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Libros de niños. -Libros para niños. -Los niños en la vida y en el arte


Quéjase una escritora portuguesa de que en nuestra literatura latina, tan fecunda y tan rica, con suma dificultad se encuentra, o no se encuentra del todo, a esa deliciosa flor humana que se llama el niño, idealizada por la pluma de los grandes escritores.

El niño dice poco o nada a los novelistas y a los poetas de Francia, de España, de Portugal y de nuestra América.

Yo más que nadie he tenido ocasión de comprobar esto en mis arreglos de lecturas para los niños mexicanos. Frecuentemente me he leído a un poeta, a un novelista, de cabo a rabo, de cuerito a cuerito, sin encontrar una página adecuada o sobre los niños o para los niños. Esto por lo que ve a los autores «viejos» de México, que por lo que ve a la mayor parte de los nuevos, son algunos de ellos tan complicados, tan sensuales y tan amigos del léxico raro, que me ha acontecido repasarlos con la mayor diligencia y la más paciente solicitud, sin dar con una sola página suficientemente diáfana y tersa para la pura y luminosa mirada de un niño.

Debo hacer constar que de «los nuevos» de América, Rubén Darío es quien más fácilmente me ha dado páginas muy bellas para la infancia. Pero Rubén Darío es toda la lira, lo ha comprendido todo, lo ha sentido todo...

En México, fuera de las candorosas poesías de Rosas y de los Cantos del Hogar, los niños no tienen literatura... Pero consolémonos: no andan mejor provistos nuestros hermanos de la América del Sur y de España.

Compuse hace más de tres años un libro de Cantos Escolares, dolido de ver lo que se cantaba en las escuelas y en los coros de muchachos, y no me fue posible encontrar, entre tanto músico sabio como tenemos, uno solo que patrióticamente se decidiera a ponerles música: una melodía cualquiera.

Fue preciso recurrir a un músico extranjero, pero éste se mostró con el editor tan exigente y difícil en asunto de dinero, que no les fue posible convenirse y el libro se fue al cesto.

Pero oigamos a la escritora portuguesa. Entre los escritores franceses, en su concepto, hay algunos que escriben en forma autobiográfica, poniendo en escena un personaje ficticio, que evoca y describe su infancia. Pero sólo lo hacen con el propósito de preparar la juventud de su héroe.

No so abandonan ingenuamente a su trabajo de psicología infantil, libres de preocupaciones de otro orden: de aquí el poco valor de esas notas sin exactitud. La gente que las lee hácelo con precipitación, ansiosa del momento en que el héroe del libro, desciñéndose el infantil disfraz, se lanza al duro combate de la vida, a sus peripecias y a sus pasiones.

El niño, en la literatura francesa, casi no existe.

En la obra colosal de Balzac, de ese Balzac que a medida que se interna en el tiempo se vuelve más asombroso y más grande, en vano se busca un niño que haga reír, que ilumine la vida de los personajes del gran creador de almas, a quien los siglos futuros pondrán al lado de Shakespeare (a cuyos pies lo puso ya Taine).

Jorge Sand, que fue madre, y madre tan extremosa; que fue abuela, y abuela de tal suerte adorable, no nos hace sentir al niño en ninguno de sus libros. Nos cuenta, en la Historia de mi vida, su propia infancia, pero tan excepcional es ésta, tan diferente de las otras, que quien la lee percibe perfectamente que no son así los niños que conoce.

Quizás Víctor Hugo sea, en toda la literatura francesa, quien mejor ha traducido el alma infantil, poniendo en escena a sus nietos Juana y Jorge; pero desgraciadamente no ha tenido imitadores.

Yo conozco dos novelas francesas modernas que se refieren a niños: Clara d'Ellébeuse hondo y sutil Francis Jammes, y Poil de Carotte, de Jules Renard... pero se trata de dos morbos. Clara d'Ellébeuse, en que se adueña de nosotros toda la enfermiza y sutil psicología de una niña que se cree fecundada por un beso, y en cuanto a Poil de Carotte hay en sus páginas una psicología hábil, pero llena de perversidades.

Por lo que ve a la autora portuguesa a quien hemos venido citando, encuentra antipática y repelente la infancia de Juan Jacobo Rousseau, contada por el gran filósofo, y poco amable la niñez de Vallis, referida asimismo por él.

No opinamos como la autora en cuestión, pero si juzgamos que la infancia de Juan Jacobo no es de las que digiere cerebro infantil alguno, y en cuanto a Vallis, rebelado desde la cuna, en precoz efervescencia de odios y es de aquellos a quienes se puede aplicar la frase que a Benvenuto Cellini fue aplicada y que él cita en sus Memorias: «Nació con la espuma en la boca».

En la literatura portuguesa y brasilera no existe tampoco el niño, como afirma la citada escritora y como es la verdad.

Nunca convergen sobre su fisonomía encantadora y misteriosa los rayos de luz de una comprensión genial.

Nunca es el asunto en torno del cual otros se congregan.

En la literatura italiana sí encontramos alentadoras excepciones. En el Piccolo Mondo Antico, de Fogazzaro, el personaje más interesante, embelesadora y deliciosamente estudiado, es una pequeñuela.

¡Qué magia de figurita! ¡con qué encanto infantil conversa! ¡cómo va desarrollándose a nuestros ojos! ¡qué goce proporciona el verla moverse, andar, brincar, discretear, preguntar!... ¡cuánta gracia en sus pequeños defectos de curiosa, de observadora de lo que en derredor acontece!

Aparece ante nosotros viva y natural, sin más idealidad que la del arte, que aureola su cabecita airosa.

El libro todo está admirablemente escrito, aun cuando nuestra autora declara que una vez muerta la niña (Fogazzaro tiene la crueldad... o la misericordia de matarla) ya nada más le interesa en esas páginas, notables sin embargo.

Pobre flor de poesía creada por un poeta y apagada luego por su soplo «como se apaga una luz»...

No creo necesario citar, como otra excepción italiana, el Diario de un niño (Corazón), de Edmundo de Amicis.

Pero, desgraciadamente, la literatura de Italia no es muy pródiga de figuras infantiles...

Cierto que si los italianos y españoles destierran de la literatura a los niños, no los destierran del arte: ejemplos, los Bambinos de Rafael, los ángeles y querubines de toda la pintura italiana, y los Dioses niños del resplandeciente y dulce Murillo! Y sin embargo, nada sucede ser más interesante, más sugestivo para una pluma experta, que esas almas nacientes, que se abren «como una flor misteriosa», que esas inteligencias que asoman a la vida llenas de curiosidades y de interrogaciones y cuya sensibilidad es un misterio insondable.

Pero veamos ahora el reverso, el hermoso reverso de la medalla.

¿Dónde?

En la literatura anglo-sajona.

Ésta, en asuntos infantiles, es riquísima. El niño pasea triunfalmente por sus páginas, como, por lo demás, pasea triunfalmente, por la vida.

Recuerdo haber contemplado un cromo inglés con cierto deleite.

Llámase, si mal no recuerdo, Su majestad el niño, y nos muestra el espectáculo de una de las calles más populosas de la inmensa Londres, en la cual todo el mundo de peatones, de cabs, de carros, de ómnibus, de vehículos de todos géneros se detiene ante el imperioso signo de un policeman, a fin de que pase de una acera a otra, de la mano de su nodriza, un bebé de dos o tres años!

Este cromo, que hace suavemente sonreír, nos dice todo lo que es el niño en la vida inglesa.

¿Qué tiene, pues, de extraño que, siendo tanto en la vida, su delicada y cándida silueta se proyecte sobre muchas de las mejores páginas literarias de esos cultos pueblos que se llaman la Gran Bretaña y los Estados Unidos, como la flor más preciada de una raza noble y potente?

Distínguese la literatura inglesa -como lo hace notar la señora Vaz, a quien vengo glosando- por la agudeza penetrante en el análisis de los caracteres que lo pertenecen, y no se limita a estudiar al hombre y a la mujer ya hechos, ya modificados por la acción de la vida, ya gastados en sus aristas más ásperas por el contacto permanente de sus semejantes, desfibrados ya por la fuerza brutal de las circunstancias externas; sino que va a buscar la raíz de los sentimientos, de las tendencias, de las pasiones, de las energías (que después nos hieren y sorprenden en el hombre y en la mujer), en el alma reveladora del niño...

Como en Inglaterra hay muchas mujeres de talento y algunas de genio, que tienen consagrada su vida a la literatura de ficción, y como el instinto maternal puede ser olvidado, eludido, discutido, si se quiere, pero nunca destruido enteramente, las novelistas inglesas que no tienen hijos descubren esa maternidad ideal del arte y del libro, que las compensa y consuela de la falta de la otra.

Las novelas de miss Yonge, tan amadas de la juventud, están llenas de niños, de la vida de los niños, de su ir y venir incesante y expresivo.

En Villete, de Carlota Bronte, que es una escritora genial, hay en las primeras treinta páginas una obra maestra de psicología infantil.

Se trata de una niñita de cuatro o cinco años a quien su padre adora y llena de mimos y a quien, en vísperas de un largo viaje necesario, se ve obligado a encomendar a una vieja amiga.

Con esta materia prima elemental, hace miss Bronte un cuadro que bastaría para consagrar su nombre.

¿Y las dos criaturas de la novela de Eliot: The mill on the floss?

¡Qué magistral pintura de la mujer y del hombre inglés!

¡Qué encanto de evocación! ¡qué primor descriptivo! ¡qué milagro de intuición moral!

El rapaz Tom es el tipo admirablemente fijado del chicuelo que será un hombre inglés, vulgar.

Es brutal, egoísta, busca-pleitos, autoritario; consciente de su superioridad absoluta de hombre, como más tarde lo estará de su superioridad absoluta de inglés...

Jamás tiene para la hermanita, que le adora, una frase, una palabra de ternura, una expresión de agradecimiento. Todo le es debido a ese pequeño tirano, que en la libertad y la abundancia de la vida rural irá adquiriendo y desenvolviendo fuertes músculos, capacidad de trabajo, endurecimiento físico y moral, conciencia de su máscula soberanía, de su poder de gobernar sin nunca ser gobernado.

En cuanto a ella, la pequeña Magda, será más tarde la gran escritora que se llamará Jorge Elliot, y por tanto debemos verla bajo este aspecto excepcional. El libro es, sobre todo, la más viviente de las autobiografías. Pero en ella resalta una deliciosa figura infantil, llena de gracia, de capricho y de abnegación inconsciente.

Si la mujer inglesa tiene una infancia así, ¡qué extraño es que sea la bella creadora de razas y de naciones que han ocupado tanto lugar en la historia!

Las escritoras que no tienen la sensibilidad aguda y mórbida de Carlota Bronte, ni la genial simpatía humana de la celebérrima autora de Adam Bebe, poseen, sin embargo, a juicio de la señora Vaz, un instinto que las lleva a buscar en el niño un elemento de profundo interés para sus estudios de caracteres.

Y es ésta una de las cosas que hace que una novela inglesa mediana sea de lectura más útil, provechosa o instructiva que una novela continental (para hablar como ellos).

Es el estudio del carácter humano, en sus infinitas modalidades, el tema predilecto de los escritores de Inglaterra.

Ahora bien; la clave del carácter del hombre está en el carácter del niño, y está en él asimismo la clave del carácter de la raza.

¿Por qué los latinos, los hispanoamericanos, los mexicanos, que tenemos tan curiosos ejemplos de psicología infantil, desdeñamos esta literatura?

El niño de nuestra raza se desenvuelve más rápidamente que el sajón y muestra más temprano que él una individualidad definida. Todas sus cualidades, todos sus defectos, todas sus energías se ostentan en germen antes de los diez años, con una vivacidad que sorprende.

Hay en él precocidades admirables, réplicas o interrogaciones verdaderamente desconcertantes. El carácter idealista, imaginativo, ardoroso de la raza, se revela en todos sus actos, a veces muy fuera de razón y de un modo personalísimo e intenso. Y, sin embargo, nuestros escritores andan a caza de problemas sociales que aún no se plantean en nuestro medio en formación, o sobre el eterno hierro del amor, o se enfrascan en la voluptuosidad de historietas afrodisíacas...

El único que ha procurado en México desentrañar la psicología infantil, analizar esos espíritos misteriosamente embrionarios de nuestros niños, ha sido -hay que hacerle justicia- Ángel de Campo (Micrós).

Hay en su obra, desmanejada a veces y mal estilizada otras, pero siempre sincera y siempre basada en la verdad y en la vida, niños admirablemente sorprendidos. Él sí se ha asomado al alma de la infancia y la conoce tan bien como el inmortal autor de ese Tom Sawyer que, barajado con La mula y el buey con las aventuras de Paconito Migajas y otras lindezas de Pérez Galdós (bien escritas, pero mal vistas), interesaba hasta el delirio a nuestros alumnos de primer año de Lengua Nacional.

¿Por qué la Secretaría de Instrucción Pública no patrocina un concurso de novelas de niños, de estudios de almas infantiles?

Haría un gran bien, porque no se puede mejorar una raza si no se la conoce, y no se conocen ni las energías, ni las aspiraciones, ni los defectos, ni las cualidades de una raza, si no se ha familiarizado uno con sus niños, si no se ha asomado uno al alma en germinación de sus niños, si no ha sabido uno amarlos, comprenderlos y dirigirlos.