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ArribaAbajo- XVI -

El castellano en América


Prejuicios e inexactitudes


El padre don Julio Cejador es un hombre muy docto. Se ha dedicado con especialidad a los estudios lingüísticos.

He notado que estos estudios apasionan a los clérigos, y me lo explico, primero, porque no hay en ellos choques de ideas que alteren o disgusten sus convicciones, y segundo, porque contentan su amor al pasado.

Así, pues, el padre Cejador se consagra amorosamente a estos estudios, y le debemos ya una sustanciosa gramática, un libro vasto y eruditísimo intitulado La lengua del Quijote y varios artículos muy doctos sobre asuntos filológicos, sin contar trabajos también muy doctos que tiene en preparación.

Más aún: el padre Cejador ha intentado conocer a los escritores americanos, y yo le debo un artículo, que no he leído porque no recuerdo en qué revista me dijo él que se había publicado hace tiempo.

Entiendo que en ese artículo, o lo que sea, el padre Cejador no me trata muy mal.

Y presumo que tampoco me trata muy bien.

«Cuando lo escribí -me dice- no lo conocía a usted. Ahora advierto en su prosa ciertas tendencias hacia el castellano clásico».

Como seguramente en mis versos el padre Cejador no advirtió esas tendencias, y además los que deben haber caído en sus manos están muy lejos de la apacible, cristalina e inocente vulgaridad de un Grilo, de un Gabriel y Galán o de un Balart, debo confesar que si me trata mal se lo perdono de antemano y de todo corazón.

Pero no divaguemos.

El padre Cejador, a quien me complazco en llamar amigo (no sé si él experimentará una complacencia análoga por lo que a mí se refiere), dio en cierta ocasión, tropezó, debiéramos mejor decir, porque esta es la palabra, con una carta de un señor chileno.

Los chilenos, tan progresistas, tan soldados, tan marinos, no gustan mucho de cultivar las bellas letras. Son espíritus razonadores y fuertes, y apenas si entre sus poetas nuevos se cuenta uno que vale (a pesar de su apellido), Dublé Urrutia, autor del bello libro intitulado Del mar a la montaña.

Cierto que fue un notable escritor y erudito chileno el que halló una página original del romancero del Cid; cierto que un hijo del presidente Balmaceda, aunque arrebatado en flor a la vida, dio muestras de exquisito temperamento literario, y mereció que Rubén Darío, su amigo de la adolescencia, le consagrase uno de los primeros libros, A de Gilbert; mas no obstante esto, Chile se ha inclinado más hacia las armas que hacia las letras, y si sus tenaces, sus formidables antepasados de bronce inspiraron uno de los poemas épicos españoles de más fuste a don Alfonso de Ercilla, no ha sido costumbre que los escriban ni los abuelos ni los nietos.

Caupolicán habla en octavas reales muy bellas, pero sólo en la Araucana.

Dicho lo anterior, no es de extrañar que los chilenos, a quienes por otra parte ha tocado en suerte una abundante y culta imaginación inglesa, no cultiven el castellano como placería al padre Cejador. Se han encontrado con exigencias, con necesidades nuevas, y les han dado su nombre en la lengua que se les proporcionaba; el español en sus vastos litorales y en sus inmensas montañas ha evolucionado qué sé yo cómo. ¡Sábenlo el mar y el viento!

La carta con que tropezó Cejador no era, pues, una carta modelo: estaba muy lejos de parecerse a las que don Luis de Vargas dirigía a su tío a propósito de la viudita de marras. Había en ella barbarismos a granel, sintaxis enrevesada, anglicanismos, galicismos... ¡qué sé yo!

El padre Cejador se dijo: «Para muestra basta un botón», y sin ponerse a pensar que la gente ilustrada de Chile escribe mucho mejor: que Chile, con ser país tan adelantado e importante, no es toda América; que dondequiera cuecen liabas y que andan por allí cartas de gente del riñón de Castilla peores que las del chileno, ya que los que hablan y escriben mal lo mismo nacen aquende que allende el charco (estos aquende y allende puede ser que le gusten a mi ilustre amigo el padre Cejador), tronó con toda la fuerza de su indignación y de su sabiduría contra el continente entero, lanzando un delenda América, en su bello y valioso trabajo sobre el castellano en nuestros países.

-Ciertamente -me dijo el padre Cejador- he extremado la nota: comprendo que, aunque en Chile y la Argentina nuestro idioma anda muy malparado, en México, Perú y Colombia se habla mucho mejor... ¡Pero usted sabe que para que la crítica aproveche tiene que ser así... durita!

-Padre -le dije yo-, el castellano se habla bien y mal en todas partes: entre un argentino criollista y un catalán separatista, no sabría yo con quién quedarme. Pero, en cambio, dudo que en nuestro idioma se pueda escribir con más elegancia que la de un Rafael Obligado.

Hay en la Argentina un poeta, un muchacho, que levantó bandera de rebelión literaria: Leopoldo Lugones, y cuya osadía sabia y llena de pericia en la métrica nuestra ha sabido sacar un maravilloso partido de la lengua vernácula (este vernácula ya sé que le gusta al padre Cejador, porque la otra noche melo rió complacido en el Ateneo). Pues bien, Leopoldo Lugones, ultramodernista en sus procedimientos, sabe el castellano, sin embargo, como cualquier académico de la Española, y su admirable libro El imperio jesuítico, que nadie, ha leído en España, es un primor de buen decir, además de ser un primor de erudición histórica.

A Rubén Darío, que es intelectual argentino, ya que en aquella brillante tierra se formó, hombres de España tan notables como Valle Inclán, Azorín, Luis Bello, lo han calificado el primer lírico castellano actual, y el que dude de la estima en que aquí se le tiene que se lo pregunte a doña Emilia Pardo Bazán, a don Marcelino Menéndez y Pelayo y a las cartas americanas de don Juan Valera.

Y cito estos dos casos justamente porque podrían ser los más sospechosos.

En cuanto al vulgo, aseguro que tan mal habla en las Vascongadas o en Andalucía como en la Argentina o Chile.

¿Por qué, olvidar, por otra parte, que aquel don Rafael Ángel de la Peña, de quien también me ha hablado el padre Cejador, y aquel don Rufino Cuervo, a quien tanto admira, que continúa admirablemente a Bello, y que con su diccionario de Construcción y régimen está levantando uno de los máximos monumentos de la Lengua, nacieron en esta América donde, según el padre Cejador, se habla tan mal el castellano?

Confiéselo el ilustre autor de la Lengua de Cervantes: se ha dejado llevar por un prejuicio muy común y muy injusto, ese que nos niega todo a los de allá, para concedérselo todo al terruño, prejuicio tan petulante a las veces (no por cierto en el padre Cejador) que ha hecho decir a un indiano, bastante ilustrado por cierto, en varios círculos madrileños, que todo el movimiento de ideas habido en México en estos últimos años, y en el que se distinguen por diversos conceptos hombres que se han llamado y se llaman don Gabino Barreda, don Justo Sierra, don José Ives Limantour, el doctor Parra, los señores Macedo, etcétera, se lo debe a él!

Afortunadamente la juventud española piensa de otra manera. Preguntadlo al eminentísimo Unamuno, que llama a nuestra América, la España grande y la tierra de promisión.

Seamos, pues, justos, mi ilustre amigo.

Se puede saber el castellano y escribir versos que no se parezcan ni a las redondillas de Sinesio ni a los madrigales de Grilo, y no sólo se puede, sino que se debe, para que la lírica española, en la que supieron injertar savia tan vigorosa, y tan ajena a ella los Espinel, los Boscán, los Garcilaso, no se pudra en ese pozo de mediocridad y anodismo en que la dejó al partir el gran poeta Zorrilla.

Para concluir voy a citar algunas líneas de Azorín, en artículo a mí consagrado. Ellas han de ayudarme mucho en esta justísima defensa, ¡oh!, mi ilustre amigo don Julio Cejador, y acaso hagan en usted más mella que las razones que yo esgrimo:

«...y note usted que el más alto poeta que existe hoy en lengua castellana -dice J. Martínez Ruiz- es también venido de América; hablo del queridísimo Rubén Darío.

-Comienza usted a desvariar un poco, mi excelente y joven amigo. Yo le confieso a usted que no veo en estos poetas las grandezas y maravillas que usted advierte; la poesía castellana está en decadencia lamentable desde que Campoamor y Núñez de Arce...

-Perdón, perdón, mi buen señor; ya conozco esos viejos plañidos. Ante todo, estos dos poetas que usted acaba de citar, esperan todavía un entendimiento sereno y penetrante que haga la crítica de sus obras; temo que por lo que toca a Núñez de Arce lo hemos de poner en el mismo casillero modesto en que hemos colocado a don Manuel José Quintana. Y después, en cuanto a la decadencia actual de la poesía, yo le he de decir a usted que no hay tal decadencia, sino que, por el contrario, lo que existe es esplendor, fuerza, apogeo, puesto que nos encontramos en un período de renacimiento poético, como hace siglos no lo ha tenido España.

-Me deja usted un poco estupefacto; yo no sé qué pensar, mi buen amigo, ante sus paradojas.

-Nada hay más cierto, mi excelente señor, que el renacimiento de que hablo a usted. A mi entender Rubén Darío es un lírico de los que continúan la tradición, la línea, la estirpe maravillosa de los Berceo, Juan Ruiz, Garcilaso, Góngora, Espronceda y Bécquer; después de éstos, y por derecho propio, viene el autor de Prosas profanas. Y a su alrededor, o circulando en distintas órbitas, tenemos a poetas como Eduardo Marquina, autor de las admirables Elegías; a Juan R. Jiménez, el melancólico, a Antonio y Manuel Machado, a Francisco Villaespesa, a Antonio de Zayas, a Pérez de Ayala, el primitivo...

-Basta, basta, joven amigo; está usted haciendo la apología de los modernistas.

-Modernista no significa nada; es un vocablo absurdo; todo escritor, haya vivido en un siglo en que haya vivido, ha sido modernista; un poeta del siglo XIV era más moderno que otro del siglo XIII; los del siglo XXI serán más modernos que nosotros.

-Sí, sí, pero estos poetas están todos extranjerizados; no tienen fisonomía propia. Y luego, las cosas que hacen con la métrica...

-No hay un error semejante a éste. En cuanto a las innovaciones métricas, si lo innovado es bello, poético, debemos admitirlo desde luego; ¿quién ha trazado de antemano la forma y medida que deben tener los versos? ¿Por qué razón vamos a limitarnos a lo ya hecho y no podremos admitir formas nuevas? Los que crearon las formas viejas ¿no disponían de una libertad al usarlas? ¿Por qué motivos hemos de creer que esta libertad ha caducado y no se nos ha de conceder a nosotros? Vicente Espinel hizo una cosa inaudita, estupenda, terrible, en su tiempo. Inventó una forma poética nueva: la décima; es de creer que los viejos poetas de aquel entonces se escandalizaran, se horrorizaran ante, este desenfreno. Y, sin embargo, hoy este desenfreno de Espinel ha llegado a ser una tradición fundamental, esencial en poesía, y por un viceversa curioso, el verdadero desenfrenado y loco sería, para los viejos poetas actuales, el que atentase contra ella... «Y vamos al reproche de extranjerismo: menos fundamento si cabe tiene este anatema que el anterior. Las ideas, como las cosas, no son autóctonas, primeras; todo nace de, todo. Suponer que una idea puede ser original sería introducir en el universo una causa primera, algo no creado; es decir, sería romper la ley de causalidad universal, de concatenación fatal, de determinismo. Y claro está que esto es francamente absurdo. Las ideas nacen de las ideas; la lectura de una página interesante nos sugiere asociaciones ideológicas que antes no teníamos; todos los literatos saben que leyendo es precisamente cuando las ideas nuevas acuden a sus cerebros, y de este modo no es extraño que unas literaturas influyan en otras y determinen en tal o cual nación aletargada estados y movimientos literarios pujantes y desconocidos...».

¿Está usted convencido, mi eminente padre Cejador? ¿No? De todas suertes he de agradecerle que me haya escuchado, pues a usted debo estas páginas que llenan uno de mis deberes periódicos para con la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes de mi país.