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ArribaAbajo- V -

La novela. -El naturalismo mitigado: Alfonso Daudet. -Carácter regional. -El moralista. -El artista. -Daudet y la Academia. -El cenáculo romántico y las tertulias naturalistas. -Los eslavos. -Alcance de Daudet. -Su obra maestra


Decíame en cierta ocasión Edmundo de Goncourt, al correr de una cháchara acerca de sus rivales en la novela: «No sé cómo creen que Zola pinta la realidad. No conoce la sociedad, no conoce la vida, y mal la puede describir. Ha vivido siempre dentro de un baúl. El mejor documentado de todos, es Daudet».

No negaré que pudo influir en esta opinión del maestro el cariño al gentil ménage, como solía llamar a Daudet y su esposa; no obstante, hay mucho de exacto en su parecer. Daudet era un novelista más documentado, y por mejor procedimiento, que Zola.

Cuando conocí a Daudet, también en el desván de Goncourt, ocho o nueve años antes del   —130→   de su muerte, estaba ya tan decaído, que justificaba la frase sangrienta y repulsiva en que le compararon a «una rata muerta en el cesto de un trapero». Con todo, destrozado por la morfina, y por sufrimientos que la morfina y el cloral atenuaban, con la cara gris y sumida, la melena ya tocada de plomo -a poco que se animase charlando, volvía a parecer el «guapo rey sarraceno», el brillante meridional, no sólo en lo físico, sino en la chispeadora conversación. El aire de Edmundo de Goncourt era más aristocrático, su hablar más escogido, pero Daudet poseía ese encanto capcioso de las imaginaciones que todo lo enflorecen. Por estas cualidades, que son las mismas de sus libros, Daudet reconcilió con el naturalismo a buena parte del público; y, no obstante, nadie podrá decir que falsificase la vida; al hermosearla. Se contentó con transigir un poco, velar crudezas o mostrarlas al través del arte; elegir con tino, entre el haz de sus notas y apuntes. La amargura que cupiese en Daudet, había que buscarla en el fondo de la copa. En la superficie, las, doradas burbujas del champagne.

Alfonso Daudet nació en Nimes el año 40. Adolescente aún se trasladó a París, donde se hallaba ya su hermano Ernesto, también novelista, pero asaz mediocre. Alfonso llegó a la gran capital muerto de frío, en vagón de tercera, con una moneda de plata por todo capital. «Nadie empezó su carrera más menesteroso...» -leemos en Treinta años de París...-. Lanzó el inevitable tomo de poesías, estreno,   —131→   juvenil, tan en armonía con la condición del que dijo de sí mismo: «Llevo en el corazón un pajarito azul, y por pitanza exige sangre». Sin que desde el primer momento alcanzase lo que se llama celebridad, tuvo éxito; sus versos agradaron. Si obtuvo Daudet en la prensa y la escena triunfos lisonjeros, del 60 al 66 comenzó la fama extensa, con la publicación de las Cartas de mi molino. Desde entonces puede decirse que creció siempre la popularidad del simpático nombre, y cada libro le hizo ascender un escalón, aunque no todos sean de valor igual, y el mejor, en mi concepto, Tartarín de Tarascón, lleve la fecha de 1872 y sea la primer sonrisa humorística de las letras francesas después de la catástrofe nacional.

De sus novelas, la crítica superficial ha solido preferir La razón social Fromont y Risler. En mi opinión es de lo más flojo, y, a no ser por el fondo real que trasluce, dijéramos que hay algo de Feuillet, y sin la elegancia de Feuillet, en esa novela, que el mismo autor declara romancesca y convencional, aunque hayan existido los personajes.

Aparte del gran acierto del primer Tartarín, siempre sobresale Daudet en el estudio del carácter meridional. También domina las escenas de la vida política y mundana, habiéndose penetrado de ese ambiente antes de la caída del Imperio, cuando fue secretario del duque de Morny, y pudo codearse con la gente que pone en escena. Así, las novelas superiores de Daudet, aquellas en que hay sal fina de sátira   —132→   envuelta en la gracia de la forma, son, sin duda, Nabab, Numa Roumestán, Los Reyes en el destierro, la recia diatriba de El Inmortal y el hondo estudio de Safo. Si añadimos algunos cuentos de primera línea, tendremos lo selecto de la producción de Daudet.

El caso de Daudet con sus paisanos los meridionales, demuestra que los pueblos, lo mismo que los Reyes, buscan que se les adule, halague y mienta. No pueden sufrir los pueblos la verdad, aun embellecida por el hechizo del arte. La pintura del Mediodía que hizo Daudet, no tiene gran dosis de hiel satírica. Ni pudiera, ya que en ella se trasluce a cada paso el invencible enamoramiento, la nostalgia, de aquella comarca inundada de sol y perfumada de tomillo y adelfa, abrasada por la caricia ardiente del mistral, donde la mentira no es mentira, sino espejismo, gasconada y poesía hiperbólica. Alfonso Daudet fue provinciano de su provincia, hombre de su raza, meridional hasta la medula; lo fue con fervor, no gustándole otro campo sino el de su tierra, tostado, reseco y rojo, y confesando la singular melancolía que le causaba el verde paisaje del Norte. Se ha dicho, y con razón, de Alfonso Daudet, que en sus obras existe mucha emoción personal, y que el precepto de la impersonalidad, impuesto por la escuela, no lo siguió al pie de la letra nunca, pues su sentir palpita en sus novelas y las impregna del todo. Y su sentir, es el amor al país natal, la continuación de Provenza sobre su sensibilidad artística.

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Un día, en el desván, irguiéndose en el sillón donde antes yacía desplomado, Daudet nos hizo fijarnos en lo irónico del hecho.

«Ha habido -dijo- un instante en que si caigo en Tarascón, no sé qué sería de mí. Maldita la gana que tengo de aparecer por allí nunca. Hasta prohibieron que mis libros se vendiesen en la estación. Hablaban de arrastrarme por las calles, con una soga atada a los pies. Hay que tener en cuenta, sin embargo, la óptica meridional. La soga sería bramantillo, y todo pararía en ¡ah! ¡ah!, fén de brut. Sin embargo, varios tarasconeses se han venido a París a retarme. ¿Dónde anda ese señor Daudet? A ver, que se presente... Fue preciso distraerles con diversiones, para que no se precipitasen en mi casa y me escabechasen...».

El que los tarasconeses querían linchar, era el poeta de su región, prendado del carácter de un paisaje, de la originalidad pintoresca de tipos y costumbres, de ese espíritu de una comarca, que la diferencia de las otras. Revelar la belleza propia de las regiones ha correspondido, en la segunda mitad del siglo XIX, a la novela, no a la poesía, y si tuviésemos que elegir, como significación del alma de Provenza, entre Mistral y Daudet, yo antepondría al último, a gran distancia.

Es uno de los rasgos de la figura literaria de Daudet esta incesante presencia de la región natal; y, sin encerrarse (como un tiempo dije de Pereda) en su huerto (pues nadie retrató mejor que Daudet los aspectos del mundo cosmopolita),   —134→   lo cultivó asiduamente. Ni Zola, ni el propio Flaubert, que tan admirable disección de la vida provinciana hizo en Madama Bovary, tuvieron el sentimiento regional que en Daudet rebosa. Balzac, con sus cualidades de vidente, reveló de un modo admirable varias regiones de Francia; pero en Daudet hay otra cosa: la intimidad de la tierra con el artista, la sugestión de una comarca, que no puede ser sino aquella donde los ojos bebieron la primer luz y los pulmones respiraron el primer soplo de aire. Y yo diría que esta identificación del escritor con un país, es un elemento de fuerza y sinceridad, es algo más humano que el arte de los que no tienen solar ni terruño.

He calificado de mitigado el naturalismo de Daudet, porque elimina lo soez, lo grosero, lo crudo, aunque no lo fuerte, ni lo escabroso. No es nunca brutal Daudet en la forma, sin que retroceda ante las verdades necesarias y los detalles de prosa más vil (recuérdese el modo de destruir los papeles que pueden comprometer, a la muerte del Duque de Mora, en El Nabab). No falta quien afirme que Daudet anduvo sumamente hábil al unir su causa y su nombre a la escuela naturalista, cuando esta se encontraba en su mayor apogeo, acertando al mismo tiempo a no escandalizar, y recogiendo las flores de la popularidad, mientras Zola recibía los pellones de cieno y los Goncourt se sentían cercados del hielo de la indiferencia. No supongo tanta astucia en Daudet. Cualesquiera que sean los dogmas de una escuela literaria,   —135→   está por cima de ellos la individualidad, lo que la misma escuela llamó, sin completa exactitud, «el temperamento». Nadie cumplió mejor que Alfonso Daudet el precepto escolástico-naturalista de la rebusca del documento humano; pero al servirse de ese documento, lo adaptaba a su fantasía, tan distinta de la de Emilio Zola. Al imaginar sobre la base del documento, Daudet envolvía en mieles de abeja poética el acíbar de las realidades crueles y horribles, y además, no rechazaba, sistemático, la parte de documentación en que la naturaleza humana aparece ennoblecida, porque esto también es real, y todos lo sabemos, no ya sólo por lo que en los demás hayamos observado, sino por aquella otra observación irrefragable que realizamos sobre nosotros mismos. La antipática acumulación de hechos análogos y degradantes que se nota en La Tierra o en Pot Bouille, no cabe en el procedimiento de Daudet, más vario, más matizado, más aireado, por decirlo así. Y lo que le agradeció la muchedumbre de lectores, fue esa especie de indulgencia hacia la pobre humanidad; esa equidad, no envuelta en gasas de mentira, apoyada en un sinnúmero de notas vividas, d'aprés nature, como él se complacía en repetir, y que presentaba al hombre tal cual es, unas veces sublime, otras abyecto, casi siempre mediano, movido y solicitado, no sólo por los estímulos materiales, sino por infinitos que se derivan de su vida moral, de su vida social, de afectos, ideales e ilusiones. Y es el caso que el mundo financiero que aparece   —136→   en El Nabab no es un punto más honrado que el de La ralea; pero el arte del novelista consiste en patentizar las codicias, las miserias, las concupiscencias, los fermentos de corrupción, la decadencia histórica, en suma, sin recargar, no obstante, el ya sombrío cuadro.

Hay que distinguir, en Daudet, al satírico del novelista. A la corriente satírica pertenecen los tres Tartarines, El Inmortal, bastantes páginas de El Nabab y de Numa Rumestán; a la novela propiamente dicha (además de las confesiones, autobiográficas de Poquita cosa y la triste biografía de Jack), La razón social, Fromont y Risler, Los Reyes en el destierro, La Evangelista, Safo. Sin embargo, conviene añadir que en toda novela de Daudet asoma el satírico, y a veces el moralista.

La sátira y la moraleja de Daudet, pueden dividirse en regionales, sociales y políticas. Tartarín de Tarascón, lo sabemos, ni con la política ni con la sociedad se relaciona: estudia una región, y dentro de esa región, una localidad. En Numa Rumestán, al contrario, son las costumbres políticas lo satirizado, pero sin indignación: hasta se trasluce la benevolencia involuntaria hacia Numa, que personifica la falta de seriedad, lealtad y veracidad del meridional, y aprovecha un alta situación política para satisfacer pasiones caprichosas, mientras prodiga verbalismos y promete lo que está cansado de saber que no ha de cumplir. En El Nabab, la sátira es social, y muy cruel para el segundo Imperio.

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He leído en recientes trabajos sobre Daudet que este no acertaba a diseñar caracteres. Hay caracteres individuales y caracteres genéricos, y me explicaré por medio de ejemplos. Tartufo, Harpagón, son caracteres generales; son el hipócrita, el avaro; sus rasgos convienen a muchos. Y, en cambio, Ricardo III es un carácter individual; hay en él señales que no vemos ni en otros monarcas, ni en otros ambiciosos, ni en otros hombres de su época.

Daudet dibujó ambas categorías de caracteres; y lo tenía a orgullo, y declaraba lo profundo de su emoción cuando oía decir: «Ese es un Tartarín... un Monpavon... un Delobelle...». Sin que Tartarín de Tarascón pueda hombrearse con su modelo, Don Quijote de la Mancha, reconozcámosle por bello ejemplar de la humana ilusión, personaje de heroi-comedia, vivo, efectivo, dotado de esa atracción que lo verdadero ejerce. Por las confesiones de Daudet, sabemos que existió Tartarín o Barbarín, como las indagaciones parecen demostrar que existió Alonso Quijada. Pero ¡cuántas cosas existieron, a que sólo el arte prestó vida!

Sin el amazacotamiento de Zola, sin esa monotonía de la repetición de un rasgo descriptivo, como el del carbón que escupe el minero de Germinal, o la cojera de Gervasia, Daudet sabe sorprender las particularidades, el gesto y el movimiento, las frases y las ideas que diferencian a los individuos. Y esta manera es peculiar suya, y mana simpatía, por ahincada y minuciosa que sea la observación. El feroz egoísmo   —138→   de Delobelle, las ligerezas de Numa, la fría dureza de la Evangelista, la criminal osadía del envenenador Jenkins, la depravación inconsciente de Cristián de Iliria, no nos producen ese asco penoso, esa especie de vergüenza de existir y de pertenecer a la raza humana, que causan, por ejemplo, Lantier en La Taberna, o algunos personajes de La Tierra. -Hay que llamar a Daudet el reconciliador.

Otra excelencia que no podemos negar a Daudet, y que faltó, sin duda, a sus gloriosos émulos, es el arte de componer. Sus novelas tienen una estructura artística, y además, sin pagar tributo al folletín, inspiran interés, porque no se encierran en aspectos triviales de la vida. Este equilibrio de elementos descubre la riqueza de la organización del artista, y lo armónico de sus facultades. Y no se opone lo que acabo de escribir respecto al arte de la composición de Daudet, a otra afirmación también exacta: la de que las novelas de Daudet son realmente una serie de cuadritos que, sueltos, viven con vida independiente. «No puedo inventar», decía él. Y, en efecto, en todas sus novelas hay algo que es un recuerdo, un episodio vivido. Una de ellas, Poquita cosa, escrita en Provenza al correr de la pluma, figura como «eco de juventud», evocación de las gratas y tristes memorias de la primera edad. También el tamborilero de Numa Rumestán existió... ¡pero qué distinto! Y existió y brilló y fue protector y patrono de Daudet el duque de Mora; y no menos real fue Jansoulet, el nabab, y cien   —139→   personajes más de las novelas, de fisonomía inconfundible. Recuerdo personal es asimismo el bueno de Tartarín, con el cual Daudet confiesa haber ido a Argelia, en las graciosas excusas que da a los tarasconeses. Él mismo se declara Tartarín y reconoce que soñó matar leones y otras fantasías heroicas. No inventado tampoco, es el héroe de Jack, el pobre niño asesinado por la locura de su madre, y verdad los ratés o fracasados literarios, de quienes hace tan donoso estudio. Inútil parece añadir que el mundo político, elegante y financiero que estudia en El Nabab y en Los Reyes en el destierro, es el que frecuentó, y el puesto que ocupaba al lado del duque de Morny, a la vez importante y secundario, le permitió conocer muchas cosas que la multitud, y hasta los curiosos del periodismo, ignoran siempre. La sátira de El Inmortal, responde también a impresiones propias: Daudet detestaba a la Academia (y no porque hubiese rehusado admitirle en su seno, pues dado el carácter de la obra de Daudet, es seguro que no encontraría obstáculos, como Zola, para llegar al sillón). Abominaba de ella, igual que Goncourt, por parecerle que era el sarcófago donde se momificaba el idioma. «Siento el idioma», decía Daudet «estremecido de vida, tempestuoso, con resaca y marejada, o como hermoso río que pasa raudaloso y caudaloso. El río recoge muchas escorias, porque se lo echan todo, pero déjenle correr, que él se purificará». Esta antipatía a6 la decrépita institución, le inspiró la sátira   —140→   terrible, rebosante de realidad, fundada en hechos que se susurraban, aunque nunca parezca fácil comprobarlos (ni haya para qué, como suele suceder en este género de cuestiones). Opinan los críticos que El Inmortal fue la última obra notable de Daudet. Su salud, tan quebrantada -«¡ah, me está bien empleado!» suspiraba, refiriéndose a lo mucho que había abusado de su sistema nervioso-, decaía a cada instante, y su fuerza creadora disminuía a proporción. Acometíale un extraño desorden, un fenómeno que él llamaba diplopia: tenía, sobre todos los asuntos y temas artísticos, dos o tres ideas, entre las cuales permanecía indeciso, sin acertar a elegir -lo cual dificultaba enormemente su trabajo.

Fueron tres lustros de sufrimiento lo que soportó Daudet, y no es mucho que de ello se resintiesen sus últimas producciones. Cuando, en la paz de la muerte, recobró lo que France llama su «belleza bucólica», por haber desaparecido del rostro las huellas de las torturas, hacía nueve o diez años -era en 1897- que el naturalismo de escuela declinaba; pero Daudet no había modificado sus procedimientos en lo más mínimo, y el favor del público, no tan ruidoso como el dispensado a Zola, pero intenso y constante, persistía. Su vida de escritor y de artista ostentaba, la más bella unidad, describiendo igual armoniosa curva que su arte; la evolución del jefe de la escuela, convertido de la noche a la mañana en apóstol humanitario, no le había tentado nunca al meridional «de imaginación   —141→   de trovero», que así se calificaba él mismo; y como escribió el primer día, hollando la menta de las colinas tostadas por el sol, siguió escribiendo en el ambiente parisiense, que poco influyó en su sensibilidad nativa, aunque le había enseñado tantas y tantas cosas, e inspirádole tanta sátira jamás acerba (excepto cuando pinta a los académicos confitados en pedantería y representados por aquel ineptissimus vir Astier Réhu, del cual conocemos por acá algunos congéneres).

Hay que observar esta particularidad moral de Daudet: no es un escritor en guerra con la sociedad: no tiene que vengar agravios; aparte de su enfermedad pecosa, ha sido un hombre feliz. Si satiriza a la Academia no es por rencor; si su lápiz maestro dibuja al agua fuerte las interioridades políticas, no es que la política le haya costado decepciones; si insiste en pintar hogares deshechos, costumbres livianas, no es que en su casa no haya reinado la paz, y aun más que la paz, el amor. Hasta, si hemos de creerle, la mujer de Daudet colaboró en sus obras, y él la califica de artista, y afirma que fueron las manos de la esposa lo que espolvoreó de oro y de azul su trabajo. Habiendo conocido en casa de Goncourt a la señora de Daudet, debo decir que me pareció una mujer culta, excelente, amable, pero no tan artista, seamos sinceros. Yo la hubiese tomado por una de tantas burguesitas francesas, afinadas y con opinión sobre la última comedia que se ha estrenado y el último libro que se publica. Las   —142→   obras de la señora de Daudet que he leído son agradables e impersonales. Pero sin duda hay un modo de colaborar con un escritor, que no siempre ejercitan las personas allegadas, y que tiene su mérito, su poesía y su grandeza; y es el hacerles la vida dulce, desviando los obstáculos materiales y mulléndoles la cama. Este género de colaboración entre Daudet y su esposa es innegable.

Los escritores naturalistas, como los del romanticismo, tuvieron sus tertulias, que se diferencian de los dos cenáculos románticos, el de Víctor Hugo y el de Sainte Beuve, en que, lejos de ser como aquel, una vega abierta, donde entraba todo afiliado y todo admirador, rutilante la melena y en motinesca actitud, eran un círculo algo cerrado, compuesto en su mayor parte de escogidos, de eminencias, la nata de la intelectualidad francesa, y aun de la extranjería. No así la fanática corte de Víctor Hugo, que vi con mis ojos, y se reducía a una hilera de devotos arrodillados ante un altar. Al contrario; en estas tertulias, que primero se reunieron en casa de Flaubert, y, muerto Flaubert, en casa de Goncourt, se discutía acaloradamente, se disertaba a perte de vue, se comentaba todo; no había exclusivismos admirativos, y nadie era ni vidente, ni profeta, ni semidiós.

Daudet fue siempre asiduo concurrente, no sólo a estas tertulias, sino a salones literarios, y los describió a veces con deliciosa pluma, dejando un retrato de aquella madama Ancelot, arrugadita y vestida de blanco, infantilmente,   —143→   envejeciendo cien años seguidos todos los días, sin abandonar nunca su disfraz juvenil, como las hadas. En esta clase de salones pudo estudiar de cerca los tipos de su ratés o fracasados, las acrimonias, los despechos, la hiel que se estanca en el hígado de los que no llegaron a realizar un sueño o una ambición de gloria, y causa las ictericias de la envidia; pero las tertulias de Flaubert y Goncourt, apenas conocieron el triste tipo del literato frustrado. Los hombres que en ellas se destacan son ilustres, son casi los mismos que estudio aquí. Si algunos no llegaron a gran notoriedad, todos ocupan un lugar distinguido en la historia literaria. Y en esta intimidad entran también los extranjeros, como Ivan Turguenef, del cual y de sus compañeros, los novelistas rusos, pudieren decir los naturalistas de escuela: «Yo disminuiré y ellos crecerán».

Con aquel gigantazo eslavo, de barbas fluviales, del cual Daudet habla larga y cariñosamente -¡eironeia!-, vino la caída de la escuela de Médan. Tiene algo de simbólico el incidente que el mismo Daudet relata, al hablar de la publicación de unas páginas de Turguenef, en las cuales, el extranjero que se había sentado a su mesa, que había acariciado a sus niños, que le había cubierto de elogios, vaciaba el corazón y se desahogaba, declarando que Daudet, como escritor, era el último de los últimos, y como hombre, valía bien poco. El desengaño no impulsa a Daudet a salir de su tono de delicada ironía, y es justamente la palabra «ironía», en   —144→   griego, la que le sirve para comentar la traición del ruso-, traición bien frecuente, por cierto, en las letras...

Daudet no tenía que temer tanto la crisis fatal del naturalismo, habiendo sabido, como dice acertadamente René Doumic, que hay cosas que no se pueden describir y palabras que no cabe usar. La opinión de Doumic respecto a Daudet me parece muy exacta, y al transcribirla me adhiero a ella. La obra de Daudet, en opinión del eminente crítico, es la de un nervioso; inspirada, más que por vigoroso pensamiento, por exquisita y activa sensibilidad. Es fina, elegante, seductora, ornada de mil gentiles y lindos arabescos... y parece frágil el conjunto, como una soñada Alhambra. Falta al novelista un grado sumo de energía viril, de potencia creadora; falta la alucinación poderosa de un Balzac, y yo añadiría que tampoco posee el lento arranque bovino de Zola, que a veces ha abierto tan hondo surco. Hay en Daudet un equilibrio y una compensación de cualidades medianas, que reunidas forman gratísimo conjunto: es amable sin ser dulzón; es satírico, sin ser amargo ni seco; es gráfico, sin ser pesado ni insistente; no conoce la pedantería; no alardea de científico; es poeta a ratos, es otros humorista, y no insiste en el detalle crudo, pero no lo evita cuando es necesario, limitándose a presentarlo con suma habilidad. No puede negársele su intención de moralista, ni su pintura amplia, varia y fiel de la sociedad que le rodea. Sin erigirse en salvador   —145→   de los proletarios, ni escribir Los miserables ni Trabajo, pinta con la mayor simpatía a las clases modestas y humildes, y nos comunica su ternura hacia los tristes y los desheredados, bañando en luz y en poesía, sin daño de la verdad, la bohardilla de la obrerita Deseada Delobelle. Y, sin embargo, de todos estos méritos y de tantos deliciosos sabores como pueden hallarse en él, Daudet no llega por completo a la cima. Como artista, tenemos que anteponer a Flaubert, desde luego, y a los Goncourt; como creador, a Balzac; como fuerte, a Guido de Maupassant, y como originalidad, no incompatible con sus grandes defectos, a Emilio Zola.

Hay, sin embargo, una obra de Daudet que entre todas se distingue y que, sea acierto «de trovero» según él decía, o extraña adaptación del asunto al talento, a feliz imitación de una obra maestra única-, bastaría para ganarle la inmortalidad. Ya se adivina que me refiero a Tartarín. Daudet dividía los libros que puede producir un escritor en libros naturales, de inspiración espontánea; y libros intencionales. Hay que añadir que no siempre los libros intencionales son necesariamente inferiores; sirva de ejemplo, en la misma producción de Daudet, El Inmortal, libro intencional si los hubo, como lo son, en general, todas las obras satíricas. Pero cuando un libro natural es además el libro natural de una comarca y hasta de una raza, y encierra su vena cómica propia, ese libro tiene muchas   —146→   probabilidades de ser obra maestra. Así ocurrió con la gesta del héroe tarasconés, cuyas divertidísimas aventuras, manías, gestos y frases han hecho de él un ser viviente, uno de esos hijos del arte, que producen impresión de realidad significativa y profunda.

En opinión de Anatole France, Tartarín es el Quijote francés; ha llegado a adquirir la importancia de una leyenda nacional. Yo sólo diré dos cosas: la primera, que si no existiese la obra de Cervantes, no hubiese existido la epopeya de Tartarín, cuya primera idea sin duda del Quijote procede; la segunda, que, si Francia puede tener un Quijote, tiene que asemejarse más a Tartarín que al Ingenioso hidalgo.

Nótese que la epopeya de la gasconada ha tentado siempre y sigue tentando a nuestros vecinos. Don Quijote nada tiene de gascón ni de fanfarrón; es Castilla con su enjuta melancolía, su recato en el heroísmo, su severidad y su instinto ascético. Habría un curioso paralelo que establecer entre el capitán Fracasa, el caballero Cyrano, Tartarín, Chanteclair y don Quijote. De todos los tipos en que las letras francesas han querido encarnar ciertas corrientes de la nacionalidad, sin duda el más humano y el más francamente cómico es el héroe de Tarascón.

Sería bien nimio, por no decir bien sandio, querer regatear el valor a los franceses, ni ensalzar el nuestro a costa del suyo. Francia tiene en su historia páginas gloriosas, espesas como   —147→   follaje de laurel. Y Tartarín, el de las baladronadas, no es un cobarde ni mucho menos. Por ciertos aspectos y en momentos determinados, de héroe se le puede calificar, y no en chanza. Pero Tartarín, a fuer de francés que ha sabido apreciar las comodidades y encantos de la vida, que ignora el estoicismo, que conoce el hechizo de una taza de chocolate perfumada, servida a la hora del despertar, en el huelgo de una grata vivienda, está muy a bien con la vida, y malditas las ganas que de perderla tiene. Como hemos observado a propósito de La debâcle, el francés estima la olla, estima más que el español el cuerpo y su regalo. De este modo de ser nacen el refinamiento, las bonitas industrias, el progreso de muchas formas del arte, el bienestar, la economía y la riqueza de los franceses. No hay, pues, que condenar tales tendencias, sino reconocerlas y explicar por ellas la doble personalidad de Tartarín. Acaso al Norte de la nación existan Tartarines, pero sin la exuberancia, sin el involuntario y brillante mentir, sin el desate imaginativo de que ha hecho modelo Daudet a los tarasconeses. Es probable que en toda la «bella tierra de Francia» abunden los que oyen las dos voces que oía Tartarín: una repitiendo, en modo mayor, «Cúbrete de gloria», y otra, confidencial, insinuante, «Cúbrete de franela, que va a venir el invierno y los reumatismos son el demontre». Y este tipo -a la vez nacional, regional, local, humano; este caballero andante del sport, hoy que no quedan gigantazos que   —148→   descabezar, ni princesas que desencantar, ni follones a quienes imponer castigo, este Tartarín bueno, ridículo y delicioso- sobra para la gloria del poeta y del autor alegre que lo ha creado.



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ArribaAbajo- VI -

El cuento. -Cuentistas románticos. -Renacimiento naturalista: caracteres propios del cuento; en qué se distingue de la novela. -El cuentista y el novelista. -Flaubert. -Daudet. -«Las veladas de Médan». El maestro de cuentistas: Maupassant: sus comienzos. -Por qué es un clásico más que un naturalista de escuela. -Género de vida. -La enfermedad de cuerpo y alma. -Locura y muerte


El naturalismo de escuela se aparta, punto menos que el romanticismo, de las corrientes nacionales, clásicas, gauloises. Vamos a ver cómo, dentro de la escuela y sin desmentir bastantes de sus tendencias, surge una personalidad clásica: Guido de Maupassant.

Antes de bocetar su figura, digamos que el momento en que se reveló no podía ser más favorable: era aquel en que, a las largas narraciones, el público, sin darse de ello cuenta exacta, empezaba a preferir la forma, tan en armonía con el gusto francés, del cuento. Durante el período romántico pareció casi olvidada   —150→   esta forma y la de la nouvelle o novelita, que en el siglo XVIII produjo, con Voltaire y Diderot, obras maestras. Los modelos no tuvieron imitadores, y en cambio los consiguió a centenares La nueva Eloísa, con sus parrafadas de psicología y sentimiento, con sus ya prolijas descripciones. Entre los escasos cuentistas románticos figura en primera linea Alfredo de Musset, que tenía mucho de castizo en su modo de ser, que era francés hasta la médula, y que trazó lindas novelitas, entre las cuales se destaca la graciosa sátira literaria, sin exceso de hiel, del Mirlo blanco. En el periodo de transición, el cuento revivió con Próspero Mérimée: nunca se ha grabado más honda y limpiamente el camafeo que en la factura de Tamango, El vaso etrusco, La toma del reducto y Mateo Falcone. A menor altura, no omitamos a Julio Janin y León Gozlan. El ingenioso secretario de Balzac torneó cuentos y novelitas en que su inclinación a la paradoja está reprimida por el instinto del cuentista que, ante todo, quiere atraer a sus lectores; y en cuanto a Janin, encarnizado enemigo de Balzac, sus cuentos son tan leves e ingrávidos como cuanto salió de la pluma de aquel tejedor de aire, que no sabía de forja. Más probabilidades tienen de no caer en total olvido Carlos Nodier, que ostentó fantasía y sentimiento en Trilby y El Hada de las migajas, y José Méry, cuyas Noches (varias colecciones de novelitas) son lo más lucido de su labor.

La fantasía, sin embargo (no significando con esta palabra los fuegos artificiales de la   —151→   imaginación, sino un grado de emoción poética que sobrepuja a la realidad), no inspiró a nadie como a Alfonso Daudet, primer gran cuentista dentro de la escuela a que aparece afiliado, y a la cual reconcilió con el público, repelido por el creciente brutalismo de las narraciones de Zola.

Para explicarnos el caso, estudiemos la índole del cuento y de la nouvelle, o dígase novelita.

El cuento, hijo del apólogo, no se presta a digresiones y amplificaciones: las campañas líricas, sentimentales y sociales de Jorge Sand y de Víctor Hugo, hinchan, dilatan las ideas; son admisibles en la novela propiamente dicha, porque (Maupassant nos lo advierte en el sustancioso prólogo de la suya, Pedro y Juan) para la novela no hay reglas ni límites, ni cosa que más se diferencie de una obra maestra de la novela, que otra: por ejemplo, Don Quijote y Nuestra Señora de París. En el cuento hay que proceder de distinto modo: concentrando. El cuento es, además, muy objetivo, y en él y en la novelita, hasta los románticos buscan cierta im personalidad. El último día de un condenado a muerte, de Víctor Hugo, que puede clasificarse entre las novelitas más patéticas, aunque de propaganda en el fondo, es realista en su traza; es la verdad de un cerebro en trágicos instantes.

Ha de ceñirse el cuentista al asunto, encerrar en breve espacio una acción, drama o comedia. Todo elemento extraño le perjudica.   —152→   Carmen, de Mérimée, sería un modelo perfectísimo de novelita, si no contuviese la disertación final sobre las costumbres, oriundez y lengua de los gitanos. No es, pues, una diferencia de dimensiones tan sólo lo que distingue a la novela larga del cuento o novela breve. Es también una inevitable diversidad de procedimientos. Obsérvese esta diversidad en el texto nacional más conocido: el Quijote. Compárese la parte que abarca las aventuras del Ingenioso Hidalgo, con las novelitas intercaladas.

La forma del cuento es más trabada y artística que la de la novela, y esta, en cambio, debe analizar y ahondar más que el cuento, sin que por eso deje de haber cuentos que (como suele decirse de los camafeos y medallas antiguas) en reducido espacio contienen tanta fuerza de arte, sugestión tan intensa o más que un relato largo, detenido y cargado de observación.

Al decir que la forma del cuento ha de ser doblemente artística, no entiendo por arte el atildamiento y galanura del estilo, sino su concisión enérgica, su propiedad y valentía, el dar a cada palabra valor propio, y, en un rasgo, evocar los aspectos de la realidad, o herir la sensibilidad7 en lo vivo.

El primor de la factura de un cuento está en la rapidez con que se narra, en lo exacto y sucinto de la descripción, en lo bien graduado del interés, que desde las primeras líneas ha de despertarse; pues si la novela, dentro del naturalismo,   —153→   quiso renunciar al elemento que luego se llamó novelesco, o, por lo menos, reducir su importancia, no distinguiendo de asuntos y aun prefiriendo los más vulgares y triviales, el cuento jamás pudo sujetarse a este principio de la escuela. Cuando los cuentistas del naturalismo, empeñándose en aplicar al pie de la letra las doctrinas, prescindieron del asunto y del interés, hubo casos como el de la novelita de Huysmans, A vau l'eau (título difícil de traducir). Esta novelita cincelada, por falta de verdadero argumento no rivalizará nunca con las de Maupassant.

El cuento será, si se quiere, un subgénero, del cual apenas tratan los críticos; pero no todos los grandes novelistas son capaces de formar con maestría un cuento. Ejemplos, Balzac y Zola. En su talento hay predominio de lo descriptivo, propensión a las digresiones, y (a pesar de los Cuentos de gorja), ni uno ni otro son cuentistas. Recordemos lo dicho de una novela de Balzac, Los labriegos, en que el asunto, el drama, ocupa tres páginas o poco más, y el resto es una serie de estudios, magistrales por cierto, de un medio ambiente. Y esto, que en novela es lícito, en el cuento no puede tolerarse.

De los maestros naturalistas queda poco que sirva de modelo al cuento y a la novelita. Gustavo Flaubert escribió dos o tres novelas cortas, de mérito desigual, que descubren, mejor que las novelas largas, cuanto hubo de premioso y lento en su labor. Descontemos el espléndido   —154→   poema de La tentación de San Antonio. Herodías es inferior, aunque haya inspirado a Oscar Wilde; La leyenda de San Julián el Hospitalario vale más; en Un corazón sencillo está recargado el cuadro, y la sistemática acumulación de rasgos de simplicidad hace menos real la figura de la protagonista. En cuanto a los hermanos Goncourt, sus impresiones de pintores y acuarelistas, sus estudios de sensaciones, sus notas agitadas, vibrantes de nerviosidad, en nada se parecen a cuentos; y, cuando hablan con desdén, en el Diario, de las facultades de Maupassant, llamándole como por aminorarle novelliere, yo pienso que es frecuente que rebajemos lo que no somos capaces de hacer. Si se quiere precisar, con un solo rasgo, la diversidad y hasta la contraposición del talento de Alfonso Daudet y de los Goncourt, baste saber que los Goncourt no eran capaces de escribir un cuento, y Daudet fue cuentista nato.

En efecto, hasta cuando escribe novelas, conserva Daudet las condiciones esenciales del cuentista. Cada capítulo -y alguien se lo ha imputado como defecto- es un cuadrito aparte, que pudiera leerse suelto sin desmerecer.

Cabe desglosar muchos encantadores episodios del cuerpo de toda novela de Daudet. El autor, que empezó por poeta y siguió por cuentista, cuando entró en el terreno de la novela larga, aplicó a su trabajo las mismas herramientas finas y menudas. Opina Zola que Daudet hasta que fue novelista no demostró vigor: error común, que mide las obras por su extensión,   —155→   y confunde el vigor con el esfuerzo para lograrlo. Un cuento puede encerrar tanta energía como la novela más pujante. Mateo Falcone, de Mérimée, no cede en vigor a ninguna obra de la misma pluma, y casi diré a ninguna de otra.

Y es que Zola juzgaba por sí propio, comprendiendo que, cuando tenía que limitarse, decaía; que necesitaba extensión, espacio para que en él se moviesen y aleteasen los imaginarios monstruos protagonistas de sus mejores obras: la mina, el mercado, el almacén de modas, la taberna. El cuento requiere especiales disposiciones, y no es tan fácil sobresalir en él cual pudiera suponerse por el hecho de que, aquí y en Francia, se haya lanzado a asaltarlo la turbamulta.

Ya que he disentido de la opinión de Zola, reproduciré su acertado juicio sobre los cuentos de Daudet. «Al pronto -dice- Daudet se encerró en la leyenda; después no menudearon ya los caprichos simbólicos ni el mundo de la fantasía. Poco a poco, en el narrador de las veladas provenzales, despertose el artista enamorado de la vida moderna. Sus cuentos se convirtieron en páginas de costumbres actuales, historias vibrantes de modernismo, todo lo que en la calle se encuentra y ve. Y en la colección de sus cuentos predomina la emoción que agitó a Francia bajo la agonía del Imperio, los desastres de 1870, el sitio de París, la guerra civil, todo embebido en lágrimas de piedad o de cólera».

  —156→  

Como en muchos de sus contemporáneos, marcaron huella indeleble en Daudet las desventuras de la patria. Maravilla fuera lo contrario. La sensibilidad refinada de Daudet se impregnó de las violentas emociones del espectáculo, y las exteriorizó. A tal impresión debió el mejor acaso de sus cuentos, o siquiera el que más conmovió a sus lectores: La última clase; el maestro de escuela alsaciano que, por vez postrera, enseña en lengua francesa a sus alumnos, pues los prusianos han ordenado que en lo sucesivo se dé la clase en alemán. Es el cuento una joya, por el buen gusto, la sencillez, lo contenido y férvido de la ternura dolorosa con que surge la patriótica protesta.

No fueron muchos los cuentos de Daudet; aun incluyendo los lindos estudios titulados Mujeres de artistas, caben en este volumen y en otros dos, Cartas de mi molino y Cuentos del lunes8. Pero en todos resuena «el zumbido de la abeja de oro que revuela en el cerebro del verdadero artista», como dijo el propio Daudet, y la emoción, la gracia, el encanto peculiar de este escritor mágico se revelan tanto o más en esos relatos breves que en El Nabab o Los Reyes en el destierro. En las Cartas de mi molino hay más juventud, más frescura imaginativa, olor a romero y tomillo y ráfagas de mistral, sol de África y sano y dulce humorismo; en los Cuentos del lunes, sentimiento más intenso, porque esos cuentos son una de las huellas imborrables que imprimió en el arte literario francés el gran desastre   —157→   nacional. Las tres cuartas partes están inspiradas por los sucesos de la guerra. Es error creer que el patriotismo se mide por declamaciones y protestas, diatribas contra el enemigo e incesante machaqueo de evocaciones históricas. Como todos los sentimientos cardinales, el patriotismo tiene mucho de inconsciente, y habla a pesar suyo, y surge en forma no prevista; es como el dolor, como la enfermedad crónica, algo que está en nosotros y asoma impensadamente9; e insisto en este punto de vista, porque, al menos dentro del período que estoy reseñando, hay que reconocer en Francia, para su honra, estas reacciones vitales.

La escuela naturalista, al presentarse en la palestra, empezó por afirmar como lazo de unión entre sus adeptos, los discípulos preferidos de Zola, ese mismo sentimiento, (que tomaban por el contrario).

En un volumen, Las veladas de Médan, reunió el cenáculo sus cuentos de la invasión y de la guerra. No figuran en este libro ni Daudet, ni Flaubert, al cual no se le informó del proyecto de publicación. Los autores son Maupassant, Huysmans, Enrique Céard, Pablo Alexis y León Hennique. Encabeza el volumen un cuento largo de Zola, El ataque al molino.

Según Maupassant refiere, encontrábase el cenáculo reunido en la quinta de Médan, propiedad de Zola. Divertíanse en pasear, en pescar, en remar, aprovechando el hermoso tiempo. Y como si fuesen caballeros florentinos contemporáneos de Bocaccio, convinieron en   —158→   contarse historietas a la luz de la luna, variaciones sobre un tema único. El tema lo señaló Zola, refiriendo la primera noche el episodio del molino del tío Merlier, que tan gallardamente resistió a los prusianos. Por entonces -hacia 1875- la guerra, la derrota obsesionaban. El cuento de Zola estaba escrito ya.- Zola, conviene advertirlo, explica el origen del libro de distinto modo; la nota que inserta al frente da por casual e impensada la aparición de los cuentos, «procedentes de una idea única y empapados en la misma filosofía, por lo cual los reunimos». Más verosímil parece la versión de Maupassant. La consigna de los discípulos era hacer cuentos «antipatrióticos»; pero el libro respira ese patriotismo sangrante y amargado de que hablé (en medio de intenciones satíricas contra el Ejército, o, mejor dicho, contra sus jefes). Y el cuento de Zola es, de todos, el más chauvin.

Ahora bien; al salir a luz el tomo sucedió que el cuento de Maupassant, Pella de sebo, se comió a los restantes, y que el joven autor, que no había publicado hasta entonces sino versos, se encontró célebre de la noche a la mañana.

El título del cuento de Maupassant, en francés Boule de suif, ha solido traducirse en castellano por Bola de sebo. Más castizo me parece pella. También recordaré que, al hablar por primera vez en España de Maupassant, traduje su nombre de pila, en francés Guy, por Guido. Escandalizáronse varios críticos de gacetilla. Sin embargo, a cada momento decimos   —159→   Guido Reni, Guido de Lusignan, Guido Cavalcanti, Guido de Arezzo. Sólo de Maupassant, por lo visto, ha de escribirse Guy, que es como si en vez de Alfonso Daudet dijésemos Alphonse, y en lugar de Gustavo Flaubert, Gustave.

El momento en que Maupassant debió a una obra breve entrar en las letras por la puerta grande, ya hemos dicho que era propicio al cuento. La gente, ocupada y preocupada, quería leer aprisa, y los diarios inauguraban el reinado del cuento, que todavía dura. En librería siguieron y siguen vendiéndose más las novelas; en la publicación diaria y semanal, el cuento domina: por algún tiempo va a perder favor el folletín-, hasta que lo veamos resucitar con la novela policiaca.

En Francia, el cuento era una tradición castiza, no interrumpida, y había dado a su literatura obras maestras. Desde el siglo XII, las leyendas devotas y los licenciosos fabliaux, que son cuentos rimados, asoman y florecen. Una pléyade de cuentistas se levanta agitando los cascabeles de la risa; Noel du Fail narra sus «eutropelias», des Périers sus «joyeux devis», Tallemant des Réaux sus «historietas», Lafontaine sus anécdotas con moraleja y sin moral, Perrault sus deliciosas niñerías. Maupassant procede de todos estos (sin pretenderlo, claro es), y, al mismo tiempo, practica el arte en su actualísima forma. Otros -Balzac, por ejemplo, y más recientemente, de un modo burdo, Armando Silvestre-, remontarán esa corriente nacional, y tratarán de soldarse a la cadena   —160→   de los viejos cuentistas, a los autores de facecias enormes y bufonadas indecorosas, a los preferidos de la reina Margot; pero Maupassant, que sin dejar de ser naturalista es un clásico, si no rehuye lo escabroso y hasta lo crudo, como reconoce Lemaître, no se encierra en un solo tema, ni suelta la resonante risa optimista del Renacimiento. Sus cuentos, que le han inmortalizado, no son meramente de gorja: hieren otras cuerdas dramáticas, dolorosas, irónicas: la lira humana.

Guido de Maupassant, que nació a mediados del siglo, no lejos de Dieppe, de familia distinguida, era de oriundez lorenesa y normanda. El aspecto regional de su obra pertenece a Normandía. -Su madre, Laura le Poitevin, mostró suma afición a las letras y al estudio; su tío, Alfredo Le Poitevin, daba esperanzas de poeta, que no realizó, por haber muerto joven. Los dos hermanos eran íntimos amigos de Gustavo Flaubert, el cual profesaba sinceramente la amistad, como excelente hombre que era, a pesar de sus aparatosas ferocidades y afectado menosprecio al género humano. Así, durante toda la vida de Flaubert, le hallamos protegiendo, aconsejando, fomentando la vocación de Guido, introduciéndole en el mundo literario, relacionándole con las eminencias, y tomándose por él interés semipaternal; echándose a llorar, cuando Maupassant le dedica un libro. Es el ejemplo, es la enseñanza, son las continuas advertencias y excitaciones de Flaubert, lo que cría y desarrolla el germen de un   —161→   talento poderoso, sacando del deportista, del sensual y disipado mozo que fue Maupassant, el laborioso y fecundo escritor. La madre, por su parte, coopera a este resultado con tenaz perseverancia. Y lo mismo Flaubert que la señora Le Poitevin, parten de un error sentimental: obsesionados por la memoria del malogrado Alfredo, sueñan con que Guido sea poeta, y obtenga la gloria que a Alfredo arrebató la muerte. Maupassant, dócil a las amantes influencias, en efecto se consagra a rimar. Si no es por la noche de luna de Médan, acaso no hubiese conocido su verdadera vocación.

Desde su primera juventud, Maupassant, mostrando desvío al estudio, o mejor dicho al estudio metódico, y fogoso como «un potro suelto» -la frase es de su madre- vagó por campos y playas, compartiendo las faenas de marineros y pescadores, trincando con labriegos y ganaderos, corriendo la tuna, goloseando, como él dice, la vida. Ebrio de aire libre y de brisas de mar, cazando y pescando, familiarizado con el pueblo, prefiriendo su compañía, era un nómada en gustos y aficiones. La guerra de 1870 le soliviantó: se enganchó voluntariamente, e hizo la campaña. Esta etapa le dio después asunto para sus cuentos, y el recuerdo de la retirada del cuerpo de ejército en que Guido servía, encabeza la novelita Pella de sebo.

Más adelante, al trasladarse Maupassant a París -sobre la base de un modesto empleo en el Ministerio de Marina, a fin de consagrarse   —162→   a las letras-, no renuncia a sus deportes favoritos, antes el sedentarismo de la oficina parece exacerbar su ansia de ejercicio violento y libertad física. Hay que notarlo, porque los críticos, fijándose acaso más en el género de vida de Maupassant que en sus textos, ensalzaron siempre el equilibrio, la sanidad de su literatura -¡y la sanidad, realmente, no ha abundado, en el siglo XIX, entre los grandes, escritores de Francia!

El régimen de Maupassant -remando en el Sena medio desnudo, organizando farsas y humoradas carnavalescas, cenando sin templanza, con fiero apetito, en regocijada y alborotada compañía, en los figones de la orilla del agua- no es tan higiénico cual pudiera suponerse; y en cuanto a su literatura, ya pesimista, estuvo, desde mucho más atrás de lo que se adivinó, infiltrada de los negros presentimientos, los terrores vagos, las aprensiones que sufre un cerebro al borde de la lesión cerebral.

Dijérase que es fatal sino, que a pocos perdona. La tensión e hiperestesia nerviosa de los Goncourt, causa probable de la temprana muerte del menor; la epilepsia de Flaubert; el agotamiento que excesos de la mocedad determinaron en Daudet y que le obligaron a intoxicarse con morfina; la crisis de misticismo modernista de Huysmans, a quien conocí tan enfermo del estómago -y hablo de novelistas únicamente-, arrojan sobre este período, en mis recuerdos, una sombra de desolación íntima, más oscura que la melancolía romántica,   —163→   y en que se unen lo físico y lo moral, como dos ríos amargos.

No importaría tanto a la tesis el que los autores fuesen enfermos del cuerpo o del alma o de ambas cosas a la vez, si su obra apareciese realmente sana. Y por obra sana, no entiendo obra expresamente moralizadora. Toda obra sana, si no es moralizadora directamente, es fortificante. En las letras francesas debe calificarse de sana la obra de Corneille, de Molière, de Racine, de Boileau, de la Sevigné, de Bossuet, gozasen o no de buena salud estos ilustres. De la de Blas Pascal ya no me atrevería a decir otro tanto.

En cuanto a Maupassant, mucho sano hay en su labor: la forma, la corriente gauloise, la ejecución impecable, lo límpido de la prosa, su naturalidad, lo genuino del léxico, la sencillez de los medios y recursos, la maestría de la composición, la sobriedad en el estilo. De estas cualidades que acabo de enumerar, faltan bastantes en Zola y Flaubert; excuso decir si en los Goncourt. Dentro de la escuela, y fuera también, entre todos los cuentistas, pocos las reunirán.

Es aplicable a Maupassant la definición de Nisard: en Francia, el hombre genial es el que dice lo que sabe todo el mundo. Lo que sabe todo el mundo, es el dato realista, los aspectos de las distintas capas sociales. Maupassant, por su género de vida, pudo observar y estudiar muchas de estas capas y clases: el Ejército, las tertulias literarias, los oficinistas, los marineros   —164→   y labriegos, y aun lo que aquí llamaríamos hampones, gente non sancta... Estudio tanto más fértil, cuanto que no era la observación provocada y artificial de Zola, sino un caudal de experiencia, bien encasillado en la memoria y en los sentidos, y que volvió a la superficie, sin esfuerzo, a medida de la necesidad. Algo semejante puede decirse de Alfonso Daudet, pero Maupassant es más objetivo: no influye en él (sobre todo hasta que le acomete la enfermedad) emoción ni simpatía: observa impasible, hasta que el trastorno de su cerebro va graduándose. De los grandes escritores que suscitó el naturalismo, es el único que no tiene levadura romántica. Flaubert, no lo ignoramos, fue toda su vida un torturado del romanticismo, que no pudo aceptar la vida moderna, y tuvo que transportarse a edades remotas para satisfacer sus ansias; Zola se declaró roído por el cáncer lírico; los grandes modernistas e impresionistas, los Goncourt, son líricos por la tensión de sus nervios y por el acutismo de sus sensaciones, y, con todo su culto del documento, hacen escapatorias fuera de lo real; pero Maupassant (a pesar del desprecio al burgués, bebido en las ideas de su amigo y protector Flaubert), al empaparse en las tradiciones literarias de su patria, salta más allá del romanticismo, hasta Rabelais y Villon.

Y cuando digo que Maupassant es un clásico, no digo que sea un arcaizante. Está dentro de su época literaria hasta el cuello. Por mil conceptos, no desmiente su filiación naturalista;   —165→   sólo que conserva la objetividad (que tanto le recomienda Flaubert) sin aleación. No cultiva el «estilo artístico» de los Goncourt; no aspira a ser pintor, escultor ni músico, sino sólo escritor, que es lo bastante. A veces me recuerda a nuestros novelistas picarescos, tan expertos en vivir y en reflejar lo vivido. La calidad de la prosa de Maupassant ha sido ensalzada por todos los críticos, que no saben cómo ponderar lo apretado, jugoso, claro y directo de tal prosa, y hasta los extranjeros nos damos cuenta de estos méritos, que se manifiestan sobre todo en los cuentos, antes que en las novelas. Probablemente, Maupassant, en cuanto novelista, no hubiese pasado de la segunda fila, donde se alinean y forman tantos apreciabilísimos escritores, casi famosos, ninguno maestro en la plena acepción de la palabra. Ese paso decisivo para colocarse al frente, acaso no lo daría con fortuna Maupassant, si no produce los cuentos, dieciséis volúmenes (las novelas no ocupan más que seis en la totalidad de su labor). El cuento fue el género a que se adaptó definitivamente su ingenio y en que desarrolló su concepción de la vida -pesimista, sensual y cruel, no cabe negarlo-. En estas tendencias, también se reconoció la filiación de Flaubert, cuya influencia sobre Maupassant fue tan honda como duradera.

Cuando súbitamente comenzó Maupassant a ganar dinero a porrillo con su pluma, desde la aparición de Pella de sebo, apresurose a darse el lujo de un yacht, de un chalet en Etretat,   —166→   de largos viajes, sin hablar de otros goces, que antes disfrutaba a poca costa, y ahora pagaba caros, enmelándose en ellos más de lo que permiten la cordura y el buen sentido. Relacionado entonces con gente de la crema, con altezas y duques, no faltó quien le supusiese atacado de manía de grandezas, y confirman la acusación algunos pasajes del diario de los Goncourt, pues indispuesto Edmundo con Maupassant, dijo, entre otras amenidades, que sobre la mesa del autor de La casa Tellier no había sino un libro, el Almanaque de Gota. La mala voluntad de Edmundo llegó hasta negar a Maupassant el dictado de gran escritor. «No es -dijo- sino un encantador novelliere. Ni llega a estilista». Y en efecto, Maupassant era más que un estilista: porque la preocupación dominante y minuciosa del estilo, no vale lo que su espontaneidad y natural perfección. Y en cuanto a la megalomanía de Maupassant, es poco creíble, no sólo porque la hayan desmentido enérgicamente protestas del propio interesado, conque pudo curarse en salud, sino porque jamás quiso ni entrar en la Academia ni tener la Legión de Honor, cosas que, la frase es suya, «deshonran a un escritor verdadero». Profesaba ese desprecio a la Academia que caracteriza a tantos famosos escritores de este período: Goncourt, Flaubert, Daudet.

Sobre la enfermedad de Maupassant no habría por qué hacer comentarios, si no descubriese otra lesión moral, la que hemos diagnosticado tantas veces en los insignes de su generación.   —167→   No ha de afirmarse que Maupassant se volviese loco porque fuese un descreído, pero bien puede suponerse que su vida desordenada, hasta en ocasiones crapulosa, contribuyese a producirle aridez, vacío y desolación interior, síntomas que en él se exageraron y que Flaubert reprendía, aconsejándole la resignación y el trabajo.

Como el mismo Flaubert, como los Goncourt, y más mujeriego, Maupassant no amó, no se casó, no tuvo hijos, no se creó afectos de familia, aunque fue constante en los ya creados, y a su madre y a su hermano les atendió cariñosamente. Partidario del goce material, algo pantagruélico en sus comidas, declaraba que por una trucha asalmonada diera a la bella Elena en persona. Robusto y sanguíneo en sus mocedades como un toro, fue pronto «el toro triste», porque, gastado el jugo en el deporte y en la orgía, le acometió a ratos la conocida tristeza de la materia, ahíta, saciada, en la cual protesta el espíritu. Las consecuencias morales de esta hartura material, nadie las desconoce.

Cuando parecía más sano y equilibrado, empezaba Maupassant a sufrir perturbaciones, a presentar síntomas morbosos. Todo le aburría, todo lo encontraba mezquino, y, al menos por este lado, se asemejaba a los románticos, a los enfermos del mal de René. El agotamiento de su sistema nervioso se revela en páginas de sus libros, con todo el sabor de una confidencia autobiográfica. Sobreviene luego la enfermedad   —168→   de la vista, la dilatación de la pupila, en la cual la ciencia reconoce el signo de la lesión cerebral. Aparece, alarmante, la ceguera intermitente, coincidiendo con la súbita alteración de la memoria. Lejos de morigerarse, de renunciar a los excesos, Maupassant forzaba sus nervios: por medio de excitantes artificiales, y de calmantes, acaso peores: cocaína, morfina, hasta el famoso y romántico hatchís, sin hablar de las embriagueces de éter. Acaso, en la ruina de la razón de Maupassant, existiesen antecedentes de familia: su hermano murió paralítico. En suma, él fue descendiendo poco a poco al abismo de la miseria moral. Empezó por huir del trato humano, buscando la soledad ávidamente, y le asaltó el terror de la muerte, espantosa angustia que se apoderaba de él, miedo temblante, con sudores fríos, al no ser, a la hora tremenda; y este espanto y el de la oscuridad nocturna, lo analizó detenidamente en algunas de sus novelas cortas, especialmente en la titulada El Horla, y en una de sus últimas novelas largas, Nuestro corazón. Estremecido por el roce de las alas tenebrosas, víctima de una obsesión invencible, alucinado, el terror mismo le dictó la resolución del suicidio, que intentó y no pudo realizar. Y fue recluido en una casa de las que se llaman «de salud» -en la cual, a los dos años, y tranquilo después de furiosos accesos, se extinguió en 1893.

No quisiera llevar al extremo las consecuencias que se deducen de este final, y me limitaré a decir que la idea de la muerte, que abrumó al   —169→   autor de Bel Ami, y le condujo a la desesperación frenética, es la misma que ha inducido a tantos hombres a la santidad y a la heroica abnegación. Se puede deducir que estos tenían un consuelo, una esperanza, que faltaron a Maupassant. -Murió a los cuarenta y tres años, cumpliendo en parte su programa, resumido en esta frase: «He entrado en las letras como un meteoro y saldré como un rayo». El rayo, era el tiro de revólver-, pero el arma, la habían descargado manos previsoras.

Sus cuentos persistirán, sin temer a las variaciones del gusto, porque son: en la forma acabados, en el fondo reales, y en todo latinos y franceses hasta el tuétano.



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ArribaAbajo- VII -

La novela. -La resistencia romántica: Víctor Hugo y sus novelas de la segunda época. -Orígenes de «Los miserables». -Afinidades con Sué. -Afinidades de Tolstoy con los escritores franceses. -Resonancia de «Los miserables». -Lo que debió Hugo a esta novela. -Últimos tiempos de Hugo. -Últimas novelas de Jorge Sand


Recordemos que del 50 al 60, en el apogeo del Imperio, Víctor Hugo, con su probada acometividad, se subió a un peñón, hizo cara al nuevo régimen, y con su actitud de protesta y desafío, y por medio de obras como Los castigos, rebosantes de hiel y odio, prolongó, en el terreno político, la resistencia romántica. Derrocado el Imperio y apenas recobrada Francia de trágicas impresiones, avanza arrolladora una nueva era naturalista, y la novela se presenta como género-tipo del movimiento literario. Víctor Hugo, acostumbrado a absorberlo todo, a concentrar la atención en su figura, más aún que gigantesca, agigantada, nota,   —172→   sin embargo, que han cambiado los tiempos. Por mejor decir, lo había notado ya; la génesis de Los miserables es conocida.

Empezó Víctor Hugo esta novela en 1848. Doce años la dejó interrumpida, porque era el momento en que, reciente el golpe de Estado, prefiere, por más actual y ruidosa, la sátira política, la furiosa diatriba contra Napoleón el Pequeño y sus partidarios.

Sin embargo, la idea de Los miserables tenía que remanecer.- Veamos los precedentes de la novela. Antes de su doble destierro, primero forzoso y luego voluntario, después de la amnistía, ya Víctor Hugo había subordinado reiteradamente la intención literaria a la intención política, y cooperado a la evolución del romanticismo hacia la acción social, como hoy se dice. Sus campañas contra los nobles, la monarquía, la autoridad, no empezaron cuando se confinó en Jersey protestando de que no entraría en Francia hasta que saliese de ella el nuevo Sila, Napoleón III. Tampoco en las letras francesas era novedad que las ideas sociales o antisociales se expresasen por medio de la novela. Los enciclopedistas abrieron el camino: Voltaire, Diderot, el mismo Rousseau, hicieron novela de tendencias o de abierta propaganda. Como sabemos, Jorge Sand fue creadora, dentro del romanticismo, y muy temprano, de la novela socialista. Evolución tanto más fácil, cuanto que ya sus primeras obras, de emancipación pasional y lírica, defendían una tesis y protestaban de lo mal arreglado que   —173→   está todo, de las deficiencias10 y tiranías sociales. El anarquismo de Jorge Sand pudo mostrarse en Lelia e Indiana; su comunismo, y la correspondiente aleación de piedad, amor y vaga confraternidad universal, bajo el influjo de Lamennais, en otra etapa, la del Molinero de Angibault y el Pecado del Señor Antonio. No tuvo Jorge Sand aspiraciones políticas definidas; algo de infantil se advierte en su manera de redimir a la humanidad, por el amor y las bodas desiguales. Con más precisión, tomando la ofensiva, Eugenio Sué, desde el folletín (que tanto democratizó la novela), lanzó Los misterios de París, y bajo el influjo de la revolución latente, social y económica, describiendo lo que hoy llamaríamos «los bajos fondos», la vida proletaria, tabernaria y criminal, logró Sué, por primera vez, atraer a determinadas capas de lectores, consiguiendo llegar hasta la clase obrera, y obteniendo estruendosa popularidad.

«Se le aclama y se le adora», dice un crítico: «ejerce verdaderamente la realeza. La admiración que inspira, raya en fanatismo». Ante un resultado que acaso ni soñó, Sué recarga, y escribe El judío errante, y proyecta Los misterios del mundo, y profetiza el advenimiento de la República universal. Fijémonos en estos hechos, y notemos cuantas reflexiones pudieron sugerir a Víctor Hugo. Los misterios de París ven la luz en 43. Los miserables están ya adelantados en 48. No desagrada11 a Hugo ejercer la realeza, toda suerte de primacías, y menos   —174→   ser adorado con fanático culto. Y casi diré que no le parecía justo que otros, y no él gozasen de todas estas ventajas.

Acaso la larga interrupción de su novela, no terminada hasta 1862, obedeciese al temor de comparaciones y acusaciones de pisar huellas, al propósito de dejar extinguirse el ruido de Los misterios, El judío errante y Martín el Expósito. El autor de estas novelas había muerto en Annecy, en 1857, bastante oscurecido, y de 1854 es el anuncio de la publicación de Las miserias, primer título de Los miserables. Sea de esto lo que quiera, y aun cuando las fechas puedan sugerir más malicia de la que conviene, no hay manera de no ver la influencia de Sué en Los miserables.

Hasta los personajes son análogos. La meretriz convertida en santa (santa laica, por supuesto) aparece en Los miserables, y en Los misterios; cierto que tal idea flota en el ambiente de la novela social: la encontraremos en Sué, en Hugo, en Tolstoy, en Dostoyevski, con el sello, naturalmente, del talento y del procedimiento especial de cada autor.

Los precursores han sido Jorge Sand y Eugenio Sué, que dieron modelos en numerosos volúmenes, leídos, comentados y traducidos en toda Europa; la tierra está, no sólo arada, sino cubierta de mies; lo extraño es que lleguen tan retrasados Los miserables; hasta el título que Víctor Hugo ha de elegir, está ya en circulación: con el mismo se ha publicado una novela, de autor sin fama.

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No sería justo no recordar, una vez más, y acaso no sea la última, que los novelistas sociales extranjeros se inspiraron en los franceses.

No negarán los príncipes filántropos de Tolstoy que llevan en las venas sangre del otro príncipe Rodolfo, de Eugenio Sué; y las prostitutas místicas de Dostoyevsky y de Tolstoy, pueden reconocer por ascendiente a Flor de María. El hecho es patente, si se comparan ambas literaturas; pero existe una diferencia capital. Tolstoy, en primer término, y con él Dostoyevsky, han injertado sus tesis, siempre discutibles, y en el terreno positivo no mucho más sólidas que las de Víctor Hugo y Jorge Sand, en tronco lleno de vitalidad y de savia: la realidad, el análisis psicológico, la observación. Tolstoy sabe pintar como un Franz Hals o un Velázquez; intenso psicólogo es Dostoyevsky. Así, lo que inmortalizará sus obras, no es la tesis, sino la interpretación de esa tesis dentro de lo real, y por el modo de interpretarla adquiere la misma tesis eficaz sugestión, de que carecería si se expusiese en forma menos profunda e interesante. Aunque no convenza a nuestra razón, llega a conmover nuestro corazón, y comulgamos fervorosos, por un instante, en la fe de la piedad humana. Es la mágica virtud del arte lo que actúa sobre nosotros. Con todo eso, no olvidemos que El Príncipe Nekliudof, Resurrección, Crimen y castigo, son posteriores a la aparición de Los misterios de París.

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Al cabo, veintinueve años después de no haber publicado novela alguna, Víctor Hugo pone mano en Los miserables. Desecha la redacción y las dimensiones antiguas, y antes de amplificar desde dos a diez volúmenes, consagra siete meses a penetrar su obra «de meditación y de luz». Y no es para menos, ya que se trata, son palabras del autor «de un espejo donde se refleje todo el género humano; de la historia unida al drama; del coloso hombre, contenido, en su integridad, en la obra; de una montaña; de grandes horizontes abiertos por doquier; de una especie de sistema planetario, en torno de un alma gigantesca, que resume toda la miseria social actual». Una friolera.

Quisiera explicar bien mi opinión respecto a Los miserables, por evitar confusiones, y, al juzgar una obra sectaria, no parecer contaminada también de otro género de sectarismo. Yo creo que un libro como Los miserables no importa al arte literario lo que importa Madama Bovary, Fanny, o cualquier cuento de Maupassant; y no me fundo, al pensar así, en el hecho de que Los miserables expongan determinadas doctrinas sociales y políticas, ni en la calidad de tales doctrinas, ni en sus consecuencias. De fijo, la doctrina desarrollada por Tolstoy en Resurrección no me persuade tampoco; y, sin embargo, líbreme Dios de no confesar que, aparte de sus ideales, la obra es, incontestablemente, maestra y magnífica. Y no lo confieso de Los miserables.

  —177→  

Para juzgar esta novela, que obtuvo tan inmensa resonancia, tal número de ediciones, y que todavía conserva admiradores, y críticos encomiásticos, hay que notar que, en libros de ese género, la calidad literaria no ha solido corresponder a la acción sobre el público. Comparad el estrépito, la popularidad de Los miserables, cuando salen a luz inundando el mercado europeo, con el interés que suscitó al aparecer, sencillamente y hasta en lugar secundario, Pella de sebo, v. gr. Desde el primer momento comprendemos, que de estos dos sucesos, literarios ambos en apariencia, sólo lo es, en efecto, el segundo. En Los miserables, el elemento de éxito es ajeno a las letras, aun cuando el autor sea acaso la figura literaria más prestigiosa del siglo. Pero en su prestigio entran muy diversos componentes, y la base es, sin género de duda, el romanticismo, que ha venido a encarnar y representar victoriosamente Hugo, por la fecundidad, variedad y tenacidad de su producción, y hasta por la robustez de su organismo, y su longevidad venturosa. Es Hugo, por esencia, el superviviente, y superviviente que no se retira ni permanece tranquilo en la penumbra, como permaneció la bondadosa Jorge Sand, en su última etapa.

El ejemplo de Los misterios de París le demostraba cuánta fuerza permitía desarrollar la novela, no sólo para mantener erguida la ilusión romántica, sino para defenderse a sí propio, a su patrimonio, a su gloria, siempre fúlgida, pero amenazada de la carcoma del   —178→   olvido por la triunfante aparición de doctrinas nuevas y por el sentido científico de la edad presente. Después de combatir en la lírica y en la épica, Víctor Hugo se atrinchera en la novela social, haciendo un llamamiento a lectores que no se pagan de belleza, sino de exposición y defensa de doctrinas.

En la novela, Víctor Hugo encuentra media de satisfacer dos tendencias dominantes suyas, exaltadas por el destierro: puede satirizar, bajo el velo de la ficción, el régimen que odia y el estado social que ha producido ese régimen; puede desenvolver sus teorías, su humanitarismo poético, sus opiniones democrático-socialistas, cada vez más acentuadas. Todo ello cabe en el vasto cuadro de Los miserables.

Conviene saber que Hugo, a pesar de su aureola, bien merecida, de gran poeta lírico, a pesar de la inolvidable gresca de Hernani, y hasta a pesar de su actitud de proscrito, no fue verdaderamente popular hasta después de dará luz Los miserables. Ya veremos, a su tiempo, un caso análogo en Emilio Zola, que ganó la popularidad extensa, al intervenir en el proceso de Dreyfus y escribir Los evangelios.- Los miserables presentan caracteres típicos de folletín. Episodio tras episodio, y capítulo tras capítulo, sin rigurosa trabazón, sin lógico encadenamiento, corre el relato; de pronto, se interrumpe, y queda «la cabeza sangrienta colgada de la pared», recurso eminentemente folletinesco. Interés de melodrama hay en el ovillo de peripecias y sucesos, tipos y personajes que, abstracta   —179→   y rígidamente, representan el bien o el mal, la luz o las tinieblas. Todo se vuelve sorpresas, coincidencias, reconocimientos, salvaciones, conspiraciones sombrías de los pillos contra los honrados: el repertorio antiguo y raído, que descubre la trama. Dentro del folletín, sin embargo, yo preferiría Los tres mosqueteros o El Conde de Montecristo. Las condiciones de novelista folletinesco, no todos las poseen, y Víctor Hugo no las reunió en el grado que Alejandro Dumas.

Debe reconocerse que Dumas no era capaz de trazar un episodio como el de Monseñor Bienvenido, lo mejor de Los miserables. Si se desglosase de la obra y se publicase aparte, haría competencia a otro opúsculo de Hugo, El último día de un reo de muerte, que, recargado de intención social, no deja de ser obra de tanta energía, tan honda como cualquiera de Tolstoy. Lejos de mi ánimo excluir de la literatura las novelas de Víctor Hugo. En conjunto, y aparte de Nuestra Señora de París, sin embargo, las cuento entre la de segundo orden. ¿Cómo situarlas en primera línea, donde están Madama Bovary y Germinal?

Y hasta son literatura de segundo orden Los miserables, porque, no llenando las exigencias del arte, tampoco son eficaces en doctrina. Excitan vagas sensibilidades, pero les falta, en su complicación enciclopédica y en su hormigueo de personajes simbólicos, el acierto, la buena puntería de La cabaña de Tom, por ejemplo. La cabaña de Tom, parece ocioso decirlo, es un   —180→   libro contra la esclavitud de los negros, y contribuyó no poco a abolirla. No me atrevo, desde el punto de vista estético, a incluirla entre las novelas magistrales; pero tiene la grandiosidad de lo sencillo y causa una emoción que procede del mismo asunto y de cierto verismo con que está tratado. Mediante estas cualidades, bien condensadas, concurre al propósito social, que todos vemos cuál es. ¿Habrá quien pueda explicar el propósito social concreto de Los miserables? El autor declara que extinguir la miseria y la ignorancia. Excelente programa, sin duda; pero peliagudo de cumplir, y más por medio de una novela.

Sería pedir peras al olmo exigir a Víctor Hugo coherencia y lógica. Tan enredadas y confusas parecen sus ideas como la madeja de su narración. Lo único que se destaca es el dogma de Rousseau: el hombre es de suyo bueno, pero le pervierte la sociedad defectuosa y egoísta. Como si la sociedad pudiese subsistir en completa oposición con la naturaleza humana, y como si el fruto de una acumulación de experiencias realizadas por el hombre y sobre el hombre, no fuese lo que, en mal y en bien, ha condicionado a la sociedad.

Y no veo otra cosa en la novela que los incansables turiferarios de Hugo llamaron «la obra del siglo». El poeta la terminó en Guernesey, en su residencia de Hauteville House, y entre él y su editor se debatían extensamente dos temas: en cuantas partes se había de dividir y las probabilidades de recogida y medios   —181→   de evitarla. «Que se enteren -escribía Hugo a Lacroix-, de que si recogen la edición de Los miserables, pasaré de una obra no publicable en Francia a las publicables fuera y volveré a Los castigos y a Napoleón el Pequeño. Para que se asusten».

La obra apareció a un tiempo en todas las capitales de Europa y en Río de Janeiro, y fue, según se asegura, el más colosal triunfo de librería. Una voz se elevó para juzgar severamente «la obra del siglo»: la del ya casi arrumbado Lamartine, en su Curso de literatura; curioso diálogo de poetas, en que el autor del Lago arguye con buen sentido al autor de Hernani. No canoniza Lamartine a la sociedad, pero no cree posible reorganizarla de pies a cabeza por medio de un sueño, por gran artista que sea el soñador.

No consiguieron tanta venta, ni armaron tanto alboroto Los trabajadores del mar, ni después Al hombre que ríe y Noventa y tres, como «el Evangelio del pueblo», que así nombraron a Los miserables; pero Víctor Hugo había pasado la barra; era el hombre de su época, el semidiós; ninguna ambición podía parecer en él excesiva; al menos, así lo creería, en aquella hora de apoteosis. La guerra y el desastre, al destronar a Napoleón, entronizaron a Víctor Hugo, aun cuando, al deponer su actitud de desterrado, de profeta bíblico anatematizando desde un peñón, mucho perdiese del hechizo misterioso que le prestaban las circunstancias. Víctor Hugo regresó a Francia al   —182→   otro día de la capitulación de Sedán. A pesar de sus diatribas contra la guerra, a lo que venía era a gritar «¡Viva el Ejército!»-, rindiendo tributo a la realidad más apremiante; y, para conciliar la contradicción, formuló un programa sencillo, casi diré perogrullesco: «La guerra ahora, la paz después». Entró en París entre aclamaciones; de allí a pocos días lanzó el manifiesto «A los prusianos», hablando en nombre de Francia; y, como los vencedores no hiciesen caso de poetas, dio la voz de «¡Guerra, guerra! ¡Al arma, al arma!», excitando al levantamiento general -lo que, de niño, había presenciado en España- y entonó el himno a los guerrilleros. «Son los labriegos españoles los que han parado a Napoleón...». No censuremos la inconsecuencia. ¡Al contrario! Limitémonos a pensar cuál sería la actitud de Tolstoy, en caso de invasión de la patria. Probablemente, presentar la otra mejilla. Prefiero la de Víctor Hugo, recorriendo, calado el quepis, los baluartes de París, animando a los defensores de la ciudad; y ensalzo su condenación enérgica de la lucha civil y las atrocidades de la Commune.

Los últimos años de Víctor Hugo transcurrieron entre constante halago; el Gobierno de la República le ofrecía los grandes vasos de la fábrica de Sévres, como a los soberanos; niñas portadoras de flores iban en diputación a saludarle; lo presidía todo; se le rodeaba de veneración sublime, de una aureola casi sobrenatural; en tal período, le visité en su casa de la   —183→   avenida de Eylau, donde, en el famoso salón rojo, especie de salón del Trono, cercado, no de amigos, sino de creyentes y fieles, recibía a los que de lueñes tierras íbamos a rendirle homenaje. Yo tuve la osadía de disentir de algunas opiniones del titán, referentes a la Inquisición española, y escandalicé a aquella, antes que tertulia, corte y séquito de una especie de Carlomagno de barba nívea, al cual no se debía contradecir; no lo permitía el protocolo. Pero el Carlomagno, más amable que sus pares y cortesanos, se mostró encantado hasta de la contradicción; protestó de que España era su segunda patria, chapurreó algunas frases españolas y me regaló dos retratos con autógrafo, que cual oro en paño conservo. Porque yo fui a verle penetrada de respeto profundo, (en medio de tantas reservas críticas como siempre tuve para él), y me incliné, sincera, ante su gloriosa ancianidad.

Dos inquietudes, sin embargo, o mejor dicho, dos decepciones, conoció esta vejez única quizás en los anales literarios. El alto puesto político a que desde tiempo atrás aspiraba, otros lo ocuparon. Endiosarle, ofrecerle dones, bien; el timón del Estado en sus manos... ya era otra cosa.- La segunda espina que pudo llagar su corazón fue ver cómo, a pesar de sus esfuerzos, el romanticismo de antaño era ya armadura de batalla abollada y rota. La época literaria en que parecía Hugo reinar, le desacataba de hecho; se le iba de entre las manos.

Venían otros hombres, sonaban otros nombres.   —184→   En vano el viejo cantor escribía, escribía, publicaba, publicaba; en vano a cada publicación echaba gran parte de la Prensa las campanas a vuelo, y agotaba las fórmulas admirativas, en lenguaje de visionarios; la verdad, como suele suceder, estaba en el silencio de lo impreso y en el cuchicheo de lo hablado; y era una decadencia lo que encubría el soberbio manto imperial de la consagración.

Podrá objetarse que el romanticismo, a quien Víctor Hugo, mientras existió, dio apariencias de vida (pintándolo de colorete, como al sultán muerto colocado detrás de una celosía a fin de que las tropas le vean y el motín no estalle), al fin ha resucitado... Pero no ha resucitado en Hugo, sino fuera de él, con otras fórmulas y sentido bien diverso. El neo-romanticismo que surgirá, reacción contra el naturalismo de escuela, no lo hubiese reconocido Hugo, si un día alza la cabeza cinta de lauros, en su enterramiento del Panteón, donde fue depuesto, entre salvas, con honores de imperante.

Volviendo a Víctor Hugo novelista, declara que Los trabajadores del mar es una mezcla de absurdos y de grandiosidades (siempre con vistas al folletín); que El hombre que ríe es un fruto de insania, ya pueril, ya enorme, pero nunca defendible ante la razón; entendiéndose aquí por razón, no las reglas clásicas que Víctor Hugo maldijo, sino aquella luz de verdad humana, aquella elevación y profundidad que resplandecen en las obras maestras del arte helénico y en las verdaderamente hermosas de todas   —185→   las edades. La razón inspirada luce a los cantos homéricos, y una razón inspirada irradia en Dante. Víctor Hugo jamás fue iluminado por esta razón.

Noventa y tres me parece la mejor de las novelas de Hugo, la que más resiste hoy la prueba de la lectura. Hay desde luego acierto en la elección del ambiente: es el período de la revolución, el más apocalíptico, el de la Convención todopoderosa y la insurrección de los chuanes. Tampoco estaba mal escogido el escenario de Los trabajadores del mar, y los cuadros del Océano se adaptaban a la índole del talento de Víctor Hugo. Por fortuna para Noventa y tres, no es sino primera parte de otra relación más larga; pero forma un todo. Si el sentimiento, en ella, es por lo común sensiblería; si todos los achaques de ampulosidad, de edema literario que caracterizan a Hugo, pueden censurarse en esta historia, conviene ensalzar escenas tan trágicas como la del cañón suelto, tan graciosas como la de los niños encerrados en la torre rompiendo libros. Dos figurones, el de Cimourdain y el de Gauvain, falsos y antihumanos del todo, hacen glacial el drama.

Las últimas novelas de Jorge Sand, que no cesó de producir hasta el punto de su muerte, en 1876, deben considerarse como forma de resistencia idealista y romántica, pero, digámoslo así, a la sordina. En su estudio necrológico sobre Jorge Sand, hace Zola una observación curiosa: a saber, que, en los comienzos   —186→   del romanticismo, vieron casi a un tiempo la luz Lugenia Grandet, de Balzac, e Indiana, de Jorge Sand. Todo el romanticismo idealista estaba contenido en Indiana, novela-tipo de esa tendencia, y todo el realismo naturalista, en Eugenia Grandet; y, cuando pensamos en ambas novelas, nos parece que hay un mundo entre las dos, que debe estar equivocada la cronología, y que Indiana es de años muy viejos ya, mientras Eugenia Grandet es nuestra contemporánea. Muerto Balzac desde mediados del siglo, Jorge Sand sigue en plena actividad, y empalma sus tres o cuatro maneras, y hasta seis años después de la caída del Imperio, sigue publicando novelas incesantemente, en la Revista de Ambos Mundos.

Sin duda en estas novelas (entre las cuales descolló El Marqués de Villemer y la última fue Flamaranda), el idealismo romántico resistía, como resistía en Los miserables y en El hombre que ríe, y en los poemas de la última etapa de Víctor Hugo. La diferencia está en que las obras de Víctor Hugo ilusionaban, por su expansión mundial, pareciendo demostrar estruendosamente, a la faz de Europa, que la escuela no había muerto; mientras las de Jorge Sand reflejaban, en su tranquila y discreta publicidad, la transformación, no del talento ni de la factura de la autora, sino de su ideal y de su existir. No había sido el ansia de la fama y del reclamo lo que inspiró la conducta de Jorge Sand en sus años juveniles, y la hizo vestir ropa de hombre y caer en la bohemia;   —187→   no fue tampoco por ganar lectores por lo que emprendió la novela social, comunista y utópica. Naturaleza sincera, nada consumida de vanidad literaria, escribió obedeciendo a su sensibilidad del momento, a las voces que la guiaron; la madurez la curó del idealismo amoroso; los excesos de la revolución del 48, del político y social, y ya no pensó sino en vivir en Nohant apaciblemente, entregada al cariño de sus hijos, y luego al de sus nietos; cuidando de su finca, consagrándose al gobierno de la hospitalaria casa, y sin conservar, de su antiguo tipo de prima donna romántica, sino algunas fieles amistades literarias, la de Flaubert, por ejemplo, y el hábito de sentarse de noche ante su mesa de escritorio, e ir hilvanando una narración, sin retocar ni corregir, al correr de la pluma, fumando cigarrillos. Ninguna tentativa de armar bulla, ninguna concesión al anhelo, natural en los escritores, de que no se les entierre en vida. Si pensó Jorge Sand que en ella, más que en nadie, había encarnado el romanticismo, esta persuasión no bastó para incitarla a luchar al final de su carrera; y en la plácida serenidad de su ocaso, envejeció día tras día, mientras Víctor Hugo, estribando hábilmente la armazón literaria en los postes del tinglado político, lograba hacer creer que no habían pasado los días de oro de Hernani.

El elemento político y social desaparece también de las últimas obras de Jorge Sand, y el último chispazo de la discípula de Lamennais   —188→   es La señorita de la Quintinie, réplica, como sabemos, a la Historia de Sibila, de Octavio Feuillet. En la política también había encontrado desencantos, y no se le ocurrió hacerse con ella escala para subir a ninguna parte. El puesto preeminente ya lo ocupaba Hugo; Sand no lo ambicionaba, ni ambicionó más que la descansada vida de su Nohant, el trabajo que proporcionaba holgura a los seres queridos -segura del porvenir, que no podía relegar al olvido el nombre de quien tal representación y papel tuvo en su siglo, y de tal suerte marcó huella en sus evoluciones literarias.



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ArribaAbajo- VIII -

La novela. -El precursor y maestro del neo-romanticismo: Barbey D'Aurevilly. -Primera época. -El culto de la aristocracia. -Tardanza de la reputación. -Temprana formación del tipo. -Juicios sobre Barbey. -Lo que trajo a las letras y a la sociedad. -Las influencias sociales. -El catolicismo de Barbey. -Su realismo. -Sanidad mental


La figura del precursor que voy a delinear con sus originalísimos rasgos, ha salido al fin de la penumbra en que vivió y casi pudiera decirse en que murió, pues la celebridad vino muy a última hora para Barbey, siendo su influencia lenta infiltración, y no el ruidoso reclutamiento de los jefes de escuela. No aspiró Barbey a serlo nunca; al contrario, alardeaba de detestar las escuelas, llamándoles «ensayos de impotente galvanismo, que se practican siempre sobre las literaturas agotadas». Y por otra parte, cuando Barbey comenzó, las escuelas iban, si no a desaparecer (pues en medio de   —190→   la decadencia las vemos cuajar), al menos a ser fraccionarias y efímeras.

El naturalismo de escuela vivió menos que Barbey. Este, sin embargo, había nacido poco después que Víctor Hugo, y, cuando Musset tenia veinte años, Barbey contaba veintidós. Como las fechas pudieran engañar, y situar a Barbey en pleno romanticismo, o siquiera entre sus rezagados, según se dijo injustamente, conviene notar que fue el iniciador del renacimiento romántico que consumó la disolución del naturalismo de escuela. Su romanticismo no se parece al de 1830, como el hijo a veces no se parece al padre. Al modo que el romanticismo podía ya renacer, renació, no en Los miserables ni en la Leyenda de los siglos, que en nada renovaban ni desmentían la vieja fórmula, sino desde que, a mediados de la centuria, publicó Barbey El dandismo y Una querida antigua.

Julio Barbey d'Aurevilly nació en 1808, de familia noble, o ennoblecida, por mejor decir, desde 1765, lo cual no es precisamente remontarse a las Cruzadas. Hay que reparar en ello, porque una de las tendencias de Barbey fue el culto de la aristocracia de la sangre, cuya peculiar fascinación estudió de un modo tan sorprendente en su novela La embrujada.

Cierto que Barbey tenía otras pretensiones, y hablaba de barbos de plata sobre fondo de azur, y de piratas normandos, reyes de mar, que eran sus ascendientes. Lo más positivo es que en la familia de Barbey d'Aurevilly existe una   —191→   leyenda halagüeña: la madre de Julio era quizás, por la mano izquierda, nieta de Luis XV. Lucida bastardía, que, aún no probada, explica las arrogancias linajudas de Barbey.

Desde la adolescencia, Barbey rasguña los inevitables versos. En el colegio Estanislao contrae la amistad, tan influyente sobre su vida, de Mauricio de Guérin; más tarde cursa derecho, y funda una revista republicana... Porque a la sazón, las opiniones del futuro chuan son avanzadas, y es acérrimo defensor del sufragio universal y de los Municipios. Un pequeño peculio, adquirido por herencia, le permite salir de su provincia y fijar residencia en París. Allí trata de realizar el tipo, para él predilecto, del elegante; vive disipadamente, frecuenta el bulevar de Gand, plantel donde se criaron los petimetres de amarillos guantes y fino junquillo que Balzac retrata. Este tipo, representativo de la juventud, es el que Barbey se empeña en continuar encarnando hasta los últimos días de su existencia, y es preciso convenir en que, últimamente, lo transforma en donosa caricatura... Barbey, él mismo lo dice, consideraba asunto casi religioso la prueba de una levita o de un pantalón.

En París sus ideas políticas cambian, y surge la devoción aristocrática, eje de su estética especial. «La aristocracia -ha dicho Barbey- no se extinguirá nunca, porque no es cosa, social, sino humana. A pesar de todas las igualdades, renacerá». A la democracia la define así: «Como en ella las grandes personalidades   —192→   estorban, se prefiere otorgar los altos puestos a fantoches o monos. Nunca hace sombra un jimio».

A la evolución de las ideas políticas iba a suceder la de las creencias; habiéndolas perdido en el colegio Estanislao, vuelve a recobrarlas al puro contacto de una mujer no hermosa, pero sobrado interesante, «rostro asesinado por el alma», Eugenia de Guérin, hermana de su amigo Mauricio. Como él dice, «después de una vida de desórdenes y de sardanapalerías, he comulgado por primera vez desde mi infancia».

Su carrera literaria, entretanto, se desarrolla sin esplendor. Desde luego, pertenece gran parte de ella al periodismo. Colabora principalmente en Europa, órgano de Thiers, en el Diario de los Debates, en El País, en El Fígaro. Lucha para conseguir entrada en la Revista de Ambos Mundos, pero en balde. Y lo que la tradicional Revista rehúsa admitirle, es nada menos que el exquisito, el delicado estudio sobre El Dandismo y Jorge Brummel. Escasa atención prestó la crítica a su novela titulada El amor imposible, que aspiraba a ser triaca del veneno de Lelia. Porque, durante mucho tiempo, se habló de la tal «ponzoña», contenida en las primeras novelas de Jorge Sand, y, detalle expresivo, hubo una señora que, extraviada un día por la lectura de Indiana, habiendo sufrido una serie de desgracias, que nada tenían que ver con su extravío, se consagró, arrepentida, a hacer propaganda contra la escritora,   —193→   a quien llamaba «la infame» invariablemente. Algo de esta fobia padeció Barbey, haciéndola extensiva a las literatas en general, salvo raras excepciones, como demuestra el libro Les Bas Bleus, uno de los más virulentos que produjo su pluma.

Lo mismo que Stendhal, Barbey, por largo tiempo, no escribe en momento propicio. Era su sino adelantarse a lo que le rodea, a las escuelas que se suceden. Antes del realismo, sus novelas son realistas; antes del psicologismo, sus novelas son psicológicas; antes del naturalismo, o durante su triunfo, sus novelas son neo románticas. Le sucede lo que al que madruga demasiado.

Sainte Beuve, que hizo mención de este precursor desde 1851, no le toma en cuenta como novelista (lo cual por entonces no es extraño): son los escritos críticos y polémicos, las descargas de mosquetería, lo que Sainte Beuve juzga -sin detenimiento-. Las figuras del Conde de Maistre y de Bonald, que son para Barbey los profetas del pasado, llaman la atención del excelso crítico. El retrato que traza, ya en 1860, de Barbey, no le hace favor. «Este escritor, dice, cree tener la exclusiva del Conde de Maistre. Hombre de ingenio agudo, siente a maravilla los chorros vivos, osados, chispeantes, los acentos vibrantes e insolentes de aquel a quien ambiciona seguir, y a quien sólo imita y parodia en sus excesos»... Y apretando más, añade: «Es un escritor de exterioridad y afectación, mezcla singular de todas las pretensiones   —194→   y pomos de olor del estilo, con felices, muy felices filigranas, que quisiéramos aislar de los defectos. Los fuegos de bengala y los cohetes, las fanfarronadas y aires de jaque comprometen su buen sentido, que de repente asoma... Es lástima que un escritor tan brillante se disfrace con percalinas de Carnaval».

Barbey se desquitó llamando a Sainte Beuve víbora, pero acaso fue más duro cuando dijo que era un hombre «curioso de todo y seguro de nada», y comparó su obra crítica a un interminable obelisco de apuntes sobre apuntitos y apuntitos sobre apuntes; calificándole de escritor cuya originalidad ha raspado y raído el roce de tanto libro, y en quien «la poesía ha muerto de indigestión de literatura».

Las genuinas tendencias de Barbey empezaron a manifestarse con El dandismo y Jorge Brummel, publicado en 1845. De 1850 es su primer novela de importancia, Una querida antigua. De 1854, la admirable Embrujada. De 1864, la joya titulada El cabecilla Destouches. De 1865, Un cura casado; y de la plenitud de la época naturalista, después de 1870, Las diabólicas.

He citado estas fechas para que se vea cuánto se adelanta Barbey, no sólo a la escuela de Médan, sino al achatado realismo y a las doctrinas de «buen sentido» de la transición. Su originalidad no sufre merma aunque Barbey reconozca e invoque por maestro al Conde de Maistre. Las teorías, hondamente románticas y artísticas, del autor de Las veladas de San   —195→   Petersburgo, eran a propósito para formar una individualidad poderosa y desmandada, como la de Barbey.

También en sus preferencias literarias madrugó Barbey, y la posteridad confirmó sus juicios. Su crítica no deja de parecerse a la descripción que de ella hace Sainte Beuve, y tiene a veces mucho de injusta; hay en ella indignaciones y reivindicaciones; fue un apaleador y también un vengador. Vengó a Baudelaire de los «burgueses de largas orejas» y salió a la defensa de Balzac, mucho más influyente en este supuesto «romántico rezagado», que ningún corifeo del romanticismo. Apaleó, en cambio, a Víctor Hugo, con ocasión de Los miserables, cuyo estrépito le estomagó, y no los admiradores literarios, sino los solidarios políticos del poeta se dieron el gusto de poner carteles en las esquinas, llamando idiota a Barbey. Primer reclamo útil para un escritor tan desdeñoso de la popularidad, tan altanero. La popularidad se obtiene, ahí está el ejemplo de Víctor Hugo, siguiendo la corriente a las democracias; pero también se populariza un nombre al ser atacado con exceso de saña, innoblemente, por la chusma. Así sucedió a Barbey, y aparte de los carteles en las esquinas, del insulto populachero, se vio procesado por la Revista de Ambos Mundos, y blanco perpetuo de las iras de la Academia por sus Cuarenta medallones, desate de ingenio y de mordacidad.

Y a pesar de haber publicado ya la obra   —196→   maestra, El cabecilla Destouches, sólo por sus críticas iba saliendo a luz, y ¡andaba alrededor de los sesenta años! En 1870 reemplazó en El Constitucional a Sainte Beuve. En 1874 Las diabólicas sellan su nombradía, y con la última, Historia sin nombre, trágico y maravilloso estudio de un caso aterrador, vino, a los setenta y cuatro años, la gloria. Stendhal, menos afortunado, no la obtuvo (según había predicho) hasta mucho después de su muerte.

Es probable que Zola olfatease lo que significaba, como elemento disolvente del naturalismo, aquel fanfarrón retador, especie de capitán Fracasa de las letras, cuando con la misma mano que bendecía tiernamente a varios adeptos, que después han fatigado muy poco a la vocinglera fama -Hennique, Céard, Alexis- arañó furioso a Barbey, dándole el sobrenombre de «católico histérico», en una crítica de palo y tente tieso contra Un cura casado. Sin embargo, y en medio de las invectivas que dirige a Barbey, hasta en nombre del buen gusto, invocación singular en Zola, el censor no puede menos de revelar involuntaria admiración, reconociendo lo grandioso de la figura, lo fuerte del temperamento del novelista, el sentido de lo pintoresco, la audacia, el brío y nervio del estilo.- La falta que encuentra en la novela de Barbey, y que a Zola poco le debiera importar, es ser un alegato inhábil en favor del celibato eclesiástico.

Tampoco Lemaître deja de reprender bastante en Barbey. Le concede importancia, pero   —197→   declara que existe irreductible diversidad a antagonismo entre sus espíritus, y le cuenta entre los escritores que siempre le serán incomprensibles, «faz enmascarada». Lo que acaso debió decir Lemaître, es que ya ningún escritor puede ser rostro familiar para todos, ni para casi todos, ni aun para la mayoría... No habrá mayorías, en lo sucesivo. Y será la misma originalidad del temperamento lo que aísle a un escritor de gran parte de sus contemporáneos.

Acaso no hayan existido épocas de unidad completa; solo que, en las antiguas, poderosas corrientes generales causaron la ilusión de esa unidad, como sucedió, por ejemplo, a mediados del siglo XVIII; y aun entonces, es probable que para Voltaire era Rousseau un enmascarado, cuando escribía con mal humor: «Leyéndole a usted, entran impulsos de andar a cuatro patas». No quiere decir nada que a Lemaître le sea extraño Barbey d'Aurevilly. Lo es para otros muchos. Cuanto más avancen los tiempos, más habrán de resignarse los escritores, si eso les importa (a Barbey no le importaba, de fijo), a no estar en contacto sino con una parte, mayor o menor, de sus contemporáneos. Fue el error de Víctor Hugo, sostenido por una ilusión de óptica, querer abarcar a su siglo y traerle postrado e incensador a sus pies; fue luego el de Zola, engañado también por el estrépito del renombre, suponer que el mundo iba a rendirse a las fórmulas de su escuela, justamente al punto en que la disciplina literaria decaía. En lo sucesivo, empezarán   —198→   los escritores a repugnar el encasillamiento de los discípulos, pero no por eso será menos influyente el pensamiento y el sentimiento de unos pocos individuos privilegiados. Ha sucedido con Barbey d'Aurevilly; y no cabe decir de él, como Lemaître, que fuese «un hombre de otras edades, a la vez un cruzado, un mosquetero, un don Juan y un chuan». Si el hombre era de otras edades (a mí me parece ultramoderno), su acción sobre las generaciones nuevas no se puede discutir. Barbey, que nunca tendrá mayorías a su favor, ni ese es el camino, ha sido, para minorías bien selectas, un fascinador, no sólo literario, sino sentimental. ¿Diré cómo en el momento presente, y en España, esta fascinación es visible en bastantes escritores, y alguno de ellos de primera línea, Valle Inclán, por ejemplo?

Ante la posteridad, ha crecido la figura de Barbey novelista, hasta situarse entre los maestros indiscutibles. A cualidades muy singulares de escritor, se agregó el fondo de realidad que hay en su romanticismo. El cabecilla Destouches es, seguramente; una historia romántica; pero comparadla a Noventa y tres, y veréis la diferencia, y cómo las terribles aventuras de esos chuanes adquieren cuerpo de verdad, y no pueden confundirse con el grandioso folletín de Víctor Hugo. Comparad al abate de la Croix Jugan, de La Embrujada, con El hombre que ríe; ambos personajes (el de Barbey es muy anterior en fecha) ejercen singular prestigio por lo mismo que están horriblemente desfigurados;   —199→   pero el de Hugo no es sino un espantajo, mientras el de Barbey está vivo, y vivo en un fondo verdadero, de paisaje y de tradición. Esta doble sugestión, de verdad y fantasía ardiente, alucinada, se halla en todas las obras de Barbey, desde la primera hasta la última, con esa «mezcla de brutal y exquisito, de violento y delicado, de amargo y de refinado» que reconoció en él Pablo de San Víctor, y que hace único, inconfundible su estilo y manera, su genio de escritor.

Insistamos en un punto de vista que considero capital. Como se ha dicho, y aun cuando la decadencia tendrá sus escuelas -los psicólogos, los simbolistas y otras agrupaciones de idea o de procedimiento-, el neo-romanticismo tiende a la emancipación del individuo, y este individuo, sin capitanear grupo alguno, ejerce influjo sobre su época, sugiriendo los temas sentimentales, estéticos y morales que adoptarán las generaciones contemporáneas y venideras. Y siendo así, se entiende hasta qué punto Barbey fue un guía voluntarioso, hosco, desdeñoso, pero dominante, de las almas que pudieron conocer sus libros a su personalidad, a ellos tan ligada; y cuanta sustancia de Barbey circula por las venas del siglo. No vale decir que sea en parte sustancia de frivolidades: también lo frívolo influye.

En dos generaciones sucesivas marca huella. Antes de que Zola formulase programas, Barbey era viva protesta contra todo su sentido, y en especial contra la tendencia jacobina, democrática   —200→   y demagógica de las letras y del arte. Sus temas eran los que habían de echar a pique a la escuela naturalista: el misticismo, el satanismo, el sadismo, la superstición, el aristocratismo, el heroísmo, la elegancia, el desdén hacia lo mediocre, lo burgués y lo mezquino, el catolicismo violento, el desenfado impertinente, el sentido trágico de la vida, contra la trivial y lo material.

Justamente había estudiado Barbey, con agudeza incomparable, los efectos de una influencia, en El dandismo. La dictadura de Jorge Brummel, que a primera vista se juzgaría inexplicable, disecada por la fina pluma, da la clave de una multitud de fenómenos sociales, y hace comprender esa virtud y energía de la influencia, que lo puede todo. No era Barbey, a pesar de su sangreazulismo, ningún ciego, para no observar que el linaje es una cosa y la influencia social otra asaz distinta. La distinción entre alta sociedad y aristocracia, conceptos que suele confundir la gente, no podía escaparse el que hizo, en la semblanza de Brummel, una perfecta obra psicológica.

Y tampoco se le ocultó que lo ocurrido en Inglaterra, en 1813, cuando los miembros de un club chic no se atrevían a invitar a una fiesta al Príncipe de Gales porque estaba con Brummel a mal, no era pasajero; que la elegancia, vocablo misterioso como un conjuro, iba a adquirir una fuerza acaso extraña, dado el giro de la historia, pero muy positiva; que se acercaba el momento en que a personas reales, y   —201→   no digamos a gentes del copete más alto, se les aplicase el dictado de cursis, o la palabra que en cada idioma responde a este concepto; y que, cuando se tratase de aquilatar por qué unos individuos o individuas son elegantes, no poseyendo ni nacimiento, ni mérito especial alguno, y otros no lo son, poseyendo a veces todo, no habría sino una respuesta: quisicosa. ¡Por lo mismo que Brummel reinó en Londres, allá en los años de 1813!

Así, el esnobismo, abierta y provocativamente profesado por Barbey, al par que la devoción del linaje, en vez de dar indicios de desaparecer, en medio del turbión de las actuales instituciones democráticas, se difunden, y topo será quien no advierta su incremento, no sólo en la vieja Europa, sino en la América española y anglosajona. Ni llevan trazas de disminuir las manifestaciones poéticas y artísticas del misticismo, o sus parodias, como quiere Max Nordau, y se diría que reflorecen la magia y brujería, las cuales, mirándolo bien, han tenido más en Francia que aquí su propia casa, sucediendo otro tanto con los venenos, de los cuales en España se habló vagamente en el terreno de la leyenda, mientras bajo Luis XIV, en París, fueron de las más tristes realidades históricas. Y aun por tal concepto es significativa la personalidad de Barbey, que reúne a las perversiones tradicionales (en sus escritos, no en su conducta, intachable y caballeresca siempre) las nuevas corrupciones y desquiciamientos de una decadencia manida. Cuando el precursor da a   —202→   luz La embrujada, no se piensa, ni por asomos, que ha de venir la escuela de «los Magos», ni que, ahítos de prosaísmo, asfixiados de positivismo, sedientos con sed que no saben apagar, muchos espíritus cultos volverán a los ritos negros, a las fórmulas y evocaciones que practicó el hombre primitivo para propiciar a Belcebú... Por ciertos respectos, París, a fines del siglo XIX, hará competencia a la España del siglo XVII, (que además no era tan crédula ni tomaba tan por lo serio el hechizamiento de su Rey, como documentalmente es fácil demostrar).

Afrontemos la debatidísima cuestión del catolicismo de Barbey. En mi opinión, fue sincero, desde que renunció al descreimiento precoz y profesó las creencias de la infancia: entre otras razones, porque no le sirvió el catolicismo a Barbey de escabel, en modo alguno. Los que lo negaron tenían, sin duda, dibujado en la mente ese amanerado tipo uniforme de católico, encogido, seráfico, optimista, que escribe con agua bendita y a quien Barbey llamaba cretino; creación de la mezquindad de nuestra época, y que las grandes épocas reciamente católicas ignoraron. -Los católicos que podemos llamar de la cáscara amarga, como Barbey, prueban el nervio, la variedad rica y fecunda del sentimiento religioso. Si Barbey d'Aurevilly tiene su personalidad originalísima, no la tendrá menos Verlaine, y por otro estilo la tuvo Mauricio de Guérin, el grande amigo de la juventud de Barbey, como lo fue   —203→   de la edad madura el poeta Héctor de San Mauro, que era, igualmente, un aristócrata-. Amistad firme y constante, tanto más precisa para Barbey, cuanto que era hombre aislado, que no se rozó con escritores profesionales, ni asistió a tertulias y cenáculos, y que se burlaba de ellos, cual se burló de la Academia. El poeta Saint Maur tenía su círculo de amigos y daba comidas, en que Barbey disfrutaba, no sólo goces de gastrónomo y bebeder (sin la intemperancia de que se le ha acusado), sino de ingenio y conversador brillante, en el desate de la charla, que duraba doce horas de mesa y sobremesa.

No sólo es católico Barbey, sino que lo es con pasión y casi diré con rabia y furia, con desprecio de salivazo a los ateos, y sobre todo a los racionalistas, «sacristanes científicos, más crédulos que los católicos». Eso sí; no hay que contar con Barbey para nada que se parezca a la «acción social» católica, y cuando le eligen presidente de un club de obreros, le falta tiempo para decirles mil cosas desagradables y salir escapado. No le es simpático más pueblo que los aldeanos del Oeste, sus tremendos chuanes, emboscados en atisbo de los azules. Su catolicismo se revela en la noción que tiene del pecado, en el terror diabólico que como nadie expresa, en lo sobrenatural que combina con un fondo de realismo, en el estremecimiento de la conciencia, a veces aguijón de la culpa, en el horror y fascinación del sacrilegio y de la blasfemia, recurso dramático que maneja tan bien, y en la sensación tremenda de la   —204→   presencia real, que incorpora lo divino a la tragedia humana.

El realismo externo de Barbey consiste en que el ambiente de sus novelas largas y cortas es el de un país que conoce de memoria y retrata al agua fuerte: su tierra natal, Normandía. Los recuerdos, las tradiciones, los relatos de su abuela, que le entretuvo en la niñez contándole las aventuras del cabecilla Des Touches, nutren su realismo psicológico. Hay quien cree que es Barbey el primero que hizo en Francia novela regional, y de cierto Barbey es un regionalista, no baboso y candidote como Trueba o sus congéneres, sino de carne y sangre; pero Colomba es anterior a La embrujada, y Mérimée inició en esta novela el estudio especial de una región y el exotismo contemporáneo. Refiriéndome al caso de Barbey, encuentro que a los escritores que no son a no parecen nacidos en ninguna parte, dijérase que les falta fondo humano. Véase cuánto debió Daudet a su regionalismo de Provenza, empezando por la figura de Tartarín. Zola y los Goncourt carecen de esta nota; no así Flaubert, por lo menos en Madama Bovary.

En cuanto al catolicismo, es otro fondo inestimable, precioso, un manantial dramático inagotable.

Todos los conflictos del alma humana se resumen en el pecado y el arrepentimiento. Los recursos sentimentales del catolicismo los observaremos en Verlaine, y los encontraremos, disfrazados, él lo declara, en Baudelaire también.   —205→   El que hace el mal sin conciencia de que es el mal, no se interesa a sí mismo, y no puede interesarnos a nosotros. El determinismo naturalista cegó la honda fuente de la responsabilidad, y al mismo tiempo secó la emoción. En Barbey la responsabilidad vigila siempre y, sin embargo, nadie se diferencia más de un moralista predicador que el autor de La embrujada. Decíalo él a su amigo Trebutién, que se escandalizaba de Una querida antigua: «El catolicismo es la ciencia del bien y del mal; seamos viriles, amplios y opulentos, como la verdad eterna».

Fue Barbey un sorprendente escritor. En sus frases, venas de su pensamiento, este circula vivo y chispeante. Su retórica es la valentía, el aplomo, la intrepidez de la palabra. Su estilo ha sido comparado a los brebajes mágicos en que entran flores y serpientes. «Plato de infierno», escribe Anatole France, «pero nunca insípido». Sus descripciones son pinturas de Breughel. Recordad la noche de temporal y lluvia con que empieza El cabecilla Destouches, la naturaleza y las figuras asombrosas de los pastores sortílegos en La embrujada; la villita donde viene a predicar el capuchino, en Historia sin nombre, -aquella villita en lo hondo de un embudo de montañas, lugar sombrío, que oprime el corazón y prepara la impresión de la horrible aventura...

Del conjunto de la vida y la labor de Barbey, que llegó a edad tan avanzada y trabajó hasta el último instante, resalta algo que merece   —206→   fijar la atención: aunque su literatura tenga aspectos muy enfermizos, Barbey poseyó la sanidad mental, que falta a tantos grandes escritores de su época.

Ya presiento la objeción, y a ella me adelanto. Barbey tuvo apariencias de desequilibrio, y su ambiente propio en la extravagancia. Todos los que le han visto, reflejan la misma impresión de extrañeza, cuando no de burla. Goncourt describe así su visita a Barbey: «Calle singular, barrio original, aquel donde Barbey anida... Una escalerita, un pasillo, una puerta color de ocre... Entro, y en un revoluto donde no hay medio de distinguir nada, me recibe Barbey, en mangas de camisa, pantalón gris perla con franja negra, de pie ante un antiguo tocador. Se excusa, dice que está arreglándose para ir a misa. Y en medio de su elegancia ajada, persiste su cortesía de caballero, sus modales de hombre bien nacido, contrastando con la mezcla y confusión de la ropa por el suelo, los calcetines sucios y los libros hacinados». Algo muy semejante escribe Anatolio France: dibuja a Barbey en su desnuda y mísera estancia, vestido de colorado, ostentando galantería, formas de lo más selecto. «Era, afirma, un excéntrico, con un carácter naturalmente amable y feliz». Por su parte, la señora de Daudet, en los Recuerdos de un grupo literario, traduce esta impresión referente a Barbey: «Curiosa figura... Sus rarezas de traje y gesto, su blusa forrada de terciopelo negro, sus grandes corbatas de encaje falso, sus entalladas levitas, me   —207→   engañaron, al pronto, respecto a su verdadero carácter, digno y caballeroso. No podía acostumbrarme a aquel mete y saca de espejillo a cada minuto, para alisar el pelo y el bigote. Luego comprendí que, en su valerosa pobreza, su dandismo era un mérito más, y con él disimulaba verdaderas privaciones, soportadas con ánimo en el rinconcito de la calle de Rousselet, donde murió»... Por France sabemos que decía con inocente y altivo mentir: «¡He enviado al campo mis muebles y mis tapices!».

De todo esto, perdonable y hasta conmovedor, y que no tenía ningún objeto de reclamo, ni era pose literaria, no se deduce, ciertamente, la falta de sanidad mental. Al contrario: la sanidad mental consiste en aceptar la vida, y el vacío, el nihilismo de tantas almas minadas por la enfermedad moderna, (que ha evolucionado desde René, pero como suelen las enfermedades, para empeorar) no le acometió ni un momento. Su espíritu no peregrinó en el desierto, donde se hubiese tropezado con la caravana de los que, como Flaubert, dijeron que «no hay nada» y siguen repitiéndolo y seguirán. Barbey, fórmese el juicio que se forme de la índole de sus creencias, y aunque se le haya llamado «el excomulgado», vivió de esperanza, y le sostuvo ese catolicismo, del cual dijo que era «capaz de curar el cerebro de un loco, si llegase a entrar en él».