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ArribaAbajoLa ciudad imposible: Ciudad de México

Ana Belén Caravaca Hernández



Universitat de València

Marco Polo describe un puente, piedra por piedra.

-¿Pero cuál es la piedra que sostiene el puente? Pregunta Kublai Kan.

-El puente no está sostenido por esta piedra o aquélla -responde Marco-, sino por la línea del arco que ellas forman.

-¿Por qué me hablas de las piedras? Lo único que me importa es el arco. Polo responde: -Sin piedras no hay arco.


Italo Calvino, Las ciudades invisibles                


La ciudad, amalgama de piedra, lugar privado de lugares, es el espacio de la emergencia y de la desaparición, de presencias veladas y desveladas a un tiempo, lugar que incorpora lo visible y lo invisible a golpes; mirar de soslayo la ciudad es como acceder a un orden invisible, a un atlas inmaterial que desvelara la silueta de esas ciudades que aún no tienen forma ni nombre. La materialidad de la ciudad esconde un ritmo de lo secreto, una línea de flotación de lo imaginario.

Tenochtitlan, la Gran Tenochtitlan200, la ciudad de los palacios es la ausencia posible sobre la que vive México D. F., la ciudad tentacular y mutante, un inmenso cuerpo múltiple, que paradójicamente integra el desierto201. Polis frente a megalópolis202, la ruina permanente   —142→   armada sobre las ruinas arcaicas (y desarmadas), sobre la destrucción de un imperio. Convocar a la Ciudad de México, doblemente emergente por lo que exhibe de su «ahora», de su presente, y de su pasado, es contar el lugar de la transcripción de un ruina, de una ciudad que obscenamente niega sus fronteras203, desde siempre, desde el origen, vinculadas a la violencia y al desastre.

Llanto. Novelas imposibles de la mexicana Carmen Boullosa y El desfile del amor de Sergio Pitol umbilican el cuerpo, en escena, en circulación permanente en el desastre, y sus imágenes de verdad, con la piedra, con la ciudad. Si la ciudad es la estructura anatómica de la arquitectura del ser hombre204, el lugar donde el sujeto se manifiesta como tal, entonces la cuestión nuclear sobre la ciudad tiene que ver con la interrogación sobre el sujeto. ¿Cuál es el espacio simbólico del sujeto, sujeto piedra o sujeto agua, como miniaturas y emblemas de la ciudad? Ésta será la cuestión que trataremos a continuación.

Llanto. Novelas imposibles cifra un sujeto que viola la discontinuidad temporal: Moctezuma, o como se le quiera nominar, el último de los «Tlatoani» mexicas, renace en la Ciudad de México de fin de siglo. Violencia en el tiempo del sujeto, pero especialmente en el espacio: «¿Dónde estamos, qué ciudad, Sevilla? pregunta el tlatoani»205. La resistencia al lugar es la topografía del sujeto: las mujeres que encuentran al Moctezuma recién parido en el D. F. lo pasean por los inciertos confines de la megalópolis y en sus ojos emerge el asombro, que lo obliga a reconstruir su horizonte de decir y de pensar. El texto puntúa, de este modo, cómo la Tenochtitlan mítica y la Ciudad de México tecnológica diseñan sujetos dispares. Sin embargo, este novelar imposible apunta un dato más: la desterritorialización de Moctezuma implica, como la de cualquier ciudadano, la vivencia de un exilio absoluto206, pero, como veremos, transformador: el cuerpo de Moctezuma, el único cuerpo armado en la ciudad, la transparenta, se sitúa más allá de las imágenes y los cuerpos que ésta irradia.

Novela bizarra, las diversas voces fragmentarias y resistentes que la escriben plantean el decir del mito frente a su negación. Y es la ciudad, su nombre, la que deviene el objeto mítico: Tenochtitlan, la primitiva ciudad, la borrada, es el lugar de la fusión del sujeto y de la ley, del yo nominado y de la ciudad borrada: «Él (Moctezuma) es la Gran Tenochtitlan» se nos dice en el texto. El sujeto es el yo sagrado y nada tiene que ver con el yo geométrico, espacial, de la megalópolis. Moctezuma es la patria, el recinto sagrado,   —143→   el que inventa a los otros y su Orden: «a ti te rendimos tributo porque a ti debemos el orden que nos protege; una sola palabra tuya coloca las partes de nuestros cuerpos confusos en su lugar y dejamos de rodar por la colina. No podemos inventarnos sin ti, y las paredes de nuestras casas se desploman como si fueran arena y nuestros pechos se deshacen como si fueran de arena y nosotros mismos somos barridos» (pág. 93), dice otra voz de Llanto.

El ordenador de la polis es el que incorpora, el que construye su cuerpo con los cuerpos y las imágenes de los otros, de sus hijos. Identidad teleológica la suya: ser el nombre que se coloca por encima de la discontinuidad entre los cuerpos y los objetos, ser sujeto y ser ciudad. Mientras se puede ser sujeto, se puede ser ciudad.

En realidad, esta voz, coaguladora de las que confinan sus límites identitarios en Moctezuma es el discurso permanente del objeto: el discurso de la dependencia: «Persona se disolvió. Cosa no se disolvió: cosa necesitó del mundo, como un perro faldero se agarró a quienes las miraban. Así son siempre las cosas: dependientes, aferradas, los animales domésticos del universo que no pueden subsistir sin casa y comida puestas sin su esfuerzo» (pág. 109). Lo que plantea este discurso mítico es la posibilidad de un sujeto garante, ordenador y fundador del resto de discursos, vinculantes con el objeto.

Pero Moctezuma, el imprescindible para el mantenimiento de la cosmogonía a la que sustentaba y de la que formaba parte ha muerto: «Tenochtitlan ha muerto y su memoria es confusa»: el ser-Hombre («porque él no es un 'indio', un mexica, no tiene raza ni patria. Él es un hombre que mira el fin del Hombre», pág. 39) y el ser-ciudad se han borrado y su escritura es imposible, como puntúa, desde el título Llanto. Novelas imposibles.

Sintetizando, diríamos que el tlatoani mexica es el cuerpo ceremonial que asume el rito de unificar la fragmentariedad de los individuos y objetos que están, desde y para siempre, tras de sí. Es el ser que libera a los otros de mirarse en el espejo de sí mismos, el regidor de la polis207.

Sin embargo, Moctezuma, reverso de la biografía del escritor que a modo de epitafio nos cuenta Blanchot («murió, vivió, murió»), nace («Si nacer es eso, retornar», pág. 13), como ya hemos dicho, lo pare la misma tierra a la que una vez él le dio nombre y le dio ser: «Moctezuma había llegado, había aparecido en el Parque Hundido, ahí estaba de vuelta el Tlatoani de cuerpo entero» (pág. 35).

Recién parido en la megalópolis es un figura de museo, un cuerpo decorativo, que convierte en débiles parodias a los indios disfrazados de mito que danzan en las plazas de las ciudades mexicanas. El yo-ley, el imprescindible, ocupa en un jardín de la Ciudad de México un lugar museico: en el paisaje urbano, constituido por imágenes intertextuales208, el Tlatoani parece uno más de los elementos disímiles que se mezclan y configuran la ciudad («¿a quién vieron, si por ahí corrían tantas imágenes?», pág. 47). Y es esa transformación en imagen para la estructura urbana, «acostado en el pasto cortado a ras del piso», lo que lo vuelve no definible, ejerciendo de parangón con la propia escritura, violenta a expensas de su fuerza parceladora.

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Y es este tránsito el que marca el texto: el sujeto-uno, indivisible, retorna en la megalópolis, marcada por el destino de la numerosidad, en el círculo múltiple desprovisto de centro, «de la ciudad jamás habitada en la tierra a donde ahora está la ciudad más poblada de la historia de la tierra...», nace como objeto, destino de las miradas. Su cuerpo y sus atributos de Tlatoani son lo mismo, están, aparentemente, indiferenciados.

«No tengo cuerpo, sino síntomas»: es el lema que vincula a las tres mujeres que se encuentran con Moctezuma en el Parque Hundido. Y así, sin cuerpo garante, adhiriéndose su identidad a cualquier lugar del paisaje urbano, es como descubren las tres amigas, el Gran Descubrimiento, a Moctezuma tirado en la tierra, con el cuerpo deshecho, pero con sus atributos de emperador. Sobre lo que incide esta asunción de la ausencia del cuerpo, como límite seguro y diferenciador del espacio, es cómo desde ella dibuja el texto la identidad de los sujetos urbanos.

La textualidad bascula, señalando la oscilación entre el cuerpo nuevo, objetual, y los urbanos, fragmentados y confusos. La paradoja que plantea Llanto es cómo ese cuerpo recién venido, que es visto como un objeto de boudoir, en principio, es el único capaz de in-corporar, frente a los sujetos urbanos, que respecto de él devienen incorporados: «lo vi y me olvidé de mí», dice Laura, la mujer que lo inicia en los ritos metropolitanos, la madre nutricia y la amante, su propio reverso. Laura recompondrá su lenguaje arcaico y su cuerpo destruido, pero tomará cuerpo sólido en el contacto con Moctezuma.

Lo que nos interesa realzar es la transformación en el sujeto sin tiempo: él como los yoes habitantes de la Ciudad de México, se disuelve, se anega en llanto: «Sin nombrar nada, él miró: sus pupilas se habían vuelto huecos de la impresión. Si alguien lo hubiera mirado a los ojos, no hubiera podido comprender tanta sorpresa atónita de golpe, el hoyo que había formado en la mirada el asombro. Él no pudo contenerse y estalló en llanto» (pág. 53): podía, desde un yo homogéneo, inventar a sus súbditos, pero se inventó el llanto para no ver lo que tenía delante, se licuaba para no tener que inventar su referente, su ciudad: México y no Tenochtitlan. El movimiento entre la polis y la megalópolis se hace un camino de ida y vuelta: el «ahora» de ésta es como un desgarro de la inmóvil polis, del sujeto ordenado. Pero, al mismo tiempo, el sujeto que ha tenido que desenterrar su yo, se licua ante el espectáculo indigerible de la ciudad expandida. Sobre la ciudad borrada un yo de agua, de llanto. En Tenochtitlan fue el yo de piedra, el cimiento del cielo: «la palabra de Moctezuma es dicha para poner el orden en los cimientos del cielo [...] la ciudad, que es, sí, el cimiento del cielo» (pág. 26).

Sin embargo, los sujetos de la ciudad, escindidos, los sujetos imágenes puras, que viven desconociendo la línea de flotación invisible de su ciudad, toman cuerpo, como ancestralmente lo hicieron los súbditos de Tenochtitlan en Moctezuma. Esta incorporación se evidencia especialmente en Laura; ella arrastra en su vida un cuerpo lastrante. Sin embargo, fundida con él, alcanzará cuerpo total y, paradójicamente, se disolverá: «todo sin memoria, sin ciudad... sin piedra».

En este trabajo sobre Llanto nos hemos centrado exclusivamente en la articulación de las relaciones sujeto-ciudad, convertidas en imposibles desde el texto. Sin embargo, decir el espacio convoca, en realidad, al texto imposible: violencia en la Historia, cúmulo ahora de imágenes escindidas, la novela, repetición compulsivo-denegadora, y el cuerpo, una extensión más del paisaje urbano. Si Moctezuma es un arrancado, un sujeto violentado en la megalópolis, también lo son las Novelas imposibles, textos-voces parceladores e inestables (no-fijos).

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El desfile del amor de Sergio Pitol

El problema del sujeto en la urbe, constantemente apuntado en Llanto, es nuclear en El desfile del amor209.

Ciudad de México: un historiador, Miguel del Solar, pretende desvelar la autoría de un crimen cometido años atrás, intentando ajustar sujeto y acción, como si de un devenir se tratara. La fábula pseudodetectivesca toma forma alrededor de Minerva, la antigua casa común, tanto al historiador como al resto de sujetos implicados. Soslayaremos el cincelado de la trama y los hilos conductores de la misteriosa historia que se nos cuenta.

En la trama el relieve lo asume la casa, Minerva, el lugar donde se busca un sentido, donde se diseñan sujetos confusos, que coagulan el destino de la ciudad: lo numeroso. El edificio es el microcosmos que puntúa a la ciudad y sus metamorfosis y metástasis, su origen primigenio: «Aquel edificio de muros gangrenados, el Minerva, no era ni la sombra del que había conocido. Le faltaba pintura, carecía de dignidad; su excentricidad se mezclaba con la miseria, categorías que jamás juntas funcionan bien» (pág. 26). La casa es, entonces, el universo proyectivo de la ruina de la ciudad, objeto especular del propio sujeto. Si, como plantea Giuseppe Zarone, el hombre es un «ser para habitar», entonces el sujeto no puede escapar de su cuerpo geométrico y topográfico.

Sin embargo, ¿qué sucede con el espacio de la casa, si éste es ya la miniatura, la pantalla del afuera, la ciudad (la pantalla de la pantalla)? Minerva es la expresión de la ruptura entre lo privado y lo público, de la constatación de que no existe ya un afuera para el sujeto: carcomida su ciudad, su casa, él mismo. La indiferenciación, la confusión ha tomado cuerpo. De alguna manera, es el reverso de la identidad Moctezuma-Tenochtitlan que planteábamos anteriormente: Él es la Gran Tenochtitlan. Nadie es Ciudad de México.

La reflexión que en torno a esta cuestión plantea la novela parte de la búsqueda de un sentido: el «sentido» es un índice espacial que se confunde con el edificio Minerva. Espacio y sentido son el magma del texto: el diseño de ambos apunta al mismo lugar. La casa es, fundamentalmente, el lugar que funciona como principio y fin del habitar, la condición misma de la ciudad. Sentido es, por esto, y como el sujeto, siempre espacialidad, orden geométrico que delimita una trama de relaciones. Por tanto, es en Minerva donde se desestabiliza, al unísono, la identidad y el sentido, negando la continuidad entre los individuos, sus espacios y sus conductas. Frente a la ciudad ordenada por un demiurgo, espacio de sentidos continuos, la que en la miniatura de un viejo edificio plantea la fragmentariedad, la discontinuidad del ser y del sentido.

La homogeneidad del espacio sucumbe a la fragmentariedad, a la multiplicidad de posibles. Por ello, los testimonios de los sujetos investigados por el historiador no son más que la suma de discursos que se niegan, apuntalados por la amnesia. El orden de lo privado pertenece, ahora, a un discurso de la negación, producido por un sujeto resistente. La ciudad, lugar ahora sin lugares, ya no permite la ocultación inmanente, es un haz continuo de imágenes en superficie, que instituye sujetos licuantes. Frente al sujeto objetuado que implora a Moctezuma que lo inventara, que le diera cuerpo, los yoes negadores, que poseen dominio sobre su decir: el historiador, la autoridad que pregunta a los antiguos habitantes de Minerva sobre el asesinato, obtiene como respuesta constante   —146→   la celebración de la fábula, un discurso resistente a la autoridad. Ese dominio sobre el decir implica la presencia del simulacro: todos se resisten mintiendo: Eduviges Briones, Delfina Uribe, Emina Werfel y Balmorán, testigos del asesinato, convierten sus discursos en «novelas imposibles», en trazos discontinuos: «Un elemento de artificialidad desmedida hacía intolerables sus monólogos» (pág. 116).

El sentido es índice del paisaje urbano, porque al igual que la ciudad, se reenvía210 constantemente, siempre hay una ulterior diferencia, la clausura, el límite se vuelve siempre insostenible. La apertura, la caída de la noción de frontera, es el marcador del lugar.

Sin embargo, en la novela se da un paso más: el planteamiento de la ciudad como estructura únicamente cosificada, sin armonía invisible, origina sujetos cosificados, retazos de los espacios muertos: «¿Conoce su casa en San Ángel? Una especie de mausoleo. Espacios gélidos a tono con el fiambre en que se ha convertido. Había allí cuatro o cinco personas que olían igual que ella, a cadaverina» (pág. 126): es el sujeto-cosa, el sujeto muerto. La identidad no deja lugar a dudas: «Soy de palo. No sé, no veo, no oigo» (pág. 121). Si la novela se escribe como un drama clásico, elevando el disfraz a la categoría de identidad, resulta que paradójicamente lo que plantea en último extremo es la remitencia identitaria entre sujeto y objeto, entre hombre y ciudad. Va más allá de la suplantación de personalidades, de nombres falsos y biografías ficticias que exhibe. No sólo se muestra la máscara, sino que se la objetualiza.

En síntesis, Minerva es el síntoma de la ciudad: en sus cascotes intenta Del Solar leer las huellas de lo inmóvil en la casa, el fondo arquetípico de la vida, la escritura elemental del sentido atada a las piedras de un edificio desgastado por el tiempo. Las piedras de Minerva sobrepasan la imagen de la muerte (del asesinato en torno al que gira toda la trama de la novela), perpetuando la imposibilidad del sentido, que es la del espacio y que se reenvía constantemente. La casa, como índice de sujetos posibles, es la negadora de la posibilidad de los sujetos significantes y los significados. Al sujeto topográfico le supera el mismo topos.

El yo de la ciudad, a partir de la mirada sobre Llanto y El desfile del amor se exhibe como despojado: a la ciudad ruinosa un yo de ruina y de amnesia.