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Cómo se habla el español en España


Si por acaso este informe cayese en manos de algún ibero, que no se alarme: no tendré la singular pretensión, no incurriré en la peregrina petulancia de afirmar que en México hablamos mejor el español que en España, el castellano... que en Castilla. Equivaldría quizá para algunos tal afirmación a aquella de ciertos estimables compatriotas míos, quienes (con motivo de algunos conciertos dados por el gran pianista en México) sostenían que Paderewsky no tocaba como se debía el minueto de... Paderewsky. Aunque si bien se mira, no hay paridad con el ejemplo este que cito, pues podría muy bien acontecer que un idioma se desnaturalizase y corrompiese en su país de origen, en tanto que en las colonias permaneciese incontaminado y perfecto.

No es esto empero lo que yo pretendo afirmar: en Castilla, en las Castillas, se habla nuestra lengua mejor que en la América latina, en general, pero no mejor que en Venezuela, Colombia y México. En Galicia el idioma es de un suave y encantador arcaísmo que recuerda el peculiar carácter de nuestro hablar campesino; sobre todo en las rancherías y pueblos del interior. Pero por lo que ve a las demás provincias de España, sobre todo tratándose de pronunciación yo encuentro que andamos mucho mejor por allá.

El español, el castellano especialmente, tiene siempre una crítica, más o menos acerba, para nuestra manera de pronunciar la lengua. Halla insoportable nuestra dicción y suelo reírse de ella. Aquí, donde todas las voces son graves, donde la pronunciación de las jotas es siempre mojada, donde el acento es regularmente gutural y ronco, nuestro diapasón relativamente agudo, nuestro timbre frecuentemente metálico, la dulzura a veces excesiva de nuestras inflexiones, chocan extraordinariamente. No basta que algunos adaptables lleguen hasta pronunciar con corrección la ce y la zeta; no hallarán gracia en ninguna parte si su voz no es grave y sibilante su dicción.

Algunos españoles, más inflexibles aún, encuentran que nuestra confusión de la ese con la ce y la zeta son absolutamente insoportables. Por lo demás, tanto en lo que ve a la pronunciación como a la expresión de nuestra Lengua, creen algunos de estos estimables abuelos excesivamente rigoristas, que son ellos los únicos que tienen el cetro del bien pensar y del buen decir. No conciben que nosotros podamos hacer evolucionar la lengua, no nos conceden siquiera que pongamos en ella ese ligero e indispensable matiz regionalista, no soportan que usemos tal o cual modesto y discreto modismo especial. El madrileño que dice azararse por azorarse, a ciencia y, conciencia de que habla un caló que no tiene ni siquiera el mérito de la sonoridad, se irrita de veras porque los mexicanos decimos ahorita, que, en suma, no es más que un humilde y castizo diminutivo.

Esto del ahorita, de tal manera origina burlas, o cuando menos sonrisas piadosas, que hay que poner todo su afán en reemplazarlo por el ahora mismo, si no se quiere ser blanco de grandes desdenes.

El madrileño que os espeta este dichoso adverbio: entusiásticamente, a cada instante, se escandalizará sin duda porque vosotros engarzáis en vuestra conversación tres o cuatro pues.

Nosotros somos, y esto se lee en todas las miradas de muchos filólogos de España, simples depositarios del idioma. No podemos hacer de él más que el uso natural y moderado de que los propietarios de viviendas (viviendas que aquí en Madrid se llaman cuartos, aunque tengan diez y seis o veinte piezas) hablan en sus contratos de arrendamiento. Nos han entregado ese idioma por inventario (el inventario se halla en el Diccionario de la Academia), y habremos de devolverlo algún día con sus herramientas completas: sus verbos, sus nombres, sus preposiciones. No tenemos derecho a más...

Los doctos saben que Bello y Cuervo han conocido y hecho avanzar más la lengua que muchas generaciones de gramáticos. Saben que a Bello, muy especialmente, se le reconoce el descubrimiento de las leyes de los diptongos; que la metodización y agrupación por familias y caracteres de los verbos irregulares, que la división más perfecta de los tiempos y números, que tantos y tantos progresos de la lengua hoy reconocidos con aplauso por la honorable Academia, a ellos y a otros americanos insignes, entre los cuales está nuestro don Rafael Ángel de la Peña, se les deben; pero esto lo saben sólo los doctos, ante cuyos ojos solemos hallar gracia.

Don Ricardo Palma defendió aquí en Madrid, en una inolvidable asamblea, el incontestable derecho que tiene el Perú, o Colombia, o México, o cualquier nación de la América española, a usar sus especiales regionalismos; tanto derecho, cuando menos, como el que tienen y jamás se les ha negado a las provincias españolas para usar los suyos. Pero ni aun por esas: aquí, donde el Parlamento ha concedido a Cataluña que use el catalán en comunicaciones oficiales, hay gentes cuya intransigencia no concede a ningún americano el uso de una palabra indígena.

Por lo que ve a la pronunciación del castellano, es de notar el colorido que cada uno pone aquí -según su provincia- en lo que habla. No sólo no se encubre la heterodoxia relativo (si heterodoxia es) de la pronunciación regional, sino que se ostenta, se subraya. El castellano viejo y el gallego dirán siempre con insistencia, con vigor, delante de vosotros, Madriz, por Madrid, y saluz, por salud. El andaluz, con no menor énfasis, os dirá Jué, por juez, y lojombrej, en lugar de los hombres. En cambio, púdicamente se cubrirá el rostro y se tapará las orejas la Prosodia, si no pronunciáis, ¡oh americanos!, la ce y la zeta, o si aspiráis una miaja, casi nada, la hache.

Yo encuentro que en México, por lo que ve a la pronunciación, no se nos pueden hacer en puridad más que dos cargos: 1.º, que no pronunciamos como se debe la ce y la zeta; 2.º, que solemos -nuestros rancheros especialmente- aspirar la hache.

Por lo que ve al primer cargo, también puede hacerse a las Provincias Vascongadas, a Cataluña, a buena parte de Andalucía, a las Baleares, a las, Canarias y a las Filipinas. No merecemos, pues, el escándalo, ni el reproche de los prosodistas.

Por lo que ve a la aspiración de la hache, ni hemos llegado nunca, como los andaluces -nuestros abuelos-, a decir jambre, por hambre, y jacer, por hacer, ni debemos olvidar que en sus orígenes esta letra tuvo una distinta y definida aspiración.

Fuera de esos dos cargos y de usar todo linaje de diminutivos, no merecemos reproches.

Jamás en México hemos dicho cezoz, por sesos, como en Granada o Málaga; jamás hemos pronunciado shinshe, por chinche, como en Cataluña y en Valencia; jamás de los jamases hemos osado decir caga, por caja, como en Galicia; nunca nos hemos atrevido a decir e'fueno, por es bueno, como en Toledo, ni Madrí como en muchos pueblos de Castilla la Nueva. Ni hemos dicho en ningún tiempo perru por perro, como en Badajoz, o monti, por monte, como en Santander, o ardit, por ardid, como en Barcelona, o Haráh, por Jerez, como en Sevilla.

Por lo que ve a los barbarismos y galicismos, desapasionadamente pienso que, sin andar nosotros muy bien en México, los españoles andan peor, y ello es natural, por lo que ve a los segundos, si consideramos su aproximación a Francia, aproximación geográfica e intelectual. No criticaré las palabras saldos, retales, fumista, etc., que son el pan de cada día, ni los vocablos pitorreo, coña, y otros de esa laya que el género chico ha entronizado y entroniza continuamente (aquí como en México); me fijaré sólo en algunas de las más conspicuas locuciones que andan por ahí de boca en boca.

Aquí todo el mundo dice (como en México también, es verdad) pasar desapercibido, por pasar inadvertido; bajo la base, por sobre la base; terreno accidentado, por terreno desigual o quebrado; presupuestar, por presuponer, y transar, por transigir. Pero, en cambio, yo no he oído en México, como oigo aquí a cada paso: coloridad, reasumiendo, aprovisionar, remarcable y afeccionado.

Creo, pues, y perdóneseme que no razone más esta mi creencia por miedo a la sobrada extensión de mi Informe, que ni merecemos la fama de mal hablar que nos sigue por todas partes a los americanos, ni es justa siempre con nosotros la buena madre Patria, tan hospitalaria y generosa de suyo, negándonos todo derecho en lo que ve al idioma.

La evolución de éste en América -evolución buena o mala, no lo discuto- es un hecho. Nuestra lengua, tan bella, tan expresiva, tan augusta, está amenazada gravemente. El ilustre Cuervo opina que acabará por diversificarse en varios dialectos. Hay países en América donde la han puesto de tal suerte, a fuerza de desfiguros, que no la conoce nadie y cualquier día va a acontecernos que, al revés de Paganell, hablamos el mexicano, o el argentino, o el chileno, creyendo hablar el castellano.

¿Cuál es el remedio para tamaño mal? Los hombres ilustrados de España y de América piensan que una más íntima unión mental entre todos los que hablamos el español, un intercambio más nutrido de libros, la edición a precios verdaderamente mínimos de las obras maestras del lenguaje y del estilo, sobre todo de las modernas, pues las clásicas suelen ya ser ilegibles para el pueblo, y sobre todo la instrucción del repórter, que desgraciadamente en América es el que se hace leer del pueblo, sin saber -por su crasa ignorancia- ni en qué idioma escribe, retardaría, si no conjuraría del todo, el peligro. Pero el remedio es tan complicado, que yo no tengo grandes esperanzas de que se aplique a nuestra pobre lengua, herida de muerte, no por los revolucionarios, sino por los ignorantes.