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ArribaAbajo- III -

La novela. -Los Goncourt. -Incerteza de la vocación. -La vida. -Obras en colaboración. -La lucha. -Muerte de Julio. -Edmundo solo. -La labor de Edmundo. Significación de los hermanos


Dice terminantemente Pablo Bourget: «Nadie, desde Balzac hasta nuestros días, modificó en tanto grado el arte de novelar como los Goncourt: de ellos se deriva el autor del Asommoir y de ellos también el del Nabab». Pudo añadir muchos nombres ilustres -no sólo de novelistas.

He querido anteponer la cita a lo que voy a decir de estos autores, de los cuales conocí a uno, Edmundo, asistiendo a su cenáculo, que sustituyó al de Flaubert: el famoso grenier de Goncourt, lleno de obras de arte exquisitas. Edmundo fue sin duda el más distinguido, en trato y modales, de los literatos de su generación; nada poseur o afectado (aunque otra cosa pudiese deducirse acaso de la lectura de sus libros) y sensible a la inocente adulación del   —68→   afecto, en medio de su soledad de viejo celibatario, que conllevaba cultivando las inofensivas manías de coleccionista, tan influyentes en su literatura.

Edmundo y Julio de Goncourt pertenecían a lo que en Francia se llama nobleza de toga; su padre militó en los ejércitos del gran Capitán del siglo. Un ascendiente suyo obtuvo el señorío de Goncourt; desde entonces usó tal nombre la familia, y es curioso cómo los hermanos lo reivindicaron con energía ante los Tribunales y en la prensa, cuando se lo quisieron negar. Por lo que hace a Edmundo, diré que tenía aire militar y aristocrático. Su padre se había portado como un valiente en la Moskova y en otros hechos de armas; después de Waterlóo, retirado, se casó, y nacieron Edmundo en 1822 y Julio en 1830. Siendo niño aún, un profesor de Edmundo le pronosticó que «escandalizaría».

¿Cómo se formó entre los dos hermanos el tiernísimo cariño que distingue su biografía entre las literarias contemporáneas? Hay un documento autobiográfico, Los hermanos Zemganno, y hay infinitas referencias en el Diario. Muerto el padre no llegando Julio a un lustro de edad, la protección del mayor se afirma y se redobla, viendo al niño siempre endeble y a la madre siempre inquieta por él. Al quedarse ya dos veces huérfanos, Julio es el mozo fogoso y amante del placer -el Nelo de la novela- y Edmundo el grave compañero, el Juan, jefe nato de la fraternal asociación.

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Edmundo asegura que «lazos psíquicos, misteriosos, les unían... Sus primeros movimientos instintivos eran los mismos exactamente... Hasta las ideas, creaciones del cerebro que surgen a capricho, les nacían comunes...». Su madre, al morir, les unió las manos.

No queriendo carrera, destino ni plaza, pensaron dedicarse a la pintura. De niño, a Edmundo le llevaba una tía suya por las tiendas de anticuarios y chamarileros, y el arte le era familiar. Hicieron un viaje a pie por Francia, y se consagraron a la acuarela. Pasaron a Argelia después. Allí ya escribieron algunas impresiones que tenían carácter literario. Argelia les gustaba tanto, que hasta pensaron quedarse allí para toda la vida. De vuelta a Francia, y suspensos entre el pincel y la pluma, borronearon obras teatrales que no fueron admitidas, y escribieron una novela en el género de las de Julio Janin, que vio la luz el mismo día del golpe de Estado. Julio Janin les consagró un articulo en que, adelantándose a todas las críticas que de los Goncourt se han hecho, les llama «maestros del estilo rococó rabioso»... Vendieron como sesenta ejemplares. Quemaron la edición. Hicieron nuevas tentativas teatrales; fundaron un periódico semanal, intervinieron y colaboraron después en un diario, y a causa de un artículo en él, fueron llevados a los Tribunales, ante la policía correccional. Salieron absueltos.

Un año después seguían con la vocación indecisa, escribiendo acerca de la Exposición,   —70→   grabando Julio agua-fuertes para los dibujos de Gavarni, haciendo critica dramática. En 54, publican la Historia de la sociedad francesa durante el Directorio y la Revolución, y en 55 vuelven a estudiar la Exposición de pinturas. Hasta 1856 no empieza a definirse la dirección que han de seguir con la publicación de Un coche de máscaras, reimpreso después bajo otro título. Vuelven, con Sofía Arnould, a las biografías de actrices, luego a los Retratos íntimos, estudios sobre el siglo XVIII, sobre el arte en él, sobre las queridas de Luis XV, la Pompadour, la Dubarry. Por fin, el año 60, dan a luz una novela, titulada Carlos Demailly, con el subtítulo Los literatos.

Antes de ver qué suerte corren las novelas de los Goncourt, hay que decir que guardan estrecha relación con sus trabajos históricos, explicando los acontecimientos por los objetos, por los hechos menudos, por las pequeñas realidades cuotidianas, documentos hasta entonces desdeñados. Son estos libros algo análogo al Museo Carnavalet, en que la Revolución y el Directorio nos envuelven en su ambiente, nos entran por los sentidos, en significativos trastos y despojos del ayer.

Menos conocidas sus obras históricas que las novelescas, son fruto de un mismo temperamento artístico. Los Goncourt, los «maestros del rococó rabioso», de Janin, no estudiaron sino el siglo que podemos llamar suyo, el siglo XVIII; y con tal afán se chapuzaron en la lectura de papelotes, que regalaron sus fraques,   —71→   y no se encargaron otros, para que no les acometiese la tentación de salir de noche y perder tiempo. Los historiógrafos de entonces o escribían sonoras generalidades, o sostenían tesis políticas. Los hermanos, absolutamente imparciales, huyeron como del fuego de los alegatos, y si no les ayudase su intuición de artistas, hubiesen producido un seco centón. Así y todo, a veces se les enreda la pluma en el detalle. No son filósofos de la historia, sino rebuscadores y coleccionistas.

La Historia de María Antonieta, sin embargo, sentida como una novela, merece la calurosa alabanza de Michelet. El Arte en el siglo XVIII quedó sin terminar por la muerte de Julio. Nótese que fueron los Goncourt quienes pusieron de moda este arte y esta época; los primeros a desenterrar los deliciosos grabados y estampas antes de la letra y a toda margen, los agua-fuertes de Cochin, Boucher y Fragonard, las sanguinas y pasteles de finos tonos, y en aquilatar los méritos de Vatteau, el mago de los jardines de ensueño. Por esta revelación de elegantes nostalgias y musicales poesías, influyen en las tendencias que aparecen al disolverse el naturalismo.

El japonismo nació también de los Goncourt. ¡Apenas traen cola artística estas novedades! Sabemos que en 1860, después de bastantes años de oscuridad, publican su primer novela propiamente dicha los dos hermanos -Carlos Demailly-. La concibieron en forma dramática, pero la rechazó el director del Vaudeville,   —72→   y los hermanos, siempre fluctuantes, la convirtieron en novela. Era de las llamadas de clave, pues retrataba a literatos conocidísimos, desde Teófilo Gautier y Pablo de San Víctor, hasta Flaubert y Champfleury. Los retrataba; pero sin denigrarlos, a pesar de lo cual, el estudio les valió enemistades y el enfriamiento completo de relaciones con Julio Janin. La sátira del periodismo y de los medios literarios les puso enfrente a la prensa. La tesis de la obra, es el escritor inutilizado y destruido intelectualmente por la mujer: en otra novela posterior, Manette Salomón, sucede lo propio al artista.

Esto de la misoginia de los Goncourt merece párrafo aparte. Sábese -hasta donde cabe saber cosas tan peliagudas- que a los dos hermanos no les tiranizó el niño de las alas y las flechas. Ningún nombre de mujer se destaca sobre las páginas de su biografía. Una noble amistad, la princesa Matilde; un cariño paternal de Edmundo, la señora de Daudet... y nada más, y confesemos que no pudo ser menos. De esto no se desprende, sin embargo, que debiesen ser misóginos. Misógino fue Salomón, y las mujeres le gustaron infinito.

Por una o por otra causa, los Goncourt desprecian a la mujer. Puede ser la mitad de un burgués, pero de un intelectual, nunca. La que les complazca a ellos, no ha de pasar de agradable animal (sic). Y como si la providencia quisiese castigarles por estas enormes, y después de todo, vulgares herejías, lo femenino   —73→   les domina y envuelve, no sólo en la novela, sino en la investigación histórica, y el siglo predilecto de los Goncourt es aquel en que la mujer impera, cabalmente por su perversión inteligentísima, saturada de arte, y en que las manos blancas e impuras de las favoritas, que llevan las riendas del Estado, protegen a los Vatteau, Boucher y Fragonard. Los Goncourt, que escribían la historia tomando por documentos retales de raso chiné y minutas de convite, y desfilachando la tela de las costumbres, no pueden menos de inclinarse ante la mujer y reconocer lo hondo de su influjo, no siempre dañino ni antiestético.

Más lógico sería en los ilustres autores enamorarse fantástica y quijotescamente de alguna dama o reina, como le pasó a Cousin, loco por la duquesa de Longueville (amor que Sainte Beuve calificó de ex cathedra). La mujer del sido XVIII es la más seductora entre las del pasado, y ni aun parece muerta, porque se conservan de ella cachivaches graciosos y atractivos, blondas, hebillas, chapines, abanicos, naderías encantadoras. Tal género de enamoramiento sentía por la momia de una princesa egipcia (como él mismo confesaba) Teófilo Gautier; y si una momia es cecina o bacalao femenino, las damas dieciochenas no se han amojamado. En ellas se desmiente la teoría de Goncourt sobre la incapacidad artística e intelectual de la mujer. Cualquiera que fuese en este punto el criterio de los hermanos, ello es que la mayor parte de sus novelas   —74→   son estudios de mujer, y no siempre severos; al contrario, como se verá.

Carlos Demailly se vendió poquísimo. No corrió mejor suerte Sor Filomena. La novela tenía por asunto el platónico, involuntario enamoramiento de una Hermana de la Caridad, figura casta y dulce, más bien mística, que se prenda de un interno o practicante del hospital donde ambos asisten. Está retratada con respeto y casi veneración; no hay impureza en la hermanita. Este libro inicia las novelas escritas «con sufrimiento», los estudios en que el escritor «padece un asunto», en vez de entregarse a la alegría sublime de la creación. Los Goncourt, que se llamaron a sí mismos «desollados» por que la menor impresión los martirizaba, tuvieron que pasarlo mal al moverse en el medio ambiente de su novela clínica.

En Sor Filomena habían querido pintar a una religiosa, sin canonizarla, pero sin manchar la blancura de sus tocas; en Renata Mauperín, la muchacha soltera moderna, según la ha condicionado la educación artística y un poco amarimachada de los últimos treinta años. Renata Mauperín vio la luz en 1864, ¡y hay un abismo desde ella a las semivírgenes de Prévost! Renata, reproducción del carácter de una amiga de Julio, puede definirse así: «Atrevimiento en la boca, pureza en el corazón». Su hermano Enrique Mauperín, en el cual quisieron los autores personificar al joven burgués moderno, ha nacido con espíritu práctico y sabe calcular y prepararse el porvenir. Que transcurran   —75→   algunos años y veremos otro salto tremendo, hasta el «arrivista» del Inmortal, de Alfonso Daudet.

Y todavía los Goncourt no salen de su penumbra discreta. El alboroto, sordo aún, empieza con Germinia Lacerteux.

El medio ambiente de Sor Filomena, no mirándolo desde un punto de vista cristiano, era repulsivo; la protagonista no. En Germinia Lacerteux, el naturalismo lleva a la práctica, por primera vez, uno de sus principios; da entrada en el arte a la enfermedad y a la vergüenza humana. La heroína no es sólo una mujer de bajísima estofa, sino una infeliz histérica de clínica, y a poco más, de manicomio. Atrás las incomprendidas, de tirabuzones y talle fino, las Bovary que, histéricas o no, son seres de naturaleza delicada, de exigencias de un determinado ideal. Germinia es una criada, fea, semi-vieja, víctima de su temperamento; un tipo que rebosa verdad, pero verdad, sin duda, muy antipática. Compárese el tipo de Germinia con el de la Benina de Galdós, en Misericordia. Son dos servidoras, adictas a sus arias hasta la abnegación, y dominadas por una fatalidad: la de Germinia se llama, crudamente, furor uterino; la de Benina es compasión exaltada, piedad de los miserables. Benina también tiene una existencia doble, también sisa a su ama; pero esta contradicción de su carácter no quita nada a su bondad, a su heroísmo. Pide limosna para mantener a su señora, enferma y pobre; cuando esta hereda dinero, la deja y se   —76→   consagra al ciego moro, curando, como una santa medioeval, su lepra horrible. Y a mí me parece tan verdadera, si no más, Benina que Germinia, aunque Germinia existió y fue una criada de los Goncourt. He conocido en el servicio doméstico algún ejemplar así, y con frecuencia oímos su historia humilde, en las sesiones de reparto de premios a la virtud.

Otra particularidad observamos en Germinia: es también de la serie de los libros paridos con gran dolor. Los autores declaran que les produjo un estado de nerviosidad y de tristeza, y que no descansaron mientras no lo soltaron; y obras tan torturantes, que inducen a abochornarse de pertenecer a la humanidad, difícilmente pueden ser bellas, aunque sean notabilísimas. Lo confiesan los autores. «La enfermedad contribuye mucho al valor de nuestro trabajo». Así hay que mirar a los Goncourt: pomo testimonio del carácter morboso y triste de las corrientes literarias en su patria y en su época.

La batalla, con motivo de una obra teatral de los Goncourt, Enriqueta Marechal; los aplausos gritados y la silba estrepitosa, impulsada por manejos políticos contra los tertulianos de la Princesa Matilde, a quienes juzgaban bonapartistas rabiosos (siendo así que a los Goncourt nunca se les dio un comino de la política), les acrecentó la notoriedad, y, sin haber logrado de una vez lo que Flaubert con Madama Bovary, ya se les veía descollar al aparecer Manette Salomón. Esta novela, mal compuesta,   —77→   casi sin asunto, o al menos sin asunto que interese, es la exposición de las ideas de los autores sobre la pintura. Siempre la misma incertidumbre de vocación, la inclinación a otras formas de arte. El medio de taller y los tipos de pintores son estudios hechos a lo vivo, y está bien estudiada la crisis de la pintura al disgregarse el romanticismo y esbozarse confusamente lo venidero. En las paradojas de los rapins, irrespetuosas con lo consagrado, se reflejan las ideas de los autores, que en arte como en literatura se sentían enemigos de las tradiciones, y lamentaban no haber publicado el «Catecismo revolucionario del arte», examinando críticamente las obras maestras, por ejemplo, las de Rafael, y echando abajo dogmas y opiniones admitidas. No tuvo tampoco lo que se llama éxito Manette. La crítica fue con ella severa, quisquillosa, cuando no desdeñosa.

Sin desalentarse, publicaron entonces Madama Gervaisais. En este libro se acentúa el carácter de «retrato de cuerpo y alma» de las novelas de los Goncourt. No hay en ella intriga, ni apenas argumento; no hay sino la historia, dice Alfonso Daudet, de un espíritu de mujer, convertida del racionalismo al catolicismo, y que muere en Roma al ver al Papa. La novela psicológica estaba fundada con tal modelo, complicado y hondo, desarrollado intensamente en páginas llenas de sensibilidad. Para describir la ciudad de Roma, donde se exalta la religiosidad de la convertida, los Goncourt pasaron   —78→   allí seis meses. Cifraban ilusión en su obra, que les parecía, y con razón, más intensa que las anteriores. Pero, según los lectores, era una novela aburrida; no se vendió. Esperaban los Goncourt que la crítica despertase al público; les habían ofrecido artículos Sainte Beuve y Renan; ninguno de los dos llegó a escribirlos. Ni aun llamó la atención acerca del libro la granizada de tajos y mandobles que contra él descargó Barbey d'Aurevilly, acusándole de impiedad latente y fría, y comparándole a un cuchillo de los que se usaban en las comidas oficialmente ateas del restaurant Magny. Una edición más, que quedó entera en casa de los libreros. Hay que entrar en estos detalles, porque, si pensamos en las enormes ediciones que veremos despachar a Zola, comprenderemos que los Goncourt eran autores muy alambicados, y que su estilo «artístico y revolucionario» les impidió ser populares. La prosa clara, corriente y sin estilo es lo que prefiere la multitud. Acaso Zola escribe con algún exceso de colorido para la generalidad, pero sabe estar muy frecuentemente al nivel. Los Goncourt, nunca.

La persistente lucha de los Goncourt con el indiferentismo del público en masa y con la tardía y distraída atención de la crítica y el continuo fracaso, no contribuyó poco, según fama, a la muerte del menor, Julio, el cual, a partir de este último libro en colaboración, se agravó en su padecimiento nervioso, y, poco después, sucumbía a una lesión en la base del   —79→   cerebro, que determinó una tisis galopante. La historia sentimental de las letras francesas, en la segunda mitad del siglo, no tiene página más elegíaca que la que comprende la muerte de Julio y la soledad de Edmundo.

Es lo único dramático de su biografía, que está, sin embargo, saturada de una tristeza morbosa, a pesar de no haberles faltado nunca lo necesario para una existencia desahogada y consagrada a sus aficiones predilectas. Si hemos de dar crédito a referencias, Julio de Goncourt se suicidó una miaja todos los días. Un biógrafo de los dos hermanos dice textualmente: «De 1867 a 1870, arrastraron los Goncourt miserable vida. Enfermos ambos, proseguían su tarea de escritores con tenacidad y fuerza de voluntad admirables». En uno de sus libros, La casa de un artista, narra Edmundo la agonía de su hermano con detalles desgarradores. «Apenas expiró la pobre criatura, ascendió a su rostro una tristeza terrenal que jamás he observado en la faz de ningún muerto. Sobre su juvenil fisonomía parecía leerse, más allá de la vida, el desesperado dolor de la interrumpida obra». Y la cruel observación la confirma Teófilo Gautier, que en un artículo necrológico escribía: «La muerte, que suele aplicar una máscara de severa hermosura a los semblantes, no pudo borrar de las facciones de Julio, tan correctas y finas, una expresión de honda pena e incurable nostalgia». Gautier cuenta asimismo que mientras Edmundo, según la costumbre francesa, seguía a pie el féretro de su hermano, sus   —80→   cabellos, poco a poco y visiblemente, iban descolorándose, palideciendo, blanqueando. «No era ilusión mía -afirma-; muchos de los que formaban el duelo lo notaban». No hay que maravillarse si Flaubert, en el estilo familiarísimo que gastaba para cartearse con Jorge Sand, exclamaba: «El entierro de Julio de Goncourt fue un lloradero. Teo lloraba a cántaros».

Hay en el episodio algo más que un sentimentalismo familiar: hay revelación de como se identificó la vida de ambos artistas con la esencia dolorosa, torturada, de su trabajo. Este se cuenta entre los más ahincados y perseverantes, y si es difícil explicarse, a no ser por premiosidad natural, que tan pocos libros llenasen a colmo la vida de Flaubert, se comprende, en cambio, que la faena de los Goncourt no les diese espacio ni para vivir, entendida la palabra en el sentido de disfrutar. Una incesante angustia, una preocupación ansiosa de originalidad en la pluma, la rebusca de los documentos para la historia, la recolección de notas para la novela, aun repartida la tarea entre dos, sin hablar de los estudios de arte, agobiaron sus días y desvelaron sus noches, y pudo decir Edmundo, en carta a Emilio Zola: «Mi hermano ha muerto del trabajo, y sobre todo, de la elaboración de la forma, del cuidado del estilo. Cuando componíamos, nos encerrábamos tres o cuatro días, sin ver alma viviente. Las pinturas de la enfermedad nerviosa, en las cuales consiste nuestra originalidad, las   —81→   hemos sacado de nosotros mismos, y hemos llegado a una sensibilidad sobreaguda». Después reconoce que si al menos él, Edmundo, se distraía coleccionando, Julio ni aun eso, y añade: «Cuando la literatura se adueña tan exclusivamente de un cerebro, triste es decirlo, la medicina ve en esta preocupación única y fija un comienzo de monomanía».

Obsérvese la constancia del fenómeno, la tortura y desolación de las almas de los grandes escritores en este período. Es el «mal del siglo» de los románticos, que evoluciona. Alma desolada, Teófilo Gautier; alma irónica y pesimista, Flaubert; cerebros enfermos, los Goncourt... Y cuando hablemos de los poetas, aparecerán más devastadas aún las almas, tan diferentes, de Leconte de Lisle y Baudelaire. Son comparables estas afecciones a las de la bilis, que forman un producto, la colesterina, cuyas reacciones son de preciosos colores, como los de la esmeralda.

En este período de la literatura francesa existe algo que puede explicar la singularidad de tantos afanes. En la agitación y transformación profunda de la sociedad, al desaparecer las jerarquías, quedó franco el paso a las ilimitadas ambiciones. Un teniente de Artillería había llegado a Emperador; un poeta anduvo muy cerca de la dictadura. Si bajo Luis XIV un dramaturgo, un orador (fuese Corneille, Racine o Bossuet), quisiesen ponerse al frente de su época, serían tenidos por insensatos. Tal ensueño, sin embargo, antes de que la revolución descendiese   —82→   a los hechos, lo realizaron en gran parte Voltaire y Rousseau, y toda su vida lo acarició, en medio de las apoteosis, Víctor Hugo. Ya veremos a Zola preocupado por la misma aspiración, en su última etapa, y acaso antes. La aspiración tiene dos aspectos: el puramente intelectual de dirigirá su época por el pensamiento y la ejecución artística, y el político, en que los merecimientos literarios sirven de base para influir en las muchedumbres. Es evidente que la ambición de los Goncourt no fue nunca más allá de la esfera artística; pero, en ella, no conoció valla. Y es evidente para mí también, habiendo tratado a Edmundo, que no había pose alguna en esa actitud como de mártires del arte, sujetos a su dorada cadena, coronados con su regia diadema de espinas. El gran intento se había malogrado; de sus deseos fallidos, una infinita amargura brotaba incesantemente. Por eso Julio; ya sentenciado, dijo a su hermano, en cierta avenida del Bosque de Bolonia: «Que nos nieguen como quieran: un día reconocerán que hicimos Germinia Lacerteux, y que este es el libro-modelo de cuanto se fabricó después, con el rótulo de realismo y naturalismo. ¡Una! Y ¿quién impuso el gusto del siglo XVIII, de su arte? ¡Nosotros! ¡Dos! Y ¿quién habló primero de arte japonés, arte que está ya causando una revolución en la óptica de los pueblos occidentales? ¡Tres! ¡Cuando se es iniciador de los tres grandes movimientos literarios y artísticos de la segunda mitad del siglo... no hay manera de no ser alguien el día de mañana!».

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Apenas enterrado Julio, se declaró la guerra.

El sacudimiento del cataclismo, el espectáculo del sitio de París, aquel trágico final del Imperio que sugería a Pablo de San Víctor una exclamación: «¡Apocalipsis!», hizo que Edmundo, para anotar en el Diario sus impresiones, volviese a coger la pluma. A esta resolución debemos muy curiosos detalles sobre la alimentación y la actitud de los literatos durante el sitio, cuando París, dicho sea en honra suya, comía ratas. Goncourt, en Auteuil, vivía entre el huracán de las bombas, y el estruendo del cañón le impedía conciliar el sueño. Hubo de mudarse esquina a la calle Vivienne, llevándose, como los troyanos sus penates, lo mejor de sus colecciones. Allí pasó los últimos tiempos del sitio, y la Commune. Cuando entraron los versalleses, Edmundo se volvió a la casita de Auteuil, que encontró llena de fragmentos de granadas, y la arregló para terminar allí en silencio sus días, creyendo imposible trabajar sin Julio.

Todo había perdido su atractivo: las letras no le ilusionaban entonces. Poco a poco renacieron las aficiones inveteradas. Julio había muerto en 1870; hasta el 75 no publicó Edmundo dos estudios de arte sobre Vatteau y Prudhon y hasta el 78 no vio la luz La moza Elisa.

Los tiempos habían cambiado. Tanto habían cambiado, que Zola era célebre, el eslavo Turguenef se parisianizaba, Daudet había publicado no pocas de sus mejores novelas y, para decirlo   —84→   de una vez, el naturalismo de escuela triunfaba en toda la línea. Y Edmundo escribía en su Diario que se había alzado, en la novela, una generación imitadora suya, añadiendo que él y su hermano eran los Bautistas de la nerviosidad moderna, «digan lo que quieran los críticos».

La idea de La moza Elisa la habían concebido ya en vida de Julio, y juntos la estudiaron en la penitenciaria de Clermont. El argumento es la historia, la psicología, el crimen y el castigo de una meretriz. Edmundo declara que sufrió mucho (como de costumbre, como al escribir Germinia), cuando reunía semejantes notas. «Nadie comprenderá lo que me cuesta recoger tan fea y antipática documentación». Más de una vez pudiera repetir el autor, repelido y fascinado a la vez por el espectáculo de la miseria humana.

«Je bois avec horreur le vin dont je m'enivre».



En La moza Elisa pudo verse que la desaparición del hermano menor no perjudicaba al mayor, en el sentido del trabajo. Esta verdad, demostrada también en los libros sucesivos, plantea un problema sobre el cual se ha escrito mucho: el de la estrecha colaboración fraternal de los Goncourt.

Un crítico, Mauricio Spronck, analiza esa colaboración rigurosamente, y llega a sostener que, a pesar de las afirmaciones de Edmundo,   —85→   no existió tal gemelismo de almas: que eran, al contrario, distintos en gustos y carácter (la lectura de los Zemganno realmente lo confirma), y que mientras el menor sería siempre escritor de imágenes, el mayor lo sería de ideas. Entiende que las cualidades especiales de cada uno se mezclaban sin armonizarse; que existía un perpetuo tanteo, y que por eso no acertamos a decir si sus novelas son series de cuadros plásticos, pinturas de costumbres u obras sociales. Así, la labor de los Goncourt carece de unidad y de personalidad; les falta carácter propio; son flotantes, inconsistentes, modificados por las sensaciones exteriores que les dominan.

Desmiente este juicio, en parte, el trabajo aislado de Edmundo, igual, si no superior, al de los dos reunidos. Fuera más cierto decir con Gautier, que es error suponer que el ingenio de un hombre puede acrecentarse con el ingenio de otro. Al hablar de la colaboración de los Goncourt como de un sindicato de dos incapaces para componer obra sólida y metódica, como la de Flaubert, y que se apoyan el uno en el otro para que no se note su flaqueza, debiera reconocer el autor de Los artistas literarios, que, sin ayuda, Edmundo continuó exactamente por la misma senda, produjo libros de igual valor y hasta escribió una novela tan sentida como Los hermanos Zemganno. Por esta íntima y humana emoción que la vivifica, ha podido llamarse a los Zemganno el poema del amor fraternal. Está el libro lleno de recuerdos, de ternuras,   —86→   de efusiones contenidas y de simbólicas transposiciones, que representan, en el esfuerzo muscular, la labor literaria. Fácil es establecer relación entre la infancia de los acróbatas y la de los escritores; la muerte de la madre, la juventud estrechamente unida, y, por último5, la sugestión ejercida por el mayor sobre el menor, aquel empujarle a que realice algo nunca visto, algo que sea la cima del arte; el salto peligrosísimo que le obliga a ensayar, y en el cual, una asechanza le rompe las piernas, y le obliga a renunciar a la profesión y a la gloria... La caída del acróbata, es la muerte de Julio, rendido y desorganizado por el afán de conquistar renombre, de producir la obra artística que los había de sacar a luz. Los Zemganno, es la novela autobiográfica, que se escribe con sangre del corazón.

Cierran la serie novelesca La Faustin y Querida. La Faustin es la novela de Goncourt que hizo más ruido, por la «deshonrosa publicidad» que le dieron los directores del Voltaire, al lanzarla poniendo carteles chillones en las esquinas. Este modo de proceder molestó a Edmundo, aristócrata en todo, enemigo de las murgas callejeras; pero no le desagradó que acerca de la historia de la actriz se derramase un océano de tinta. La Faustin es una trágica: su arte la domina hasta tal punto, que al morir el amante adorado, se distrae del dolor verdadero que siente; imitando y aprendiendo, acaso con impulso de reproducirlas en la escena, las fases de la agonía sardónica de aquel Lord   —87→   Annandale, tipo convencional del inglés enamorado y generoso. Hay mucho de común entre los Goncourt y su heroína. El arte, en ellos también, se ha sobrepuesto al vivir.

Querida es un estudio de «señorita», para el cual Edmundo pidió confidencias y revelaciones a las muchachas finas, que probablemente, o no le contestaron, o le escribieron cosas asaz simples. En cambio, cuando el libro vio la luz, María Bashkirtseff, la originalísima y elegante pintora rusa, le envió una de sus más francas epístolas, en que le decía: «He leído Querida, y, acá para internós, el libro está lleno de inocentadas. Si quiere usted un documento serio, le confiaré mi Diario». Y en efecto, este Diario, del cual tendremos ocasión de hablar, es un documento en toda regla... pero hay poquísimas muchachas como la Bashkirtseff, a quien Alejandro Dumas hijo dio el consejo de que «se acostase temprano».

Para emitir una apreciación de conjunto sobre los Goncourt con imparcialidad absoluta, es preciso hacer infinitas reservas. Hay que explicar, ante todo, por qué, hablando de Flaubert, sólo he tomado en cuenta dos a tres creaciones, y en cambio cito todas las de los hermanos. Es que, entre estas, me sería difícil elegir alguna sobre la cual inscribiese, sin recelo, el dictado de obra maestra. Sus novelas tienen iguales defectos e idénticas cualidades, títulos muy parecidos a la admiración y a la censura. Y los defectos se confunden con la originalidad. El ánimo está en suspenso. Así   —88→   como ellos titubearon siempre en la vocación, la crítica vacila al juzgarlos.

Al hacerlo, hay que partir de un dato: esa misma incertidumbre nos guía y nos enseña cuál es el rasgo característico de los Goncourt. Habiendo ganado su nombradía con la pluma, en realidad son pintores, pero pintores refinadísimos en la sensación de arte.

Desde niños, los Goncourt la cultivan, entre cachivaches y antiguallas, grabados, porcelanas y miniaturas. Como historiadores, no salen de este terreno; como novelistas, tampoco. Poseen una competencia innegable, dominan la técnica de taller; pero reúnen, a la familiaridad con las formas de arte de determinada época, a la ciencia del coleccionista más inteligente, el don de percibir la belleza sufriéndola, enfermando de ella, hasta el martirio.

Avanzando por los caminos de la literatura, realizan el prodigio, de ser más pintores a medida que son más literatos. Hay coleccionistas fríos, que reúnen por reunir, cuya alma no vibra. Los Goncourt vibraron incesantemente, y, además, no omitieron medio de exagerar la vibración. Lo hicieron sin cuidar de la salud, del equilibrio mental, de la felicidad ni del reposo. Neuróticos, acaso por temperamento, en vez de querer curarse, cultivaron la neuropatía. Así llegaron a ser «los desollados», y a refinar de tal suerte la percepción de las sensaciones -entendida la palabra en su sentido cerebral-, que goces y dolores desconocidos, incomprensibles para la mayoría de los mortales,   —89→   formaron el tejido de su vivir. Yo recuerdo un episodio del famoso grenier, que da idea de la ilusión de coleccionista de Edmundo. Uno de los tertulianos, arrimándose demasiado a una chimenea, estuvo a pique de hacer caer al suelo un azucarero de Sévres, blanco, pieza rara. El grito que exhaló Edmundo fue como el que lanza quien ve caer a un niño bajo las ruedas de un coche. Todo el cenáculo se alborotó. Por fortuna, quedó el azucarero intacto. Y me decía Edmundo, al recordarle después el incidente: «¡He pasado un día tan feliz cuando descubrí ese azucarero, y tiene una inflexión de lineas tan encantadora!».

No soy yo excesivamente nerviosa, pero, al fin, algo tengo de artista, y sin incurrir en extremos, según se ha ido refinando un poco mi estética, he llegado a encontrar placer o mortificación muy reales en la forma de los objetos. Los hay que positivamente me hacen daño. Así es que pude comprender el terror de Edmundo, al creer que perdía su lindo azucarero. Y comprendo también que esta quintaesenciada vibración nerviosa, haya sido condición necesaria del arte de los Goncourt, y les haya hecho «los Bautistas de la nerviosidad», además de los padres del impresionismo, pues su labor es una serie de impresioncitas, que trasladan al papel, con profundo desdén de la composición. Para traducirlas y comunicarlas, se sirven de un estilo peculiar suyo, que, deliberadamente, rompe con los modelos clásicos, inventa expresiones «pintadas» y me recuerda   —90→   algunas veces a nuestro gran Churriguera, o a Góngora, el de los «relámpagos de risa carmesíes». Hay que reconocer la exactitud conque Spronck, severo para los hermanos, juzga este estilo peculiar, al cual faltan la espontaneidad y la sencillez, la sanidad y la frescura, y que semeja un bordado japonés minucioso, sobre un fondo endeble. Y creo, con el mismo crítico, que, por la índole del trabajo de los Goncourt, lo que con más gusto se lee es lo suelto y no compuesto: el Diario y un tomito que titularon Ideas y sensaciones, y en el cual hay páginas soberanas.

Los Goncourt, que dejaron fundada una Academia literaria para, reparar las injusticias de la otra, quisieron consumar la revolución en la lengua, anunciada y proclamada por Víctor Hugo, y al tipo del clásico que «escribe bien» sustituyeron el del escritor anárquico y original, que escribe a su manera. Se les arguyó, y con razón, que tanto da sacrificar a la retórica, como a efectos de colorismo, y que, en su método literario, la forma se sobrepone al fondo, y convierte la labor en uno de esos trabajos de presidiarios o monjas, cuyo mérito consiste en la paciencia. Y Brunetière, muy poco apreciador de los Goncourt, alega la impropiedad de los términos, las construcciones bárbaras, los solecismos, y declara que esta rebusca voluntaria de sensaciones morbosas o artificiosas, lejos de ser naturalismo, no es sino romanticismo japonés.

Los que hemos saboreado tantos aspectos   —91→   artísticos de la obra de los Goncourt; los que hemos tenido, hasta por obligación de amistad, que penetrarnos del alma de su estilo, no podemos rebatir esas críticas: las hallamos exactas. Sin duda nadie menos a propósito que los Goncourt para representar el naturalismo. Su ideal es diametralmente opuesto al de Emilio Zola, que les reconoce, sin embargo, por precursores. Es un ideal altanero, distanciado, a cien leguas de las muchedumbres, que, o tirando piedras o dando vivas estruendosos, siguieron al pontífice de Medan y armaron ruido en torno de él. Creían los Goncourt que el arte no debe existir sino para una aristocracia estética, y que lo hermoso es aquello «que nuestra criada y nuestra querida hallan, por instinto, abominable». No comparten las ilusiones humanitarias: miran con el más gentil desdén los socialismos y los colectivismos; creen que los socialistas de hoy equivalen a los bárbaros de la Edad antigua, cuya misión era desbaratar lo envejecido, y, como a Flaubert, no les seduce lo útil de las civilizaciones. Lo que les agrada, en arte, es lo que más difícilmente se asimila la masa: los pintores primitivos, los artistas melindrosos del siglo XVIII, y el amaneramiento del realismo nipón.

Y, sin embargo, el naturalismo ha continuado arrancando de Germinia, a pesar suyo, Nordau, que tanto maltrata a Edmundo, y le da por olvidado, no puede menos de confesar que «los decadentes continúan apreciando en él a un ortodoxo de la sensación singular»; y si   —92→   hoy pudiese volver Julio, arrastrándose por el bosque de Bolonia, a hacer el recuento de los derechos a la inmortalidad que reúne su nombre, no debiera limitarse a tres, porque son más, y de alta importancia todos. No hay tendencia ni escuela que no deba algo a los hermanos; no hay escritor que no estudie ese estilo extraño, en perpetua rebeldía contra la gramática, lleno de rarezas de sintaxis y vocabulario, desmenuzado en diminutos efectismos, que subvierte la frase para darle color y sabor, que ve en las cosas sus aspectos sutiles, invisibles para el profano. Cuando un escritor que empezó naturalista de escuela, como por ejemplo Huysmanns, evoluciona hacia mayor complicación artística, emancipándose de Zola, tiene que renovarse en esos escritos, cuyo estilo calificó de «atigrado».

Completemos, pues, la lista del moribundo Julio, y veremos que se le quedaron olvidados muchos blasones. De los Goncourt procede el naturalismo, el impresionismo, la transposición de los procedimientos de un arte a otro, de la pintura y la música a la literatura; la transformación de la prosa, y la enfermedad nerviosa como tema de arte. Todos estos elementos compusieron una originalidad que no hay medio de negar, un modo de ser influyentísimo, con influencia duradera. Fueron iniciadores estéticos y punto de partida de no pocas direcciones de su edad, maestros de varias generaciones, y además -debe añadirse- uno de los testimonios más claros, de los casos más típicos   —93→   de la insania del arte y de la sociedad, en esa edad misma. Se parecieron, si es lícita la comparación, a esas sortijas antiguas que, en aro curiosa y prolijamente cincelado, engastaban una piedra hueca, que encerraba algo letal. El veneno era fino, insinuante y lento, de los que matan con apariencias de languidez; y los cinceladores de la sortija eran perdonables... porque fueron los primeros envenenados.



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ArribaAbajo- IV -

La novela. -El naturalismo de escuela. -Zola. -Los comienzos. -Los Rougon Macquart. -La ley de la herencia. -La serie de novelas. -Las primeras. -El «Assommoir»: Zola «cerdo». -El período militante de la escuela. -Cansancio del público. -«Germinal». -«La Tierra». -Manifiesto de los «cinco». -El ocaso. -«El desastre». -El simbolismo. -La imaginación. -El fracaso del método


Yo le conocí en el «grenier» de Edmundo de Goncourt. Emilio Zola nació el año 40, en París. Su cuerpo era robusto, mediana su estatura, su cara más bien vulgar, la nariz remangada, miopes los ojos. Gastaba quevedos. Dicen que la única singularidad de su organismo fue la finura del olfato. En sus novelas, los olores desempeñan gran papel. Su padre, veneciano, de profesión ingeniero, después de azarosa vida, murió joven, y dejó a su mujer y a su hijo en una estrechez pronto convertida en miseria. Emilio no descolló en los estudios; le desagradaban las humanidades; se jactaba de   —96→   no haber leído nunca a Virgilio; y en 1860 se alababa todavía de no conocer la gramática ni la historia. Sus devociones literarias eran Montaigne, Rabelais, Diderot, Víctor Hugo, Musset. A los dieciocho años, reprobado en los exámenes, en la mayor necesidad su madre y él, cayó en la bohemia y escribió versos. Adoraba en Jorge Sand, y soñaba con lo que Musset había satirizado:


«J'accouchai lentement d'un poème effroyable.
La lune et le soleil se battaient dans mes vers...».



Zola escribió un poema así, revelador de su inclinación a las cosas vastas y seriales.

No tardó en renunciar a los versos, y decidido a trabajar, por no ser gravoso a su madre, logró al fin colocarse en casa de Hachette, el librero editor, ganando muy modesto sueldo. Con tal ocasión, empezó a conocer escritores. Todavía soñaba que Hachette le publicase el poema: Hachette le aconsejó que se dejase de rimar y escribiese cuentos en prosa. ¡Y hablarán de la falta de olfato de los editores!

Verdad que después, los cuentos le parecieron muy fuertes a Hachette, y los publicó Lacroix. Desde entonces, Zola escribió en diarios artículos de crítica artística y literaria, hasta que dejó su empleo para dedicarse por completo a las letras. Entró en el Fígaro, donde trabajó también en crítica de arte y libros, y donde el famoso Villemessant, el director, comenzó a distinguirle, a pesar de que iba «trajeado   —97→   como un zapatero». Sus artículos eran ya manifiestos naturalistas; llamaban la atención demasiado; escandalizaban. Alarmado, Villemessant le obligó a mudar de estilo, y las críticas de Zola, suavizadas, pasaron inadvertidas. Al comprender que ya no le leían, rogó a Villemessant que le dejase ensayar la novela, y escribió El deseo de una muerta, obrita azul, que pasó sin pena ni gloria. Y ya tenía Zola veintiséis años; y sólo se le conocía como periodista -un poco-. En vista de la inocencia e insignificancia de la novela. Villemessant, que era expeditivo, le dio el canuto. He aquí como nadie, por ducho que sea, debe aconsejar a un principiante, y por qué yo devuelvo, sin leerlos, los manuscritos que me envían, con la ansiosa interrogación del autor, que pregunta si creo que «puede dedicarse a la carrera literaria».

Con algunas economías, trabajando a salto de mata, realizando tentativas teatrales y efímeras colaboraciones en la prensa, luchó algún tiempo, sin desalentarse, Emilio Zola. Pudo al fin relacionarse con un grupo de literatos que pensaban fundar un periódico atacando al Imperio y defendiendo a Víctor Hugo, y que al fin apareció, titulándose Le Rappel. Se le admitió en él, pero, en el Rappel, el Dios era Hugo, y Zola se permitía elogiar a otros escritores, especialmente a Balzac. No solamente salió botado de la redacción, sino que, en treinta años, cuando atronaba su fama, no volvió a nombrarle el periódico.

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Poco después publicó Zola Teresa Raquin. En esta obra ya profesa su doctrina literaria, y se precia de escribir libros científicos, de ser un clínico de la novela. La caída del Imperio se acercaba. Zola vivía en el barrio latino. En 1870 se casó, y se llevó consigo a su madre. Durante el sitio de París, que cogió dentro a tantos escritores señalados, Zola no estaba en la ciudad; hallábase en Marsella con su familia. No produciendo nada en aquellas críticas circunstancias la literatura propiamente dicha, Zola solicitó un empleo, y le nombró subprefecto de Castel Sarrazin el Gobierno de la República. No llegó a desempeñar sus funciones. Terminada la guerra, la literatura renacería sin duda, y renació, y Zola, después de varios incidentes del orden editorial, entre los cuales descuella la generosidad del editor Charpentier, su honradez, que puso a Zola en condiciones de vivir anchamente, empezó la publicación de los Rougon Macquart.

Lo que Zola retrató, más o menos fielmente, en esa serie de novelas, fue la sociedad y sus clases, en el período que media entre el golpe de Estado y el desastre; de 51 a 71. La idea, sin embargo, y parte de la ejecución de estas novelas tan contrarias al Imperio (aunque no faltas de rasgos de imparcialidad al estudiar la figura del Emperador), fueron anteriores a su caída. Los acontecimientos dieron mayor libertad a la pluma de Zola. Y con el Assommoir (La Taberna) comenzó el estrépito. Desde entonces cosechó el maestro de Medan admiración, curiosidad,   —99→   insultos a carretadas. Para unos fue el revelador, para otros el cerdo.

No me pararé a estudiar una por una las novelas de Zola. Sólo de algunas hablará. De la mayor parte de ellas se ha escrito hasta la saturación: más conocidas son, como suele decirse, que la ruda. De las últimas, las evangelistas, poco trató la crítica seria, e hizo perfectamente. Apenas pertenecen al arte.

Lo que descuella en la labor de Zola, es principalmente el estudio de costumbres populares, La Taberna; el de la vida minera, Germinal; el de historia contemporánea, El desastre. Lo demás, aunque merezca atención, es, a mi ver, inferior a estas obras, sobre todo considerándolas como documentos. Y esto me obliga a exponer rápidamente el plan que guió la pluma de Zola.

La idea de los Rougon Macquart procede, no cabe duda, de la Comedia humana de Balzac. La diferencia consiste en que Zola, dominado por una intención científica y prendado de las teorías de Darwin, hizo del principio de la transmisión hereditaria el eje de su vasto proyecto. De un antecesor loco y de otro alcohólico, descienden gran parte de los personajes de sus novelas, y en ellos mostró las neurosis, las inclinaciones funestas y los estigmas degenerativos que llevaban en la sangre. Borrachos, asesinos, meretrices, desequilibrados geniales, agitadores políticos, negociantes defraudadores, son las ramificaciones del famoso árbol genealógico.

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No cabe negar la fuerza de la transmisión hereditaria. Todos la comprobamos a cada momento, y la Escritura, en su enérgico lenguaje, nos dice que los padres comieron el agraz y a los hijos les rechinaron los dientes. Sin embargo, muchas influencias naturales y educativas contrastan las fatalidades. Cuando de herencias morbosas se habla, yo recuerdo el caso de los Borgias, familia criminal en Italia, familia santa en España, y toda de la misma sangre. Exagerando el fatalismo de la herencia, Zola cayó -de fijo sin saberlo- en la encerrona teológica de la predestinación. Los Rougon Macquart; queriendo probar demasiado, nada prueban.

Si hubiese conseguido su objeto, demostrando algo por medio de tantas páginas impresa, los Rougon serían verdaderamente, como quiso su autor, documentos históricos, en que un Tácito o un Suetonio moderno estudia a una sociedad corrompida y decadente. No diré que no haya algo de esto en los Rougon, y que no sean un testimonio, pero la observación, en Zola, es demasiado sistemática para que convenza; y, además, del tronco de la loca y el alcoholizado brotan ramas tan diferentes, que ningún principio cabe establecer, dentro del rigor científico a que Zola aspira y no puede alcanzar.

El propósito de Zola -que no quería fiar nada al capricho, y preparó reflexivamente el plan, asunto y sentido de cada novela de la serie- fue, como sabemos, estudiar el estado   —101→   de Francia bajo el segundo Imperio, principalmente en las clases populares, por medio de la historia «natural y social» de una familia. El primer tomo de los Rougon lo escribió antes de la caída del régimen, en los momentos favorables, para él, del plebiscito. La tragedia nacional dio libertad a su pluma, y le entregó redondo el brillante y efectista desenlace. «Necesitaba yo -dice- la caída de los Bonapartes, como artista». Así tenía hasta moraleja el cuadro «de un reino muerto, de una época extraña de vergüenza y locura».

Deliberadamente, se circunscribió a los veinte años del reinado, trazándose la tarea por medio del conocido «árbol», curioso pergamino de genealogía novelesca, donde en lugar de la sangre azul, se prueba la sangre viciada. La neurosis corre con la savia de ese árbol maldito, engendrando abyecciones, ignominias, crímenes y torpezas sin número. Pero también aparecen, entre la misma casta, gentes normales y buenas, individuos geniales y sabios, y no hay consecuencias que sacar, al menos con fundamento. Cada novela de la serie, si algo probase, probaría, demostraría una cosa diferente; pero el aspecto de científico y pensador de que anheló revestirse Zola, queda eclipsado por el de artista y poeta (entendida esta última palabra de otro modo que suele entenderse, y fijándose en que, por ejemplo, el Dante, poeta altísimo, no ha omitido el horror, ni aun la escatología, en su Infierno, lo mejor de la Divina Comedia).

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En la primer novela de la serie, La fortuna de los Rougon, el golpe de Estado se prepara, con hilos que parten de París, en un medio provinciano, la ciudad de Plassans, que no es sino Aix, en Provenza. Hay una Rougon ambiciosa y solapada que se propone medrar, y encuentra ocasión favorable en la conjura, y otro Rougon, entusiasta republicano, que hasta el último instante defiende la libertad; hay un bonito idilio, muy idealista, entre dos casi niños, Silverio y Miette, y hay un levantamiento popular grandiosamente tratado. Es una sinfonía que contiene parte de los motivos de la ópera.

En La ralea, el régimen aparece triunfante, el agio desatado, y la corrupción gangrenando a una sociedad, no diré elegante, ni menos aristocrática, pero si refinada y pervertida; los personajes pertenecen al alta burguesía y a la banca.

Se destacan en La ralea trozos de magnífica intensidad, justamente con aquellos en que el autor se abandona a la fantasía -como las páginas que describen la estufa, nido del incestuoso amor de Renata y Máximo-. No importa que las plantas lleven nombres botánicos exactos, ni que, con fuerza plástica inaudita, Zola nos haga ver de bulto sus velludas hojas y respirar sus ponzoñosas emanaciones. Lo mismo hará años después Mirabeau en el visionario Jardín de los Suplicios, y no por eso sentiremos la impresión de lo verdadero natural. En La ralea puede notarse ya el predominio de la imaginación   —103→   sobre los elementos reales. En otras novelas, llegará a imponerse por completo.

También se inicia, en La ralea, la absorción y anulación de los seres humanos por los objetos y el medio. Plenamente se mostrará en El vientre de París. No hay allí más héroe que el Mercado (Halles centrales), y así como en La ralea cantan en coro estrofas de perversidad los vegetales raros, en Al vientre lo hacen los olores de las vituallas, dominando los quesos. Aparece el procedimiento favorito del novelista: sacar de lo repugnante y trivial lo hermoso, mediante el relieve y energía de la descripción. Este mérito lo reconoció Sarcey, que con Zola no fue blando. El caso de una novela en que los personajes interesan menos que el fondo, no era nuevo, por otra parte: recuérdese Nuestra Señora, de Víctor Hugo, donde la heroína no es Esmeralda, sino la Catedral. La nueva estética difiere en que reemplaza a la Catedral el Mercado, o el gran Almacén de novedades, o la mina, o la red de caminos de hierro, o la Bolsa.

En La conquista de Plassans, Zola rivaliza con Balzac en certera observación de costumbres de provincia. Hay figuras trazadas con energía singular, también balzaciana, como la de la vieja labriega, madre del cura ambicioso, y la del pacífico burgués, transformado por el ultraje y la desgracia en loco incendiario.

En El pecado del cura Mouret, da Zola rienda suelta a una imaginación calenturienta y hasta visionaria. Los amores de Sergio y Albina, el   —104→   género de muerte de esta, el cuadro del Paradou, son la negación de la ciencia, del método experimental y de la fisiología. No es el naturalismo, sino la Escritura, quien inspiró la leyenda simbólica del árbol enorme, en el centro de una naturaleza paradisíaca, y bajo el cual la humanidad conoce el pecado.

Las cinco o seis novelas primeras de la serie de los Rougon Macquart, poseían originalidad y vigor más que suficientes para que el público se hubiese fijado en ellas. No fue así, sin embargo, y un biógrafo de Zola nos dice que, si no publica el Assommoir, literariamente estaba perdido; que no se le compraba, ni se le leía, y se le hubiese olvidado del todo. Desde el Assommoir, recibió Zola las andanadas de injurias y el epíteto de «pornógrafo», y cuando se le clasificó como puerco, los lectores, en masa, vinieron a él.

No sería justo desconocer que entre las novelas de Zola, y a pesar de crudezas y brutalidades, el Assommoir es, en su género, una obra maestra. Pudo deberse su extraordinaria resonancia, en gran parte, a causas distintas de su valer: así y todo, no cabe negarlo. Acaso el asunto estaba en armonía con las facultades especiales del autor; acaso encontró, en la psicología elemental del pueblo, mayor campo al dominio de los instintos, a la pintura violenta de la fatalidad del vicio. Sea lo que fuere, en el Assommoir -mal llamado así, se ha repetido, pues las tabernas se nombran de otros modos en francés- dio Zola la nota sobreaguda de   —105→   su originalidad, se mantuvo en los límites de la verdad y de la verosimilitud (muy repugnantes, convenido), equilibrando bien el elemento descriptivo y el narrativo, cuya medida ha solido perder en otras obras. El Teniers, el Rubens y el Rabelais de que hay rasgos en Zola, se unieron en el Asommoir.

Notemos que, en el Asommoir, Zola retrata al pueblo (y, para no generalizar, digamos al pueblo de los arrabales parisienses) de un modo imparcial, que se aproxima al estudio científico. Cuando, años después, extraviado por la política, quiera halagará la muchedumbre, escribirá la rapsodia de Trabajo... sentenciada a los limbos de las obras falsas y mediocres. La suma de verdad posible en novela, está en el Assommoir. Sin pretender que haya reproducido exactamente el caló o jerga de los obreros, cosa que se discutió mucho y no tiene gran importancia, las ideas, sentimientos y mentalidad de sus personajes sangran de puro reales y causan la impresión, ya cómica, ya dramática y a veces trágica, de lo que cabe en tal vivir. Lo cómico -sin ingenio, cómico amargo y pesimista- abunda más en el Assommoir que en ninguna otra novela de Zola. Son modelos acabados las escenas del lavadero, las bodas de Gervasia y Coupeau, el banquete en el taller de planchado, el entierro de la vieja. Lo cómico no es igual en todos los escritores, ni en todos los artistas plásticos. Hay caricaturas que provocan a risa indulgente, y otras que desuellan y queman el alma.

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Nótese el influjo de esta obra en el destino de su autor. Clasificado, después del Assommoir, como reaccionario y enemigo del obrero (más adelante se le declarará enemigo del hogar y de la clase media por Pot Bouille), la enorme resonancia y venta insólita del libro fue unida a la impopularidad y la odiosidad furiosa.

Ningún otro autor sufrió tal desate de ignominia y escarnio. Rey de la basura; emperador de los gorrinos; autor que huele a bestia; literato pútrido; insultador de obreros; pocero del alcantarillado; esto y cosas peores le llamaron a gritos, y si es cierto que le hicieron el reclamo, fue a costa de un paseo semejante al que dio el César Aulo Vitelio hacia las Gemonías, entre oleadas de gente que le cubría de dicterios, y no de dicterios tan sólo. Y el ultraje infunde sed de honor. Zola, en apariencia impávido, quedó sediento.

Al Assommoir sigue Una página de amor, obra sin crudezas, que parece iniciar el sistema de las concesiones, ofreciendo al público cuadros apacibles, en un ambiente honrado. En Una página de amor fue donde vio la luz el tan comentado árbol genealógico, que Pompeyo Gener trata de pueril. Ha sido para Zola esto de la pretensión científica, en el arte, el talón de Aquiles. La ciencia y el arte coinciden muchas veces, pero no hay medio de uncirlos al mismo yugo, porque la ciencia es, o debe ser, bovina, y el arte, aguileño.

Mientras el naturalismo de escuela, discutido, puesto en la picota, era un ruidoso y clamoroso   —107→   acontecimiento -los años de 78 a 88- Zola publica sucesivamente Nana, Pot Bouille, Au bonheur des dames, Germinal y La alegría de vivir. Traduzco los títulos que puedo, pero algunos me parecen intraducibles. Nana es la novela de la cocotte parisiense, que realmente ejerció supremacía, como las héteras en Atenas, durante el segundo Imperio, cuando se modelaban copas de la forma del seno de Cora Pearl. Hay que reconocer que Zola no poetizó a su impura, al contrario: separándose de la tradición de las Margaritas Gautier y otras traviatas románticas y sensibles, prestó a Nana la vulgaridad, la ignorancia y la ordinariez habituales en sus congéneres. Representa Nana, en la serie de los Rougon Macquart, la herencia de vicio y lujuria, como el Claudio Lantier de La obra la transformación de la neurosis en genio, y Sergio Mouret en misticismo- pues la neurosis es, a decir verdad, un comodín.

En Pot Bouille, Zola, como si quisiese demostrar que no sólo en la esfera en que revolotea Nana, la «mosca de oro», fermentan las infecciones, diseca la clase media, cobijada en una de esas casas de vecindad, de aspecto respetable, de portero digno y escalera decorada con lujo falso. Detrás de aquellas paredes, suceden tantas indecencias, o más, que en el taller de planchado de Gervasia. La inmundicia se acumula en proporción superior a la realidad, que no reúne tantos tipos de bajeza morad en un inmueble. Esta novela, sin ser en   —108→   conjunto de lo mejor de Zola, tiene páginas de extraordinaria fuerza cómico-triste, como aquella en que madre e hijas vuelven de un sarao, a pie y perdiendo los zapatos en el lodo, y no encuentran en el aparador con qué calmar su hambre, mientras el padre vela, a la luz de un quinqué, haciendo fajas para periódicos, ganando así los guantes y las flores artificiales que han de lucir sus niñas. La vida cursi, el quiero y no puedo, las combinaciones de miseria y vanidad, son estudios magistrales, pero la obra peca, por el procedimiento tan característico en Zola, de condensar y hacer comprimidos de cuanto de vil, mezquino y miserable existe en un medio ambiente, eliminando lo que puede producir la sensación compleja de la vida. Olvidar que también existe lo bueno, y en especial lo indiferente, es grave error de perspectiva. En el Assommoir, había algunos obreros honrados, y hasta excelentes, como Gola de oro; la heroína era, en el fondo, una bondadosa mujer, y lo propio su marido, y lo serían siempre, a no mediar el alcohol; Pot Bouille, en puridad, no presenta un sólo ejemplar humano que no merezca, ir a presidio, excepto aquel novelista, en que Zola se representa a sí propio.

Igual método de acumulación encontramos en La alegría de vivir. Todos son dolores, sufrimientos, patología, y aunque por desgracia esto suceda a veces, causa depresión. -A partir de Pot Bouille, el público empieza a dar señales de fatiga, a girar en otras direcciones; su   —109→   curiosidad, exige nuevos excitantes, de más poder; las ediciones no se agotan tan rápidamente. Ni el reporterismo, nota que domina en Au bonheur des dames, estimula ya los gastados paladares. La prolija descripción de esos grandes almacenes, que han puesto la tentación del lujo al alcance de las bolsas flacas; el desbordamiento de gasas, rasos y encajes, el ir y venir de vendedoras por las galerías del palacio de la Moda, parecieron, y lo son, algo muy lento y de una documentación sobrado visible. Entonces, Zola, alejándose del brillante y frívolo bazar, bajó a las entrañas de la tierra y publicó Germinal, su novela de mineros.

Es Germinal obra poderosísima, por momentos miguelangelesca, distante, sin embargo, del robusto equilibrio que se advierte en el Assommoir. Hay trozos soberbios en Germinal, y otros que más parecen obra de Víctor Hugo que de un pontífice naturalista. La crítica que hizo Valera de algún detalle de Germinal es justa, y por mucho que Zola haya, estudiado de cerca las costumbres de los mineros, sin duda en el coron no existía tanta suciedad moral y física, ni era fácil que ocurriese lo que ocurre entre Esteban y Catalina en el fondo de la galería inundada, después de tales horrores y abstinencias, y que el ilustre escritor califica de «Pafos y Amatunte en ayunas y en pocilga». El romanticismo, el temperamento poético (poeta de la miseria humana, pero poeta al fin) de Zola, brotan en Germinal como el fuego   —110→   grisú de las fisuras de la cueva, y lucen que, si la mitad de Germinal es de verdadera y tremenda observación, la otra mitad sea de una fantasía épica, desatada. Con todo eso, parcialmente, es la obra de Zola donde sus facultades peculiares se desarrollan más impetuosas, se afirman con mayor potencia creatriz, en descripciones magníficas, en trozos de factura magistrales, como el del paso de la horda que pide pan. El asunto de la novela es un acierto, desde el punto de vista del interés: de los obreros, son los mineros los más desgraciados, o por mejor decir, son los únicos necesariamente desgraciados, por la índole de su trabajo mismo; y la marea de las reivindicaciones socialistas tiene que alzar más irritada espuma, y las huelgas presentar cuadros más lastimosos y terroríficos en el ambiente minero; los hechos reales lo han demostrado. Un tema de importancia mundial, tan actual, tan extenso, en que se pueden mover tan grandes masas y remover tanto instinto, fue, sin duda, hallazgo para el novelista. El primero lo tuvo con el Assommoir, el tercero con El desastre (La debâcle). Claro es que la obra no redunda en pacificación social; claro es que no contribuye a calmarlas pasiones ni los odios. De sus efectos hemos tenido aquí siniestro testimonio, si es cierto que el anarquista de la tragedia de Santa Águeda murió pronunciando ¡Germinal! Sin embargo, no es una novela de tesis; no es una novela a lo Eugenio Sue; no son Los miserables, de Víctor Hugo.

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A Germinal sigue La obra. Es la novela de un pintor genial, de un degenerado superior, que no acierta a producir la obra maestra soñada; de quien el público hace befa en la Exposición, comentando con carcajadas mofadoras su envío, y que, desesperado de su impotencia, se ahorca. Hay en la lucha del pintor algo de simbólico; Zola asoma en aquellas páginas, defendiendo su propio litigio. Después aparece La Tierra, novela de costumbres labriegas, que merece párrafo aparte.

La Tierra señala el ocaso del naturalismo de escuela, reprobado y detestado en general, en sus principios y en las obras que produce, aunque se lean con avidez y se traduzcan a todos los idiomas.

La protesta, desde la publicación del Assommoir, se repite frecuentemente, muchas veces sin examen, otras fundada en censuras razonadas y serias. Los raudales de la sensibilidad, que volvían a manar, eran contrarios a Zola, a quien yo había oído exclamar, paseándose arriba y abajo por el grenier de Goncourt: «¡Cuánto misticismo en este fin de siglo!». Los autores rusos se habían hecho populares en París, y eu naturalismo, impregnado de ese orden de sentimientos que el cristianismo ha madurado en los pueblos y en las razas, era más sincero, completo y humano. La literatura rusa, en este período, es más que una influencia: es una conquista. La literatura inglesa había influido, sin duda, con Dickens y Thackeray, dados a conocer por Taine, con Emerson traducido, con   —112→   el «naturalismo moral» de Jorge Elliot, y con las doctrinas de Darwin; la mentalidad alemana, con la difusión de las enseñanzas de Hégel, Shopenhauer y Strauss, con el culto de Goethe, de Schiller y de Enrique Heine, y con la irrupción batalladora del vagnerismo. Pero todas estas corrientes de pensamiento y de arte, en su mayoría contrarias al naturalismo de escuela, no precipitaron su fin como lo precipitó el descubrimiento del nuevo mundo de la novela rusa, con su pléyade de talentos y de genios: Gogol, Tolstoy, Turguenef, Dostoyevsky, Gontcharof. Eran naturalistas tan crudos en lo formal, como podía serlo Zola; eran, en política, más revolucionarios; sus cuadros no cedían en vigor a los del hierofante; sólo que se diferenciaban de él en una cosa sencillísima: para los novelistas eslavos, Cristo había venido al mundo.

De esta fe, de esta convicción, ardiente y difusa, estaba impregnado el naturalismo de aquellos escritores, acaso nihilistas, pero empapados de una invencible piedad religiosa. De esta convicción se derivan páginas que conmueven, que infunden el sentimiento conocido por «religión del sufrimiento humano». Es el naturalismo del pintor español, que hizo vagar las blancas manos de Santa Isabel sobre la tiña y las costras de la cabeza de un mísero, y no infundió repugnancia. Porque no repugna lo material, sino la idea que despierta, y la caridad y el amor pueden sumergirse en el fango y tocar a la podre y salir limpios. Escribir como si   —113→   Cristo no hubiese existido, ni su doctrina hubiese sido promulgada jamás, fue el error capital de la escuela, que procedía directamente del modo de ser de Zola, cuya escasa disposición para estudiar la psiquis de la fe y del misticismo se demostró sobradamente en la figura de Sergio Mouret y en la artificiosa construcción de El ensueño (Le rêve). Y el misticismo eslavo le derrotó, prolongando al mismo tiempo la era del naturalismo en la novela, pero naturalismo con ventanas y respiración, sin pseudo-ciencia y sin positivismo barato.

Ello fue que Zola, en 1887, dio a luz La Tierra. Sobre venir el libro en mal momento, pasaba de la raya, llegando a lo que no es fácil tolerar.

No serán los labriegos modelos de pulcritud, mas, si juzgo por los que conozco -y son de un país menos adelantado-, ni hablan ni proceden como quiere Zola. Sin duda les domina la codicia del terruño; sin duda practican, acaso forzadamente, una economía sórdida; pero es gente que, hasta por instinto de prudencia defensiva, no suelta atrocidades; la plebe urbana es más desvergonzada en esto. Y lo que colmó la medida fue la escatología, personificada en un aldeano que lleva un mote divino; todo lo cual tenía que causar náusea. Lo único que se vio, en la larga novela, fue una figura tan apestosa. Los que habíamos reclamado equidad para Zola, justicia para su talento, retrocedimos y echamos mano al pañuelo, rociado de colonia, o más bien de mentol.   —114→   No cabía ya defensa. Y lo que nosotros callamos, lo gritaron los «cinco» del manifiesto célebre. Este documento se publicó en El Fígaro, y lo firmaron Pablo Bonnetain, Rosny, Luciano Descaves, Pablo Margueritte y Gustavo Guiches. La arremetida hervía en juvenil furor. Salía a relucir la falta de experimentación personal, la niñera del árbol genealógico, la ignorancia médica y científica del maestro, la obscenidad de propósito, el descenso a lo más hondo de la grosería y la suciedad. Y se alejaban del maestro «resueltamente, pero no sin tristeza», rehusando el título de naturalistas, para sí y para sus obras.

En vano se pudo objetar a esta protesta que Bonnetain hizo cosas incalificables, como el horrible Charlot s'ámuse, y que los «cinco» no eran discípulos de Zola, monaguillos de la iglesia de Medan. (Estos se llamaban Maupassant, Hennique, Huysmanns, Céard y Alexis). Aunque Zola dijese, al enterarse del manifiesto, «no conozco a esos muchachos», esos muchachos eran eco de muchas voces y reflejo de innumerables impresiones, y cualquiera que fuese el móvil que les impulsaba al acto agresivo, no cabe decir que navegasen contra la corriente. La idea del discípulo, como Zola la entendía, era material y casera. Discípulos de un artista son los que de él reciben impulso, y desde lejos y sin que les conociese, pudieron los del manifiesto haberle considerado maestro hasta entonces.

El ensueño, que sigue a La Tierra, dícese que   —115→   obedeció, más que al deseo de darse un baño de luz, al de entrar en la Academia, cosa que Zola ansiaba mucho. Peor el tema de El ensueño no cuadraba con sus aptitudes. Mejor pudo desenvolverlas en la «novela de los caminos de hierro», inferior, sin embargo, a su modelo Crimen y castigo, de Dostoyevsky, y hasta con resabios de folletín.

Luego viene El desastre, última obra de Zola en que aún no se advierte marcada decadencia. Como en Germinal, en El desastre el asunto era de grandiosas proporciones y adecuado a la amplitud épica que ostenta Zola. Debe añadirse que no es fundada la acusación de mal patriota y antimilitarista que con motivo de este libro cayó sobre el autor. Se ve, al contrario, que sentía la indignación y el dolor de la derrota y la mutilación del territorio. Releyendo Las tardes de Medan, se nota que lo mismo les sucedía a sus discípulos oficiales, que se propusieron escribir cada cual un cuento «antipatriótico», y sólo dieron la nota del patriotismo herido, de la sátira contra los culpables del desastre, pero no contra Francia. Y el cuento que correspondió a Zola, en esta coleccioncita, es francamente chauvin.

Cierto que en El desastre Zola nada omite, nada oculta. Los soldados, arrojando el fusil antes de haber disparado un tiro, o desertando para emborracharse mientras dura la batalla; el aldeano negándose a dar de comer a la hambrienta tropa, defensora de la patria común, y rechazando a los heridos, por miedo a «líos con   —116→   los prusianos»; la servidumbre del Emperador, sin pensar más que en su comodidad, en beber y regalarse, y en desear la retirada hacia París, para disfrutar al fin «camas limpias»; los generales y los coroneles, indiferentes a las privaciones del ejército, con tal que a ellos no les falte buen alojamiento y abundante manutención; los cultivadores traficando en víveres para el invasor, mientras los franceses sucumben de miseria, y deseando ver fusilados a los franco-tiradores, que pudieran llamarse franco-malhechores; la dama liviana que pasa indiferente y jovial de los brazos de un oficial compatriota a los del enemigo, haciendo escarnio de esa exaltación del amor por el patriotismo, que inspira toda abnegación a la mujer; la otra hembra que lleva la economía doméstica al extremo de lamentarse porque la cogen un mantel para izar bandera blanca; el fabricante ricachón, que ante la derrota del ejército sólo piensa en su fábrica, no se la vaya a demoler o a incendiar alguna bomba; el egoísmo, la pequeñez, el raquitismo de alguna parte de la nación, lo pone Zola de manifiesto fríamente, con serenidad de médico que refiere los síntomas de una enfermedad vergonzosa. -Entre las observaciones más curiosas y certeras que sugiere la lectura de El desastre, incluyo la de la inmensa importancia que Zola atribuye al estómago de los asuntos bélicos.

Así como el que lee las relaciones de guerras y hazañas españolas encuentra inagotable motivo de asombro en nuestra espantosa sobriedad,   —117→   el que recorre las páginas del libro de Zola se convence de que el francés es una máquina que no funciona sin aceite. Las mayores tribulaciones, penas y clamores del ejército, son por la bucólica. Si engullen, todo marcha a las mil maravillas; si ayunan, todo se lo lleva pateta. Semejante ejército demuestra plenamente la exactitud de nuestro viejo refrán: «Tripas llevan pies, que no pies tripas». -Por lo mismo, la falta de víveres por imprevisiones de una Administración militar lamentable, explica desfallecimientos que a cobardía no pueden atribuirse.

Con igual precisión que los desfallecimientos, Zola narra los heroísmos, la defensa de Bazeilles, digna de todo lauro, las impaciencias de los cuerpos del ejército por encontrar al invisible enemigo y batirse al fin; y la idea que sugiere El desastre es que el ejército y la nación francesa fueron víctimas de una serie de fatalidades que se unieron en su daño. Se ve perfectamente en las páginas del libro la falta de plan, el abandono administrativo, la inepcia de los jefes, el desacierto en iniciar y dirigir la campaña. Errores estratégicos, deficiencias de organización incomprensibles, inutilizan el valor, por grande que sea. Y los errores podrán perder y hasta aniquilar a las naciones, pero no las deshonran, y acaso vale más proclamarlos para que no se repitan. Si comparo la opinión que refleja El desastre con otras de historiadores de aquel doloroso momento, no hallo tan severo a Zola.

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Reconociendo los rasgos gloriosos y los sacrificios individuales, son escritores franceses los que afirman que Francia sufrió la invasión de un modo pasivo, fatalista, porque le faltaba fe. Traslado las palabras de Edmundo Lepelletier: «Es muy difícil conquistar a país que no acepte de antemano la conquista. Napoleón, con todo el genio y con sus invencibles gruñones, lo aprendió ante Zaragoza». No podemos considerar antimilitarista un libro que viene a demostrar que un ejército sucumbe, más aún que por falta de armamento y víveres, por falta de subordinación y disciplina; que la guerra es una necesidad, y la obediencia y respeto a los jefes y el entusiasmo patriótico primeros elementos de victoria.

En medio de fragmentos que impresionan, el libro es frío; a trechos no sabe disimular la documentación, fundirla armoniosamente y hacerla invisible al relato. El antiguo vigor se va, y queda la armazón de notas y apuntes, mostrando el esqueleto del árbol, ya quemado, de fuegos artificiales.

Varias debieron de ser las causas de la decadencia. Los escritos polémicos de Zola, de los cuales trataré al llegar a la crítica, contribuyeron a fijar la atención del público, hasta del más indiferente, en sus novelas; pero el programa era inaplicable, y su mismo autor no pudo atenerse a él, ni casi a los principios fundamentales naturalistas. La ciencia moderna especializa: Zola, al pretender abarcar el conjunto social, se vio obligado a vulgarizar   —119→   ideas generales. La tendencia hacia el clasicismo, expresión del genio nacional de Francia, era, sin duda, sana y feliz; pero Zola procedía de la generación romántica, y al aspirar a la suma sencillez y la «lógica» hasta en el lenguaje, sólo consiguió ir perdiendo sus brillantes condiciones de sinfonista y colorista, y condenarse a un estilo mate, sordo, lento y apagado; trocar las joyas de la de Magdala por una cueva y una estera parduzca. Al profesar el determinismo como consecuencia del método experimental, se confinó en una psicología mecánica, quitándole a la lira infinitas y vibrantes cuerdas. Los caracteres en Zola tienen algo de elemental y rudimentario; no profundizó los arcanos del pensar y del sentir; tomó el instinto, no por raíz honda, sino por ley constante, prestando a la mayoría de sus personajes una vida entre automática y -fuerza es estampar esta palabra, empleada por muy certeros críticos- bestial. A consecuencia de este procedimiento, Zola ha solido caracterizar a sus héroes con un gesto, un ademán, una particularidad externa, que graba en nuestra mente la significación que el autor quiere atribuirles: así, el viejo minero de Germinal, escupiendo negro; la Dionisia de Au Bonheur des dames, con sus bandós alisados; la frente «en forma de torre» de los Froments. Tiene el recurso algo pueril, y descubriríamos sus precedentes en el arte primitivo, en la Ilíada, con Juno la de los ojos de buey y Aquiles el de los pies veloces; encontraríamos analogías entre este recurso   —120→   artístico y la costumbre popular de los motes y apodos; y, sin embargo, la insistencia de Zola en la pincelada llega a prestar vida a las figuras. Agradaríame comparar detenidamente a Homero y a Zola: tal vez no falte quien lo haya hecho, pues existen ciertas similitudes entre el aedo de Esmirna y el burgués de París; son ambos poetas épicos, y poseen, en grado sumo, el don de mover las colectividades, de recoger y transmitir con grandiosas resonancias el confuso rumor de las muchedumbres. En la obra de ambos oímos estrellarse y mugir el «Ponto estrepitoso» de la masa humana, arrastrada por el instinto ciego.

Por el camino de la psicología mecánica y de los signos externos que la descubren, fue Zola derivando a mil leguas de su punto de partida, lejos de la observación y de las intenciones experimentales -si es que las tuvo alguna vez en el terreno de la posibilidad-; fue a incidir en el simbolismo. No cabe nada más opuesto a la estética naturalista; y los novelistas que realmente la practicaron (Flaubert, Maupassant, Daudet), si percibieron y expresaron a veces relaciones misteriosas de los objetos entre sí, recónditas afinidades, las tradujeron con la misma sobriedad y recato con que cruzaban por su espíritu, batiendo apenas las alas y envueltas en mil velos sutiles. En Zola el simbolismo, según va decayendo su arte, se presenta claro como las figuras decorativas de los frescos. Los simbolistas de escuela embozaron a propósito la idea en la oscuridad del lenguaje:   —121→   Zola, al contrario, se afana por comunicarse a todos; el símbolo en él fue democrático, ni breve ni sugestivo, ni gracioso, como los adorables mitos helénicos, sino porfiado, lento, traducido al lenguaje vulgar.

Nana es de las novelas más simbólicas de Zola; y a propósito de este simbolismo, de la consabida mosca de oro, nacida de la corrupción social, no quiero omitir con cuánta sorpresa me di cuenta de las singulares semejanzas que existen entre Nana y un libro español raro y curioso, cuya existencia Zola ni sospecharía: La lozana andaluza. Ambos estudios y narraciones de la vida de una famosa cortesana coinciden -amén de otras analogías que no caben aquí- en hacer de la cortesana signo del rebajamiento de una época y la perversión de una gran capital; en retratar a los altos personajes, obligados a dar ejemplo de dignidad, prosternándose a los pies de la meretriz; en pintar cómo ella los escarnece; y para mayor similitud, si Nana termina con el anuncio del castigo providencial de la invasión germánica, La lozana andaluza acaba con el del saco de Roma.

El simbolismo de Zola es más utilitario y docente que artístico; y, en efecto, ese escritor, a quien se ha llamado cerdo, fue un porfiado moralista, un satírico melancólico -pecando en esto también contra los mandamientos del naturalismo, que no se cuida de enseñar ni de corregir. Si supusiésemos el novelista experimental soñado por Zola, uno que experimenta   —122→   sobre el alma humana como el químico o el fisiólogo en su laboratorio sobre la materia, lo primero que le atribuiremos es la indiferencia moral del sabio, el cual ciertamente no pretende desarraigar las viciosas inclinaciones de una sal de cobre, ni modificar la censurable conducta de un conejo de Indias. La pasión de moralista, tan dominante en Zola, es inconciliable con sus teorías estéticas. Comparadle, por ejemplo, a Maupassant -que si figuró algún tiempo entre los discípulos de Zola, va poco a poco, ante el juicio gradualmente sereno de la posteridad, hombreándose con su maestro-. Maupassant tiene el sentimiento hondo, tranquilo, de la fatalidad natural, y lo tiene como un griego, como un clásico; Maupassant no es únicamente los ojos que miran y saben ver y la mano que sabe transcribir; algo recóndito nos insinúa Maupassant, porque algo recóndito e inefable nos insinúan también las estatuas helenas y los bronces del Renacimiento... pero no consintiera Maupassant, por todo el oro del mundo, en deformar la realidad a fin de que las muchedumbres recuerden ciertas verdades o reciban ciertas enseñanzas provechosas.

Las de Zola son trilladas. ¿Qué nos predica Nana con su simbolismo de la mosca de oro? Que la sensualidad enflaquece y degrada, no sólo al individuo, sino a los pueblos. ¿Y El desastre? Que los ejércitos sólo vencen cuando están bien organizados y cuando se mantiene en ellos la fe en sus jefes y el espíritu de disciplina.   —123→   ¿Y el Assommoir? Que los obreros se pierden si no trabajan y que el alcoholismo hace estragos en las clases laboriosas. ¿Y La ralea? Que el agio y los chanchullos desprestigian a un régimen y preparan su caída. Son temas de prensa, de conferencia dominical, al alcance de cualquiera; pero Zola los trató del modo intensivo, pintoresco, aumentativo y sugestivo que le pertenecía; los desarrolló con energía brutal; acumuló cuantos rasgos y pinceladas, episodios y pormenores podían concurrir al fin propuesto; apartó sistemáticamente la parte de realidad que no se relacionaba con el tema, y llegó, merced a facultades singularísimas, a una verdadera originalidad, hasta donde nadie ignora; pero llegó, no sujetándose a sus propias teorías, sino prescindiendo de ellas.

No es que Zola no procurase documentarse: al contrario. Hay exceso de documentación en Zola; y andan, sembradas por las páginas del libro, otras hojas secas del árbol de la vida, que no son como la hoja verde nutrida por la savia del tronco. Los expertos en el vivir, los Cervantes, los Tolstoy, cuando narran, hácenlo sin que les estorbe la documentación reflexiva, cuyo indigesto peso, cuya inasimilación, se advierte en Zola. Los momentos realmente felices de Zola son aquellos en que, dominando al documento, hierve su imaginación.

Mientras Zola, teórico, reniega de la imaginación, la proscribe como a un duende maligno, pide verdad y solo verdad, Zola, artista, vive de la imaginación -de la suya, entendámonos-,   —124→   que no identificaré (a pesar de los envenenamientos y las fúnebres nupcias de Roma, el suicidio floreal de Albina, las truculencias de la Bestia humana y otros recursos tales) con la imaginación de un Eugenio Sue o un Alejandro Dumas-. Si en todo novelista, por más idealista que sea, hay buena parte de realidad, y por realista que se profese, buena parte de imaginación -en Zola quizás predomina este último elemento-. La imaginación del artista, en efecto, no es sino su modo peculiar de representarse las imágenes y de proyectarlas al exterior, transformadas con arreglo a ese modo peculiar. Nadie dudará que en Zola revista caracteres marcadísimos e inconfundibles la transformación, y se afirme a cada momento una visión propia, aun cuando para confirmar nuestro aserto no recordemos, ni siquiera en el idioma que desafía al pudor, la célebre frase latina en la cual Zola encierra su concepto del mundo.

Del espectáculo de las fuerzas naturales y las instituciones sociales; de los mil aspectos de la realidad, Zola, como todo artista, siente especialmente algunos, que impresionan su imaginación. La imaginación en Zola carece de magia y de encanto: es una cámara negra, es un espejo de metal trágicamente iluminado por relámpagos de pesimismo. No el pesimismo alto y desdeñoso de un Leopardi, sino otro pesimismo clínico, en su tenaz insistencia al mostrarnos el dolor de la carne, la miseria material del hombre. La imaginación de Zola, en cierto respecto (y por más que se refugie en   —125→   el sensualismo), está muy impregnada de algunos dogmas del ascetismo cristiano. En este sentido, no pudo escamotear lo religioso, como probablemente creyó hacerlo. Su hombre es el de la naturaleza pervertida y viciada por el pecado original; su humanidad, una humanidad doliente, enferma, siempre aguijoneada por la concupiscencia y los apetitos corporales. Difícilmente concibo cómo pudiera Zola, que en sus últimas novelas manifiesta tanta fe en la redención y glorificación futura de la grey humana, y canta himnos a la vida, conciliar este optimismo con la noción del instinto del mal, sombrío y profundo, invencible, que late en otras obras suyas (por ejemplo, La Bestia humana).

Con todas sus negruras, la imaginación de Zola es su facultad maestra, el fondo temperamental por donde un escritor se diferencia y se afirma. Busco en Zola otra cualidad equivalente y no la encuentro. En sensibilidad, en equilibrio, en penetración, en observación, en composición, en estilo, en habla, ¡le son superiores tantos artistas contemporáneos suyos! No citaré sino a Daudet -que fue muchísimo más fiel que Zola en la transcripción de la realidad y pesó con balanza más justa la proporción de males y de bienes que nos rodean-, y se comprenderá, pensando en el autor del Nabab, que en cuanto a imaginación, con ser la de Daudet risueña, serena, fértil, florida, no puede compararse a la de Zola, cuyo vigor tuvo, en momentos dados, algo de hercúleo.

Situad a cualquiera que no sea Zola ante un   —126→   mercado, una taberna, una mina, un almacén de novedades, un huerto abandonado, una casa de vecindad, y no verá allí más que lo inanimado, lo insignificante, la prosa llana, la ganancia, la pérdida, la conveniencia de arrancar las ortigas o lo abundante del marisco. A lo sumo, un artista verá colores, formas, líneas, efectos de luz, fondo para escenas. Zola verá vivir con extraña vida, con vida imaginaria, con vuelo y resuello de dragón o de grifo, con serpenteos de melusina, al mercado, al almacén, al huerto, y les prestará una personalidad simbólica, que ya, para nosotros, han de conservar siempre. He aquí la obra de la creadora fantasía, la obra propia de Zola. Como Homero daba voz y pasiones a los ríos, Zola presta amor al huerto abandonado, misterio maléfico a la mina, fatalidad atrayente a la taberna...

He notado, en Zola, las contradicciones entre el teórico y el artista; no debo omitir que, aun al tratar de aplicar sus teorías, cayó en errores análogos a los que pudieran reprocharse a cualquier autor que no predicase la ciencia experimental, ni el documento exacto. En sus polémicas con Sarcey, este sacó a relucir anacronismos de Zola, tan graciosos como hacer ver a Elena, la heroína de Una página de amor, desde lo alto del Trocadero, el año de 1853, la mole de la Ópera, edificio que por entonces no existía, y desatinos tan divertidos como el que otra heroína pesque quisquillas rosa, cuando las quisquillas no son color de rosa sino en aquellos mares donde la langosta viste cardenalicia   —127→   púrpura... Y, emitiendo un juicio que la posteridad ha confirmado, añade Sarcey: «A Zola no se le cae de la boca la verdad, y vuelta con la verdad, pero es sencillamente un imaginativo, que toma por verdad las alucinaciones de su cerebro siempre activo y fecundo...». De ese cerebro, de esa imaginación que trabaja sobre datos de la realidad, aunque los aumente, apiñe, altere y desfigure, han salido chispazos de prodigiosas creaciones, entre escorias y cieno candente, como en los volcanes. Y los chispazos pertenecen a la época que queda reseñada aquí; ya veremos, a su tiempo, el enfriamiento y extinción del volcán, y el fin de la carrera, fin que contrasta de extraño modo con sus comienzos, aun cuando de ellos se derive, en la unidad lógica y secreta que existe, analizando bien, en el conjunto de toda vida humana.