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ArribaAbajo- XXIX -

La mujer y la literatura española contemporánea


Una de las características de la mentalidad femenina en España es el desvío por las bellas letras, y con más razón aún por los estudios serios. Reina en este punto el mismo criterio que reinaba en Francia a principios del siglo. La mujer que escribe desciende en cierto modo de su nivel social y se vuelve casi piedra de escándalo para tales y cuales espíritus timoratos. Un articulista francés refería en días pasados las dificultades con que, debido a este criterio, luchó en otro tiempo cierta escritora compatriota suya, célebre en la actualidad. Su madre, una buena burguesa, se asustó cuando la joven le hubo manifestado sus deseos de dedicarse a la carrera de las letras:

-¡Cómo, hija mía! -exclamó la buena señora-. ¡Eso es imposible!

-¿Y por qué?

-Pero... ¿vas acaso a disfrazarte de hombre? ¿Vas a fumar cigarrillos?

En efecto, para las honradas señoras francesas de antaño, una escritora tenía que ser a la fuerza por el estilo de Jorge Sand, según le representaban las ilustraciones populares. Es decir, con un fez, un pantalón de húsar y una amplia blusa, y fumando cigarrillos.

En España, ninguna señora de la buena sociedad se asustaría por lo de los cigarrillos: todas los fuman. Pero por lo que ve a la literatura, pocas partidarias o ninguna habría de encontrar en la aristocracia.

Hay, sin embargo, una dama española, nacida en las gradas de un trono, que escribe: la Infanta doña Paz, y de la Reina Victoria se afirma también que tiene talentos literarios. Sólo que estos altos ejemplos no cunden por ahora en las clases pudientes. ¿A qué se debe? Yo creo que a la futilidad, a la agitación, al atolondramiento de la vida moderna, en la crema de los círculos sociales. La literatura, que tan de moda estuvo en el reinado de don Alfonso XII, ya no lo está.

Traído por Cánovas a raíz de todas las veleidades revolucionarias y de la República, este Rey quiso ante todo hacerse simpático, dominar la opinión, y uno de sus más felices arbitrios fue mimar a los escritores célebres.

No, era raro en aquella sazón que un poeta o un novelista se sentasen a la mesa real y acompañasen al monarca a excursiones de placer.

Naturalmente, la literatura, merced al regio padrino, se coló de nuevo por los salones, y hubo muchas duquesas que escribieron versos.

El espíritu sopla ahora de otro lado; el automóvil hace demasiado ruido para dejar oír el suave rumor de unos versos. Por otra parte, no hay tiempo de leer para esa gente que vive encendida en fiebre de movimiento, divagada y ansiosa, y como no se lee, no se escribe.

Pero, diréis, las mujeres de la clase media sí podrían escribir. ¿Por qué no lo hacen? ¿Por qué no imitan a las francesas?

En efecto, en este punto el contraste entre Francia y España no puede ser más grande. En Francia, donde según los datos publicados recientemente por una publicación popular, habría hace veinte años mil escritoras, hay en la actualidad nada menos que cinco mil, entre las cuales se cuentan una Daniel Leseur, una Judith Gautier, una madame Delaune Mardrus, una condesa de Noailles, una Gip, una madame Catulle Mendes y una madame Fernand Gregh.

En España, casi tenemos que reducirnos a citar un solo nombre: el nombre estimabilísimo de doña Emilia Pardo Bazán.

Hemos dicho casi, porque es claro que citaremos algunos más- pero dejando el primero solo y aparte, a fin de no amenguar los otros con comparaciones.

¿Debe por ventura atribuirse este desvío al fervor religioso? No por cierto; ya que un alto ascetismo no impidió, ni a Santa Teresa de Jesús, ni a la venerable madre María de Jesús de Agreda, escribir cosas tan admirables como las que escribieron.

Y vaya si fue piadosa también doña Concepción Arenal, lo cual no lo estorbó tampoco, por cierto, para señalarse tan brillantemente con sus prosas, con sus versos, con la alteza de su estilo y de sus pensamientos.

Piadosa, sí, y no sólo de palabra, sino de acción. No contenta con llevar a cabo innumerables obras de caridad, fundó un periódico, destinado especialmente a facilitar y multiplicar estas obras, y llevada de un espíritu cristiano, tan fervoroso como heroico, llegó hasta a ponerse al frente de las ambulancias del Norte, en la segunda guerra carlista.

Más aún: la obra por excelencia de su pluma es El visitador del pobre; es decir, una obra de piedad y de amor.

Quizá hay que asignar dos orígenes a la escasez de labor literaria en las mujeres españolas:

Primero, la oposición sistemática de los hombres.

Segundo, el hecho de que en España, como en Hispano América, la Literatura no sea todavía un metier productivo como lo es en Inglaterra y en Estados Unidos; como empieza a serlo en Francia.

Examinemos cada uno de estos dos capítulos:

Es un hecho, con respecto al primero, que el hombre de nuestra raza no cree, sino a medias, en el talento de la mujer. Sigue considerándola como un ser medularmente inferior, y juzga, por lo tanto, que en este camino de la Literatura ha de ganar poco y ha de perder mucho.

Ni aun los franceses logran desembarazarse del prejuicio de inferioridad intelectual femenina, por lo cual no es raro que espíritus tan amplios y libres como el de Emile Faguet escriban:

«Las inglesas y las americanas han trazado desde hace mucho tiempo el camino a las francesas. La mujer, además, es por excelencia educadora; tiene aptitud para llenar todas las funciones sedentarias, y la ensoñación debe conducirla fatalmente a la Literatura. Añadid a esto que en nuestro tiempo las mujeres han abordado todas las carreras. La de escritor parece fácil; no exige, en apariencia, ni aprendizaje ni gastos. Con algunos centavos de papel, una pluma y tinta, todos pueden esperar la conquista de la fortuna y de la gloria; las mujeres han logrado frecuentemente una y otra, porque si es raro que tengan ingenio, frecuentemente tienen talento».

Como ven ustedes, apunta aquí la más fina ironía del maestro, cuyo desdén protector por las escritoras se acusa demasiado.

El español -como el hispanoamericano- es más rudo y sumario que Faguet para sus juicios, y en vez de revestir su desdén con circunloquios, suele repartirlo con harta franqueza entre las mujeres que escriben.

Bastaría acaso para no multiplicar citas, recordar los ataques de que ha sido objeto doña Emilia Pardo Bazán. Se diría que su talento, completamente masculino, humilla a los hombres, sobre todo a aquellos a quienes, a pesar de su sexo dominador, no les ha sido dada ni la excelencia en el pensar ni la excelencia en la expresión.

No es extraño ni mucho menos que esta mujer, acosada y combatida, en cuyo talento tanto trabajo ha costado creer a los escritores, se haya vuelto hosca y se haya encerrado en su excesivo orgullo como en una fortaleza.

*  *  *

La segunda razón del desvío de la mujer española por la Literatura, decíamos que radicaba en el hecho de que aquí, como en Hispano América, escribir no es aún un metier productivo, como lo es en Inglaterra y en Estados Unidos y como empieza a serlo en Francia.

En los dos primeros países citados, el número de escritoras se llama legión. Los hombres, día a día, abandonan a sus colegas con faldas el arte de novelar. Casi todas las obras de imaginación son escritas por mujeres. Los escritores se dedican preferentemente a la Sociología, a la Economía política, al estudio de los grandes problemas modernos.

En cuanto a los productos de esta labor mental, no pueden ser más halagadores para las mujeres. Tanto en Inglaterra como en los Estados Unidos las novelas femeninas se venden por centenares de miles, y hay innumerables damas que, escribiendo, se ganan decorosamente su vida.

Por lo que respecta a Francia, ya decíamos al principio que, de mil mujeres que escribían hace veinte años, el número de las que escriben asciende en la actualidad a cinco mil.

Hay, sin embargo, pesimistas que juzgan que escribir es mal oficio: Coppée, entre ellos, que, interrogado acerca de lo que pensaba de sus colegas femeninos escribió:

«Les ha llegado a ellas también su vez de enfermarse de este el mal del siglo: escribir. Yo soy de la Academia desde hace veinte años; el número de libros que se nos envían se ha decuplado. El resultado de esta plétora no se ha hecho, por cierto, esperar. Por un fenómeno que puede parecer peregrino, pero que, sin embargo era fácil de prever, los lectores han disminuido a medida que los escritores producen más. La Literatura, que en otro tiempo era, un arte, se ha vuelto un oficio, un mal oficio, y, quizá por esta sola razón me admiro de que se dediquen a él las mujeres, que, en general, son más prácticas que los hombres».

No ha de ser empero un oficio tan malo -digo yo- cuando, lejos de desengañarse y desertar, el número de escritoras aumenta cada día. Por su parte, el articulista que citaba al principio es de mi opinión, pues comentando a Coppée, dice:

«¿Un mal oficio? Eso es discutible. Hay numerosos casos, que por delicadeza no precisamos aquí, en que una mujer abrumada por trágicos reveses de fortuna, ha encontrado en las letras, no sólo un consuelo, sino también una manera de ganar el pan muy honorable.

«Algunas de nuestras novelistas, sobre todo las que escriben novelas de enredo, colocan fácilmente su original para los folletines y ganan hasta ochenta mil más modestamente mil francos por año. Otras llega diez mil francos anuales, lo que constituye, si no la riqueza, cuando menos un modesto pasar. Hay también quienes se quedan en la miseria, frecuentemente por falta de trabajo; algunas veces por falta de talento. La prevención del público contra los libros firmados por nombres femeninos es cada día menor, aunque no ha desaparecido totalmente. Este prejuicio es el que constreñía a Jorge Sand y ha compelido a Daniel Lesueur a adoptar seudónimos masculinos. Muchos libros dicen todavía, hoy por hoy, que las mujeres, que son las principales, por no decir las únicas lectoras de obras de imaginación, no gustan de las obras firmadas por gentes de su sexo, quizá por un oculto sentimiento de celos; quizá también porque les parece menos interesante conocer el pensamiento de sus congéneres».

*  *  *

Quedamos, pues, en que en Francia escribir no es mal oficio.

Pero ¿y en España?

Yo recuerdo que en cierta ocasión Rubén Darío, en su nombre y en el mío, escribió a doña Emilia Pardo Bazán, pidiéndole que propusiese nuestra colaboración en un periódico en el que ella escribía.

Doña Emilia respondióle que no valía la pena de intentarse; que «era tan poco lo que a ella le pagaban, que le daba vergüenza confesarlo».

Esto acontecía allá por el año 1901; de entonces acá las circunstancias se han modificado apenas; la colaboración, así sea de maestros, se paga harto mal en España, aunque nunca tan mal como en nuestro Méjico, y la propia doña Emilia, que es una hormiga intelectual, que produce enormemente, no debe por cierto abundosa pitanza a su pluma.

El autor que más gana en España es don Benito Pérez Galdós, y él mismo ha confesado no hace mucho a un joven amigo suyo, que no podía aún soñar en vivir una vida tranquila de los productos de su labor realizada, con ser ésta y todo, tan sustancial y abundosa. Y cuenta que don Benito sabe de números y, como Shakespeare y como Víctor Hugo, administra hábilmente sus libros.

He aquí, pues, explicado, mejor que por otras razones, por estas dos examinadas, el desvío de la mujer española por la Literatura, que si, además de ser oficio fácil? le fuera productivo, tentaríala sin duda alguna.

En Inglaterra una gran cantidad de mujeres se dedicó a escribir novelas porque vio en ese expediente una manera honrosa de vivir.

«Desde hace tiempo -dice el articulista citado al principio de estas líneas- la situación, en este sentido, es neta y clara para las mujeres inglesas, quienes después de haber escrito en un principio, como está pasando en Francia, obras psicológicas encantadoras, se han deslizado de la novela puramente novelesca hacia las obras de documentación histórica.

»En cuanto a los americanos, quieren que la literatura sea el privilegio de la mujer y que los hombres se reserven el arte militar, las exploraciones, las finanzas, etc. De cuarenta volúmenes que aparecen en América, treinta son obras de mujeres. Mark Twain, hablando recientemente de este estado de cosas, afirmaba que un escritor masculino despertaría muy pronto en Estados Unidos el mismo estupor que un caballero que hiciese bordados o tapicería».

*  *  *

No obstante lo apuntado, podría yo citar algunas damas españolas cuya labor, precisamente por ingrata y mal comprendida, es más meritoria y que honran a su sexo y a su patria.

Mencionaré primero, haciendo abstracción, por harto conocida y citada, de doña Emilia Pardo Bazán, a doña Blanca de los Ríos de Lampérez. Esta señora se ha dedicado con mucho fruto a las investigaciones históricas, que tanto privan en España, y con especialidad ha desenterrado numerosos datos y documentos relativos a la vida y obras del maestro Tirso de Molina, cuya ilustre y simpática figura, gracias a su pluma, ha adquirido un relieve más extraordinario aún.

También a la literatura histórica se ha dedicado doña Magdalena S. Fuentes y acaba justamente de escribir un estudio, si breve, lleno en cambio de erudición y de amenidad, sobre La Mujer en el Teatro de Rojas y en el que hay síntesis tan bien logradas como la que contienen estos párrafos:

«Las mujeres de las obras de Rojas son más admirables por la filigrana del cincelado que por la originalidad de los caracteres, más populares por su calor humano que por su arrogante pujanza. Las protagonistas de Donde hay agravios no hay celos, de Don Lucas del Cigarral, de Amo y criado, son figuras repetidas hasta la saciedad en la dramática de entonces; pero que en las comedias del insigne dramático toledano se hallan como depuradas de muchos de los defectos inherentes al tipo, tal vez por una crítica certera realizada sobre las obras de los dramaturgos anteriores, tal vez por la suavidad de modelado y la irradiación de vida que Rojas supo prestar a sus figuras femeniles».

«Las heroínas de su teatro corresponden a los tipos generales de las comedias de la época; discretas y sagacísimas damas, que, bajo el velo del disimulo, tan favorable a equívocos e intrigas como el clásico manto de las tapadas, insinúan intencionadamente sus deseos; solteronas ridículas, varias y quisquillosas; criadas traviesas, interesadas y ladinas; labradoras cultas e integérrimas; mujeres, en fin, tales como tenían que producirlas los convencionalismos, el ambiente de hipocresía y los resabios pagano-escolásticos de la poesía, de la educación y de la cultura».

Citaré, después de la señora Fuentes, a la señora Carmen de Burgos Seguí. Esta dama ejerce en sus escritos una especie de apostolado feminista y escribe en los diarios, en el Heraldo sobre todo, del cual es corresponsal, actualidades de un estilo fácil y agradable. Ha publicado, además, novelas y cuentos.

Asimismo mencionaré a la señora Pilar Contreras de Rodríguez, quien ha dado a luz en estos días un tomo de versos, intitulado Entre mis muros. Tiene esta señora analogía con nuestra poetisa doña Esther Tapia de Castellanos, y suele acertar como ella en la expresión de los afectos y sentimientos de la familia y del hogar.

Sofía Casanova, otra dama española, dedícase a la novela y acaba de publicar asimismo una obrita, Lo Eterno, que es muy apreciable como ensayo y que ha merecido a un crítico muy escuchado conceptos como los siguientes: «Trata Lo Eterno un tema bastante repetido en la novela española y extranjera: el amor profano de un clérigo. Es un asunto genuinamente romántico en cuanto dramatiza el amor, dándole el atractivo de lo pecaminoso y convirtiéndole a la par en una fuerza trágica que se erige en destino de una vida. Pero la señora Casanova trata este asunto algo escabroso con todos los miramientos posibles. El eclesiástico de su historia no llega a caer en el pecado material de impureza. Peca con la intención y la fantasía, mas en el terreno de los hechos, su pecado se reduce a estorbar con una perfidia los amores de la mujer que le ha inspirado sentimientos mundanos con otro hombre. En realidad, no se diferencia mucho la sustancia de esta narración de lo que ocurre en las vidas de los santos. Se trata sencillamente de una tentación, como las muchas que refieren los hagiógrafos, y como el eclesiástico de Lo Eterno se arrepiente y acaba por ser un misionero ejemplar que da testimonio de la fe, creo yo que con algunos retoques de forma, Lo Eterno podría figurar sin inconveniente hasta en un santoral moderno. Acaso porque vivimos en una época de poca fe, ésta se ha vuelto más recelosa y desconfiada y no tolera ya lo que forma uno de los grandes motivos y uno de los más frecuentes temas de la literatura hagiográfica.

Más reparos que desde el punto de vista moral se pueden poner a la novelita de la señora Casanova desde el punto de vista literario, que es un punto de vista profano. Aparte de que estas tragedias íntimas de la tentación han perdido mucha fuerza en el ambiente de moralidad de las sociedades modernas, encuentro que la novela de Sofía Casanova es una novela más pensada que sentida y vista plásticamente.

Es una novela sin carne, concebida intelectualmente: escrita en suelto y elegante lenguaje, pero que no nos da una emoción intensa de realidad. Tal vez el asunto contribuye a ello. Acaso es muy difícil para la fantasía moderna trasladarse al estado de alma que supone la tentación y vivirlo con intensidad para reproducirlo en una fábula. El hecho es que entre los escritores que han tratado el mismo asunto que presenta la señora Casanova, son pocos los que han acertado a darle una profunda intensidad de sentimiento humano, como Galdós en Tormento, o una elevada idealidad simbólica, como Zola en La faute de l'abbé Mouret».

En Andalucía escribe lindos versos, y recientemente ha salido a luz un tomo de ellos, fresco y oloroso, Pepita Vidal, que singulariza en España el caso tan común en nuestra América española, de muchachas como María Enriqueta, como Dulce María Borrero, como Carlota Wathes, cultivadoras hábiles y graciosas de las nobles letras.

Podría citar aún a María de Atocha Ossorio y Gallardo, a doña Concepción Jimeno de Flaquer, tan conocida entre nosotros, y a algunas más; muy pocas confirman juntamente la regla de este asendereado desvío de la mujer española por la literatura, pero mi informe va extendiéndose más de la cuenta y por ahora pongo punto a mis disquisiciones.