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ArribaAbajoLa isla interior

Cristina Peri Rossi


Podríamos decir, con Jorge Luis Borges, que la historia de la literatura universal es la historia de cuatro o cinco metáforas, múltiples, polivalentes, cuyo sentido, ambiguo y contrapuesto, ilustra acerca de la ambivalencia de todo sentimiento humano, rasgo con el que S. Freud caracterizó la afectividad y los impulsos: Vida-muerte; Eros-Tanatos, admiración-envidia, odio-amor.

La metáfora es el instrumento por excelencia de la poesía, es decir, de la literatura, y, para continuar con Borges, un escritor puede sentirse satisfecho cuando ha conseguido elaborar una metáfora parcialmente nueva, o cuando consigue enriquecer una existente, ya sea subvirtiéndola, ya sea ampliándola. Dicen los biólogos que el pensamiento simbólico o metafórico manifiesta una etapa de evolución superior del cerebro humano y en todo caso, es un área diferenciada de su estructura neurológica. Lo meramente enunciativo o meramente narrativo representa, entonces, una instancia antigua y primitiva de nuestro cerebro, mientras la capacidad metafórica y de simbolización es un desarrollo más complejo, elaborado y específico. Y cuando Lacan afirma que el inconsciente se organiza como un lenguaje está manifestando que el lenguaje del inconsciente es el símbolo y que no hay subjetividad que no sea una poética.

Todos conocemos esas cuatro o cinco metáforas del pensamiento universal y de la literatura de todos los tiempos: la vida como un camino o como una senda. Recordemos a Dante: «Nel mezzo del cammin di nostra vita / mi ritrovai per una selva oscura / che la diritta via era smarrita» [«En la mitad del camino de nuestra vida / me encontré en una selva oscura / que había perdido la senda recta»]. Dante representa la vida humana como un viaje. Es un símbolo muy antiguo, perteneciente tanto a la cultura occidental como oriental. Pero también la noción de vida como un viaje es una metáfora milenaria, universal, sujeta, sin embargo, a la multitud de derivaciones y de reelaboraciones. Muchos siglos después, en el XX, y en otra lengua, la portuguesa, el poeta Fernando Pessoa deja escrito, entre los papeles póstumos que forman el magma de El libro de la desesperación, la siguiente metáfora: «La vida es un viaje experimental hecho involuntariamente».   —488→   Encontré la cita leyendo el original de Pessoa, cuando yo misma había terminado de escribir (por segunda vez: es el único caso en que he reescrito uno de mis libros) la novela La nave de los locos, que también es un viaje múltiple, una alegoría, y tiene antecedentes ilustres: antiguos poemas germánicos medievales, un ensayo de Pío Baroja y una novela de Katherine Ann Poter. No pude evitar la tentación de usar la cita de Pessoa como acápite de la novela.

Pero la vida ha tenido otras metáforas tan amplias, universales y polivalentes como la del viaje, desde los tiempos más antiguos. Homero, en la Ilíada, consagra la siguiente: «Como la generación de los hombres, así la de las hojas. Esparce las hojas en el otoño, y al llegar la primavera, otras renacen. Del mismo modo, una generación humana nace y otra perece» (Ilíada, Canto VI). Los seres humanos somos como hojas arrastradas por el viento: cuánta literatura y subliteratura, canciones populares, boleros y rimas se han hecho a partir de esta metáfora.

Jorge Manrique rescató otra metáfora tradicional, la de la vida como un río: «Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar que es el morir»814. Desde el líquido amniótico donde nadamos, flotamos y resbalamos como peces, el agua ha sido una fuente permanente de metáforas, y ahora que hablo de fuentes, permitidme recordar otra bellísima: cuando Dante, el viajero extraviado en la noche, encuentra a Virgilio, el que será su guía, lo reconoce, y le dice: «¿Eres tú, Virgilio, esa fuente que esparce, al hablar tan largo río?».

El agua, en todas sus formas de aparición: ríos, lagos, océanos, mares, fuentes, pantanos, arroyos ha sido una metáfora abarcadora, universal, múltiple y ambivalente. Recuerdo que de pequeña oí, por primera vez, decir acerca de una mujer: «es una mujer del arroyo». Sabemos que el pensamiento infantil es literal, en primera instancia, porque pone en funcionamiento las estructuras más primitivas del cerebro. Pero algo me dijo que aquella expresión «mujer arroyo», no quería decir literalmente que había nacido en un arroyo o en un estanque. Entre otras cosas porque jamás había oído decir de un hombre que «había nacido en un arroyo». Cuando le pregunté a mi madre el sentido de la expresión, me explicó que significaba que era una mujer de mala vida. Tampoco la expresión «mala vida» era completamente literal, y si bien no comprendí su referente más común intuí a grandes rasgos su significación. De este modo me inicié en la conciencia de las metáforas, es decir, empecé a entender cómo se organiza nuestro inconsciente. Sin esta organización subliminar del inconsciente de una lengua demás está decir que no existiría el hecho de la escritura, que presupone un lector que comparte con el autor los sobreentendidos de una lengua, que son los sobreentendidos del inconsciente colectivo. De manera que a una edad muy temprana, y a partir de la metáfora «mujer del arroyo» me inicié en la literatura y en la psicología, es decir, en la lingüística. Mis exégetas reconocerán esta anécdota autobiográfica en uno de mis cuentos. En efecto, en el cuento La rebelión de los niños, del libro del mismo título (cuento que fue una terrible premonición acerca de los niños desaparecidos y reeducados por los asesinos de sus padres, durante las dictaduras militares de Argentina y Uruguay) el protagonista, un niño cuyos padres considerados subversivos fueron «desaparecidos» por los militares y ha sido adoptado por una   —489→   familia «correcta», golpista, católica e integrada al sistema, reflexiona acerca de la frase: «una vida pasada en el arroyo». Dice:

Esta frase tan bonita se la debo a mi familia. El sentido con que la usan es vulgar, aunque la imagen tenga su belleza. El tipo que la inventó, hace quién sabe cuántos años, debió de ser un poeta o algo así, esos tipos que tienen intuiciones geniales, pero después la sociedad se apropia de las cosas para su uso convencional y las imágenes se decoloran, pierden intensidad, efecto, gracia, y aunque siguen sirviendo para que una cantidad de monos se comuniquen, ya no es lo mismo. Repetí la frase varias veces cerrando los ojos, hasta olvidar por completo el viejo sentido con que había llegado hasta mí, y me puse a imaginar a partir de ella. «Pasarse la vida en el arroyo» me sugería fantasías tan ricas, tan llenas de colores, formas y climas que decidí adoptarla con diversísimos usos.



Gastón Bachelard, uno de los pensadores por los que siento más afinidad, se dedicó a investigar, en la historia de la literatura, la «imaginación de la materia», en otras palabras, el imaginario de nuestra cultura acerca del fuego, el aire, el agua y el espacio. Me gusta Bachelard porque es interdisciplinario: reúne conocimientos históricos, filosóficos, literarios y lingüísticos, y en sus ensayos la sensibilidad poética, el psicoanálisis y las ideas están al servicio de la revelación del inconsciente. Bien: Gaston Bachelard dedicó uno de sus volúmenes al agua como metáfora. El libro, como ustedes saben, se titula El agua y los sueños. Aunque la mayoría de los ejemplos literarios que investiga son europeos (con excepción, quizás, de E.A. Poe) la investigación acerca del agua como metáfora podría haberse hecho perfectamente en el ámbito poético de lo hispanoamericano. Quiero rescatar una frase del propio Bachelard. Dice: «la mayoría de ejemplos han sido tomados de la poesía, porque creemos que actualmente toda psicología de la imaginación sólo puede ser iluminada mediante los poemas que inspira». Yo hubiera suprimido el adverbio: no es actualmente sólo que la imaginación se revela a través de la poesía, sino fundamentalmente, y desde la más remota antigüedad.

Para dar un ejemplo de hasta qué punto una metáfora universal como la del agua puede admitir en su seno (otra metáfora) una enorme diversidad de metáforas, Bachelard divide su estudio en: 1) las aguas claras, las aguas primaverales y las aguas corrientes. Las condiciones objetivas del narcisismo. Las aguas enamoradas. 2) Las aguas profundas, las aguas durmientes, las aguas muertas. 3) El complejo de Caronte. El complejo de Ofelia. 4) Las aguas compuestas. 5) El agua maternal y el agua femenina. 6) Pureza y purificación. la moral del agua. 7) la supremacía del agua dulce. 8) El agua violenta.

De todos los elementos que los griegos llamaban fundamentales (y funcionales), principios de la vida y de la muerte, el agua es el que más me atrae y el que he empleado más veces como metáfora y como símbolo, tanto en mi prosa como en mi poesía. Hace poco tiempo una estudiante norteamericana, de esas que trabajan con ordenadores, vino a verme, con su tesis a medio hacer, y me dio una cifra muy precisa: me dijo que en mis primeros veinte libros (desde entonces he publicado cuatro más) yo había usado doscientas cincuenta y seis comparaciones con el agua, ya fuera mar, lago, líquido amniótico, océano o río. Recuerdo que pensé que el número no me resultaba excesivo. Como cuando intentamos   —490→   aprehender algo que eternamente se nos escapa (el objeto de deseo, naturalmente) nunca acabamos de decirlo.

La isla es otro de esos símbolos antiguos, múltiples y ambivalentes de nuestra cultura que yo, como muchos escritores, he usado tanto en prosa como en poesía, ya sea para asumir su tradición como para ensancharla, discutirla y subvertirla.

Acerca de la variedad de significaciones que puede tener la isla como símbolo o imagen bastaría el título de algunas de las ponencias de este congreso. Hemos oído hablar del poema como isla, la isla como utopía, la isla de Eros, la isla mito, la isla de la memoria, islotes de humor, etc. Y no hemos agotado toda su simbología. Por lo demás, la isla es un referente literario universal en todas las culturas. A grandes rasgos, podríamos decir que las principales alegorías acerca de las islas se pueden clasificar en:

1) la isla como paraíso o utopía. Es un paraíso perdido o un paraíso soñado. Lugar de magia, ámbito místico, espacio privilegiado de Eros o de absoluto.

2) la isla como cárcel, como exclusión, como marginación, como destierro o extrañamiento. No en vano alguno de los penales más siniestros de la tierra se han elevado en islas.

3) la isla como interioridad, como reducto último de la subjetividad, como espacio inalienable del yo.

En mi novela La nave de los locos (alegoría de un viaje permanente, del exilio, de la búsqueda de los semejantes y afines, lejos de las leyes convencionales de los hombres y de su violencia) el protagonista, Equis, durante su inclusa travesía llega, por fin, a una isla llamada Pueblo de Dios. En efecto, el capítulo titulado «El viaje, XII: El ángel caído» comienza así:

Cuando Equis está borracho -cosa que no le sucede a menudo: el alcohol le hace mal al hígado- le ocurren cosas maravillosas. A Equis la bebida lo pone tierno, sentimental y como la paloma que vuela sobre las aguas, en ese estado incuba líricos amores por seres que no conoce y contempla de lejos, como el marino que con sus prismáticos ve naves que nadie puede ver.

En una de sus travesías, Equis llegó a una isla, llena de vegetación tropical, caminos de piedra, grandes caracolas colgadas de techos improvisados con ramas, en cuyas cavidades crecen plantas y riscos empinados descienden hasta un mar muy verde y transparente, con el fondo de piedras y de guijarros.



La descripción de la isla y los datos que doy permiten al lector descubrir que se trata del pueblo Deià, en Mallorca, uno de los lugares donde confluyen diversas culturas, diversas lenguas y considerado un centro espiritual, místico desde la antigüedad. Más modernamente, y en los años setenta, cuando yo conocí la isla, era, también un lugar de encuentro de escritores, artistas, excéntricos y heterodoxos de todas partes del mundo.

Tomé la isla como modelo justamente porque en el inconsciente de todos los viajeros que alguna vez llegaron a Deià y se instalaron allí, desde Robert Graves al ingeniero atómico huido de Cabo Cañaveral que se había vuelto fóbico a la electricidad y huía cuando alguien encendía la luz, la isla era una especie de Paraíso recuperado, el lugar de la utopía, de la ucronía. No en vano el capítulo siguiente de La nave de los locos, y que se desarrolla también en Deià, o sea, en Pueblo de Dios, se titula «El paraíso perdido».

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Como metáfora, pues, la isla oscila entre la magia del Paraíso sin tiempo, sin edad, donde todos los deseos (especialmente los prohibidos) pueden realizarse y su opuesto: el lugar de la marginación, de la exclusión, el lugar-otro por excelencia, lo aislado, lo marginal. Todos los personajes que aparecen en la isla que describo en La nave de los locos son seres atípicos: Gordon, el viajero espacial, nostálgico permanente de su estancia en la Luna, Morris, el misántropo hipersensible que regala un plano a los escasos visitantes que desea recibir y Graciela, la joven mujer rebelde, desafiante en su imaginario de la femineidad. Sus amores son heterodoxos, no convencionales, como corresponde a la utopía. Sin embargo -y justamente, porque se trata de una novela que propone la utopía como lugar interior, no como espacio geográfico o histórico- todos acabarán abandonando la isla, persiguiendo otro deseo. La isla de La nave de los locos es, con todo, una isla luminosa, paradisíaca. Me vienen a la memoria unos breves versos de Robert Louis Stevenson, el gran novelista británico que vivió los últimos años de su vida -los más felices- en las islas de Samoa. Stevenson era un fino poeta. Dedicó un breve poema a una pequeña isla situada en Escocia: Fair Isle (disculpen mi inglés horroroso). El poema se titula «Fair isle at sea» (Isla hermosa del mar) y dice así: «Isla Hermosa del Mar... tu bello nombre tu bello nombre llegó a mi oído como suave música. / Yo amé ese mar, y por una o dos veces..., me detuve en islas del Paraíso».

Pero hablando de las islas como paraíso, me gustaría leerles uno de los poemas más hermosos, dedicado a las Islas Vírgenes, y escrito por un sutilísimo poeta mexicano, Gilberto Owen. Creo que Owen ha sido un poeta injustamente olvidado en el ámbito hispanoamericano, o habría que decir, quizás, poco conocido. Seguramente Álvaro Mutis sí lo ha leído muy bien, porque su poesía y la de Owen tienen un halo misterioso, lírico y soñador muy semejante, además del símbolo del poeta como navegante, marino errabundo, común a Alberti y Neruda, también. El poemario Sindbad el Varado de Gilberto Owen con su cuaderno de navegación o bitácora lo leí por primera vez en Montevideo, hacia 1970, y reconozco que fue un gran estímulo cuando escribí Descripción de un naufragio, el primer libro de poemas que publiqué en España, en 1975 (hasta ahora, en ninguna de las tesis que he leído sobre mi poesía aparece una referencia a Owen, de manera que yo misma debo dar la pista).

El poema, de Gilberto Owen, dice así:



Día Cinco, Virgin Islands
Me acerco a las prudentes Islas Vírgenes
(la canela y el sándalo, el ébano y las perlas
y otras, las rubias, el añil y el ámbar
pero son demasiado cautas para mi celo
y me huyen, fingiéndose ballenas.

Ignorantina, espejo de distancias:
por tus ojos me ve la lejanía
y el vacío me nombra con tu boca,
mientras tamiza el tiempo sus arenas
de un seno al otro seno por tus venas.
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Heloísa se pone por el revés la frente
para que yo le mire su pensar desde afuera,
pero se cubre el pecho cristalino
y no sabré si al final la olvidaría
la llama errante que me habitó un sólo día.
María y Marta, opuestos sinsabores
que me equilibraron en vilo
entre dos islas imantadas,
sin dejarme elegir el pan o el sueño
para soñar el pan por madurar mi sueño.

La inexorable Diana, e Ifigenia,
vestal que sacrifica a filo de palabras
cuando a filo de alondras agoniza Julieta,
y Juana, esa visión dentro de una armadura,
y Marcia, la perennemente pura.
Y Alicia, Isla, país de maravillas,
y mi prima Águeda en mi hablar a solas,
y Once mil que se arrancan los rostros y los nombres
por servir a la plena gracia, la más fuerte
ahora y en la hora de la muerte.



En este poema de Owen, las islas y las mujeres amadas son parte del mismo sentimiento erótico y sensual. En igual tradición, pero con diferentes islas, se inscriben algunos poemas de mi libro Lingüística general, editado en 1979. Las islas son las que constituyen el islote de Venecia. El libro está dividido en tres partes, siendo las dos últimas «Cuaderno de navegación» y «Travesía». En esta última sección del libro, cada poema corresponde a una de las estaciones o paradas del vaporetto que recorre las aguas estancadas de los lagos venecianos.


Esta noche, entre todos los normales, te invito a cruzar el puente.
Nos mirarán con curiosidad -estas dos muchachas-
y quizás, si somos lo suficiente sabias,
discretas y sutiles
perdonen nuestra subversión
sin necesidad de llamar al médico
al comisario político o al cura.
Sobre los canales ha llovido una lluvia fina de algodón:
nadie sabe el nombre de estas mariposas blancas
que vuelan sobre los ríos de Venecia
como plumas
que cubren las agua y los puentes
y el vaporetto se desliza suavemente
entre estas flores blancas sin tocarlas
rozándolas apenas
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como ronda el deseo en pos de ti
en pos de mí
densa película que nos unta
enardeciente,
húmeda,
dual y semejante.
«Tercera Estación: Campo de San Barnaba»



La versión grosera y turística del imaginario de las islas como Paraíso erótico está en las agencias de viajes y en las películas de clase B. Quizás porque al hacer posible y real el objeto de deseo, éste siempre se banaliza, se trivializa.

En otro aspecto de la simbología de la isla ésta aparece como el lugar de lo misterioso, de lo extraño, de lo fantástico e irreal. A veces, de lo indefinible. Es una simbología romántica que tuvo mucha importancia en la poesía y en la pintura del simbolismo. En pintura, hay que referirse, de manera inevitable, a la serie de cinco cuadros que pintó Arnold Böcklin, titulada La isla de los muertos. Böcklin es un pintor suizo del siglo pasado, un pintor «literario» como lo fueron muchos de los prerrafaelitas, sobre los cuales ejerció gran influencia. Retomó algunos de los grandes temas mitológicos, como el de la Isla de Los muertos y les confirió una atmósfera extrañamente sugestiva, entre el idealismo y el realismo. Nunca pude ver juntas, al mismo tiempo, las cinco versiones de La isla de los Muertos, de Böcklin, pero hace quince años, en la National Galerie, de Berlín, pude ver tres. Recoger la leyenda del viaje a la otra orilla, en una barca guiada por un barquero. La isla es espectral, pedregosa y los altos y oscuros cipreses se elevan en medio de las rocas, como siluetas fantasmagóricas. No hay ningún síntoma de vida en la isla, que flota entre el cielo y el mar oscuro como un trozo de infierno en medio de las aguas.

En mi libro de poemas Europa después de la lluvia yo preferí un imaginario más vagoroso, más onírico. En el libro, hay tres poemas titulados «Paisaje con isla» y una referencia bibliográfica: una mención a la poeta Hortense Flexner, que escribió varios poemas inspirados en la isla de Sutton -estado de Maine- en el curso de breves visitas o desde la perspectiva del recuerdo.

Europa después de la lluvia es, como ustedes saben, uno de los cuadros más importantes de ese extraordinario pintor surrealista, Max Ernst. Escribí el libro de poemas, que lleva el título del cuadro, durante mi estancia en Berlín, gracias a una invitación de la D. AD., como escritora residente. Fue en 1980 y el Berlín que conocí y amé fue el Berlín dividido por el muro, símbolo por excelencia de la separación, de la exclusión, del conflicto. Me enamoré del paisaje de Berlín, la ciudad más melancólica del mundo (así la había definido ya Apollinaire, muchos años antes), de sus pequeños lagos y ríos interiores, y de las islas que flotan en ellos. De modo que los poemas de este libro intentan reflejar la sentimentalidad de un paisaje, en el registro romántico por excelencia: un paisaje es un sentimiento. Voy a leerles los tres poemas de Europa después de la lluvia de los que acabo de hablarles:


La isla flota,
en un mar en calma.
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Fuera de la historia,
exonerada de cualquier anécdota,
de las cuentas de los hombres.



Es un gran espacio vacío y poblado como la memoria.



Es una isla ausente,
ausente como los sueños
y, sin embargo, real.

Los árboles en círculos concéntricos
la luminosidad de las brumas pluviales
la calma como una red sobre las aguas.

Y el tiempo suspendido, antes del Diluvio.



Paisaje con Isla II está dedicado a un gran conocedor de islas: A Herman Melville:


El ojo licúa
o cristaliza
¿Dónde está esa isla que como un coral
flota, en las burbujas del amanecer,
llena de fosforescencias de bacterias
que yo llamo sueños
vagarosa de pájaros
y brumosa de nieblas altas?



Y el Paisaje con Isla III Está dedicado a Magritte, el pintor que ilustró «La isla del tesoro», de Stevenson, con un cuadro alucinado, donde las formas de la fauna y la flora se combinan siniestramente.



La mirada penetra
y no disocia

disuelta para siempre la distancia entre el que mira y lo mirado
La mirada se agranda
abarca el espacio,
los altos humos
Reverbera como el agua
se estaciona
ahonda su lente
supera sus límites
Se integra,
resbala
      e ingresa a la eternidad.



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Por fin en Europa después de la lluvia hay otro poema con isla, titulado «Última isla», que insiste en el sueño de la isla como lugar sin coordenadas ni de tiempo ni de espacio, es decir, como lugar del sueño y del inconsciente:



La isla flota en mi memoria
al otro lado del espejo

Travesía irrepetible
sin pasado
sin ilustres guías (Virgilio)

¿he de ir?
¿he de volver?

Isla de la que no se regresa
Flota en la soledad sin angustia
       Como una estrella de múltiple reflejo,

lejana,
inaccesible.



El lugar sin angustia: una isla, pues, imaginaria, como lo son en definitiva, todas las islas.