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La guerra carlista: del modelo galdosiano de novela histórica realista al modelo valleinclanesco de novela histórica del modernismo integral1

Ermitas Penas





El tema de la contienda civil, comenzada en 1834 entre cristinos, partidarios de la princesa Isabel, hija de Fernando VII y de doña M.ª Cristina a la sazón regente, y carlistas, favorables al hermano del difunto rey, Carlos María Isidro, suscitó, en sus distintas fases, el interés de varios de nuestros clásicos contemporáneos. Tres destacados escritores de la generación del 98: Valle-Inclán, Unamuno y Baroja, que contaron con el ilustre antecedente galdosiano, llevaron a sus páginas esa cruenta guerra fratricida2.

Solo Baroja acogió en ocho novelas de Memorias de un hombre de acción la misma cronología histórica que el maestro canario: la primera guerra carlista (1833-1839). Sin embargo, Unamuno y Valle-Inclán situaron sus relatos, como había hecho el propio don Pío en Zalacaín el aventurero, en la segunda guerra carlista (1872-1876), iniciada por el nuevo pretendiente Carlos VII, duque de Madrid3. Además, se establece entre ellos otra notable distinción: don Benito no tenía vivencia alguna de aquella lucha y, por el contrario, los jóvenes sí de la de los años setenta. Valle, el recuerdo infantil de ciertos comentarios, «cuentos de los criados», a decir de su propio hijo (Valle-Inclán Blanco 7) e incluso noticias periodísticas; Unamuno y Baroja, niños de la guerra, la memoria de lo vivido. Y, por otro lado, apuntando asimismo a las diferencias, «el componente histórico pesa mucho más en los Episodios nacionales» que en las novelas de los noventayochistas (Suárez Cortina 56).

En otro orden de cosas, y como es bien conocido, el escritor gallego se enfrenta a sus narraciones con un posicionamiento ideológico radicalmente distinto al del canario. Este aborda la mencionada contienda desde un franco liberalismo, mientras que Valle lo hace desde su acendrado tradicionalismo. M. Santos Zas (Tradicionalismo 183-214) demostró fehacientemente que entre 1908 y 1910, fechas de publicación de la trilogía, don Ramón milita en el partido carlista. E, incluso, que hasta 1914 sus sucesivas declaraciones, sus contactos, su epistolario y los actos a los que asiste evidencian su adscripción a la Causa por la que muestra un entusiasmo auténtico. Lo cual se pone de manifiesto en numerosas y conocidas adhesiones. Así, las palabras de su entrevista con Gregorio Campos en El Correo Español (3 de noviembre de 1911): «cada día que pasa me siento más enamorado de la gloriosa epopeya trazada con sin igual valentía por el partido legitimista; consuela de muchas amarguras y sinsabores el estudio imparcial y cariñoso de la guerra carlista. ¡Qué hombres aquellos y qué bien templados espíritus los suyos» (J. y J. del Valle-Inclán 89). O las no menos significativas de Severino Aznar en referencia a la actitud del autor sobre su trilogía, publicadas también en El Correo Español (19 de marzo de 1912): «cada día veía más claro lo que en aquella exaltación del alma de la Tradición había de romántico, de epopéyico, de fuerte» (Juan Bolufer, «Entrevistas» 137).

No solo eso, «la animadversión de Valle-Inclán hacia la monarquía borbónica, el liberalismo y el estado burgués conlleva una actitud permanentemente beligerante» (Santos Zas, Tradicionalismo 204). Beligerancia que, por su parte, Galdós traslada al absolutismo y al carlismo.

Ambos escritores, tal y como se ha demostrado contundentemente, se documentaron con rigor para la elaboración de sus textos consultando fuentes librescas de tipo historiográfico, periodístico y oral (Cardona, «Apostillas»; Rubio Cremades 9-29; Gómez de la Serna 17-32; Fernández Almagro; Santos Zas, Tradicionalismo)4. Además, como es sabido, viajaron al lugar de los hechos. Galdós lo hizo a bastantes escenarios de la guerra: Cegama, Azpeitia, Pamplona, Puente la Reina, Estella, Bilbao... durante el mes de marzo de 1898, tal como relata en 1916 en Memorias de un desmemoriado (106 y 109). Valle, cuando aparece Los cruzados de la Causa, se traslada a Navarra en 1909 y 1910, donde conoce Aoiz, Estella y su zona, Tafalla, Sangüesa, Peralta, los valles del Roncal y Salazar, el Baztán, el bosque de Irati, Burguete, Roncesvalles, etc. (Valle-Inclán Blanco 9-11; Extramiana 248; Elizalde 74).

Dicho lo cual, no cabe suponer, en principio, que ambos escritores no mantuviesen en sus respectivos productos literarios la objetividad inherente a toda obra de arte, aunque Galdós se sienta más inclinado hacia los liberales y don Ramón hacia los carlistas.

Por otra parte, el escritor canario reconoce el carácter didáctico de sus novelas en la entrevista que L. Antón de Olmet y A. García Caraffa recogieron en su libro: «Mis Episodios Nacionales indican un prurito histórico de enseñanza» (93). Don Ramón, indirectamente, en su respuesta a la pregunta de Plinio -El Correo Catalán (22 de junio de 1911)- sobre si Voces de gesta, de idéntico aliento que la trilogía carlista, era una obra de tesis: «De tesis y reaccionaria por más señas como han dado en llamar torpemente en nuestros días todo lo que es eficazmente educador y esencialmente tradicionalista [...] No, no he temido ser educador. Es más, he querido serlo» (J. del Valle-Inclán, Entrevistas 38-39).

La crítica ha subrayado continuamente en el género de la novela histórica la difícil asociación -paradójica para A. Daspré (234)- entre la verdad de la historia y la falsedad de la ficción. Lo que para A. Molino (195) supone un problema de ensamblaje o soldadura entre órdenes diferentes. A pesar de ello, R. Gullón ha visto cómo ambos elementos se funden en la «textura narrativa» de los Episodios nacionales: «lo histórico como materia integrante de la novela; lo imaginativo, como agente transformador de esa materia en sustancia novelesca» («La historia» 23).

En este sentido, sin duda uno de los aspectos más característicos del modelo galdosiano en el ámbito de la poética realista es el sometimiento de la trama novelesca a los parámetros de la realidad histórica: «la prioridad de lo histórico como principio de composición» (Hinterhäuser 233), ya advertida por G. Gómez de la Serna (20). Lo que, según C. Blanco Aguinaga, lleva a don Benito a considerar que la realidad sociohistórica determina las estructuras significativas del relato ficticio y a organizar este según la dinámica de la Historia o según su propia conciencia de ella (187).

Esta preeminencia es declarada por el propio escritor canario a Enrique González Fiol -El Bachiller Corchuelo- cuando explica su método para entretejer Historia y diégesis narrativa: primero preparar «el cañamazo, es decir, el tinglado histórico» y, «una vez abocetado el fondo histórico y político de la novela, inventaré la intriga» (47). Por tanto, Galdós más que novelizar la Historia, historia una trama novelesca que construye o borda sobre ese «cañamazo» de fechas, datos y sucesos verídicos.

La verosimilitud cervantina inspira el pacto de lectura entre autor y lector. Y ese concierto no se violenta porque el mundo recreado -la vida social y política, lo ficcional- se subordina a las entidades históricas que conforman la primera guerra carlista.

El modelo de novela histórica realista, al que responde los Episodios nacionales, viene dado, además, por otros dos aspectos: el pasado que se presenta en los relatos es cronológicamente próximo a autor y lector -no alejado y evanescente como en las producciones románticas- y la poética realista desde la que se crean aquellos, la cual no es la propia del romance. Así, en el mencionado pacto se subraya la exigencia lectora de la veracidad del «tinglado histórico». No obstante, en la configuración del modelo galdosiano interviene también no solo el tratamiento de la Historia en los textos literarios, sino el concepto que el escritor canario tenía de ella.

Con respecto a esto último, don Benito mantiene un pensamiento más moderno que el positivismo y el método histórico para adentrarse en una dimensión social vinculada a la doctrina krausista y en concreto a los postulados de Giner de los Ríos y del también institucionista Rafael Altamira (Penas, Introducción XVIII). Identifica así la Historia con un proceso social en el que intervienen los individuos en calidad de ciudadanos. Precisamente, en su discurso de ingreso en la Real Academia Española, pronunciado dos meses antes de que comenzase a escribir las novelas dedicadas a la guerra carlista, ataca los planteamientos obsoletos de «la vieja Historia, comúnmente artificiosa y recompuesta» («Discurso» 27). Y, siguiendo lo expresado en el Epílogo a la edición ilustrada de los Episodios nacionales, de 1885, la refuta por dejar en «penumbra las profundísimas emociones que agitan el alma social» y hablar únicamente «con tenaz preferencia de los altos poderes del Estado, de las guerras, intrigas y privanzas, de los casamientos y querellas entre familias de reyes y príncipes» («Discurso» 27).

Frente a esta repulsa de la Historia oficial, Galdós, por boca del narrador de Mendizábal, defiende la veracidad de la «Historia anónima» e «interna» en la línea de la historia social de Jovellanos y de la intrahistoria unamuniana: «podría escribirse sin personajes, ni figuras célebres, con los solos elementos del protagonista elemental, que es el macizo y santo pueblo, la raza, el fulano colectivo» (Troncoso 165)5. Lo cual no quiere decir que no exista una estrecha relación entre la historia pública divulgada por la Historiografía y la personal, siempre ausente de esta y, por ello, desconocida. Así lo declara la voz narradora de Montes de Oca: «No hay acontecimiento privado en el cual no encontremos, buscándolo bien, una fibra, un cabo que tenga enlace más o menos remoto con las cosas que llamamos públicas» (Troncoso 1054).

Será en Bodas reales, episodio final de la tercera serie, cuando la cronología del relato, firmado el tratado de Vergara, lleva al lector a un tiempo ya posterior a la contienda, el momento en que el narrador omnisciente declara la concepción de la Historia que el escritor canario asume de forma persistente: síntesis de aspectos conocidos e ignorados, que «tejidos con estrecha urdimbre, forman la historia del vivir colectivo en aquellos tiempos, la Historia grande, integral» (Troncoso 1281).

Aunque Valle fue más proclive que Galdós a hacer declaraciones, no se manifiesta sobre este tema al menos en lo que se refiere al ciclo de la carlistada. Sí expresa, no obstante, en la entrevista con Luis Calvo (ABC [3 de agosto de 1930]), la necesidad pero también la complicación que supone introducir en las novelas históricas aspectos del pasado: «la dificultad mayor consiste en incrustar documentos y episodios de época; cuando el relato me da naturalmente ocasión de incrustar una frase, unos versos, una copla, un escrito de la época, me convenzo de que todo va bien, pero si no existe esa oportunidad, no hay duda de que va mal» (J. y J. del Valle-Inclán 24)6. También se quejaba Galdós, a pesar de su larga experiencia, de lo arduo de la tarea en una entrevista con Carretero Novillo de 1905: «No puede usted figurarse lo difícil y desesperante que es para el escritor colocar forzosamente dentro del asunto novelesco la ringla de fechas y los sucedidos históricos de un episodio» (17).

Por otra parte, el escritor gallego, al contrario que el canario, no trasmite a la voz narradora de la trilogía carlista su propio concepto sobre esa relación de acontecimientos pasados dignos de memoria. Sin embargo, este tal vez podría identificarse con el que revelan algunos personajes a través de sus propias palabras. Así, la anciana marquesa de Redín da su opinión a la condesa de Vérriz: «¡La Historia! ¿Sabes tú quién hace la Historia, hija mía? En Madrid, los periodistas, y en estos pueblos, los criados. ¡Vaya unos personajes!» (Valle-Inclán, Gerifaltes 870-71)7.

P. Laín Entralgo, que considera esta declaración de la marquesa liberal como algo asumido por el propio don Ramón, comenta su valor en cuanto desprecio hacia la historia superficial y epidérmica (167), trasmitida por unos agentes tan poco fiables. E insiste en adscribir el concepto valleinclaniano de la Historia a la intrahistoria unamuniana (167-68)8. Teniendo en cuenta la intensa preocupación de los noventayochistas por el concepto de la Historia, Laín encuentra en la idea de don Miguel un rasgo generacional identificable con la «historia sine historia» (145). Es decir, frente a la fría Historiografía de los libros y la banal de los cronistas de diarios, los hombres del 98, nuestros primeros representantes de Modernism internacional, descubren la importancia de la historia de los avatares menudos, de los «hechos» cotidianos, diferente y más significativa que los «sucesos» del relato oficial, como sostenía don Miguel en carta abierta a A. Ganivet (El defensor de Granada [verano de 1898]):

Hemos atendido más a los sucesos históricos que pasan y se pierden, que a los hechos subhistóricos, que permanecen y van estratificándose en capas [...] Nos han llenado la cabeza de batallas, expediciones, conquistas, revoluciones y otros líos semejantes, sin dejarnos ver lo que bajo la superficie pasaba entretanto.


(Inman Fox, Idearium 212)                


Sin embargo, esta falta de aprecio por la Historia es muy semejante al que Galdós mantiene si nos fijamos en lo apuntado más arriba9. Ya el narrador de El equipaje del rey José (1975), primer título de la segunda serie de los Episodios nacionales, da la misma relevancia a las batallas y a los nombres reconocidos que a los seres anónimos, «grandes actores del drama de la vida» (Penas, Introducción 40)10. Don Benito quiere salvar, como expresa en el segundo prólogo a la edición ilustrada de 1885, la «vida interna», la que «permanece oscura, olvidada, sepultada» por la historia con mayúsculas, que nada dice de esa «vida efectiva», tan real como la externa (Shoemaker, Los prólogos 57).

Sin duda, esta concepción galdosiana y unamuniana de la Historia, ajena a los planteamientos propios de la tendencia historiográfica positivista, de raíz erudita, que acopia y establece una sucesión de hechos ciertos, tiene un mismo origen krausista, aunque se tiña de elementos hegelianos y no se dé una coincidencia exacta entre los autores (Morón Arroyo)11. La diferenciación que Giner de los Ríos estableciera entre «historia externa» e «historia interna» late en don Benito y en la «historia» e «intrahistoria» de Unamuno, si bien no concuerde por completo (Inman Fox, «La invención»).

No obstante, mientras Galdós lleva a la tercera serie de los Episodios nacionales los datos extraídos de fuentes librescas y orales para elaborar el tejido histórico sobre el que pergeña sus novelas que recogen la intrahistoria, Valle parece dar a aquellos testimonios fehacientes mucha menos importancia. Ya G. Gómez de la Serna señalaba que frente al recorrido histórico que presenta don Benito sobre el que crea la ficción, don Ramón «da en la Historia el corte o cortes que le parecen más significativos» (24). E. Lavaud-Fage, por su parte, también marca la distancia entre «la precisión» (441) del escritor canario en cuanto a la cronología y la autenticidad de los acontecimientos contados y el menor interés del autor de las Comedias bárbaras por este asunto, quien se esmera en representar los que contienen «un valor simbólico» (442). Y M. Santos Zas no duda en subrayar la libertad con la que don Ramón se enfrenta a la Historia, aunque esta sirva de apoyo a los episodios novelescos (Tradicionalismo 318).

Este modus operandi de Valle parece coincidir con lo que Baroja escribe en «Los datos de la historia» (1933): «la literatura histórica no se ha hecho nunca a base de una documentación irreprochable, sino a base de indicios y de intuiciones. Una frase, una anécdota, supone más para esa clase de literatura que cien discursos y cuatrocientos decretos» (1139-40).

Posiblemente don Ramón se acoja a un concepto mitificado de la «historia silenciosa» unamuniana. De tal modo que su plasmación en la trilogía carlista, como en el mito, encarna unos determinados valores claramente tradicionales. Y no se olvide que, para Unamuno, la tradición, siempre eterna, es «la sustancia de la historia» («La tradición» 114). Por eso, no pone empeño Valle-Inclán en reconstruir el pasado histórico como Galdós, sino en «la creación de episodios vibrantes, de fuerte carácter impresionista desde los cuales construye o refleja una realidad mítica» (Suárez Cortina 258).

La crítica ha relacionado el estilo de la trilogía carlista con el Modernismo, no obstante sus preludios esperpénticos. La prosa de esmerado cuidado, elaborada con evidente atención por el escritor arousano se nutre de elementos propios de ese «arte combinatorio» (Alonso 179) que aúna romanticismo, parnasianismo, simbolismo e impresionismo. Con esa decidida voluntad de estilo, que le es tan característica, don Ramón utiliza un léxico fuertemente connotativo, una adjetivación muy evocadora, pequeñas descripciones del espacio natural o artificial y de los personajes, tamizadas por la sensación que trasmiten los diferentes sentidos del oído, el gusto, el olfato, el tacto o la vista. Ruidos, sonidos, voces, olores, sabores, imágenes, metáforas, comparaciones, sinestesias... combinados en una prosa musical y rítmica, cuya creación obedece casi por completo a unos procedimientos que «corresponden a la órbita modernista» (Alonso Seoane, Introducción CXI)12.

Ha sido habitual relacionar esta praxis estilística con la teoría expresada en La lámpara maravillosa, en Prólogo a Corte de amor (1908) y en sus artículos «Modernismo» y «El Modernismo en la literatura»13, en cuanto remite a una plasmación nada objetiva de la realidad, a la exaltación de las sensaciones frente a las ideas y a una actitud de búsqueda de la belleza. Pero también se han conectado ciertas opiniones vertidas en esos textos con su aplicación a un conjunto de técnicas manejadas por el autor en la trilogía carlista. Incluso, en algunos casos, se ha considerado todo ello causa suficiente para determinar un nuevo modo de escribir novela histórica por parte de Valle-Inclán.

En este sentido, Espejo-Saavedra emparenta la trilogía carlista con la novela histórica experimental de J. Conrad y V. Woolf, influidos por el impresionismo francés (86). Y, asimismo, conecta La lámpara maravillosa con los escritos teóricos de los autores simbolistas -Baudelaire y T. S. Eliot, sobre todo-, refrendados por Nietzsche, en los que se muestra su pensamiento antihistórico y se defiende lo universal y eterno del ser humano14. Lo cual relaciona con el texto valleinclaniano nombrado más arriba.

Por su parte, Suárez Cortina, que parte también de La lámpara maravillosa y del artículo «El Modernismo», considera que el escritor gallego ofrece en las tres novelas «hechos fugaces» (241), una percepción subjetiva de la realidad -su yo particular- (242) y «una intensa idealización de la España preliberal» (240). Premisas que, para él, configuran «un nuevo tipo de novela histórica vinculada al modernismo literario» (239).

Pero al modelo modernista de Valle en la trilogía del carlismo se une, con fuerza innegable, el que propicia el Modernism europeo y norteamericano del primer tercio del siglo XX, lo cual nos lleva a hablar de un modernismo integral. Viene este tanto de la identificación con el movimiento poético que Rubén Darío asienta en la poesía hispano o latinoamericana, pues es innegable su huella en la atildada prosa de las tres novelas valleinclanianas y en determinados aspectos temáticos, como de ese Modernism plasmado en las lenguas del viejo continente. En este sentido, recuerda D. Villanueva (Introducción XIII) que don Ramón en su artículo «Modernismo» (J. del Valle-Inclán, Varia 167-68), reelaborado por el propio autor y citado frecuentemente por los especialistas, hace referencias a Gautier, Baudelaire, Carducci, Gabriel d'Annunzio, Rimbaud y Renato Ghil, pero no al poeta nicaragüense, Martí o Gutiérrez Nájera. De modo que el modelo de novela histórica al que se acogen los relatos valleinclanescos de la guerra carlista se nutre también de las características del Modernism, analizadas por la crítica (Bradbury y McFarlane), tan diferentes de las propias del modelo realista con las que Pérez Galdós dota a los episodios de la tercera serie.

Una de ellas tiene que ver con la categorización de los personajes. Don Benito colma cualquiera de las series de los Episodios nacionales de un cumplido elenco de criaturas literarias. En la tercera, al igual que la primera y la segunda, crea, no obstante, una figura central o protagonista: Fernando Calpena. Aunque se ha intentado desposeerlo de esta prerrogativa (Regalado García 280; R. Gullón, «Episodios» 33), Montesinos, sin embargo, lo considera «héroe, hasta cierto punto» (45) de todo el conjunto, pues, aunque Calpena desaparece de ciertos episodios, «la historia es la misma y algunas de esas ausencias están compensadas por la presencia de personajes inseparables de su vida» (45). Y es que hay razones para justificar su protagonismo. Si bien el joven no existe en Zumalacárregui y Bodas reales, primero y último episodios de esta tercera serie, estos constituyen, desde la composición general, su prólogo y epílogo, introductor de la cuarta, respectivamente. Además, en otras novelas, al igual que en el Quijote se habla del caballero manchego aunque no esté presente en todos los capítulos, a Fernando se refieren el narrador y algunas criaturas ficticias. Es decir, don Benito sigue aquí la poética del realismo al destacar sobre los demás personajes uno en especial, al que convierte en héroe de esa tercera serie.

No ocurre lo mismo, sin embargo, si abordamos la trilogía carlista valleinclanesca. Don Ramón, renunciando al protagonismo individual, opta en ella por el personaje colectivo, como pronto detectó Gómez de Baquero (1918)15. Sin embargo, esto no quiere decir que ciertas personalidades, sean históricas o ficticias, no sobresalgan en el conjunto, desde Santa Cruz, el cura de Hernialde -para Santos Zas «cuasi-protagonista» de Gerifaltes de antaño (Tradicionalismo 318)- a Miguel Montenegro, Cara de Plata, en el que Mainer ve «trazas de un protagonista embrionario» (320-22)16.

Por lo que respecta al tiempo de la historia, la tercera serie de los Episodios nacionales sigue los dictados del Realismo al desarrollarla Galdós en un período muy amplio: casi doce años (Penas, La tercera 33). No en todas las novelas, sin embargo, se distribuye la duración temporal de forma regular. El tiempo de la historia más extenso se da en Bodas reales -3 años y 5 meses- y el más breve en Luchana -4 meses-. De varios es en La estafeta romántica -8 meses-, Mendizábal -7- y De Oñate a La Granja -6-. Un año abarca en La Campaña del Maestrazgo y Vergara mientras que lo sobrepasa en tres meses el de Montes de Oca y en siete el de Los Ayacuchos. Sea como sea, resulta evidente que don Benito nos presenta un relato completo de los sucesos históricos y novelescos así como del desarrollo de la personalidad del protagonista, a modo de aprendizaje (Cardona, «Mendizábal»), hasta su madurez.

No todos los episodios tienen una continuación cronológica inmediata en el siguiente (Penas, La tercera 33). Si se observa el tratamiento del tiempo del discurso, se detecta una síncopa temporal de un mes entre Luchana y La Campaña del Maestrazgo, y de tres entre Zumalacárregui y Mendizábal, y entre Los Ayacuchos y Bodas reales. Y en este mismo ámbito discursivo, el escritor canario utiliza la técnica del simultaneísmo, pero mientras en las series anteriores lo hacía solo en cada episodio, en la tercera se produce también de uno a otro (Penas, La tercera 33). Lo que ya advertía Montesinos cuando hablaba de que existía «algún "encabalgamiento"» (90). De modo que parte de la acción desarrollada en una novela se produce al mismo tiempo que la presentada en otra, sucedida en un lugar diferente.

Galdós llena así el tiempo de la historia y subraya la unidad y coherencia interna de sus diez entregas. Por otra parte, maneja con acierto la velocidad del relato haciendo pausas digresivas o descriptivas cuando los sucesos narrados se acumulan. O, por el contrario, acelera el transcurso del tiempo mediante resúmenes y elipsis que sintetizan o suprimen partes de la acción17.

En cuanto a las novelas valleinclanianas, al contrario de los episodios galdosianos, no es posible precisar con exactitud la cronología referencial, aunque puede intentarse. Los cruzados de la Causa se sitúa en el reinado de Amadeo de Saboya, en el invierno de 1872, el mismo año en que comienza la guerra18. Varios personajes hacen referencia en sus declaraciones a esta época. Una de las viejas del capítulo I exclama: «¡Dos Reyes en las Españas!» (671), el liberal y el carlista Carlos VII, y don Juan Manuel Montenegro quiere hundir en el mar la Almanzora, al que considera «navío del Rey» (704), evidentemente del que gobernaba la nación. Aunque el marqués de Bradomín diga: «La facción republicana, que ahora manda, es una vergüenza para todos» (679), estas palabras, a mi modo de ver, no deben entenderse como una alusión a la I República española, inaugurada en febrero de 1873, sino como un insulto a la época amadeísta, ya que, para el personaje, la monarquía parlamentaria de acentos liberales colisionaba con su ideal tradicional de conservadurismo carlista. Los datos históricos extraídos del texto sitúan la acción de El resplandor de la hoguera en la primavera de 1873, no obstante los referentes a la climatología -nieve, lluvia y fuertes vientos- parecen propios del invierno19. Gerifaltes de antaño se ubica temporalmente en octubre de ese mismo año como se deduce de la fecha allí mencionada (827), única en toda la trilogía, y de las referencias a «los días dorados del otoño» (881), al «sol de otoño» (883) y a la vendimia. Por tanto, ambas novelas se desarrollan durante el primer año republicano. Se producen, no obstante, en las dos, evidentes anacronismos que rompen la fidelidad al inapelable orden temporal de los sucesos históricos, siendo este manipulado en virtud de una concepción que asume la flexibilidad de su naturaleza (Lavaud 439; Santos Zas, Tradicionalismo 303). En todo caso, según la opinión de la crítica, Valle, de un modo opuesto a la exactitud con que don Benito se adecúa a la cronología histórica, maneja esta a su voluntad, haciendo maleable su propia rigidez y alcanzando, sin embargo, el beneplácito del lector que la acepta como verosímil20.

Como en los Episodios nacionales, las tres novelas no se suceden cronológicamente pues existen claras elipsis entre ellas. El intervalo que media de Los cruzados de la Causa y El resplandor de la hoguera oscila entre varios meses o un año, según las diferentes interpretaciones que se aportarán más adelante. El que va de aquella a Gerifaltes de antaño adquiere una duración en torno a medio año.

De otro lado, don Ramón, que se ejercita en la «concentración temporal» (Mainer 330), reduce drásticamente en las novelas de la carlistada la amplia temporalidad de la historia de los episodios de la tercera serie, señalada más arriba. La dota así de esa angostura del tiempo a la que se refería en 192421. Los cruzados de la Causa duran cuatro días consecutivos, desde el «anochecer» (672) del primero hasta la «noche cerrada» (734) del cuarto. A lo que hay añadir el tiempo indeterminado que supone la elipsis entre el penúltimo y el último capítulo, auténtico epílogo (Juan Bolufer, La técnica 217), que sitúa la acción en el idílico huerto del convento, durante la primavera o verano, varios meses después22. Por lo que respecta a El resplandor de la hoguera, la acción se inicia un jueves, posiblemente de atardecida, cuando Migueleño, que había salido de Otaín al «amanecer» (742), se encuentra con la carreta que lleva a tres personajes de la primera novela, la abadesa, Madre Isabel, Eladia y Cara de Plata, que buscarán refugio en una venta para pasar la noche, hasta la «tarde» (821) del lunes en que Roquito se deja caer de la chimenea una vez que los republicanos abandonan el caserío que los había cobijado. Así, pues, cinco días incompletos23. En Gerifaltes de antaño la duración temporal, igualmente limitada, es, sin embargo, algo más amplia y más difícil de reconstruir. Podría suponer unas nueve jornadas, «algo más de una semana» (Lavaud 443) o «seis días y seis noches» por lo que atañe a la acción de los carlistas (Juan Bolufer, La técnica 224), pero siempre de modo impreciso porque, sobre todo, las referencias a Santa Cruz se tiñen de indeterminación mientras permanece en «los montes de la frontera» (866) hasta que «un día tuvo libre el paso a Guipúzcoa» (867)24.

Esta palpable reducción temporal redunda, obviamente, en que don Ramón no nos proporcione un relato completo, sino fragmentario tal como se viene aceptando25. Sin embargo, frente a aquella, existe en las novelas de La guerra carlista una «expansión espacial» (Mainer 330) que las acerca a los episodios galdosianos, aunque se distancian en la configuración discursiva. Las descripciones del narrador por lo que se refiere a enclaves interiores y exteriores en las novelas de don Benito están muy lejos de la concentración, síntesis y estilo modernista que presentan los relatos valleinclanescos. Frente a las largas pausas que suponen las descripciones de los episodios de la tercera serie, las valleinclanescas casi no detienen el relato y aportan notas muy sugerentes como prueban los siguientes ejemplos de Los cruzados de la Causa, a los que podrían añadirse otros26: el establo de Pedro Vermo era «oscuro, con olor a yerba húmeda» (684); se oía «el chisporroteo de las velas de cera que lloraban sobre los candeleras» (710); en la calle, «la luna, desde un cielo frío y raso, parecía mirar la tierra, bogando en su cerco de sueño, indiferente al amor y al odio» (708-709); en la mañana gris, los «porches de las iglesias parecían llenos por la voz del mar» (725); el olor de los productos a la venta en la taberna -caña, higos y azúcar- era «vasto triste como la llovizna, y como el mar, y como las disputas de aquellos marineros que jugaban a los naipes» (728).

El registro del convento propicia las descripciones más extensas27. En una de ellas se crea un ambiente fantasmagórico con técnica esperpéntica que encuadra a la abadesa y a los marineros liberales, beodos:

Sus manos albas y mortuorias se arrebujaban entre los pliegues del velo. Era una sombra inmóvil en medio del locutorio, y parecía haber llegado allí desde el fondo de alguna capilla donde estuviese enterrada. El hábito blanco, en largos pliegues, tenía la rigidez de la mortaja, y la sombra velada de la monja daba una sensación de terror, como si fuera a desmoronarse en ceniza, bajo el trueno del órgano, para edificación de aquellos soldados impíos. Los cuatro marineros permanecían en el arco de la puerta, y el foco de luz de las linternas bailaba sobre el techo y los muros. A veces todo el grupo tenía un vaivén de borrachera, y se adelantaba tartajeando para volver, en otro vaivén, a recogerse en el ancho quicio. Las cabezas se adivinaban rojas en la sombra.


(694)                


En El resplandor de la hoguera, los espacios exteriores llegan al lector sobre todo desde la perspectiva de los personajes, más que del narrador. No obstante, este indica brevemente: «Oíase un lejano cascabeleo que parecía volar sobre la nieve» (742) o «Bajo la luna, que ahora bogaba en un gran cerco de ensueño, se alzaban las llamas del incendio» (758). Y en el arranque del capítulo XXI la subjetividad extrema de la voz narradora convierte en metáfora el ambiente: «Sonaban las cornetas. Era una alegría luminosa y cruel, como la del sol en el aire de la mañana. ¡Aquel aire ermitaño y de milagro, con aroma de yerbas frescas, profanado por el humo de la pólvora!» (809). Con respecto a Gerifaltes de antaño, el narrador indica que el valle del Baztán «era de un encanto primitivo, con la gracia de esos pasajes donde los evangelarios antiguos hacen florecer la infancia del Niño Jesús» (829). Y ese mismo espacio, a través de la lluvia menuda y ligera, es descrito de forma impresionista: «Era una cortina gris, que a los prados húmedos, tendidos detrás, daba un reflejo de naranja, agrio como una desafinación de violín» (892). Los sonidos no muy armónicos del tamboril y la gaita en la plaza de Otaín sonaban «en desacuerdo, y se trenzaban sus sones con fantasía grotesca» (836), se «trenzaban grotescos, como los zuecos de esos viejos ladinos que en las fiestas de aldea rompen bailando el corro de las mozas» (839). Y no menos subjetivas resultan las siguientes apreciaciones:

Bajo la bóveda de la noche, todos los rumores parecían llenos de prestigio. El ladrido de los perros, el paso de las patrullas, el agua del río en las presas, eran voces religiosas y misteriosas, como esos anhelos ignotos que estremecen a las almas en su noche oscura [...] Las sombras y los rumores, las estrellas que se encienden y apagan, las aguas de plata que las llevan en su fondo, los pasos que resuenan sobre la tierra, todo tenía una eternidad y una eficacia en el gran ritmo del mundo, donde nada se pierde, porque todo es la obra de Dios.


(839-40)                


Por lo que se refiere al tiempo del discurso, en Los cruzados de la Causa, existen algunas síncopas y resúmenes que aceleran el ritmo del relato. Son atinadamente empleadas por Valle-Inclán porque, si bien no se producen pausas digresivas y las descriptivas no son extensas lo que ralentizaría todavía más la velocidad de la narración, no hay duda que las continuas escenas le proporcionan una notable lentitud. La cual se altera visiblemente por la presencia de esas elipsis de varias horas oportunamente situadas. Así sucede, por poner un ejemplo, en el tercer día de la narración: a media mañana la expedición con los fusiles se pone en camino pero nada se relata hasta que, en un resumen, el narrador indica: «la tarde transcurrió toda en chubascos, con un largo ulular nocturno» (725). A primeras horas de la cuarta jornada, Cara de Plata, que ve fracasada la operación, manda irse a su gente pero, todavía con cierta esperanza, en otro breve resumen el narrador aclara que se quedó en el molino hasta la tarde en que se marcha a caballo. Una nueva elipsis lo sitúa en las cercanías de Viana cuando Bieito es llevado a enterrar a la hora del crepúsculo.

En El resplandor de la hoguera son más llamativas las síncopas al complicarse la acción. Desarrollada esta en cuatro líneas argumentales, tal como la crítica viene sosteniendo, se eliden fragmentos de ellas (Juan Bolufer, La técnica 221-22) y menudean los resúmenes. Pero, además, el progreso temporal se rompe con algunas analepsis. Tal sucede en el capítulo IX, situado en el pasado, que se encuadra entre el presente del final del VIII -«Comenzaban a tocar las cornetas en la plaza» (765) de Otaín mientras el café de la villa «rebosaba de oficiales» (765) que vociferaban, jugaban al dominó y fumaban- y el arranque del X -«Las cornetas alzaban su coro entre un son de campanas que tocaban a misa» (768)- que reitera y completa ese mismo sonido. En Gerifaltes de antaño, el relato es lineal y, aunque las líneas argumentales se reducen a dos -la centrada en los carlistas y la centrada en los republicanos- en ocasiones las supuestas elipsis se suplen por la narración de acciones que transcurren al mismo tiempo.

Al contrario que en El resplandor de la hoguera y Gerifaltes de antaño, el simultaneísmo es en Los cruzados de la Causa esporádico y menos evidente. Así en la tercera jornada mientras la posadera, que regenta la taberna, y su hija, Eladia, visitan a Bradomín para entregarle la carta de la abadesa, Briand, el capitán de la goleta, prometido de la muchacha, quien llevaría, según el plan establecido, los fusiles ocultos en el convento y escondidos en carros en la expedición comandada por Cara de Plata hasta la costa vasca, va a ver a su novia a la casa. Deja una carta que, de regreso, esta no lee cuando era la «tarde agonizante» (728). Al mismo tiempo la goleta de Briand se agita en la galerna y Cara de Plata alcanza su objetivo de llegar «anochecido» (729) a la playa con el cargamento, pero no de embarcarlo durante la marea de la noche porque la goleta naufraga por el fuerte temporal. Mientras Eladia no duerme, Cara de Plata espera hasta el amanecer para avistar la embarcación, lo que hasta el momento no había conseguido, por lo que manda enterrar los fusiles en la playa.

En El resplandor de la hoguera, la técnica del simultaneísmo temporal atañe a la totalidad de la novela, si se siguen las distintas líneas argumentales, protagonizadas por otros tantos grupos de personajes. Con evidente rentabilidad artística, la técnica simultaneística se ve refrendada por un diseño o disposición alternante de los pequeños capítulos y un desarrollo de la acción zigzagueante, lo que destruye el concepto clásico de argumento (Santos Zas, Introducción, El resplandor 19), otro signo de Modernidad. Como también lo es que, a excepción de los escasos fragmentos bélicos, se plasmen en el relato acontecimientos o sucesos poco relevantes, aunque significativos.

En cuanto a Gerifaltes de antaño, «se insiste más en la alternancia de uno y otro bando beligerante» (Juan Bolufer, La técnica 222), lo cual le sirve a Valle para desarrollar intensamente la técnica simultaneística, aparte de la que aplica a las acciones de cada uno de los contendientes. Así, por caso, mientras la Marquesa es castigada con un emplumamiento, Santa Cruz se da cuenta de que los republicanos esperan refuerzos, lo cual confirma el confidente llegado de Elizondo, ordena la retirada de los voluntarios carlistas de Otaín, conversa con Egoscué y, posteriormente, lo manda ejecutar. Al tiempo, «cuatro compañías de África y cien jinetes» (847) hacían el camino hacia la villa, cumpliendo la orden de socorro dada por el general España.

Por lo que se refiere a la modalización, conformada por el punto de vista y las voces de las novelas, aunque don Benito utiliza, ocasionalmente, como en las series anteriores, la primera persona -«anticipo este incidente», «Diré algo del segundo huésped», «embobado como digo estaba el hombre»...- la dedicada a la Guerra carlista está relatada en tercera por un narrador omnisciente que la focaliza con un punto de vista de omnisciencia autorial. Así, ese todopoderoso narrador, ubicuo y conocedor de todo, realiza roles, además de narrativos y descriptivos, metanarrativos e ideológicos mediante múltiples comentarios y opiniones como la reiterada aversión a la guerra, evidenciando su pacifismo.

En esta tercera serie, además del narrador extradiegético, aparecen numerosas cartas. Suponen un cambio de sujeto enunciativo, de la tercera a la primera persona, y del punto de vista: de la omnisciencia autorial al yo-testigo o al yo-protagonista de las epístolas. La variedad de paranarradores propicia un rico abanico de historias hipodiegéticas completivas que suelen añadir aspectos que amplían los contemplados por la voz narradora desde su nivel básico extradiegético. Con frecuencia se produce, incluso, un efecto perspectivista porque las opiniones de estos narradores secundarios, autores ficticios de sus respectivas misivas, no coinciden.

Galdós echa mano en ocasiones del estilo indirecto libre como expresión de los pensamientos, de la vida interior de los personajes. De todos modos, es más abundante el monólogo citado por el narrador y expresado en primera persona. Valle, no obstante, aunque su «interés por el análisis interno aumenta a medida que avanza la trilogía» (Juan Bolufer, La técnica 227), no es hasta la segunda novela cuando al lector le llega más por extenso la condición íntima de un personaje. Sabrá, entonces, de la contradictoria opinión de la Madre Isabel sobre la guerra, expresada en estilo indirecto libre, y de su defensa bárbara por parte de Manuel Santa Cruz, a través de la misma técnica28. Y ya en Gerifaltes de antaño aquel accederá mediante ella a la conciencia del controvertido cura de Hernialde (Santos Zas, Tradicionalismo 357).

Las novelas de La guerra carlista también están relatadas por un narrador en tercera persona que focaliza los hechos con un punto de vista de omnisciencia autorial (Santos Zas, «el tradicionalismo» 17; Juan Bolufer, La técnica 209) muy cercano al empleado por Galdós, pero de modo más sutil. Su presencia se percibe menos no solo porque el escritor gallego prescinde muchas veces de él, sino porque no existen injerencias y digresiones ideológicas (Juan Bolufer, La técnica 208), metanarrativas, ni declaraciones sobre el concepto de la Historia, lo que sí ocurre frecuentemente en los textos galdosianos. En la primera novela de la trilogía se producen algunos comentarios que encierran una opinión. Así, cuando Bradomín se dirige a los canónigos de la colegiata con un «¡Saludémonos, como cruzados de la Causa!» (673), el narrador considera que estas palabras «tenían un sentido religioso y combatiente, un rebato de somatén» (672-73). Y lo mismo puede decirse de su referencia a don Juan Manuel Montenegro como «un viejo con ese hermoso y varonil tipo suevo tan frecuente en los hidalgos de la montaña gallega» (675).

Omnisciencia autorial se percibe también en las descripciones de los personajes. Ciertos aspectos de su fisionomía responden a un punto de vista absolutamente subjetivo, más allá de la omnisciencia neutral, que persigue la rara originalidad modernista. Así, los ojos de Cara de Plata «tenían una violencia cristalina y alegre, parecían los ojos de un tigre joven» (691). Y los de Basilisa eran «inquietos como los de las gallinas enjauladas» (692). La sonrisa de la abadesa merece el siguiente juicio: «mundana y lánguida del año treinta, con que se retrataban las damas y recibían en el estrado a los caballeros» (719). Y sus manos por ser «tan blancas [...] parecían tener una gracia teologal para hacer milagros» (680).

En El resplandor de la hoguera también hallamos explicaciones con la marca de la omnisciencia autorial. Así, Miquelo Egoscué, que «gozaba por toda aquella tierra de una leyenda hazañosa que tenía la ingenua y bárbara fragancia de un Cantar de Gesta» (744), habla «con el candor ingenuo de un soldado antiguo, y era su voz como un bronce sonoro» (797). Y el veterano capitán García, que sonreía «beatíficamente, como pudiera hacerlo en un Concilio un Padre de la Iglesia» (805), se pone «una mano en el pecho, semejante a un santo resplandeciente de candor y fe» (673). Incluso, el narrador comenta sobre los forales: «afamados por valientes desde la otra guerra, conocían los montes como los voluntarios del Rey. Aventureros en su tierra, tenían la alegre fiereza de los soldados antiguos, y el amor de la sangre y de la hoguera. ¡La hermosa tradición española!» (789).

También las notas descriptivas de las criaturas literarias en pos de lo inusitado, alertan de lo mismo: Cara de Plata tiene una «sonrisa feudal» (753), don Teodosio «una boca sumida, que semejaba una gran arruga» (769) y el rostro del viejo don Pelay de Leza «la blancura transparente de la hostia y una claridad infantil» (769). La Madre Isabel, antigua abadesa del convento de Viana del Prior, permanece en silencio «con una nube en el marfil de su frente» (754), el veterano capitán esboza «una sonrisa de león cansado» (763), Diego Mail, el sargento de los forales, se despide «con una mirada larga y nublada, que tenía esa tristeza que tienen en los ojos los mastines viejos» (795) y Ugena conduce a las monjas a su vivienda «con la sonrisa sana y geórgica de las buenas caseras cuando entra por sus puertas el don de las vendimias y de las siegas» (815). Y a los imberbes y de corta estatura soldados republicanos de la unidad de Cazadores, «la holgura de los capotes daba cierta aspecto de náufragos» (800). Además, pueden añadirse las notas preesperpénticas atribuidas a Roquito: «Sentado cerca del fuego, con la barbeta apoyada en las rodillas, parecía menguar de una manera grotesca, y sumirse en su risa, y rodar dentro de ella como la bola de un cascabel» (790). Cosificación del personaje, que intensifica la ausencia de atributos anímicos de la descripción: «las manos atadas, la cabeza erguida, la expresión demente, era bajo sus trapos mojados un heroico y resplandeciente fantoche» (792).

En Gerifaltes de antaño son abundantes las opiniones y juicios característicos de la focalización de omnisciencia autorial. Ya en la primera página, los «cerca de mil hombres» (826) que componen la partida de Santa Cruz y habían caído sobre Otaín «con un revuelo de gerifaltes» (826)29, son considerados

gente sencilla y fiera como una tribu primitiva, cruel con los enemigos y devota con el jefe. Aldeanos que sonreían con los ojos llenos de lágrimas oyendo cuentos pueriles de princesas emparedadas, y que degollaban a los enemigos con la alegría santa y bárbara, llena de bailes y cantos, que tenían los sacrificios sangrientos, ante los altares de piedra, en los cultos antiguos.


(826)                


La idea de la guerra santa, que anida en el ánimo del Cura, la sentía «toda llena del arcano profético, como las entrañas de una res sacrificada por el vate druida» (844). Y es de este personaje de quien el autor implícito trasmite más de una vez una valoración negativa. Así:

Era su crueldad como la del viñador que enciende hogueras contra las plagas de su viña. Miraba subir el humo como en un sacrificio, con la serena esperanza de hacer la vendimia en el día del Señor, bajo el oro del sol y la voz de aquellas campanas de cobre antiguo, bien tañadas [...] El cuervo tenía el benigno volar de una paloma.


(841-42)                


O:

Cuando al ordenar un fusilamiento, en pos de otro fusilamiento, veía palidecer a sus tenientes, recordaba, despreciándolos, el duelo de las mujerucas, enlutadas mientras cantaba los responsos en su iglesia de Hernialde.


(846-47)30                


Un comentario autorial con aire erudito se refiere a Mendía: «hidalgo de cuenta en la montaña navarra, es el mismo capitán a quien, en algunos escritos de la otra guerra, llaman Don Pedro de Alcántara» (881). Y otro sobre Eulalia y Jorge, denota su cultura:

En aquel gran salón de la abuela evocaban el aspecto amoroso y romántico de los héroes novelescos que en las litografías del año treinta se dicen sus ansias bajo una cornucopia, enlazados por las manos en el regazo del sofá, que tiene caído al pie un ramo de flores.


(851)                


Y de igual modo su apreciación sobre los pastores, los más numerosos confidentes de Santa Cruz, es de una evidente originalidad modernista: «Viejos y niños zagales, como en las Adoraciones: Entre las pieles del zamarro traen una gracia de rocío y un bautismo lunar» (867). Como en las otras dos entregas, Valle-Inclán da notas descriptivas de los personajes que no pueden pasar desapercibidas a un lector acostumbrado a las asépticas del Realismo literario. De este modo, el cura de Hernialde cuando abrió su boca «grande y tan bermeja, parecía hilar sangre por la barba encendida» (836) y su mano, al ordenar la ejecución de Egoscué, «era como un vellón blanco en la noche azul y serena del monte» (846). La sombra de la tía Rosalba «es muy grotesca en la pared, y la alcuza marca el garabato de una nariz bajo el borde pringado del manto» (855). Asimismo, a Agila, que tenía por ojos «dos piedras verdes, de una dureza cruel» (864) se le «humedecieron los párpados hasta cegar en gran esplendor, como si volasen sobre ellos las tórtolas de luz que temblaban en los mecheros del velón» (864). Y la mirada «aviesa» de Reginaldo Arias se juzga como propia de un «usurero pleiteante y sagaz» (831).

También las palabras de las criaturas ficticias se dotan de una dimensión verbal inusitada o inesperada que sorprende al lector. Las que Eulalia dirige a Agila -«Tienes dentro del cuerpo el demonio manso»- eran «las mismas palabras, llenas de un perfume supersticioso e ingenuo» (854). La Condesa de Vérriz «se metía en el corazón con sus palabras de miel, a veces de una malicia bobalicona y graciosa, un poco de priora» (867). Y lo mismo cabe decir de la tonalidad del discurso que emiten: Santa Cruz responde a Pedro Mendía «con la voz oscura, como cerrada en niebla» (888), y este a los miembros de su partida con «la querella noble y austera de un santo rey a sus vasallos fieles» (891).

La voz del narrador se ve acompañada en el relato por la de los numerosos personajes. Con una maestría, aprendida en las novelas contemporáneas, tal como ha destacado la crítica, Galdós las construye en una rica polifonía. El registro coloquial, que también se adueña de las cartas en muchos momentos, es manejado con extraordinario dominio, lo cual venía siendo habitual en el escritor canario, lo mismo que el estilo formal cuando la situación lo exigía. Incluso, en aras de una creación más verosímil, don Benito dota el discurso de sus criaturas literarias de elementos propios de la lengua o el dialecto en que se instalan. Lo cual puede observarse en el empleo de términos y frases en euskera que utilizan los Arratia y otros seres ficticios del País Vasco. Asimismo, Cabrera y Nelet se expresan en valenciano, los baturros Saloma y Tomé intercalan aragonesismos en el castellano, y don Ibraim lleva la fonética andaluza a su pronunciación. Incluso, con el mismo fin de producir veracidad y trasmitir color local al texto, algunos personajes como Joreas se mueven en un nivel lingüístico vulgar.

También Valle-Inclán consigue una rica polifonía en la trilogía carlista haciendo que los personajes se expresen en diferentes niveles y estilos o registros, además de mostrar la contaminación del sustrato lingüístico de otras lenguas diferentes al castellano. Pero don Ramón no se rige, al contrario del escritor canario, por la mimesis realista sino por una representación selectiva de tipo metafórico. No podía Valle obviar el gallego para construir el discurso de las criaturas de Los cruzados de la Causa al situarse la novela precisamente en Galicia. De modo que, de forma semejante a como Emilia Pardo Bazán había operado en las novelas de los Pazos (Penas, «Sobre los galleguismos»), Valle elabora un constructo lingüístico suficientemente verosímil trufando galleguismos en el castellano de aquellas. Así, utilizan un léxico de esa procedencia -agora, inda, rapaz, irvos, diaño, vedes, vide, sabedes, furricallo, maricallos...-, castellanizan expresiones -si amano viene-, reproducen usos sintácticos -hablarele, recelose-, emplean perífrasis verbales de gran vitalidad en la lengua gallega -tengo cavilado- y el diminutivo -Bieitiño, reisiño-. También se evidencia el nivel vulgar, tanto en hablantes gallegos como de fuera de la ficticia Viana del Prior -afusilan, afusilar, más peores-. Incluso, uno de los marineros utiliza el gitanismo gachí.

En El resplandor de la hoguera asimismo existen muestras de idéntico nivel -afusilado-os, espavorido, muy peor, maginar, trugiste, güela-. La presencia de Roquito, el antiguo sacristán del convento de la villa marinera, contribuye con sus galleguismos -sacaime, carabel, vaites-, a la polifonía novelesca. Y lo mismo cabe afirmar del discurso de los personajes navarros en los que aflora el sustrato del euskera. Así utilizan voces -mutil-es- y formas gramaticales y sintácticas de esa lengua -el empleo del condicional por el subjuntivo (serían por fuesen, tendrían por tuviesen), el uso de expletivo (¡ya es tema, tú!, ¡Ay, como decían, tú!) y un peculiar orden sintáctico-. Miquelo Egoscué, Josepa, Ugena y otros seres emplean términos del dialecto navarro-aragonés como vide, priesa, mesmo, do, mai, mocé-s, y el diminutivo en -ico. E igual podría decirse de Gerifaltes de antaño, donde en el castellano de los hablantes surgen vasquismos -mutil, castellanizado en su plural mutiles o la permutación de términos oracionales-, elementos propios del navarro-aragonés -calamucos, mocé, mocetes o capusay-. Incluso, vulgarismos -Cepriano, arrecuerdo- que muestran el bajo nivel lingüístico del pueblo que apoya y defiende la Causa.

Como ha advertido M. Santos Zas (Tradicionalismo 346), las características, propias del Modernism, con que Valle dota la trilogía carlista son una puesta en práctica de los principios estéticos sobre los que teoriza en la «Breve noticia» que precede a la edición en libro de La media noche (1917)31. Están estrechamente relacionados con la Visión estelar, subtítulo de la obra, o «visión astral, fuera de geometría y de cronología» (904), que utilizando una perspectiva desde arriba -mirando a «la tierra desde su estrella» (904)- permitiría al narrador una contemplación ilimitada, sustrayéndose a la usualmente restringida que le propicia su situación concreta en el espacio. Es decir, de esta ausencia de sujeción a las «leyes geométricas» (903) nace en la praxis de La guerra carlista, como antes consignamos: «el protagonista colectivo, la multiplicidad de focos espaciales y la simultaneidad, de la que deriva la reducción temporal, la pérdida del carácter preceptivamente novelesco de la trama narrativa y la exaltación de lo cotidiano, compensada generosamente con un enriquecimiento trascendente y generalizador de esta limitación» (Villanueva, «La media» 77).

Sin embargo, en la trilogía valleinclanesca, al contrario de La media noche, no se da la focalización desde la altura. Tampoco en la tercera serie de los Episodios nacionales, aunque un veinteañero Galdós la intuía en un artículo de 1865 -«Desde la veleta»-, publicado en La Nación de Madrid, en el que observa sus beneficios para captar la colectividad capitalina, la por él llamada «colmena gigantesca» (Hoart 233)32:

Si las veletas, que son ahora el objeto que más atraen nuestra vista, pudieran contemplar desde su altura el aspecto de la población y medir en su imperturbable círculo el movimiento de la multitud, [...] Qué magnífico sería abarcar en un sólo momento toda la perspectiva de las calles de Madrid; ver el que entra, el que sale, el que ronda, el que aguarda, el que acecha; ver el camino de este, el encuentro, la sorpresa del otro [...] ¡Cuántas cosas veríamos de una vez, si el natural aplomo y la gravedad de nuestra humanidad nos permitieran ensartarnos a manera de veleta en el campanario de Santa Cruz que tiene fama de ser el más elevado de esta campanuda villa del oso! ¡Cuántas cómicas ó lamentables escenas se desarrollarían bajo nosotros! ¡Qué magnífico punto de vista es una veleta para el que tome la perspectiva de la capital de España!


(Shoemaker, «Desde la veleta» 189-90)                


Como puede comprobarse, después de nuestro análisis comparativo, no existe una concepción tan diferente de la Historia en ambos autores. Por el contrario, semeja bastante parecida, al igual que la presentación de un pasado relativamente cercano al lector. Las divergencias se hacen patentes, no obstante, en la praxis de la escritura. De modo que Galdós y Valle, «emparentados por su innegable afición a la historia como materia novelable» (Philips 109), preconizan en sus narraciones sobre la carlistada un modelo de novela histórica muy distinto. Es realista el del escritor canario y de lo que denominamos modernismo integral, que conjuga aspectos del Modernismo hispano con otros del Modernism europeo, el del autor gallego.






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