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El estudio de la literatura en el bachillerato francés


El estudio de la literatura en el bachillerato francés, es excesivamente laborioso y amplio, como todos saben. Me fijaré únicamente en uno de los ciclos, suponiendo que el candidato escoge el más simpático de todos: «Lotin-Langues».

Por lo que respecta a los idiomas, nuestro amigo elegirá dos aparte, del materno. De esos dos, deberá hablar uno correctamente y en cuanto al otro, lo poseerá en grado tal que conozca, siquiera sea sumariamente, su literatura. Esto es por lo menos lo que se exige en la práctica, además del latín.

En cuanto a la lengua materna, al francés, el candidato deberá poseerlo gramatical y literariamente.

Por lo que ve a la literatura misma, el cielo en cuestión comprende la latina, desde luego aunque en la forma elemental en que la hemos estudiado nosotros los mexicanos, allá en los tiempos en que figuraba en los programas y en que se estudia aún en los seminarios.

Pero, ¿y la literatura francesa? ¿Bastará una bien ordenada crestomatía, uno de esos morceaux choisies que tanto abundan en las librerías parisienses? De ninguna manera. Se exige el conocimiento de toda la literatura francesa, desde la chanson de Rolando hasta nuestros días, y ese nuestros días supone même los poetas modernos y los escritores de la última hornada, cuya labor merece considerarse.

Y no se crea que una es la ley escrita y otra la práctica y que se puede salir del paso con estudios someros. Bastaría para convencer a los ilusos recordar lo que a un jovencillo amigo, recientemente, le preguntaron en su examen: desde luego la influencia española e italiana en la literatura francesa del siglo XVII; definición y explicación del conceptuosismo español y del concetismo italiano, si vale esta palabra. Fuentes españolas, además, de Guillén de Castro en que bebió Corneille sus inspiraciones; sentimientos e ideas que campean en el Cid del mismo; análisis de la obra de Fenelón; tendencias políticas que se advierten en el Telémaco, relativas a la forma de gobierno y que valieron al Cisne de Cambrai, más que el quietismo, el confinamiento a su región: prosa del Telémaco, cadencias y ritmos especiales que en ella se advierten; Malherbe y su obra, escritores y poetas del siglo XVIII. Pobreza de poetas en este siglo, razones por las que no puede considerarse a Voltaire como poeta; la obra de Andrés Chenier; Chateaubriand y su influencia en la estructura misma de la lengua francesa. Víctor Hugo. Los escritores, y poetas actuales.

Como se ve, no se trata, pues, de salir del paso. Cuando se ha dicho en los programas relativos que toda la literatura francesa, especialmente la del siglo XVII, se ha hablado con sinceridad. El candidato deberá conocer toda la literatura francesa.

Claro que hay infinidad de libros que se van modificando conforme a los nuevos planes de estudios, que se ajustan a ellos y que pretenden. servir de guía a discípulos y maestros; pero, claro también que, no estando autorizado ni admitido ninguno, la elección tiene que ser un poquito difícil. Estos libros son, por lo general, de trozos escogidos, aunque algunos pretenden llenar el requisito de amplitud requerida y la necesidad de leer la obra completa que pregonan los sistemas modernos, con mil arbitrios. Quién elige varias de las mejores páginas de un autor y enseguida reproduce una de sus obras, por entero, sistema que obliga a tomos voluminosos y a tipos de letra asesinos de la vista. Quién se contenta con un comentario preliminar sobre cada autor y algunos trozos escogidos del mismo; sistema inútil porque no hay profesor que quiera atenerse a otros comentarios que los propios, así como no hay módico que halle buena la receta del colega; quién, por último, sólo reproduce -eso sí, por entero- la obra maestra o una de las obras maestras de cada autor.

Quizá este procedimiento es el preferible, aunque requiere también libros voluminosos.

De todas suertes, fuera de las leyes o programas oficiales, no se puede decir que exista en Francia un guía fijo para el maestro, ni creo que se haya logrado ese sello de unificación que tanto buscan los modernos en la enseñanza, sobre todo en lo que atañe al juicio que el alumno debe formarse de cada autor. Aquí hay una amplitud enorme, dentro de la que caben así el criterio del abate, preparación de jóvenes ricos, como el profesor radical, de las extremas izquierdas escolares.

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¿Es, por lo demás, criticable la amplitud del programa francés? Yo creo que no. En la práctica se ve que, a pesar de ese enorme recargo de materias de que adolecen por lo general los programas latinos y de los inconvenientes que tiene para las comprensiones claras, metálicas y las retentivas permanentes, quizá por la belleza misma del campo ese que se espiga, el discípulo espiga con entusiasmo y, en efecto, cuando se gradúa de bachiller conoce el tesoro total de la admirable literatura de su patria, así las sorprendentes pinturas humanas de Lafontaine, como las epístolas maestras de madame de Sevigné, espejo da la prosa francesa; así las hondas observaciones sobre los hombres de su tiempo, de la Bruyère, como la filosofía histórica de Montesquieu; así las presas espléndidas de Voltaire, de Chateaubriand, de Michelet, como la poesía eterna de Vigny, de Hugo, de Musset, de Lamartine y de los grandes modernos.

En la primera enseñanza, los profesores han sido avaros de literatura antigua, y con razón, porque el niño tropieza penosamente con los arcaísmos, con la infinidad de giros que han caído en desuso o que ya no expresan lo que expresaban antaño; mas ahora, que se trata de jóvenes de diez y seis a diez y nueve años, por lo general, los programas de enseñanza abren a estas mentalidades más poderosas ya, más amplias y más lozanas, de par en par las puertas del santuario en que esplenden la poesía y la literatura francesa de otros tiempos.

Y así desfilan, engolosinando los espíritus: las pastorales estancias de un Thibaut de Champagne; los claros e ingenuos relatos del sire de Joinville, en que tan ideal surge la figura de Luis el santo; las crónicas palpitantes de interés de los rondeles elegantes de Charles d'Orleans; las delicadas ironías o suaves sentimentalismos de Villon; y luego toda la opulencia del siglo XVI: Marot, Ronsard, Bellay, Bellear, Montaigne, Malherbe, Racan, para entrar por fin a la maravilla del siglo XVII, rey de la poesía, y del siglo XVIII, rey de la gran prosa de Francia.

Así, pues, el recargo literario del bachillerato francés, pedagógicamente discutible, está de sobra compensado por la magnificencia del caudal mismo de prosa y poesía inapreciables que se le ofrece liberalmente al alumno, y que produce en su alma juvenil y generosa un noble deslumbramiento.