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ArribaAbajo«La tercera margen del río», de João Guimarães Rosa

Francisco José López Alfonso



Universitat de València

Una imagen tan grandiosa como desesperada se fija en la memoria después de la lectura de «La tercera margen del río» de João Guimarães Rosa: la de un hombre en una canoa en mitad del río, donde en absoluto silencio resiste «por todas las semanas, y meses, y los años, sin hacer de cuenta del irse del vivir» (40)579. Pero no será este nuevo Robinson, para el que ya nunca será viernes, quien cuente su historia. Como en el Libro de Jonás, el melancólico relato está contado desde el exterior de esa soledad. Es uno de sus hijos, enfermo de un constante sentimiento de pérdida, el que intenta darle un sentido.

Todo empezó tiempo atrás, en la maraña de la niñez, cuando el padre -«NUESTRO PADRE», dice el relato- encargó construir una canoa apenas para un hombre. Sin motivos conocidos, sin explicaciones, sin júbilo ni inquietud, el padre subió a ella y abandonó a la familia.

Nuestro padre no volvió. No se había ido a parte alguna. Sólo ejecutaba la invención de permanecerse en aquellos espacios del río, del medio a la mitad, siempre dentro de la barca, para no saltar de ella, nunca más (40).



Vecinos y familiares conjeturaron razones para tan escandaloso proceder; supusieron, erróneamente, que al carecer de víveres volvería pronto a casa o se marcharía de una vez. Y la madre intentó en vano hacerlo regresar; primero, con la ayuda de un sacerdote y, después, de soldados.

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La ausencia física, como si de un duelo se tratara, hizo que su presencia emotiva y mental resultara más pregnante. Pasó el tiempo y los hijos crecieron. La hija se casó, pero no hubo fiesta. Tuvo un hijo y quiso mostrárselo al padre, pero éste no apareció. La hija se marchó a vivir lejos y cuando la madre envejeció se fue con ella. El otro hermano también se mudó a la ciudad. Sólo el narrador permaneció a la orilla del río, convencido, sin saber por qué, de que su padre lo necesitaba.

Achacoso por el paso de los años, un día tiene la idea de sustituir al padre en la canoa. A gritos, después de esperar que apareciera, la comunica y el padre concuerda. Pero la obligación es demasiado grande y el hijo huye aterrorizado.

Ahora ya es tarde, pero, al menos cuando muera, quiere que depositen su cuerpo «también en una canoíta de nada, en esa agua, que no para, de largas orillas: y yo, río abajo, río afuera, río adentro- el río» (41).

A semejanza de Riobaldo, el narrador y protagonista de Grande Sertão: Veredas, el hijo cuenta para intentar comprender, el sentido de lo que vivió. Pero aquí, a diferencia de la novela y de otros relatos de Guimarães Rosa, no existe una situación dialogal. Y sin embargo, el monólogo requiere un secreto oyente, dado el tono confidencial del lenguaje. Y ése no puede ser otro que el propio padre. El discurso trata de él y en él se lamenta de aquello que no pudo lamentar sobre su pecho. Corroído por la culpa, una culpa anterior a la negativa a ocupar su lugar en la canoa -«¿Qué era de lo que yo tenía tanta, pero tanta culpa?» (41)-, una culpa nacida de la incomprensión del abandono, como si pensara: «si nos hizo esto, si me castigó así, alguna falta muy grave hube de cometer», el relato de lo vivido se convierte en confesión, cuyo destinatario ideal es el padre, no el Pater Familias que manda con autoridad en el seno familiar sino el personaje evangélico que corre al encuentro del hijo pródigo. Y es también una pregunta por la identidad, y no sólo por la paterna.

Pero la confesión, callada súplica que tranquilice la conciencia, es simultáneamente un acto acusatorio. Como sentencia el Riobaldo de Grande Sertão: Veredas: «[...] este mundo é muito misturado...»580. Sin duda, el narrador estaba tiernamente ligado a su padre por un intenso amor, como testimonia la dolorosa melancolía por la ausencia: «Soy hombre de tristes palabras» (41), dice. Pero la relación no entrañaba únicamente amor, sino que se movía bajo el signo de la ambivalencia. Había también, hay también temor y odio. Un quejido atraviesa todo el relato como un suspiro: «¿por qué haces eso?, ¿quieres hacernos infelices?». El gesto imperial del padre le resulta tan incomprensible como su total insensibilidad con respecto al daño que causaba. Su negativa a dar explicaciones, a discutir algo que lo contrariase -como quizá las posibles diferencias de temperamento con su mujer sugeridas al inicio del relato: «[ÉI]Rete quieto. Nuestra madre era quien ejercía, y que refunfuñaba a diario con uno -mi mana, mi mano y yo» (40)- revela su temperamento señorial. Pero esto último no impide sus incansables reproches, porque, como las sirenas de Kafka, cuenta con un arma más terrible que su canto, esto es, con su silencio. Es así como retiene, como reprime de por vida a su hijo. En realidad, resulta como en ese juego de niños, en el que uno sujeta la mano del otro, incluso la aprieta, mientras al mismo tiempo grita: «Pero vete, vete; pero ¿por qué no te vas?».

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La búsqueda obsesiva de un significado para la despreocupación narcisista del padre, para ese comportamiento no racional e igualmente ajeno a las categorías éticas, más expresivo que instrumental, transforma la vida en espera del momento glorioso y único en donde todo se justifique y el tiempo sea redimido. La canoa, como la isla para Robinson, es así una verdadera prisión, en el peor sentido del término, porque es menos un lugar que un estado del espíritu. Pero el prisionero no es tanto el padre como el hijo.

La vida en la margen del río queda como reducida a un eterno presente, como paralizada en espera de la hora milagrosa. Pero el fluir del río eterno es, sin embargo, cuestionado: las generaciones se sustituyen, el tiempo corre, se envejece... Y todo esto sucede en la más absoluta soledad. La madre, los hermanos, todos han partido y únicamente queda él: «Yo nunca que podía querer casarme. Permanecí, con las valijas de la vida» (41). Y siempre más o menos angustiado, porque se está a la espera, sacudido entre el tiempo suspendido y su paso inexorable, inútilmente perdido.

El momento del éxtasis no llega. La pregunta del hijo avanza hacia un punto que no deja de moverse. El padre permanece siempre más allá de su alcance. Está tan lejos que apenas si lo ve. Permanece invisible. Por eso coloca un fantasma donde imagina que está. Lo que llama padre es un abismo, un vacío. Padre no es un sustantivo, sino un adjetivo: terrible, amado, poderoso, cruel, extraordinario, temido... Padre es, quizás, una palabra sin significado.

Pero esto no es sólo la descripción del estado de cosas; es también una protesta. La narración asume así la dignidad de una lucha. Como Guimarães Rosa ha escrito en otro lugar: «Tampoco las historias se desprenden, sin más, del narrador: lo realizan, narrar es resisitir»581. El destino del hijo había estado regido por la espera infinita, por la imponderable entidad paterna, impersonal, desconocida, eterna, arbitraria. Un padre demasiado fuerte para él, para cualquiera, un padre contra el que no hay defensa. Aunque se hubiese «vuelto greñudo, barbón con tamañas uñotas, flaco y desmerecido, quedando renegrido del sol y de los pelos, con aspecto de bicho, dependiendo, desnudo casi» (41), es para el hijo la medida de todas las cosas, la última instancia: Dios, diablo, ley...

Su misma búsqueda -pero ¿quién puede evitar el hacerse preguntas?- implica ante todo situarse en el plano de la servidumbre. Y, como es sabido, el aspecto contrario al lado servil o subordinado es la soberanía.

Eacute;ste es el dominio del padre; por eso, tal vez, no sea casual que mandase construir la canoa en «laurel real». Es el dominio de los reyes, de los faraones, de los jefes, que igualmente perteneció a las divinidades, así como a los sacerdotes que las sirvieron. Apenas una diferencia de grado. Es un ámbito extraño a las necesidades, indiferente a todo porvenir. Es una imposibilidad que se ha hecho realidad o, por decirlo con las palabras del narrador: «Aquello que no había, sucedía» (40). En efecto, lo soberano es vivir el tiempo presente como si no hubiese mañana. El hombre soberano es el único que no está sometido. Es sagrado, al estar por encima de los demás hombres, a los que cosifica, por encima de las cosas, a las que posee y de las que se sirve. Ni siquiera la muerte puede humillarlo, porque su misma representación resulta imposible dado que el presente ya no está sometido a la exigencia de futuro. De una manera fundamental, vivir soberanamente es escapar,   —336→   si no de la muerte, al menos de la angustia de la muerte. El señor opone, al horror de la muerte, el riesgo de morir. Por eso también, y no sólo por su violencia destructiva respecto a lo existente, el terror que provoca: «La rareza de esta verdad bastó para amedrentar todo a uno» (40). El soberano es el que vive como si la muerte no fuera. Es, incluso, el que no muere, pues sólo muere para renacer. No es un hombre, sino un dios. Es el mismo que aquél a quien reemplaza o que lo reemplaza a él. Ignora tanto los límites de la identidad como los de la muerte. El rey no puede morir, la muerte no es nada para él. El rey ha muerto. ¡Viva el rey!

Eacute;se es, el sentido de que acepte bajar de la canoa y dejar su lugar al hijo. Si le cerraba el paso era, naturalmente, con la buena intención de hacerle escoger otro camino mejor. A ello apuntaban las arbitrarias muestras de afecto con que lo distinguió entre los hermanos en el momento de entrar en el río; preferencias que no han hecho sino aumentar la convicción de culpabilidad en el hijo, hacerle el mundo todavía más incomprensible.

Lo que para el padre no es sino reconocimiento en la identidad es vivido por el hijo como un episodio más de la relación amo-esclavo. Después de la crucifixión del pensamiento, llega el trance de dar el salto. Su huida es la reacción ante una orden demasiado grande, aterradoramente grande para las fuerzas del siervo. Pero la defensa es también un ataque. La búsqueda de rango asume aquí una forma negativa. Esta pasión no es el deseo de adquirir más valor, un rango más elevado que el otro; se trata únicamente del deseo de superar el estado de servidumbre al que el otro nos somete.

Subir a la canoa hubiese equivalido a sustituir al padre, a ser soberano; pero también hubiese significado obedecer. La negativa tiene el carácter de un reproche, y se diría que se oyen los versos de Ungaretti: «Expulsado de la vida / ¿me expulsarás también de la muerte?».

Con la heroica huida, el hijo acepta los límites humanos que impone la muerte -esto es, enfrenta soberana y humanamente el riesgo de morir- y asesta un golpe mortal al padre imposibilitándole toda continuidad. El rey ha muerto. Y punto.

De esta forma actúan, probablemente, no los cálculos, sino los sentimientos. En cualquier caso, el examen final ha sido superado: ya es libre. Toda antigua y eterna tiranía es tan sólo historia. Pero justamente ahí reside ya lo dudoso. Es excesivo; tanto no puede ser alcanzado. «La palabra liberado -por citar de nuevo las de Robinson Crusoe- no tenía sentido para él». En el trayecto, la culpabilidad no ha sido sustituida por la visión del mutuo desamparo. El hijo, el parricida, continúa reprochándose el haber infringido su deber hacia el padre. Y se sabe, pecado, como escribiera san Agustín, es toda acción, palabra o codicia contra la ley eterna.

Muito misturado. El monólogo es una intencionada despedida del padre, pero también un adiós prolongado porque sabe que cuando ponga un pie en el silencio su padre habrá desaparecido para siempre. Permanece el estremecimiento ante lo que no se deja reducir al orden tranquilizador, ese serio problema del miedo mayor, del miedo a la muerte. Quedó inexplicable el río. También el río del habla, el murmullo que pretende traducir el tiempo, es una palabra incomprensible, una palabra de la que no se puede aprender ninguna lección, una palabra incapaz de decir el misterio, la tercera orilla del río. La espera se ha resuelto en nada.

Enfrentado a un mundo fluido, inaprehensible, Guimarães Rosa, ha señalado Davi Arrigucci, «parece partir siempre de una insuficiencia de su instrumento de trabajo; de   —337→   ahí el esfuerzo continuo de énfasis expresivo que tiende a realzar los significantes -el aspecto material del signo verbal-, liberando y potenciando los significados, para obtener una mezcla poética de alta y concentrada intensidad, pero, al mismo tiempo, de enorme fuerza expansiva de la significación»582. Es un trabajo que podría vincularse con el pensamiento mágico en el que funciona el mana, el wakan y otras nociones similares de valor simbólico cero; signos que marcarían «las necesidades de un contenido simbólico suplementario del que contiene ya el significado, pero pudiendo ser un valor cualquiera»583. Pero también podría vincularse con las dificultades psicológicas de la narración, con la vergüenza y la culpa que embarazan la lengua, con el desequilibrio emotivo que supone una confesión, súplica y acusación a un tiempo, en la que únicamente hay confidencia de una parte. En cualquier caso, el simbolismo hace que «La tercera margen del río» reverbere contra un fondo mítico.

Sin duda, queda el sueño de vivir, de vivir soberanamente. Pero la soberanía tiene algo de arcaico; como sugiere el relato, el primado de lo milagroso pertenece al pasado o, cuando menos, ha sido remitido a la penumbra del inconsciente. Podemos sufrir por lo que nos falta, pero sólo de un modo aberrante podemos echar de menos el edificio religioso y regio del pasado. Tal vez no sea dado oponerle más que una filosofía de la pura sensibilidad mientras se resista a lo inteligible. Es lo que hace Guimarães Rosa, pero su respuesta no es un mito, como forma de pensar y de decir atemporal, sino una pregunta o un lamento por lo que se sospecha un enorme fraude.