habría sido él el protagonista del mismo modo que, habitualmente, también sólo el héroe ha podido vencerle -y darle muerte- en la lucha: Héctor o Turno frente a Aquiles o Eneas. Contra esta sugerencia están las negaciones explícitas de ambos autores. A mi juicio, el héroe ÚNICO del poema es Pompeyo, en quien encarna el pensamiento político del poeta, había escrito Castresanas6; [...] il faut insister sur le fait que, jusqu'à la fin, Pompée est défendu beaucoup moins pour lui-même que pour le parti pompéien. La sympathie personnelle de Lucain pour lui reste, en définitive, assez faible, contabiliza la Brisset7 después del balance a que ha sometido las distintas apreciaciones de Lucano sobre los actos, conducta y sentimientos de Pompeyo en el capítulo segundo de su segunda parte. Ni siquiera como personalización de su partido estaría dispuesta a permitirle encarnar el papel de héroe; será otro personaje, Catón, quien, de entre el partido senatorial, cuenta con todas las simpatías del poeta, el que resulte opuesto a César en otro plano como héroe cuando la autora tenga que precisar8 que César est seulement le héros «du récit de la guerre civile». Car la «Pharsale» se développe aussi sur un autre plan, et, à cet autre plan, le héros de l'épopée n'est pas César mais Caton.

Realmente, hay que reconocer que la discrepancia difícilmente podía haber sido mayor. Y en vista de ella, resignarse a ver de nuevo la cuestión al rojo vivo, un tercio de siglo después de que H. C. Nutting, estudiándola monográficamente9, pudo pensar haberla zanjado, por lo menos en cuanto a la improcedencia de las soluciones personales, al rehabilitar a Naudet adscribiendo el papel heroico del poema a una abstracción: la Libertas.

O no resignarse. Rebelarse, incluso, contra el tratamiento, en gran parte no literario, de un problema que fundamentalmente lo es. Poner en tela de juicio la afirmación de Castresana10 de que esta discrepancia sobre el héroe de la «Farsalia», como casi todas las que observamos en los comentaristas del poema, está motivada por la consideración de la obra desde un punto de vista exclusivamente literario o histórico. Invertirla casi y, como hipótesis de trabajo, partir de la suposición de que la discrepancia surja precisamente de los enfoques de carácter político. No porque en sí sean erróneos, ni siquiera desacertados. Es curioso observar cómo, frente a la radical oposición arriba patentizada, los resultados de ambos autores respecto a la actitud política de Lucano convergen, en cambio, muchísimo: partidario del principado, para el uno; probablemente no republicano, para la otra; para ambos, autor de una epopeya no antiimperial, sino estricta y precisamente antineroniana. Ya se dijo antes11 que estos resultados han sido logrados independientemente; ello hace más preciosa la coincidencia y permite reconocerles, incluso de parte de quienes no estén conformes con ellos, la confianza inicial de que no los habrán elaborado subjetivamente, de acuerdo sólo con sus opiniones personales: ya se ha visto que estas no son precisamente un modelo de coincidencia.

No, pues, enfoques mal llevados, pero sí, tal vez, mal traídos; aplicados a una cuestión o en una forma que no venía a cuento. Y como ellos -escogidos precisamente no tanto por la ejemplaridad de su nítido desacuerdo y seguridad en sus propias posiciones al respecto, como porque en una y otra posturas representaban las actitudes más recientes dentro de lo que yo conozco-, tantos de sus predecesores en una y en otra dirección y en otras divergentes.

Las presentes páginas intentan ser un desarrollo de aquella hipótesis de trabajo. En una primera parte se revisan las posibilidades de que los candidatos propuestos, uno a uno, cumplan efectivamente con el tipo de héroe clásico de una epopeya. En una segunda se intenta organizar en una construcción positiva las consecuencias de dicha revisión. Una tercera y última vendrá constituida por un examen de como se proyectan dichas consecuencias más allá de la mera estructura del poema.

*  *  *

Lo corriente en la epopeya clásica es que la cuestión del héroe ni asome siquiera: tan explícitos son a este respecto los títulos o los proemios, o ambas cosas a la par.

Una seguridad de este calibre va a ser ahora muy útil. De que sepamos con toda certeza que Aquiles, Ulises, Eneas, etc., son los héroes respectivos de la Ilíada, Odisea, Eneida, etc., podremos inferir también con seguridad apreciable que los caracteres literarios de estos personajes se han constituido en características de los héroes épicos clásicos.

El poeta los «canta». Generalmente, por sus hazañas excepcionales. Pero no siempre; puede cantar también sus pasiones: la ira de Aquiles (en este caso, con sus largas e importantes consecuencias). En los temas míticos, la excepcionalidad del héroe suele empezar ya desde la cuna, que lo vincula a la divinidad. Como sea, sin embargo, aun en el caso de héroes no semidioses, su comportamiento es presentado también como de superhombres. Ello les hace habitualmente vencedores, por lo menos, al final de la lucha y pese a las penalidades y reveses arrostrados. Mas, aun en medio de estas adversidades, el poeta sigue «cantando» a su héroe; en la base de este «canto», la admiración por su sobrehumanidad, sostenida contra viento y marea, aun en el caso de error o maldad del héroe reconocidos por el propio poeta. Esta admiración sostenida excluye por definición toda ironía y burla, pero no está reñida con la compasión; al contrario, la ponderación de las situaciones aflictivas puede resultar un ponderativo de la heroicidad misma cuando a la postre sean superadas. En cambio, no deja de poder sostenerse la admiración en medio incluso de debilidades ocasionales; también su superación constituye un acto de heroísmo que hay que inscribir en el palmarés de las victorias. Cabe admitir, todavía, que una tal admiración no postula necesariamente una simpatía de parte del poeta: las cualidades de un antipático pueden admirarse, e incluso tranquilamente, a condición de que sea desde suficientemente lejos. De todos modos, hay que reconocer que no es esto lo corriente ni en la vida ni en la epopeya clásica.

Este me parece ser el molde general del héroe épico clásico -con indefinidas posibilidades de variación según el grado de los rasgos que le acusan y el modo de combinarlos- vigente en el ambiente literario en que surge la Farsalia. ¿Se ajusta a este molde tradicional alguno de los candidatos propuestos para héroe del poema?

1. César encaja, a primera vista, por bastantes motivos. Algunos podrían remontarse al autor mismo. Indudablemente, no de una manera nítida y convincente para todos, como era el caso de título y declaración proemial en la Odisea o en la Eneida antes aludidas.

Aquí tropezamos con que, por lo pronto, el título mismo está en entredicho. Pero afortunadamente podremos prescindir, a nuestro propósito, de la abundante tinta que ha corrido acerca de si en los dos célebres versos IX 985-986,


uenturi me teque legent: Pharsalia nostra
uiuet et a nullo tenebris damnabimur aeuo,



debe Pharsalia tomarse como título de la epopeya o no. Puesto que la misma fuerza que desarrollaría, dentro de la cuestión que nos ocupa, el argumento basado en el título («el poema se llamaría Farsalia, y Farsalia es la gran victoria de César; luego este es el héroe del poema»), la ofrece también -o más potente aún- la parte del verso que precede y que escapa a toda ambigüedad: quien lea a Lucano, leerá la victoria de César sea cual sea el título de su obra.

Hasta tal punto cabe prescindir del problema del título, que resultaría más o menos lo mismo estribar en el de Farsalia que en el de Guerra civil a estos efectos: César fue, si no su único promotor en la mente de Lucano, sí el que la desencadenó y el que triunfó. Con ello conectaría inmediatamente el argumento que se puede inferir del proemio12, donde el asunto del poema es programado, con referencia también a las llanuras de Farsalia, como acontecimiento definitivo de una guerra «más que civil»; con las mismas premisas, el razonamiento sería análogo al que acaba de formularse.

Otro dato positivo sería la innegable admiración que Lucano ha demostrado hacia César13. Espontánea, probablemente, algunas veces, cuando la actuación de este corresponde a lo que debía ser según los ideales del propio Lucano; tal, por ejemplo, la de IV 254 ss., a propósito de la devolución de los pompeyanos encontrados en su campamento sin represalias por los soldados suyos ejecutados en el de los contrarios. A despecho, probablemente también, cuando, a fuer de ser sincero, no puede regatear grandeza de ánimo ni escatimar genialidad al hombre excepcional, capaz de tantas victorias en medio de tantas dificultades. Realmente tenía que hacérsele difícil, a quien se había propuesto cantar las guerras que tuvieron su desenlace principal en las llanuras de Ematia, no encontrarse a veces tarareando notas y aun compases de marchas triunfales en honra de su rotundo vencedor.

Pero ya precisamente aquí, en el apartado de la admiración, empiezan los argumentos negativos: esta admiración no es sostenida. Y no sólo porque lo exijan o al menos sugieran los acontecimientos cuya marcha va narrando el poeta, entre los que no faltaron los de signo adverso para César: sublevación en Piacenza, fracaso en Durazzo, aprieto en Alejandría14 (cierto que Lucano no puede olvidar que César los superó; pero lo es también que los ha aprovechado para al menos escamotear en algo la gloria que por ello le cabría: fanfarrón y cruel en el primer episodio, burlado en el segundo, escarnecido en el último15). Sino que Lucano se ha negado explícitamente a rendir esta admiración a propósito de acciones en que, sin ningún desdoro por su parte, podía habérsela otorgado a su presunto héroe. Valgan por muchos ejemplos dos de los más estridentes: el rasgo (tan explotado entre los de clementia Caesaris) del indulto de Domicio Ahenobarbo después de su rendición en Corfinio queda, no ya desvirtuado, sino diametralmente tergiversado en la versión lucánea (II 511) con respecto a la de César16 y a la apariencia de los hechos: el perdón no sería sino un refinado castigo; Domicio tendría que vivir merced a un favor de su mortal enemigo. El efecto retórico del retorcimiento es ciertamente deslumbrante; pero, aun si se pretendiera que Lucano no ha aspirado nada más que a producir un deslumbrante efecto retórico, habría que admitir que a un centelleo de la forma sacrificada a su «héroe» hasta infamarlo. El colmo sería ya si se pudiera demostrar -a mí no me cabe más que sugerir la posibilidad de la conexión- que la fuente de este rasgo de efectismo se la proporcionó a Lucano el propio César al inmortalizar17 la despechada reacción de Pompeyo a una de sus propuesta de transacción. Por lo demás, vano intento es el de llevar al colmo este primer ejemplo cuando el segundo parece ya definitivamente insuperable: cuando Lucano, rebasando todos los oderint dura metuant, ha puesto en el corazón de César, a propósito de la actitud aterrorizada que su avance por Italia provoca en las poblaciones de su ruta, aquel más terrorífico todavía se non mallet amari18.

Realmente hay antipatía intencionada y cordial, y precisamente ya desde estos primeros cantos del poema19. No son de extrañar, pues, las actitudes reacias a admitir el papel de héroe para César por parte de quienes exigen a toda costa la simpatía del autor. Ahora bien, esta exigencia no es general ni tiene por qué serlo, según se ha visto ya al comienzo de esta parte, al especular sobre las características del héroe épico clásico. Por ello cabe que algunos entre los que no la sientan continúen abogando por la atribución de dicho papel a César. Sin embargo, el peso de la antipatía es tal, que, en general, coinciden en una apreciación muy significativa: César sería el héroe negativo de la epopeya20.

Ya es un descuento importante; tanto, que «en cierto modo» estaría dispuesto a darlo por acertado incluso un partidario tan ferviente de la «heroicidad» pompeyana en la Farsalia como Castresana21. Pero esta concesión -que le honra en cuanto índice de su sinceridad y capacidad de comprensión- no parece necesaria dentro de un enfoque estrictamente literario, por muy oportuna y adecuada que sea dentro de uno histórico-político. En efecto, en las especulaciones recién aludidas se ha podido postular, como condición necesaria para que, en una falta de compenetración de sentimientos -y aun aversión entre autor y personaje pueda este ser considerado un «héroe» a lo tradicional, la de su categoría excepcional reconocida por el autor por encima de las diferencias que los separan; superioridad que excluye la ironía y la burla. Ahora bien, Lucano, en su aversión a César, ha cortado la corriente de su admiración posible incluso hacia un contrario no sólo mediante la declaración explícita de antipatía, sino mediante el escarnio y la befa o el desprecio. Ya se insinuó antes que hay auténtico escarnio en X, 458-460, a propósito de César, acorralado como una alimaña fugitiva en busca de escondrijo en el palacio de Alejandría. ¡Así no se «canta» a un héroe! No se trata, desde luego, de un pasaje ocasional, un «descuido» en la composición de la escena; tal vez algo consentido para que luego brille retóricamente más el contraste con el César elogiado por su presencia de ánimo que le permite no amilanarse y reaccionar. Más cruel que esta burla episódica resulta, si se quiere, el desprecio con que Lucano hace contabilizar el importe de las hazañas de este su presunto héroe a un justipreciador tan digno de crédito como es el redivivo del episodio necromántico en VI, 785-796. No tienen los pompeyanos por qué envidiar a César victorioso; en fin de cuentas, todo el brillo de los triunfos se reducirá a la diferencia entre el polvo de las riberas del Nilo y el de las del Tíber: a menos de cuatro años vista, este cubrirá al vencedor como aquel va a cubrir al vencido. Nada parecen importarle las condiciones diferentísimas en que uno y otro bajan al sepulcro, ni las más diferentes todavía en que persisten en la posteridad la obra de uno y otro: César es casi un personaje de comedia; ¡tanto esfuerzo y tanta seguridad en los resultados obtenidos para un desenlace tan vil e insospechado! Hay más: si también en esta vía del ridículo se me permite señalar un colmo, el propio canto VI en el mismo episodio lo proporcionaría con la ironía que alude a las «nuevas divinidades» romanas por parte de quien afirma saber que, muy al contrario del Olimpo, lo que aguarda a César es el tormento en el Hades, para el que los soberanos infernales preparan incluso un refinamiento de las torturas, lo cual debía de pasar ya la frontera del sarcasmo a ojos del lector romano acostumbrado a la mención consagrada y repetida de la divinización oficial del diuus Iulius. Sarcasmo que no estriba, naturalmente, en colocar a un héroe entre los réprobos -una Demoníada es perfectamente posible según los cánones épicos clásicos-, sino en la mofa con que se califica de «dios nuevo» a un condenado.

Por lo demás, este desmontaje de un César héroe negativo no deja de poder dar cuenta, según los cánones literarios clásicos, del destacado papel que, con razón, han observado que desempeña César a lo largo de la obra quienes acuñaron el concepto y la expresión para aplicárselos. Él es, en efecto, el único de los actores del drama presente al principio y al final, como señala Haffter22; él es la encarnación de todas las fuerzas perversas desencadenadas en la guerra civil, tema de la obra de Lucano por sí misma, representante del Mal absoluto de los estoicos con una altura que, en este sentido, domina a Pompeyo y al propio Catón, como sostiene Brisset23. Pero para ser esto, todo esto, le basta con ser el protagonista, sin necesidad de ser el héroe al modo tradicional. Esta distinción me parece substancial: Aquiles no es el protagonista de la Ilíada. Si, además de substancial, se revelare válida, permitirá en el mismo sentido explicar lo que al comienzo de esta discusión sobre el papel de César se han tomado, en principio, como datos positivables, el título y el proemio. Ambos se avienen con la consideración de César como protagonista del relato, el que desempeña el primer papel, el más importante. Pero el más importante de los papeles de un drama o de una narración puede no coincidir con el humanamente más elevado en la apreciación del autor. En la Farsalia no coincide. Lucano no se ha burlado no ya de Catón ni de Bruto, pero ni tan sólo de Pompeyo ni de Esceva; sencillamente, los ha compadecido. Ejemplar, por tratarse de un cesariano y porque compasión y admiración sumas fraguaron esta vez en el yunque de Lucano en un verso inmortal, el apóstrofe a este último (VI, 262):


Infelix, quanta dominum uirtute parasti!



Ejemplar, sobre todo, a los efectos aquí pretendidos, porque plantea la ignorancia humana en su dimensión trágica, sin ridículo ninguno ni por asomo. Trágica grandeza la del hombre cuyo escudo presentaba 120 impactos24 y que con ello no había hecho más, a ojos de Lucano, que conquistarse la esclavitud. ¡Cuán distinto el ridículo fracaso de quien llegó a labrarse una ascendencia divina25 y a conmocionar a su patria para luego, casi inmediatamente, sucumbir sin poder valerse ante los puñales tiranicidas! De este sí se burló Lucano, aun admirándole.

2. Pompeyo, en su posición de antagonista, se ha beneficiado no poco de los distintos reversos de medalla de la argumentación opuesta a la candidatura de César, hasta el punto de ser seguramente, si no el que cuenta con mayor número de sufragios, sí el que ha llegado a ver más difundido su nombre por la gran difusión de sus valedores, entre los que se cuentan bastantes de los tratados de historia de la Literatura latina más conocidos26.

El más socorrido de esos reversos es la simpatía (así Rostagni) junto con la ya vista identificación en el ideal político. Ambos datos positivos deben ponerse, sin embargo, en cuarentena. El primero por dos motivos, independiente uno, conexo el otro con la crítica que se hará al segundo. Motivo preferentemente literario: de la misma manera que, dentro del género clásico, la antipatía no era impedimento dirimente para descalificar a un supuesto héroe épico, la simpatía no es ahora, por sí sola, argumento suficiente para acreditarlo.

El otro motivo, de índole hermenéutica, afecta no sólo a la simpatía, sino también a la identificación de sentimientos e ideas, y no parece haber escapado su dificultad a alguno de los teorizantes propompeyanos. Así, el ya repetidamente citado pasaje de Rostagni reza explícitamente: Pompeo è guardato con crescente simpatia e sollecitudine sino a diventare l'eroe di Lucano, formulación donde tanto crescente como sino a diventare amagan la idea, advertida aquí en la nota 16, de un progresivo cambio de actitud de Lucano hacia Pompeyo a medida que adelanta en la redacción de la obra y en sentido de una mayor simpatía e identificación con Pompeyo. Tendríamos ya así, de entrada, la sospecha de que simpatía e identificación no son totales; de que Pompeyo no ES, sino que solamente RESULTA, el héroe del poema. La causa de este cambio ha sido incluso fijada muy concretamente por más de uno: habría sido, sencillamente, la investidura de los poderes consulares conferida a Pompeyo, a propuesta de Léntulo, en la sesión del Senado en el exilio referida en el canto V, 1-49; así, para J. Brisset27, il y a lieu de noter que la remise de ce pouvoir de droit coïncide très exactement, dans la «Pharsale», avec l'accession de Pompée à un niveau moral élevé, auquel il se maintiendra désormais, presque sans interruption, jusqu'à la fin. Les buts egoïstes et ambitieux du général sont non seulement, comme auparavant, passés sous silence, mais niés catégoriquement par Lucain.

Preferiría yo verla más bien en algo menos definido, más diluido a lo largo del relato, como lo estuvo en realidad a lo largo de la acción: la condición de vencido, de no beneficiario de la guerra civil, que la derrota ha impuesto a Pompeyo. Efectivamente, como ya quedó indicado en la nota 16, se hace difícil admitir ese cambio de mentalidad a lo largo de la estructura del poema en general. Pero, incluso en el caso concreto del papel de Pompeyo, creo observar dos rasgos que a mi modesto entender, por lo menos, son radicalmente excluyentes de que la legitimación senatorial haya hecho de Pompeyo un caudillo con el que Lucano se haya compenetrado entrañablemente. Uno de ellos estriba en la afirmación explícita de Catón (¡en el canto IX, derrotado y asesinado ya Pompeyo!), en su arenga a los amotinados que se disponen a abandonar las armas después de la deserción de Tarcondimoto (253-293), de que justamente a partir de ahora, cuando ya no luchen por Pompeyo, empezarán a combatir por su propia libertad. Afirmación explícita que es raro que no haya comentado la Brisset a su vez, tanto más cuanto que ella no se cansa de insistir en toda ocasión oportuna en que Catón es, entre otras cosas, el portavoz del pensamiento de Lucano. ¿O no lo sería excepcionalmente sólo en esta oración, en que los trazos negativos, propósitos egoístas o ambiciosos del general son todo lo contrario de categóricamente refutados? Afortunadamente podemos salir de dudas atendiendo al segundo de los rasgos que he enunciado, que Lucano no ha puesto en boca ajena, sino exhalado de sus propios labios en un intento -todo lo retórico que se quiera, pero nada ocasional, sino mantenido en el tono de todo un pasaje28- de consolar (VII, 706) a Pompeyo derrotado: uincere peius erat! Con su derrota se ha salvado para siempre de todo riesgo de egoísmo y de ambición, que no con su proclamación de general en jefe y con poderes consulares... Por eso, precisamente por eso, vencer le hubiera sido peor: ahora es cuando Lucano podrá decir que le admira ya sin reservas, con el seguro puesto, cuando ya no hay peligro de que Roma se halle jamás bajo el dominio político de un Pompeyo victorioso de las campañas civiles. Francamente, pretender en estas condiciones una identificación -aunque sólo fuese parcial, después de la legitimación absoluta de los poderes pompeyanos por un Senado que Lucano considera efectivamente el auténtico- de ideario y una simpatía absoluta se me hace excesivo sobremanera.

Aquí, al final de la cuarentena que me declaré obligado a oponer a los argumentos positivos, se encuentra ya el inicio de los negativos. Pues apenas hace falta ya decir explícitamente -tanto se puede inducir de lo que se lleva leído- que no cabe hablar de una admiración sostenida en el tratamiento de Pompeyo por Lucano, sino sólo de una admiración a ráfagas, que soplan más a menudo hacia el final y sobre todo en ocasión de la derrota y muerte, pero donde no es la actuación del personaje quien las origina, sino, a lo sumo, su actitud ante unos acontecimientos que se le imponen contra su voluntad evidente.

Añádase otro punto negativo, en el que casi puede hablarse de coincidencia por parte de la crítica: Lucano ha negado expresamente talla excepcional a Pompeyo ya desde el comienzo de su obra. Confluyen en este reconocimiento, que creo poder presentar como general o poco menos, desde una obra tan ponderada al respecto como es la Literatura latina de J. Bayet29 hasta un autor partidario decidido de la heroicidad lucánea de Pompeyo como hemos visto ya que era Castresana, cuya declaración adquiere, pues, categoría de confesión de parte30: Lucano [...] comprende [...] que Pompeyo no era el «Magno», sino una sombra del «Magno»: «Stat magni nominis umbra» (I, 135). Es decir, que Lucano -que habría podido escribir una epopeya sobre la guerra de los piratas o la sertoriana tomando como héroe a Pompeyo por lo que al requisito de excepcionalidad se refiera- no ha podido hacerlo así en la Farsalia, donde de buenas a primeras ha declarado que sólo era una sombra de su anterior grandeza. Sombra de héroe, ex héroe, como se prefiera: casi da lo mismo. Sencillamente ya no héroe y, por tanto, no EL héroe.

3. Catón, en cambio, es candidato a cubierto de todas las críticas anteriores: excepcional su calidad humana en la apreciación de Lucano; total identificación política y simpatía absoluta. Parece que no se pueda pedir más. Por ello tal vez no haya que extrañar que sea el sostenido mayoritariamente por la bibliografía monográfica sobre la Farsalia31.

Y, con todo, no faltan, entre estas mismas voces, llamadas de atención acerca del carácter parcial de este enfoque. Ya se vio anteriormente cómo la Brisset sostenía esta candidatura solamente para el plano de las ideas, con lo que venía a coincidir a este respecto con el reconocimiento, que ya uno de sus predecesores, Pichon, había formulado, de que no había un auténtico héroe épico en la Farsalia; ni Catón, por tanto.

Es que, como ya se desprendía del desdoblamiento de la Brisset, Catón en la Farsalia queda todo lo alto que se quiera como símbolo, como sabio estoico encarnación del Bien; pero también muy ajeno a la acción misma, entraña y meollo de lo épico. Catón sería un héroe casi ausente. Y no sólo en cuanto no protagonista de los hechos. Arriba hemos visto que tampoco Aquiles es el protagonista de los hechos de la Ilíada; sin embargo, es su héroe, porque su ausencia personal es una bagatela al lado de que el argumento de esos hechos, la prolongación de la guerra ante Troya, es presentada continuamente por el poeta como una consecuencia de la cólera de Aquiles, la que ha programado como objeto de su canto. En la Farsalia no cabría, sin que desentonara muchísimo, un proemio en que Lucano anunciara que su poema va a cantar la virtud del sabio Catón. Tanto debe de ser así, que, significativamente, y salvo error por ignorancia en mi información, la Virtus, más presente en la obra que Catón mismo, no ha sido señalada como heroína posible entre otras abstracciones que sí han tenido adeptos, como luego se verá.

4. Poco se necesita insistir, mutatis mutandis, en argumentos análogos para refutar todo carácter de héroe épico tradicional al Senado, la turba patrum (III, 104) en que Merivale intentaba reconocer al de la Farsalia32.

No cabe negarle que, a lo largo de la obra entera, Lucano lo reconoce como el poder legítimo y única fuente de legalidad; pero, a decir verdad, los senadores como colectividad actúan menos todavía que Catón en la estructura del poema, y sin duda de manera menos heroica.

5. La Libertas -entrando ya a revisar las propuestas de abstracciones viene centrando paradójicamente, como heroína lucánea, los votos desde hace siglos33 en una proporción notable.

Paradójicamente, porque la mayoría de estos votos le han llegado por vía política, mas no de parte de quienes hubiera podido esperarse, sino de sus contrarios. Remonta ya, efectivamente, por lo menos al Renacimiento el espejismo, de mucho más amplio alcance que la cuestión que aquí nos ocupa, que engloba a Lucano, como a tantos otros partidarios de la aristocracia senatorial romana, en las para ellos insospechadas filas de los «populares» y que, de él concretamente, hace un caso límite al haberle granjeado la admiración no ya de los teorizantes liberales de todos los siglos, sino de los libertarios prácticos de la Revolución francesa34. ¡Manes de los Gracos, de Mario y Cinna y de cuantos creyeron en un César heredero de todos ellos y único capaz de acabar con la «oligarquía senatorial»! Una divisa revolucionaria se ha ido a buscar admirativamente a sólo unos cientos de versos de distancia del pasaje necromántico aludido ya aquí mismo, donde Lucano profetiza por boca de un redivivo -y esta condición hace suponer que el poeta ha querido que se tenga por cierto lo que le atribuye, esto es, que el juicio final anticipado que pone en sus labios, ya no interesados en las cosas de este mundo, es ni más ni menos que el juicio particular que impondría a los mentados el propio autor-, tormentos inéditas para César en el mismo lugar en que ya los están sufriendo los Gracos y Mario y Cetego..., ¡en tanto que Sila se halla gozando en los Campos Elíseos!

La explicación está en que, como iba a acontecer con el régimen derivado de la propia Revolución francesa, también el alumbrado por la victoria de los populares a las órdenes de César adquirió unas características autoritarias de tal índole, que contra el cesarismo julio-claudio o el napoleónico han podido luchar unos nuevos adversarios -herederos o no de los antiguos detrotados- en plan de campeones de la libertad. Aquí puede prescindirse de la debatida cuestión de cuál era exactamente la postura de Lucano en la «oposición»: si un republicanismo acérrimo o uno tan transigente que le permitiera componendas hasta admitir y aun propulsar la idea del principado. Como fuese, ambas posturas se daban entre el bando aristocrático-senatorial, y es esta adscripción a la «oligarquía» gobernante, por encima del problema de la «forma» de gobierno, la que le clasificaba frente a los populares, los auténticos «libertarios» de la época cuyas luchas cantó. Libertarios que, claro está, clamaban por su Libertas no menos estentóreamente que sus adversarios, los que la hacían consistir en el orden constituido o en una evolución del mismo sin tumultus, sin revolución. Entre los tirones de unos y otros sedicentes campeones de la libertad tradicional, había expirado esta a juicio de Lucano y demás contemporáneos suyos en una generación revisionista de los fundamentos del régimen imperial.

En efecto, por paradójica que sea su procedencia y por polarizado que resulte su sentido en la mente de quienes las emitieron, voces como la ya aludida de Naudet (la libertad es verdaderamente la heroína de este gran drama, que se podría intitular «La muerte de la libertad romana») o su casi eco en Castelar35 aciertan en cuanto presentan el auténtico papel de la Libertas en Lucano, y no tanto en cuanto heroína moribunda, sino en lo que tiene de trágica (¡«drama»!). La tragedia consiste en que la Libertas tradicional muere a manos de quienes dicen luchar por ella. En ambos bandos: no se olvide. Aquí es donde la paradoja puede haber engañado a tantos: en creer que, si muere, es porque el vencedor ha resultado César (así, explícitamente, se deduce de la recién citada formulación de Castelar). Lo cierto, sin embargo, es que, según he intentado demostrar, tampoco el bando vencido ofrecía a Lucano garantías ni siquiera suficientes al respecto en caso de haber salido vencedor.

Esto es lo que hace difícil admitir que esa heroína trágica del drama de la Roma de la Farsalia pueda ser efectivamente la heroína épica del poema según los cánones clásicos. Por supuesto que, siendo una abstracción, vano sería pedirle que actuara. Pero la acomodación habría sido sencilla, como suele serlo mucho de lo genial: habría bastado con que «hiciera actuar». Es decir, que Lucano hubiese presentado claramente a uno de sus protagonistas actuando a impulsos de una aspiración auténtica y sincera al mantenimiento de la Libertas. Como fincas a impulsos de la Pietas, que bien podría ser la heroína de la Eneida en el campo de las abstracciones para quienes no encuentren satisfactoriamente heroicos los rasgos del propio héroe. Esto no ha ocurrido en la Farsalia. Desde luego, era difícil que ocurriera con respecto a César: se lo impedía a Lucano su misma postura política. Pero habría sido fácil con Pompeyo, hasta el punto de que sólo una rabiosa autoexigencia de sinceridad ha podido impedirlo. Permítaseme insistir en el armónico mantenimiento de esta sinceridad a lo largo del poema entero: ahora, respecto al carácter de bando que también tuvo a ojos del poeta la postura inicial del jefe y la -consciente o inadvertida, voluntaria o semiimpuesta por las circunstancias: a mí me sería imposible esclarecerlo aquí- de buena parte de sus seguidores, séame lícito agregar a los pasajes ya vistos el inolvidable I, 87, o male concordes nimiaque cupidina cæci, epifonema de la visión lucánea de la Roma hecha dominio común de tres dueños en el primer triunvirato, donde Pompeyo es tratado como uno más de los señores de Roma, igualmente cegado por una desmesurada ambición; y sobre todo, a muchos cantos de distancia, IX, 227-229, donde pone en boca del cabecilla de los pompeyanos abandonistas todo un programa de adhesión personal a modo de confesión:


nos, Cato, da ueniam, Pompei duxit in arma,
non belli ciuilis amor, partesque fauore
fecimus.



Un portavoz que se declara dispuesto a vivir bajo un dominus, visto que ya no puede hacerlo siguiendo a su dux (IX, 241-242), bien parece serlo de por lo menos una facción de pompeyanos en sentido estricto, esto es, seguidores inmediatos de Pompeyo y sólo de la Libertas en cuanto que este se había convertido en su abanderado desde un determinado momento.

Lucano, pues, que no pudo hacer de la Libertas la inspiradora de César so pena de invertir su postura personal y el tenor del poema entero, consideró también que no podía hacerla de Pompeyo sin tergiversar su auténtica visión de las cosas. Libertas, víctima trágica de la lucha, pero no inspiradora de ninguno de los bandos en pugna sino sólo engañosamente o de rechazo, sería una heroína falaz. Y lo falaz es ontológicamente incompatible con lo épico clásico.

6. En un extremo opuesto, claro está que la GUERRA es, entre las abstracciones, la que innegablemente hace actuar a los personajes de Lucano. Además, no hay duda (recuérdese nuestra nota 9) de que él ha pretendido cantarla36.

Sin embargo, hacer de la guerra la heroína de la Farsalia, como de otra cualquiera epopeya de asunto bélico, parece imposible desde el punto de vista estrictamente literario, a menos que se esté dispuesto a admitir la confusión de héroe con tema. Lo que distingue la guerra de Troya de Aquiles y su cólera; la navegación y el no/stoj, de Ulises; lo que permite a Virgilio anunciar que canta unas hazañas guerreras y a un héroe, debería existir también en la Farsalia diferenciando la guerra de alguien o algo que fuera su héroe. De no existir ese alguien o algo, de confundirse con el tema hasta tal punto que se haga imposible desgajarlo de él, es evidente que la heroización del tema supone, en realidad, la anulación del héroe típico de la epopeya clásica.

*  *  *

El balance nulo en la revisión de las posibilidades de los distintos candidatos a héroes de la Farsalia que acaba de leerse no es la primera vez que se formula, ni con mucho; ni tampoco el camino seguido aquí es el único que lleva al mismo resultado.

Sin pretenderlo, lo mismo vienen a reconocer (en algún caso, como el de P. Lejay, explícitamente incluso) quienes se han mostrado partidarios del «fraccionamiento episódico» del héroe farsaliano: Lejay (I-II César; VI, Esceva y Pompeyo; IX, Catón37) o Plessis (I-IV, César; V-VIII, Pompeyo; IX-X, ni siquiera ya Catón, cuya actuación resulta excesivamente episódica dentro del argumento general38), culminando en la negativa de Marchesi39: non c'è un eroe che abbia un'ázione dominante.

Sólo que, llegados aquí, surge automáticamente la sospecha de que en la Farsalia no sólo no haya un héroe, sino sencillamente no haya héroe, al menos según el concepto tradicional.

Pero no por el mero hecho de su asunto histórico. La trayectoria de las letras latinas conocía, mucho antes de la Farsalia, epopeyas de tema histórico: el Bellum Poenicum de Nevio, los Annales de Ennio se remontan casi a los mismos orígenes del género. Y, por ejemplo en el caso de estos últimos, sería tarea probablemente inútil tratar de encontrarles un héroe unitario a la medida de los de las epopeyas de asunto mítico-heroico. Ahora bien, la inutilidad presumible de esta tarea estriba precisamente en que lo dilatado de la época referida hace casi por definición generacionalmente imposible vincular la acción a la figura de un solo personaje histórico. Todo lo contrario, reconózcase, en el caso de la Farsalia: en lo que se nos ha transmitido; apenas dos años de campaña; aun en el caso de haber planeado Lucano extenderse hasta abarcar todas las campañas civiles, apenas dos lustros durante los cuales las figuras de César y Pompeyo llenaban con su presencia o con su recuerdo el escenario bélico y político.

Si, pues, no hay héroe tradicional pudiendo haberlo habido, es porque Lucano ha preferido que no lo hubiera. La extrema sencillez de esta inducción podría hacerla sospechosa. Pero que se trata de una inducción sencilla, sí, pero no simplista. Tiene una demostración sencilla también. Se trataría, sin más, de un paralelo analógico a una postura del autor de la Farsalia reconocida desde sus propios coetáneos: la abolición de la máquina divina tradicional en el género épico (recuérdese nuestra nota 1). Lucano no habría hecho poesía de la historia a la antigua usanza, donde la historia consistía en las gestas de unos personajes, del mismo modo que no la hizo a la antiquísima, donde la historia se confundía con elementos míticos o, más aún, se sublimaba hacia la poesía mediante estos elementos míticos. Tal vez no sería inadecuado recordar a su propósito el cambio copernicano que para la historiografía romana supusieron los Orígenes del viejo Catón, que, programáticamente, cambió los protagonistas del relato, pasando este papel de los grandes caudillos a los no menos grandes acaudillados. Lucano no llega a tal cambio diametral: simplemente, pone en una cierta paridad (I, 158-159) a los jefes y a sus hombres:


Hae ducibus causae; suberant sed publica belli
semina quae populos semper mersere potentes.



Decidiendo por encima de las voluntades de unos y otros, impávida, la Fortuna, veleidosa, irracional. Y, juzgando sobre esas voluntades, sin identificarse ni con unos ni con otros, según es debido para no ser a la vez juez y parte, Lucano, revisionista, cantor. Todo lo entusiasta que le permite su estoicismo; todo lo estoico que le permite su entusiasmo.

*  *  *

Entusiasta cantor de las gestas heroicas que llevan a cabo los más valientes de estos hombres -dirigentes y dirigidos- que forjan con sus propias manos la historia, aunque sólo la Fortuna decide de su resultado. También cantor estoico de los actos y actitudes de estos hombres en consonancia con la Virtus, ideal supremo.

Y es precisamente aquí donde igualmente la sinceridad ha exigido que el «también sin héroes» del título de este trabajo no haya sido una negación más, sino una cuestión sostenible.

¿También sin héroes? Sí, desde el punto de vista literario, en referencia a todos los distintos aspectos del típico héroe de la epopeya clásica. Ausencia, además, probablemente no casual, imprevista, sino premeditada, programada por el autor.

Pero, desde el punto de vista de la historia del pensamiento, sería abusivo negar que la Farsalia ha abierto la puerta a un nuevo tipo de heroización. Abierto la puerta, nada más: pasaje episódico, del que Lucano poeta no hace ni con mucho el motivo conductor de su epopeya. Pero puerta abierta, que no nada más que entreabierta, por donde Lucano juzgador ha permitido no sólo vislumbrar, sino otear panorámicamente su sentencia, como lo prueba la celebridad del pasaje (I, 126-128):


      Quis iustius induit arma
scire nefas; magno se iudice quisque tuetur:
uictrix causa deis placuit, sed uicta Catoni.



Hay que admitir que se llega a parangonar a Catón con los dioses; de otro lado no habría impiedad en querer indagar la mayor justicia de unas u otras armas en caso de que se sentenciara en contra de las que estuvieron bajo el amparo de la autoridad de Catón.

Por un camino, pues, muy distinto del de la mitología, el del estoicismo, se llega nuevamente al concepto del héroe como ser sobrehumano entroncable con la divinidad. Es el sabio estoico en general; es, en el caso particular de la Farsalia, sobre todo Catón, pero no sólo él, sino todo otro personaje que se comporte de acuerdo con la Virtus estoica. Y ello sin retorsión ninguna por parte del poeta ni de quien intente explicarse el motivo de una tal sublimación.

En efecto, aun habiendo bajado la guerra -su tema- a nivel de los hombres, está bien claro en el poema lucáneo que estos se comportan en su participación en ella de tres modos muy diferentes entre sí, pero sobre todo el último con respecto a los otros dos: unos toman parte en las guerras sin más que seguir pasiva y masivamente a otros; un segundo grupo -constituido no sólo por los jefes que las provocan, sino por todos aquellos que las llevan a cabo por intereses personales- participa activamente, promoviéndolas, atizándolas y sosteniéndolas, se diría que por iniciativa propia, pero en realidad con sujeción a sus pasiones, verdaderas inductoras de sus actos. Sólo los terceros, los auténticos sabios en el sentido estoico, dominadores de sus pasiones y, por tanto, libres ya de ellas, están por encima de las campañas y de sus resultados, lo que les equipara en cierto sentido a los dioses, si no del todo, divinizándoles, sí elevándoles en la apreciación estoica por encima del nivel común de los demás hombres; en una palabra, heroizándoles.

Que la sinceridad con que admito la puerta abierta a estos nuevos héroes me sea positivamente computada en descargo de la impresión de empecinamiento que haya podido dejar mi también sincera insistencia en negar que los haya en la Farsalia al modo tradicional.





 
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