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ArribaAbajoTabarca: la isla de los nombres perdidos

Enrique Cerdán Tato


Dedicatoria:

A todos los piratas de Mediterráneo y de otros mares. En particular a los entrañables Dragut, Barbarroja y Sansón Napollón. También al último que dicen que fue Juan March. Y aunque no resulta entrañable me enseñó a fumar Lucky Strike, pero sin boquilla. Por eso más que un pirata me parece un chorizo.




Érase una vez una islita y ésta es su historia

En 1770, la isla Plana o isla de San Pablo o Isla Plana de San Pablo, iba a mudar, una vez más, su nombre. Era la penúltima vez.

Pero antes, parece oportuna una sustanciosa aunque sumaria incursión por los apaños de la historia y más concretamente por uno de esos episodios algo confusos y propicios a los recursos de la ficción: a mediados del siglo XVI, las galeras genovesas al mando del almirante Andrea Doria, derrotaron al corsario turco Dragut y lo hicieron prisionero. A cambio de su libertad, Dragut cedió a la República de Génova la pequeña isla de Thabarca, otorgándoles igualmente el permiso para construir torres de defensa y la facultad de comerciar con productos de Berbería (trigo, cebada, lana, aceite, cuero), exentos del pago de impuestos, según refiere Rafaelle Tucci, en su obra L'isola di Tabarca. La familia Lomellini se comprometió a poblar el pequeño territorio insular y a explotar el rico banco coralífero.

Posteriormente, el emperador Carlos V conquistó la isla y estipuló su arrendamiento a la citada familia. Tras muchas peripecias, incentivadas por los beneficios que proporcionaba el comercio del coral, tunecinos, argelinos y franceses se disputaron su posesión. En 1633, el corsario galo Sansón Napollón fracasa en su intento de invadirla. Finalmente,   —160→   los Lomellini, frente a la lentitud en atender los asuntos de Thabarca por parte de la administración española y a la manifiesta indefensión en que se encuentran, se declaran tributarios de Túnez. En 1741, los tabarquinos serán reducidos a la condición de esclavos: hombres, mujeres y niños. Poco después, Argel se apodera de la islita y de sus habitantes que continúan en cautividad.

Nos hemos referido, hasta aquí, a Thabarca: una isla imposible situada frente a la desembocadura del Uad-el-Kebir, muy cerca de la costa. Una copia del libro 1.º de Bautismos de la parroquia de Nueva Tabarca, la describe así: «Ciertamente consta que entre las muchas islas que pueblan el Mediterráneo, hay una muy pequeña llamada Tabarca, distante de tierra firme de África poco más de un tiro de piedra. Era ésta protegida y gobernada por la insigne República de Génova y habitada de inmemorial tiempo de cristianos. Fue tomada esta isla por el rey de Túnez en año mil setecientos cuarenta y uno, quedando todos cautivos bajo este rey bárbaro. Quince años y meses estuvieron estos miserables tabarquinos llorando en Túnez su cautiverio. Hasta que moviéndose guerra entre Túnez y Argel, sin dejar de ser cautivos, pasaron a serlo del argelino, de Túnez pasaron a Argel, en cuyo tránsito parieron muchas mujeres en el camino, con la mayor penalidad y trabajo. Estuvieron estos desgraciados tabarquinos bajo el yugo del argelino doce años y meses. Pero, sin embargo de haber pasado la mayor parte del pueblo a Argel, quedaron algunas familias tabarquinas en la ciudad de Túnez, por cuyas cenizas eran varias las romerías que hizo el reverendo padre fray Juan Bautista Riverola, agustino, cura del pueblo, desde Argel a Túnez y de Túnez a Argel, para visitar, asistir y consolar a su amado pueblo; y cuando más se imposibilitaba su rescate y menos pensaba en su redención, nuestro católico monarca, de eterna memoria, don Carlos III, el año de mil setecientos sesenta y nueve, los redimió con suma liberalidad y magnificencia, día de la Concepción Purísima de María Santísima, se efectuó el precio de su redención, fueron conducidos a la ciudad de Alicante, trescientos noventa y cuatro con el expresado cura. Luego que estuvieron en Alicante, se pensó en buscar un lugar proporcionado, para hacer decentes habitaciones para estas redimidas familias, y el primer ministro gobernador y presidente del Consejo, el Excmo. Conde de Aranda, influyó para con el monarca, para que la isla Plana de San Pablo fuera lugar elegido para su morada y descanso».

Hasta este punto, un fragmento documental que nos informa con una sugestiva imprecisión, acerca del destino de aquellas gentes y de la mudanza de denominación que aguardaba a esta otra isla que nos hospeda en nuestras jornadas congresuales y, sin duda, luminosas de saberes y meteorología.

Pero cronistas e historiadores locales, estudiosos e investigadores nos ofrecen versiones que, aun coincidiendo en lo fundamental, difieren en algunos aspectos de la fuente consultada. Así Francisco Montero Pérez y Vicente Martínez Morellá se refieren a ciertas cartas que, en 1750, el mercenario fray Bernardo de Almanaya dirigió a Fernando VI, y en las que le exponía la penosa situación de aquellos tabarquinos esclavizados y la posibilidad de abrir negociaciones para su manumisión. Estas cartas que, según los referidos autores, se encontraban en la Biblioteca Nacional, no consiguió localizarlas el doctor José Luis González Arpide, profesor de Etnología en la Universidad Complutense, como así lo afirma en su obra Los tabarquinos. Un estudio etnológico de una comunidad en vías de desaparición.

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Años después, ya en el trono Carlos III, las colonizaciones de Sierra Morena, a iniciativa del Conde de Aranda, Pedro Pablo Abarca de Bolea, propiciaron el rescate de los cautivos en los mencionados países norteafricanos. Del 14 de octubre de 1768 al 8 de diciembre del mismo año el mercedario fray Juan de la Virgen logró redimir a 309 personas. Los cronistas Montero Pérez, Martínez Morellá y Viravens y Pastor, fundamentándose en la transcripción de la matrícula de tabarquinos rescatados de Argel en 1796, coinciden en una cifra: 311. Y no en los 394 que se contemplan en el ya citado 1.º libro de Bautismos en la parroquia de Tabarca. Sin duda se trata de un error, por cuanto la mortalidad causó, de acuerdo con la citada matrícula, a 12 individuos, en el traslado de la isla tunecina a Alicante.

Una vez en la ciudad -parece que el viaje se realizó por vía marítima hasta Cartagena y de Cartagena a Alicante, en carretas- fueron alojados en el edificio del Colegio de los jesuitas, expulsados dos años antes. La llegada de los tabarquinos se fecha el 19 de marzo de 1769, y algún historiador discrepa de la tesis más generalizada, y afirma que fueron conducidos directamente a Alicante, en navíos españoles al mando de don José Díaz Veañes.

En cualquier caso, el conde de Aranda maquinó el asentamiento de los excautivos en la isla Plana de San Pablo, quien estimó la ventaja de que una población estable y convenientemente guarnecida y armada, conseguiría evitar que el enclave fuera utilizado por la piratería berberisca, como refugio y escondrijo, para realizar sus correrías por la costa.

De inmediato, se encomendó al ingeniero don Fernando Méndez, coronel de Infantería, el levantamiento de los planos de una plaza amurallada y se designó una junta para la administración de las obras, compuesta por el gobernador de Alicante, conde de Baillencourt, el contador de la misma, don Juan Antonio Aguilar y Figueroa y el mencionado ingeniero militar.

En abril de 1770, construidos ya la mayor parte de las casas y edificios proyectados, Carlos III dispuso que pasaran a colonizar la isla los redimidos residentes en Alicante. Desde entonces la pequeña isla recibió el nombre de Nueva Tabarca, en recuerdo de la islita (con frecuencia, península) de donde procedían.

La munificencia del rey -escribe Alejandro Ramos Folqués- concedió a estos colonos privilegios y exenciones, eximiéndoles del servicio de las armas y del pago de los impuestos directos e indirectos a que estaban sujetos los pueblos de la monarquía. Estos privilegios se abolieron en 1835, con la implantación del sistema constitucional.

«La isla quedó, pues, urbanizada, fortificado el poblado con murallas, baterías, castillo y baluartes, se hicieron casas muy cómodas para los colonos, bóvedas subterráneas para los pertrechos de guerra, cuarteles, caballerizas, una iglesia, una casa para el gobernador de la plaza, y para el Ayuntamiento, en el caso de tenerlo, que fue elevada a la categoría de ciudad, un lavadero, cisternas para recoger las aguas pluviales, un almacén para esparto, una tahona, un horno para cocer el pan y otros para la cal y el yeso, y se proyectó un varadero para sacar a tierra las redes de pesca, y con facilidad barcos, galeotas y hasta bajeles para componerlos, asegurándolos de los temporales». Y agrega el cronista Viravens: «Las tres puertas que dan entrada a Nueva Tabarca son, en verdad grandiosas se llaman: de Tierra, de Alicante o San Miguel, la que está al N.; de San Rafael, la situada al E.; y de la Trancada o de San Gabriel, la que está al O. Sobre sus dinteles se pusieron piedras con los escudos de las armas reales, y en la última una inscripción que aún se lee y dice así: «CAROLUS III HISPANIARUM REX, FECIT, EDIFICAVIT».

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Al este de la isla, se levantó la torre de San José, un fuerte de tres plantas, coronado con baterías a barbeta, alojamiento para tropas, puente levadizo y calabozos. En 1838, se habilitó para prisión del Estado y allí estuvieron presos algunos oficiales y sacerdotes que se negaron a reconocer la legitimidad de Isabel II.

La matrícula de tabarquinos, a la que ya me he referido reiteradamente, se inventarió a instancias del conde de Aranda. Constan en ella nombre y apellidos, fecha de nacimiento y estado de los tabarquinos rescatados. Un total de 69 familias más 32 «tabarquinos sueltos que no constituyen familia».

Casi todos proceden de la Tabarca tunecina y en ella nacieron, según consta en la matrícula. Los menos son originarios de Génova, de Córcega y Túnez. Cito, por curiosidad alguno de los apellidos más frecuentes: Luchoro, Jacopino, Ruso, Capriata, Perfumo, Buzo, Montecatini, Columbo, Leoni, etc.

La nueva comunidad se dedicó mayoritariamente a la pesca no del coral, sino de especies muy abundantes, en aquel entonces, en aguas tabarquinas: salmonete de roca, mero, dorada, sardina, congrios, atún, bonito, caballa, pez espada, tintorera, mejillón, pulpo, calamar, langosta, langostino, gamba.

Junto a los pescadores, los calafates o carpinteros de ribera, muy hábiles en la construcción de botes y pequeñas embarcaciones.

Entre las artes de pesca fijas, la almadraba para la captura del atún, el bonito y la melva, procuraba ingresos considerables para la economía cerrada de una comunidad que se abastecía básicamente de los productos marinos. Otras artes de pesca eran las llamadas de deriva, de cerco y de arrastre.

A partir del asentamiento de los tabarquinos en el nuevo emplazamiento, se observa cómo evoluciona un grupo endogámico, que, desde una perspectiva diacrónica, con un pasado histórico agitado y singular, tiende hacia la incertidumbre de su futuro. Futuro que ya, hoy, es presente. Nos encontramos -y las fuentes orales lo ratifican- ante una sociedad dispersa. Obviamos aquí la causalidad de esta dispersión, aunque la sumariamos: economía en creciente precariedad, falta de servicios, contactos con el exterior, insularidad centrifugadora, posibilidades, especialmente para los jóvenes, de acceder a empleos mejor remunerados y menos rudos, abandono o indiferencia administrativa. En fin, un cúmulo de circunstancias adversas que han propiciado, particularmente a lo largo de este siglo que ya prescribe, la paulatina deserción de los descendientes de los antiguos colonos.

A lo largo del XIX, se producen algunos episodios de interés que recogemos apresuradamente: el fusilamiento de 19 sargentos carlistas, como represalia de 96 ejecutados por las tropas de Cabrera; el desembarco de hombres armados procedentes del vapor Isabel II, de la flota del bloqueo de Alicante, cuando la insurrección liberal de 1844; la pérdida del carácter de plaza fuerte de Nueva Tabarca, a mediados de siglo; la inauguración en 1854, de dos faros, uno de ellos escuela de torreros; el perentorio arreglo del cementerio.

Y ya en el presente, el hundimiento de algunos barcos por submarinos alemanes, en la primera guerra mundial; el embarrancamiento de otros que facilitaba a los tabarquinos un avituallamiento suplementario muy oportuno, para atemperar carencias y penurias; el rodaje o parte del mismo del filme Manuela, protagonizado por Elsa Martinelli, Pedro Armendáriz y Trevor Howard, de cuyo episodio fui afortunado testigo en mi condición de reportero y enviado especial de una revista de Madrid: por vez primera y ya no sé si única un automóvil circuló por estos parajes y se hizo la luz eléctrica, con los generadores   —163→   del carguero griego que transportó equipos, técnicos y actores; las instalaciones telefónicas, el acueducto para abastecer la isla, tras el fracaso de la planta potabilizadora en la segunda mitad de los setenta (antes, el buque cisterna que iba y venía); el tendido de los cables para el suministro de la energía eléctrica; el decreto de 27 de agosto de 1964, por el que el general Franco declaraba conjunto histórico-artístico la isla de Tabarca; el establecimiento de la reserva marina en la misma, por orden del 14 de abril de 1983, «a fin de preservar la fauna y flora marina de la zona y servir de base de repoblación en beneficio de la riqueza ecológica de las aguas colindantes».

Y un acontecimiento de carácter literario que podría ser un remoto precedente de este congreso: la presencia en la isla de Salvador Rueda. El poeta malagueño y precursor del modernismo llegó a Tabarca, a iniciativas de Gabriel Miró y gracias a las gestiones del ingeniero Antonio Sanchis Pujalte, a quien dedicó su libro Zumbidos de caracol que concluyó en este espacio. En la dedicatoria afirma que el ingeniero ha convertido a Tabarca en Isla de los Poetas -otro nombre fugaz-. Y aquí, en mayo de 1908, el Centro de Escritores y Artistas, y el Ateneo Científico y Literario le organizan un homenaje que se prolonga durante dos días. Asisten, entre otros, los ya citados Gabriel Miró y Antonio Sanchis, el músico Óscar Esplá, los escritores Eduardo Irles, José Guardiola Ortiz, Julio Bernácer. El Ayuntamiento le concede a Rueda el título de Hijo Adoptivo de Alicante y acuerda «adquirir y regalar el terreno para edificarse una casa al excelso poeta».

El profesor González Arpide escribe: «Nos resulta un poco paradójico, el observar cómo una población en pleno momento de aumento demográfico y empezando a sufrir los efectos de la carestía de la vida y la falta de viviendas, sea ignorado por Alicante, quien obsequia al poeta con una, que sí llega a construirse, olvidándose del resto». Personalmente, no me sorprende: la corporación municipal que tomó el relevo hacia 1840 descubrió con estupor que Tabarca tan sólo estaba considerada como una calle más de la ciudad, pero además bajo la autoridad militar.

Tabarca: la isla de los nombres perdidos. Primero fue Plumbaria, posteriormente y según Estrabón, Plenesia o Planasia, de acuerdo con Ptolomeo, quien atribuye a los griegos focenses de Marsella este nombre. Mayans puntualiza «que esta voz no es sinónima de llana, sino de peligrosa; los romanos la denominarán Planaria -aunque un documento geográfico del siglo III, por su situación, la califica de ínsula Erroris-». Mayans advierte que en el anónimo de Rávena «se encuentran vestigios de la voz Planesia, donde se lee Sunesia o Sinnesia». El geógrafo nubiense Al Edrisi la cita como Platnasa, Plana, en árabe.

Los lemosines del siglo XII la llaman Planesa. Y hay pruebas documentales de 1418 en las que se la rebautiza isla de Santa Pola (vocablo corrompido de Santa Paula) porque debió ser dedicada al dios Apollo o a la diosa Pallas. Apolinis ínsula, como afirma el historiador Escolano o por ventura sacrum paladis, templo de Pallas. El cronista Viravens considerando que Alones y Alicante eran una misma ciudad, se refiere a ella como Alones insula.

Santa Paula o Santa Pola, en memoria de una dama romana que navegó a Palestina y Egipto y se retiró a Belén. De San Pablo por cuanto una devota tradición el apóstol estuvo en ella. ¿Más nombres? Los hay, pero son suficientes. Cada quien va a su aire. hay mucha confusión, mucha elucubración para tan poco territorio: unos mil ochocientos metros de longitud, por cuatrocientos de latitud, en su parte más ancha. A veinte kilómetros de Alicante, y cinco de Santa Pola.

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En uno de los poemas que le dedicó Salvador Rueda la describe así:


Isla gentil; que siempre te deseo;
de una guitarra tienes la figura
donde se ata la larga encordadura
está la soledad de mi recreo.
Dibujada en mi espíritu te veo
igual que un instrumento de hermosura
orlado de la mar por su bravura
que te azota con rudo bamboleo.
Para vivir, qué hogar tan venturoso,
para soñar, qué sitio tan dichoso,
para escribir, que mágico retiro.
¡Quién fuera el ancho mar, guitarra mía
que retiene tu caja de armonía
como un inmenso estuche de zafiro!


(«Isla de Nueva Tabarca», 22 de julio de 1912)                


Isla Plana de San Pablo, isla de Nueva Tabarca, isla de Tabarca. En una orilla del Mediterráneo: fondeadero de piratas y corsarios, en un mar de mestizaje, de aventura, de pilotos y mercaderes, de lengua franca, de mitos, de prodigios, de sugestivos embustes, de dromedarios con la mensajería del amor, de fauna fascinante como el hipopótamo de Aquiles Tacio o la jirafa de Heliodoro, o las abejas venenosas de Jámblico, o los pájaros agresivos de Hitchcock; Dragut y el capitán Kid; de las Pitiusas a las Barbados; Drake y los hermanos Barbarroja y caballeros de fortuna Horuk y Khair Eddin; Córcega y Cuba, Chipre y Jamaica; Sansón Napollón y Burt Lancaster por las jarcias del Mediterráneo al Caribe; de las Cícladas a las Bahamas, color Carpentier de lo real maravilloso. Dos mares, en una única y mágica gota. Y nosotros aquí, isla de viento Neruda y lebeche, Islas inflables, inflamables, imposibles, posibles, deslizantes, submarinas, humanas, móviles, utópicas, ancladas, varadas, pensadas, islas metafísicas, presocráticas, islas de miel y chotos, islas de ron y fabulación y robinsones y viernes, último día. Y nosotros aquí, en Tabarca, isla, en fin, para vuestro espléndido islario. Bienvenidos, amigos.