La hostilidad del otro: indios y conquistadores frente a frente en «La Florida del Inca»
Miguel Zugasti
La Florida, mapa de Guillaume Le Testu (1556)
Desde el propio
título, el Inca Garcilaso precisa que su objetivo es
historiar la conquista española de La Florida emprendida por
el adelantado Hernando de Soto1,
la cual irá aderezada con los hechos «de otros heroicos caballeros españoles e
indios»
. El binomio «españoles e
indios» ya nos pone sobre aviso ante el significativo detalle
de que el cronista se preocupará de los dos bandos, los
conquistadores y los por conquistar, los extranjeros y los
aborígenes, buscando la «honra y
fama de la nación española [...] y no menos de los
indios que [...] parecieren dignos del mismo honor»
(Proemio al lector), porque «la verdad de
la historia nos obliga a que digamos las hazañas, así
hechas por los indios como las que hicieron los españoles, y
que no hagamos agravio a los unos por los otros, dejando de decir
las valentías de la una nación por contar solamente
las de la otra, sino que se digan todas como acaecieron en su
tiempo y lugar»
(IV, 15)2.
Estas precisiones
no eran baladís, antes al contrario el Inca Garcilaso se
cura en salud ante dos posibles objeciones. La primera tiene que
ver con la dignificación del indio como enemigo aguerrido y
valiente, acreedor a que su cerrada defensa de vidas y tierras pase
a los anales de la historia y no caiga en el olvido, como hasta la
fecha estaba ocurriendo3:
«En otras historias de las Indias
Occidentales no se hallan cosas hechas ni dichas por los indios
como aquí las escribimos, porque comúnmente son
tenidos por gente simple, sin razón ni entendimiento, y que
en paz y en guerra se han poco más que bestias, y que
conforme a esto no pudieron hacer ni decir cosas dignas de memoria
y encarecimiento»
(IIa, 27). Ante esta concepción
minusvaloradora del indio, muy extendida en la España del
Siglo de Oro, se responde que «es incierta
y en todo contraria a la que se debe tener»
(IIa, 27),
aduciendo a su favor el testimonio del padre Acosta y su
Historia natural y moral del Nuevo Orbe (libro VI,
cap. 1). No cita nunca La
Araucana (que conocía bien, pues se refiere a ella en
sus Comentarios reales), pero ve al indio desde similar
perspectiva que Ercilla, ponderando su particular concepción
del honor y valentía exhibidos en la guerra, lo cual los
convierte en dignos rivales de los españoles
(recuérdese la famosa frase de Ventura García
Calderón, quien tilda La Florida de «una Araucana en prosa»
).
Así, al estimar al indio como un aguerrido enemigo que se
resiste con admirable tenacidad a ser doblegado por el poderoso
ejército castellano (y tal fue su resistencia que
acabó por vencerlo), de rebote se está perfilando con
tintes épicos todo el proceso de la conquista floridana,
pues no hay duda de que ésta será más
importante y recordada cuanta mayor oposición ofrezca el
enemigo a batir; en el fondo se estaba justificando el que a la
altura de 1605, cuando se publica La Florida del Inca, la
conquista siguiera inconclusa. La segunda objeción
sería que como él también es indio tiende a
favorecer a sus iguales4,
lo cual refuta así: «Pues decir que
escribo encarecidamente por loar la nación porque soy indio,
cierto es engaño, porque con mucha vergüenza mía
confieso la verdad: que antes me hallo con falta de palabras
necesarias para contar y poner en su punto las verdades que en la
historia se me ofrecen, que con abundancia de ellas para encarecer
las que no pasaron»
(IIa, 27).
Expuestos estos
objetivos, hay que decir que el Inca nunca pisó La Florida y
que construye su relato a partir del testimonio de un testigo de
vista, soldado participante en la campaña, a quien
fatigó con «muchas preguntas y
repreguntas»
(Proemio al lector) conforme redactaba el
texto. A Riva Agüero debemos la sutil deducción de que
el nombre del informante es Gonzalo Silvestre, quien tras el
fracaso de La Florida pasó al Perú, donde le
conoció el Inca; pero su principal contacto lo mantuvieron
después, cuando ambos residían en España,
primero en Madrid (h. 1561-1563) y luego
en Posadas (aquí se retiró Silvestre, que
falleció en 1592), adonde se desplazaba nuestro mestizo
desde la cercana Montilla en demanda de datos para su
crónica5.
Hay otras dos fuentes manuscritas -hoy perdidas- que también
coteja el autor, las Peregrinaciones de Alonso de Carmona
y la Relación de Juan de Coles, participantes ambos
en la expedición floridana. Habida cuenta de estas
intermediaciones, la crítica positivista optó por
desautorizar el valor historiográfico del libro e incidir en
el predominio de lo literario o poético sobre lo
histórico o verídico (Ticknor, Tschundi,
Menéndez Pelayo, Levillier), cuando no hablar sin tapujos de
pura novela (Bancroft).
Pero la historiografía avanza a buen ritmo y hoy disponemos de otras fuentes paralelas emanadas por nuevos supervivientes de la campaña de La Florida:
- - La primera y más decisiva es la Relação verdadeira de un anónimo «fidalgo» del lugar de Elvas, cuyo original se publicó en portugués (Évora, Andrés de Burgos, 1557); hay traducción al castellano de Muñoz de San Pedro (Madrid, Espasa-Calpe, col. Austral, 1952, con varias reediciones).
- - El factor Luis Hernández de Biedma remitió también su particular Relación al Consejo de Indias en 1544, texto que ha sido editado varias veces.
- - Del testimonio vivo de Rodrigo Ranjel se sirvió Gonzalo Fernández de Oviedo en su monumental Historia general y natural de las Indias: ver en concreto el libro XVII, caps. 21-28.
- - Un último hito a señalar es la Historia general de Antonio de Herrera, quien se ocupa de la entrada de Soto en La Florida a partir de la «Década sexta», publicada en 1615. Es el texto menos útil de todos, no ya sólo porque es posterior a La Florida del Inca (1605), sino porque le sigue de cerca en no pocos pasajes.
José Durand
ha cotejado las noticias por ellos ofrecidas con las de Garcilaso
y, dadas sus coincidencias en lo mayor, insiste tanto en la buena
memoria de Gonzalo Silvestre como en su básica veracidad:
«El valor histórico de la
Florida, con su fecha probable, con su Silvestre
memorioso, con las otras relaciones de testigo en que se funda, es
una fuente importante, la cual, como todas, requiere examen
crítico»
(Durand 1966: 51). Sin menoscabo alguno
de su verismo esencial (defendido por Riva Agüero, Varner y
otros), la crítica más reciente habla de un
«equilibrio» entre poesía e historia
(Miró Quesada 1955: 90 y 108) y de unas «estrategias discursivas»
(De Mora
1994: 232-236) que tienden a armonizar sabiamente los dos polos,
obteniendo como resultado un texto singular y único que le
sirvió al Inca como banco de pruebas a la hora de perfilar
el molde de ese otro macro empeño histórico que son
sus Comentarios reales6.
Nosotros, en el presente estudio, abordaremos el tema del choque cultural y bélico que supuso la incursión de Hernando de Soto en tierras floridanas. El texto del Inca será, pues, nuestra guía inexcusable, punto de salida y llegada, si bien siempre que nos ha parecido oportuno hemos cruzado sus datos con los aportados por los otros testigos vivenciales de la conquista de que nos ha quedado memoria, en aras de autorizar lo más posible la voz de ese narrador que tantas molestias se tomó a la hora de documentarse sobre los hechos acaecidos en la lejana e indómita Florida.
Como todo
historiador que se precie de serlo, el Inca dedica los
capítulos iniciales de su relato a tratar del origen de La
Florida, repasando de modo fugaz -y con algunas inexactitudes- las
incursiones españolas previas a la de Hernando de Soto. Se
habla de la primera entrada de Ponce de León el 27 de marzo
de 1513, que cayó en domingo de Resurrección o de
Pascua Florida, de donde deriva el nombre asignado al nuevo
territorio entrevisto; el mismo Ponce de León
promovió una segunda marcha en 1521, y ya se dice que los
indios pelearon contra él «valerosamente, hasta que le desbarataron y
mataron casi todos los españoles que con él
habían ido, que no escaparon más de siete»
(I, 2). Aunque sin citarlo de modo expreso, Garcilaso narra el
viaje de Francisco Gordillo (1520) y su arribo a la desembocadura
del río Jordán (hoy Santee, en Carolina del Sur),
donde se aprovechó de la confianza e ingenuidad de los
nativos7
para secuestrar a un grupo de unos ciento treinta y llevarlos a
Santo Domingo para que trabajaran en las minas. Parte de estos
indios perecieron ahogados en la travesía y los que no
corrieron esa suerte «se dejaron morir
todos de tristeza y hambre, que no quisieron comer de coraje del
engaño que debajo de amistad se les había
hecho»
(I, 2). Parece que el oidor Vázquez de
Ayllón desaprobó tal actitud y planeó una
nueva expedición con más garantías sobre las
vidas de los indios y con presencia de varios misioneros
(1526)8;
al decir del Inca, los españoles llegaron al mismo punto de
la costa, a la altura del río Jordán, donde fueron
recibidos de nuevo «con mucha fiesta y
aplauso»
, consiguiendo que se confiaran y quedasen a
merced de los aborígenes, quienes una noche los mataron a
casi todos y forzaron a los supervivientes «a que rotos y desbaratados se embarcasen y
volviesen a Santo Domingo, dejando vengados los indios de la
jornada pasada»
(I, 3). La siguiente incursión en
La Florida fue la de Pánfilo de Narváez en 1527,
corriendo parejo destino desastroso con la muerte de la
mayoría de los conquistadores, excepto un esclavo negro y
tres españoles que lograron sobrevivir y pasar a
México, siendo uno de ellos Alvar Núñez Cabeza
de Vaca, autor de los Naufragios9.
Expuestos estos
antecedentes, lo que resta del libro primero lo dedica el Inca
Garcilaso a narrar los preparativos de la magna expedición
de Hernando de Soto, formada por trescientos cincuenta caballos y
unos mil hombres («toda gente lucida,
apercibida de armas y arreos de sus personas y caballos»
,
I, 15), la cual zarpó de La Habana con rumbo a La Florida el
12 de mayo de 153910.
Estos son los datos gruesos, pero a lo largo de la crónica
se van desgranando detalles que configuran mejor la variada
composición de este gran ejército: por ejemplo no
todos los conquistadores eran españoles, sino que
había también bastantes portugueses11.
Si bien el grueso de los aventureros eran guerreros que se
alistaron de modo voluntario, no faltaron algunos esclavos que
fueron requeridos para el servicio; estos esclavos fueron en su
gran mayoría de raza negra, pero también hubo
algún «morisco de
Berbería»
12.
Casi todos los integrantes eran jóvenes, y sólo uno
peinaba canas, un tal Juan Mateos de Almendral. Junto a los
guerreros había misioneros y hombres de iglesia; la memoria
de Gonzalo Silvestre no alcanzó a recordar todos sus
nombres, pero posteriores investigaciones arrojan este listado:
«Iban en la armada los clérigos
Rodrigo de Gallegos, Diego de Bañuelos, Francisco del Pozo y
Dionisio de París; los frailes fray Juan de Gallegos, fray
Luis de Soto, fray Juan de Torres y fray Rodrigo de la
Rocha»
(Muñoz de San Pedro 1965: 19). Tampoco hubo
sólo hombres, pues el soldado Hernán Bautista fue con
su mujer, Francisca de Hinestrosa, que murió en la batalla
de Chicaza cuando le faltaban pocos días para dar a luz
(III, 37)13.
En el ejército había una división clara entre caballería e infantería: los primeros eran los más poderosos, pues además de sus personas aportaban armas y caballos; la mayoría de ellos eran hidalgos, pero hubo nobles de más alta alcurnia sobre quienes recayeron los mandos principales; la infantería estaba formada por villanos y gente de baja extracción social que, como los nobles, soñaba con enriquecerse pronto y volver a España habiendo mejorado su estado. Los expedicionarios, aparte de los caballos y perros utilizados en las batallas (de los que luego se hablará con más detalle), llevaban también algunos cerdos con la intención de criarlos cuando surgiera un buen emplazamiento: junto al Inca, los textos de Fidalgo de Elvas, Hernández de Biedma y Oviedo-Ranjel son unánimes a la hora de mencionar este detalle y cómo les libraron de alguna hambruna en más de una ocasión.
Si esta fue, a
grandes rasgos, la composición inicial de la fuerza
española, hay que precisar que nada más pisar tierras
de La Florida empezaron los inevitables cambios: de un lado porque
tanto personas como animales iban muriendo en las hostilidades con
los nativos, y de otro porque a menudo se hacían prisioneros
entre los indios para utilizarlos como guías,
intérpretes («lenguas») o simples criados. Es de
notar que el Inca no emplea la palabra «esclavo» para
referirse a los indios cautivos, cosa que sí hacen, por
ejemplo, Fidalgo de Elvas y Oviedo-Ranjel14;
asimismo, Garcilaso de la Vega menciona muy de soslayo las cadenas
con que los españoles tenían sujetos a los
prisioneros (IIa, 29; IIb, 5), detalle que el fidalgo
portugués reitera a menudo y con mayor crudeza: «Estos indios los llevaban en cadenas, con
collares al pescuezo, y servían para llevar el hato y moler
el maíz y para otros servicios que así presos
podían hacer»15
.
Aun así, no todos los aborígenes reclutados viajaban
en calidad de prisioneros, pues hubo cierto muchacho que pudiendo
volver con los suyos optó por seguir con los
españoles (Vb, 2), sin duda porque en su tribu le esperaba
una muerte casi segura16.
En relación con esto diremos que al final de la
expedición, cuando los españoles deciden abandonar La
Florida navegando aguas abajo del Mississippi, el Inca afirma que
se ofreció la libertad a todos los indios domésticos
que quedaban vivos, unos 25 ó 30, pero que éstos
prefirieron seguir con sus amos: «Embarcaron consigo hasta veinte y cinco o
treinta indios e indias que de lejas tierras habían
traído en su servicio [...], porque no quisieron quedar con
Guachoya ni Anilco por el amor que a sus amos tenían, y
decían que querían más morir con ellos que
vivir en tierras ajenas»
(VI, 1)17.
A su vez, entre estos nativos adscritos a los españoles había hombres y mujeres; a estas últimas se les asignaba las tareas del servicio, y aunque el Inca apenas dice nada sobre contactos sexuales entre las razas (en este tema son mucho más explícitos el Hidalgo de Elvas y Oviedo-Ranjel), es seguro que los hubo18, dándose el caso singular de que un español -desesperado tras haberlo perdido todo en el juego- se separó de los suyos para quedarse con una mujer india de la que se había enamorado (Va, 1-2)19. En otro momento, estando en la zona de Ychiaha, se relata cómo los nativos obsequiaron a dos exploradores españoles con dos de sus mujeres, con este resultado:
(III, 21) |
Sin duda, entre los indios floridanos también había castas o clases, y desde luego estas dos muchachas ofrecidas no serían de las principales20, como sí parecen serlo otras dos mujeres del cacique Capaha que habían sido raptadas por una tribu enemiga, los casquines. Cuando Hernando de Soto pacifica ambas tribus, los de Casquín devuelven a Capaha sus dos mujeres, y éste se las regala de inmediato al gobernador español, que no las acepta; entonces
el curaca replicó diciendo que si no las quería para su servicio las diese de su mano al capitán o soldado a quien de ellas quisiese hacer merced, porque no habían de volver a su casa ni quedar en su tierra. Entendióse que Capaha las aborreciese y echase de sí por sospecha que tuviese de que, habiendo estado presas en poder de sus enemigos, sería imposible que dejasen de estar contaminadas21. |
(IV, 10) |
Para acabar con
esto diremos que en La Florida, igual que en todas las conquistas y
guerras de ayer y hoy, las mujeres, niños y ancianos siempre
llevaban la peor parte. Eran presa fácil en los asaltos, de
modo que unas veces morían y otras pasaban al cautiverio;
hay alguna excepción como lo acontecido en el poblado de
Chisca, donde irrumpieron los españoles por sorpresa y
«prendieron muchos indios e indias de
todas edades»
(IV, 3), pero luego se optó por
tratar la paz con el cacique y liberar a los prisioneros (IV,
4)22.
No faltaron tampoco ocasiones señaladas en que las mujeres
indias pelearon «con la misma ferocidad
que los varones»
, según se refiere en III, 28 y
IV, 1223.
Es de reseñar también que entre los floridanos
había tribus con cacicas al mando; destaca el caso de la
cacica de Cofachiqui, que trató muy de cerca con los
españoles. Orillando al Inca por un instante, en el relato
de Oviedo-Ranjel se menciona que una mujer india hizo de
guía hacia el camino de Cofachiqui (Historia
general, p. 167), y lo
mismo narra Fidalgo de Elvas en el tramo final de su
Expedición, p.
136. Sobre la belleza de las mujeres indias se hace algún
inciso en III, 25, y Garcilaso destaca cómo los
españoles condujeron a México una cautiva tomada en
la tribu de los Mauvila, «que era muy
hermosa y muy gentil mujer, que podía competir en hermosura
con la más gentil de España»
.
Es obvio que el mero desembarco de un ejército como el descrito en unas tierras pobladas por indios supone ya de por sí una notable alteración en el orden de las cosas y en la rutina diaria de los aborígenes. Los primeros contactos son difíciles y traumáticos, con grandes dosis de asombro, temor y cautela por ambas partes. Aun así, no ha de pensarse que los españoles entraron en La Florida a sangre y fuego arrasándolo todo, antes bien su táctica de aproximación apuntaba hacia un primer encuentro pacífico y amistoso con las tribus allí presentes. Tras la llegada de Colón a América, las dos primeras décadas se rigieron por la agresión directa contra los indios, que eran esclavizados o secuestrados para traerlos luego a España y exhibirlos como rarezas. Puede decirse que las cosas -al menos en el plano teórico- empezaron a cambiar a partir de 1513, con la incursión de Pedrarias Dávila al Darién, cuando ya regía la obligación de hacer a los nativos el requerimiento que había redactado el famoso jurista Juan López de Palacios Rubios en su obra De las islas del mar Océano. Así que Hernando de Soto, a la altura de 1639, sabía bien que su obligación inicial era ofrecer a los indios el requerimiento de paz y conversión al cristianismo. Desde luego que todo esto no garantizaba la ausencia de arbitrariedades y atropellos, y servía más que nada para lavar la conciencia de los conquistadores, pues en verdad los nativos no podían entender cabalmente lo que se les transmitía; aun así, nuestro autor deja clara la intención del adelantado Soto de anteponer a su entrada en una nueva provincia este requerimiento:
(III, 3) |
En cierta
ocasión, cuando los españoles llegaron a la provincia
de Cofachiqui, vino una embajada de seis indios principales donde
lo primero que inquirieron fue si venían en son de paz o de
guerra: «Y, porque sea de regla general,
es de saber que en todas las provincias que el gobernador
descubrió, siempre, al entrar en ellas, le hacían
esta pregunta a las primeras palabras que le hablaban. El general
respondió que quería paz y no guerra y les
pedía solamente paso y bastimento para pasar
adelante»
(III, 10). Esto es, se proponía la paz
pero a la vez se exigía el derecho de paso y la
manutención del ejército: «El bastimento principal que los castellanos
procuraban donde quiera que se hallaban era el maíz, el
cual, en todas las Indias del Nuevo Mundo, es lo que en
España el trigo. Con el maíz proveyeron los indios
mucha fruta seca [...], como son ciruelas pasadas y pasas de uvas,
nueces de dos o tres suertes y bellota de encina y roble»
(III, 4). En III, 36 se narra la llegada de los españoles al
pueblo de Chicaza, donde no faltaron las mutuas ofertas de paz e
intercambio de presentes24,
pero todo ello solo fue el prólogo de una de las más
cruentas batallas que se dieron en La Florida.
Ni que decir tiene
que entre los indios floridanos de muy distintas tribus
corrió como reguero de pólvora la noticia de la
llegada de los españoles, surgiendo reacciones contrarias
entre unos y otros. Sin alejarnos todavía de la costa donde
había desembarcado el ejército, la primera provincia
en la que se adentran es la del cacique Hirrihigua, el cual
guardaba memoria de las luchas y castigos habidos con
Pánfilo de Narváez diez o doce años
atrás y se opone a que se invada de nuevo su tierra. Surgen
las inevitables hostilidades o escaramuzas entre castellanos e
indios, hasta que Hirrihigua, consciente de su inferioridad:
«se fue a los montes desamparando su casa
y pueblo»
(IIa, 1). El Inca Garcilaso es muy incisivo con
este personaje y dedica varias páginas a narrar los
tormentos que infringió a cuatro españoles capturados
en la época de Pánfilo de Narváez, matando a
tres de ellos y teniendo al cuarto -llamado Juan Ortiz- como
esclavo, hasta que pudo huir.
En contraste con
estos inicios, el segundo territorio al que se llega es el regido
por el cacique Mucozo, que se muestra amigo de los conquistadores y
les pide «que en su tierra no se le
hiciese daño»
(IIa, 7). De nuevo el Inca se
explaya hablando de este cacique, pero en sentido positivo, pues
fue él quien acogió a Juan Ortiz cuando huyó
de su esclavitud y lo mantuvo libre en su pueblo durante casi ocho
años, hasta que lo devolvió a los españoles
venidos con Hernando de Soto. La actitud de estos dos caciques, tan
diferente la una de la otra, resume bastante bien el panorama que
se iban a encontrar los conquistadores en su avance por La Florida.
Es cierto que en algunas provincias fueron bien acogidos por los
indios (Mucozo, Cofaqui, Anilco...), intimidados seguramente por la
superioridad militar exhibida por los españoles, pero en
muchos otros casos los aborígenes optaron por desamparar sus
pueblos y dispersarse, alertados ante la cercanía de las
fuerzas hispanas:
Fueron del pueblo de Mucozo al de su cuñado Urribarracuxi [...]. Halláronlo desamparado, que el cacique y todos sus vasallos se habían ido al monte. |
(IIa, 10) |
Esta provincia tan fértil [...] se llamaba Acuera, y el señor de ella había el mismo nombre. El cual, sabiendo la ida de los castellanos a su tierra, se fue al monte con toda su gente. |
(IIa, 15) |
Al cabo de ellas estaba el pueblo principal, llamado Ocali, como la misma provincia y el cacique de ella, el cual con todos los suyos, llevándose lo que tenían en sus casas, se fueron al monte. |
(IIa, 17) |
Los indios desampararon el pueblo y se fueron al monte. Los españoles tomaron la comida que hubieron menester25. |
(IIb, 19) |
Léase, en
oposición a esto, lo acontecido al llegar a otras
poblaciones: «Vino el hermano de Ochile
acompañado de mucha gente noble, muy lucida. Besó las
manos del gobernador, habló con mucha familiaridad a los
demás capitanes, ministros y caballeros particulares del
ejército, preguntando quién era cada uno de
ellos»
(IIa, 20); otra vez, en la provincia de Cofaqui,
su cacique «salió a recibirle
fuera del pueblo, acompañado de muchos hombres nobles
hermosamente arreados de arcos y flechas y grandes plumas, con
ricas mantas de martas y otras diversas pellejinas tan bien
aderezadas como en lo mejor de Alemania»
(III, 4).
Entre estos dos
extremos se abre un extenso abanico de posibilidades, desde lo que
el Inca llama el «trato doble» (amistad fingida) hasta
la beligerancia total y absoluta, la cual solía concluir en
encarnizada batalla. Una mezcla de ambas cosas es lo que
ocurrió con el cacique Vitachuco, que desde el inicio
mostró estar muy ofendido por la llegada de los
españoles a su región y profirió graves
amenazas contra ellos: «Esos cristianos
no pueden ser mejores que los pasados, que tantas crueldades
hicieron en esta tierra, pues son de una misma nación y ley
[...], pues andan de tierra en tierra matando, robando y saqueando
cuanto hallan, tomando mujeres e hijas ajenas, sin traer de las
suyas»
(IIa, 21). No obstante, poco después este
jefe indio accedió a presentarse ante Hernando de Soto:
«y con mucha humildad y veneración
le dijo suplicaba a su señoría tuviese por bien hacer
una gran merced y favor a él y a todos sus vasallos de salir
al campo, donde le esperaban, para que los viese puestos en
escuadrón en forma de batalla, para que favorecidos con su
vista y presencia todos quedasen obligados a servirle con mayor
ánimo»
(IIa, 23). Todo es un juego táctico
donde los dos jefes antagonistas, so capa de amistad y buenas
palabras, exhiben sus respectivos ejércitos como
teóricos aliados; pero tanto Soto como Vitachuco
desconfían entre sí y su intención secreta es
pillar al otro por sorpresa. Será el español quien
dé el primer golpe y rompa contra los indios,
produciéndose la primera gran matanza de La Florida, en las
cercanías de una laguna.
El ejército
español, peleando en campo abierto, se muestra invencible y
junto a los muchos nativos muertos hubo bastantes prisioneros.
Entre estos últimos quedó el cacique Vitachuco, cuyo
orgullo herido le insta a tratar de sorprender de nuevo, dando la
orden de que a cierta señal suya todos los indios ataquen al
unísono, pero acometiendo cada uno a un español
diferente, imaginando así una fácil victoria. La
estratagema no surtió efecto, pero esta vez los
conquistadores «los mataron a todos sin
dejar alguno a vida, que fue gran lástima»
(IIa,
29), con el resultado de mil trescientos muertos por el lado indio
y cuatro por el castellano.