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ArribaAbajo- XXXVIII -

Composición literaria


El desarrollo de un tema literario es considerado hoy en día, por todos los pedagogos, como la prueba esencial de un examen y como el procedimiento mejor para el aprendizaje. No es raro, pues, que la enseñanza literaria conste casi exclusivamente de lectura y de composición; de composición sobre todo consistente en tomas determinados, que el alumno borda a su antojo y en los que por lo general apunta temprano el estilo.

Si se tiene cuidado de que estos ejercicios sean frecuentes, uno por semana, o cuando menos dos por mes, se advierte en breve un positivo adelanto en la expresión de la idea. La personalidad de cada alumno se va definiendo de un modo gracioso y pintoresco.

De fijo lo más difícil que hay en achaque de literatura es decir las cosas clara, elegante y simplemente. Todos en los comienzos tendemos a complicarnos, e impulsados por una vanidad infantil, ponemos la tienda entera sobre el mostrador según la expresión de un poeta amigo mío.

No nos contentamos con saber las tres o cuatro misérrimas cosas que hemos podido coger aquí y ahí, sino que ponemos nuestro empeño en que los demás sepan que las sabemos. No es, pues, raro que en las composiciones de los alumnos haya citas, apuntes filosóficos, neologismos... Y hasta construcciones nuevas. Al cabo de medio año todo esto ha desaparecido y el estilo se vuelve sencillo, consistente y bruñido, hasta donde es posible.

Pero hay todavía un inconveniente mayor que el apuntado, y es la sequedad, a saber, el extremo contrario.

De esto adolecen los alumnos por lo general: las alumnas casi nunca.

A cierta edad, la imaginación de la mujer es mucho más fértil que la del hombre. (¿Y después?)

Los alumnos suelen presentar composiciones de una concisión telegráfica. En ocasiones hasta más breves que el tema mismo, enunciado en unas cuantas líneas. Las alumnas, por el contrario, fácilmente novelan, a veces con ingenuidad encantadora.

Un conocido profesor francés, a este propósito refería en días pasados, al resumir sus impresiones de fin del año escolar, una deliciosa anécdota, que no resisto a la tentación de contaros.

Se trata de una de las llamadas «composiciones de estilo» en cierta clase de cierta escuela parisiense.

El tema que debía desarrollarse era éste: «Las alegrías del marino a su vuelta al hogar».

Las alumnas bordaron más o menos ese tema, pero sin gran sinceridad porque muchas de ellas jamás habían visto el mar. Sin embargo, casi todas procuraron pintar, con briznas de recuerdos de sus lecturas, el contraste entre los peligros del viaje y la calma del ansiado puerto. Tal era la idea dominante. Ciertamente el «marino» del tema hubiera estimado modestas las «alegrías» que las alumnas le decretaban según sus gustos personales, y que eran un poco insípidas... Pero hay que convenir en que tampoco se les pedía un cuadro realista.

En muchos de los temas, el marino era un buen hijo que, durante todas las pruebas de la navegación, no había pensado más que en su vieja madre, que lo esperaba ansiosamente. Volvía, en efecto, con economías considerables, y renunciaba en adelante al mar, para consagrarse por entero a la autora de sus días.

Muy prácticas las pequeñas escritoras, no se imaginaban que el mar, con todos sus peligros, pudiese ser una pasión, y llenas de ilusiones transformaban a todo marino después de una larga travesía en Nabab.

Había sin embargo algunas que, mujercitas al fin, hablaban de las satisfacciones íntimas del viajero que volvía a su hogar, y describían los regalos que de lejanas tierras había traído a sus amigas y parientes. ¿No era esto lo principal? ¿Quién pensaba en las fatigas pasadas?

*  *  *

Pero la pequeña Margarita X abarcó más ampliamente el asunto, e imaginó con una encantadora ignorancia de la vida toda una historia complicada. Esta historia es impagable.

Margarita tiene buen corazón y no dejó de pensar en el aislamiento de aquellos seres a quienes al embarcarse dejan los marinos, a veces por años enteros. Su narración ponía en escena, del más peregrino modo, al teniente Dorval y a su joven esposa.

¡Oh, con cuánta pena veía la señora Dorval embarcarse a su marido cada vez que éste partía! Iba a acompañarlo hasta el muelle, y largamente, cuando el buque dejaba el puerto, agitaba el pañuelo. Pero cuando el marino no era ya más que un punto en el espacio, sentíase la infeliz muy sola. Si a lo menos tuviese un niño que la consolara y a quien hablar del ausente! Pero no, ni un bebé!

Un día, el señor Dorval tuvo que partir para un viaje que debía durar siete años. Ya imaginaréis si los esposos estaban afligidos, y si de nuevo se lamentaban de la obstinación del Cielo en permanecer sordo a sus deseos.

Pero el señor Dorval era un hombre animoso; se hizo a la mar, y todo aconteció a maravilla para él.

Vino por fin el momento del regreso. Desde el puente de su buque el marino buscaba a su mujercita, a quien felizmente distinguió en el muelle. Pasemos por alto las primeras efusiones y lleguemos al pasaje delicioso por excelencia.

«Ven pronto a casa -dijo la señora Dorval-; tengo una sorpresa para ti». Él, sin adivinar de qué se trataba, siguió a su mujer, que iba tan deprisa como podía. Llegaron a la casa, y allí, en una cuna, su mujer le mostró de pronto lo que siempre había tan vivamente deseado: dos lindas criaturas, la una de un año, la otra de dos, y a cual más rubia, que le sonreían, y le tendían sus bracitos. Al ver esto el señor Dorval creyó volverse loco de gusto. Por fin sus votos estaban colmados.

Cayó de rodillas y dio gracias al Señor por haberle hecho padre, en tanto que lágrimas de alegría inundaban su rostro.

La pequeña Margarita se sentía muy orgullosa de su composición, y no comprendía en absoluto por qué los elogios que le hacían iban mezclados con risas. ¡Oh santa simplicidad y cándida inocencia! Poneos en lugar de los profesores. ¿Qué habríais hecho? ¿No era lo mejor dar resueltamente el primer premio a la niña?

Pues eso se hizo.

Y he aquí -concluye el narrador- algo que honra la moralidad de nuestras escuelas.