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ArribaAbajoGauchos en islas penitenciarias: el hijo mayor de Martín Fierro, Juan Cuello, Hormiga Negra...

Jesús Peris Llorca



Universitat de València

«Grábenlo como en la piedra / cuanto he dicho en este canto; / y aunque yo he sufrido tanto, / debo confesarlo aquí: / el hombre que manda allí / es poco menos que un santo», declara el hijo mayor de Martín Fierro en unos versos815 que han sido citados infinidad de veces para atestiguar las tremendas diferencias que existen entre los gauchos que las dos partes del poema de José Hernández ponen en pie y hacen cantar «al compás de la vigüela». «Y si atienden mis palabras dice en otra sextina en que completa la moralidad que debe extraerse de su relato / no habrá calabozos llenos. / No olviden esto jamás: / manéjense como buenos; / aquí no hay razón de más, / más bien las puse de menos»816. La larga relación de las penalidades sufridas en la prisión no tiene por objeto denunciarlas, ni tampoco la celeridad con que se produce el encierro del hijo mayor de Fierro sin que haya nada que pruebe su delito. De lo que se trata ahora es de advertir a los lectores sobre lo que les espera si no se manejan como buenos. El error cometido por la justicia con el gaucho que habla aparece entonces como una excepción, un azar venturoso que le ha permitido conocer los rigores que el sistema reserva para aquellos que transgreden sus normas, y transmitirlo a tiempo a todos los que gozan tranquilamente de la libertad, sin saber valorarla por no tener clara la noción de su falta. «Hijas, esposas, hermanas, / cuantas quieran a un varón, / díganles que esa prisión / es un infierno temido, / donde no se oye más ruido / que el latir del corazón»817. A pesar de que nada en el   —498→   comportamiento del protagonista de este relato puede justificar su encierro, esta circunstancia no es en absoluto generalizable. En los demás, depende sólo de ellos, y de que las abnegadas mujeres que los rodean sepan aconsejarlos bien, asirlos al camino recto, garantía de que el sistema no pondrá en marcha sus rigores.

No deja de ser curiosa esta incoherencia evidente entre el relato autobiográfico y su moraleja. El hijo mayor parte en su canto del horizonte de expectativas creado en los lectores por la Ida, de su discurso de exposición de agravios, para reconducirlo a las nuevas condiciones de escritura y a los efectos de lectura que se pretenden. Pero, al hacerlo, el nuevo discurso no deja de exhibir sus fisuras, de escenificar ese recorrido escribiendo el punto de partida y de llegada simultáneamente. La situación de arbitrariedad de la legislación rural que la primera parte del poema denunciaba, se hace evidente en el arranque de las desventuras del hijo mayor, pero se desplazan por completo de la moraleja, haciendo entonces evidente el gesto de ese escamoteo, la operación de velado neutralizador que la Vuelta opera sobre el relato de la Ida, cerrando su sentido, invirtiéndolo incluso, en el momento mismo en que la ficción gauchesca se dispone a ingresar en el canon, en el Parnaso nacional argentino, como condición de posibilidad de ese ingreso, pero sin poder dejar de decir la violencia ejercida para ello sobre el discurso otro, la voz de Martín Fierro oída antes, el discurso del otro que fue Hernández en 1872.

Según Pablo Subieta, en 1881, la Penitenciaría «no habría cumplido su alta misión moral si Hernández no la hubiese hecho conocer en el ritmo de sus versos»818. ¿Cuál es, entonces, esta «alta misión moral», que resultaría tan transparente de su lectura? «Piensen todos y comprendan / el sentido de mis quejas», dice el texto819. El sentido de las quejas es dar a conocer la alta misión de la Penitenciaría, que no parece ser otra que la de disuadir a los potenciales criminales de atentar contra la legalidad. «El porqué tiene ese nombre / naides me lo dijo a mí, / mas yo me lo explico ansí; / le dirán Penitenciaria / por la penitencia diaria / que se sufre estando allí»820. Es un lugar de expiación por tanto, pero su sentido íntegro, el de la disuasión, solo puede cumplirlo si alguien la hace conocer, si se logra hacer pública la labor callada e incesante que se realiza del otro lado de sus muros. Y aquí es donde empieza la parte de trabajo de José Hernández, el lugar de las ficciones que escenifican la utopía del Estado y que, además, como en el caso de la gauchesca, convierten esa utopía en tradicional.

Pensemos además que toda La Vuelta de Martín Fierro presenta de alguna manera la misma estructura que el alegato del hijo mayor. Fierro expía sus culpas ahora lo son en su estancia entre los indios, que tan apetecible se le había hecho en el cierre de la Ida, en un gesto que negaba la civilización, que la desjerarquizaba con respecto a su afuera, con respecto a las tolderías. Ahora son un infierno que le hacen sentir al protagonista que su lugar está del otro lado, en la civilización821, y que debe buscarlo y construírselo mediante el trabajo822. Esa será la   —499→   enseñanza que transmitirá a sus hijos y a Picardía, en los celebérrimos consejos que concluyen el poema y que, como señala Josefina Ludmer, suponen la constitución del estado en el espacio del género823. Expiación, y difusión disuasoria de la propia experiencia son los dos movimientos de los relatos del padre y del hijo, que dan sentido al poema del regreso; dos movimientos que suponen todo un programa sobre una función posible de la literatura en las vísperas de la modernización de la Argentina, de la constitución del Estado. El texto penitenciario es aquel que hace posible la máxima, enunciada por Michel Foucault según la cual «la pena debe obtener sus efectos más intensos de aquellos que no han cometido la falta»824 mediante la escenificación de la vida recta y justa y de las consecuencias legales de abandonarla, aquel que da legitimidad a la institución penitenciaria mediante la ficcionalización narrativa de sus saludables efectos, y los prolonga convirtiéndolos en preventivos. Es, a un tiempo ficción legitimadora, y parte de la propia institución, actuando desde sus orillas; da espesor imaginario a la Penitenciaría, y es, ella misma, penitenciaria o más exactamente, disciplinaria, su correlato y su reverso a un tiempo. No parece entonces excesiva la consideración que el Martín Fierro tiene de texto fundador. Las ficciones literarias fundan instituciones, desde el momento en que naturalizan, en que presentan como actual lo ideológico, en que otorgan verosimilitudes y estatutos de realidad.

Como es bien sabido, el 28 de noviembre del mismo año de 1879, comenzaba a publicarse en La Patria argentina el folletín Juan Moreira, de Eduardo Gutiérrez. Se iniciaba así la vida urbana de las ficciones gauchescas, que, retomando diferentes motivos del género, se iba a prolongar de manera masiva durante varias décadas, proporcionando correlatos míticos a la ciudad modernizada, tan pronto mitos de anterioridad áurea opuestos a las convulsiones del presente, como espacio simbólico en que tomaban cuerpo de manera oblicua los nuevos conflictos que esa modernización generaba.

En su fundamental estudio sobre Eduardo Gutiérrez, Jorge B. Rivera observa cómo «elige a través del folletín a esa masa urbana y aluvial, y con ello decide su estilo; comienza satisfaciendo, por ejemplo, la afición por lo maravilloso, pero termina ofreciendo como contrapartida [...] la imagen de un mundo conflictual, que se debate entre los polos estabilidad-inestabilidad»825. Esta afirmación es constatable en sus relatos gauchescos, en que la narración de las aventuras de un héroe arrastrado por la injusticia fuera de la ley acaba escribiendo, de manera ambigua y por tanto conflictiva en sí misma el flujo de violencia en diferentes direcciones que configura y de la que surge la violencia popular en las sociedades modernizadas. «El héroe popular del salto modernizador escribe Josefina Ludmer a propósito de Juan Moreira y de sus escándalos sería esa pura fuerza de confrontación, un dirigible, porque combina violencia con posiciones contrapuestas»826.   —500→   El paso de las ficciones del género gauchesco a la prosa moderna del folletín, su inserción en los nuevos modos de distribución, de circulación moderna de la cultura, su enunciación desde la inestable figura en sí misma del escritor profesional en trance de aparición, desde su precaria autoridad, y destinada a un público masivo que se va ir configurando como opinión pública, esto es, la ubicación de aquellas ficciones en un espacio problemático en sí mismo, atravesado por diferentes tensiones y conflictos de autoridad, origina la reapertura de los conflictos que la utopía penitenciaria de La Vuelta de Martín Fierro había cerrado, y la apertura también de un nuevo debate que ahora no versará sobre definición de la palabra gaucho y el uso de su cuerpo, sino sobre la definición de su imagen mítica e histórica si es que ambas cosas pueden deslindarse y su rentabilización discursiva e ideológica.

La literatura gauchesca, la primitiva y la moderna que el folletín de Gutiérrez inaugura, suponen todo un tratado sobre la ley y el delito, sobre la identidad del criminal y de aquellos que pueden legalmente establecer esa condición. ¿Contienen esos relatos imágenes de la institución penitenciaria que puedan dialogar con la que pondera el hijo mayor de Martín Fierro? ¿Pueden considerarse, de algún modo, los textos de Gutiérrez textos penitenciarios en el sentido en el que hemos podido afirmarlo de La Vuelta de Martín Fierro?

En 1880, Eduardo Gutiérrez publicaba Juan Cuello, un folletín a mitad de camino entre su serie gauchesca y su serie histórica centrada en los tiempos de la dictadura de Juan Manuel de Rosas. El protagonista, durante esa época, pasa a la ilegalidad por pretender y raptar la novia de uno de los capitanes mazorqueros. Se convierte en un pequeño caudillo, y, al mando de una pequeña «gavilla» de prófugos como él, pone en jaque durante bastante tiempo a los terribles mazorqueros, logra liberar a diferentes unitarios y como corresponde al género, sobre todo unitarias a punto de ser degollados por los esbirros de Rosas, e incluso diseña un plan para terminar con la vida del dictador que sólo el azar puede frustrar. Es decir, este relato no presenta ninguna ambigüedad, dado que la autoridad que se ejercita en él es la de Juan Manuel de Rosas, considerada ilegítima por Eduardo Gutiérrez y por la imagen canónica de la historia que surge de la batalla de Pavón. Bien al contrario, Cuello se alía con los fundadores de la autoridad presente al combatir contra los mismos enemigos, al ponerse, en diferentes momentos, a su servicio827.

Y sin embargo, cuando, al final del relato, Cuello es capturado por las autoridades federales y se produce su ajusticiamiento público, el narrador realiza las siguientes consideraciones sobre los diferentes modos de administrar justicia: «No pretenderíamos abogar por la supresión de la pena de muerte en un país donde existiesen los medios de garantir a la sociedad contra tentativas o crímenes futuros por la completa seguridad de los reos, pero una vez que tenemos Penitenciaría, la pena de muerte es una monstruosidad»828. La función de la Penitenciaría parece ser, así, el confinamiento de los criminales para proteger a la sociedad de la posibilidad de su reincidencia. Y obsérvese que se sitúa   —501→   en plano de igualdad con la pena de muerte, que queda, desde ese momento, redefinida. Las dos sanciones tienen por objeto, según este narrador, no tanto expiar unos crímenes pasados, sino evitar los futuros. Siguiendo a Michel Foucault, nos encontramos en la crisis de la penalidad basada en el suplicio, una época, entonces, precisamente premoderna, como corresponde a unos momentos fundacionales.

Una vez definida la pena de muerte como una monstruosidad, no deja de ser interesante el modo en que justifica la superioridad de la Penitenciaría, después de establecer la identidad de su fin: en el espectáculo de la ejecución «el criminal ha desaparecido en el banquillo en el orden de las impresiones humanas [...] para contemplar sólo el solemne y último episodio del hombre en lucha con la muerte», y eso es muy poco rentable porque pone en peligro la efectividad del castigo, porque lo fía al resultado de esa lucha, y «si [...] el valor indomable se muestra asombrando la imaginación de los espectadores, un sentimiento de compasión y tal vez de admiración se produce por los reos y el espectáculo de las ejecuciones viene a dar así un resultado contrario en su momento más solemne y decisivo»829, que es, por cierto, lo que sucede en el caso de Juan Cuello. Es decir, y de nuevo en palabras de Foucault, no se trata de que haya que «castigar menos, sino castigar mejor»830, o más exactamente aquí, evitar mejor la proliferación futura del crimen.

Llama la atención que esta «moral que debemos sacar» se extraiga de la ejecución de un enemigo acérrimo de la mazorca. Se separa el alineamiento histórico, que le hace al narrador fustigar implacablemente durante todo el relato a Rosas y a sus mazorqueros, de la discusión sobre el estado, lo que permite considerar a Cuello simultáneamente como un paladín popular filounitario y como un problema de orden público. Esto nos habla de la capacidad simbolizadora que, en 1880, tenía ya la ficción gauchesca para dilucidar problemas y conflictos del presente, pero también de la solidaridad que se establece en ocasiones entre la autoridad del discurso y otras autoridades contiguas, entre la instancia que detenta el poder en el interior del relato, que posee la voz y distribuye papeles, y la que detenta el poder en el Estado, concebida como lugar, como hueco, como función, más allá de su identidad concreta, a estos efectos contingente.

Sólo un año después, en 1881, otro folletín de Eduardo Gutiérrez, nos ofrece una imagen bien distinta de la Institución Penitenciaria, de su funcionamiento y de su finalidad: se trata de Hormiga Negra, «el alegre viviente del pabellón número cuatro de la Penitenciaría», como se nos presenta en el arranque mismo del relato.

En efecto, los lectores de este folletín conocen antes al «hombre bueno y humilde», que pasea fumando un cigarrillo negro por el jardín de la prisión, que trabaja en sus talleres y que se muestra además «profundamente agradecido» al director por sus atenciones y su comprensión831 (le permite llevar el pelo algo más largo que al resto de los reclusos en atención a una profunda cicatriz que tiene en la cabeza), que al temido y sanguinario cuchillero que fue en el pasado, y las andanzas que le condujeron directamente hasta la prisión. El silencio y la reclusión perpetuas a que tuvo que enfrentarse el hijo de Martín Fierro han sido sustituidas por un horario reglado, una distribución racional del tiempo   —502→   de los reclusos, un programa de inserción laboral, y hasta una adecuada economía de premios y castigos que no pueden dejar de dar resultados espectaculares.

«El penado que se porta bien le había dicho el señor O'Gorman con su habitual dulzura pasea por los jardines de cuando en cuando y fuma también algunos Domingos. El que se porta mal, es en cambio castigado con una reclusión severa y si esto no basta, está para corregirlo, en último caso, la celda sin luz y sin más alimento que el pan y el agua»832. La ordenanza de la prisión es sencilla. El cumplimiento de las penas se hace flexible y se adapta al comportamiento y la evolución del preso, considerado casi como un enfermo. La finalidad no es sólo confinar a los criminales fuera de la sociedad para evitar que le inflijan nuevos daños, como había teorizado en Juan Cuello, sino que se va un paso más allá. Se trata de recuperar en la medida de lo posible a los penados para la sociedad, de reintegrarlos al sistema de producción (y «Hormiga Negra fue modelo de sumisión y de labor»)833, de corregir sus conductas desviadas y patológicas. Lo que ahora se enuncia es la utopía de la prisión moderna, su nuevo discurso legitimador, que, como en el caso del anterior, combina un cierto grado de «humanismo», con un propósito reformista que perfecciona los efectos del sistema Penitenciario.

Al final del relato, cuando el narrador retoma las alegres andanzas de Hormiga Negra en la prisión, queda patente la recuperación completa de un individuo que, si bien había dado muestras durante toda la acción de una conducta más que desviada, no había dejado de mostrar, por ejemplo, en sus fugaces tareas asalariadas, una buena predisposición para el trabajo834. La Penitenciaría, con el importante concurso de los consejos del señor O'Gorman, rescata esas cualidades antes esbozadas, y corrige las desviaciones. Pule el carácter y lo convierte en un sujeto ciertamente aprovechable para el sistema. Así, cuando abandona la prisión una vez cumplida su condena, lo edificante de su ejemplo no es que se dedique a proclamar las penalidades sufridas en su interior, sino que su conducta refleja lo saludable de sus efectos. No sólo aparta de su mente los deseos de venganza que le produce comprobar los destrozos que han sufrido sus propiedades durante su ausencia, sino que se apresta a comenzar de nuevo, trabajando con «un anhelo imponderable»835.

Muy pronto, sus convencinos, maravillados de la transformación producida, dejan de llamarle Hormiga Negra para denominarlo «el hombre hormiga», «a causa de sus desvelos por trabajar de todos modos», no sólo desplazándolo en el interior de la polisemia de su apodo los gauchos literarios siempre están al borde del desplazamiento significativo sino haciéndole perder las mayúsculas del nombre propio, como el precio que hay que pagar en el momento de su ingreso en la sociedad. Martín Fierro y sus hijos se perderán por los cuatro puntos cardinales. Aquí el relato cesa, en la confianza absoluta de un futuro próspero, en nada excepcional en el espacio social armónico en que parece cerrarse la novela.

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Esa es al menos la impresión que debe extraerse al leer desde el marco, esta feliz peripecia penitenciaria que logra lo que el protagonista había intentado en vano por sí mismo en diferentes ocasiones: hacerle sentar la cabeza. No sólo entonces el caos deja paso al orden en el desenlace sino que el narrador ha sentido la necesidad de adelantar a sus lectores en el arranque que al final el orden va a triunfar. Rescata el recuerdo del caos desde el orden, y además lo escribe antes. La magnitud de las atrocidades que su relato incluya darán la medida del triunfo de la institución penitenciaria.

Otra cosa es, no cabe duda, que esa explicitación previa del triunfo del orden legitime y permita toda una absoluta carnavalización de la violencia de la que incluso el narrador observador distanciado pero divertido parece en ocasiones participar: «La vieja ya no gritaba dice por ejemplo al relatar los efectos que causa en doña Ramona la enorme tunda que está recibiendo. Parecía un lechón próximo a entregar el rosquete»836. La retórica del folletín de Eduardo Gutiérrez impide el cierre, y convierte este relato, como Juan Cuello, en la puesta en escena de unas tensiones que la propuesta de cierre, por mucho que lo pretenda, no consigue eliminar en toda su operatividad. Se trata de textos proteicos, ambiguos, contradictorios, que dejan leer las tensiones, de manera «involuntaria», como afirma Rivera837, escenificándolas en el discurso mucho más que relatándolas, dejándolas leer en los intersticios que deja la precariedad de la armonía, o la reconducción al orden que se proponen en sus desenlaces, mucho más que en su exposición explícita. Hay que leer a menudo en contra de los excursos neutralizadores con que el narrador pretende conjurarlas.

La voz narradora, así, se erige en autoridad al tratar de cerrar esa proliferación de sentidos, muchas veces contrapuestos, y que hará posibles lecturas más o menos subversivas de estos folletines. Y lo hace, reproduciendo así en el interior de ese espacio el poder autoritario del Estado. Lo remeda, es el estado en el interior del discurso, y no es mucho entonces, que en ese gesto del cierre explicite una propuesta de estado y de su funcionamiento. La autoridad narrativa de estos relatos conflictivos y abiertos, es en sí misma una autoridad penitenciaria. Tiene la función que en los distintos textos atribuye a la prisión, confinar lo irreductible, reconducir lo heterodoxo. Ese gesto de cierre, al fracasar en el plano del discurso, no deja de socavar también la utopía penitenciaria, narrativamente precaria que formulaban (de hecho, y como afirma Nicolás Rosa, «no hay progresión psicológica ni moral» que justifique este desenlace)838.

Frente a las sólidas aseveraciones que concluyen el regreso de Martín Fierro en el cierre mismo del género gauchesco, estos folletines son textos penitenciarios frustrados.   —504→   El ingreso en el folletín, en la novela género polifónico, en una ciudad ausente para la que, sin embargo, se escriben estos textos, y a la que se alude una y otra vez de manera oblicua, reabre también aquí la polisemia de las ficciones gauchescas839. Paralelamente, y de manera simultánea, en el reverso de esta trama de utopías penitenciarias, de islas donde deportar, como lo fue esta isla de Tabarca, de islas que hacen posible un provechoso y fructífero retiro, como lo es Tabarca en estos días, en el tránsito acelerado a través de los diferentes modelos que reparte Michel Foucault en varios siglos, en este trabajo con los desechos, en estas propuestas para incluir la Transgresión en la Ley, para reducirla, es posible leer no sólo el momento de la constitución definitiva del Estado que se estaba produciendo dentro y fuera de estos textos, sino también la violencia simbólica que la hace posible, la exorcización y la reducción trabajosa de la polisemia, su paso por la Penitenciaría, el gesto de clausurar discursivamente unos conflictos que no dejan sin embargo de leerse también en (o contra) el trazado de la paz y de la administración del orden del ochenta.