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ArribaAbajoLas islas son mundos aparentes. Sobre la obra poética de Reina María Rodríguez

M.ª Ángeles Pérez López



Universidad de Salamanca

La escritora cubana Reina María Rodríguez (La Habana, 1952) expresa en sus versos la dimensión decisoria de lo insular, que sin embargo no se ciñe en exclusividad al contorno geográfico de su isla natal.

Será sobre todo a partir del poema «Las islas», que pertenece a En la arena de Padua (1992), y al que preceden los libros La gente de mi barrio (Premio 13 de marzo 1976)782, Cuando una mujer no duerme (Premio UNEAC, 1980) y Para un cordero blanco (Premio Casa de las Américas, 1984), cuando advirtamos la fuerza con que arranca la figuración emblemática del dominio de la isla en sus últimos libros:


las islas son mundos aparentes
coberturas del cansancio en los iniciadores de la calma
sé que sólo en mí estuvo aquella vez la realidad
un intervalo entre dos tiempos
cortadas en el mar
soy lanzada hacia un lugar más tenue
las muchachas que serán jóvenes una vez más
contra la sabiduría y la rigidez de los que envejecieron
sin los movimientos y las contorsiones del mar
las islas son mundos aparentes          manchas de sal
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otra mujer lanzada encima de mí que no conozco
sólo la vida menor
la gratitud sin prisa de las islas en mí.783


El poema comienza con el imperativo lanzado hasta un tú sin nombre ni perfil, con el que el lector tiende a identificarse: «mira y no las descuides / las islas son mundos aparentes». Porque la isla, en el plural de la figuración, parece convertirse en el epicentro geológico de uno de los campos semánticos privilegiados por la autora, el del agua y su extraordinario potencial metafórico.

En torno a ella parece rotar el conjunto medular de su poética, de modo que el agua se convierte en signo, en la cifra con la que vertebra su modo de percepción de lo real. Y más en concreto el agua salada, el agua marina acompañada por la floración de algas y animales que ocupan su hábitat, pues cuando nombra el agua dulce detenida en estanques, peceras, piscinas o fuentes, la muestra en la intención de ser salobre.

Por su parte la autora también declara su afán de mostrar, desde una escritura que podríamos calificar como «brumosa», la limitación terrible que impone la distancia entre la realidad y el «yo» que escribe, desde la que Reina María Rodríguez erige un mundo simbólico nebuloso que surge de la perplejidad de mirar el mundo y no abarcarlo. Plenamente convencida de que su percepción se halla limitada, hace girar su obra en torno al verso que afirma que «somos seres inciertos» («lo que nunca se puede tener», En la arena, pág. 67). Lo que no evita el esfuerzo, demoledor, de alcanzar, «atrapar la certidumbre» («concierto de música electroacústica», En la arena, pág. 80), atravesado como está por «la agonía / que es el hombre que no comprende» («lo que nunca se puede tener», En la arena, pág. 67).

Para indagar las múltiples posibilidades de esa agonía, de la «tragedia» personal que identifica con «la inocencia de no haber aprendido» («alto antigua visitante: ésos son cuartos de urgencia», En la arena, pág. 62), el agua se convierte en núcleo metafórico por excelencia. Anuncia la vida y la celebra, porque es el principio genésico, pero no puede obviar que se halla siempre recorrida por el desamparo irónico y escéptico, consciente de la carga inmensa de ridiculez que nos acompaña a todos, y por tanto distanciada en la autocrítica. En la obra de Reina, y en particular en algunos momentos, como «kitschmente» de Travelling (1995), la conciencia de la propia vulgaridad y de su patetismo aparecen sin concesiones:

soy kitsch, y mis amores, mis pasiones, mis sentimientos, mis amigos, mis condecoraciones, mis méritos y deméritos también. tal vez de un kitsch idealizado, distinto, que tiene una cáscara más refinada o «literaria» al ordinario. pero eso no me salva. este personaje lo escogí, y aunque hubiera podido ser cualquier otro, tal vez la bailarina de Tropicana, la jinetera o la monja, mi fidelidad a la renuncia, a la abstinencia y a no ser múltiple -cierto Gandhismo-, me empecinó en mí: megalómana, ridícula y cursi.784


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Así también en «alguna vez. algún tiempo»:


[...] mi casa es como esos caracoles
muertos sobre la arena enquistados
donde todavía suele el mar remover
algún insecto que se asoma y huele pero sin habitar.
o el plancton tembloroso latiendo en mi mano en contra.
aunque tampoco estoy ya ni salgo ni regreso.


(En la arena, pág. 11)                


El desamparo que muestra Reina es esencial, recorre sus páginas convertido en la médula del texto, y tiene un marcado «color conceptual»785. Lo que podríamos llamar la dimensión de lo visible que remite siempre y necesariamente a lo no visible, de forma que ella se plantea la necesidad dolorosa de abstraer aquello que vive para atraparlo, aunque prefiriera evitar la mediación, prescindir del ineludible viaje a lo «conceptual» por la perfecta intensidad de lo sentido. Por ello propone «un acto / libre del peligro de las representaciones», y lo hace varias veces en las que se cita a sí misma786, dando por tanto énfasis a la formulación.

Sin embargo, su reclamación está condenada de antemano, y se convierte en un puro acto de fe, la de «entregarse al desastre de ser aunque ser o no ser no tengan ya más que un sentido metafórico» («y el faro del pico del sur señalaba su límite», Travelling, pág. 40), en un contexto dominado por la niebla y el vacío. De ahí entonces que en su obra, la exploración del ser -que arranca desde la materialidad del cuerpo o de los objetos que con él se relacionan (el peine, el champú o las medias que alojan el pie preferido)- viva un proceso de abstracción o de intelectualización.

De este modo, si bien se sitúa en el contexto poético estrictamente contemporáneo en que para la poesía escrita por mujeres lo corporal y objetual ha adquirido un extraordinario peso (y sus corolarios inmediatos en torno al erotismo y a la presencia dominante de lo cotidiano), por otra parte marca el terreno particular en el que se mueve, y en el que resulta una voz claramente diferenciable. En este sentido, ha señalado Teodosio Fernández en «La última poesía cubana»787 que Reina María Rodríguez ha ido ganando para la poesía de su patria un espacio subjetivo e íntimo que asume las limitaciones y dificultades de ser uno y entero y de una pieza.

Sin duda, símbolos de la intimidad femenina como la «mancha» del cuerpo que menstrua, el vientre desde el que se engendra el deseo, el útero y su capacidad generativa o la «media» sobre la pierna apuntalan la construcción de un espacio subjetivo que tiene que ver con la paulatina conquista de lo personal que parece haber sido empresa de la   —478→   poesía cubana de los últimos veinte años. La trayectoria de la obra poética de Reina permite mostrar el camino seguido por la poesía cubana más reciente, que arranca de la necesidad de superar el agotado coloquialismo al que se llegó tras la poesía de combate de los «caimanes barbudos»788. Los más destacados poetas de las dos últimas décadas singularizan el esfuerzo colectivo por abrir la puerta hacia la interrogante estrictamente personal que sin embargo no pierde por ello su compromiso con lo real. Como ha señalado Arturo Arango, en la última poesía de Cuba tiene un gran peso el autoconocimiento:

El sujeto poético es mucho más frecuente y peculiar [...]. Es un sujeto introspectivo, que se adentra en sí mismo para ver cómo es, que se vuelve al revés en busca de una identidad que le permita, en el marco de una sociedad que lo alienta y favorece, una plena realización personal.789


Precisamente el rasgo característico de la «obsesión por el autoconocimiento» fue señalado como uno de los definitorios790 de la poesía rupturista de los ochenta por Víctor Rodríguez Núñez, uno de los poetas que junto a Osvaldo Sánchez y Reina María Rodríguez preparó la antología Cuba: en su lugar la poesía791, con la que se dejaba constancia de la nueva praxis poética tras el paréntesis abierto durante el conocido como Quinquenio Gris (1971-1976). Ocurre que a partir de éste, varios de los poetas agrupados en torno al segundo Caimán (Ángel Escobar792, Ramón Fernández Larrea, Efraín Rodríguez Santana y Reina María Rodríguez, entre otros) van a nuclear una voluntad de autoconocimiento que después será fuertemente concomitante con los esfuerzos de los jóvenes que pertenecen propiamente a la década de los ochenta. En este sentido, plantea con agudeza Osmar Sánchez Aguilera:

En la poesía particularmente, varios son los signos concurrentes durante esta década que permiten caracterizar un nuevo momento en la tradición inmediata. O, tal vez con más propiedad, la cristalización del punto de giro revitalizador que hacia la segunda mitad de los 70 significaron los primeros cuadernos y textos aislados de poetas como Reina María Rodríguez, Norberto Codina, Álex Fleites, Marilín Bobes, Efraín   —479→   Rodríguez Santana, Ramón Fernández-Larrea, Osvaldo Sánchez, entre algunos otros; si bien el impulso definidor -aún en este caso- correspondería a los poetas emergentes en la década en que aquel tiene lugar, con vórtice productivo en su último lustro, e igualmente a los que de aquella hornada actuaron como adelantados, más que como meros precursores.793

La poesía de fines de los sesenta y sobre todo de la primera mitad de los setenta, que se exigió a sí misma la condición de revolucionaria y cumplió en gran medida con los adjetivos de «presentista, ideologizante y anecdótica» tal como indica León de la Hoz794, ha dejado paso a un sólido conjunto de obras que rompen con los modelos creativos anteriores a través de un lenguaje adensado y oscurecido, marcadamente alejado del coloquialismo anterior y que no puede agruparse con facilidad en torno a líneas definidas de creación, sino que se ciñe a individualidades empeñadas en búsquedas fuertemente personales. Sin embargo, sí pueden señalarse como rasgos comunes el problemático tratamiento de la realidad a través de una actitud desconfiada hacia las palabras, la emergencia de la individualidad, el retorno a temas universales y un planteamiento crítico y complejo con respecto a la anterior politización de la cultura795 bajo el signo del escepticismo y la impotencia ante el presente que sin embargo no exime de la preocupación por los problemas sociopolíticos.

En este contexto, la participación de Reina María en el proceso de subjetivización señalado no puede ignorar que las sombras que transitan su espacio poético no remiten a un eros de carnal inmediatez796, sino que construyen una poética singular en la que el hermetismo va cobrando paulatinamente más fuerza, y arranca de lo ya planteado. De que la figuración de la intemperie que pone en pie su obra no es tanto la del cuerpo en su   —480→   pura materialidad como la de la relación cuasi intelectual del hombre con lo real, y finalmente también la del poeta con el signo797, y la imagen que potencia ese sentido es la del cuerpo sumergido bajo el agua, tanteando los contornos deformados por una perspectiva oblicua: «no estuve nunca aquí, nunca en ninguna parte, siempre ahogada en mis planetas de agua, sumergida en esa intensidad húmeda, porque nunca me conociste, sólo tuviste la idea de esa mancha que sospecho se proyectó en el muro» («la rue de Malherbe», En la arena, págs. 20-21).

En el blanco de la página se proyecta, de forma recurrente, la distancia entre lo representado y su representación798 que encuentra una de sus figuraciones en la imagen parcialmente distorsionada por el espejo. Como ya señaló Teodosio Fernández, a partir de En la arena de Padua «ofrece una imagen reflejada por espejos opacos o subliminales, cóncavos o retorcidos»799.

Por la sugestión del espejo, que es también la del agua reflejando el rostro que a ella se asoma, se abre en abismo la imagen del yo que se sabe desintegrado, dividido o fragmentado, y que avisa por tanto del desdoblamiento del ser:

para aquellos, que ven la realidad sólo desde lo exterior, esta imagen es la representación literaria de la frustración de la experiencia real. para otros, que saben que las cosas no son más que una parte de lo que significan, es la historia del corazón... por la que el hombre -como ha dicho Paul Gauguin- absorbe la vida, y restituye en el acto supremo de la exhalación, una palabra inteligible. para mí, que oigo ese suspiro vertical, tristeza o pájaro que presiente que cae en la post-guerra infinita del desdoblamiento: ilusión sin límites y vacío («la destrucción o el amor», Travelling, pág. 79).


Si para Reina «somos imitadores soñadores de una realidad» imprecisa, huidiza, «distante» al menos «aparentemente» («limpia los espejuelos con mi saya», En la arena, pág. 69), podemos entender esa cualidad brumosa de su escritura poética, que se debate permanentemente en el enfrentamiento entre la superficie y la profundidad, y que encuentra su articulación en uno de los versos de «programa Moscú-Leningrado» de Travelling: «la bruma no termina aunque te despiertes» (pág. 75). Su libro Páramos (1995) se abre con una cita de Entre actos de Virginia Woolf que nombra la nube, la espuma, la duda, la bruma.

De esta forma, ella siempre se sitúa en la dimensión de lo abstracto que explica por qué se ha destacado de su obra como cualidad la «fría pasión»: lo sensorial se pone al servicio de un cierto intelectualismo que podríamos considerar vertiginoso, pues ofrece   —481→   preguntas aún más inciertas que aquellas que pretendía resolver e instaura un clima de marcada alogicidad, con lo que el agua, que comenzó siendo realidad puramente química termina siendo conceptualizada en este particular estado de cosas.

El proceso de indagación de Reina se sitúa así sobre el mismo eje de lo real, pero buscando hacia dentro lo sumergido, lo que está bajo la superficie, donde habitan las preguntas que le interesan:


podremos cambiar la superficie sin miedo
a bucear y que nos enreden las plantas
benévolas y terribles del fondo?


(«fin de año: se busca», En la arena, pág. 36)                


La única respuesta que encuentra Reina María es la ausencia absoluta de respuestas: «jamás la realidad ni la certeza» («una muchacha loca como los pájaros», En la arena, pág. 101). Del fondo, de lo oscuro, de la «cabeza oscurecida en el estanque del espejo» («una muchacha loca como los pájaros», En la arena, pág. 101) llega sólo la conciencia de no alcanzar jamás a descifrar el enigma del ser: «a todo lo que hago le falta centro, algo que yo misma comprenda» («poliedros», En la arena, pág. 98). «El misterio de mi intimidad es un túnel opaco» («es fuerte el amor como la muerte», Páramos, pág. 33).

Tras su muerte figurada en el poema «al tercer día», renace en la misma agua que consume su carne:


salida del lago
el cuerpo tendido no vive más
espera.
[...]
salida del lago
que no fue sino un estanque
empiezo a bailar
con la túnica rota y amarilla
para convencer a los insectos
de mi noble y bárbara intención
de ser.
[...]
salida del estanque
que no fue sino el mundo
hago piruetas contra la tempestad


(En la arena, págs. 91-92)                


Pero como una Venus estrictamente contemporánea, aterida por el frío existencial y la imposibilidad de la confianza moderna en el poder redentor de la palabra800, concluye ese poema:

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mientras el fuego y el agua consumen mi carne
lo que recuerdo de mí
va cayendo
cayendo
para avivar el delirio de la especie
excomulgo de todo lo poseído en la quietud
destinada el secreto de las yerbas secas
destinada al silencio.


Por ello la bruma, la niebla, la nieve o el agua son modos de aludir a la densidad espesa de la percepción, que a pesar de saberse imperfecta no ceja en el empeño, en el que se le van los versos a la autora, de perseguir la plena realización del «ser» y del «no ser»:

...y que jamás me libraré de esta costumbre que tengo yo de seguir el agua... tiro una piedra al mar, al arroyo, al charco más pequeño y de ella saldrán círculos, vueltas, espirales, espejos: y en el fondo podrás contemplar y robarte las formas del agua. tú las miras, las quieres poseer, pero ellas se escapan, al fondo. las tendrás sólo un instante, el instante en que abres sus hondas para ver. el agua es transparente y te engaña, no todo lo que dejas caer en ellas es el olvido («la detención del tiempo», En la arena, pág. 103).


Persiguiendo ese instante en el que «ser» y «no ser» encuentran su paralelo e inestable equilibrio («la cuestión no es ser o no ser, sino más bien simultáneamente ser y no ser», «é o nada que é tudo», Páramos, pág. 49), es como nos desvela la clave de su ars poetica, la búsqueda de la «intensidad de ser» y su afilada carencia, cuya lúcida conciencia espolea la enfebrecida e imperfecta801 creación verbal: «uno crea figuras y espacios por carencia de intensidad de ser» («tutaoille ziguedau», Páramos, pág. 20). El «no ser» se vuelve pues la paradójica aspiración última, ya que querría prescindir de toda forma de autoconciencia y de mediación pero sin embargo sabe que está condenada al fracaso de antemano:

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quiero no-ser, sencillamente, respirar, humedecer el contorno; tantear con delicadeza la curva de la noche. pero a donde voy toco, registro, manifiesto algo que está por derrumbarse... («entre las mieses y a pleno sol», Páramos, pág. 45).


Con la clarividencia feroz del engaño es como Reina María Rodríguez crea un mundo simbólico propio y coherente, el de lo cotidiano corporal intelectualizado y ahondado con una intensidad creciente y tal como permite advertir la trayectoria seguida por su obra poética.

Sus primeros libros, La gente de mi barrio (1976)802 y Cuando una mujer no duerme (1980)803 muestran la fuerte presencia lírica de aquellos sentimientos íntimos que inspira lo cotidiano y amoroso, y que en su tercer libro, Para un cordero blanco (1984)804 comienzan a advertirse con todas sus aristas: la impotencia, la incapacidad del sujeto poético para percibirse como un ser en su más plena realización. Pero será fundamentalmente a partir de En la arena de Padua (1992), donde se alternan los poemas y la prosa poética en una propuesta de superación de las fronteras genéricas805, cuando el yo lírico se abisme en las nociones de incertidumbre, abismo, silencio y frío, dando carta de naturaleza a la madurez alcanzada por su poesía a partir de este poemario806. En Páramos, que fue Premio UNEAC Poesía «Julián del Casal» de 1993, ese mundo simbólico que recurre una y otra vez a los motivos del ojo, el pie perfecto o el ombligo acentúa de forma definitiva la noción de frío, en este caso el frío del páramo, y avanza en la línea señalada llegando a bordear el abismo de la metafísica y de la abstracción. De este libro dijo el jurado que le concedió el premio:

[...] nos encontramos ante un libro singular y transgresor, que desborda las fronteras de los géneros, y apela a todas las jerarquías del lenguaje para proponernos una particular interpretación de la realidad.

Páramos reúne un conjunto de textos de ardua trabazón entre el poema como escritura y la poesía como experiencia viva, sostenida por un tejido verbal continuo; textos hechos a tropiezos, tropezones en los que la autora, pese a mantener su equilibrio, va dejando jirones hasta hacer de su cuerpo, orbe de su propia creación, uno más de los muchos enigmas de la poesía.807


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Se refería el jurado a la utilización de la prosa poética ya con carácter uniforme, por un lado, y por otro a la potencialidad de Páramos para ofrecer un modo de ver lo real que resulta profundamente personal, y que intensifica con firmeza el hermetismo y el intimismo que pueden presentarse como algunas de sus características principales.

Las constantes señaladas se mantienen en su último libro publicado hasta la fecha, Travelling de 1995 que salió a la luz con el subtítulo de «Relato novelado» y en el que pueden destacarse no sólo una narratividad mucho mayor desde el uso igualmente sistemático de la prosa lírica, sino también uno de los textos, el titulado «la conciencia de verlo», que creemos se ofrece como una de sus reflexiones metapoéticas de más alcance para explicar el conjunto de la obra:

piensa (en off) que ella está manchada, que está manchada por el «intelectualismo», que está construida y codificada a través de espejos falsos y que ya no podrá ser otra, que ya no podrá ser de allí, aunque se quede, aunque regrese: que ya no podrá recibir naturalmente el deseo y la muerte («la conciencia de verlo», Travelling, pág. 85).


A raíz de ese carácter fronterizo, Travelling incluye fotos, poemas de otros escritores, y textos de la autora que conforman su autobiografía poética, pues a pesar del subtítulo de «Relato novelado» la obra carece de hilo narrativo. Más bien que una estructuración basada en la temporalidad hallamos su suspensión y la apertura del poema en prosa a la espacialidad de la imagen808. De esos textos, algunos muestran su proximidad con En la arena y con Páramos, mientras que en otros la abstracción es menor. En todos ellos lo tratado (situaciones íntimas, realidades cotidianas, autoras como Virginia Woolf o Anaís Nin, cuestiones como la de la especificidad de la escritura de las mujeres latinoamericanas o lugares como México o EE.UU.) muestra las inquietudes intelectuales de la autora, su obsesión por bordear la locura y la preocupación por la conjugación del verbo «ser» y de su negación a la que ya nos hemos referido.

Inquietudes que en su complejidad y en su tratamiento nos sitúan ante una poeta de voz madura y profundamente personal que ha tejido un mundo lírico propio de extraordinaria riqueza al que suma aportes de otros autores, particularmente de las ya citadas Woolf y Nin, de Gérard de Nerval, Fernando Pessoa, Antonin Artaud y de su compatriota José Lezama Lima809. Sobre este último, hemos de señalar que a partir de 1976, con la publicación póstuma de Fragmentos a su imán y la progresiva reivindicación del legado del grupo Orígenes, Lezama se ha convertido en una referencia constante para la más reciente poesía   —485→   cubana, lo que permite a Alicia Llarena810 señalar el «neo-origenismo» como uno de los puntos de encuentro de los poetas cubanos de los ochenta.

A los numerosos premios obtenidos por sus libros hay que sumar el Premio Plural de México en 1991 y el Premio de la Crítica de su país en 1993. En 1988 recibió la Orden por la Cultura Nacional, que otorga el Consejo de Estado de la República de Cuba y acaba de serle otorgado por segunda vez el Premio Casa de las Américas por su libro La foto del invernadero.

Al menos en parte, el creciente interés que despierta su obra y que explica su frecuente presencia en antologías811 se debe a la aguzada y laberíntica búsqueda del sentir, cuya abrupta falta advierte y a su vez condiciona la poesía812, que en vez de celebrar o exaltar el yo muestra su inverso, y lo hace a través de un lenguaje arriesgado hacia la abstracción y simultáneamente consciente de sus limitaciones. Por ello esa abstracción que parecería de tipo intelectual se revela fundada en el ser/sentir y su paradójico compañero. El nombre del inverso es vacío y arrastra un conjunto de símbolos, todos ellos iluminados por la «luz acuosa» que da título a uno de sus poemas de Páramos.

Porque el agua, en un primer sentido, remite a la realidad insular de la autora, rodeada de mar por todas partes y haciendo de la sal y la arena elementos reiterados, con lo que el cuerpo es también espacio marino y así un barco se le vara en «las entrañas» («luz acuosa», Páramos, pág. 23) mientras la orilla es límite literal y figurado. Pero además la compleja trabazón de su obra poética permite atisbar qué sentido pueda tener el «incierto» o «aparente» movimiento del mar, así como también que las islas sean «mundos aparentes», porque pone constantemente de manifiesto la distancia que va del ser, conjugado para múltiples sujetos, a sus representaciones. Con ello la aparente realidad de las   —486→   islas, en su insuperable paradoja813, traza cartográficamente la geografía poética de la escritora cubana.