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ArribaAbajo- IX -

El teatro. -Influencia de la novela en el teatro. -Sardou: razones de su fortuna. -Aspiraciones del naturalismo. Fracaso de los maestros de la novela naturalista en el teatro. -Oposición de la crítica seria. -Orígenes del teatro naturalista: la cervecería del «Gato negro». -El «Teatro libre». -Su significación. -Carácter de su repertorio. -El teatro «rocinesco». -Enrique Becque. Sentido de «La Parisiense»


Al hablar del teatro en el tomo precedente, cité un párrafo sintético de Agustín Filon. Según este autor, el romanticismo dio a Francia una poesía, e intentó, sin fruto, darle un teatro; y el naturalismo, habiendo, de 1875 a 1895, creado una forma nueva de novela, quiere renovar igualmente la escena, y lo propio que el romanticismo, fracasa. Los años que median entre el romanticismo y el naturalismo teatral, pertenecen a Dumas hijo y Augier.- Examinemos este juicio.

El naturalismo de escuela y de fórmula se estrelló, en efecto; pero el realismo, y la novela   —210→   con sus procedimientos, ya antes del naturalismo, habían ido infiltrándose en el teatro, conquistándolo; la insurrección naturalista en el teatro, tal cual fue, abortada y todo, afianzó esta conquista; y cuando lleguemos a estudiar, a los dramaturgos más recientes, los Hervieu, los Lavedan, los Donnay, veremos hasta qué punto ambos géneros se han compenetrado, a pesar de la oposición que entre ellos supuso una crítica torpe. La acción de la novela sobre el teatro puede observarse desde Augier y Dumas hijo.

De estos autores, que con Barriere y Sardou descuellan en el período de transición, sólo Sardou, el menos literato de los tres, pero el más «hombre de teatro», continúa su carrera triunfal, al través de la etapa naturalista y aun después del fracaso de esta. Sus comedias y dramas no aspiran sino a interesar al público, con interés no tan bajo como el del melodrama propiamente dicho, aun cuando mucho de melodramático haya en ellas. Con tal objeto, Sardon estudia la actualidad, lo que preocupa a la mayoría, y en Dora, por ejemplo, hace el drama del espionaje, «puesto que nuestra idea fija en Francia -dice un crítico- es que nos espían». A esta misma idea fija responde La mujer de Claudio, de Dumas; y creo que prefiero Dora al desquiciado simbolismo del «mátala». Cuanto construye Sardou responde al pensamiento, no diré que profundo, pero general, de sus contemporáneos, y obtiene los grandes triunfos teatrales, las trescientas o quinientas representaciones   —211→   seguidas, y la divulgación mundial. Los refinados, los artistas, son minoría siempre.

Por eso no he incluido a Sardou entre los autores de la transición; Sardou es de todo tiempo; su sistema, basado en la psicología media de los públicos, no envejece. Cauto y hábil, toma de las escuelas sucesivas lo que le conviene para su retablo de maese Pedro; del romanticismo proceden algunos de sus personajes fatales, y alguna de sus famosas scènes à faire, para las cuales está armado el tingladillo completo de la obra y que recuerdan la entrada de Antony por la ventana, o el quid pro quo de El rey se divierte; de la comedia de costumbres y del realismo, los medios, que, nunca traídos antes a la escena, contribuyen poderosamente a la ilusión de cierta verdad relativa y tolerable.

El ambiente, todo lo convencional que se quiera, pero efectista, de las conspiraciones nihilistas y la policía rusa, en Fedora; el mundo bizantino, estilo fresco de Rávena, en Teodora: el mundo revolucionario, en Termidor; el cuadro animado del primer Imperio, en la Corte de Napoleón... prestan atractivo a la acción dramática. No me atrevería a calificar de obras maestras estos y otros dramas de Sardou; debemos recordar que, habiendo Sardou escrito una obra maestra, El odio, que no fue bien recibida, juró no volver a hacer ninguna, y, dice Zola, «cumplió su palabra»; con todo eso, habremos de reconocer la destreza y arte   —212→   peculiar del autor de Rabagás-Rabagás, entre paréntesis, es una sátira política muy divertida y chispeante de ingenio, que quiere acercarse a obra maestra, y, por lo menos, ha creado un tipo.

Por cierto que, en Rabagás, volvió a sufrir Sardou las iras de los espectadores, como le había sucedido en sus primeras comedias, cuando, quince años antes, veía caer al foso sus esperanzas. Sólo que ahora, el caso iba más allá del desprecio y la indiferencia, y llegaba al motín, a la grita escandalosa, y, a la salida, formábanse grupos donde se repartían cachetes y palos. Y era bien sencillo: Rabagás ponía en solfa a la demagogia; se creía ver, en el abogado verboso y versátil, una caricatura de Gambetta. Esto ocurría en 1872, inmediatamente después de la caída del Imperio y del Desastre. Sardou había pasado la mano a contrapelo. Quizás desde entonces, así como se había jurado a sí mismo no hacer más obras maestras, sé juró no ir contra la corriente de las muchedumbres.

No fueron sus comedias de costumbres, tan donosas a veces como La familia Benoiton, lo que le dio más nombre, sino los dramas; iba a decir los dramones -por ejemplo, La Tosca.- Como todo gran productor, Sardou no escrupulizaba, y arramblaba con lo que le convenía. De esto se le acusó reiteradamente. Quien conozca el drama de Goncourt, titulado La Patria en peligro, y primero La señorita de la Rochedragon, y la compare a Termidor, hallará más que analogías. Uno reclama la idea   —213→   de La Tosca; otro la de Odeta. Son minucias tal vez. Sardou tuvo a cada paso más suerte, o dígase más maña y dominio de su profesión. La teoría del teatro, tal cual se formula contra el naturalismo, se inspira en el ejemplo de Sardou, y erige en dogma sus procedimientos. Y hasta Brunetière cae en este error, explicable en momentos de batalla reñida.

Mientras Augier, después de la victoria de Los Fourchambault, cree llegado el momento de retirarse, antes que el público le retire; mientras Dumas hijo decae visiblemente, y su Mujer de Claudio (obra ambiciosa, en que el moralista quiere forzar la nota y señalar a Francia, enfáticamente, un camino para regenerarse, encerrando la enseñanza en una invención sin pies ni cabeza) encuentra frialdad y severidades de la crítica, Sardou continúa impávido, sin un tropiezo. Sus dramas atraen cada vez más, y no a Francia, sino a Europa. Aquí mismo, en España, se ha dado el caso de que una actriz eminente, María Tubau, cuando veía flojear la taquilla, apelase al recurso supremo, y anunciase La Corte de Napoleón, obra en la cual culmina la manera especial de Sardou.

Y esto era cosa aparte de la literatura: era teatro, según frase consagrada. No obstante, la escuela naturalista intentaba hacer irrupción en el teatro, como en la novela. Antes de reseñar lo que fue el teatro naturalista, digamos lo que pretendió ser.

La doctrina, como puede adivinarse, hubo de   —214→   predicarla el jefe, Emilio Zola. En su entender, el teatro ya conocido era materia muerta y disecada, y hacía falta un hombre nuevo, un temperamento poderoso, que trajese a la escena corrientes de aire libre. Se imponía la revolución; la tragedia clásica se desechaba por momificada, y el drama romántico, con sus figurones y accesorios medioevales, por lo mismo. Y como quiera que el arte ni se estanca ni se detiene, convenía apresurarse hacia el drama y la comedia que el naturalismo inspirase. Aun cuando Zola no desconocía que después del drama romántico transcurrió el tiempo de Augier y Dumas, en el cual estaba contenido lo futuro, su anhelo de llevar las conquistas de la escuela al terreno que más populariza las formas literarias cuando las adopta, le indujo a hacer, en esta exposición de doctrinas, poco caso de los precursores. En efecto, la comedia de costumbres, como El semimundo o Las elegantes pobres, son ya el realismo apoderado de la escena, antes que el naturalismo escolástico asomase.

He estudiado en La transición la evolución del teatro con Augier y Dumas, y por no recordar sino la significación de este último, nótese qué abismo le separa, no tanto de su padre, como de Víctor Hugo, en Hernani, verbigracia. El teatro de Dumas fue creación de realista y moralista, y otro tanto diré del de Augier, constituyendo ambos, como entiende con acierto Renato Doumic, un movimiento total de reacción contra el lirismo. Aun cuando   —215→   Balzac no obtuviese, los triunfos que soñó en la escena, su novela ejerció la más decisiva influencia dramática. «Las obras que verdaderamente han renovado el teatro hacia 1855 y 1856, son Los hipocritones, de Teodoro Barrière, El semimundo, de Alejandro Dumas, Las elegantes pobres, de Emilio Augier, y su Boda de Olimpia; y en todas ellas está patente la influencia de Balzac». Así escribe Brunetière, no siempre acertado impugnador del naturalismo en el teatro. Y la influencia de Balzac (sigue diciendo el gran crítico) se ejerce, sencillamente, al imponer a los Dumas, Barrière y Augier una imitación ya más exacta y concienzuda de la vida. La fábula podía ser romántica, pero los caracteres dejan de ser artificiales y cortados por patrón, y la idea de que el teatro debe representar la vida, se impone. Esta influencia de Balzac, prolongada hasta nuestros días, aparece libre de disfraces en Enrique Becque.

Hace Brunetière notar lo extraño del caso: creyérase que la influencia de Balzac hubiese de ejercitarse, ante todo, en la novela, y fue en el teatro donde primero se mostró. La explicación que da del hecho, no me satisface. La verdadera, la creo más sencilla.

Balzac es un realista fuertemente dramático, sugestivo. El teatro encontró en Balzac una senda nueva, tipos nuevos, otros horizontes. Lo indudable es que desde Balzac, el teatro, en Francia, ni podía volver a la antigua tragedia, ni al drama de Víctor Hugo, y entró de lleno en la comedia y el drama de costumbres y de   —216→   ambiente. La valla entre la novela y el teatro, retiembla y cede, hasta que llegue el día, en que, como ahora, las obras dramáticas no sean sino novelas dialogadas. Y aun las excepciones, el teatro poético, como el de Rostand, tendrán que acatar ciertas leyes realistas. Ved el estudio del medio en Cyrano (que se inspira, por cierto, en una novela, El capitán Fracasa).

No ignora Zola que han existido Dumas hijo y Augier, y tanto no lo ignora, que les consagra estudios; pero cree que les ha faltado genio para «fijar la fórmula». En lo que no yerra Zola, es al afirmar que las obras maestras del siglo, más que en el teatro, se encuentran en la novela. Y hasta acierta al opinar, contra la autoridad de Sarcey, que en aquel momento no existían en Francia autores dramáticos de primer orden. Ni el mismo Dumas, ni Augier, y menos aún Sardou, pueden figurar emparejando con los Sófocles y Esquilos, Calderones y Shakespeares, Racines y Corneilles. Pero otro tanto sucederá hasta el mismo instante en que escribo estos renglones, y el Shakespeare moderno no ha surgido. Tal vez no hay para el genio (sin que entremos a dilucidar la verdadera significación de esta palabra), escuelas ni cánones. Así lo reconoce Zola: no fórmulas, genios.

Ante todo, notemos que los maestros de la novela naturalista, casi en conjunto, fracasan en sus tentativas teatrales. El caso podrá sorprender, cuando digo que el teatro, ya desde el apogeo de Balzac, se ha aproximado a   —217→   novela; ha tomado de ella el sentido realista y cada día se servirá más de sus procedimientos. ¿Por qué, siendo así, los grandes novelistas no pudieron triunfar en la escena? En primer lugar, porque el público del teatro no es el mismo público del libro, y lo que este admite y saborea, aburre o escandaliza al otro. Y si los comediógrafos de la transición estaban ya infiltrados de realidad, la habían envuelto en plateaduras de convencionalismo. No por haber llevado al teatro pinturas más o menos gráficas y análisis más o menos hondos de la miseria humana, fue por lo que oyeron silbidos Goncourt y Flaubert, Zola y Alfonso Daudet; en eso de oír pitos se les habían adelantado Barrière, Augier y Dumas. Fue por el modo de hacerlo, y también porque el público, resistente a la nueva escuela, y en especial a Zola, encontró en el teatro posición estratégica para arrasarla.

Los Goncourt tentaron varias veces el teatro, sin lograr que les admitiesen sus obras. Dos han sido representadas: Enriqueta Marechal y La Patria en peligro.

Ya sabemos la grita que sufrió la primera, provocada, no sólo por lo nuevo del escenario del primer acto -un baile de máscaras en la Ópera-, sino debido a que la obra, primero rechazada por la censura, fue admitida gracias a la princesa Matilde Bonaparte, y se supuso bonapartista al autor. La Patria en peligro es un interesante drama histórico que, como queda dicho, fue el modelo de Termidor,   —218→   de Sardou. Los Goncourt, nótese, vivían siempre pendientes del teatro; pero lejos de buscar en él la fórmula naturalista, pensaron en comedias de magia, en bufonadas aristofanescas. No suponían que el teatro se acoplase bien a lo real, y creían que los personajes escénicos tienen que ser forzosamente falsos, por lo cual, si el romanticismo puede tener teatro, el realismo no. Concierte quien pueda estas opiniones, con el hecho de que ya florecía entonces la comedia realista de costumbres.

Quizás estuviesen más en lo cierto los hermanos al pronosticar la desaparición del teatro, ya que en él todo es mentira y convención, y, estacionario por ley de naturaleza, no puede seguir la evolución del siglo. Dentro de cincuenta años, dicen, el libro habrá matado al teatro, y este se reducirá a groseros solaces, a perros sabios y marionetas. Los Goncourt no podían prever el «cine» y las «variedades».

De Germinia Lacerteux se sacó un drama, que fracasó ruidosamente en el Odeón. No hay que olvidar que Germinia era la novela naturalista modelo, y su adaptación al teatro, una carta decisiva que jugaba el naturalismo, teniéndola por manifiesto de la escuela; su Hernani... en el sentido belicoso de la palabra. Si no sufrió La taberna, de Zola, igual suerte, fue por la misma razón que triunfó Musette, de Maupassant: porque el arreglador y colaborador Busnach enredó bien los hilos de la trama, y París entero y el elemento cosmopolita, por curiosidad, corrieron a ver el fenómeno. Se comentaba,   —219→   sobre todo, la escena del delirium tremens. De París la obra pasó al extranjero, y yo la he visto representar, admirablemente por cierto, con repugnante verdad, en Lisboa. -Zola no carecía, sin embargo, de vigor dramático. Lo demuestra Teresa Raquin. No merece esta tragedia desdén ni olvido. El contraste del fondo humilde y vulgar de la trastienda y las pasiones violentas que forman el asunto, es un rasgo magistral. El remordimiento está expresado con una intensidad que recuerda a los dramaturgos griegos.

Alfonso Daudet deja un teatro más copioso; se destacan dos obras muy dignas de atención: Safo y La arlesiana. Safo está tomada de la novela del mismo nombre; he asistido a su representación y producía gran efecto, que no acierto a definir si procedía de haber leído la novela o de la admirable interpretación del personaje. Y La arlesiana, en el fondo y cambiado el ambiente, es otra Safo: es el amor que enloquece al hombre y le hace olvidar todo, arrastrándole a la desesperación, al suicidio. No me explico por qué no agradó, desde el primer instante, tan linda comedia, quizá demasiado fina y honda para el gusto del público. Pero observo que también Los cuervos, de Becque, ni lindos ni finos, expresión muy enérgica de las nuevas fórmulas, cayeron; no pudieron representarse arriba de las tres noches de reglamento, en la Comedia francesa, y cuan ya el tiempo transcurrido parecía que debiese aplacar las iras del público,   —220→   o al menos atenuar su sorpresa; y, sin embargo, un crítico de altura proclamó que Hernani, La dama de las camelias y Los cuervos, son las tres fechas capitales del teatro francés en el siglo XIX.

Si el público se mostraba hostil, la, crítica contribuía a mantenerlo en esta actitud. Hablo de la crítica seria, que se preciaba de autoridad, de cierto clasicismo. Brunetière, por ejemplo, se hizo apologista de un sistema, dramático ya invariable, cuajado en reglas acaso más estrictas que las de Boileau, poniendo por cima de todo el métier, consagrando los convencionalismos de la escena, reconociendo el famoso «don» negado por Zola, dando al teatro por principal objeto la acción y estableciendo línea divisoria infranqueable entre el teatro y la novela. Todo ello, al día siguiente de la caída de Germinia Lacerleux. Teorías muy semejantes proclamaba Francisco Sarcey, infatigablemente. El teatro tiene su óptica propia, leyes que no puede infringir; se necesitan los personajes simpáticos, hay que seguir la corriente del público; unas obras son teatrales, otras no; lo que importa es mover los muñecos, tirar de los bramantitos, tornear y ensamblar gentilmente las obras. De esto a una concepción mecánica del arte, va poco, y claro es que toda tentativa de renovación queda prohibida.

A pesar de los censores y del mismo público, la escuela no se estaba quieta; los jóvenes salían a descubierta, y su inquietud empezaba a ser comunicativa. Al lado o a la sombra de   —221→   los maestros, aunque tan poco felices en las tablas, se alzaba la hueste de discípulos, anhelosos de escarmentar en cabeza propia. Para entender esta fase hay que tomar en cuenta dos episodios: el cenáculo del Gato negro y el atrevido ensayo del Teatro libre.

El Gato negro fue, sencillamente, primero un buchinche donde se congregaban unos cuantos artistas, como si reviviese el tiempo romántico; luego una cervecería bohemia, que su dueño, Rodolfo Salís, decoró con tapices, lozas y pinturas, y al cual empezó a acudir gentío embobado y curioso; y, por último, sin renunciar a su tipo de taberna artística, un teatrillo original, que la creciente afluencia de espectadores obligó a trasladar a local más desahogado. En esta segunda etapa, en 1885, concurrí dos o tres noches al singular establecimiento, donde los criados servían con uniforme de académicos, y al cual acudía mucha gente elegante, y no poca que no lo era. Yo creo que ya entonces se iniciaba la decadencia del Gato, cuya patita atizaba zarpazos a los gansos de la burguesía; pero difícilmente habrá gran coliseo, ni el de Bayreuth, que tal rastro abriese en las ideas del siglo moribundo, como este teatrucho, que no pasaba de ser una extravagancia muy útil para Salía, a quien todos suponían haciendo un gran negocio, achinado, por el gran despacho de su cerveza.

Fue, en primer término, el Gato, medio de divulgación para las aspiraciones impacientes y múltiples de la juventud. Inició las tendencias   —222→   macabras, depravadas e irónicas del neo-idealismo, con las canciones de los bulevares exteriores y de la guillotina, con el caló y las costumbres de los chulos de París, en que se expandía la musa callejera de Bruant. ¡Apenas si todo ello ha traído cola, largo rabo gatuno! El apachismo literario, de ahí viene. También las tendencias místicas asomaron en el cenáculo de Salis. Allí se fustigó, con mil chocarrerías, al naturalismo de escuela. Hubo su poco de patriotismo. Dice con gracia Julio Lemaître que «la napoleonitis que padecemos, en parte procede del Gato»; y, en efecto, a mí me tocó presenciar el entusiasmo con que era acogida la Epopeya, las siluetas imperiales de Caran d'Ache. También debemos culpar al Gato de la invasión enharinada y abigarrada de Pierrot, Arlequín y Colombina, personajes que, por el retraso con que aquí vienen los figurines, nos están mareando asaz en estos años últimos, en comedias y versos. Y, por último, de la flaca panza del Gato salió, igualmente, la iniciativa del Teatro libre.

El Teatro libre empezó a funcionar en 1887, en un modestísimo edificio de Montmartre, y lo fundó Antoine, actor sin fama, entusiasta del naturalismo. El sistema era original. Allí no entraban sino los suscritores, gente de dinero que se costeaba un goce inteligente. Ninguna obra se representaba arriba de tres noches. La censura no podía estorbar, porque no asomaba la nariz. Los actores representaban sin convencionalismos, sin latiguillos, como se   —223→   habla; las decoraciones y accesorios se inspiraban en la estricta verdad. Dícese que, gracias al Teatro libre, hoy los actores franceses son más naturales. Falta les hace: hay mucho de afectado y enfático en la declamación francesa.

Se ve claramente lo que significaba la iniciativa del Teatro libre. Una ley del arte dispone que, sin adelantar, tampoco pueda estacionarse ni quedarse inmóvil: necesita variación. A esto llamé yo, cuando el naturalismo estaba en su apogeo, oportunismo literario. A veces, al verificarse en él esos cambios, el arte hasta pierde, da bajones: el camino antiguo era más ancho, más guarnecido de vegetación, dominaba un país más fértil... No importa: hay que seguir la nueva senda, pedregosa, estéril y abrupta. No valió la etapa del Teatro libre, intrínsecamente, lo que había valido la de Dumas y Augier; no produjo una de esas obras de valor indiscutible, no diré ya como Fausto, Otelo o La vida es sueño, pero ni aun como El semimundo o La dama de las camelias. Los nombres de los autores dramáticos que hicieron la campaña del Teatro libre o procedieron de su influencia, están puestos en olvido ya, excepto el de Becque. Casi nada de aquel repertorio ha sobrevivido a las circunstancias que lo hicieron nacer. Y, sin embargo, era preciso que tal evolución se verificara, para que del hervidero saliese la nueva fórmula teatral, la que hoy reina todavía, y apareciesen nuevos nombres, que no son los mismos que allí se revelaron fugazmente.

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El Teatro libre valió únicamente por su sentido revolucionario. Contra todos los escenarios parisienses, afirmó y profesó principios más amplios, más próximos a la fuente de toda belleza, que es la verdad. Y era suficiente; no le estaba encomendada otra, labor. Antoine, el fundador del Teatro libre, que representaba, además, las obras con espíritu de independencia y protesta contra los amaneramientos escénicos, fue el primer actor francés que volvió al público la espalda cuando así lo requería la acción. Él, y toda su compañía, entre la cual no había eminencias, pero sí gente joven, ferviente y animosa, suplían con lo concentrado y apasionado de su mímica el interés que a las obras faltase. Director y crítico, al par que cómico, no aceptaba Antoine sino las que le parecían en armonía con el objeto de su empresa. No quería comedias bien hechas, de marquetería, ni peripecias que suspenden el ánimo, ni trámites graduados, ni exposiciones tendenciosas. Las situaciones no habían de buscarse ni prepararse; brotarían de suyo al desenvolverse la prosa de la vida, sus lances más comunes; al servir, en plato de barro, la sangrienta tajada cruda. Y, de hecho, si nos fijamos bien en lo que nos rodea, así sucede. El profundo interés del vivir no es obra de arte, sino de realidad.

No se circunscribía estrictamente Antoine a la escuela naturalista: una escuela literaria es un convencionalismo también. Con todo, por fatalidad, naturalistas fueron las tres cuartas   —225→   partes de las obras que allí se estrenaron. Los autores predilectos del Teatro libre, Ancey, Wolf, Jullien, Brieux, Hennique, Fabre, Céard, sin hallarse muchos de ellos oficialmente afiliados a la escuela, profesaban en mayor o menor grado sus doctrinas y les alentaba igual aspiración. Así es que sus producciones tienen ese «aire de familia» a que se refiere un crítico, y a veces -el mismo crítico, Agustín Filon, nos lo dice- parecen continuación unas de otras, y el rasgo esbozado en un drama se acentúa y define en el siguiente, pudiendo este teatro analizarse en conjunto, como si fuese una sola obra (prescindiendo de «engendros informes, que no son más que reto a las gentes honradas»).

Tiene, pues, el Teatro libre un modelo, al cual se ajustan sus proveedores. Los personajes son siempre gente de medio pelo, burguesía humilde. Suprimidas exposición y demás perendengues de la técnica, el argumento también queda reducido a la mínima expresión. No hay intriga, no hay enredo, ni triquiñuelas, ni combinaciones, ni sorpresas, ni desenlaces imprevistos. La pretensión científica de Zola se ha comunicado a los autores del Teatro libre, que a sus dramas y comedias llaman estudios y análisis. La tesis, la moraleja, están vedadas en este sistema dramático. Pintar a la humanidad tal cual es, descubrir sus flaquezas y lacras sin miedo; tal es la finalidad de la nueva dramaturgia; y lo hacen sin sombra de piedad ni de reprobación,   —226→   con indiferencia de vivisector en una clínica... Evidentemente, cabe preguntar si los autores dramáticos antiguos o que empezaban a anticuarse en esta etapa, no habían expuesto también, a lo vivo, bastantes aspectos de la miseria de nuestra especie. Alejandro Dumas hijo, que combatía con ardor a los innovadores, en prefacios y artículos, pudo alegar que su Monsieur Alphonse era tan verdadero como los chulos de barrera y los souteneurs de gorra de tres puentes, y su baronesa de Ange no tenía que envidiar a cualquier buscona del Libre, salva que olía mejor la baronesa. El camino emprendido por los flamantes dramaturgos, había de empujarles al barranco en que se despeñó toda el naturalismo: a un pesimismo psicológico, a una concepción de la naturaleza humana vista en negro, en feo, en bajo; a un patullar en el légamo. Que en esto se atuviesen a la realidad, era difícil de afirmar, pues la realidad, con no ser excelente ni pura, no es tan miserable; y la humanidad que los autores del Teatro libre ponían en escena era también humanidad reducida, capa social especial, burguesa en el mal sentido de la palabra, y despojada hasta de fisonomía, a fuerza de querer pintarla usual y corriente, inferior y plebeya. Todos conocemos, y es lo que más abunda, gente vulgarísima, en cuyas almas no hay ningún relieve de grandeza, de genio, de poesía ni de heroísmo; pero no por eso dejan de tener, en su insignificancia, una manera de ser propia, menos flotante e inconsciente que la de gran   —227→   parte de los personajes del Teatro libre. De esta, concepción antropológica, impregnada de un pesimismo que en Francia, en tal momento, se explica como una de las reacciones de la historia, nació lo que llamaron teatro rosse. Para traducir, y sin violencia, puesto que del castellano está tomada la palabra, hay que escribir teatro rocinesco. En efecto, rosse significa rocín; el vocablo rosse se aplica en Francia a ciertas mujeres, y si aquí no se aplica, se expresa algo idéntico en el calificativo de penco, equivalente a jamelgo matalón. Con palabra tan poco culta se ha caracterizado un género literario.

La rosserie o rocinismo es una especie de viciosa ingenuidad, una inconsciente corrupción que se muestra al desaparecer, o no haber llegado a existir nunca, todo chispazo de ideal en las almas. En el Gato negro, las canciones canallescas de Ivette Guilbert precedieron y dieron el tono a la comedia rosse. Y la moda de la comedia rocinesca basta para desmentir a los que afirman que ni Francia ni París cambiaron después de la debâcle; que ninguna impronta marcó en los espíritus la apocalíptica tragedia. No son a veces las huellas más claras de estos sacudimientos, en el terreno literario, ni las canciones patrióticas, ni los libros en que desde el punto de vista histórico se debaten y narran los sucesos; ni las quejas, ni las indignaciones. Puede ocurrir que el sentimiento se acuse en síntomas que conviene apreciar como estragos enfermizos de la sensibilidad herida,   —228→   pisoteada. El cinismo, el amoralismo absoluto de la comedia rosse, la mofa y escarnio candoroso de todo lo grande, de todo lo generoso y bueno, descubren un estado patológico especial. Es la forma cínica del dolor.

Acaso se hubiesen iniciado los desórdenes funcionales antes de la guerra, y algo habían contribuido, al comunicarse a Europa, a aquel desprestigio de la gran nación, que explotaron diestramente los vencedores. La última época del segundo Imperio apareció como hora saturnal, y no faltó quien, seriamente, acusase de todas las desdichas posteriores de Francia al cancán y a las óperas bufas de Offenbach, con el desfile carnavalesco de dioses y reyes alzando el pie, y no sólo el pie, en pirueta grotesca y burlesca, con caracteres de impudor aturdido y caricatura desvergonzada de creencias, instituciones y sentires hondos de la vida. Pero al cabo, el can-cán y las óperas de Offenbach eran eso, bufonadas, y no pretendían ser otra cosa, mientras que el rocinismo de escuela sale a plaza con carácter de «estudio», de «documento humano», autorizándose con la verdad y hasta con la ciencia, que ha sido el clavileño de Zola, en el cual había de ascender a las más altas regiones.

Al confitar en inmoralismo a la humanidad, se preciaban de aplicar los principios y el sistema de Taine, nada menos, y demostrar que el vicio y la virtud son meros productos químicos, que la voluntad no existe y que sólo el medio y el instinto guían al rebaño. En la colectiva   —229→   desilusión de Francia, las letras, en vez de sanear, eran fermento de descomposición. El maestro del rocinesco teatro fue, como queda dicho, Enrique Becque. Este dramaturgo empezó por divertir mucho al público, y no a cuenta de sus personajes, sino a cuenta propia: la gente se desquijaraba de risa cuando después de incesante andar de Herodes a Pilatos, de empresario en empresario, rogando la admisión de un manuscrito, acababan por aceptarlo; y hubo obra suya, como El rapto, que cayó de manera tan humillante, que el autor ni aun consintió que se imprimiese y decidió retirarse del teatro de un modo definitivo, y dedicarse exclusivamente a sus negocios bursátiles.

Sin embargo, no realizó este propósito. Apeló a la paciencia, y, nos dice Filon, «empleó sus ocios de autor fracasado en leer a Molière y en observar la vida». Molière, en efecto, es un realista de la psicología; nadie podrá decir de él que aduló a la humanidad, y no en balde creó los admirables tipos de Tartufo y del Misántropo. Como su modelo, pues, Becque insiste en patentizar la vileza, la ignominia del hombre.

Uno de los momentos en que más claramente se descubre y revela, es el que Becque eligió en Los cuervos; porque hay horas de espiritualidad en que el más mísero tiene algo de grande, y otras en que sale a la superficie el ciego apetito, y siempre se ha dicho que el interés es la piedra de toque de los humanos.

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Muere de súbito el jefe de una familia, un negociante que lleva muy bien sus asuntos y va camino de hacerse rico. Entonces los cuervos abaten el vuelo sobre la viuda y las huérfanas, poniéndolas en situación horrible. El desenlace, la salvación de las infelices, está en armonía con el sistema: una de las hijas, despojadas, desoladas, acepta unirse en matrimonio a un viejo, antiguo asociado del padre, principal fautor de la ruina, y que ha empezado por querer hacer de la muchacha su manceba. Y la muchacha se aviene a la boda calculando las ventajas, sin adoptar actitudes de heroína romántica, sin una lágrima; ¿para qué? La necesidad la empuja... La vida es eso... Y si no será la primera ni la segunda que consume un sacrificio semejante, es por lo menos la primera en las tablas, donde todo lo facticio tiene su asiento, donde el público no quiere ver lo que pasa comúnmente, sino lo que debe pasar en un mundo mejor, más en armonía con las leyes del bello idealismo...

La otra obra famosa de Becque, La parisiense, historia resobada del eterno triángulo -la mujer, el marido, el amante-, es, hasta por su título asaz significativo, uno de los documentos acusadores contra Francia, y especialmente contra su capital, y en los cuales ha de basarse su enjuiciamiento, los cargos de inmoralidad profunda, de medula dañada, de podredumbre. Las naciones sufren a veces -sobre todo cuando hay en contra suya intereses y anhelos de otras naciones rivales- estos procesos   —231→   de difamación; bien lo sabemos los españoles. Desde nuestra hegemonía se practicó el arte de calumniarnos, en otro terreno que a Francia sin duda y con menos fundamento, seguros de que nos defenderíamos mal y poco. A Francia convenía presentarla como apocalíptica ramera, y parte de su literatura dio armas para el descrédito.

No puede concebirse, entre esas armas, ninguna más mortífera que establecer con caracteres generales que el hogar está disuelto moralmente, y la mujer, en cuyo seno buscan fortaleza y nutrición de amor las sociedades, es instrumento de su disolución. El nombre de la «parisiense» en gran parte por culpa de la literatura, adquiere un sentido sospechoso y equívoco, y cuando cronistas y viajeros (como el brillante Gómez Carrillo) hablen más adelante del «alma encantadora de París», sobreentenderán, como uno de sus encantos y no el menor, el hábil, refinado y quintaesenciado libertinaje y galantes perversiones del elemento femenino, en todas las clases y hasta en la vida doméstica.

La primer comedia de Becque, Los cuervos, tan discutida, que tuvo un estreno tan proceloso y originó tantas polémicas, no iba, en realidad, sino contra el género humano en conjunto; porque la avidez y la mala fe y sus conflictos son de todo tiempo, de todos los países, de todos los períodos de la civilización, y aun de estados salvajes, y de ello da fe la Historia. Pero La parisiense señala un momento   —232→   dado de esa historia, y afecta a un pueblo que necesita fe en sí mismo, en las fuentes de la salud por la familia y los lares, en la paternidad y la fecundidad, y pinta la desaparición de tales energías, el advenimiento de la mansa disgregación social. La heroína de La parisiense, Clotilde, es un tipo femenino que sólo Dios sabe cuántas veces volverá a salir a luz, en la novela, el teatro, el cuento, la caricatura, el epigrama, la literatura fácil que en tal abundancia y al día confecciona París. La inmoralidad de las acciones de Clotilde, que se parece a la madama Marneffe, de Balzac, está, no salpimentada, sino sazonada con las cuatro especias. Es una mixtura de descaro y candidez. Tal candidez perversa se refleja en frases que se han hecho proverbiales y célebres. Clotilde dice, por ejemplo, a su amante: «¡Me figuro que no te haría gracia una querida sin religión; sería una atrocidad!». «¡Tú no quieres a mi marido; no, no le quieres!». Y lo bueno es que el amante protesta calurosamente contra la acusación. Los dos quieren al marido, vaya; le quieren a su manera; desean que suba, que ascienda, que conquiste posición y respetos. De la consideración de la engañada sociedad, Clotilde recoge su parte, y sus acciones, aun las más aparentemente opuestas a tal idea, a esa tienden. Para comprender el alcance de este concepto social, pensemos, por contraste violento, en Calderón. Si hubo algo en nuestro poeta que fuera expresión de un ideal social y exagerado y todo por el poeta, no podemos   —233→   negar que no lo inventó -comparemos mentalmente ambos ideales, y sus revelaciones acerca de un pueblo y una raza.

Al hablar de Becque, y de sus dos obras célebres, cuyo valor no es posible desconocer, hemos reseñado lo más importante que dio de sí el teatro naturalista. Otros nombres, otros talentos diversos encontraremos en el período siguiente; reconózcase que todos ellos deben algo al repertorio oscurecido del Teatro libre y a Becque. La evolución se completa en las direcciones que reclaman los tiempos, pero no neguemos que el Teatro libre, ante su restringido público, y Becque, ante otro tan mundial como el de los grandes escenarios de París, hubieron de apresurarla, hasta por la misma exageración del procedimiento escolástico. Ya pueden venir Donnay y Curel, Lavedan y Hervieu, y aunque alardeen de no sujetarse a ninguna fórmula, de tener por fueros sus bríos, no deben, en mal y en bien, negar que proceden de aquel movimiento, especie de período carbonífero que creó organismos rudimentarios, transformados luego en otros más perfectos y armónicos.



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ArribaAbajo- X -

La poesía. -Último recurso del romanticismo: el intento épico. -Fin de Víctor Hugo. -Sus servicios al idioma. Disolución del romanticismo por la poesía. -El Parnaso. -Precursores: Vigny, Gautier, Banville, Catulo Méndez


Por última vez se trata aquí de Víctor Hugo. Mientras vive, llena con el torrencial estrépito de su nombre la época literaria; y, en el último período de su colmada existencia, todavía va a realizar una tentativa nueva, y magna, al menos en la intención... (que no basta, y en arte mucho menos).

Hemos visto, en La transición, cómo, después de un silencio de doce años, reapareció con Los castigos y Las contemplaciones. Era la bocina de Hernani, resonando a deshora al so plo del viejo Silva. Nuevo toque, en que la bocina de Hernani quiere levantar los mismos formidables ecos de la de Roldán el paladín: y sale a plaza La leyenda de los siglos.

La leyenda -al menos su primera parte-   —236→   ve la luz en 1859. El poeta se halla en su prestigioso destierro de Guernesey. Hasta 1877 no había de publicarse la segunda. La primera estaba dedicada «a Francia» y hablaba de «la hoja seca, que ofrece a su patria el árbol desarraigado». Con tal motivo, Teófilo Gautier, cuyo sentido crítico se eclipsaba al tratarse de Hugo, hasta el punto de declarar que ni a solas y a oscuras se atrevería a decirse a sí mismo que no era perfecto un verso del semidiós -proclamó que ya no había que compadecer a Francia por no haber producido epopeyas. Tal era el vacío que Víctor Hugo se proponía llenar. ¿Lo consiguió?

Una epopeya, es el más ambicioso propósito que en un poeta moderno se concibe. Unánimes dicen los tratadistas que, si el elemento épico persiste actualmente, el tiempo de las epopeyas ha pasado. El elemento épico alienta, más que en la Historia, en la novela, género donde todo cabe; y si tienen marcado carácter épico novelas como La guerra y la paz, de Tolstoy, y A sangre y fuego, de Sinckievicz, no negaremos que sea épico, en cuanto es histórico y objetivo, el fondo de La comedia humana, y los mismos Rougon Macquart. Víctor Hugo debió de comprender esta sustitución de la epopeya por la novela, porque, después de La leyenda, sabemos el alcance que quiso dar a Los miserables. Era, sin embargo, tan completa su confianza en sí mismo, que soñó poder dominar la epopeya propiamente dicha, y coronar así su gloria.

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Brunetière lo ha notado: si no pueden faltar en La leyenda fragmentos de carácter épico, a cada instante reaparece el lirismo. Por otra parte, en los pasajes más hermosos, que los tiene, se clarea el propósito de algo que no es épico ni por semejas; que es, meramente, el fin político Y social, nunca perdido de vista por Hugo. Cuando (no como Velázquez, perdóneme Brunetière, pues Velázquez era otro género de artista, sobrio, sencillísimo), pero, en fin, como un pintor de primer orden, más detallista que Velázquez, nos presenta Hugo a la Infantina en su jardín, «chiquita, guardada por una dueña, con una rosa en la mano, mirando vagamente al agua, al ensombrecido estanque, a un cisne de blancas alas, blanca ella como la nieve, sobre el fondo del enorme palacio y del profundo parque poblado de cervatillos, vestida con basquiña de punto de Génova, con falda en que serpea por los pliegues del raso un arabesco, entre oro florentino, y abrumada la manita por la abierta flor...», en esta maravilla, que compite con los mejores sonetos del cubano Heredia, y emula la plástica de Gautier, -sólo se trata de vapulear al padre de la gentil Infanta, al odiado Felipe II, y, por supuesto, ¡al espantajo de la Inquisición!

Así, en vez de ostentar la impersonalidad sublime de la epopeya, es la Leyenda de los siglos, en sus dos partes, obra de propaganda y combate político, filípica contra los reyes tiranos, los sacerdotes engañadores y ladinos, y cántico al pueblo, santo tres veces.

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«Desde este punto de vista, declara Brunetière, la Leyenda continúa la labor de Los castigos».

Es en la Leyenda donde mejor se descubre la imposibilidad de recoger y depurar su inspiración, de proporcionarla, de guiarla, que padece Víctor Hugo. Más que nunca, se hincha y echa ramazón en la Leyenda. Enfermedad de gigantismo, bien poco francesa, más bien española del tiempo barroco. Asusta, por lo amplio, el programa de la Leyenda. Verdad es, y debe proclamarse, que ni Balzac, en La comedia humana, ni Zola, en sus Rougon, dejarán de proponerse vastísimos desarrollos. La Suma de la Edad Media toma otras formas, persistiendo. Toda la humanidad, contenida en una obra cíclica; he aquí el plan de Víctor Hugo, al emprender la Leyenda de los siglos.

Habrán, pues, de desfilar las diferentes épocas de la Historia: los tiempos bíblicos, las edades paganas, las cristianas, las modernas, cuanto fue y es, y hasta cuanto será... Acaso, sobre todo, cuanto será, -porque ya sabemos que Víctor Hugo vaticina.

Así, la Leyenda de los siglos engloba multitud de poemas, ya épicos, ya líricos, ya filosóficos; la obra pertenece al orden compuesto, y en ella, más acaso que en ninguna de sus anteriores producciones, adopta el autor la actitud de mago, visionario, evocador y vate, en el antiguo sentido de la palabra. Aspira a mostrar las etapas que ha seguido la humanidad, a estudiar el problema único, el ser bajo su triple faz,   —239→   ocultando, como el florentino, bajo el velo de los versos extraños honda doctrina metafísica, porque siempre tendió a la especulación y meditación, y el conocido kantiano Renouvier escribió un volumen entero y bien hilado sobre las ideas filosóficas de Víctor Hugo.

Esta pretensión metafísica va unida a la pretensión épica. Víctor Hugo da, en la Leyenda, la medida de su colosal ambición. Quiere dotar a Francia de una epopeya en verso, como luego querrá dotarla de una epopeya en prosa, Los miserables. Faltaba a Francia su Homero, su Virgilio: Víctor Hugo lo será, porque (así lo cree) no hay para su musa imposibles.

Anhela, pues, salir de sí mismo, objetivar su inspiración, hacer resonaren la lira la voz de las multitudes y los sonoros ecos de todo lo creado...

No basta querer. Las epopeyas han surgido, positivamente, de otro modo, y no fue así como brotó el Romancero. ¿Qué hizo Víctor Hugo? Lo contrario de lo que hicieron los grandes poetas épicos. Estos, obedeciendo a la presión de la masa, recogiendo los cabos de mil sentimientos colectivos, trenzaron su trenza de oro. Una acción, un momento de la vida de la raza, culminando sobre los restantes, vino a ser como símbolo de toda ella. Es cierto que hay un género de poesía épica, los poemas indios, en que los episodios son tan frondosos y confusos, que apenas puede retenerlos la memoria. No falta, sin embargo, unidad en el núcleo de estos poemas, y el asunto del Ramayana,   —240→   tan extensamente desarrollado, es uno solo, la encarnación de Rama y el espíritu de amor en el bello personaje de Sita. Todos estos grandes poemas humanos, además, son desinteresados, objetivos, y Víctor Hugo es sobradamente apasionado y apodíctico en lo que crea, para alcanzar el desinterés épico: siendo esta una de las razones por las cuales le pondrá, el pie delante, en el género épico a la moderna, Leconte de Lisle.

Víctor Hugo, cada día más, sufre la fatal evolución: de poeta, se convierte en sociólogo y satírico. La fantasía, por otra parte, le domina y arrastra. Sus descripciones, ya históricas, ya geográficas, no tienen la exactitud sorprendente de las del viejo Homero, a quien no ha podido desmentir en nada la ciencia moderna, con sus excavaciones y reconstrucciones, Hugo, intrépidamente, hace suceder a un mismo tiempo cosas que pasaron en cuatro siglos distintos. Además, por el género a que pertenece, la Leyenda descubre mejor que otras obras de Hugo, uno de sus procedimientos retóricos más frecuentes: la amplificación. Creíase Hugo con sobra de derecho para extenderse cuanto le viniese en gana, porque, decía él, «la vía láctea no cuenta sus estrellas».

Pero no eran estrellas, sino antítesis, imágenes, enumeraciones, tumultos de palabras y marañas de ideas, lo que llovía de la constelación. La lectura de la Leyenda engendró fatiga, aunque se destacasen rasgos esplendentes, y fragmentos de alto vuelo, más bien lírico; y   —241→   lo anunciado con la estrepitosa publicidad acostumbrada, como acontecimiento mundial, no abrió profundo rastro: la segunda parte, menos aún.

Otra cosa produjo cansancio: la erudición. Barbey d'Aurevilly lo dijo: «Este gran poeta de Víctor Hugo es positivamente más erudito que poeta...». Verdad que luego calificó la erudición de Víctor Hugo de «temeraria». Atiborrada de lecturas erudita: está la Leyenda, como las demás obras de última hora, repletas de nombres raros y de noticias polvorientas. Y es un estilo de erudición extravagante, tomada de Diccionarios especiales, rebuscada en librotes, no asimilada ni en lo más mínimo a la sustancia de la mentalidad. Dante era un sabio, «clérigo grande», conformes... pero un sabio que se sabía su erudición. Por eso dijo del sacro poema, que en él, cielo y tierra pusieron mano...

Y si nombro a Homero y Dante a propósito de Hugo, no es para igualarlos, ni aun para aproximarlos, en cuanto épicos. La grandeza de Hugo será de poeta lírico.

Quiero hacer una observación a propósito del empeño de Hugo en aparecer profeta y mago, de recibir la visión de lo absoluto para comunicarla a la humanidad, de abarcar todos los tiempos en una metafísica superior, de emular a San Juan en Patmos. Es mi parecer que esta ambición no la hubiese tenido, o al menos no la hubiese manifestado Hugo, si no acierta a nacer en Francia. La ambición del poeta, es   —242→   reflejo de la ambición nacional desde 1793. Y, realmente, la filosofía de Hugo no va más allá de lo que 1793 significa.

Nunca el pobre diablo de Zorrilla, que era tan poeta lírico como pudo ser Víctor Hugo, y cuyo teatro romántico es más humano que el del autor de Hernani, hubiese soñado en erigirse en Moisés de los pueblos, en apóstol de la humanidad. Sus pretensiones eran menos complicadas. ¿Quién sabe, si nace francés? Aquí, la gente se hubiese reído. Somos, en ese respecto, escépticos, y aunque tan cerca de Marruecos, sólo en política admitimos santones. Y estamos muy lejos ¡ay! de aspirar a ser fanales del mundo...

No por eso se suponga que en Francia, donde hay tan agudos críticos y espíritus tan desengañados, faltó quien examinase y hasta quien, sonriese. Aun antes de la muerte de Víctor Hugo, y sobre todo desde que se descolgó de su peñasco, la inteligencia francesa protestó de lo excesivo y descomunal de la aspiración, y de cuanto existía de caduco y falso en las creaciones. La hugolatría fue sin duda un curioso fenómeno, algo como hipnotización del ingenio francés, tan amigo de comprender y discernir; y duró y dura todavía, y de tal moda dominaba a los que la padecieron, que Goncourt nos cuenta como, en un banquete literario, al pronunciar un invitado una palabra «algo blasfematoria» sobre Hugo, Saint Víctor se puso literalmente frenético, y Carlos Blanc sufrió un ataque de epilepsia. La cascarilla dorada,   —243→   sin embargo, se caía visiblemente, y, antes que la posteridad, los contemporáneos inauguraban la severa revisión. Baudelaire, a quien Hugo cuenta entre sus fieles, sólo se atreve a decir restrictivamente de la Leyenda «que es el único poema épico que pudo crear un hombre de hoy, para lectores actuales». Goncourt ingiere el siguiente diálogo en sus Memorias literarias: «Víctor Hugo -dice uno- tiene ideas acerca de todo... No -responde otro-, ideas no; imágenes». Y el novelista declara el sentimiento irónico que despierta en él la jerga mística, hueca y resonante en que pontifican Michelet y Hugo, como si estuviesen unimismados con la divinidad. Por su parte, Michelet, que tantas analogías tiene con Hugo, declara que éste cultiva «la estética de la monstruosidad». Zola hace de la segunda parte de la Leyenda implacable disección, y afirma que Víctor Hugo se cree más majestuoso, cuanto más vacíos están sus versos. El más duro de todos, sin embargo, es Lemaître. El que consideró a Barbey d'Aurevilly «rostro enmascarado» califica a Víctor Hugo, nótese el matiz, de «alma que le es extranjera». En medio de su elogio hiperbólico a Hugo, Renan expresa algo semejante, al decir que ignora si puede llamarle francés, alemán o español, y que unas veces le ve más alto y otras más bajo que la humanidad. Este carácter poco nacional de Hugo, en sus defectos como en sus cualidades, no se oculta a Lemaître y, en su diatriba, pone el dedo en la llaga. Hugo es un hombre   —244→   que, aparentando representará su época, no la comprende; no es nuestro contemporáneo, y no es tampoco de todo tiempo, como fueron Homero y Virgilio. Sin llegar a antiguo, es viejo; está lejos, muy lejos de nosotros: su humanidad es un gran Guiñol apocalíptico; podrá tener genio... pero no tiene absolutamente nada más.

Y estas apreciaciones vienen a confirmar las rigurosas de Nisard en 1836, cuando todavía era reciente la época en que Chateaubriand había puesto a Hugo el alias de «niño genial». Releyendo ahora al que Víctor Hugo trató de asno y de pedante, sorprende su opinión exacta, que se refiere al carácter cerebral, reflexivo, de la mayor parte de la obra de Hugo. «No tiene sinceridad», exclamará a su hora Lemaître.

La sorda lima del tiempo acabó por desgastar la privilegiada organización de Víctor Hugo, y hasta aquel magnifico estómago, fuente de energías para el organismo. Aislado, algo sordo, cesa su brillante conversación chispeadora y empieza a guardar largos y recogidos silencios. Las piernas comienzan a temblar; el rostro, tostado como el de un burgomaestre de Rembrandt, contrae la arcillosa palidez de la demacración senil; pero ni entonces, ni en el largo crepúsculo de su fuerza vital, se conforma a colgar la lira, y hasta afirma que siente allá en su interior un hervidero, más confuso y grandioso que nunca, de conceptos y de imágenes, y se le oye decir: «Con tanto como   —245→   he escrito, no he escrito la décima parte de lo que deseaba». También, como el pagano Chenier, pensaba llevarse un mundo... De este período son las obras más endebles del poeta: El Papa, El asno, La suprema piedad, Los cuatro vientos del espíritu. Y si le hablaban de más creaciones, de las futuras, solía responder: «¿No les parece que es hora de que desescombre al siglo?». El siglo estaba ya desescombrado del jefe y de la escuela: uno y otro podían ser conducidos al Panteón. Y fue de los golpes de fortuna del hombre extraordinario, que el romanticismo pareciese morir con él, y los ilustres que le habían precedido en la tumba, Chateaubriand, Lamartine, Musset, Gautier, no hubiesen trabajado sino, en cierto modo, para la apoteosis personal de Hugo.

Antes de cerrar la rica testamentaría de Víctor Hugo, no sería justo omitir lo que le debió el idioma. Acaso el romanticismo no haya prestado servicio mayor que ese: renovar de un modo revolucionario la lengua. Nadie tuvo para el caso aptitudes iguales a las del excelso verbalista. La transformación versó especialmente sobre el léxico, y tuvo en Víctor Hugo, al pronto, un sentido democrático, que en los realistas y naturalistas se exagera, y hace subir a la superficie del idioma literario todo el légamo del fondo, hasta del picaresco y de hampa, como aquí diríamos. Se sirvió Hugo de este arbitrio para atacar a los clásicos en su mismo alcázar, el purismo: máquina de guerra tanto más destructora, cuanto que Hugo fue un maestro del   —246→   idioma, el mejor de los gramáticos, pues le guiaba el instinto. Y el lenguaje libre, popular, sin perífrasis, fue una preparación para el realismo y el naturalismo, por lo cual Goncourt, asombrado de que Hugo, en sus postrimerías, se escandalizase de las licencias verbales de la nueva escuela, exclamaba: «No parece sino que no es él quien trajo a las letras el famoso vocablo de Cambonne...».

Claro es que, iniciado el movimiento, no se detiene. Las escuelas que suceden al romanticismo, a su vez, enriquecen, enturbian, y ensanchan el idioma. Lo hacen, generalmente, por medio del arcaísmo y del neologismo, y acaso, alterando las formas de la sintaxis, ya latinizando, ya helenizando, adoptando elementos regionales, extranjerismos, calós de toda especie, tecnicismos, de oficios, artes y ciencias... Ya veremos cómo de la antigua revolución democrática sale la aristocrática reacción gongorina de la decadencia.

Por ahora observemos que, antes del regreso a Francia de Víctor Hugo, y acaso desde diez años atrás, en el terreno que fue más suyo, en la poesía lírica, el romanticismo había encontrado, en lo que ha solido llamarse el movimiento parnasiano, otro factor de su disolución.

Fueron dos poetas, Javier de Ricard y Catulo Méndez, los que aspiraron a formar una nueva escuela, un cenáculo nuevo. Dirigiéronse a los poetas y a la Prensa, y eligieron cuatro maestros y jueces: Teófilo Gautier, Leconte de   —247→   Lisle, Banville y Baudelaire. Obedeciendo a este impulso, salió a luz -el año de 1866- El parnaso contemporáneo, colección de versos. Llegaban los poetas parnasianos a treinta y seis, y entre ellos figuraban, además de los ya nombrados, Heredia, Coppée, Verlaine, Mallarmé, Villiers de L'Isle Adam, Sully Prudhomme-, muchos de los cuales todavía no se habían dado a conocer. Hay quien regatea a Catulo Méndez la iniciativa, y se la otorga a Leconte de Lisle y Javier de Ricard, pero es Catulo Méndez, en efecto, el que reseñó los fastos de la que no sé si llame nueva escuela, en un libro titulado La leyenda del Parnaso contemporáneo. La pléyade, numerosa, y aún más brillante, poco tenía de homogénea. Al revés de lo que después se ha visto, agrupábase la juventud al rededor de los maduros, y Gautier, Leconte y Banville, y aun Baudelaire, ya cuadragenarios, veían acercarse a ellos, en alboroto entusiasta, a los que, como Verlaine, Sully Prudhomme y Mallarmé, estaban en la flor de la vida, frisando en los veintidós o veintitrés.

Uníanse los maestros indiscutibles -como el más entrado en años, el gran Teo-, y los principiantes, llenos de esperanza y de ardor. Y la jefatura de la agrupación, desde el primer momento, se confirió a Leconte de Lisle, el marmóreo, el olímpico, el verdadero rival, entonces, de Víctor Hugo. Es lo primero que resalta en la tentativa parnasiana: se realiza sin Hugo, y al realizarse sin Hugo, sobra decir que se realiza contra Hugo.

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Aspiraba el Parnaso a un renacimiento poético, sobre los ya mustios laureles del romanticismo; pero, en el riguroso sentido de la palabra, no era una escuela. «¡Ni siquiera hemos escrito un prefacio!», protesta Catulo Méndez. «El Parnaso -añade el mismo testigo- nació de la necesidad de reaccionar contra la cola bohemia del romanticismo, constituyendo, además, una liga de ingenios que simpatizaban en materia de arte. Nuestras admiraciones no nacían de nuestras amistades; al contrario. Donde quiera que veíamos un artista, corríamos a él. El grupo parnasiano no se ha formado sobre la base de una teoría o estética especial: nunca ninguno de nosotros quiso imponer a otro su óptica artística; sin duda por eso eran tan varios los talentos del grupo, y, sin duda, por eso no nos hemos detestado nunca. Como no hubo iglesia, no hubo herejes, ni cultos rivales».

A pesar de esta profesión de fe del que siempre recabó el mérito de haber dado la señal del movimiento parnasiano, por mucho que en este se evitasen las proclamas y los exclusivismos escolásticos, tenemos que reconocer que se basaba en algunos principios esenciales. Estos principios pueden reducirse a la teoría del arte por el arte, a la perfección de la forma, a la impasibilidad y a la objetividad.

Para buscar el origen de tales dogmas tenemos que recordar a dos poetas de quienes ya hablé en El romanticismo y La transición: Alfredo de Vigny y Teófilo Gautier, y acaso debiéramos   —249→   remontarnos hasta Andrés Chenier, el más pagano de todos.

Retrotrayéndonos únicamente a Vigny, sí nos atenemos a someras clasificaciones, es un romántico. Su vida literaria se inaugura con la estrecha intimidad de Víctor Hugo; en los comienzos del cenáculo, no hay otro más ferviente. Pero, al avanzar la escuela, poco a poco, Alfredo de Vigny se desvía de ella, con la reserva silenciosa y altiva que caracteriza su modo de ser y todos sus actos. Víctor Hugo, Sainte Beuve, al principio sus grandes amigos y admiradores, van alejándose de él: es el único de los románticos que no consigue imitadores. La gradual mala voluntad de los románticos llega al extremo de que Víctor Hugo altera uno de sus textos en que ensalzaba hasta las nubes a Eloa, obra maestra de Vigny, poniendo en vez de Vigny Milton, y en vez de Eloa, El paraíso perdido. La actitud aristocrática de Vigny contrasta con la de los románticos, que al correr de los años se democratizan hasta en su inspiración. La casa de Víctor Hugo está siempre llena de una cáfila de gentes de medio pelo, no sólo social, sino literariamente hablando; esta grey es útil a la reputación de Hugo, y la cultiva; pero Vigny, casado ya, y muy remirado y selecto en todo, no quiere ni que su mujer frecuente semejante cotarro, ni que alterne con madama Hugo, para que a lo mejor la tuteen, como tuteaban a la esposa del poeta los del cenáculo.

Y esta exquisitez de la relación personal la   —250→   tiene Vigny para la obra literaria. No abre su corazón. No le pidáis los gritos de dolor de Alfredo de Musset, y antes que Leconte de Lisle haya escrito su famoso soneto Los exhibicionistas, Vigny maldice de la vil publicidad, picota donde las pasiones profanas abofetean al poeta, y reniega de los que buscan la popularidad en el momento presente y no en lo venidero. Con arreglo a este programa, que en él era la expresión de su misma naturaleza, elegante, ultradelicada, sujeta a una sola fe, la del honor, vivió siempre el poeta de la famosa «torre de marfil», triste, recogido, enfermo, como dijo malignamente Sainte Beuve, «de la enfermedad de las perlas».

El fue quien, veinte años antes de que se fundase el Parnaso, en La muerte del lobo, exclamó: «Solo es grande el silencio: el resto, flaqueza. Gemir, llorar, rezar, ¡cobardía! Cumple con ánimo tu larga y osada faena, en el camino adonde te llame la suerte, y luego, como yo, sufre y muere callado». En una época de verbosidad, y en prosa, afirmaba: «El silencio es la mejor crítica de la vida».

De estas condiciones de Vigny, de su aislamiento del público, resultó que el público igualmente se distanció de él. Fue necesario, dice Brunetière, que la evolución del arte preparase la capa de lectores capaces de estimar en su valor y poner en su lugar al autor de Eloa.

Y, al hacer el recuento de los méritos y títulos de Vigny, se vio que principalmente descollaba   —251→   en él el don de traducir en símbolos poéticos el pensamiento filosófico. Así, se le ha nombrado el poeta filósofo por excelencia; y no tanto se le puede contar entre los ascendientes del Parnaso por esto, como por su impasibilidad y objetividad.

Cuando Vigny murió, en 1863, de un cáncer en el estómago (habiendo soportado el horrible mal sin desmentir un momento su orgulloso estoicismo, poniendo por obra lo dicho mil veces, que no es insoportable un hombre que cuenta sus enfermedades, y que una educación elegante enseña a desdeñar el sufrimiento físico), empezaba a notar que por fin el público le pertenecía; no sólo se le iba a comprender, sino a preferir a los románticos con él venidos al mundo, y tan distintos de él, en lo hondo de la individualidad, aparte de escuelas y teorías.

La perfección de la forma, otro dogma de la escuela, tuvo por precursores a Teófilo Gautier y a Teodoro de Banville. He observado, en La Transición, que la teoría del arte por el arte dio un golpe mortal a la escuela romántica, y poco queda que añadir sobre el mismo tema. Con razón los parnasianos tomaron por maestro y juez al «impecable» Teo. No hacían sino rendir justo tributo al perenne, hondo esfuerzo hacia la perfección, del insigne artífice del verso y de la prosa. No sólo para la escuela parnasiana será Gautier un precursor: ya veremos como ha encerrado en sus versos la futura originalidad de Baudelaire. En las especiales   —252→   direcciones del Parnaso, no hay apoyo más firme que los principios helénicos del arte por el arte, de la belleza en sí. Su pesimismo, aunque no tan distinguido como el de Vigny, que ni por un momento olvidó su «dorada cimera de hidalgo», es igualmente desconsolador. En la Comedia de la muerte, Gautier pregunta a don Juan, a Napoleón y a Fausto la palabra del enigma, y le contestan: Fausto, que la ciencia es vana; don Juan, que el amor es una mentira, y Napoleón, que la acción es inútil. Así es que Gautier considera al hombre «un mono maléfico». Nota común va siendo este género de misantropía en los grandes escritores franceses, y su amargura se acentúa en las generaciones sucesivas. Los primeros románticos, Hugo, Musset, y no digamos Lamartine, conservan esperanzas, ven aún lo divino. La desesperación avanza: Gautier es de ella acabado ejemplo.

Cree Gautier, sin embargo, en lo que creyeron sus antecesores, los paganos de Grecia y del Renacimiento. Maestro de parnasianos, enamorado de la plástica, tiene fe en la hermosura: no en la natural, sino en la del arte. Se consuela de la vida mediante la contemplación de las formas y los colores, tratados por ilustres artistas. Y, gracias a este sentido de la belleza plástica, sus versos no tienen la vaguedad lamartiniana; presta a la poesía la estructura, el brillo, el color, la precisión de contorno de los metales y las piedras preciosas que los incrustan. Los versos al cincel, lo lapidario,   —253→   la descripción que vence a la pintura y a la escultura y al grabado y a la talla, proceden de Teo. La teoría del artificismo está contenida en una frase suya, al declarar que el verdadero paisaje natural de Holanda no es sino «torpe imitación de Ruysdaël». El Parnaso no ha producido nada que así obedezca a sus dogmas, como los Esmaltes y camafeos, de Gautier.

Otro parnasiano de raza y de acción es Teodoro de Banville, el autor del Tratadillo de poesía francesa, donde formuló tan escuetamente los principios de la poesía, «arte» dice él «el más difícil de cuantos se conocen», dando, como modelo, La leyenda de los siglos, de Víctor Hugo, «Biblia y Evangelio de todo versificador francés». En su entender, los versos tienen por objeto ser cantados, y lo que no puede cantarse, ni es ritmo, ni poesía. Y la poesía ha de ser tan perfecta, que no se le pueda quitar ni añadir nada. En eso consiste el verdadero poema. Un poema perfecto, es inmortal, inmutable, superior al hombre -divino, para decirlo de una vez-. En otra curiosa confesión de este parnasiano; idólatra de la forma, debemos fijarnos: que el verso es necesariamente religioso, es decir, que supone cierto número de creencias e ideas comunes entre el poeta y los que le escuchan. En los pueblos cuya religión es cosa viviente, la poesía la comprenden todos, mientras se reduce a juego de eruditos en los pueblos cuya religión ha muerto. La teoría de Banville, como se advierte, está inspirada en el recuerdo de las edades heroicas de Grecia,   —254→   en que la poesía es la forma misma de la religión. He aquí por qué Víctor Hugo no pudo crear epopeya... ¡Cuán difícil le hubiese sido a Banville fundar su afirmación de que la poesía preexiste, con respecto a las demás formas del arte! Ciertamente ignoramos si el hombre primitivo cantaba y era poeta natural, y hasta cabe imaginar que tuviese de ello algunos rudimentos; pero estamos seguros de que los pueblos no inventaron las artes plásticas, después de recibir «la sobrenatural revelación de la poesía». Las cavernas y paraderos prehistóricos, desmienten a Banville.

De todas suertes, Lemaître lo ha notado, para Banville lo esencial del verso es la combinación de las palabras y rimas, por efectos armónicos y especiales sonoridades. Y, dado este criterio, el sistema poético de Banville tenía que conducirle a la oda funambulesca, que fue su triunfo. Las Odas funambulescas son anteriores nueve años a la fundación del Parnaso; pero gran parte del sentido del Parnaso está contenido en ellas. Y algunas de estas Odas, obra del «clown encintajado», son admirables; verbigracia, El salto del trampolín, donde el poeta pide, con tan bellos acentos, alas para volar y perderse en el espacio azul, para huir a las estrellas, a fin de perder de vista al público que aún ve debajo de sí, compuesto de burgueses sin ideal, de notarios y señoritas insignificantes.

Banville predicó sobre todo la superioridad de la rima, rica, rara, llena; pero tuvo, para   —255→   ser lógico, que sacrificarle el ritmo, y suprimir hasta el hemistiquio, con lo cual la rima misma desaparece. Sin embargo es meritorio, en Banville, que haya sugerido los problemas musicales y estéticos encerrados en la técnica del arte de escribir versos. Todo poeta que aspire a conocer los secretos de la forma, tendrá para Banville algo del entusiasmo de Rubén Darío. En cuanto al fondo de sentimiento propio que puede reconocerse en Banville, es muy de poeta, y más interesante, como tal, que las intenciones políticas de Hugo. Banville encuentra profunda poesía en la vida del cómico de la legua, errante en su carro lleno de oropeles andrajosos, del saltimbanqui que rueda en su carricoche nómada, del payaso que se ríe del público al cual se siente superior, porque desea alas. La vida, para él, es el sueño del poeta errante, y en este sentido se remonta, involuntariamente, a otros poetas que se cuidaban de la rima muy poco, los trovadores. Pero Banville es un poeta que no tiene nada que envidiar a Gautier en la riqueza del colorido, en lo flamígero de las imágenes. «Su alma -dice Lemaître en el estudio que a Banville dedica- es sensible tan sólo a la belleza exterior, y se adapta perfectamente a la teoría del arte por el arte; el mérito especial de Banville, entre los poetas, es acaso haber aplicado tan estrecha teoría con rigor absoluto. Ni el cincelador de Esmaltes y camafeos le ha sido más fiel». El mismo Banville, con disculpable engreimiento, lo proclama.   —256→   «He esgrimido bien alto el resplandeciente gladio de la rima... He encontrado palabras bermejas para pintar el color de las rosas...». Banville, lo nota Spronck, ajeno a los afanes del siglo, a sus luchas, sin problemas de pensamiento, sin la enfermedad moral que han sufrido tantos, no es más que un rimador apasionado. En un siglo práctico y triste, sólo piensa en la métrica, en el encanto de la ágil estrofa; y este culto y pasión del verbo y de la rima, le bastan para ser, por momentos, un excelso poeta, para dar varias veces -como él dice- con la frente en los mismísimos astros...

Habrá que consagrar unos renglones a Catulo Méndez, ya que su figura se destaca en los orígenes del Parnaso. Catulo Méndez, empiezo por reconocerlo, tuvo bastante talento, y un género de talento muy elástico, maleable y adaptable, lo cual fue también el caso de Víctor Hugo; pero claro es que hay distancia, distancia enorme, y los que con mayor benevolencia tratan a Méndez, no se atreven a decir que haya producido una obra maestra.

Méndez nació en Burdeos, de familia de judíos españoles. Sus aspiraciones, desde años muy juveniles, fueron hacia la carrera literaria. Con tal objeto, a los dieciocho se vino a París, y a nadie se le pudo presentar más franco y abierto el porvenir que soñaba. Su primer volumen de versos, Filomela, logró elogios y grata acogida, y su Revista fantástica (fantaisiste) reunió y agrupó a los poetas más notorios, no sólo de los que habían de componer   —257→   el Parnaso, sino de los que, teniendo un temperamento original, con Parnaso y sin él se hubiesen hecho célebres; gentes de más edad, en general, que Catulo, aunque no mucha, pues entonces eran mozos. Entraba, pues, Méndez, con buen pie en la liza, y ningún elemento de los que pueden contribuir al éxito le faltó. Tuvo excelente prensa, reclamo continuo; facilidad extrema, fecundidad irrestañable, el pedestal ingente de París, de aquel bulevar con el cual parecía identificado, en cuyos grandes restaurantes cenaba opíparamente; tuvo, según he oído referir, hasta la lisonjera aventura de una señorita que se le ofreció, y que fue aceptada, después de averiguado que poseía fortuna suficiente para luchar con las eventualidades del destino... Y no pudo pasar de ahí: gloria de bulevar, artículo parisiense, que se exporta... como quincalla. No hallo, en los serios y penetrantes estudios de la literatura francesa moderna, sino escasas menciones de Catulo Méndez. Los periódicos, que imprimían incesantemente su nombre, pasaban meses enteros sin citar el de los Goncourt; pero en los países cultos la crítica se encarga de separar la paja del grano, y Francia, que será todo lo democrática que se quiera, sabe defender los fueros y exenciones del arte. No son los artículos de redacción, au jour te jour, los que allí consagran la fama, sino los meditados trabajos en las revistas y en los libros. Acaso hasta haya rayado en excesivo el desdén, encubierto por cordiales y corteses formas, que envuelve   —258→   a la labor, tan varia, de Méndez. Porque así como Banville se encerró en sus dominios, en la rima y en la métrica, Catulo. Méndez los recorrió todos; hasta, solicitado por la actualidad -que en arte suele ser mala inspiradora- publicó, con motivo de la guerra, Odas bélicas, La cólera de un franco tirador, y no sé si unos cuentos sobre el asunto; y no se extrañe que lo diga en son de duda, porque yo, que he leído casi todo lo bueno o notable que se ha publicado en Francia en el pasado siglo, y más atrás, y más adelante, no he podido, nunca decidirme a apechugar con Catulo Méndez completo: me era antipático ya desde antes de La virgen de Ávila, engendro ridículo en fondo y forma.

Conozco, sin embargo, lo que creo suficiente para formar idea de él, como poeta y como novelista. Y dominando mi mala impresión general (no peor que la de sus compatriotas, que le acusaron de haber imitado a tutti quanti, y le llamaron el rey del simili) debo decir que Méndez, en lo literario, no es despreciable; que conoce y domina el estilo, que es un escritor, que reúne cualidades... pero que, como el ángel de desnuda espada cierra al pecador la puerta del paraíso, algo le ha cerrado para siempre las puertas de la gloria. Él busca la entrada, se agacha, da vueltas, pasa del misticismo de Hesperus a la rebuscada «perversidad» y a la quintaesenciada lujuria de Zohar y de Mefistófela, escribe el Rey virgen, vagneriza, y espera siempre que un acierto definitiva   —259→   le abra ese Edén que le veda la espada llameante.- No me sería posible decir concretamente por qué Banville no ha llegado adonde llegaron otros. Desde luego, será la falta de originalidad una de sus mayores deficiencias, si le encontramos siempre siguiendo algún rastro; pero, si me resolviese a expresar, con una sensación física, el empalago que me causan las obras de Méndez, diría que su literatura huele a almizcle, a perfumería, todo lo parisiense que se quiera, pero jaquecosa, inconfundible con el olor de las flores.