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ArribaAbajo- XI -

La poesía. -Leconte de Lisle. -Contrastes. -Triunfo de Leconte. -La disidencia. -Los animales. -Naturalismo. Nihilismo. -Confesión. -El primer decadente: Baudelaire. -Su vida. -Orígenes de su poesía. -El catolicismo. Gautier, España, Valdés Leal. -Temas de Baudelaire: el artificialismo. -Eterna inquietud. -Los gatos. -Estado mental de Baudelaire. -Razones de su influencia futura


Para juzgar a Leconte de Lisle, jefe de la escuela parnasiana, hay que indagar, con esa curiosidad que es madre del conocimiento, su historia. Y la tarea es ardua, porque (nos los dice Spronck en su precioso libro Los artistas literarios) nadie como Leconte de Lisle cuidó de recatarse de las mirarlas de la multitud, ni siquiera Alfredo de Vigny; nadie rehuyó tanto la exhibición que practicaban los románticos y él flageló; en un soneto altanero y célebre; y hasta cuando su amada discípula, la que escribe bajo el pseudónimo de Juan Dornis, publicó un tomo titulado Leconte de Liste íntimo, hubo que censurar en él la escasez   —262→   de noticias biográficas (lo cual prueba que no se sabe cómo dar gusto a todos, pues Barbey d'Aurevilly puso de ropa de pascua a escritoras que hicieron lo contrario, y conociendo asaz a otros hombres célebres -Chateaubriand, Byron- se mostraron pródigas de detalles).

Tal vez por lo mismo, la figura de Leconte de Lisle suscita el deseo de saber qué factores concurrieron a una psicología que sólo puede compararse a un lago antiguo y vasto, lleno de amargura. La mayor parte de las almas de los escritores que voy estudiando son tristes hasta la muerte, y el hecho merece la pena de notarse reiteradamente, ya que confirma la idea en que se inspira esta obra; pero ninguna más desolada que la de Leconte. Veamos si lo explican los escasos datos biográficos que siguen.

Leconte de Lisle, lo mismo que el otro gran poeta legítimamente, parnasiano (el último y quizás el mayor y perfectísimo, Heredia), fue un criollo. Nació en una isla del Océano índico, la de Borbón, hoy de la Reunión: unas biografías dicen en 1818, otras en 1820. Por el lado paterno, era oriundo de Bretaña. El paisaje espléndido, tropical, ejerció influencia en la fantasía de Leconte, y esa impronta se ve muy clara en su poesía.

Cuando fijó su residencia en París, pensionado por su ciudad natal, Leconte había viajado un poco por la India. Necesitando más recursos en París, aceptó un empleo subalterno en la Biblioteca del Senado. Parece que fue funcionario modelo, cumplidor, y hombre retraído,   —263→   de pocos amigos, como suele decirse. Ni en su conversación ni luego en sus versos hubo efusiones de intimidad, aun cuando parece que en su familia fue testigo de terribles tragedias domésticas, que hace miles de años no desdecirían de la estirpe de los Atridas. Había en Leconte, además de la hiel de recuerdos que nunca se borran, otra pasión, en él dura y sectaria: la política. Fue un ultra jacobino. Oculto por el velo radiante y recargado de bordados y gemas de la Musa, este jacobinismo árido no dejó de asomar a veces la punta del bonete frigio, en la obra poética del «Júpiter». En prosa, predicó la guerra social, se declaró hijo de la Convención, y confesó sus deseos de la continuación de «la obra de muerte». Su cara y su perfil son los de un convencional; tiene una fisonomía de 1793. Aceptó, sin embargo, una pensión de Napoleón III, cosa que no se supo hasta que durante la Commune se publicaron los papeles de las Tullerías. Aunque algo desengañado, y había de qué, después de la Commune, siguió siendo demócrata y socialista, y publicó obras de propaganda: La historia popular del cristianismo, El catecismo republicano, y otras del mismo jaez. Cuando Spronck lo refiere, y cuenta cómo Leconte recoge en su prosa resobadas vulgaridades, y le muestra «campeón de un anticatolicismo de los más trillados, a la Homais», declara que el hecho, en una mentalidad como la de Leconte, no se concibe, sino recurriendo a la ingeniosa teoría de la doble o múltiple personalidad, y suponiendo que el   —264→   hombre, en vez de ser una individualidad única, es un agregado de entidades, por lo cual puede hacer las cosas más contradictorias.

De la misma sutileza habría que echar mano para comprender cómo un sujeto tan persuadido, tan constante proclamador de lo que Leopardi llamó l'infinita vanitá del tutto, se entregó a aspiraciones en cierto modo prácticas: competir con Hugo, sucederle, ejercer en pos de él, o con él, la hegemonía poética. Leconte, ciertamente, no era un reclamista; no buscaba la popularidad a bombazos; pero no por eso dejaba de anhelar el alto puesto, con conciencia de merecerlo. Al publicar Víctor Hugo la Leyenda de los siglos, habían visto la luz no pocos poemas de Leconte, en los cuales verdaderamente se realizaba lo que Hugo pretendía, la epopeya en fragmentos; y Leconte, el poeta épico, presenciaba el triunfo ruidoso del que cerraba a los demás el camino, y oía celebrar por nuevo y originalísimo lo que él venía haciendo ya. Esto pudo exacerbar su misantropía, y ser base del desdén con que miraba, en general, a sus rivales. Debía de parecerle justa que por fin a la gente se le cayesen las telarañas de los ojos, y fuese proclamada su jefatura. Y ese día llegó. No muy pronto, claro es, porque Hugo, como aquel Titán de Goya, lo llenaba todo, y desde su destierro, se agigantaba doblemente. Los versos de Leconte, cuyos méritos trataré de definir, no eran, ni serán nunca pasto para la muchedumbre. Sin embargo, sonó la hora; cuajó lentamente la idea del Parnaso;   —265→   alrededor de Leconte se agrupaban los nuevos poetas. El grupo se reunía, o en la librería de Lemerre, o en el exiguo salón de Leconte. Con delicia debió de saborear la gloria que acudía, sin que la hubiese agarrado por la clámide. Gloria para iniciados, convenido, pero por lo mismo, sólida ante el porvenir. Leconte era el maestro, y excepto Andrés Chenier, y en determinados aspectos, nadie podía reclamarle como discípulo. Señalaba una nueva fase.

Gozó por algún tiempo su autoridad hasta que, a su vez, el Parnaso ve surgir la disidencia. Cuando lleguemos a reseñar este movimiento, que se llamó el simbolismo, y que renegó del maestro, de su impersonalidad, veremos que era inevitable: el lirismo no puede morir. Reuniéronse los simbolistas en un banquete en obsequio de Moreas -y Heredia declara que Leconte de Lisle, ese día, se afectó hasta derramar lágrimas de pena y enojo.

Y el caso es natural hasta cierto punto; rara vez se resigna la gente, y no sólo en el terreno literario, a que el tiempo pase y cambie lo que nos halagaba. Si refiero este incidente, es porque desmiente la leyenda de la impasibilidad de Leconte, de la cual, por otra parte, él mismo protestó. Este hombre, en cuanto hombre, es como todos: no hay que ver en él un faquir absorto en la contemplación de lo infinito. Los mismos intereses y los propios afanes que consumen a los demás de su época, le acucian a él. Y aunque se haya jactado de que para él el   —266→   amor es como agua sobre acero, que moja sin penetrar, pasiones amorosas hubo en su vida, y son testimonio sus versos. Ya en la ancianidad, se prenda de la escritora Helena Goldschmidt, que usa el pseudónimo de Juan Dornis, y la celebra en versos encendidos, encareciendo el hechizo de la vivante rose. No pudo decir de sí mismo lo que en uno de sus Poemas antiguos dice a Demodoco Paris el Priamida:


«Des songes enflammés l'âge froid te protège,
et plus rien de ton coeur n'échauffera la neige».



De este enamoramiento, que me complazco en suponer platónico y contemplativo, escribió el poeta muy bonitas cosas, declarando que por la sonrosada y rubia belleza había sentido renacer su juventud y reflorecer su corazón. Y en el castillo de Louveciennes, que había pertenecido a la Dubarry, donde Chenier soñó amores y que ahora era propiedad de su amiga, fue donde murió Leconte, cuidado con cariño y cubierto de rosas su féretro.

Es decir, que no sólo no fue ningún «impasible», sino que casi parece un sensitivo, el Goethe que en la elegante castellana de Louveciennes encontró su Betina Brentano. Y tampoco es impasible, como ha solido suponerse, ni de mármol, ni de ágata, su poesía, donde, bajo una forma selecta y depurada, trabajada y repujada como una bandeja de Benvenuto, se agita una resaca ardiente de sentimientos   —267→   y de sensaciones, de imágenes y de pensamientos, y en la cual la descripción llega al último límite del naturalismo, poniendo como de bulto el objeto y su color y olor, y su sentido y expresión profunda, y labrando estatuas, pero estatuas vivas, como estaba viva la rosa de amores. Más naturalista que Zola, en este sentido (a pesar de su opinión, que el naturalismo no fue sino un «montón de inmundicias»), Leconte puso en práctica los principios fundamentales de la escuela: la objetividad, la proscripción del elemento lírico; en suma, la estética de Gustavo Flaubert.

Empecemos por reconocer que, en efecto, los poemas de Leconte son, por su misma naturaleza, ajenos a la actualidad. Sus asuntos están (excepto en algunos sonetos satírico-literarios) tomados de la Historia o inspirados en lo que no tiene época; la vida de la naturaleza y los fenómenos del instinto. También fue a buscar asuntos en el pasado la Leyenda de los siglos; pero notemos la diferencia: el pasado de Hugo no tiene más fin que aleccionar al presente. Leconte, además, está mejor documentado, y aun cuando en los poemas de asunto español encuentro algunos errores de poca monta, en general posee información segura. Sus estudios índicos y de orientalismo le guían.

No es el Oriente de cartón y lentejuelas de los románticos. Igualmente, dice con razón Schuré, Leconte aporta a las letras francesas el sentido fuerte e intenso de la naturaleza tropical,   —268→   tomó soberano paisajista y descriptor. Y no se limita a presentarnos ante los ojos el paisaje; lo puebla de las alimañas que en las selvas y desiertos viven con la vida ávida y cruel del instinto. Es esta una de las mayores originalidades de Leconte, aunque encontramos atisbos de ella en Chateaubriand y Bernardino de Saint Pierre, predecesores del exotismo. Sus animales no son los hermanillos de que trató con tan ideal cariño San Francisco de Asís; son, sin embargo, seres que se acercan a la humanidad por las pasiones y energías luchadoras que desarrollan, como la humanidad se acerca a ellos, lo menos tres veces al día, al obedecerá imperiosas leyes biológicas, y esta comunidad de necesidades y apetitos resalta en los Poemas, y a cada instante reintegra en la naturaleza al hombre.

El bestiario de Leconte es una continua perfección, una maravilla de verdad: sus panzudos gorilas, su aboma con casco de esmeralda, sus moscas de oro y luz que vuelan como chispas, sus esbeltos y elásticos jaguares, sus pesados cocodrilos, sus irritables búfalos, sus negras panteras cazadoras, sus rayados «señores tigres» poseen el don de la vida, hasta un punto que asusta, que pesa sobre el alma como si temiésemos perder lo que de ellos nos separa únicamente... No creo que en verso pueda llegarse más allá de lo que llega Leconte al describir el aullido de los canes famélicos o el paso de la manada de elefantes, impresión poderosa que abruma, como si pusiese de realce   —269→   nuestra debilidad y pequeñez en la creación. Dan ganas de citar trozos, que en la traducción pierden, sobre todo si son de un poeta en que el elemento formal importa tanto.

Lea en el original el que quiera conocer lo mejor de la poesía de Leconte, aquello en que es superior a los demás poetas franceses, y no sé si del mundo, los fragmentos sin más asunto que las costumbres de los animales, que conoce como un cazador o trampero envejecido acechando en las selvas vírgenes, y que reproduce como escultor y pintor. En los poemas indios -no lo olvidemos- el animal resalta, y el mono se aproxima al hombre, y hay fraternidad en sus mismas luchas. Lo que en la antigua poesía occidental fue el cíclope y el centauro y acaso el fauno, es en la India el mono.

Los personajes humanos distan mucho de tener en Leconte tanto sabor de realidad. Nos consta que su don Fadrique y su doña María de Padilla no eran así; ni serían tampoco, ni hablarían en tal guisa Hipatia ni Uelheda (a quien otro gran poeta en prosa, llamó Veleda, druidesa de la isla de Sen). Por eso ha podido decirse de Leconte que en materia de humanidad es un psicólogo elemental y a veces infantil, pero que es irreprochable su psicología de la fiera. Nótese bien: de la fiera; porque del animal sumiso y domesticado han hecho estudios que cuesta trabajo no calificar de psicológicos Zola, y sobre todo el Conde Tolstoy. Leconte, con su intuición de la belleza trágica, escogió para   —270→   modelo la salvajina en su legítimo dominio, la selva inexplorada, donde el instinto no encuentra vallas, donde se ve desarrollarse, en sus lances sangrientos y destructores, la lucha de todos contra todos, las leyes darvinianas, y la desatada fuerza de la materia se impone en la magnificencia de regiones todavía hirvientes de espontaneidad germinadora. Y el poeta se lamenta de que un día «el rey de los últimos tiempos, el hombre de rostro pálido» vendrá a desarraigar los soberbios baobales, a dirigir y encauzar los antes indomables ríos, y entonces «los hijos más fuertes del bosque huirán espantados ante ese gusanillo endeble como una hierba. Pero otro día, cuando la raza sucumba de la ceniza humana, la selva renacerá».

Si efectivamente el hombre llega a profanar la última selva virgen, al menos quedará su retrato, hecho magistralmente por Leconte; lo mismo que sus demás estudios de paisaje, en que no cabe superarle, ya describa las majestuosas cordilleras, el voluptuoso jardín persa, el manantial pagano, los prados en Junio, con su olor de hierba verde y húmeda, o, magníficamente, el medio día, en los versos cien veces ensalzados,


«Midi, roi des étés, épandu sur la plaine,
tombe en nappes d'argent des hauteurs du ciel bleu.
Tout se tait. L'air flamboie et brûle sans haleine;
la terre est assoupie et sa robe est en feu...».



la sensación es siempre de una verdad esplendorosa. Se ha dicho que es de mármol la poesía   —271→   de Leconte, y, por el contrario, es de llama; los sentidos la inflaman por dentro, y su lámpara de alabastro deja ver ese fuego furioso. Dentro de lo ceñido y refinado de la forma, el verso de Leconte está ebrio de calor, sangre y vida física.

Sin duda no ha escrito Leconte diciendo: «allá van versos donde va mi gusto»; y por encima de eso que antaño se llamó «la inspiración, el estro, el furor apolíneo», puso el frenó de su Pegaso y la ley de lo real, y así con razón se ha dicho que su labor traduce, en los dominios de la poesía, la gran revolución científica y positiva del siglo, el naturalismo (no el que representaba Zola con amaneramientos de escuela, sino otro, acaso más directo). Y esta unión del arte con la ciencia la proclamó Leconte en un prefacio, igual que Zola había proclamado la aplicación a la novela de los métodos de la medicina experimental expuestos por Claudio Bernard. Empero, con su olfato de gran estético, Leconte ha visto que en la unión del arte con la ciencia el predominio del arte tiene que aparecer ostensible, y que no basta ser un erudito, ni un anticuario, para hacer revivir los pueblos muertos y las civilizaciones extinguidas. La erudición, tan a la vista y tan externa, de Hugo, le hubiese indignado. Por encima de lo aprendido está lo sentido -con cualquier clase de sentimiento- con tal que sea hondo, vehemente, cálido. Para su tiempo, Homero, o los homéridas, fueron depositarios de la sabiduría; pero el alma de los antiguos está,   —272→   como la de los modernos, en sus sentires, y lo que agradecemos a Homero son ciertos pasajes en que rebosa humanidad, hoy y siempre. Aunque sin la ternura de Homero, y con algo de teatral en sus personajes humanos, Brunetière reconoce en Leconte al que verdaderamente ha reintegrado, en la poesía contemporánea, el sentido de la epopeya.

Si no oyó resonar estrepitoso el aplauso que Víctor Hugo siempre recogió de las multitudes, fue -recordemos que es un escritor francés, Pablo Bourget, el que lo dice- porque «el espíritu francés, que en esto paga el inevitable rescate de sus cualidades, no llega a la sensación de la verdadera poesía, a menos que le arrastren móviles extraños a la misma esencia del principio poético». Recojamos la confesión, acorde con otras que acerca del prosaísmo connatural a Francia hemos encontrado en varios autores ilustres. «La poesía, en Leconte de Lisle -añade Bourget- está pura de aleación, y no puede ser comprendida sino por lectores que sientan y amen la belleza en sí. Por eso es tan considerable la desproporción entre el puesto que ocupa ante el público Leconte, y el rango que le otorgan los artistas».

También Bourget le encuentra muy moderno, muy lleno de vida, y niega que sea un arcaizante. No se es moderno, en literatura, por describir un lavadero, ni por denostar y maldecir a un Emperador. Ni por copiar la actualidad se es moderno tampoco -sino por sentir con la sensibilidad peculiar moderna; y he ahí   —273→   que Flaubert es tan moderno en Salambó, y no digamos en la Tentación, como en Madama Bovary; y no hay nada que así descubra el juego nervioso y las entrañas de la sensibilidad moderna, como la Salomé, de Oscar Wilde, que pasa en Judea, hace mil novecientos años.

Acaso en estos grandes poetas, la poesía, como dijo Aristóteles, es más verdad que la Historia. En su aspecto científico, la Historia no puede animar la representación de lo pasado y causar la sensación de lo real como estos poemas, apoyados en conocimientos del orden científico, trabajados como joyas, pero candentes como una tarde tropical... Así, dice Bourget bellamente, Leconte ha sabido pasar de la idea a la imagen, de la crítica a la creación, tránsito desconocido a Víctor Hugo, que empezó por el final.

Si falta a Leconte esa impasibilidad supuesta, y sus rebeldías y desesperanzas, expresadas con energía hasta salvaje, son sentimientos tan humanos como pueden serlo los desencantos amorosos de Musset, y más que las diatribas políticas de Hugo; si su frialdad es un epíteto con que se excusan los que tienen pereza de leerle (y reconozco que no es popular su lectura), en cambio es poco cuanto se haya dicho de su pesimismo nihilista. Suelen afirmar que aprendió esta filosofía en sus estudios de indianismo, que le hicieron panteísta y le infiltraron la idea de que el mundo no es sino un inmenso sueño, un océano de apariencias que   —274→   cubre el velo de Maya; que no tiene sustancia, ni realidad,


«¡Oh Brahma! toute chose est le rêve d'un rêve...».



Todavía va más allá Leconte que el gran poeta del Eclesiastés, e increpando a Salomón, le dice: «También es mentira la muerte. ¡Feliz el que de un salto pudiese abismarse en ella! Yo escucho siempre, con espanto, en la embriaguez y el horror del existir, la amenaza de la inmortalidad,


«le long rugissement de la vie éternelle!».



Probablemente es la India quien se lo ha inculcado: nada muere, todo renace... Ni el consuelo de desaparecer tiene el hombre. En cuanto a la naturaleza, Leconte, como Leopardi, entiende que se ríe de los sufrimientos humanos, que no contempla sino su grandeza propia, ni oye nuestros gritos de amor o de maldición. En su seno inmenso, sin embargo, se esconde la avispa del deseo, que refina nuestro suplicio con su incesante picadura. Única defensa: la, que ya recomendó Vigny. Hay que decirlo con los mismos versos del poeta:


«Tais toi. Le ciel est sourd, la terre te dédaigne.
Aquoi bon tant de pleurs, si tu ne peux guérir?
Sois comme un loup blessé, qui se tait pour mourir,
et qui mord lé couteau, de sa gueule qui saigne...».



Pudieran multiplicarse las citas: ninguna. sería más adecuada que la del soneto «A un   —275→   poeta muerto», poeta que bien pudiera ser Leconte mismo, y es seguramente un vate parnasiano, puesto que «sus ojos, sedientos de luz, vagaban del color divino a la línea inmortal», y a quien «envidia, en el fondo de la tranquila y negra tumba, por estar emancipado y no sufrir la vergüenza de pensar y el horror de ser hombre».

A esta desesperación se une, en Leconte, una especie de furor sombrío contra los Dioses y las creencias que han consolado y siguen consolando al mundo, y va unido a constante tendencia al estudio de esas mismas creencias, en los países más diversos. Esta nota, que se acentúa al tratarse del cristianismo, es otro mentís a la supuesta impasibilidad; es un apasionamiento que a veces descarría totalmente a un hombre tan desdeñoso de lo vulgar, hasta hacerle incidir en impiedad de mal gusto, recalentada de la Enciclopedia y con vistas a su Catecismo republicano, que, por otra parte, es un documento en este sentido. Y no obstante el propósito de negación y la miopía de no ver en el cristianismo, si no la única, por lo menos una copiosísima fuente de belleza, de intelectualidad y de moralidad, Leconte, como involuntariamente, en dos de los más bellos de sus Poemas bárbaros: El cuervo y El Nazareno, rinde tributo a la sublimidad de lo que niega, y reconoce la persistencia de esa fe, cuya desaparición ha solido vaticinar: «¡Puedes, oh, Nazareno, sin temor, sobre los escombros de las Catedrales santas, oír y ver cómo la grey loca   —276→   y saturnal insulta con su risa tus dolores divinos! Las almas, en bandos de místicas palomas, seguirán bebiendo el rocío en tus labios de Dios, y como en los altaneros días de la fuerza romana, lo mismo que al declinar de un siglo rebelde, tú no habrás mentido, mientras la raza humana llore en el tiempo y en la eternidad!».

Y no otra cosa diría el más católico de los poetas, ni dijo tanto Rolla en su deprecación, ni era posible que tal verdad dejase de imponerse, siquiera por un momento, al que, habiendo proclamado la nada de todo, encuentra la expresión más fiel de la historia y las civilizaciones (por consiguiente lo más épico) en las religiones, esencia de las sociedades humanas, que no pueden subsistir sin ellas, como existen el jaguar, el elefante o el tigre, entregados meramente al instinto; y juzga, por sus propios sufrimientos ante el vacío del alma, qué acontecería de los humanos si todos fuesen pesimistas nihilistas como él.

Y sería inocente la pregunta: si Leconte deseaba tanto morir y descansar, ¿por qué no realizó aspiración tan fácil? No echaremos mano de la socorrida teoría de las varias almas en un cuerpo, para entender cómo Leconte por un lado lloraba si le daban un banquete a Moreas, y por otro se elevaba, lejos de tales apariencias, a la cumbre de los Puranas y del Bagavad Gita. Es sencilla la explicación: el pesimista más rabioso, pocas veces llega a practicar su sistema hasta las últimas consecuencias,   —277→   Salomón, lo sabemos, fue en esto tan inconsecuente como Leconte. Por metafísica nadie se mata. Y además, sea cual fuere la desesperación de Leconte, este pícaro mundo de apariencias y mentiras le tiene agarrado (aparte de otros agarraderos) por la belleza. Una naturaleza realmente estética, la de Leconte, siempre estará enamorada, si no de la vida misma, al menos de sus aspectos grandiosos, nobles, trágicos y sublimes. La flor roja de la sangre le embriagará con su fragancia antigua y terrible, en la cual hay bebedizo. Si lo actual le repugnase, ahí está la epopeya, la mágica visión del pasado. Y por eso, seguramente, amó su existencia el violento, casi frenético autor de Kain (sabido es que Leconte varió y retrajo a sus orígenes la ortografía de los nombres). Acaso también esperase del «tiempo, el espacio y el número» (y lo consiguió) el reconocimiento de una gloria que no cabe dejar de proclamar, y de una originalidad no menos indiscutible.

Antes que llegase a su período de esplendor el Parnaso, en el año 1857, apareció un libro que promovió entonces algún escándalo, que no pasó inadvertido, sin que por eso se creyese que de él saldría una nueva escuela, en los últimos años del siglo, de influjo mucho más extenso que el del Parnaso, porque no se circunscribió a la poesía. Las Flores del mal no obtuvieron plenamente este triunfo hasta corridos cuatro lustros de la muerte de su autor, que ocurrió un año después de la definitiva fundación   —278→   de la escuela parnasiana; y el autor, nominalmente, en el censo de adeptos de 1866, figuraba en ella.

Carlos Baudelaire nació en París, en 1821. Su familia era distinguida y 'acomodada; su padre pertenecía a la generación de Condorcet y Cabanís, cuya amistad cultivó. Muerto el padre, que ya era sesentón cuando nació Carlos, contrajo la madre segundas nupcias con el General Aupick, más tarde Embajador en Constantinopla. Como Carlos no demostraba afición al estudio y sí a la poesía, su familia le envió a viajar, y trató de despertar en él la inclinación al comercio. Recorrió los mares índicos, visitó las islas de Mauricio y Borbón, Madagascar, Ceylán, pero el tráfico siguió siéndole indiferente. Llegado a la mayor edad, y dueño de un caudal mediano, que gastó pronto, se entregó a las letras por completo.

Tenía ya treinta y seis años cuando publicó Las Flores del mal, y desde once años antes su correspondencia nos le muestra luchando con la necesidad, obligado a solicitar adelantos y empréstitos de ínfimas sumas, siempre angustiado por sesenta o cien francos más o menos.

Su traducción de las novelas cortas y cuentos de Edgardo Poe, acaso le dio a conocer más que Las Flores, a pesar de que estas, como dije, alborotaron el cotarro, y fueron recogidas y perseguidas por la justicia. Otra obra de Baudelaire, Los paraísos artificiales, excitó una curiosidad morbosa, siendo causa de que, al ocurrir el fallecimiento del autor, apenas en la   —279→   edad madura, se creyese que era causada por las drogas venenosas, el opio y el hatchís, o esencia de cáñamo indio, suposición que Gautier desmiente, sin negar que Baudelaire hiciese uso de tales excitantes, pero no en proporciones que originasen profundos trastornos. Existía entonces, en el hotel de Pimodan, donde Baudelaire vivió, un círculo de aficionados al éxtasis de las drogas, y Gautier, de los más asiduos, lo describió bajo este título: El club de los haschichinos. Fue una efímera manía de literatos buscadores de sensaciones raras; pero Gautier afirma que pocas veces, y sólo como observador, pisó el club Baudelaire. Lo positivo es que sucumbió bastante prematuramente, gastado y semi-paralítico, y se realizó el fatídico anuncio de su Canto de Otoño:


«Il me semble, bercé par ce choc monotone,
qu'on cloue en grande hâte un cercueil quelque part...
Pour qui? -C'était hier l'été; voici l'automne...
Ce bruit mystérieux sonne comme un départ...».



Como se ve, en esta biografía no hay sucesos extraordinarios12. Lo extraordinario, en Baudelaire, es, en primer término, sus versos; en segundo, sus gustos, manías y temas habituales. Por ambas cosas ejerció, póstumamente, pasado el «otoño», la acción más extensa y penetrante sobre la generación que le sigue, y acaso, en gran parte, sobre la actual.

En primer término, digamos quienes fueron los precursores de este originalísimo poeta. Porque los tuvo, y se le ha echado bastante en   —280→   cara, a la hora inevitable del regateo; pero quisiera yo saber si hay alguien que nazca de sí propio.

Procede Baudelaire de las Poesías de José Delorme, de Sainte Beuve, por los elementos combinados de misticismo y sensualidad. En sus orígenes románticos, y en otras sugestiones muy hondas, de que más adelante hablaré, es un discípulo de Teófilo Gautier, y lo ha proclamado. En cuanto a aquel «estremecimiento nuevo» que Víctor Hugo, con raro acierto crítico, reconocía en los versos de Baudelaire, no cabe duda que, en gran parte, se deriva de Edgardo Poe; sin embargo, es más bien una afinidad natural, anterior a lecturas. Y el tema de los «paraísos artificiales» corresponde a Tomás de Quincey, el célebre «fumador de opio», el singular humorista, que tampoco gozó en vida la fama y popularidad que después de su muerte. Sólo con recordar una de las obras más conocidas de Quincey, El asesinato considerado como una de las bellas artes, se advierte el parentesco espiritual entre él y las tendencias que Baudelaire, principalmente, inició.

A pesar de estos afluentes, la originalidad de Baudelaire no sufre menoscabo. Relacionando la biografía con la obra, se observa que Baudelaire, de quien dijo Sainte Beuve que era «corrompido a propósito y con arte» no lo es tanto en la vida; ni pudiera ser, aunque quisiese, el dandy, el sardanápalo, el protagonista de orgías neronianas -porque tuvo   —281→   siempre, excepto en un corto período, poquísimo dinero, y hubo de trabajar, luchando con la esterilidad y premiosidad que le achaca Lemaître, y ni aun la robustez de los viciosos y de los laboriosos poseyó. Acerca del verdadero modo de ser de Baudelaire, la publicación de su Correspondencia ha dado mucha luz.

De ella resalta un carácter delicado en cuestiones de dinero, pues se ve el sufrimiento que le causa tener que pedirlo, generalmente sobre su trabajo; un amor filial, una ternura nunca desmentida hacia una madre que no dejó de darle motivos de queja; un cariño lleno de compasión, un amparo caritativo y con refinamientos de bondad, a la famosa mulata o negra Juana Duval, que fue su querida algunos años, y a quien cantó en sus versos:


«¡Oh vaso de tristeza, oh gran taciturna!»



y a quien no quiso abandonar, como hubiesen hecho muchos, cuando la vio enferma, ciega, paralítica. Pero hay otro hecho que se enlaza íntimamente con la sustancia metafísica de Las Flores del mal, y que resalta en la Correspondencia; a saber: la constante tendencia católica, el convencimiento de la existencia del diablo y de la doctrina del pecado original, y a última hora, una especie de conversión. No necesitaba Baudelaire cometer tantos excesos como se le atribuyen, ni la mitad siquiera, para ver arruinada su salud, porque, a más de ser hijo de viejo, parece que había en su familia   —282→   antecedentes de enfermedades nerviosas, y porque, obligado a ganarse la vida con las letras, poco fecundo, extraño para su tiempo, al cual se adelantaba (aunque Sainte Beuve entendía que era lo contrario, que llegaba demasiado tarde, cuando el romanticismo lo había dicho todo, y ambas opiniones tienen su fundamento, y la última se demuestra leyendo el poema Puesta de sol romántica), se gastó en tal lucha, y acaso, para sostenerla, recurrió a la excitación del alcohol; sin hablar de cuanto destruyen remedios funestos, como las cápsulas de éter. La leyenda, sin embargo, fue implacable para él; y él, no sólo no se cuidó de desmentirla, sino que se complació en fingir mil extravagancias para exagerarla más. Divertíase amargamente en decir delante de un auditorio de cándidos: «¿Ha probado usted alguna vez sesos de criatura? Son exquisitos...» o «Cuando asesiné a mi pobre padre, y luego me lo comí...». Nunca faltaba quien creyese a pies juntillas. En Bélgica, nos lo dice el mismo Baudelaire, se le tenía por un monstruo; la gente se empujaba para verle, y se quedaba atónita al notar que era frío, cortés, morigerado, que profesaba horror a «los librepensadores y a toda la estupidez moderna». Pero ni aun así se desengañaban, y añade Baudelaire: «nado en la deshonra, como en el agua el pez».

Para entender lo que significan Las flores del mal, es preciso partir de que son un libro inspirado, de la cruz a la fecha, en la concepción católica del mundo; la antítesis del espíritu pagano   —283→   o panteísta de Leconte. No desmienten, o más bien confirman esta aseveración, las Letanías de Satanás y otras diablerías poéticas. Creer en el diablo es creer en Dios: así, en este poeta, el arte vuelve al sentimiento católico, más sinceramente, quizás, que en Barbey d'Aurevilly, y no menos que después en Verlaine, aunque por otros caminos.

De este catolicismo, que no puede llamarse latente, sino manifiesto, en Las Flores del mal, dan testimonio todos los críticos de altura que se han ocupado de ellas. Bourget encuentra este sentido católico de Baudelaire, en la persistencia de la sensibilidad religiosa, aun expulsada la fe del pensamiento. Lemaître califica el catolicismo de Baudelaire de «impío y sensual», pero declara que en los últimos años de su vida este catolicismo «se le había subido al corazón» inspirándole ideas de perfeccionamiento moral y de conversión y reforma de su vida. France supone que el sadismo de Baudelaire tiene su raíz en ideas cristianas, en el martirio, en el infierno. Spronck reconoce en la obra de Baudelaire la continua presencia de la idea del poder diabólico, del cual existe tan terminante confesión en la Correspondencia; y declara que Baudelaire no usaba del catolicismo como artista y retórico; que rimaba como sentía, que para él el demonio era más que un símbolo. Y en cuanto a Barbey d'Aurevilly, en el artículo que consagró a Las Flores del mal, se dio cuenta de este su carácter; llamó a Baudelaire «un Rancé al cual la   —284→   fe le falta», y dijo que después de Las Flores del mal no hay sino dos partidos: levantarse la tapa de los sesos o hacerse cristiano. Más adelante dirá que si el Dante vuelve del infierno, Baudelaire va hacia él. En cuanto a Gautier, su convicción es patente; dice que «Baudelaire no soñaba la supresión del infierno ni de la guillotina, para mayor comodidad de pecadores y criminales» que «en todas partes ve la garra del demonio como tentador» «que no cree en la bondad de la naturaleza humana». Nadie mejor que Gautier podía darse cuenta del espíritu de la poesía de Baudelaire, puesto que de Gautier procedían aquellas hondas sugestiones a que antes me referí, siendo la más activa la idea de la muerte y la trágica y horrible hermosura de ciertas formas que la muerte reviste, y que apreció cumplidamente Gautier en su viaje por España. Ya en La comedia de la muerte, Gautier describe, bajo las elegancias arquitectónicas y los góticos follajes de las tumbas,


«au milieu de la fange et de la pourriture,
dans le suaire usé le cadavre tout droit,
hideusement verdi, sans rayon de lumière...»



y plantea el problema de Hamleto, exclamando: «acaso la tumba no es un asilo donde sobre dura cabecera se duerme el sueño de la eternidad... Acaso en ella no se reposa...» con todo el macabro ensueño que sigue, y el espantoso idilio de la doncella muerta y el gusano. Sobre todo, en la colección titulada España,   —285→   esta inspiración fúnebre se revela en poemas como La fuente del cementerio, Pasando por Vergara, En Madrid, Ribera, Dos cuadros de Valdés Leal...


«un vrai peintre espagnol, catholique et féroce,
par la laideur terrible et la souffrance atroce,
redoublant dans le coeur de l'homme épouvanté
l'angoisse de l'énfer et de l'eternité».



Es acaso la gran influencia que ha sufrido Gautier (a pesar del paganismo, la serenidad y otras zarandajas), con toda la intensidad de su temperamento artístico: Valdés Leal, Zurbarán, los pintores del ascetismo y del cementerio; y se la ha comunicado a Baudelaire, aunque este nunca pusiese los pies en España. La especial vibración estética del baudelarismo (perdónese el vocablo), está contenida en la poesía titulada En Madrid, de Gautier, donde la linda marquesa, grande de España, enseña al poeta, en su tocador, la degollada testa de San Juan, esculpida por Montañés, pintada admirablemente, «espantosa obra maestra, de una verdad que el verdugo proclamaría» y ensalza la realidad de las tajadas venas, donde perlean todavía gotas de sangre, y hace este panegírico: «con la pupila húmeda, como si tratase de amor». Y si podemos decir que está entero Baudelaire en esa ensangrentada cabeza que una fina mano de mujer acaricia, también habremos de reconocer que está la Salomé de Wilde, y Salambó, y cien ejemplares de arte moderno, literario, plástico y musical. El gran   —286→   inspirador, es el pintor de las aterradoras cabezas de mártires y los muertos ya agusanados bajo sus espléndidas vestiduras; de la misteriosa cripta llena de cadáveres que, descompuestos, parecen vivir con vida sobrenatural. La Carroña, de Baudelaire, no hará sino transportar a la fauna lo que con la humanidad hizo Valdés Leal y glosó Gautier; y la lección será la misma: la nada de la vida, y la inmortalidad de algo que sobrevive al sepulcro.

Para comprobar esta inspiración española en Baudelaire y este influjo en su estética, fijémonos en el poemita titulado: A una Madona, exvoto a estilo español. La idea es irreverente, puesto que aplica a una mujer amada los atributos de la Virgen, pero esta Virgen es ibérica, es a la vez Dolorosa y Concepción; en su hornacina, con su corona enorme, con la serpiente a sus pies, con su rígido manto bordado y con los siete cuchillos, que para el poeta son los siete pecados capitales, muy afilados, y que, como insensible juglar, quiere hundir en el corazón palpitante y chorreante de la mujer. En nombre del arte han solidó condenarse las imágenes vestidas, que yo siempre defendí; el poema A una Madona prueba que hay más de una estética, o que la estética nace, no de preceptos, sino de la sensibilidad.

Varias veces, España había conquistado las Galias poéticas, con Corneille, con Lesage, con Víctor Hugo, calificado por Emilio Castelar del poeta español que mejor ha rimado en francés. Con Gautier y Baudelaire, se apodera de las   —287→   Galias nuestro realismo católico, sombrío y fuerte, penetrado de la presencia del otro mundo, impregnado de lo que determinó la conversión (real o supuesta, si antes era ya muy devoto el que luego fue santo) del Duque de Gandía, un Borgia, que respira la fetidez de la hermosa reina muerta y declara no querer servir a señor que pueda morirse. Acaso sea esta una de las razones porque Baudelaire pareció tan nuevo, aun cuándo Teo le hubiese precedido: porque traía una idea que no era nacional, una idea realmente poética, que tenía que alborotar, no solamente a burgueses y filisteos, sino hasta a críticos de tan altura como Brunetière y Lemaître, haciendo bueno el aforismo de Goethe: «En Francia, el hombre que se atreve a pensar o proceder de un modo distinto del de todo el mundo, necesita heroico valor».

Sin que se pueda achacar a afectación, Baudelaire iba a contrapelo de todos. Recuérdese su comentada apología de lo artificial. Al exponer esta teoría, Baudelaire era fiel a sí mismo. Lo natural le era odioso. De este odio hay huellas en su Correspondencia, que no se escribió para publicarse. Se me figura que fue el primero que en la poesía, después de los clásicos y de Shakespeare, trató de amores antinaturales (Las Mujeres condenadas). Me apresuro a decir que no defendía causa propia, aunque en esto se le haya calumniado. Era un tema morboso, como el de «la fosforescencia de la podredumbre». Acaso sea el artificialismo protesta de su espíritu cansado, y pudiésemos encontrarle   —288→   también un predecesor español, el del «blanco y carmín de doña Elvira...». En esto, como en su escepticismo respecto a la bondad natural del hombre, Baudelaire reniega del siglo XVIII, que todo lo arreglaba con «lo natural». «La negación del pecado original -son sus palabras-, contribuyó mucho a la ceguera general de esta época». «La naturaleza -añade- aconseja el parricidio y la antropofagia; no es la naturaleza, es la buena filosofía y la religión lo que nos manda sostener a nuestros padres pobres y enfermos. El crimen es natural, y artificial la virtud».

Y trasponiendo esta teoría a los dominios de lo bello, Baudelaire considera el adorno como señal primitiva de la nobleza del alma humana, y afirma el derecho de la mujer a pintarse y «a dorarse para que la adoren».

El subtítulo que da a muchos de sus poemas define en gran parte la poesía de Baudelaire: «esplín e ideal». Una aspiración dolorosa hacia la pureza, un anhelo místico, unido a una inmensa tristeza y al asco de la vida; un barbotar en el charco del libertinaje, llevando, cual los ciegos de su poema, la cabeza siempre levantada, como si buscase algo en el cielo... este es el constante estado de conciencia de Baudelaire, y todos sus versos lo expresan, y el análisis de una situación que no es nueva, que, mirándolo bien, es la misma de San Agustín antes de que se volviese por completo a Dios, está hecho por Baudelaire con una intensidad y una complejidad artística, con una novedad   —289→   y realismo que nadie sobrepujará. No concibo que se le haya podido disputar, ni un instante, el dictado de excelso poeta, y de mí sé decir que le tengo por uno de los más fascinadores, con esa fascinación «que poseen los ojos de los retratos», por los cuales nos mira un alma sin cuerpo.

Sus versos son siempre expresión de su íntimo sentir, y en este respecto, nadie más lírico, ni Musset, ni Lamartine, ni Hugo. Su biografía entera puede deducirse de sus versos. La oposición de su familia a que se dedicase a la poesía, la expresa Bendición, y El Albatros es su breve y ronca queja ante la injusticia del público y la dureza del destino:


«Ses ailes de géant l'empêchent de marcher...».



Sus invocaciones a la musa enferma y a la musa venal, descubren dos vivas llagas de su seno; y en cuanto a la lucha de que antes hablé, entre el libertinaje y el anhelo de purificación y perdón (por no citar otros poemas exquisitos), recordaré El alba espiritual, que empieza así:


«Quand chez les débauchés l'aube blanche et vermeille
entre en société de l'Idéal rongeur,
par l'opération d'un mystère vengeur
dans la brute assoupie un ange se réveille...».



La idea se diferencia del tristis post voluptas, expresión del tedio físico. En Baudelaire, la tristeza del agotamiento nervioso va más lejos: el misterio es vengador; no hay que dar cuentas   —290→   a la naturaleza, sino a algo trascendental... Ahí está «el viejo Remordimiento, que vive y se agita como el gusano de la muerte». ¿En qué filtro, en qué verso, en qué tisana ahogarlo? Y ese viejo Remordimiento persiste vigilante, y en el Examen de media noche dice al poeta: «¡Has blasfemado de Jesús, el más incontestable de los Dioses; has besado con devoción a la materia estúpida!». Es el avisador, la sierpe amarilla que reside en el corazón de todo hombre digno de tal nombre, y que advierte: «¿Sabes si esta noche vivirás?». Es el ángel que le agarra de los cabellos y le manda amar con caridad, encender su éxtasis en la gloria de Dios. Y el poeta tiene que producir flores cuyo color y forma aprueben los ángeles. Y el poeta deplora la pesadilla de lo divino, el infinito que ve por todas las ventanas; y siente que se le quiebran los brazos a fuerza de abrazar las nubes... ¡Terrible castigo, la conciencia en el mal! ¡Espectáculo aburrido, el del eterno pecado!

En estos rasgos y otros sin cuento que pudieran extraerse de la poesía de Baudelaire, resalta lo que ya sabemos: la constancia de su sentimiento y de su inquietud de católico, antes que impío, pecador. Siempre será más noble un alma que al pecar sufre de negrísima melancolía y remordimiento incurable, que la del vicioso que no cree hacer mal ninguno al encenagarse y al «besar devotamente a la estúpida materia». Y no se concibe que un estado de alma tan natural después de diecinueve siglos de cristianismo, y doblemente artístico que el de   —291→   un epicúreo, haya sido mal interpretado, se haya calificado de inmoral, cuando, lo repito, no pocos santos lo atravesaron, en gloriosa lucha jacobítica, reveladora de la espiritualidad humana, ni que pasase por loco quien no lo era ni por asomos, aunque declarase preferir «los sueños de los locos a los de los sabios», lo cual no ha de sorprender a nadie, ya que cierta locura de ideal es la que hace caminar al mundo... y la única desgracia de este mago fue no ser loco del todo, con la locura de la Cruz.

Hasta de inofensivas manías se tomó pie para sostener la tesis de la locura de Baudelaire. Como bastantes desequilibrados de los nervios, Baudelaire goza a padece de una hiperestesia del sentido del olfato; sus impresiones de olfativas forman parte de su originalidad, y la fragancia exótica de una cabellera de mujer (su Venus negra probablemente) le evoca todos los recuerdos de su viaje a países solares, a islas perezosas, que cubren azules cielos... Siente también Baudelaire la atracción de los gatos, que son animales un tanto enigmáticos, lunares y misteriosos, y los canta, y supone que un gato muy rozagante se le pasea por el cerebro. No hay en todo ello sino nerviosidades que toman poética forma. Si yo hubiese dudado de la sanidad mental de Baudelaire, me desengañaría al leer su Correspondencia, que atestigua su normalidad corriente, sin desmentir su histeria, su sadismo (véase el bellísimo poema La mártir), su enfermiza excitación. La demencia, científicamente hablando, es cosa asaz   —292→   distinta, pero hoy todo se arregla con la palabra locura, lo mismo en los tribunales que en las letras; allí para absolver, aquí para condenar.

A su hora venía Baudelaire en un tiempo en que ya, para los que saben calar y llegar al fondo, era visible el fracaso del movimiento emancipador del hombre, que aun continúa en el terreno social y político, y que no le puede redimir de las fatalidades de su destino y de la incapacidad para ser dichoso, por mucho que se modifiquen o subviertan las condiciones sociales. La literatura y el arte reflejan necesariamente esta situación especial de nuestra edad, que ha creído dar a la humanidad soluciones, y no le ha dado sino problemas nuevos. «Un espíritu de negación de la vida -escribe bellamente Bourget- oscurece cada día más la civilización occidental. La humanidad, sobrado reflexiva, está cansada de su propio pensamiento y cultiva el amor de la nada».

Y se ha podido, en el alma de Baudelaire, estudiar el caso probablemente más típico y seguramente más poético de este estado moral que se generaliza; que, bajo distintas influencias, no la de Baudelaire tan sólo, tiene que epidemiar a la juventud, cuando al declinar del siglo sea como símbolo del declinar de los ideales antimísticos que profesó. Sin desconocer que a la acción tardía y póstuma de Baudelaire concurrieron muy varios factores, en él, como en un ídolo recargado de anhelos y sacrificios crueles, encarnó el hecho nuevo de la generación que venía: la decadencia.



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ArribaAbajo- XII -

La crítica. -Difusión del género. -Escasez de verdaderos y grandes críticos. -Por qué hay que tomar en cuenta la labor crítica de Zola. -Calidad de esta. -Aspecto científico de la transformación literaria. -Zola vulgarizador. -Las doctrinas de Claudio Bernard. -La teoría experimental. -Prudencia de Claudio Bernard. -La pretensión científica en el arte de Zola. -Errores críticos. -Razón de inferioridad. -Cómo ha de entenderse la muerte de la Escuela


He observado en La Transición la creciente importancia de la crítica y las pretensiones científicas que va manifestando. Al desarrollarse la tendencia analítica en toda la literatura, es la crítica lo que mejor atestigua la transformación, acentuada y definida durante la etapa naturalista, en la cual informa un mismo sentido a la crítica y a lo que exclusivamente pertenece al dominio de la creación literaria.

En este período de combate, la fecundidad de la crítica llega a ser comentada satíricamente,   —294→   y, en realidad, excede de lo permitido. Así como durante el romanticismo todos hacían versos, y al adelantar la decadencia harán novelas y cuentos todos, hay en los tiempos naturalistas un momento en que nadie se quedará sin endilgar su artículo crítico. El fenómeno pudo notarse hasta en España, donde por los años en que el naturalismo se discutió acaloradamente, llovieron y granizaron críticos libres, de levita, chaqueta, uniforme y sotana.

Pensando en la suerte que reserva el porvenir a la producción contemporánea, se comprende lo que quedará a la vuelta de algunos años de esta clase de crítica, emborronada al choque de una lectura o de una charla de cotarro. Es crítica escrita, pero no se diferencia de la verbal sino en eso, en que ha pasado al papel. Y hubiese sido preferible recoger en un gramófono las conversaciones que, en medio del desconocimiento de la materia tratada, siquiera ostentarían frescura y sinceridad.

No desdeño yo la opinión común. El menos letrado, hasta el analfabeto, lleva dentro de sí un crítico y formula su crítica a la manera de aquel snob de Molière, que, sin saberlo, hacía prosa. Menos estimo las críticas oficiales, que caen al suelo como las hojas secas, y no sé si tendrán la utilidad del humus o mantillo, que abona la tierra donde se forma.

Pero conviene decir que la crítica es, de todos los géneros literarios que se acometen sin consultar fuerzas, el más engañosamente fácil, y justamente aquel en que tan sólo contadísimos   —295→   escritores logran autoridad en vida y muerte. En la novela, en la poesía, en el teatro, de cada generación quedan en pie algunos nombres. Los críticos propiamente dichos, sancionados por el tiempo, influyentes de un modo serio sobre una época, escasean, no sólo aquí, sino en países de mayor cultura general; con citar diez o doce nombres ha podido reseñar Brunetière la evolución de la crítica en Francia, desde sus orígenes, en el siglo XVI, hasta el momento presente. No pretendo que en Francia, en cuatro siglos, sólo existiese una docena de buenos críticos; digo que no pasan de este número, y no sé si llegan a él, los que marcaron huella profunda.

En Francia, en sus comienzos, la crítica reviste carácter erudito y gramatical; se eleva después a la admiración de la belleza clásica, y sobreviene el período de la imitación de los modelos y la fijación de las reglas, en que se destaca el primer nombre de crítico ilustre, Boileau, legislador del Parnaso. Sobreviene la protesta, la lucha entre antiguos y modernos, en que sale victoriosa la tradición: en su defensa se destacan Voltaire, Laharpe y Marmontel. El nuevo y triunfante ataque al clasicismo, la aspiración a desconocidas fuentes de belleza y sentimiento, lleva al frente a la Staël y Chateaubriand. Villemain, Guizot y Cousin cambian definitivamente el gusto, al descubrir las conexiones de la obra literaria con los tiempos y las instituciones, la forma y estructura de la sociedad donde se producen. Después Sainte   —296→   Beuve ya relaciona la obra, no sólo con la sociedad, sino con el autor, con su condición y su temperamento; y Taine, extremando, busca auxilio para la crítica en los métodos de la historia natural, sistema que completará el evolucionismo de Brunetière. Como se ve, la docena de nombres basta para señalar las tendencias que caracterizan a la crítica francesa; y cabría discurrir acerca de si están bien o mal elegidos, y admitamos que pueda agregárseles otra media docena (entre los vivientes: Lemaître, Anatolio France, representantes de una dirección opuesta a la de Brunetière; entre los muertos, Teófilo Gautier). Por mucho que se abriese la mano, los críticos definitivos no formarían legión.

Probablemente, desde el extranjero, podemos darnos cuenta muy clara de esta verdad. Millones de páginas de crítica atrayente, engalanadas con la amenidad comunicativa del ingenio francés, son fruto de mil plumas que, a su hora, agitaron el aire y atrajeron la atención. Desde aquí no vemos sino lo que persiste, lo que forzosamente habrá de tomarse en consideración al escribir la historia de la crítica.

Y, en este concepto histórico, y aun cuando Emilio Zola no pueda incluirse entre los críticos de mayor altura de pensamiento, es necesario tenerle muy en cuenta, porque al colocarse a la cabeza del naturalismo como productor, se colocó también a la vanguardia de la crítica propugnadora y expositiva de la escuela. Él hizo la propaganda ofensiva y defensiva,   —297→   y contra él principalmente embistieron los adversarios. Estuvo siempre en la brecha, con la doctrina y con el ejemplo.

Bien pudiera este período de lucha cifrarse en dos personalidades: la de Zola predicador del naturalismo, y la de Brunetière impugnador. Zola, como polemista, no carece ni de vigor, ni de persuasión. Su caballo de batalla, como sabemos, fue la tesis científica. Cuando le mataron ese corcel, pudo darse por vencido.

La labor de propaganda teórica de Emilio Zola está contenida en siete tomos, donde expone, conforme a su criterio, el programa del naturalismo, y desde el punto de vista de la teoría estudia a los prosistas y poetas del romanticismo, de la transición y contemporáneos. Discutidísima a su hora y no muy apreciada nunca, la crítica de Zola marca el período agudo de una crisis, y es curiosa hasta por sus yerros, y especialmente por la contradicción involuntaria y fatal entre sus preceptos y lo que Zola practicaba.

Más que un crítico, era Zola un polemista, un agitador. Vivirán sus artículos (publicados muchos de ellos en revistas y periódicos rusos, en el Fígaro otros) por su apasionamiento y sistemática unidad de miras, y se estimará en ellos, como mérito literario, la elocuencia vehemente, el brío en la invectiva, el claro lenguaje, la frase contundente, a veces restallante como un trallazo. No obstante este carácter batallador, nótase en los escritos polémicos de Zola que no desciende jamás a la injuria, que   —298→   guarda respeto a las personas, y su estilo adquiere en ocasiones elevado tono de dignidad. Trata duramente a las ideas y a las obras por esas ideas inspiradas; pega colmilladas de jabalí, raja y corta; pero no es nunca el detractor maligno, ni aun cuando escribe verdaderas diatribas, o la muy donosa réplica, modelo de seria ironía, al Conde Armando de Pontmartin. En su manera de juzgar a los autores muestra equidad con los adversarios, y tiene arranques de veneración y efusiones de simpatía. Léase el estudio sobre Jorge Sand, en quien encarna Zola el idealismo, y obsérvese la consideración que respira, no sólo hacia el escritor, sino hacia la mujer. «Yo seré -escribe Zola- un limpia-chimeneas; yo pasaré por un mozo de cuerda, por un pocero del alcantarillado; pero sé conducirme... y reto a que señalen en mis estudios críticos, aparte de mis severidades de lógico, una sola palabra gruesa, uno de los puñados de lodo que a mí me arrojan a la cara».

Protesta Zola, en sus estudios críticos, contra la que llama «ridícula investidura de pontífice», declarando qué él no inventó la palabra naturalismo; que ya Montaigne y después Taine, en igual sentido, la habían usado, y que sólo los poetas líricos como Hugo creen encontrarse en el bolsillo una literatura. «No soy un jefe de escuela, entérense los sordos de la Prensa, borren eso de mis papeles», repite. Tenía, en cierto sentido, doble razón de la que él mismo pensaba; no obstante, si el romanticismo,   —299→   infinitamente más extenso que Hugo, aparece, en un momento dado, mediante circunstancias extrínsecas, como algo dependiente del autor de Hernani, el naturalismo teórico, al propagarse entre la multitud, está representado por Zola y sus manifiestos.

A querer hilar delgado y erudito en esto del naturalismo, podríamos perder de vista, no sólo a Zola, sino a la Edad Moderna. El naturalismo y el realismo en arte, formas de la intuición humana ante la naturaleza, son viejos como el mundo, y los encontraríamos en los Vedas, en Caldea y Asiria, en la Biblia a puñados, y no hay que decir si en el arte egipcio, rico en obras maestras naturalistas, como la famosa estatua del Escriba, que puede admirarse en el Museo del Louvre. ¡Nada hay enteramente nuevo bajo el sol!, que dijo aquel gran lírico naturalista tan contemporáneo de Leopardi como de los Faraones. Limitándonos a coger el hilo desde la disolución de la escuela romántica, vemos despuntar y afirmarse un naturalismo con caracteres típicamente modernos. Pareció escandalosa novedad, en boca de Zola, la pretensión de que el arte tenga por ley el método científico, cuando ya la evolución posible en este sentido estaba realizada.

Mientras despedía lava el volcán romántico, la ciencia adquiría vuelos que la hicieron dueña del porvenir. El siglo nació glorioso para Francia en el terreno científico; ni el belicoso Imperio, ni antes la Revolución, suspendieron la actividad de sabios, pensadores, investigadores   —300→   e inventores. Dígase lo que se quiera de la decadencia latina, en ningún país del Norte se alzó legión científica más compacta y brillante que aquella, procedente de la Enciclopedia, pero que no tardó en romper las prisiones del sensualismo y aprovechar su liberación, restaurando el espiritualismo y estableciendo el método. Aislose de la ciencia el romanticismo, que no solicitaba certidumbre, sino emancipación; mas hubo literatos de la época romántica, como Sthendal, que fueron propiamente alumnos de los científicos, y que por haber madrugado, se encontraron actuales a la hora de la transformación; y ya en 1838 Balzac, al exponer sucintamente en el prólogo de la Comedia humana sus ideas estéticas, se declaraba penetrado del criterio evolucionista de Geoffroy Saint-Hilaire, anticipándose a Flaubert, el cual no podía perdonar al papá Huyo que despreciase la ciencia, y daba a sus novelas verdadera base científica, realizando estudios clínicos y psicológicos (Madama Bovary) o históricos, teológicos y etnográficos (Salambó, Herodías, Tentación de San Antonio). Como se ve, Zola no soñaba en lanzar manifiestos, cuando hasta en forma reflexiva, crítica, estaba fundada la estética positivista. Desde mediados de siglo, el naturalismo triunfe, no sólo en la novela y el teatro, sino en la misma poesía, en este caso sin exactitud llamada lírica, pues la señal de su cambio es cabalmente la supresión del lirismo, la victoria de la impersonalidad. Sin conciencia o sin darse   —301→   cuenta de ello, los grandes escritores franceses, de 1850 acá, son naturalistas.

Considerando en su correlación el arte y la crítica posteriores al romanticismo y anteriores a Zola, acertaremos a atribuir al maestro de Medan su puesto y categoría. Como teórico, fue el vulgarizador violento de la estética positivista; hizo lo que no podía hacer un Taine: democratizó la tendencia convirtiéndola en escuela, y al desquiciarla y extremarla, con la doctrina experimental, precipitó su madurez, y preparó el advenimiento del simbolismo y la reacción neomística.

El radical y presto desacreditado programa estético de Zola cabe en pocos renglones. Redúcese a adaptar al arte lo que de la ciencia dice Claudio Bernard en un libro que ha abierto surco -la Introducción al estudio de la medicina experimental-.

«El método experimental -escribe-, aplicable al estudio de los cuerpos inanimados y animados, lo es también al de los fenómenos pasionales e intelectuales. Debe, pues, surgir una literatura experimental, sustituyendo a la de observación. El observador es un fotógrafo; el experimentador juzga, compara y mueve los personajes... para mostrar que la sucesión de los hechos será cual lo dispone el determinismo de los fenómenos estudiados. El novelista experimental, para mostrar el mecanismo de los hechos, produce y dirige los fenómenos; esa es su parte de inventiva. El novelista... se apoyará en las leyes de herencia y adaptación al   —302→   medio; descubrirá el mecanismo del corazón de la inteligencia, indagará el por qué de las cosas, será árbitro del bien y del mal, regulará la sociedad, resolverá los problemas del socialismo, dará base sólida a la justicia».

He subrayado este extracto, por instructivo acerca de dos puntos muy interesantes: la nota sobreaguda de Zola dentro del naturalismo, y el estímulo social y moral que desde un principio le acuciaba, y le indujo, a fines del siglo XIX, a la campaña por Dreyfus y a la desdichada empresa de las novelas evangelizadoras. La observación (en esto veía claro) era ya la característica de la literatura cuando Zola lanzó su programa: para ir más allá que Balzac, que Flaubert, que Merimée, que Stendhal, naturalistas y psicólogos, era preciso, sin renunciar a la observación, proclamar la experimentación. Del modo de ejecutar ese experimento fuera del laboratorio, sobre la mesa de escribir; de cómo se producen y dirigen los fenómenos del alma -digamos del cerebro, si Zola lo prefiere-, nada nos enseña Zola. En realidad, la única experimentación factible envuelve un regreso a la teoría romántica: sólo cabría experimentar en sí propio, y henos ya de cabeza en el subjetivismo. El mismo sabio médico de quien Zola se ampara, declara que hay en su cabeza una maraña inextricable donde se confunden la observación y la experimentación. Con mayor motivo le será ardua la labor experimental al novelista.

No dejó Zola de percibir, desde un principio,   —303→   cuantas dificultades entrañaba el propósito de identificar los métodos y fines del arte y los de la ciencia de un modo tan absoluto. «Carecemos -escribió- de las certidumbres de la química y hasta de la psicología... No conocemos aún los reactivos que descomponen las pasiones y permiten analizarlas... El novelista experimental camina a tientas en la materia más compleja y oscura... Nos cerca una inmensidad desconocida, pero debe alentarnos el anhelo de explicarla por el método científico». El error de Zola, en tal caso, es olvidar que hay evoluciones estéticas, pero no progreso; que el arte no conquista lentamente la corona, como la ciencia, sino que nace rey. ¿No es cosa extraña que Claudio Bernard viese en esto más claro? Desconsuélase Zola porque el gran biólogo escribe: «Las producciones literarias y artísticas nunca envejecen, en cuanto son expresión de sentimientos inmutables como la naturaleza humana... Una obra literaria es una creación espontánea del espíritu, que nada tiene que ver con la comprobación de los fenómenos naturales». Lecciones todavía más severas pudo hallar Zola en páginas de la misma obra capital de Claudio Bernard, donde a cada paso se reconocen explícitamente, al lado de los derechos de la ciencia, los de la filosofía, y se confiesan los límites forzosos del conocimiento. No suelen ser los sabios quienes entienden intrépidamente que la ciencia «nos entrega a la naturaleza sin velo alguno, nos da la absoluta certidumbre», según la frase de Zola. Newton comparaba   —304→   al científico con el niño que recoge algunas conchillas al borde del Océano. Zola no pone límites a esa acción científica, llamada, no sólo a lograr que Francia recupere la Alsacia y la Lorena, sino a que el género humano alcance la edad de oro, de paz, ventura y armonía; e identificando el naturalismo con la ciencia, y ambas cosas con la política, escribe su célebre y jamás explicado vaticinio: «La república será naturalista... o perecerá».

No me he propuesto refutar los errores críticos de Zola, porque no quisiera repetir cansadamente lo que tantas veces se ha dicho, y porque es labor deshonrosamente fácil, dada la unidad y simplicidad de la teoría.

No deja de ser interesante advertir cómo, a pesar de la contradicción entre el teórico y el artista, la teoría se le impuso y le comprometió. Zola, en sus primeras empresas de escritor, pertenecía aún al romanticismo, y se lamentaba de no poder extirparlo, de llevar ese cáncer en la masa de la sangre. Poco a poco fue tendiendo a una especie de clasicismo, que él consideraba fórmula literaria suprema. «Un lenguaje» -escribía-«no es más que una lógica, una construcción científica y natural. El mejor estilo, con claridad y lógica está formado». Estúdiese la evolución del lenguaje en Zola, y se verá que influye en ella este precepto, y que va pasando del craso y jugoso empaste y del colorido a lo Rubens de las primeras novelas famosas, a una sequedad fría y gris, a una prolijidad antiartística, al empeño de decirlo   —305→   todo punto por punto, y no más. Había escrito Zola también: «Lo que especializa y distingue al literato del médico, es la forma. El naturalismo consiste únicamente en el método experimental, pero acepta todas las retóricas, expresión de los temperamentos». Si existió una retórica que en efecto expresase un temperamento literario, fue la de Zola en las obras de su apogeo. Allí se manifestaba -digámoslo con palabras de Claudio Bernard- su quid proprium, ese particular estilo que constituye la originalidad, la invención y el genio de cada uno. Era una retórica de carne y sangre, y su materialidad, su sensualidad, su vivo y pródigo color recordaban, como acabo de indicar, a Rubens, sobre todo al Rubens violento y crudamente realista del Cristo en la paja y el Martirio de San Bavón -sin faltarle otras reminiscencias de pintores flamencos y holandeses, el sentido democrático, la insistencia en el detalle, la elección de asuntos prosaicos e indecorosos, la exhibición tranquila y complacida de la fealdad y del vicio, la consagración artística de los instintos vulgares-. Y ya que se me ha venido a la pluma la comparación de Zola y los flamencos, diré que la evolución del temperamento en Zola me recuerda bastante la del discutido artista belga Wiertz. Empezó este por seguir la escuela de Rubens, y trabajaba magistralmente; acabó por alegorías sociales, pintura de ideas, composiciones terribles y hediondas que se enseñan por un agujero -de tal manera asustan al público sencillo-,   —306→   y perdió en absoluto las cualidades de colorista, emborronando descomunales lienzos que parecen decoraciones al temple. Y es que hay temperamentos artísticos que decaen al calmarse la efervescencia de los sentidos; artistas que valen menos por lo que piensan que por las especies sensibles que perciben y transforman.

En tal respecto, la primer equivocación de Zola fue el plan de los Rougon Macquart, ya ambiciosamente filosófico, fundado en doctrinas de Taine. «La historia natural y la historia humana son análogas; similares sus materias. En ambas se trabaja sobre grupos naturales, o sea sobre individuos construidos bajo un tipo común, divisibles en familias, géneros y especies...». «El drama o la novela aislada no expresan bien la naturaleza, porque escogen, y al escoger, mutilan. Ser amplio y vasto es ser exacto: Balzac ha captado la verdad porque ha percibido el conjunto; su facultad sistemática, ha dado a sus pinturas el interés de la fidelidad, la unidad y la fuerza». He aquí el espejo en que se miró Zola, el sueño que persiguió: rehacer, con mayores alardes científicos, La Comedia humana; no ya ser doctor en ciencias sociales, como se proclamó Balzac, sino condensar, en una serie de novelas, la Suma de nuestro siglo. Adonde no llegase el talento, llegaría la paciencia. Así le vemos uncido al arado, con calma bovina, escribiendo cuotidianamente siempre igual número de páginas, poniendo piedra sobre piedra, y archivando notas como   —307→   archiva fichas un personaje de Pot-Bouille. «Todo por el documento».

Aun dentro de la escuela documental, la ventaja estará siempre de parte de los que se documentan indirectamente (Cervantes, Balzac) por la práctica de la vida. Y ni la documentación, ni la observación provocada, o sea el experimento (dado que supiésemos la manera de verificarlo en materias tales, y aunque imitando lo que se refiere de cierto gran escultor, pudiésemos crucificar un alma, como él crucificó un cuerpo, para estudiar sus contorsiones de agonía), nos enseñarían, dentro del arte, más de lo que averiguó Homero en la cólera de Aquiles, Racine en la pasión de Fedra, Shakespeare en los celos del Moro y Cervantes en la locura de su Ingenioso Hidalgo.

Con sus amaneramientos y desvaríos, la teoría de Zola fue un momento necesario de la evolución estética; sirvió para que a sus luces de Bengala viésemos lo que no veríamos de otro modo. Limitado todo, con justicia, a sus proporciones episódicas, no conozco nada más instructivo. La equivocación frecuente, al menos del lado acá del Pirineo (y quizás del lado allá también), consistió en reducir a este episodio, muy estrepitoso ciertamente, toda la tendencia objetiva que desde mediados del siglo dominaba en el arte, hasta en las formas que parecen más subjetivas, como la poesía. Entre las equivocaciones notables de Zola merece notarse la que cometió al asegurar que en poesía nada se había inventado desde Lamartine,   —308→   Hugo y Musset, y que el gran poeta naturalista aparecerá en los siglos venideros. Cuando tal suponía Zola, sobre las magnificas ruinas del lirismo romántico habían surgido los impersonales y los impasibles, los lapidarios y los forjadores, los científicos y los parnasianos: Baudelaire, Leconte de Lisle, Sully Prudhomme, Heredia, Coppée...

Zola no fue un crítico excelente, porque, entre otras cosas, le faltó la convicción. La confesión de este escepticismo del maestro, recogida por Goncourt, es en extremo curiosa. Hallándose reunidos, se dio Flaubert a atacar los prefacios, las doctrinas, las profesiones de fe de Zola, a lo cual respondió éste:

«Me río lo mismo que usted de esa palabra naturalismo, pero la repito porque hay que bautizar las cosas a fin de que parezcan nuevas... Una cosa son mis libros, otra mis artículos. De mis artículos no hago cuenta. No sirven sino para levantar polvareda en torno de mis libros. He apoyado un clavo en la cabeza del público, y voy dando martillazos... A cada uno, entra el clavo un centímetro. Y mi martillo es la Prensa».

Pudiera preguntarse si no hubo, además de Zola, otros críticos propagandistas del naturalismo de escuela. Hubo una nube; recuérdese lo que queda dicho al comienzo de este capítulo, y si la escuela fue más atacada que otra ninguna, también fue defendida con celo, en un derroche de prosa. De toda esta campaña quedan cenizas yertas, y al lado de Zola, prestándole   —309→   ayuda, no aparece un crítico de valía. Conviene no olvidar a los Goncourt y la famosa doctrina del «documento humano»; pero Edmundo de Goncourt no ha querido nunca ser prisionero de la escuela, y, a la hora en que esta se desmorona, hay que incluirle entre los que protestan enérgicamente, pidiendo «que le quiten esa etiqueta de naturalista, que le han pegado, casi contra su voluntad, al sombrero». «Ni aun las obras de la escuela caben en tan estrecha fórmula. Todos han rendido tributo a la psicología. Véase a Daudet, véase al mismo Zola en El ensueño. ¡Se habla de psicología! ¡Y qué, él, el mismo Goncourt, no ha hecho, en Madama Gervaisais, una novela tan psicológica como la más digna de tal nombre!».

Es preciso reconocerlo: para entender las causas y razones suficientes de la estrepitosa y pronta caída de lo que se llamó naturalismo, hay que conciliar el hecho de esta caída con la afirmación de que algo del naturalismo no puede morir. Lo que cayó de un modo definitivo, allá por 1891, fue el naturalismo de escuela, la fórmula de Zola, que por tantos estilos no se tenía en pie, en la cual ni Zola mismo creía, y a la cual nunca se adhirieron formalmente ni Daudet, ni Maupassant, ni los Goncourt.

En cuanto elemento esencial del arte que hoy domina por el estado intelectual y social, claro es que no puede morir. Quien más cuerdamente escribió acerca de esta cuestión que, en sí tan obvia, no lo ha sido nunca para el público,   —310→   fue aquel apasionado y constante discípulo de Zola, Pablo Alexis, que, consultado, a la hora en que la escuela se derrumbaba, declaró que el naturalismo no había sido sino un ramalillo de amplia corriente general, y que en el siglo XX no habrá escuelas, siendo el verdadero naturalismo lo contrario de una idea de escuela, el fin de todas, la emancipación de las individualidades, la expansión de los originales y de los sinceros. Otro de los fieles adeptos de la escuela, Céard, el más consecuente medanista, proclama que el naturalismo no ha existido nunca en cuanto epifenómeno, cosa accidental o producto espontáneo de nuestros días. Existió siempre en estado latente, al lado de la literatura académica y la de imaginación, otra de observación. Este escritor prefiere el sueño, aquel la realidad. Y pudo añadir Céard que a veces un individuo mismo alterna, según su estado de alma, edad y circunstancias, ambas predilecciones. Yo hasta diría que toda organización completa de escritor debe tener, no ya las dos almas del ensueño y de la realidad, sino las tres almas de la heroína de Tirso -cuando menos-.

Lo innegable es que la escuela sucumbe. Y Brunetière, de quien hablaremos ahora, fue el primero en herirla en el corazón, el primero en pronosticar su rápida muerte.



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ArribaAbajo- XIII -

La crítica. -Brunetière: su carácter. -La «bancarrota de la ciencia». -Coincidencia de Zola y Brunetière en buscar la base científica. -El sistema evolutivo de Brunetière. -Cómo se resuelve en tradicionalismo estético. -Principios críticos de Brunetière. -Impugnación del naturalismo. -Transigencia. -La cuestión de la moral en el arte. -El individualismo. -Los intransigentes: Barbey d'Aurevilly. -Origen de su campaña contra la escuela


Un sistema tan fácilmente impugnable, y cuyos lados flacos, por lo menos en la actualidad, reconocía el propio Zola, tuvo impugnadores a miles, unos que se paraban en lo externo, en crudezas y defectos artísticos, otros que se iban a los cascos, al fondo filosófico de la doctrina. Entre los segundos, el más dialéctico, el más fundado, y hasta el más justo, en medio de sus apasionamientos, fue Fernando Brunetière.

Este alto escritor carece de biografía en el concepto dramático, excitador de curiosidades. Su vida es unilateral, sencilla, laboriosa. Originario   —312→   de Bretaña, hijo de un oficial de marina, nació en Tolón, en 1849; estudió en el Liceo de Marsella y en el de Luis el Grande; sirvió como voluntario en el sitio de París; empezó a escribir en la Revista Azul; entró luego a formar parte de la redacción de la Revista de Ambos Mundos, donde llegó más tarde a desempeñar el primer puesto directivo; fue nombrado Maestro de Conferencias en la Escuela Normal; pasó a la América del Norte y al Canadá a dar una celebradísima serie de conferencias; hizo en 1895 una visita al Vaticano; fue condecorado con la Legión de Honor; publicó varios tomos de crítica, polémica, sociología y filosofía; algunos obtuvieron premios de la Academia, donde, finalmente, ocupó un sillón; y he aquí lo concreto y externo de una existencia tan colmada, pero tan cerrada y recatada en lo íntimo.

Sin embargo, por reservado e impersonal que sea un escritor, su carácter rezuma, y el carácter es más verdadero que los hechos. Aun cuando no se base la deducción en anécdotas ni en confidencias, reporterismos e indiscreciones, la psicología de Brunetière se deduce fácilmente.

Era hombre poco expansivo, un tanto erizado de púas en el primer momento, y, según dice exactamente Lemaître, ni despertaba simpatías, ni las buscaba, y hasta llevaba con cierta discreta ufanía su notoria impopularidad. Fue impopular hasta en España, donde han llegado a parecernos amigos de confianza tantos escritores franceses. Llegó a decirse de él   —313→   que a fuerza de impopularidad se hizo popular, y Renato Doumic le clasificó diciendo que era el hombre que tenía más enemigos. Este privilegio se lo disputó a Zola.

La fisonomía moral de Brunetière ofrece rasgos de severidad; su fama no se funda en complacientes amenidades y comunicativos extremos, que concilian la benevolencia y el elogio. Al contrario, Brunetière, que profesaba el principio de la «diferencia entre lo temporal y lo eterno» en literatura, que creía que una cosa es mostrarse y otra existir en las regiones del arte, no se mordía la lengua para decir lo que pensaba de la Prensa diaria, «cuya fuerza -escribía él- es suficiente a tumbar a un Ministerio, y no alcanza a impedir que el público prefiera los cafés cantantes y otros espectáculos del mismo jaez al teatro serio y artístico». Hostigado y satirizado sin cesar, diatribas, insultos, ataques, caricaturas malignas, le encontraban en la misma tranquila actitud con que recibía los elogios y las señales de la ilimitada consideración que, a pesar de tanta hostilidad, y no sé si en parte a causa de ella, le cercaba como una aureola. Bajo apariencias de aspereza, encubría un corazón derecho y noble, y no hubo amigo más seguro, ni más cumplido caballero. Cuando el caso lo requería y la conversación pedía sales, en tertulias y banquetes, y sin valerse de los fáciles recursos de la maledicencia, era ingenioso, divertido, chispeante y paradójico, y encendía todas las luminarias del esprit francés. Sin que nada le   —314→   obligase a ello, confesaba errores cometidos en fechas y citas; reconocía el mérito ajeno, y demostraba tolerancia con la ajena opinión.

Al querer definir bien la personalidad de Brunetière, recuerdo la de D. Juan Valera, que forma con Brunetière perfecto contraste. Lo que se afirme de Brunetière puede negarse de D. Juan. Clásicos ambos, es cierto, difiere enteramente su clasicismo. La mentalidad de Brunetière es latina antes que helénica. Nadie menos pagano, menos espectador; nadie más vibrante de pasión, ni más afirmativo en sus juicios.

El que había de proclamar la «bancarrota de la ciencia», fue el que aportó a la crítica un sistema que pretendía basarse, como la escuela de Zola, en las últimas teorías científicas. Las grandes influencias científicas eran Darwin y Taine, y Brunetière concilió la doctrina evolutiva con las de la raza, el momento y el medio y quiso aplicar a las letras, a la flor del espíritu humano, los mismos principios por los cuales Haeckel establece la escala de la organización de la materia, «desde la mónera amorfa al hombre locuaz», sosteniendo que los géneros literarios sufren igual transformación que las especies animales. Con arreglo a su concepción del arte, pudo, sin duda, Brunetière escribir una Historia de las letras francesas, como Taine había escrito la de las inglesas; pero no llegó a practicar su sistema sino en el interesante estudio sobre La evolución de la poesía lírica.

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Rémy de Gourmont supone, y acaso con razón, que el impulso de Brunetière al adoptar el método de Darwin en la crítica literaria, se debe a que este sabio, como todo historiador de la vida animal, hace abstracción de los individuos y no ve sino lo específico; y por las enseñanzas del darwinismo pudo Brunetière combatir el individualismo -su tesis predilecta, sostenida con energía y empeño-. Una vez más insisto en que hay confusión: el individualismo es una cosa, y otra la individualidad. Siendo yo ferviente convencida del dogma de la individualidad en arte, suscribo, sin embargo, a lo que Brunetière dice del individualismo romántico. Las individualidades no pertenecen necesariamente a escuela alguna, y, sin duda, sobre los géneros, estará siempre el individuo, el elemento original de la personalidad, aunque la influyan todas las causas y leyes, que la ciencia ha comprobado más o menos.

Brunetière no tardó en notar la escasez de las certidumbres científicas, y en proclamar este desencanto. La ciencia es el verdadero ídolo contemporáneo; desde hará unos cien años afluyen millones de devotos a postrarse ante su altar. Y Brunetière se pregunta a sí mismo, categóricamente, si el ídolo es todo de oro, o si tiene los pies de barro; y reconoce que de barro los tiene, en efecto. Acata como nadie los fueros de la ciencia en la esfera de lo relativo; pero niega su infalibilidad en lo trascendente. Si la ciencia progresa es porque cambia, y si cambia es porque, cimentada y sólida en   —316→   el terreno de los hechos, no consigue, ni nunca conseguirá, esclarecer los enigmas que preocupan desde tiempo inmemorial a la conciencia. No fue ciertamente Brunetière el primero que proclamó esta verdad vulgar, ni fue él tampoco quien inventó la célebre frase tan comentada: «La ciencia ha hecho bancarrota». «Cuando me serví de tal frase -dice Brunetière- me preguntaron si me proponía demostrar que de París a Besanzon se va mejor en diligencia que en ferrocarril». Lo que se ha dado en llamar «bancarrota de la ciencia» es solamente la comprobación de sus forzosos y eternos límites, la fijación de sus atribuciones y métodos, el mero acotamiento de su territorio.

Brunetière no había aplicado los principios del transformismo hasta treinta años después de que esta doctrina, en el terreno de la filosofía natural discutida, y bien puede decirse que en muchos aspectos triunfante, impuso sus métodos y sus conceptos a otras ciencias y se oyó hablar corrientemente de evolución físico-química, evolución filológica, evolución política y evolución económico-social. Sólo al convencerse de que la doctrina evolutiva ha trascendido a todas las categorías del pensamiento moderno, plantea el problema Brunetière.

«Los géneros literarios, ¿se suceden por mera casualidad, o hay causas y razones que determinan su sucesión? ¿Podría la serie de los géneros contarse al revés? El nexo, ¿es sólo cronológico o es también genealógico? ¿Hay, en esta sucesión, perfeccionamiento o decadencia?   —317→   ¿Hay, aparte de la relación estética, relación científica, leyes? ¿Hay algo semejante a esa diferenciación gradual que, en la naturaleza viva, hace que la materia pase de lo homogéneo a lo heterogéneo, y que de lo semejante salga lo contrario? Los géneros, ¿tienen existencia real en la naturaleza y en la historia? ¿Poseen vida propia, independiente, no sólo de las imposiciones de la crítica, sino del capricho de escritores y artistas?».

Desde luego, Brunetière afirma que los géneros existen; nadie dudará que una oda, por ejemplo, no es una comedia de carácter. Como las especies animales, los géneros poseen estabilidad temporal, relativa fijeza; pero hay un momento en que la suma de los caracteres inestables supera a la de los estables, y entonces se disgrega el compuesto o, dígase más pronto, el género evoluciona o sucumbe. Ejemplo, la muerte de un género ilustre y famoso: la tragedia francesa. Nace, crece, se perfecciona, declina y fenece en determinado período. Otros se transforman: v, gr., la poesía lírica. Esta transformación dio asunto a Brunetière para uno de sus mejores libros, repleto de enseñanza.

La diferenciación de los géneros se realiza por la divergencia de caracteres -y me atrevería yo a añadir- por el instinto del placer en la diversidad y renovación de sensaciones, que también en la estética ejerce su imperio, como lo ejerce el opuesto, el del hábito y complacencia en lo conocido. Corresponde la estabilidad   —318→   de un género al punto de su mayor perfección; esta es la clave de la eterna fuerza del clasicismo como doctrina. Modifican los géneros la herencia y la raza, los medios, las condiciones geográficas y climatológicas, las históricas, la constitución y estructura de la sociedad, su grado de civilización, la índole de esta civilización misma. (En España -pienso al ir exponiendo la teoría de Brunetière- sería inútil actualmente que naciese un dramaturgo innovador como Ibsen; no hay público para él.)

Parecería cerradamente determinista en este período de su pensamiento el sistema de Brunetière, si al lado de las poderosas influencias que reconoce, no reconociese igualmente, y de un modo explícito -hay que notarlo, pues tan enemigo del individualismo fue- la inmensa fuerza de libertad y espontaneidad, la individualidad, energía interior que o lucha con lo externo o lo aprovecha. Un solo escritor, un solo hombre, puede cambiar el curso de la literatura. Recordemos nosotros a Cervantes, el cual, si fue de su época tanto como cualquiera otro en Persiles y la Galatea, fue individuo cuando escribió el Quijote. En la transformación de los géneros podemos comprobar la ley de la concurrencia vital y de la supervivencia del más apto. El propio Quijote, al transformar el elemento épico de los libros de caballerías y también de la novela pastoril, dio el golpe de gracia a esos géneros, asegurando larga vida a la novela picaresca y de aventuras reales.

No he querido omitir el sistema de Brunetière,   —319→   curiosa fusión de elementos científicos y tradicionalismo latinista literario. En él se funda el Manual de historia de la literatura francesa, que Brunetière consideraba programa de una Historia más detallada y amplia. En el Manual sustituyó, a las habituales divisiones por siglos y géneros, la división por épocas. Creía que los géneros sólo se definen, como en la naturaleza las especies, mediante la lucha que sostienen entre sí, y que las épocas literarias las señala la aparición de una obra maestra. Sobre las influencias de medio y de raza, pone las de la obra sobre la obra, no sólo por imitación, sino principalmente por diferencia, por el deseo de hacer «otra cosa», que nuestros predecesores. Y, en arte, los que se resignan a hacer «lo mismo» no merecen entrar en cuenta.

Por la enunciación del criterio evolucionista de Brunetière, pudiera considerársele un radical innovador de la crítica, y lo singular es que su radicalismo científico está fundado y mantenido por la más intensa y estrecha convivencia con la tradición, de la cual era, antes que enamorado, idólatra. La aplicación de las teorías de Darwin a la literatura da por fruto, en Brunetière, un clasicismo nacional, ardiente y respetuoso.

«La evolución natural -nos dice- no es el cambio, o al menos no es ese cambio material y mecánico que consiste en quitar una cosa y poner otra: quod evolvitur... non ideo proprietate mutatur».

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No ha escrito Brunetière de cosa alguna con tan efusivo entusiasmo como escribe de la tradición al defenderla contra la modernidad; al recordar cuánto de eterna juventud encubren sus arrugas; al considerarla como la condición indispensable del progreso. «La tradición -exclama- es la selección misma; la tradición es Homero, no es Zoilo». Aun cuando Brunetière reclama la libertad de no adscribirse al pasado ni al presente, se ve que sus delicias son estar con Bossuet y Racine, y los estudios de historia literaria de su patria que nos ha legado, revelan esta invencible inclinación. El torrente de novedad a toda costa que arrastra a la literatura francesa encontró en el espíritu clásico de Brunetière un dique: «Las novedades de hoy -repetía- serán vejeces mañana, si la ciencia sólo avanza por absorción de antiguas verdades, el arte se nutre de absorción de antiguas bellezas». Absolutamente se equivocaría el que por estas doctrinas, ni por su defensa del latín y las humanidades en la enseñanza, incluyese a Brunetière en el número de los críticos de orientación retrospectiva, que aman la polilla de las bibliotecas y no comprenden nada actual.

Poco tiene de erudito profesional Brunetière: no le interesa lo secundario y olvidado; su opinión es que sólo debe concederse atención a aquellos escritores, nunca numerosos y tampoco ignorados jamás, cuya falta descabalaría lo serial de la literatura. De los menores, conviene justamente desescombrar la historia literaria.   —321→   Fruto de este concepto de Brunetière es su ensayo sobre «el furor de lo inédito», en que condena la nimia y afanosa rebusca de páginas olvidadas, hasta cuando estas páginas se refieren a personalidades de alto relieve. Ni es un puente para la ignorancia el que tiende Brunetière al reprobar la erudición menuda: al hacerlo, da la prueba de su naturaleza de crítico, pues la crítica obliga a estudiar, pero también a olvidar y sacrificar gran parte de lo estudiado, o siquiera a situarlo en su exacto punto de vista, relegándolo al lugar que le corresponde.

Brunetière fue, pues, un crítico amplio, comprensivo, aunque apasionado y concreto en su gusto: su aptitud racional para comprender no es la tornadiza sensibilidad estética de un Lemaître, abeja golosa de todo cáliz, ni la curiosidad vivaz de un Sainte Beuve, registrador de rincones, prendado de su propio sutil análisis y sustituyéndolo al verdadero interés del objeto analizado. Brunetière, no sólo es comprensivo, sino que -con alguna excepción, v. gr., sus juicios sobre Baudelaire- es abierto: su admiración verdadera, sin embargo, se reserva para obras que han sufrido ya la prueba del paso y embate de las generaciones, y cuya hermosura resiste y persiste. Admiración razonada, consciente, porque Brunetière, que razonó y fundó sus creencias religiosas, no podía dejar en el aire sus devociones estéticas, y le exaltaba ese absurdo axioma «de gustos no hay nada escrito», cuando el escribir y distinguir   —322→   de gustos es cabalmente la esencia de la crítica. «Existen principios -repetía- para juzgar en literatura y arte; la posteridad los condensa, y así lo más exquisito de los grandes escritores queda como reservado y sustraído a las variaciones del juicio individual». Este reconocimiento de la autoridad en crítica puede enlazarse con el reconocimiento de otra autoridad, del cual Brunetière hizo piedra angular de su famosa conversión. Toda la obra de Brunetière elabora lentamente la adquisición del criterio de verdad en arte y en lo que no es arte. Historiador parcial de la literatura de su patria, el trabajo de Brunetière ha contribuido a esclarecerla, no en el menudo detalle de los hechos, en la controversia de puntos sin otra importancia que la propia oscuridad que los envuelve, sino en lo íntimo de la apreciación, en la fijación de leyes, en el desenvolvimiento de puntos de vista y en esa penetración de la esencia de la belleza, privilegio supremo del crítico.

Cimentado y pertrechado en su doctrina -por haberla criado dentro de su mentalidad antes de exponerla en libros-, Brunetière tenía que ser, al mismo tiempo que crítico teórico, crítico de combate. Y lo fue, recia y apasionadamente, en la vanguardia. Hizo campañas, principalmente, contra el naturalismo, contra Zola, mejor dicho, contra Teófilo Gautier, y su teoría del arte por el arte; contra Baudelaire y el satanismo; contra formas de la supervivencia del lirismo (literatura personal) y contra algunas tendencias simbolistas y decadentistas.   —323→   La campaña del naturalismo dio a conocer a Brunetière, y sancionó su penetración, cuando se cumplieron sus vaticinios, enunciados entre el chaparrón de dicterios y de insultos que caía sobre su cabeza -sólo comparable al que, desde otro bando, llovía sobre la de Emilio Zola-.

Los ataques de Brunetière al naturalismo no revistieron la intransigencia negadora de agua y fuego que los espíritus anticríticos y petrificados usan para combatir a las nuevas estéticas. Por esto precisamente, porque no les faltó la conveniente tolerancia, y porque venían armados de lógica y acorazados de razones, abrieron los ataques de Brunetière enorme brecha en la escuela de Medán. D. Juan Valera, impugnador español del naturalismo, fue un adversario mucho menos temible, no porque no le sobrasen erudición, donaire y elocuencia, sino porque no quiso ceñirse metódicamente a la cuestión y apretar, como apretó Brunetière, llamado Boca de bronce. Por la pluma de Valera se explayaba una graciosa y elegante crítica sin convicción, y por la de Brunetière brotaba la convicción a chorros, la convicción que es arma, cien veces más poderosa que la ironía y la duda.

En primer término, Brunetière no afectó desdeñar con fisga y burla al naturalismo; al contrario: estudió sus precedentes, sus orígenes en el romanticismo, y confesó que llegaba a su hora, afirmando (como yo afirmé aquí, aunque en otros términos) que era un oportunismo literario, y se justificaba su aparición dentro del   —324→   proceso evolutivo. Concedió, además, la ortodoxia absoluta de algunos dogmas naturalistas, por ejemplo, el que señala por objeto del arte la imitación de la naturaleza. En el modo de entender y de aplicar estos principios, el análisis de Brunetière ejerció su acción enérgica y desintegradora, preparando la disolución de la escuela como tal escuela. También se apresuró Brunetière a declarar que del esfuerzo naturalista no todo se perdería, que en algo fue definitivo, y que ha dejado varias obras maestras. Pero, no obstante, en 1881 anunció que el favor de la novela naturalista, fundado en cierto rebajamiento del gusto público, en malsanas curiosidades y en reacción casi instintiva contra idealismo romántico (a pesar de la levadura romántica que en la escuela existía), iba a declinar rápidamente; que el porvenir sería severo para la escuela, y que este porvenir estaba muy cercano. En efecto, Brunetière (que niega haber proclamado la bancarrota de la ciencia) pudo, en 1887, presenciar la del naturalismo.

Con motivo de la publicación de La Terre, estallaba por todas partes la protesta, la descalificación de aquel naturalismo antes imperante. «Nadie se atreve ya -escribía Brunetière- a ser naturalista; todos niegan haberlo sido, y hasta los más oscuros discípulos, los imitadores que Zola no conocía, empiezan a traicionar al Maestro». El manifiesto de los cinco antes secuaces de Zola renegándole y apartándose de él, señala una fecha en la historia literaria   —325→   de su tiempo; desde tal instante, la escuela se desmorona y la estrella de Zola se eclipsa, menguando, más aprisa quizá de lo que pudiera temerse, sus facultades de observación, cuyo descenso había notado Brunetière ya. La evolución de Zola es hacia el victorhuguismo -en el cual acaba por sumergirse plenamente en sus últimas novelas sin vida, humanitarias y poemáticas-.

Brunetière lamenta -cuando advierte que sus profecías se realizan- que Zola, al perderse con la nota sobreaguda y violenta de La Terre, pierda también a la fórmula naturalista en lo que pueda tener de verdadera y justa. Y buscando en quién encarnar lo que podríamos llamar «resistencia y supervivencia del naturalismo», inclínase a que sea en Guido de Maupassant, opinión hoy muy difundida. Desde los primeros escritos de Maupassant, Brunetière había reconocido el destaque y el arranque del joven escritor: al revelarse, en la brevedad del cuento, la intensidad del talento y de la fuerza observadora y honda de Maupassant, no vaciló Brunetière en saludarle como al artista completo entre los de su escuela -objetivo, sereno, sombrío-. Y, en efecto, no ignoramos que el naturalismo de Maupassant, ni menos crudo ni menos pesimista que el de Zola, llega a ser, a fuerza de sencillez y perfección, y también de realidad, clásico antes de que el tiempo lo sancione. Aunque Maupassant puso en práctica los preceptos escolásticos, lo hizo como orgánica y naturalmente, sin esas pretensiones científicas   —326→   y experimentales, que Zola no acertó a justificar; sin exceso de descripciones, sin preocupación exclusiva de sensualidad ni de escabrosos y sucios pormenores, y, por último -mérito precioso para Brunetière-, sin desquiciar ni violar el idioma, antes manejándolo como saben manejarlo los escasos maestros que culminan en un habla y una literatura.

Tan severo como para Zola, fue Brunetière para los Goncourt. Los excluyó del campo naturalista, situándolos en el del artificio rococó, del japonismo, del retorcimiento de la sensación y la frase. Con Daudet se mostró indulgente: casi mal de su grado, se siente atraído por el arte de componer (don tan latino), la gracia, la poesía y las luces de psicología que brillan sobre el materialismo de la fórmula artística del autor de El Nabab. En Daudet encuentra Brunetière rasgos de aquella simpatía humana, principal cualidad de la novela inglesa y de Jorge Elliot; de aquella indulgencia con los humildes, formada de ternura y hasta de lágrimas. A Flaubert (a quien diseca con precisión anatómica) le considera un escritor admirable; Madama Bovary le parece la obra maestra de la novela realista en Francia, libro fuerte, destinado a vivir como expresión de una época. Menos transigente y, a mi ver, injusto, anduvo con Salambó, cuya influencia en el neo-romanticismo es tan indudable como en el primer período romántico la de Atala. A pesar suyo, sin embargo, se inclina ante el forjado   —327→   estilo de Flaubert, «exacto y duro, con metálicos reflejos».

En resumen, la crítica de Brunetière, desde el punto de vista científico, es evolutiva; desde el estético, es clásica en cuanto a la forma y activa en cuanto al objeto del arte. La enseñanza contenida en la copiosa labor de Brunetière, y también el grave atractivo de infinitas páginas suyas -citaré para ejemplo el estudio en defensa de Las Preciosas ridículas y del Motel de Rambouillet- piden lectores atentos e informados ya. Brunetière no es escritor fluido ni fácil; su prosa está taraceada de giros y rasgos más arcaicos, inspirada en los modelos del siglo de oro francés; y el atractivo que puede ejercer no se asemeja al capcioso encanto de la sugestión moderna, que allana obstáculos, rompe trabas y deja flotar el espíritu.

Brunetière, a pesar de su intenso amor hacia la belleza de la forma, no es partidario del arte por el arte; en el discurso El arte y la moral, desenvuelve su teoría, contraria a la impasibilidad de Flaubert, Gautier y Leconte de Lisle, como al amoralismo aristocrático de Nietzsche. La imitación de la naturaleza es el principio, no el fin del arte; la naturaleza puede ser a no ser bella, pero seguramente no es buena. Empaparse en la naturaleza es empaparse en la animalidad. Un escrúpulo, sin embargo, asalta a Brunetière -el hombre de quien dijo Hervieu que tenía todos los escrúpulos sin ninguna preocupación-; su sentido crítico le enseña que «lo bueno, lo verdadero y lo bello serán   —328→   idénticos en su fuente, mas en la realidad histórica están separados por intervalos profundos, irreductibles oposiciones y contradicciones verdaderas». Después de esta confesión, es imposible sujetar la belleza artística a la moralidad ni a la utilidad; sin embargo, entiende Brunetière que no todo le es lícito al arte; que el pintor o el poeta es primeramente hombre, y que no tiene derecho ni a atentar contra la sociedad humana ni a deshumanizar las almas. Esto del modo de defender la moral es piedra de toque en que se prueban los críticos legítimos, y Brunetière nunca puso a la ética por encima del arte: se limitó a no aislar ambas cuestiones. Contra moralistas, fariseos o filisteos, defendió hasta a los románticos enfermos «del mal del siglo», a esos cultivadores del yo antisocial, lo más opuesto al sentido propio de Brunetière. No podía ser estrecha, ni ñoña, una inteligencia tan rica. El moralismo de Brunetière no es de índole prohibitiva; la moralidad la cifra en la voluntad, en la acción. Y la acción, en letras, es la tesis. «El arte -escribe- de hoy más, tiene que interesarse por lo que no es arte; al hacerlo, podrá salirse de su esfera estricta, pero ganará en grandeza, en amplitud. Esa independencia de Flaubert es, hablando pronto, una necedad, y no se la permito sino al artista cuyo talento se reduce a ensartar palabras». Agitar ideas, plantear problemas -como Dumas hijo en su teatro-, tal es el deber humano del artista. «Un drama es un acto, un discurso es un acto, un libro es un   —329→   acto». En pintura, escultura y música no formula Brunetiére la exigencia moralista, y hasta admite el arte por el arte. Su espíritu era demasiado culto y clásico para que le escandalizara el desnudo artístico.

Buena considero la teoría en cuanto teoría; lo malo es cuando se necesita fundarla en ejemplos. Flaubert, que no receló deshumanizar, es un artista superior a Dumas hijo, que humanizó. Zola, cuando se abrazó a la tesis, se fue a pique. Y Bourget -excepto en El discípulo, obra ensalzadísima por Brunetière- desciende, desde que trata de predicar. Sólo conozco a un artista, Tolstoy, tan robusto, tan intenso cuando que le interesan otras cosas más que el arte, como lo fue cuando se limitaba a la transcripción de la realidad en forma artística.

En la campaña de Brunetière contra el individualismo y la literatura personal sale peor parado que ninguno Baudelaire, con quien Brunetière ni fue justo, ni fue lince. Alegó que la raíz de la literatura personal es la sinceridad, y Baudelaire fue falso, premioso, artificioso.- Nadie negará el valor de la sinceridad, nadie discutirá la importancia psicológica de la sencilla confesión de un alma; la psicología científica puede enseñar a conocer al hombre, pero no a los hombres; se necesitan confesiones, auto-análisis, quejas; mas para que la confesión nos importe y nos alumbre, es preciso que salga de las entrañas calientes; que no sea fabricada; y son fabricados esos individualismos de alcohol y morfina, esos empeños de   —330→   declararse poeta macabro o novelista estrambótico, cuando quizás se ha nacido para ganarse el epitafio del mejor de los hijos, esposos y padres.

Atreviéndome a intercalar en la exposición de las doctrinas de Brunetière una opinión propia, diré que esta cuestión de la literatura personal e individual se basa en un equívoco, no sé si percibido por Brunetière. Para mí no cabe duda: toda obra maestra de arte, encierre o no confesiones y autoanálisis, es personal e individual, en el sentido de que destaca y afirma al individuo sobre la colectividad, y retrata al individuo, y por el estudio del individuo se engrandece. Sea o no problemática la existencia de Shakespeare (Brunetière pregunta ¿es el individuo lo que me importa en Shakespeare? no; pues hasta se discute su existencia), identifíquenle o no con Bacón -su literatura siempre resultará una literatura de individuos y bisexual (Otelo, Lady Macbeth, etc.). Este individualismo se ha calificado de «creación de caracteres»: y de hecho, el autor que no ha suscitado individuos, no ha suscitado sino abstracciones. Aun en los poemas épicos, que representan a una raza -el Mahabarata, la Ilíada- surge la vida individual, los héroes como Aquiles, Héctor, Yudistira. En la Divina Comedia son individuos los que nos importan: Francesca y Paolo, Ugolino. Nunca conseguirá el mejor artista interesarnos con el hombre, sino con hombres diversos -o mujeres, parece ocioso advertirlo- mejor cuanto más individualizados.

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Al sentar esta afirmación, naturalmente se deduce que no repruebo, por ejemplo, a Baudelaire, si efectivamente se ha creado una individualidad artificial dentro del arte, siempre que su individualidad, natural o no, lleve ese sello de vida profunda y nueva que interesa y abre perspectivas sobre las inmensidades del espacio psicológico. -Que Baudelaire fuese un caso de obsesión y posesión; que sólo escribiese bien cuando estaba histérico; que viviese como un burgués, nos es indiferente; lo cierto es que, de un modo o de otro, Baudelaire dio al arte extrañas formas, «nuevos estremecimientos»; que no hizo «lo mismo» que otros habían hecho antes, aun cuando incluyamos en la lista de antecesores a Edgardo Poe, a Goya y a Valdés Leal.

En suma, fue Brunetière un crítico en la rigurosa y estricta acepción de la palabra: tuvo un criterio y lo aplicó; maestro severo de la línea, que evitó auxiliarse con el colorido; conciencia despierta y activa, luchador que busca al enemigo y deja huella por donde va peleando, se le discutirá, pero no se le olvidará, puesto que, según el principio que él mismo estableció, la omisión de su nombre descabalaría la serie de los grandes críticos de su patria.

De los impugnadores violentos de la escuela, dejando a un lado la infinita grey, nombraremos ahora a uno solo, tomándole por tipo: Barbey d'Aurevilly.

El gran mosquetero no deja títere con cabeza. ¡No es, sin embargo, tan riguroso con unos   —332→   como con otros; su olfato de lebrel fino le indica cuáles de los maestros de la nueva escuela están más dentro de la fórmula, y a esos es a quienes azota su látigo con verdadera furia. Con los Goncourt -a pesar de la cuchillada por la espalda asestada al catolicismo en Madama Gervaisais- es más indulgente; al menos, los Goncourt no son ni burgueses ni populacheros; su pluma es distinguida y sabia; su actitud, elegante; no están hasta el cuello en el democratismo literario, aunque ambos, o Edmundo solo, sean responsables de haber cultivado el género canalla -calificativo del propio Goncourt- en Germinia Lacerteux, en La moza Elisa. Ve Barbey en los Goncourt, con exactitud, que no estaban en su elemento cuando se encanallaban; y por ellos mismos sabemos que parían con dolor esas novelas de «bajos fondos». Censura acremente Barbey la prolija descripción, «enfermedad de la piel de los realistas», la descripción, que se cree científica y es pueril, la descripción de cosas exclusivamente físicas, suprimiendo los matices y transparencias intelectuales y morales... «Yo llamo a esto materialismo -grita el autor de La embrujada- y del más limitado y estúpido. Del que siempre asoma en las literaturas decadentes... Hemos llegado a escupir nuestra alma, como los pulmoníacos, antes de morir, expectoran sus propios pulmones. Pintad, iluminad cuanto os plazca; se pinta de colorines un cadáver, pero un cadáver pintado no es más que una momia». No hay quien mejor tornee la invectiva que   —333→   Barbey; su ojeada descubre al punto el lado paco, la ridiculez, la grieta. Su estilo, más que exagerado, es relevado, es como de bulto, y no cede a veces, en crudeza sobreentendida, al de ninguno de los naturalistas que ataca. De cuando en cuando, un párrafo admirable, descriptivo (como el de los clowns, en la crítica de los Hermanos Zemganno), brilla con luz propia.

La relativa benignidad de Barbey con los Goncourt, la simpatía que revela hacia Daudet, se convierten en ardiente y sañudo despellejamiento, al tratarse de Flaubert y de Zola. No cabe nada más duro, ni más injusto y cerrado. De Flaubert, sólo reconoce Madama Bovary, y eso con restricciones múltiples. De Zola, no reconoce nada. He aquí el retrato, mejor dicho, la caricatura de Flaubert:

«Es el espíritu más seco de todos los secos, una inteligencia superficial, que ni tiene sentimientos, ni pasión, ni entusiasmo, ni ideal, ni puntos de vista, ni reflexión, ni profundidad; es un aserrador de la literatura; su talento es casi físico, como el del que ilumina mapas...».

«Es un materialista de la forma, como no lo ha sido nadie... No es ni inventor, ni observador... Salambó es una peluca cartaginesa... El error del vil realismo, en que Flaubert cae, es creer que el arte tiene por objeto la exactitud en la reproducción, cuando el arte no tiene más fin que la Belleza...».

Sólo en un respecto tuvo razón Barbey al hablar de Flaubert: cuando observó la escasez de su producción y la decadencia visible de sus   —334→   últimas obras. Pero la causa era sobrado conocida, o debía serlo. La epilepsia iba apoderándose del cerebro, amenguando sus fuerzas creadoras, causando la angustia de la producción lenta, laboriosísima. Barbey no parece que ha sospechado este proceso morboso. Y sin vacilar, después de La educación sentimental, puso al autor de Madama Bovary este sangriento epitafio (aplicable, más que a él, a Feydeau): «¡Aquí yace quien supo hacer un libro, pero que no pudo hacer dos!».

Contra Zola, no hay vilipendio que falte en pluma tan cruel como era la de Barbey, excesivo en el vejamen como en el elogio. Los dicterios llueven como hojas de árbol en otoño. Salchichero, cerdoso, escritor que piensa hacer arte rellenando morcillas, alcantarillero, autor trágico en lo inmundo, pintamonas (rapin) rabioso, pintor de quesos, fascinado por lo repugnante, vientre cerebral... Pudiera ser la lista mucho más larga. Barbey ve en Zola al representante del materialismo democrático en las letras, y condena todo: las obras, el autor, el sistema, sin las atenuaciones y las concesiones que se encuentran a cada paso en Brunetière.

Esta furia de protesta no suele proceder de un juicio crítico, en el cual siempre se imponen ciertas transigencias, el reconocimiento de algún valer, entre los defectos y errores censurados. Nace la reprobación absoluta de algo que está más adentro que la razón: del instinto, de las repulsiones fundamentales. Era un instintivo   —335→   Barbey. Por naturaleza, detestaba lo grosero, lo bajo, lo plebeyo, y lo encontraba encarnado en Zola y su escuela militante. En tal sentido, no hay crítica más sincera que la de Barbey, pero tampoco la hay más impresionista.