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ArribaAbajoFicciones urbanas. La narrativa policial en la Argentina

Elisa T. Calabrese



CELEHIS (Centro de Letras Hispanoamericanas)


UNMDP (Universidad Nacional de Mar del Plata)

Un punto de llegada, no de partida: la utopía de la isla posible; una de las imágenes más frecuentes desde los comienzos de la literatura americana, y también la ciudad como isla. En este trabajo, nunca se llegará a la utópica isla, por el contrario, nos proponemos mostrar en una rápida recorrida por el enigma, cómo la narrativa del período que nos interesa -años duros en la Argentina de entre los últimos setentas y los ochentas- despliega ficciones urbanas donde la ciudad-isla se parece más a una prisión de alta seguridad como fue Alcatraz, que a la visión paradisíaca del Edén que justificaba el apelativo de «Afortunadas» para las bellas Canarias.

Si el enigma es un no saber, o un saber oculto que incita a su descubrimiento, se nos ofrecen opciones; si se quiere o no develarlo, o la tensión entre el interés, provocado por la curiosidad y la conveniencia de investigar; opciones que muchas veces conducen a un callejón sin salida, otras, a la muerte o al laberinto de un conocimiento cuya oscuridad es más temible que la inicial. Es evidente que estamos hablando de una narrativa que suele conocerse en la literatura con un nombre genérico: el policial.

Recordemos las clásicas demarcaciones territoriales en este campo, hechas en función de ciertas estructuras narrativas que distribuyen las tipologías del género, así la novela-problema; el policial de intriga o suspenso; el thriller o relato de acción y aventuras criminales y el policial negro, duro o hard-boiled. Tales categorizaciones se fundan en características de la trama, los personajes, las situaciones y las remisiones al referente extratextual, lo social, pero hay consenso en agrupar estos relatos en dos grandes grupos: el policial clásico, de filiación inglesa y el negro, propio de los maestros norteamericanos del género.

Importa señalar en este mapa algunos puntos que no son entre sí homólogos, pero que generan modos de lectura y por lo tanto, construyen un cierto imaginario intertextual   —134→   que, a su vez, modifica los criterios críticos y las poéticas actuantes, y hace posible así la emergencia de ciertas producciones. Para iniciar uno de los hitos, tendremos que regresar al omnipresente nombre de Borges y a sus preferencias de lector, tan ingeniosas y convincentes cuanto arbitrarias y hedónicas. Historia universal de la infamia aparece en 1935 y es una suerte de reivindicación de la literatura construida con materiales deleznables y considerada «menor»; relatos más emparentados con la crónica de un periodismo sensacionalista para su época y considerados literatura de entretenimiento banal -relatos de aventuras, bandidos y outlaws- que, además de exhibir la ironía característica de Borges, son, como siempre, una postulación de su poética, sus aficiones de lector, sus opiniones críticas y sus ideas del momento sobre literatura. En efecto, para entonces, molestaba muchísimo a Borges -muy probablemente por la influencia de Macedonio Fernández y su teoría del belarte, que rechazaba tanto el asunto y la trama cuanto el personaje- la hegemonía de la novela realista y psicológica, ya que tanto para su maestro, Macedonio, como para el propio Borges, la escritura y lo real son dos órdenes que no tienen nada que ver, por lo menos directamente.

Como respuesta al realismo, nada mejor que la narración de aventuras; contra la morosidad de la novela y su exploración del mundo subjetivo, el rigor de la narración breve cuya estructura lógica es perfecta y desconoce las caóticas intromisiones que configuran los acontecimientos del mundo real. Por eso, la reivindicación del policial-problema, donde el razonamiento y la abducción, «el orden y la medida» son constituyentes de la historia narrada194. Independientemente de que Borges, en sus últimos años, haya modificado su sobrevaloración del género, considerándolo agotado, no cambió su desdén por el policial negro, donde la violencia, el lenguaje vulgar, las escenas de sexo y las motivaciones económicas son fundamentales. Sin embargo, ambas líneas se cruzarán en los textos de los autores «duros» de la década que tratamos.


La ciudad como tablero de un ajedrez mortal

Es en este contexto donde leemos «La muerte y la brújula», el afamado relato que constituye el paradigma del policial en el sentido de las opiniones borgeanas, del ideal del rigor ajedrecístico. Es aparentemente paradojal, dada la abstracción intelectual de la trama, que el escritor confesara que lo había soñado íntegramente y que lo «transcribió» al despertar, si bien esta declaración tiene lugar en otro contexto de sus opiniones críticas, según el cual pretende demostrar que no es el color local deliberadamente buscado lo que da sabor «nacional» a la escritura, sino lo que se desliza imperceptiblemente en ella. Así, en este cuento, el «olor de los eucaliptos» que remite a la quinta Triste-le Roy, en Adrogué, o la irónica descripción del edificio de departamentos donde fue alojado el rabino Jarmolinsky, la primera víctima de los asesinatos en serie desencadenados sobre la ciudad a orillas del río «color de león»; una ciudad geométricamente afantasmada, pero, sin embargo, obviamente reconocible como Buenos Aires.

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Desde la lectura que proponemos, los constituyentes estructurales del cuento muestran cómo Borges trabaja al margen de las fronteras del género, en una parodia que es un homenaje, no una burla, pese a los rasgos irónicos del estilo. Es así que la trampa que Red Scarlach, el criminal, urde para el detective Lönrot (personajes que, como es frecuente en el juego entre el perseguidor y el perseguido, son dobles antagónicamente simétricos; sus nombres significan «rojo» en dos lenguas distintas) es un juego de ingenio. El verosímil que se construye opera more geometrico, pese al móvil de venganza que, al final, justifica mínimamente las acciones; ambos antagonistas realizan sus movimientos en una ciudad-tablero; los saberes que maneja Scarlach, pistolero suburbano a las órdenes de «un caudillo barcelonés», como la cábala, el latín, serían inconcebibles para una pretensión mínimamente realista en la construcción del personaje.




Nombres fundantes

Siguiendo esta trayectoria genealógica, tendremos que señalar el nombre de Rodolfo Walsh, por varios motivos. El primero de ellos hace a su tarea de antólogo, cuando reúne, en 1953, la primera muestra de narraciones policiales argentinas, cuyo prólogo es un lúcido estudio crítico que sintetiza muy bien las características intelectuales del enigma en la novela-problema; en segundo lugar, hay que incluir también la producción cuentística del escritor, quien en ese mismo año publica Variaciones en rojo, cuyo mismo título señala la huella de la vertiente «clásica», inglesa, del género, dada la obvia connotación a Conan Doyle y el inolvidable Sherlock Holmes del Estudio en escarlata. Parece evidente, entonces, que desde las dos prácticas de escritura, la de autor y la de antólogo, Walsh privilegia la novela problema, otro tanto cabe decir respecto de su opinión crítica acerca de «La muerte y la brújula». Aparecería así «el primer Walsh», con una incidencia importante en los procesos de escritura-lectura del policial clásico y en la divulgación del género. Es una estimación casi unánime de la crítica, la de juzgar que esa protohistoria walshiana es un período con el cual el escritor cortará radicalmente, luego de su giro político personal y en su práctica como periodista, hacia otra zona de la escritura, el periodismo de investigación. Surgiría así el segundo y definitivo Walsh, fundador de la non-fiction novel, cuyo inicio es Operación masacre, de 1957, donde el compromiso militante desplazaría definitivamente los ejercicios de escritura de sus primeras publicaciones195. Coincidimos con Lafforgue y Rivera, al dar cuenta de la vinculación de la primera producción de Walsh con la segunda, no sólo como aprendizaje necesario para su escritura posterior, sino también porque la retórica y estrategias del discurso de la «investigación» no están ausentes, sino reelaboradas en sus novelas de no-ficción196. Hay que agregar, por otra parte, las traducciones de Chandler y otros autores de la serie negra, que hace para la colección homónima dirigida por Ricardo Piglia.

Y aparece, entonces, el otro nombre fundamental para la mirada que tratamos de abrir sobre el horizonte del enigma, porque no podríamos eludir los movimientos que Piglia   —136→   provoca en las poéticas posteriores, tanto con sus obras de ficción como con sus ensayos críticos. En relación con el tema que nos interesa, tendríamos que marcar varios datos: el más evidente, que Piglia impulsa y dirige la colección denominada Serie Negra, en la editorial Tiempo Contemporáneo, en 1969, donde se privilegia precisamente la policial negra. Con ello no sólo se difunde esa vertiente en muy buenas traducciones, sino que se genera una posibilidad de lectura que fructificará en relatos de los escritores argentinos como Martini, Martelli, Tizziani, Soriano, Feinmann, Sasturian y muchos otros, y este propósito revela una poética y una política de la literatura de las cuales Piglia es plenamente consciente. En segundo lugar, recordaremos que uno de sus primeros textos, de 1975, «La loca y el relato del crimen», tiene al policial como matriz genérica, y también que en sus producciones mayores, novelas como Respiración artificial y La ciudad ausente, lo «policial» -y aquí las comillas son obligatorias- no es simplemente un «elemento» accesorio, un resto o agregado, sino un constituyente esencial de la escritura, especialmente en dos núcleos de significación; la investigación como matriz de la historia y la atmósfera paranoica197.




Paranoia, terror y criminalidad

Nos interesará, así, leer algunas novelas de Juan Carlos Martelli, Juan Martini, José Pablo Feinmann y Juan Sasturian, exponentes representativos de la novela «negra», que, según el lugar común de la crítica, son, además, «otra cosa», cosa que no puede ser más que un enigma resistente a la interpretación, donde puede leerse la paranoia, la inminencia de la persecución y la criminalidad del poder, características del terrorismo de Estado durante la dictadura del llamado Proceso Militar, presente en el período en que fueron escritas o aún muy fresco en los primeros años en que se inicia la recuperación de la democracia en Argentina y donde el espacio ciudadano también metaforiza los rasgos opresivos de una prisión.

En la novela El Cabeza, de Juan Carlos Martelli, publicada en 1977, es perceptible cómo, debajo de la trama de un policial de acción y aventuras cuyo escenario temático es el de varias organizaciones delictivas (en esa época aún no aparecía vulgarizada la nominación carteles) dedicadas al contrabando y tráfico en un amplio espectro -desde el más tradicional del ganado y los cereales, al más internacional de drogas pesadas y armas-, se despliega una reflexión sobre el poder. En El Cabeza, así como ocurría en su novela de 1973, Los tigres de la memoria, la escritura se desvía de los típicos rasgos del policial negro. Esto se nota particularmente en la construcción del personaje, ya que el discurso   —137→   está focalizado en él; este protagonista, de estirpe arltiana, que ha elegido, por una suerte de anarquismo intelectual, vivir al margen, es un híbrido de cínico y romántico.

El enigma emerge como la pregunta implícita sobre el futuro de una sociedad donde todo valor humano de solidaridad y lealtad -lazos que constituyen los nudos de la red social- tiende a desaparecer. La trama de El Cabeza abunda aún más que su predecesora, en las escenas de violencia, acción y sexo, la traición -nuevamente la sombra de Arlt- aparece no solamente como motivador episódico debido al interés económico, sino como una suerte de constituyente ex nihilo de la condición humana. El mundo de referencia: las orga, palabra de la jerga por organizaciones, conforma una red muy amplia, que concretamente involucra el mundo de la política y las instituciones sociales del «orden», la policía y la gendarmería. Por su parte, los espacios de la ciudad son por lo general, «aguantaderos», oscuros agujeros donde esconderse y los amplios espacios rurales configuran la utopía de una vida bárbara, más afín con el deseo de regresar a los tiempos de los caudillos luchadores y violentos, que aparecen como imágenes límpidas en contraste con la abstracción de la red de poder que atraviesa la ciudad.

La compleja guerra de mafias en las que el Cabeza ocupa un lugar relevante, es también así el conflicto violento entre dos modos de vida que prefiguran cambios sociales posteriores, emergentes en la omnipresencia del mercado en los años 90, ya que se enfrentan dos modos de producción en el corazón del delito: la pequeña empresa nacional y las corporaciones internacionales, más burocráticas y también más despiadadas, lejanas a ese heroísmo peculiar que por afán romántico y deseo de libertad individual, lo ha llevado al mundo marginal.

La lucha del Cabeza está, de antemano, condenada al fracaso; prueba de ello es que, después de haber ganado la guerra gracias a su talento y creatividad estratégica, es asesinado por su segundo, el Tano, su hombre más fiel y confiable, porque a último momento se vuelca a favor de un grupo de guerrilleros a quienes está vendiendo armas y les dona el dinero, excepto la parte que le corresponde. Hay así, en la novela, un atisbo utópico: la utopía del Cabeza es el retiro, figurado en la fantasía de una isla griega donde podría retomar los únicos momentos de felicidad que conoció: una felicidad casi biológica, del dejarse vivir en una libertad absoluta que sólo responde a los imperativos de las necesidades inmediatas. Hay, también, en el panorama desolador de la sociedad, donde no hay nada que se salve, ni las instituciones, ni la política, un componente rescatable en la aparición de ese negocio final de venta de armas que se llama «operación roja». Pero, el resto es fracaso y así como el Cabeza no puede retirarse, porque nadie puede salir de la orga, posiblemente nadie pueda vivir en un sueño individual, al margen de las redes del poder.

José Pablo Feinmann es filósofo, periodista, ensayista y narrador. Mencionamos esta actividad diversificada, porque da cuenta de una preocupación común que atraviesa todos los modos de escritura que Feinmann ejercita, vinculados con una trayectoria de militancia política. Las novelas de Feinmann que se vinculan directamente con nuestro tema son Últimos días de la víctima, de 1979 y Ni el tiro del final, de 1981, título tomado de una letra de tango, «ni el tiro del final te va a salir», connotando al protagonista, un fracasado, un looser, que ha perdido todo horizonte valorativo para su vida.

El propio escritor establece, en un ensayo crítico, vínculos estrechos entre sus narraciones, así como las de otros escritores del momento, y la existencia del Estado policial   —138→   en el terror dictatorial, por lo que estas novelas propician una lectura política198. La recorrida argumental que despliega el ensayo, parte de los protagonistas de la narrativa policial clásica y de la negra, señalando sus diferencias (el detective aficionado frente a la institución policial), mientras sostiene que, en el caso de la serie argentina, no hay policías ni detectives; el clima que se genera en ellas es la réplica del Estado policial: la generalizada atmósfera de la inminencia difusa pero constante de la muerte, generadora de un estado de paranoia social.

Y, en efecto, en Últimos días... el enigma está fundado en la falta de claves interpretativas de la trama, ya que un asesino profesional, Mendizábal, recibe el encargo de eliminar a un tal Külpe, pero nada sabremos de los motivos ni de quién o quiénes son responsables de esta decisión; simplemente asistimos a la escena donde recibe sus instrucciones por parte del Hombre Importante, flanqueado por su lugarteniente, Peña. Que el Hombre Importante esté nominado de modo obviamente emblemático, es una marca del enigma que se vivía socialmente, la encarnación de la paranoia, por cuanto quienes manejaban a los asesinos están en el centro del poder. Interesa señalar que la lógica narrativa exhibe el trabajo de reescritura de un relato borgeano, «El muerto». Allí, era el ambicioso Benjamín Otálora, compadrito que asciende a contrabandista y que pretende sustituir a quien encarna el poder, Azevedo Bandeira, sin saber que está condenado desde el comienzo, hasta que lo comprende en el momento de su ejecución a manos del «capanga» de Bandeira. Aquí, también hay un juego de equívocos, situaciones obsesivas, con escenas de espejos invertidos: la víctima no era Külpe, sino su presunto matador, Mendizábal. No sabremos nunca por qué; así como nadie sabía, en esa época, por qué ni cómo se lo había condenado199. En el relato borgeano, destacamos la geométrica abstracción de la ciudad; pero, si observamos la reescritura, posterior en más de treinta años, de Últimos días..., podremos advertir las marcas diferenciales: mientras que en La muerte y la brújula, la ciudad-tablero constituía una metáfora de la ironía y el rigor intelectual en la parodia del policial de enigma, aquí es una obsesiva y angustiosa telaraña kafkiana que muestra los síntomas de lo siniestro freudiano. En efecto, la descripción de lo familiar, como en las pesadillas, aparece teñida de una diferencia no por sutil menos ominosa.

En la década de los setenta, aparece la primera novela policial de Juan Martini, El agua en los pulmones (1973), seguida, al año siguiente, de Los asesinos las prefieren rubias, texto éste último, donde la remisión intertextual al cine es determinante y donde la escritura trabaja parodiando las estrategias discursivas características del policial negro, provocando un efecto de «distancia» en la mirada, que intensifica la ficcionalidad de la trama y los personajes, a la vez que hibrida el humor, la parodia de los estereotipos del cine y un clima donde se preanuncia la atmósfera exasperadamente paranoica de sus novelas posteriores.

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Cuando el escritor se traslada a Barcelona, en 1975, dirige la serie Novela Negra de la colección Libro Amigo de editorial Bruguera, donde aparecerá su novela premiada, El cerco, en 1977, aunque estaba ya escrita antes del exilio. Las estrategias del discurso cruzan las modalidades de la escueta escritura «blanca», propia del policial duro, con la mirada distante, de cámara fotográfica, que alternativamente enfoca escenas y objetos con técnica objetivista. A la pregunta de qué se narra, podría responderse: el miedo. El señor Stein, hombre rico y poderoso, vinculado al poder político (aunque, ¿cuál era éste, verdaderamente, en la Argentina de la Triple A, y de los atentados constantes?) tiene todos los resortes de seguridad imaginables. Sin embargo, «ellos» (¿quiénes?) están allí: en su casa, en su oficina, en su intimidad, como se ve por la foto que le han tomado mientras se afeitaba. El cerco se va estrechando hasta que, al final, el señor Stein se sienta a esperar la muerte. La cerrazón de los espacios, aún cuando las escenas transcurran en exteriores, es notable: por ejemplo, el señor Stein viaja en su auto, pero rodeado de custodias, detrás de vidrios oscuros. La mansión en que vive, su oficina y otros interiores son lujosísimos, pero desolados. La calle, la ciudad, es un espacio peligroso e ignoto, donde reinan «ellos», y el cerco consiste en un progresivo incremento de una paradójica clausura: la invasión, por parte de ese exterior incognoscible hacia el adentro; hacia la casa, la familia y la intimidad del cercado. Así, el mismo título es una ominosa parábola del enigma de un momento histórico en que se podía morir por cualquier causa, y de una sociedad signada por la paranoia.

Este trayecto de lecturas ha sido demasiado breve, aún así aspiramos a que haya dejado ver cómo en la narrativa de enigma, más allá de los marcos genéricos, la ciudad-isla también metaforiza el espacio social: lo abierto está también cerrado, si hay utopía, como en una de las novelas que consideramos, El cabeza, se instala sólo en el espacio del sueño, del delirio y de la muerte.