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ArribaAbajo- XXXIII -

Los juegos florales en España


En lo que va del mes de Mayo, seis días apenas, se han celebrado ya en España dos juegos de flores: unos en Barcelona y otros en Sevilla.

En los primeros pronunció un discurso, muy notable por cierto, cuajado de erudición, como todo lo suyo, el muy ilustre don Marcelino Menéndez Pelayo. En los juegos florales de Sevilla, organizados por el Ateneo, el mantenedor fue el conocido poeta académico Cavestany, sevillano por más señas. El poeta premiado con la flor natural fue un Cavestany también, hijo primogénito del primero, y del que, usando un mexicanismo pintoresco, podríamos decir que tatea con acierto. No hay casi mes en que no se celebren juegos florales en alguna ciudad de la Península. La bella costumbre, lejos de caer en desuso, cada día se afirma y enraíza más.

Tiene no sólo la ventaja de mantener el señorío de los versos con su influencia amable y civilizadora, no cierto prestigio feminista que, naturalmente, place sobre manera a las mujeres jóvenes. En países como los nuestros, donde la mujer no está todavía habilitada para ejercer funciones políticas, donde no le abren las puertas de las academias, donde ni siquiera puede andar sola en las calles sin exponerse al alud de madrigales anodinos de la gente caldía, este reinado efímero, pero tan simpático, de los juegos florales, de las cortes de amor, la indemniza de situación subalterna y disciplinada, aumenta su poder y su influjo sin restarle gracia ni encanto alguno.

El delicado arcaísmo galante, merced al cual le ponemos en las manos el cetro, no altera en nada el ritmo de sus líneas y halaga toda esa innata delicadeza de su alma.

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En México, el poco tacto de algunos jurados y la vanidad quebradiza y amarga de algunos poetas han quitado a los juegos florales mucho de su encanto y espontaneidad. De desearse fuera, sin embargo, que volviesen a adquirir el vigor y el prestigio de antaño. Estas fiestas, en medio del trajín de nuestras ciudades, ponen una nota de cultura exquisita, reposan y elevan las almas, las sustraen un poco a todo el mezquino enredo de las diarias pasiones familiares, que endeblecen lo mejor de nosotros, y por último, dignifican a nuestras mujeres, dándoles así el desquite de una vida ingrata, erizada de pequeños deberes en la cual florecen tan pocas satisfacciones.