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Los iliteratos en el ejército y en la juventud francesa


En estos momentos agita la opinión francesa un asunto por todo extremo interesante: la disminución del analfabetismo en los conscritos o reclutas que llegan iletrados al regimiento. Hace cuarenta años, un 25 o 30 por 100 de jóvenes franceses no sabía ni leer ni escribir. Desde que se estableció la República esta proporción se ha reducido de tal suerte que ahora apenas si un 5 o un 6 por 100 se hallan en ese triste caso.

Pero Francia tiene de vecinas dos naciones que aguijonean saludablemente su amor propio: Alemania y Suiza, y sabe perfectamente, porque consulta sin cesar las estadísticas, que apenas si uno o dos soldados suizos de cada cien son analfabetos; mientras que en el censo militar francés de 1907 había más de once mil jóvenes que no sabían ni leer ni escribir, y cinco mil de los cuales se declaraba «que no se había podido comprobar su instrucción». Así, pues, veinte mil soldados franceses, según la estadística, son incapaces de escribir su nombre, y están privados de los menores rudimentos de instrucción primaria.

Si entre nosotros aconteciese esto, con qué sonrisa de complacencia lo sabríamos. ¡Imaginad, por un momento, que en México sólo el 5 o 6 por 100 de los jovencitos mayores de doce años no supiese leer ni escribir! ¿Concebís felicidad más grande? Pero Francia no puede consolarse con esto. Francia quiere que en la enorme masa de su ejército, compuesto de jóvenes que son lo mejor de la nación, no haya uno sólo analfabeto. ¿Qué idea de Patria, de deber, de sacrificio, piensan aquí, puede tener un soldado que no sabe ni leer?

Se ha dicho hasta la saciedad que los vencedores de 1870 no fueron Bismarck ni Moltke, sino los maestros de escuela alemanes, y Francia no ha olvidado esto. Así, pues, nada menos que 200 diputados republicanos de todos los matices han firmado una proposición de ley, cuyo fin esencial es señalar al país el mal de que vengo hablando.

Uno de estos doscientos firmantes, el diputado por el Sena, Fernando Buisson, razonando la antes dicha proposición de ley, se expresaba de esta suerte:

Sin perjuicio de todas las otras medidas legislativas y administrativas que sean necesarias, queremos que se haga en Francia lo que ha tenido un éxito maravilloso en Suiza, a saber: al día siguiente del voto de la Constitución que colocó el ejército bajo la mano de las autoridades federales, Suiza estableció en 1875 un examen anual de reclutas, desde el punto de vista de la instrucción. Se trataba de una especie de certificado de estudios, un poco más completo que el francés, al cual se somete a todos los jóvenes reclutas.

Este certificado de estudios comprende cuatro pruebas: lectura explicada, redacción, cálculo mental y escrito, conocimientos cívicos (historia, geografía, instituciones nacionales).

El resultado se pone de manifiesto año por año merced a estadísticas que son interesantísimas. Se trata de un doble resultado. De una parte, a fuerza de energía y de perseverancia, se ha extirpado la plaga de los iletrados: en 1906 de 28.000 hombres sólo 17 no sabían leer de corrido. Por otra parte, y éste es el más admirable efecto de la institución, el promedio general se ha elevado de tal suerte que un 39 por 100 del efectivo militar total ha obtenido un conjunto de notas superior a la media, lo que supone una elevación general del nivel de la instrucción popular en la masa de la nación que es por todo extremo apreciable.

¿Cómo ha podido lograrse este milagro en menos de una generación?

Únicamente por la fuerza de la opinión pública despertada, estimulada, aguijoneada por la publicación de los resultados. El amor propio de los individuos y de las familias, el de las poblaciones, el de las autoridades diversas, ha barrido todos los obstáculos.

Sin copiar punto por punto el sistema suizo, dice monsieur Buisson, queremos retener la idea esencial: que haya a la entrada al regimiento un examen individual, serio, obligatorio. No pedimos que reciba el amplio desarrollo que se le da en Suiza. Por restringido que sea, una vez que exista, producirá en la juventud que haya llegado a la edad militar cuando menos tanto efecto como nuestro humilde certificado de estudios en la juventud que ha llegado a la edad escolar.

*  *  *

Y dirigiéndose a los maestros de escuela, el diputado Buisson les dice calurosamente: -Lo que os pedimos, señores institutores, es que nos ayudéis a esclarecer la opinión pública. Es que aprovechéis el momento de emoción oportuno. La ocasión es propicia para enderezar cierto número de errores, para disipar muchas ilusiones en que se complace nuestra pereza.

El nuevo proyecto de ley, que la Cámara votará sin duda alguna, os pide, señores maestros, que desempeñéis un nuevo papel. El inspector primario será directamente quien, guiándose por el cómputo de faltas señalado por vosotros mismos, hará requerimientos, perseguirá a los faltistas que son verdaderos delincuentes, y pedirá para ellos los rigores de la ley.

Esta misión sin duda vosotros la aceptaréis sin titubear. No temeréis las recriminaciones que podrá valeros. Pero con una condición, y es que, por su parte, la nación haga en vuestras clases lo que hace fuera de ellas: todo lo necesario para justificar los rigores de la ley. A condición también que la caja de escuelas esté lista para ayudar, para levantar a las familias indigentes cuya negligencia tiene por excusa la miseria; a condición, por último, de que los reglamentos escolares se adapten y diversifiquen lo que sea necesario, para hacer a todos más fácil la frecuencia de la clase, según los lugares, las estaciones y las ocupaciones del país.

Y obteniendo esto, diréis aún (y seréis oídos) que Francia es el país que más ha reducido el período escolar y que nuestras leyes necesitan en este punto una corrección inmediata. Todos nuestros vecinos, con excepción de España e Italia, hacen durar la escuela primaria hasta la edad de catorce años cumplidos: todos estiman que permitir al niño que abandone la escuela, para aprender un oficio, a los once o doce años, es un acto de absoluta imprevisión social y que no aprovecha en realidad ni a las familias ni al trabajo nacional.

Y diréis aún que, aun cuando la asistencia a la escuela esté asegurada, en Francia, como en todas partes, hay que someterse a la ley de la naturaleza. Un niño que deja todo estudio a los doce años, y que está sometido sin remisión a la dura ley del trabajo manual no interrumpido, en los campos y en el taller, olvidaría forzosamente lo que mal o bien ha aprendido en su rápido paso por la escuela. El mayor número de iletrados se compone, no de jóvenes que no saben leer, porque desde los doce a los veinte años han olvidado lo que aprendieron. En casi todos los países vecinos se han establecido clases complementarias obligatorias de los catorce a los diez y siete o diez y ocho años, a razón de algunas horas por semana, tomadas de las horas de trabajo. Casi todas las legislaciones suizas y alemanas contienen este artículo: «Se prohíbe dar clases a los jóvenes aprendices u obreros, después de las siete de la tarde».

Es fuerza que nosotros votemos una ley semejante si queremos alcanzar a los países que nos han ganado terreno.

«Todas estas son verdades nuevas en Francia» -dice Buisson-. ¿Y en México, pregunto yo a mi vez? «Es difícil hacerlas entrar en los espíritus», añade, y habría que decir en la conciencia pública.

Señores maestros -concluye monsieur Buisson-, no vaciléis en defender ante la nación la causa de esos ignorantes, de esos incultos, de esos iletrados de ahora y de mañana, a quienes hay que salvar, que instruir, en interés propio y en bien de la patria.

*  *  *

Pero, digo yo, ¿es que el ideal de una nación tan culta como Francia puede satisfacerse con que los jóvenes del pueblo, destinados todos durante dos años al ejército, sepan leer, escribir y contar?

No, este ideal sería demasiado raquítico, demasiado modesto.

El soldado debe ser, si es posible, un hombre instruido, un poco literato, un poco artista.

¿Habéis leído, cuando la guerra ruso-japonesa, que tantas sorpresas produjo al mundo y cómo empleaban sus ocios los ejércitos del Mikado?

Era, frecuente, en los intervalos de reposo, ver a los simples soldados japoneses ya pintando hermosas acuarelas, estilizadas y finas, ya escribiendo sus impresiones, ya... componiendo versos.

¿Qué raro es que haya vencido un pueblo cuyos simples reclutas poseían una mentalidad tal?

Ciertamente, y a pesar de la opinión apuntada arriba, no es la ignorancia la que impide los heroísmos. Guzmán el Bueno no era un letrado. Juana de Arco no sabía teología ni cánones. ¿Pero no es mejor, por fortuna, en la guerra moderna, no sirve más a la patria el tranquilo y lúcido (lúcido sobre todo) cumplimiento del deber? ¿No influye en gran manera en la victoria la iniciativa personal del soldado, cuando va guiada por una instrucción sólida?

No es el número ni el valor de los soldados lo que triunfa en la guerra moderna: es la calidad de los mismos. La táctica personal colaborando, no mecánica, sino inteligentemente, con la táctica de los estados mayores, y completándola en el detalle.

He aquí cuál debe ser, pues, nuestro sueño, el sueño de todos los países civilizados, mientras subsista la posibilidad absurda y bárbara de la guerra: no sólo que cada soldado sepa leer de corrido y escribir su nombre, sino que sea cada uno de ellos un hombre medianamente instruido.

Para lograrlo, hay que evitar, desde luego, y por cuantos medios estén a nuestro alcance, que los muchachos de las clases humildes entren a los talleres antes de haber completado su instrucción secundaria. La ayuda que sus familias creen obtener de ellos será inmediata, es cierto, interrumpiéndoles su instrucción, pero en cambio engañosa y nula al cabo de poco tiempo. En efecto, el aprendiz de doce años se volverá analfabeto y acabará invariablemente (acechado por las malas compañías y por la taberna) en la cárcel o en el hospital.

Para los aprendices incultos queda el remedio de la escuela de adultos. Pero por ningún concepto, la escuela nocturna. La escuela nocturna es nula en este caso. Viene, después del horrible trabajo del día, a ser una pena más, y todos sabemos que el aprendizaje con pena y esfuerzo excesivos se vuelve nulo también.

Se necesita un gran deseo de instruirse, deseo que es cándido suponer en todos los individuos de nuestro pueblo, para, después de las fatigas del día, emplear fructuosamente las primeras horas de la noche.

La clase para adultos debe llenar una condición esencial: que en ella se sustituya un trabajo a otro, el intelectual al manual; debe darse en horas de faena, exclusivamente. El aprendiz, el obrero, saben así que la hora o las dos horas diarias que gastan en aprender, no son un exceso de tarea, sino una agradable variedad dentro de la tarea; que esas horas, dándoles labores de espíritu, les restan, en cambio, quehaceres materiales. Y así irán al estudio con verdadero amor y deseo.

Cuán sabia es, pues, la legislación suiza que todos debemos implantar en nuestros países y que tan discreta y concisamente resuelve el problema:

«Queda terminantemente prohibido dar clases a los aprendices u obreros jóvenes después de las siete de la noche».