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ArribaAbajoUna botella al mar. Conversación epistolar a propósito del libro Sueños

Juan Pascual Gay



Universidad de Provence

Bernardo Ortiz de Montellano pertenece al grupo de escritores mexicanos denominado Contemporáneos. Cronológicamente, el primer ensayo de una clasificación de sí mismos es «La poesía de los jóvenes de México»715, una conferencia leída en la Biblioteca Cervantes en 1924. Allí, Villaurrutia establecía que el grupo sin grupo estaba formado por Jaime Torres Bodet, Carlos Pellicer, Bernardo Ortiz de Montellano, Salvador Novo, Enrique González Rojo, José Gorostiza e Ignacio Barajas Lozano, además del mismo Villaurrutia.

Con posterioridad, en 1928, Jaime Torres Bodet incluyó en su libro Contemporáneos el artículo «Cuadro de la poesía mexicana»716. Aquí, rebautizada ahora la fraternidad como grupo de soledades (poética y ajustadamente lo habría de definir más tarde Villaurrutia como archipiélago de soledades), figuran: Carlos Pellicer, José Gorostiza, Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, Bernardo Ortiz de Montellano y Enrique González Rojo. Además de apartar a Ignacio Barajas Lozano del recuento que había establecido Villaurrutia, el pudor ensombrece la presencia del propio Torres Bodet.

En septiembre de ese mismo año, y ya en las páginas de la revista Contemporáneos, Torres Bodet publica «Perspectiva de la literatura actual. 1915-1928», donde renumera a   —432→   los miembros del grupo al aludir a Gilberto Owen y Jorge Cuesta como «dos de las promesas más seguras de la nueva generación»717.

Precisamente Jorge Cuesta, supuesto autor de la colectiva Antología de la poesía mexicana moderna718, incluye a Torres Bodet, Pellicer, Ortiz de Montellano, González Rojo, Novo, Gorostiza, Owen y Villaurrutia. Su autoexclusión se debe a que hasta ese momento Cuesta había publicado un solo poema en la revista Ulises en agosto de 1927719. Él mismo, el ensayista por excelencia de esta generación, cinco años más tarde en el artículo «¿Existe una crisis en nuestra literatura de vanguardia?»720, después de categorizar y magnificar el talante crítico como condición del grupo, presenta a sus componentes: Carlos Pellicer, Enrique González Rojo, Bernardo Ortiz de Montellano, José Gorostiza, Jaime Torres Bodet, Xavier Villaurrutia, Salvador Novo, Gilberto Owen, Celestino Gorostiza y Rubén Salazar Mallén. El número de integrantes llega a la docena con el propio Cuesta.

En realidad, la nómina del grupo Contemporáneos suele ser elástica por la misma razón que explica su carencia de un programa o unas directrices programáticas estrictas. Los Contemporáneos es un lugar imaginario en el que coincidieron diversos discursos y maneras de ejercer el quehacer literario y cultural entre los años 1920 y 1932, y alrededor de cierto número de empresas como revistas, grupos de teatro y sociedades de conferencias. Los Contemporáneos son una intencionalidad en constante formación y en constante crisis. Existen más como azarosa concatenación de voluntades críticas que como un designio programático. Ellos mismos se sorprendían de haberse configurado como grupo, dada la variedad de intereses y así lo hicieron notar en diversos artículos.

Cuando los Contemporáneos establecen los primeros contactos entre sí y se forman en las mismas lecturas, del otro lado del Bravo y del Atlántico están apareciendo los grandes poemas simbólicos que hacen de la poesía un arte tan ambicioso, imperecedero y sólido como las artes figurativas. En 1922, Eliot publica The Waste Land; un día de 1912, cerca de Trieste, un hombre de 37 años pasea a orillas del mar. Agobiado por la enfermedad de la vida cotidiana, deseoso de salir de sí mismo y su presente exclama: «¿Quién, entre todos los coros angélicos, me oiría?». Se han roto el silencio y la esterilidad que durante años lo mantuvieron en un estado semejante a la muerte. Rilke compondrá pacientemente hasta 1922 -de acuerdo con las lecciones de su maestro Rodin- las Elegías de Duino, que pueden considerarse un solo poema extenso; Paul Valèry cede, en 1922, a las peticiones de su editor, y le entrega el manuscrito de Cementerio marino para comprobar su propia idea de que los poemas no se terminan sino que se interrumpen.

En el conjunto de la obra de un poeta, de manera oculta o manifiesta late el proyecto de elaborar un poema extenso, resumen de las obsesiones que el autor, a lo largo de su trabajo, va desarrollando en poemas breves y aislados. Y si bien no puede afirmarse categóricamente que el poema extenso constituya un fenómeno de nuestro tiempo (recuérdese el Beowulf o De rerum natura), a finales del siglo XIX, tras el triángulo brevedad   —433→   -intensidad-efecto establecido por Poe, tiene lugar una revalorización del poema extenso o, como prefiere llamarlo Alfred Glauser721, el «poemasímbolo», meditativo y de gran aliento, sin por ello perder la explosión intensiva que defendía Poe.

Los Contemporáneos no fueron ajenos a esta preocupación. Recordamos a José Gorostiza por Muerte sin fin; Canciones para cantar en las barcas y Del poema frustrado son experimentos, textos de asedio para el poema mayor; no obstante la perfección de sus sonetos, es en Canto a un dios mineral donde se vierte la complejidad temática de Jorge Cuesta; si bien Reflejos de Xavier Villaurrutia se inscribe en la más avanzada estética de vanguardia, son los poemas de Nostalgia de la muerte los que más permanecen en la memoria. Con excepción de Carlos Pellicer, en quien el desbordamiento fue siempre cualidad instintiva, los Contemporáneos se caracterizaron por la concreción del trabajo poético en un libro central o en un poema extenso, la idea del libro anunciada por Flaubert, desarrollada por Mallarmé.

Sin embargo, para navegar en mar abierto, los Contemporáneos tuvieron que fabricar y calafatear antes, con paciencia y artesanía, las naves perfectas del poema breve. A través del matiz de la decantación juanrramoniana, Montellano emprende un proceso de aquellos elementos exclusivamente necesarios para que la forma se alíe a la emoción igualmente concentrada.

El clima de la época exigía un arte de síntesis y no de extensión. Si examinamos libros como Desvelo de Owen, Canciones para cantar en las barcas de Gorostiza, los XX poemas de Novo, veremos que comparten esa «pureza de cifra» que caracterizó a la segunda década de nuestro siglo, y que en todos los casos se derivaba de una nueva manera de enfrentar la tradición: las canciones de Gorostiza no se explican sin el Romancero; el libro de Novo debe su dinamismo y su carga metafórica a la poesía en lengua inglesa, a la vez a una sustantivación de la poesía primitiva (el «sacrificio de la razón» del que hablaba Jorge Cuesta); por su parte, el de Villaurrutia deriva de una lectura atenta de poetas simbolistas como Francis Jammes y Albert Samain.

En su concepto de la palabra tradición, los Contemporáneos compartieron, aun sin conocerla, la visión de Eliot, quien en su ensayo «Tradition and the Individual Talent» (1919) opinaba que para preciarse de ser moderno, el escritor debía conocer cuanto le había antecedido, con objeto de hacer que esa herencia aparentemente agotada tuviera la renovación que el escritor -lector en el presente- le daría hacia el futuro.

Todas estas características aparecen en los primeros libros de Bernardo Ortiz de Montellano quien, ya desde 1925, es el más callado de los miembros del grupo. Novo lo recuerda dueño de una «figura buena, discreta, callada» en esos años. Nada lejos, ya entonces, del retrato que más tarde dibujaría Jaime García Terrés:

A Bernardo Ortiz de Montellano lo escuchaba yo de tarde en tarde, en casa de su sobrino, Bernardo Jiménez Montellano, también poeta y amigo mío de la adolescencia. El primer Bernardo vivió y murió en la pobreza; cordial, medio amodorrado y fiel a la improductiva bohemia que había elegido.722



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Bernardo se caracteriza por tener un alma metódica y memoriosa que años más tarde, al emprender la feliz experiencia de Una botella al mar (una solicitud de comentarios críticos a sus amigos con respecto a la publicación de su libro Sueños en 1933) lo revelaría, quizá, como el miembro del grupo de Contemporáneos más interesado en que éste se conservara como tal. Su espíritu metódico sería el que, cuando todo parecía perdido, habría de salvar a Contemporáneos de una desaparición prematura (si hay tal cosa cuando se trata de una revista literaria). Náufrago la mayor parte de su vida de la burocracia que soltaba botellas al mar a cada momento, Ortiz de Montellano, como Huysmans o Mallarmé, asumía, desde su juventud, la oficina como un resguardo y como un anclaje metodológico para cocinar una obra incitante y tardía. Octavio G. Barreda escribía a propósito de la obra de Montellano en 1940 que éste no había sido un escritor, fecundo, brillante ni precoz. Sino un autor lento, opaco, pero seguro, decidido, insistente y persistente723.

Después de la desaparición de la revista Contemporáneos, los nombres de algunos de sus miembros, entre ellos Montellano, se volverán a ver asociados a raíz de la consignación de Examen, víctima, como la misma Contemporáneos, de una moral de facciones e intereses.

Pero no hay duda de que la última participación colectiva fue Una botella al mar, conversación epistolar a propósito del libro Sueños cuyo origen quizá se encuentre en que Bernardo era el «personaje raro» del que hablaba Novo, de mente precavida y apocada, dado a la soledad y llevado compulsivamente (por su inseguridad, por sus manías) a la postergación de sí mismo.

La poesía, como la entiende Montellano, funciona al modo de una sociedad secreta adonde el lector sólo puede ingresar a condición de esforzarse activamente por ser él también sujeto de la poesía, o liberto de sueños, pero siempre evadido y fuera de la realidad cotidiana724.

Esta convicción nítidamente hermética de su poesía está en el origen de la única discusión crítica que recibió de sus antiguos colaboradores. Me refiero al folleto Una botella al mar725, conjunto de cartas escritas por Jorge Cuesta, José Gorostiza, Jaime Torres Bodet y Xavier Villaurrutia a propósito del libro Sueños. La circunstancia de la elaboración del opúsculo merece recordarse, aunque sea bien conocida. El 16 de noviembre de 1933, Bernardo Ortiz de Montellano giraba a sus antiguos colaboradores una circular acompañando su libro y pidiéndoles una «crítica escogida y confidencial» de sus poemas (tan «confidencial» que Bernardo tardó trece años en exponerla a la luz pública). Montellano subraya, en su contestación,

...el hecho curioso de que las cartas de ustedes escritas en México y en París, en distintos sitios y por distintas personas, coincidan, sin embargo, en la misma fecha (12 de diciembre) para contestar a la mía.



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Hace caso omiso, no obstante, de la fecha abierta por ese azar coincidente. El 12 de diciembre encubre una festividad pagana, indígena, bajo el manto de una celebración católica. Es como un palimpsesto. Trae a la memoria la apostasía fantástica invocada por fray Servando Teresa de Mier (autor leído y admirado por Montellano): no ya el desuello mítico de la virgen prehispánica maltratada por los indios, sino el desuello onírico -con los ojos abiertos- de una imagen muerta pero palpitante, vestida del agua y las palabras del sueño.

Una botella al mar se asienta sobre la convención epistolar. Artemón definía la epístola como absentium per litteras, una conversación que se entabla con los ausentes; más tarde, Demetrio matizaría: sí, es una conversación que se tiene con los ausentes, pero sobre todo es algo que se entrega a alguien como un regalo. No parece, sin embargo, que las exigentes respuestas a la desesperada botella lanzada por Montellano desde el promontorio de un desolado dolor las pudiera tomar como un regalo.

Para Jorge Cuesta, la conciencia crítica del grupo, el enfrentar una obra es suficiente justificación para que exista entre el lector y el autor un entendimiento limitado por la crítica, puesto que la crítica reduce la obra a sus rigurosas exigencias; de aquí procede su principal recriminación al libro de Montellano: «no me dejaba en libertad de ver ya decidida su fatalidad». Sin embargo, entre ambos hay un punto coincidente: la conciencia del ser poético que oscila entre la muerte y el sueño: «sus sueños no dejan de morir, no dejan de ser una conciencia de que se muere, no dejan de ser una metáfora de la muerte», dice Cuesta. Y la palabra metáfora refiere uno de los paradigmas estéticos de los miembros del grupo, la poesía pura de Paul Valèry: la imagen ideal que el francés encarnó en la excéntrica figura de M. Teste, el esteta quintaesenciado. De hecho, el libro Sueños lleva un epígrafe de Valèry: Celui même qui veut écrire son rêve se doit d'être infiniment éveillé.

Cuesta, además, censura a Ortiz de Montellano el empleo de notas folklóricas mexicanas en «Primero sueño». Recuérdese la polémica desatada en los treinta entre viriles y descastados, en la que los primeros excluían cualquier tema cultural que no fuera mexicano. Para Jorge Cuesta nada hay más mexicano que estar desarraigado («somos nosotros, a quienes se nos llama desarraigados, los verdaderamente mexicanos»); pues la poesía no es otra cosa que «la sociedad en que cabe nuestra vida al lado de lo que la contradice, la ignora, la impulsa, la fascina, la sumerge en el sueño y la aniquila también».

José Gorostiza, por su parte, advierte el cambio en la poesía de Montellano: «un poeta un poco provinciano que se ha excedido a sí mismo». Gorostiza pondera «el plan clásico, la proporción monumental, la unidad de lo diverso», aunque admite que no está «plenamente lograda». Pero, al mismo tiempo, exclama «¡Lástima que no se pueda fundar un arte duradero en ninguna sensación!». La recriminación de Gorostiza no puede ser más radical: el poeta de Muerte sin fin rechaza en todos sus extremos un arte de las sensaciones y no es otra cosa la estética del libro Sueños.

Rechaza, de la misma manera que lo hace Xavier Villaurrutia, el retruécano gongorino «por puro juego poético» pues se cae inevitablemente en un preciosismo superfluo.

Jaime Torres Bodet mantiene una crítica ecuánime. Señala errores, propone lineamientos, confiesa preferencias, pero sin apasionamiento. El poema que le parece menos logrado es «Primero sueño», puesto que para él lo importante es el equilibrio del verso a través de las correspondencias nunca fortuitas entre las palabras. Opina que la poesía   —436→   creada en soledad es la única que puede alcanzarse al margen de las sensaciones, del grito y la confesión.

«Leer para mí, con sólo la voz de los ojos», dice Villaurrutia. Desde el principio, señala Xavier la poca destreza poética demostrada por Montellano en sus primeros libros (Avidez, El trompo de siete colores y Red) al calificarla de una «poesía de labios hacia afuera, halago más o menos perfecto del oído» pero que carece del ejercicio de lo humano: la angustia por la vida, la angustia ante la muerte: «pensará usted que yo hago de la angustia una poética». La palabra está en el origen de la concepción poética de Villaurrutia, por eso censura en la poesía de Montellano el empleo gratuito de los «juegos de palabras» tentados por «el demonio de las analogías». Pero su crítica se vuelve más intolerante:

He intentado decirle que no siempre, como parece haber sido su propósito, se ha mantenido usted, aun en pleno sueño, completamente despierto; que unas veces se ha dormido usted sobre las palabras; que, otras veces, las palabras narcóticas han triunfado sobre su vigilia.



Pues «Sólo la mano de un vivo puede escribir el poema de la muerte. Sólo la mano de un hombre despierto puede escribir el poema del sueño».

La paradoja del opúsculo estriba en que en respuesta a las cartas de sus amigos, Ortiz de Montellano se refiere a ellos como todavía integrantes del grupo de Contemporáneos:

Ojalá que alguna vez se publiquen estas cartas [...] para provecho desinteresado de otros lectores que se interesan [...] por comprender una época y una generación [...] además de la intención de superar el medio con honradez intelectual y de la mecánica de nuestro llamado «grupo sin grupo».



En realidad, la paradoja reside en que a partir de ese momento Bernardo Ortiz de Montellano se quedó más solo que nunca. No volvió a colaborar, a pesar de su empeño por mantener un grupo que sólo persistía en su obstinación, con los antiguos miembros del «archipiélago de soledades». La botella al mar que lanzó llegó a las playas esperadas, pero ninguno de sus destinatarios hizo siquiera el ademán por recuperar a un náufrago que había perdido definitivamente el derrotero de su vida.