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ArribaAbajoCarrió de la Vandera pregunta por San Borondón

Belén Castro Morales



Universidad de La Laguna

Es ídolo del vulgo el error hereditario. Cualquiera que pretende derribarle incurre, sobre el odio público, la nota del sacrílego.


B. J. Feijoo                


El Lazarillo de Ciegos Caminantes (1775?), de Alonso Carrió de la Vandera, libro representativo de la prosa escrita en América en el siglo XVIII, contiene las averiguaciones infructuosas del narrador acerca de la «vagante isla de San Borondón». Los materiales provisionales de este trabajo contienen las primeras respuestas a otro interrogante: ¿Por qué Carrió de la Vandera pregunta por San Borondón?

Antes conviene recordar las circunstancias en que semejante pregunta aparece formulada por este asturiano (Gijón, 1715?-Lima, 1783), residente en América desde los veinte años, primero como comerciante y luego, tras un ventajoso matrimonio en Perú, como funcionario y militar. Al decretarse la expulsión de los jesuitas de las tierras americanas en 1767, Alonso Carrió se ofrece voluntario para conducir a los del Virreinato del Perú a su exilio europeo. El viaje aludido al principio de El Lazarillo... es el de su regreso a América en 1771 tras cumplir aquella misión, aunque ahora vuelve con un reciente nombramiento de segundo comisionado para el arreglo de correos y ajuste de postas entre Montevideo y Lima: trayecto que «el Visitador» recorrió en parte con su amanuense «Concolorcorvo» y que constituye el itinerario de dos años de viaje descrito a lo largo de su obra.

Es evidente que El lazarillo... excede en mucho su modesto propósito de servir de guía de viajes a traficantes de mulas y funcionarios de correos. Del mismo modo que su escritura realiza la extraña hibridación de tradiciones escriturales que ha señalado Enrique   —148→   Pupo-Walker (relación virreinal, libros de viajes, etc.), los contenidos que se presentan al lector abarcan los más variados asuntos y nos sitúan ante un momento crucial de la cultura y las ideas en el mundo hispánico, cuando se acrecienta la crisis colonial y el saber se racionaliza por las nuevas luces del pensamiento ilustrado, en la época de Carlos III. «Todos concurrimos a la incertidumbre de la historia»211, escribe Carrió, lector de Feijoo; y tal vez por ello se aplica a desentrañar oscuridades y misterios, siendo la luz de la razón, o al menos una nueva forma de mirada (moderna, curiosa) el verdadero Lazarillo de su itinerario por las heterogéneas realidades de Ultramar. Ese nuevo ejercicio de la mirada implica la interrogación crítica sobre las cuestiones más dispares. Por eso, a continuación del exordio (Primera Parte, Capítulo I), tras narrar la navegación desde La Coruña hasta la costa uruguaya, y antes de desembarcar, el Visitador relata lo siguiente:

Al amanecer del siguiente día, y mientras se preparaba la lancha, me despedí de los oficiales y equipage con alegre pena y en particular del salado contra-maestre, a quien llamé aparte y pregunté confidencialmente y baxo de palabra de honor, me diese su dictamen sobre la vagante isla de San Borondón. Se ratificó en lo que me dixo, cuando nos calmó el viento entre las islas de Tenerife, Gomera, Palma y Fierro: esto es, que en ningún tiempo se veía la isla en questión, sino en el de vendimia, aunque subiesen sus paysanos sobre el pico de Tenerife; le volví a suplicar me dijese lo que sabía sobre el asunto de llamar a aquella fantástica isla de San Borondón, y me respondió con prontitud que no había visto el nombre de tal santo en el kalendario español, ni conocía isleño alguno con tal nombre, ni tampoco a ninguno de los estrangeros con quienes había navegado, y que, desde luego, se persuadía que aquel nombre era una borondanga, o morondanga, como la que dijo Dimas a Gestas.212



Como puede deducirse, el interés de Carrió se bifurca hacia dos campos cognoscitivos: el histórico-geográfico y el filológico; es decir, le inquieta tanto la existencia de la isla como el enigma de su designación. Por razones de espacio no trataremos aquí el problema de los nombres y sus consecuencias en la toponimia y onomástica europeas y americanas213, sino lo relativo a la leyenda de la isla para ofrecer algunas hipótesis sobre las causas del interés de Carrió.

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Y bien, aunque efectivamente estemos ante la «borondanga» de una leyenda, el caso de San Borondón -la supuesta isla fruto de un espejismo- tiene importantes implicaciones en la historia de las ideas y de la religión, en la tradición cultural de Canarias, y en campos más empíricos como la cosmografía, la cartografía y la historia de los descubrimientos. Tengamos en cuenta, como ejemplo, la presencia de la isla en portulanos y mapas europeos desde el siglo XIII hasta bien entrado el siglo XVIII, cuando todavía en el Plan de las Afortunadas Yslas del Reino de Canarias, (anónimo c. 1765) figura la isla de San Borondón en el extremo occidental del archipiélago, equidistante de La Palma y el Hierro214.

La leyenda de la isla de San Borondón, fuertemente sincretizadora y ecléctica, circula desde el medievo enraizada a viejos mitos insulares clásicos y medievales, pero su complicada trama cultural, así como su denominación, tiene como referente más próximo los textos legendarios sobre San Brandán de Clonfert (480-576), el monje-navegante irlandés que recorrió el Atlántico en busca de la afortunada Isla de los Santos. Lo cierto es que la Vita y la Nauigatio Sancti Brendani son igualmente híbridas, pues recogen tradiciones clásicas, griegas y latinas (las Hespérides, Fortunatae Insulae, Atlántida o Perdita); celtas y druídicas (el tipo de narración denominado Imrama, relato de navegaciones en busca de islas bienaventuradas y paradisíacas donde reposan los muertos, o el mito de Brazi); leyendas del occidente cristiano (el Paraíso Terrenal y la Isla del Infierno); creencias geográficas occidentales medievales, como la Isla Antilia o la de las Siete Ciudades; y otras orientales (bien árabes, como el relato de los viajes de Sindbad, en Las mil y una noches; o persas, como el Avesta). Últimamente Fremiot Hernández ha demostrado la importancia de un texto alejandrino de la época helenística divulgado por los Padres de la Iglesia y recibido en Irlanda a través de sus versiones latinas, el Physiologus, nexo entre las tradiciones persas y la Nauigatio215.

Muchas de estas tradiciones, junto a otras portuguesas como las de la isla Non Trubada o Ilha Nova, seguirán actuando y entrecruzándose como sustrato en ese precipitado mítico que es la isla de San Borondón, cada vez más desplazada hacia América.

Como dice Fernando Ainsa a propósito de la escritura fundacional de Colón, lo maravilloso siempre se va aplazando en una fuga hacia adelante. Y recordemos que Colón, conocedor de estas noticias sobre un territorio insular esquivo, aludido luego en el Tratado de Alcaçovas-Toledo (1479-1480) como una isla de Canarias «por ganar»216, encontró en ella un poderoso móvil para su exploración atlántica en busca de las Indias. Tal vez   —150→   por eso la isla a que llega el Almirante en el cuarto viaje reúne ecos de Sindbad y de San Borondón217.


«Halucinados» y «linzes»: la polémica sobre San Borondón en el siglo XVIII

La enmarañada historia inicial de la isla (designaciones, tradiciones confluyentes, expediciones, representaciones cartográficas, etc.) está bien documentada, pero los textos divulgativos hacen poco énfasis en el estado de la cuestión hacia 1721, cuando el testimonio insistente de múltiples avistamientos de la isla da lugar a la última expedición oficial218 y a una curiosa polémica protagonizada por distintos clérigos: desde la Península, el benedictino B. J. Feijoo, y desde Canarias el franciscano Manuel Fernández Sidrón, el jesuita Matías-Pedro Sánchez Bernalt y el dominico José Viera y Clavijo. Estos autores desempolvan los viejos legajos sobre la isla Encantada y, proyectando sobre ellos las luces escépticas del «examen» o las de la fe y la «experiencia», proponen interpretaciones diversas. A la historia tradicional que los contendientes rescatan y revisan, se superponen los testimonios recientes de la aparición de la isla en el verano de 1721, los expedientes que se abrieron con las diligencias de la investigación y, tras la expedición que ordenó el gobernador y capitán general de las Canarias, D. Juan Mur y Aguerre (o Aguirre)219, las nuevas encuestas que el gobernador Mur organizó en las islas del Hierro y La Palma en 1724 y 1730, porque la isla fantasma seguía apareciendo como un desafío a la razón. Hay que advertir que, frente a los escépticos, tildados por muchos de «teóricos», eran unánimes en su versión los múltiples testigos que, acreditados por pertenecer a la milicia o al clero, declaraban bajo juramento haber visto la isla.

Fuerzas adversas, como las de las viejas creencias religiosas y legendarias, chocaban con las ideas nuevas que venían a privar a los canarios de una de sus leyendas más arraigadas. Por eso, como observó el ilustrado tinerfeño Viera y Clavijo, la visión persistente de la isla da lugar a una «paradoja» de difícil resolución que expresa en los siguientes términos:

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Para defender la afirmativa [su existencia] se hace preciso atropellar osadamente la buena crítica, el juicio y la razón, y para sostener la negativa [su inexistencia], es necesario abandonar la tradición y la experiencia, probando a muchas personas de crédito que nunca supieron hacer buen uso de sus sentidos.220



Pero de poco sirvió la advertencia de los eruditos religiosos como el imaginativo dominico Vincent de Beauvois, que en el siglo XIII ya declaraba que la historia de San Brandán es «apochrypha deliramenta»221; o, sobre todo, la de los jesuitas de la corriente llamada «bolandista» que, desde 1630, dirigidos por Jean Bolland, trabajaban en la recopilación de documentos y testimonios antiguos sobre la vida de los santos, con el fin de redactar unas hagiografías depuradas de adherencias legendarias o supersticiosas. Sus Acta Sanctorum, organizadas según el orden cronológico del santoral, se fueron publicando entre 1643 y 1770, entre polémicas, censuras e interrupciones, y sólo se reanudarían en 1837. La Vita Sancti Brendani fue también declarada deliramenta apochrypha por los bolandistas y excluida de sus hagiografías; y sólo autorizaron la editada en 1888 en Edimburgo y Londres222.

Estos textos bolandistas, considerados «modernos», compiten con otros más antiguos («mamotretos», dirá M. Sánchez), como las historias de Canarias de Abreu Galindo y de Núñez de la Peña, donde el fenómeno se atribuye a la voluntad divina; o con testimonios como el de la tripulación de Pedro Bello, el piloto portugués, que afirmó haber estado en la isla al regreso de Brasil, en 1570, encontrando pisadas de gigante, una cruz clavada en un árbol, muchos pájaros y gran cantidad de ganado223.

Y es que los polemistas del siglo XVIII, como resumió Viera y Clavijo en 1772 en su capítulo sobre San Borondón, se dividen en «tres sistemas»: el del «vulgo, supersticioso e ignorante», que atribuye a Dios o al Diablo la inaccesibilidad de la isla; el de gente razonante que, habiéndola visto, busca explicaciones; y el de «críticos y filósofos» que niegan absolutamente su existencia fuera de nuestra imaginación (págs. 92-93).

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Entre estos últimos el P. Benito Feijoo fue el que inició la polémica al dedicar a San Borondón unas páginas en el Discurso Décimo del Teatro Crítico (Libro IV, 1730), titulado «Fábulas de las Batuecas y países imaginarios». Sabemos que fue lector de Henschenio y Papebroquio, «padres bolandistas, que en materia de actas de santos vieron (se puede decir) todo lo que hay que ver»224. Por eso, tras condenar a aquellos que se remiten a la tradición para fundamentar sus creencias («las tradiciones populares no han menester más origen que la ficción de un embustero o la alucinación de un mentecato», dice)225 y demostrar que el descubrimiento de las Batuecas fue una «mera fábula», evoca otros lugares fantásticos como la Atlántida, La Panchaya, Catay, el Paraíso Terrenal o la provincia de Ansen (Georgia) donde tras una bruma impenetrable «se oye ruido de gente, relinchos de caballos, canto de gallos». También, y esto nos interesa especialmente, cita enclaves fabulosos de América, como el gran Paititi, El Dorado, Cíbola o Las Siete Ciudades, la Ciudad de los Césares o Quivira. Así termina condenando las alucinaciones que la codicia provoca en los españoles, con un alegato de tintes lascasianos. Sobre San Borondón declara Feijoo que «es una mera ilusión» por razones que enumera con soltura: los testigos discrepan sobre las distancias en que sitúan a la isla Encantada respecto a las reales, le parece inverosímil que a esas alturas ningún navegante la haya encontrado, estima sacrílego que algunos atribuyan a milagro su aparición, y, en fin -añade- a gran distancia «cada uno ve lo que se le antoja». Por eso, la teoría moderna de que sea una nube especular, como la que provoca la visión de La Morgana desde Nápoles, u otro fenómeno similar visto desde Marsella, le parece más lógica.

El segundo texto de la polémica, el del franciscano D. Manuel Fernández Sidrón (o Cidrón) es una «Carta Apologética...»226 de 1735, escrita, según Benito Ruano, con la única finalidad de rebatir a Feijoo, al que llama irónicamente «linze», «raio de Dios», y al que considera un peligroso especulativo, seguido en Canarias por gentes noveleras y poco amantes del estudio. Mientras Feijoo se apoya en las teorías racionalistas y científicas de la época, y en la autoridad de los bolandistas, Sidrón lo hará en Aristóteles, en la escolástica, en el delirante P. Niehrenberg y en Sor Catalina de San Mateo, la monja visionaria de Gran Canaria que murió en olor de santidad, autora de «un tratadico manuscripto» donde relata sus «viajes» en éxtasis místico a lejanos países -y entre ellos a San Borondón- poblados de seres fantásticos.

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Con el propósito de demostrar la existencia de San Borondón, el P. Sidrón incluye el capítulo «Isla de San Brendón Encubierta», recurriendo no sólo a las historias tradicionales de Canarias, sino también a los encuestados tras las recientes visiones de la isla desde La Palma, Gomera y Hierro (1724) y a la experiencia propia. No en vano este franciscano era uno de los religiosos que acompañaron al obispo Dávila en una visión de la isla. Así relatará el informe del exorcismo que un fraile de la Orden de Predicadores hizo en el Hierro ante la isla endemoniada, permitiendo que, ante el crucifijo y los rezos, las nubes se apartaran y la dejaran ver. Para Sidrón, el fracaso de la expedición de 1721 se debió a la falta de objetos de fe, reliquias y exorcismos. En última instancia, piensa, «no ha llegado el tiempo determinado por Dios» para descubrirla, y atribuye a las culpas de los mismos habitantes de San Borondón el vivir condenados al aislamiento.

Pero si Feijoo está tan bien informado sobre los avatares de San Borondón (incluso tiene noticias de la última expedición oficial a la isla, la de Juan Mur y Aguerre) es porque, como explica en una nota, tiene un corresponsal (cuyo nombre omite) residente en Canarias: el P. Matías-Pedro Sánchez Bernalt, con el que cambió datos e impresiones227. Este jesuita granadino, rector del Colegio de la orden en La Orotava, es el autor de un manuscrito (c. 1735) que recoge la historia de su orden en Canarias, y dedica un apartado a «La Ysla de Sn. Borondon nuevamte. descubierta en las Canarias»228. Para argumentar sobre algunos aspectos también pidió a sus compañeros de Granada consultas «en los Bolandistas», y en particular en Henschenio. Desde el título ironiza a costa de «los patronos», «fautores» o «modernos videntes» de San Borondón, con razones muy similares a las de Feijoo, a quien considera un «sol literario». Con información más detallada, deconstruye las piezas de una quimera que «se debe condenar por fabulosa»; y su visión, cuando evoca las expediciones en busca de San Borondón, es realista: «de estos viajes no se sacó sino gasto». El desplazamiento del obispo Pedro Dávila con Sidrón y otros frailes a La Palma y El Hierro, desde donde declararon haber visto la isla, es motivo de su ironía, pues recuerda que el franciscano era muy corto de vista. Y todos los testimonios anteriores, como el del piloto portugués Pedro Bello, o el Martirologio de los agustinos que cuenta cómo San Brandán evangelizó a los guanches antes que los españoles, etc., son para él «papeles mojados», «papeles viejos» o copias apócrifas229. No cabe   —154→   duda de que ha leído todo lo disponible en Canarias sobre San Borondón, y lo descalifica todo, atribuyendo el fenómeno de las apariciones a efectos ópticos, celajes, parhelios, etc. Y, aunque no nombra al P. Fernández Sidrón, es claro que alude a él cuando impugna sus argumentos, y habla de sus «tragaderas» y talante imaginativo: «A un estropajo de nubes se le pintó su phantasía una Isla de San Borondón, ella por ella». En fin, Matías Sánchez juzga a estos «videntes» gentes «halucinadas», «inbuidos, de buena fe, de una imagen previa»: de prejuicios.




San Borondón y la Isla de Las Siete Ciudades

En los textos polémicos que hemos descrito someramente llama la atención, entre el cruzamiento de antiguos mitos clásicos y leyendas medievales cristianas que dan ser a la Isla de San Borondón, la fuerza que cobra la leyenda de las Siete Ciudades, insinuada ya en la perdida descripción del marinero portugués Pedro Bello. Tal vez, entre los autores que hemos citado, sea el franciscano Fernández Sidrón el que desarrolla y difunde más ampliamente la identificación, cuando en su «Carta Apologética...» traduce las declaraciones de unos informantes portugueses que encontró en Madeira. Se recoge así una tradición más reciente que identificaba la isla de las Siete Ciudades, Antilia, San Borondón e Ilha Nova. Las dos primeras aparecían ya identificadas en el globo de Nüremberg (1492), siendo Antilia una corrupción de Atlantis o un territorio desprendido de la Atlántida platónica, como se consideraba a las Canarias. La leyenda refiere el establecimiento en dicha isla, en el 734, de un arzobispo y seis obispos y fieles cristianos de Portugal, refugiados allí con sus ganados y bienes de la invasión musulmana a la Península Ibérica, en el año 711230. Según Enrique de Gandía, la leyenda pasó a América, donde se cruzó con tradiciones indígenas como la de las siete cuevas misteriosas de donde procedían las siete familias de los Nahuas, y se mantuvo vigente sólo hasta mediados del XVI231. Sin embargo, debemos dejar consignada la persistencia de esta leyenda y su discusión en Canarias hasta bien entrado el siglo XVIII, estrechamente unida a la polémica sobre San Borondón.

Implícitamente, Feijoo ya situaba San Borondón al nivel de la versión americana de las Siete Ciudades de Cíbola, recordando ampliamente los avatares de Vázquez Coronado, «más valiente que dichoso», que sólo encontró «apenas cuatrocientos indios», desnudos y pobres, buscando ese rico lugar del que había hablado Fray Marcos de Niza. El P. Sidrón, en cambio, dedica páginas a las descripciones de las Ilhas Novas: evoca al marinero francés que contaba haber arribado a una isla de gran abundancia, donde halló navegantes de Viana que se habían quedado allí y mandaban pedir sacerdotes; a la tripulación de un barco procedente de Génova que encontró una isla con mucho ganado, obispos y gentes ricamente vestidas, regidos por leyes propias y con gran nivel de vida;   —155→   y a los capuchinos procedentes de Brasil que en 1638 habían sido arrojados por la tormenta a una isla donde encontraron un palacio con siete hombres viejos y pálidos. Este relato no se centra en ellos, ni se mencionan obispos, sino una corte asociada al desaparecido rey Sebastián de Portugal, que había dado lugar tras su muerte (1578) al «sebastianismo», creencia muy difundida en Portugal y Brasil que, negando que el rey hubiera muerto, esperaba su retorno.

Matías Sánchez, el cuestionador más radical de toda leyenda, se burla de la fantasía del P. Sidrón y de sus informantes, así como de otro historiador, Pedro de Medina, que en su Grandezas y cosas memorables de España (1548) identificaba a Antilia y Siete Ciudades en virtud de un viejo mapa de Ptolomeo. Sobre la visión de San Borondón por el cegato franciscano, mal lazarillo del obispo Dávila, ironiza:

Creo que su Yltma. huviera subido siquiera à darle una vista, ya que no se determinase a hacer visita à alguno de aquellos señores de las siete ciudades, obispos también, aprender la lengua de los Godos, ser testigo de aqª felicisima Cristiandad, y hacerse Heroe en el Mundo por este descubrmto.232



Pero tal vez la comprensión de todo este entramado mítico-legendario sólo necesite una clave de lectura que nos permita apreciar cómo la isla de San Borondón es, vista con amplia perspectiva, un lugar fluctuante entre Europa y América que recogió primero todos aquellos materiales legendarios europeos que arrastraba la marea del mito en su desplazamiento hacia el suroeste, y luego, también, aquellos otros del reflujo que traía de regreso los mitos y leyendas transformados por la experiencia americana. Y esa clave americana, no suficientemente explorada, ya fue en buena medida vislumbrada por el lúcido Viera y Clavijo, cuando escribía:

¿Parecerá absurdo creer con el autor de la Historia General de Viajes, que todo el vago rumor de la isla de San Borondón, Antilla o de las siete ciudades, nació en el siglo XV, cuando empezaron a esparcirse los anuncios y primeras conjeturas de la historia de la América? (pág. 107).



Y tras referirse a los fracasados buscadores de esta isla concluía diciendo: «El tiempo sacrificaba todos estos a la fortuna de Cristóbal Colón» (pág. 109). Si bien esta conjetura puede parecer inexacta y exagerada, dado que las noticias sobre la isla de San Brandán se remontan al siglo XI y su identificación con las Canarias se produce en el XIII233, también es cierto que la proliferación de avistamientos y las expediciones se producen a partir del siglo XV. Es posible añadir que en el XVIII, cuando la exploración de América desalojaba la posibilidad de cualquier enclave mítico, San Borondón, vista entre brumas y celajes, funcionaba aún como isla utópica: como un anacrónico reducto donde, exiliadas por la razón y la experiencia empírica del espacio, se refugiaban y fundían viejas leyendas que aunaban mística y riqueza.

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Y así terminamos volviendo a Carrió y retomando su interrogante. ¿Por qué pregunta reiteradamente, con tanta reserva, «confidencialmente y bajo palabra de honor» por San Borondón? Esa fórmula era la que se imponía a cada uno de los declarantes que comparecían a testificar sobre la isla, según consta en los distintos expedientes, de modo que, tal vez, el recién nombrado Visitador ensayaba el papel de encuestador de testigos con el «salado contra-maestre».

Pero tal vez debamos regresar a los bolandistas y añadir un dato significativo: sus Acta Sanctorum, tan polémicas por la revisión de la hagiografía que proponían, fueron prohibidas tras fuertes presiones en 1770, tras haber sido denunciados sus autores a Roma y a la Inquisición española en 1683. En el Índice de libros prohibidos se incluyen entonces los tomos correspondientes a Marzo, Abril y Mayo (recordemos que la dissertatio sobre San Brandán pertenece al 16 de mayo). Además, un bolandista del siglo XVIII, Cuyper (o Cuperus), que trabajaba en España, fue reo de la Inquisición. Recordemos también que estas investigaciones bolandistas sobre las vidas de los santos fueron determinantes en la orden de expulsión y destierro de los jesuitas que firmó Carlos III, culminando así una persecución que ya había promovido desde el siglo XVII el obispo de Puebla234.

Evoquemos al viajero Carrió de la Vandera, oficialmente poco amigo de la Compañía de Jesús235, pero seguidor de Feijoo, conduciendo en 1767 a los jesuitas expulsados de América en el barco de guerra El Peruano. Los días de navegación por el Atlántico y el paso por las Islas Canarias tuvieron que suscitar la conversación sobre un tema entonces candente, en el que los jesuitas tenían buena parte como participantes en la polémica; y volvamos a su «Extracto del viaje...» redactado al regresar a América, cuando el Visitador anota haber «descubierto» dos islotes que no suelen aparecer en los mapas236. ¿Aspiraba a descubrir también San Borondón? No parecerá deliramenta imaginar que Carrió tenía noticias sobre los bolandistas y los sucesos recientes sobre San Borondón, y que estaba sensibilizado sobre la cuestión. Por lo tanto, la pregunta de Carrió sobre «la vagante isla», debe contextualizarse en el clima polémico descrito y, en particular, en el enigma que los denostados jesuitas intentaban desvelar esclareciendo viejas creencias. Entonces la pregunta sub sigillo secreti encubriría su curiosidad sobre un tema de resonancias supersticiosas para los «críticos», y heterodoxas para la mentalidad oficial. Y el dilema del Visitador radicaba, tal vez, en participar de ambas posiciones: de la ilustrada, por su formación y lecturas «modernas»; y de la oficial, por su cargo en la Administración española.

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Su curiosidad se enmarca en ese momento crucial de la historia de las ideas, cuando los «filósofos» del XVIII coinciden en denunciar las «licencias poéticas», el «teatro» o la «poesía» que contiene el saber tradicional. Pero, como hemos podido observar a través de los materiales de la polémica sobre San Borondón, en el siglo ilustrado lucha por persistir el mito en la mente de «vulgo» y «doctos», mientras una minoría juzgada heterodoxa lucha por la desmitificación. Por eso Viera y Clavijo declara que «la isla de San Borondón encantada vale más para nuestro vulgo que diez San Borondones descubiertas» (pág. 93). Y es que, como sus predecesores Feijoo y Matías Sánchez, Viera -no sin cierto desgarro- antepone a la ilusión literaria y supersticiosa, la lección dignificante del desengaño.

Tal vez la pregunta de Carrió sea, más allá de la curiosidad y la polémica, el símbolo de un enigma hermenéutico ante la ciencia y la «incertidumbre de la historia» por un lado, y la «fábula» y la penumbra mítico-poética de la «borondanga» por otro: dos caminos que entonces empiezan a bifurcarse entre las polémicas y los dolores de crecimiento de la razón moderna que, como advirtió Kant, luchaba por salir de su culpable minoría de edad.