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ArribaAbajoLas ínsulas de «tierra firme» de la narrativa hispanoamericana: entre la memoria y la esperanza

Fernando Ainsa



UNESCO

Empecemos por una pregunta elemental: ¿Qué es una isla? «Una porción de tierra rodeada de agua por todas partes», nos dice la respuesta escolar del manual de geografía. Esta simple definición es ratificada por la unívoca etimología de la palabra isla en un número significativo de lenguas. Isla proviene del término latino ínsula. De ahí derivan isla, islote, la ínsula en su forma cultista para la lengua española; la île, el ilot, la «isle» clásica para la lengua francesa; island y la metafórica «isle» para el inglés; la Insel del alemán; la ilha del portugués, la isola del italiano y la «ischia» del italiano meridional. Tiene idéntica etimología la iscla del occitano y la illa del catalán. También la íscola de Peñíscola, la «peña-isla» de la geografía valenciana.

Sin embargo, la primera acepción de la palabra isla se complica de inmediato cuando se quiere precisar cuál es la dimensión representativa de la condición insular. Aparecen entonces las variantes geográficas de los islotes, las islas situadas en ríos y lagos, las más ambiguas «islas flotantes»2 y los «islarios»3; los archipiélagos y los istmos que se prolongan y se transforman en islas. También surge la figura de la «isla-nación», como Inglaterra o Madagascar, variados y complejos archipiélagos sutilmente interconectados   —18→   como Japón o las «islas-ciudades» de Amsterdam y Venecia. Por último, están las islas-continente, al modo de Australia y -tal como analizaremos en este trabajo- el propio continente americano, cuya separación geográfica, gracias al corte topológico del hemisferio situado entre los océanos Atlántico y Pacífico, fuera hasta 1492 garantía de su condición «inédita» para el resto del mundo y, posteriormente, pretexto para hacer de América el espacio «insular» privilegiado de la utopía.

Esta variedad de «islas posibles», es aún mayor si tenemos en cuenta que la palabra isla tiene una segunda acepción que, no por menos recordada, es menos importante. La ínsula latina significa también islote urbano, esa ciudad amurallada y rodeada por el foso de agua que la «aísla», isla aislada que encarna la tautología semántica de la insularidad. Sobre esta acepción se edifica la noción de la «isla de tierra firme», sobre la que está centrada la segunda parte de este trabajo, y cuya significación literaria no dejaremos de subrayar al final del mismo.

Vayamos, pues, por partes.


El arquetipo del topos insular

Las diferencias en la dimensión geográfica de lo que puede considerarse isla -del islote a la «isla-continente»- no han sido óbice para que el arquetipo del topos insular desde tiempos inmemoriales fuera la sugerente fuente de inspiración de variadas connotaciones míticas, psicológicas y literarias. En efecto -y pese a que los viajes aéreos han indiferenciado el espacio insular y que el rito del pasaje marítimo que caracterizaba su ingreso desde la antigüedad ha perdido intensidad- el imaginario mantiene su significación simbólica, especialmente en aquellas islas que por su dimensión permiten una apropiación sensible. Porque islas-naciones como Japón o Inglaterra, por muy poderosas e influyentes que sean, no forman parte del mundo simbólico que invade nuestros sueños. En El hombre que amaba las islas (1928), D. H. Lawrence nos lo dice con palabras sencillas: «Una isla, si es suficientemente grande, no es mejor que un continente. En realidad debe ser bastante pequeña para sentirse como una isla y diminuta para que se adapte perfectamente a tu propia personalidad»4.

En efecto, la isla, cuando es pequeña, da la sensación de un espacio finito y descriptible que se puede percibir, recorrer y medir en forma individual, lo que permite su apropiación no sólo visual, sino personalizada. De ahí esa sensación de pertenencia y de espacio cerrado que invita a la exhaustividad, tanto por su exigüidad como por su autonomía; de ahí el sueño de la isla propia, la vocación «robinsoniana» que subyace en todo individuo.

Cada pequeña isla tiene su propio trazado, su geografía y su espacio interior y en su costa sinuosa se dibujan playas donde «el mar abraza la tierra», al decir metafórico de Lamartine en su poema Ischia: «el océano enamorado de esas orillas tranquilas», «apretando en sus brazos esos golfos y esas islas». Pero todas ellas tienen la peculiaridad de ser intensas y originales, rasgos que se han ido precisando desde el pensamiento y la literatura clásica hasta nuestros días, símbolos que superviven incluso en los tópicos del paraíso insular ad usum turisti, cuya promoción inicia en plena era victoriana la agencia   —19→   de viajes Thomas Cook y que subyace en la propaganda subliminal que invita a visitarlas.

El arquetipo de la isla de dimensión apropiable, cuando no su estereotipo, esconde en su perímetro los espacios de abrigo que la protegen de los temporales: bahías y ensenadas de aguas calmas, puertos cerrados sobre su propio territorio, atolones de formas anulares con sus lagunas interiores de aguas cristalinas, ensalzado como espacio paradisíaco, donde se reconoce el «jardín del Edén», como el que nos describió Cristóbal Colón al desembarcar en las islas del Caribe.

Nada de esto es nuevo. De acuerdo a los míticos relatos cosmológicos sobre el origen de las islas que recoge el Diccionario científico de Trévoux de 1752, «Multitudes de islas nacientes» surgieron en los mares de la «región de las tempestades» como «osamentas y nervios de la tierra», levantando sobre «las olas irritadas» sus «cabezas negras coronadas de plantas exóticas»5. Píndaro reitera esta idea de la autogénesis de la isla al definirla como «una tierra construida por oleadas de mareas».

La Grecia de Homero, gracias a los viajes de Ulises entre las islas del Mediterráneo, funda el imaginario insular como símbolo y universo concentrado, microcosmos cuyo carácter secreto y replegado sobre sí mismo no sería otro que la expresión de una condición esencialmente femenina. En efecto, no sólo isla es palabra femenina y símbolo de feminidad y fertilidad en latín y en las lenguas derivadas, sino que la mayoría de las islas homéricas tienen seductores nombres de mujeres. Entre otras, la isla-refugio (la cueva de la matriz femenina) donde vive la maga Circe, la isla-hogar de Ítaca donde Penélope teje los recuerdos de su esposo ausente, las islas Lípari donde moran las sirenas que atraen a sus orillas a los navegantes, islas -en resumen- que, con sus forestas umbrías, húmedas y perfumadas nos recuerdan los secretos del cuerpo de la mujer con el cual el motivo de la isla siempre se asocia. ¿No dice, acaso, la publicidad de los perfumes Guy Laroche, que «La femme est une île, la nuit fait vibrer son parfum» y que «Fidji est son parfum», Fidji, la evocadora isla de la Polinesia?

Fundada la mitología insular en la Grecia clásica es a partir del siglo XIII cuando, en realidad, se generaliza la creencia popular de que las maravillas más espectaculares y las tierras más exóticas están en islas misteriosas y lejanas. Los mitos celtas pueblan el océano Atlántico con «islas deliciosas» como Avalón, isla vinculada a la gesta del Rey Arturo y a la leyenda del Santo Grial, con Antilia que luego daría su nombre a las Antillas del Caribe, con Brazi que lo daría a Brasil, con la Isla verde, tierra de «santos y afortunados» que recoge la tradición islámica recapitulada por Alí Ibn Fazel, con la isla No-Encontrada donde, de acuerdo con las leyendas, estaría situado el Paraíso. En la isla emblemática de la mitología celta, la isla de San Brandán, «los prados son verdaderos jardines, floridos con perenne hermosura -como en santas moradas, las flores exhalan dulces fragancias- con árboles espléndidos, preciosas flores y frutas de deliciosos perfumes»6. Un imaginario que se reconocerá en el Nuevo Mundo.

La popularidad de las islas maravillosas se generaliza con las novelas de caballería. En Las Sergas de Esplandián, las Amazonas que Colón creerá reconocer en América, viven en la isla de Calafia, cerca del jardín del Edén. En el océano Tenebroso, en ese «mar   —20→   brumoso» situado más allá de las columnas de Hércules, están también las islas de Las Siete Ciudades donde se han refugiado los obispos cristianos de Porto huyendo de la invasión árabe en España.

La isla medieval es también la isla de Montsalvat, de connotaciones espirituales y esotéricas, representada como una montaña que emerge en medio del mar y a la que ningún mortal tiene acceso. En ella se inspira Dante para crear su isla-Purgatorio. La montaña boscosa de Dante sustituye el desierto, el que fuera lugar por excelencia de la penitencia y la purga de la tradición bíblica. Pero además integra el «motivo del bosque» como espacio de iniciación y prueba que pone en boga la tradición celta y la literatura de caballería, al que le añade el topos de la isla. La isla se transforma, así, de espacio de maravilla o descubrimiento en espacio de purificación y de conversión interior. La isla del purgatorio, si bien está situada en las antípodas de Jerusalén en el medio del océano Atlántico del hemisferio austral, no es una isla oclusiva, cerrada. Por el contrario, está abierta hacia lo alto de la montaña que la corona, su cima comunica con el espacio superior del paraíso. Es una isla activa que no invita a la satisfecha pereza del Edén, sino al escalamiento y a una progresiva ascesis que transforma, purifica y «convierte» al que va remontando la espiral que la circunda.

No es extraño, entonces, que cuando en Les Immémoriaux de Victor Segalen se pregunte «¿qué es una isla?», se responda aludiendo a su dimensión espiritual y se la represente como un espacio rocoso defendido por acantilados y por «una cintura de plegarias». Porque estas islas espirituales son también «las islas que esperan», evocadas por el profeta Isaías en el Antiguo Testamento (Isaías 51, 5), las «Ínsulas extrañas» a las que alude San Juan de la Cruz y parte del peregrinaje de la novela bizantina Los trabajos de Persiles y Segismunda de Miguel de Cervantes. En esta perspectiva místico-ascética la isla El Ribat, el monasterio guerrero islámico de la Edad Media, situado en una isla, que afirma su espiritualidad gracias a esa doble lucha de preservación de su condición insular y ciudadana: por un lado interior, contra sus deseos; exterior, contra los enemigos de la fe7.

La isla puede ser también -y no hay que olvidarlo- espacio oclusivo, carceral, cuando no infernal, pervertido por la locura, negación de toda felicidad posible. Desde la mitología griega y latina el topos de la isla bienaventurada se contrapone al de la isla maldita, ámbito cerrado donde la maldad se explaya. En La Eneida, Virgilio sitúa en las islas Estrófagas a las Arpías, ese animal extraño que encarna las fuerzas femeninas malignas y destructoras, esos seres que continuamente segregan «inmundicias» de sus cuerpos. La isla infernal puede ser también L'île des Hermaphrodites, donde se condensan las corrupciones y perversiones de la corte de Enrique III a través de la sátira de Artus Tomas, la isla de Houynhnms que habitan los horribles «yahoos» de Los viajes de Gulliver de Johnathan Swift, el «país de los Cafres» de Aline et Valcour del Marqués de Sade, la Isla de los Pingüinos de la alegoría de Anatole France.

Pero también hay islas reales que son espacios carcelarios con su doble protección de muros y de agua, como el presidio de Alcatraz en la bahía de San Francisco, la penitenciaria   —21→   de «la isla del diablo», de donde se evade «Papillon» en la Guayana francesa, la isla de Santa Elena y la isla de Elba del ciclo napoleónico. En los cosmos miniaturizados de las islas regidos por leyes dictatoriales surge, así, la «isla laboratorio» de las experiencias científicas pesadillescas de La isla del Dr. Moreau de H. G. Wells o se instala la cruel auto-gestión de los niños de El señor de las moscas de William Goldwing. En ese espacio cortado del mundo pueden surgir las ambiguas islas de sueños fabricados a la merced de las mareas oceánicas como la de La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares o la pura aventura de La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson, el gran explorador y narrador de «las islas de los Mares del Sur».

La dimensión paradisíaca o infernal, simbólica o espiritual de la isla no es privilegio de la cultura occidental que se proyectará en América en el momento del descubrimiento y la conquista. Puede también ser rastreada en el pensamiento oriental, donde tal vez la etimología más seductora de la palabra isla sea la de la apelación de origen sánscrito que le dan los brahmanes del sur de la India: «Langka», que deriva de «laka» que significa obtener. La isla de la doctrina hindú es, entonces, el lugar donde se obtiene y se logra la felicidad. Esa «isla esencial» es dorada y redonda y en su centro se eleva un palacio, en cuyo centro, a su vez, hay un recinto donde está el trono de la Magna Mater. La isla como centro, omphalos del mundo, reaparece en la noción del paraíso budista del imaginario japonés. Por ello, no es extraño que Ernst Jung, recogiendo la tradición hindú donde la isla es concebida como el punto de fuerza metafísico en el cual se condensan las fuerzas de la «inmensa ilógica del océano», hace de la isla el refugio contra el amenazador asalto del mar del inconsciente, es decir, la síntesis de la conciencia y la voluntad.

Tras este rápido panorama sobre los diversos sentidos que tiene lo insular, resulta evidente que el topos de la isla está uncido al carrousel de la hermenéutica de temas, motivos y arquetipos de la historia del arte y la literatura y se transmite en las imágenes del imaginario colectivo con que su variada representación se asocia. La isla es, por lo tanto, espacio paradisíaco, locus amoenus por excelencia que ilustran mapas medievales, textos de poetas, viajeros y cronistas, pintores del arte visionario y constructores de utopías varias, desde la isla de la Utopía (1516) de Tomás Moro, La cittá del sole de Campanella y la Nueva Atlántida de Bacon. Islas del ensueño y de la memoria que condensan los arquetipos de la felicidad, islas opresivas y carcelarias, «isla-tema» verdadero hilo conductor del botín artístico, literario y pictórico acumulado por la cartografía imaginaria y real en que se representa la constante del espacio isleño.




Las islas del Nuevo Mundo

El azar quiso que los primeros territorios del Nuevo Mundo abordados por Cristóbal Colón en 1492, buscando otra isla legendaria -Cipango- fueran también islas, islas de naturaleza edénica donde vivían «seres primitivos» en «estado puro». Colón es, pues, el símbolo paradigmático de la utopía geográfica, el expedicionario que aborda una América «inédita» y primordial y donde, al mismo tiempo que la descubre, objetiva en su territorio mitos del imaginario colectivo clásico y medieval: el Edén, el Jardín de las Hespérides, la Edad de Oro y el país de Jauja, cantado por el poema anónimo sobre la «Isla de la Chacona»: «Es el caso que un navío / del general don Fernando, / ha descubierto una isla / cuyos grandiosos espacios / o son jardines de Venus, / o son pensiles de Baco; / allí es   —22→   todo pasatiempos, / salud, contento y regalos / alegría y regocijos, / placeres, gozos y aplausos./ Vívese allí comunmente / lo menos seiscientos años / sin hacerse jamás viejos, / y mueren de risa al cabo»8. Esta isla de Jauja, isla pagana por excelencia del imaginario popular hispánico, será buscada no sólo en los mares, sino en la misma «tierra firme» del Nuevo Mundo. De ella quedará hasta la toponimia de la región de Jauja en el Perú.

Islas pequeñas «apropiables» a la dimensión del tópico insular forjado a través de los siglos, pero también islas a la dimensión de un continente, como la Atlántida -el «continente perdido» cuya «historia maravillosa y llena de verdad» es contada por Platón en los diálogos de Timeo y de Critias- que se cree reconocer en el Reino del Perú. Para probarlo, Pedro Sarmiento de Gamboa en la Historia de los Incas, publicada en Cuzco en 1572, explica cómo la tierra que «antiguamente, en la primera y segunda edad, se lee haber habido en el mundo, fue divisa en cinco partes». De esas partes se conocían Asia, África y Europa y se suponía la existencia de una cuarta -Catígara- situada en el Mar Índico y separada de Asia por el estrecho de Malaca. La quinta era la isla Atlántica, «tan famosa como grande», cuyos pobladores «de su descripción pondré», ya que «ésta es la tierra, o a lo menos parte de ella, de estas Occidentales Indias de Castilla»9. En los capítulos siguientes, Gamboa vincula la población del Perú con la del antiguo Egipto y la Grecia de la época de Ulises, quien se habría aventurado más allá del Mediterráneo en una expedición que «de isla en isla vino a dar a la tierra de Yucatán y Campeche, tierra de la Nueva España»10. Como pruebas de lo afirmado, entre otras, compara la vestimenta de los yucatecas, túnicas blancas y sandalias, con la de los antiguos griegos.

Isla-continente, continente aislado entre dos océanos, el Atlántico y el Pacífico, América condensa desde su ingreso al imaginario occidental el topos de «la isla posible» -título de este Congreso- en varias dimensiones. No sólo las ya evocadas, sino en otra no menos sugerente: la de las «islas de tierra firme» que encierran sus selvas y montañas inaccesibles, la de los microcosmos de sus «pueblos-isla» de una geografía humana implantada con dificultad en los claros abiertos en la selva a golpe de machete y purificados por el fuego o en esas chatas casas de adobe, prolongación terrosa del suelo polvoriento en las pampas desoladas o edificadas en el altiplano de secos pedregales, cerradas defensivamente sobre sí mismas, refugios de vida arcádica con una vocación autárquica que intenta preservar la Edad de Oro del pasado frente a la Edad de Hierro que impera en el mundo externo.




Las «ínsulas de tierra firme»

Para comprender el alcance de la original representatividad de estas «ínsulas de tierra firme» que pueden identificarse en el continente iberoamericano, hay que recordar -como señalábamos al principio- que la palabra isla tiene, más allá de la conocida acepción geográfica, «una porción de tierra rodeada de agua por todas partes», una segunda acepción: la del «islote urbano».

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Desde la antigua polis griega ha existido una relación profunda entre la isla y la ciudad. Los relatos de fundación, entre míticos e históricos -Ktiseis- sobre el poblamiento de un lugar, los ritos y cultos que lo «fundan» son idénticos en la tradición griega, tanto para una isla como para una ciudad a la que se tiende siempre a «aislar» con murallas y fosos de agua. La propia ciudad de Atenas aspira ser una isla. «Una sola desventaja tiene Atenas» -afirma Pericles en el famoso discurso que inaugura su era- ya que «si con su superioridad marítima fuera una isla podría evitar toda represalia de sus enemigos mientras tuviera el imperio del mar»11. Al no ser una isla, Pericles propone que se «olvide la tierra y el continente y Atenas se consagre al mar y a la ciudad» (I, 143,5).

La insularidad política y simbólica de Atenas será, desde entonces, inseparable de su hegemonía marítima y asegurará su seguridad, valga la redundancia. Ambigüedad que se reitera al considerarse la península del Peloponeso como una isla, ya que Peloponeso no significa en griego otra cosa que la «isla de Pelops».

Si una isla no existe, pues, se la «fabrica» a partir de la decisión de cortar el cordón umbilical que la une al continente. Herodoto cuenta cómo los Cinidienos empezaron a construir un canal, porque querían hacer de su país una isla. Siglos más tarde, la isla de Utopía de Tomás Moro es el resultado de la obra decidida por el rey Utopos de cortar el istmo de Abraxa de quince millas de largo que la une al continente. La primera utopía de la historia del género se funda, pues, en una isla que es el resultado de una voluntad de «insularidad» y no de un accidente natural de la geografía. Desde entonces las utopías tendrán por escenario privilegiado las islas y su vocación primordial será el «a(isla)miento» y la autarquía que se le adjudica como virtud de incontaminada pureza.

Es esta voluntad de aislarse en forma deliberada la que explica la insularidad de tierra firme. Aquí el espacio no es un lugar geográfico natural, geométrico, homogéneo al que se puede reconocer en la realidad, sino un particular conglomerado de simbología mítica que ha buscado autonomizarse, al mismo tiempo que ha fundado otra realidad. Es ésta la tradición mítico-literaria que Mircea Eliade tipifica como la empresa del navegante que quiere alcanzar el punto sagrado donde se encuentra el templo o el centro a partir del cual se ordena en forma cosmogónica el mundo, espíritu fundacional que resume el protagonista de Los pasos perdidos de Alejo Carpentier al decir:

Fundar una ciudad. Yo fundo una ciudad. Él ha fundado una ciudad. Es posible conjugar semejante verbo. Se puede ser Fundador de una Ciudad. Crear y gobernar una ciudad que no figura en los mapas, que se sustraiga a los horrores de la Época, que nazca así, de la voluntad de un hombre, en este mundo del Génesis. La primera ciudad.12



La condición de la isla de tierra firme empieza por esa ambición de la ciudad que cristaliza y resume el mundo. Todo proyecto de utopía en una isla supone esa misma vocación de poder omnisciente en los límites del espacio donde pretende edificarse el proyecto alternativo que propone. Un poder que puede ser modesto, como un Robinsón Crusoe   —24→   enfrentado a un mundo en el que tiene que supervivir y cuya mejor expresión literaria se da, no sólo en la obra de Daniel Defoe o en la de Michel Tournier en Viernes o los limbos del Pacífico, sino en la vida y en la obra de Horacio Quiroga. En la decisión voluntaria del autor de Los desterrados de abandonar la ciudad de Buenos Aires por la selva de las Misiones, hay un desafío consciente de asumir un destino «robinsoniano» que él mismo define como: «la aptitud de desenvolverse, con muy pocos pesos -y cuanto menos, mayor la competencia, desde luego- en un ambiente hostil» y del cual su mejor prueba son los relatos de Los desterrados. La regla de este desafío es la soledad del protagonista frente al medio, como la de un náufrago en una isla desierta.

La construcción de la «isla propia», edificada a golpes de machete en el centro de la selva amazónica peruana, constituye también el empeño de Fushia en La casa verde de Mario Vargas Llosa. Como otros Robinsones, Fushia busca el refugio en una isla selvática porque huye de «soldados y guardias». La isla, «el mejor lugar que existe», representa la imagen ideal del paraíso. Está escondida en una laguna en el centro de la foresta, a la que sólo puede accederse a través de un caño en el que parece todo «girar en redondo», lo que implica la destrucción de las claves y los mapas que han hecho posible su acceso. Los mapas que se queman para cortarse del resto del mundo: «¿Te acuerdas cómo quemamos tus mapas -dijo Aquilino-. Pura basura, los que hacen mapas no saben que la Amazonia es como mujer caliente, no se está quieta. Aquí todo se mueve, los ríos, los animales, los árboles. Vaya tierra loca la que nos ha tocado, Fushia»13.

Los ejemplos literarios de este tipo de espacio «insularizado» abundan en otros textos de la ficción iberoamericana: el Rumí de El mundo es ancho y ajeno de Ciro Alegría, El Valle de la obra del brasileño Adonias Filho, el Comala de Pedro Páramo de Juan Rulfo, el espacio significado del sertón de la obra de João Guimarães Rosa, la «agria» Lancomilla y Millavoro de Zurzulita de Mariano Latorre. A estos centros insulares ordenadores de la narrativa y del mundo, pueden añadirse la Santa María de la obra de Juan Carlos Onetti, Chimá en la de Manuel Zapata Olivella, Areguá en la de Gabriel Casaccia. Pero tal vez, el más emblemático y recurrido por la crítica sea el pueblo de Macondo de la obra de Gabriel García Márquez.

Cuando José Arcadio Buendía grita: «¡Carajo! ¡Macondo está rodeado de agua por todas partes!», la imagen del pueblo-isla brota naturalmente de las páginas de Cien años de soledad. No se trata de que José Arcadio reconstruya arbitrariamente un mapa, «exagerando de mala fe las dificultades de comunicación, como para castigarse a sí mismo por la absoluta falta de sentido con que eligió el lugar», sino que la representación de la isla nace versus la del continente. Para percibir el alcance de esta antinomia, hay que recordar que:

Para los primeros navegantes, continentes eran sólo aquellas tierras del orbis terrarum: Europa y el Mediterráneo. Continente tenía entonces una acepción cultural e histórica, no geográfica. El Macondo insular no pertenece, pues, a Occidente; no es parte del mundo europeo, sino un lugar aislado, incapacitado de alcanzar el progreso que viene del Norte, donde hay tranvías, correo y máquinas.14



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La fundación de Macondo es casi religiosa, como corresponde a la magia que se desprende de las revelaciones en los sueños sobre islas. Al modo del Génesis, es decir, una vez creado y bautizado el contorno, la gran empresa en procura del Paraíso perdido, el fervor edénico, la búsqueda del oro o de la Edad de Oro y los sueños del camino hacia la utopía parecen detenerse y concentrarse en la posible realidad de un pueblo donde todas esas metas ya se han alcanzado. Macondo es el universo como síntesis, donde se da una particular concentración de la visión narrativa que se traduce en modos de intensificación sutilmente diversificados. Como en toda isla, los límites de Macondo son precisos y están bien definidos. Fuera del poblado se siente la presencia de lo incomprensible o peligroso para la vida comunitaria instaurada. La naturaleza circundante se percibe como un espacio enemigo y hostil, como un océano de peligrosas aguas rodeando los acantilados de una isla. Sin embargo, instintivamente, y como sucede con todo isleño, los habitantes de Macondo sienten que gracias a la incomunicación en que viven se protegen las notas más específicas de su identidad. La ciénaga resulta una garantía para la preservación de la Arcadia. Los mensajeros que finalmente las cruzan serán los asesinos de la inocencia, los mercaderes de la Edad de Hierro, quienes imponen los parámetros de otra identidad, en principio más moderna, pero en todo caso más cruel. Macondo se disuelve en la historia, más allá de la geografía que lo vio nacer como isla y del mito en que se condensó, aunque literariamente estará en el origen de los numerosos Macondos o maconditos, como se los ha bautizado irónicamente, que han emergido en la geografía insular de la literatura iberoamericana contemporánea.

En la medida de su aislamiento, estos «pueblos-isla» de la geografía continental -que tan bien refleja la narrativa- preservan una armonía y felicidad primordial e incontaminada. De ahí su vulnerabilidad, ya que la incomunicación y el aislamiento son cada vez más difíciles de mantener. La condición de isla de tierra firme se pierde cuando los senderos se ensanchan y se transforman en caminos y luego en carreteras que traen, sobre los puentes tendidos entre sus «orillas» incomunicadas, formas de la temida civilización. Y también cuando los postes del telégrafo, del teléfono, las ondas de radio y televisión y las más recientes del «internet» hacen caer todo posible aislamiento para sumergir toda «isla posible» en el magma de la globalización.

Por ello, la isla de «tierra firme» de la narrativa iberoamericana es espacio privilegiado de la nostalgia y la memoria. Anacrónica, arcaizante y pre-moderna, protectora de un pasado idealizado, el topos insular se sitúa a la defensiva y teme el futuro. En ningún caso apuesta al «principio Esperanza», tan caro a Ernst Bloch, para quien el Nuevo Mundo había sido la encarnación de la utopía geográfica, el depositario del futuro.

Eacute;sta sería otra isla posible que vale la pena imaginar: la isla del porvenir. ¿La reflejará algún día la narrativa? Sólo cabe esperarlo. Mientras tanto, el topos de la isla seguirá concitando esa ambigua atracción que atraviesa incólume los siglos. La prueba la tenemos aquí, en esta pequeña isla de Tabarca, espacio de maravilla que hubiera hecho las delicias de D. H. Lawrence y que, sin lugar a dudas, hace la nuestra.