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ArribaAbajo- XIV -

La crítica. -El impresionismo. -Lemaître. -Su renanismo. -Su atractivo. -Su sistema. -Su peculiar sensibilidad. -Exclusivismo en favor de los escritores contemporáneos. -Clasicismo. -El sueño neo-helénico. -Preferencia modernista. -El epicureísmo. -Los «monstruos divinos». -Anatole France: semejanzas con Lemaître. -Subjetivismo. -Impugnación dogmatista de Brunetière. -Respuesta de France


Los representantes del impresionismo en la crítica son Anatolio France y Julio Lemaître, y la controversia entre dogmatistas e impresionistas es, a la vez que una etapa de la crítica literaria, una fase del pensamiento.

A nadie se oculta la relación estrecha del impresionismo con el neo-romanticismo, que por segunda vez emancipa el yo, y precipita la madurez de la decadencia próxima. Esta dirección de la crítica la determina la influencia de Renan, porque ya existe el renanismo, infiltrado en las letras y demostrado por varias obras (entre las cuales debe contarse Madama Gervaisais, de los Goncourt).

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No tiene Julio Lemaître más biografía que la literaria. De su modo de pensar y entender la vida se deduce que no hubo en ella grandes pasiones ni eventos dramáticos, salvo el interno drama de la conciencia, que, resuélvase en el sentido que se resuelva, drama es. Renan lo resolvió dejándose atrás su fe y sus anhelos espirituales, con alegría insolente, que le ha sido muy echada en cara; Lemaître, con una filosofía a lo Petronio -un Petronio a la francesa-, porque, ante todo, es Lemaître hombre de su nación y de su raza gala, hasta los tuétanos.

Nació a mediados del siglo XIX en una aldeíta de Turena. Empezó sus estudios en el Seminario, cerca de Orleans; los continuó en París, en otro Seminario; entró luego en la Escuela Normal Superior, fue profesor en varios Liceos, Escuelas y Facultades, y contaba veinticinco años cuando empezaron a llamar la atención sus primeros artículos de crítica en la Revista Azul.

Publicó dos tomos de versos, y seis años después renunciaba a la enseñanza, no para dedicarse a la crítica, como se ha dicho, sino para cultivar las letras, ya en artículos, ya en novelas breves y obras teatrales. Aquí sólo de su crítica hablaremos, siendo esta lo más personal y expresivo de su labor.

Desempeñó en el Journal des Debats el folletón dramático, y están reunidas, en varios tomos, sus opiniones sobre Los Contemporáneos y sus impresiones acerca del teatro moderno.

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Para conocer y definir la mentalidad de Lemaître, es necesario, como acabo de advertir, tomar en cuenta la influencia de Renan. Con un artículo sobre Renan se estrenó Lemaître en la crítica, artículo severo e indignado. Adhiriéndose a palabras de Sarcey, declaraba que, sin duda, Renan se burla de sus lectores y de su auditorio, y declara que ver al autor de La vida de Jesús, oír sus lecciones en clase, es una profunda decepción.

Poco después de este articulo (que recordaremos al tratar del renanismo) no tiene Renan más brillante discípulo que el convertido Lemaître. Y al impregnarse de su modo de sentir especial, Lemaître perdona al maestro el «haber transformado» -dice bellamente Eduardo Rod- «los objetos de angustia moral en objetos de deleite, y el don de moverse con infinita soltura entre la infinita incertidumbre».

Debió Lemaître muy principalmente su renombre, a los dones que gratuita y caprichosamente reparten las hadas: la amenidad y encanto de su prosa, que sin ser perfecta, es capciosa y atractiva como ninguna. Revoloteando sobre los asuntos, tomando pie de ellos para digresiones entretenidísimas, derrochando ingenio y agudeza, nadie diría que procede de la pléyade de los «normalistas», de los satirizadas pedantes de colegio, este deleitoso causeur. El ideal de la crónica se realiza en él, puesto que, en medio de lo ingrávido de sus disertaciones, Lemaître sugiere bastante al pensamiento y a la inteligencia.

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Tan divertido y excelso cronista tiene, en efecto, su idea crítica, y, al renegar de lo dogmático, erige en dogma su misma negación. La crítica, según Lemaître, nunca puede aspirar al dictado de ciencia: la crítica, como doctrina, es vana; hay, pues, que hacer de ella un arte, el de gozar de los libros; y, por medio de ellos, afinar y enriquecer la sensación. No podemos profesar cerradamente una opinión: no hay nada estable, nada eterno; el mundo cambia, y cambiamos nosotros con él. Y basta que el espíritu que refleja el objeto varíe, para que sólo se pueda responder de la impresión del momento.

Por lo tanto, no debe arrogarse función ni autoridad el crítico; las obras desfilan ante el espejo de nuestra mente; y como el desfile es largo y el espejo va modificándose, si una obra desfila por segunda vez, ya es distinta la imagen que proyecta.

Esto, y mucho más, escribe Lemaître, para defender lo prismático e inconsistente de sus juicios; y añade, en resolución: «Ya que todo es vanidad, amemos los libros que nos gustan, sin hacer caso de clasificaciones ni doctrinas, y convengamos con nosotros mismos que nuestra impresión de hoy no vincula la de mañana».

Bien se deja entender que el sistema estaba llamado a suscitar numerosos adeptos, siendo esencialmente cómodo y grato. Cualquier principiante, el último gacetillero, podía practicarlo, sosegando su conciencia y escudándose con   —341→   tan eminente precursor. Sólo que, cuando las cosas son excesivamente cómodas, hay que desconfiar de su solidez. Entendido el impresionismo tan al pie de la letra, se parece a un juego que me divertía allá en la niñez, en la playa de Sangenjo: marcar huella en la arena fina, y ver cómo brotaba agua y se borraba instantáneamente la señal del pie. Y perdónese este detalle, impresionista del todo.

En la personalidad de Lemaître hay que notar dos cosas. La primera, que habiendo escrito versos y no rehuyendo en su prosa la tendencia a un sentido poético ironista, es el hombre más francés, más dentro de la prosa nacional; la segunda, que acaso por este modo de ser, Lemaître -como su impugnador Brunetière- propende al clasicismo.

Renato Doumic, que tan delicadamente ha estudiado a Leîmatre, en su espíritu y en sus escritos, se fija en que es un hijo de Turena, de una raza sensata, mesurada y maleante; que toda exageración le molesta, y en todo le complace la proporción. No le seducen ni la mística ni la metafísica: sólo estima la filosofía práctica. Tiene un residuo de cristianismo a lo Renan, que procede de su educación en el Seminario; pero se inclina a los caminos tortuosos de los antiguos sofistas, al sostener el pro y el contra y conciliarlos, con fruición de alejandrino, que ya anuncia los ergotismos escolásticos venideros.

El eje de su crítica es una curiosidad incesante, un interés superficial, un diletantismo.   —342→   Es -y él mismo lo indica- el Don Juan Tenorio de las letras. Todavía ofrece Lemaître otro rasgo, que caracteriza a muchos escritores modernos; no le agrada mirar atrás; no le interesa lo antiguo; no tolera el pasado. Es, pues, por excelencia el crítico de Los Contemporáneos, título que una colección de sus artículos ostenta. En el egoísmo supremo de su yo, va derecho a la sensibilidad moderna, porque se adapta más fácilmente a la suya, renunciando al vivo placer de reconocerse en el alma de algún antepasado de la historia y del arte, (placer que es preciso comprar a precio de arduo estudio o, al menos, de lecturas que implican esfuerzo). El goce de leer un autor actual es para Lemaître semejante a una embriaguez.

Por subjetivo que pretenda ser un crítico -y en esto lo comprobamos- nunca dejará de expresar sentimientos de parte de su generación, y, además, admirar, gozar la obra de arte, es juzgarla, indirectamente si se quiere, pero del modo más positivo. Y -observa Doumic, a quien sigo en esto- las preferencias se erigen presto en cuerpo de doctrina. Lemaître, el crítico de la ondulación, la oscilación y la vibración, tiene sus acentuados exclusivismos, como pudiera un Brunetière, acaso más. Aun entre lo actual, hay no poco que censura, reprueba y pone en solfa: los simbolistas, los admiradores de Metterlinck, la gloria de Tolstoy, la de Wagner. Nada místico, nada nebuloso, nada que no sea lógico, explicable -francés- y Doumic dice:   —343→   «El que pide claridad, proporción, buen sentido y buen gusto, es un clásico».

Encuentro, en uno de sus billets du matin incluidos en Los Contemporáneos, y respondiendo a una interrogación, el catálogo de la biblioteca que elegiría, si sólo le permitiesen veinte volúmenes. Al pronto hace una lista donde figuran las grandes obras universales: Homero, Esquilo, la Biblia, el Quijote... Y luego nota que esta lista no es sincera. «¿Acaso siento yo -exclama- necesidad de leer la Biblia, a Homero, a Esquilo? No: vaya el catálogo de los libros que verdaderamente leo, que forman mi sustancia intelectual y moral...». Y con sorpresa, en la nueva lista, hallo novelas de Zola y Daudet, versos de Sully Prudhomme, comedias de Marivaux... La sustancia del clasicismo de Lemaître pierde calidad, no cabe duda, con esta selección; a bien que ahí está, para salvarlo todo, el impresionismo. «¿Acaso -se pregunta nuevamente Lemaître- los veinte volúmenes que hoy prefiero los preferiré dentro de veinte años o de seis meses? ¿Y si prefiero más de veinte? ¡Qué interrogación más fastidiosa!».

Uno de los textos que mejor expresan a Lemaître, es su estudio acerca de las novelas de Madama Adam, cuyo pseudónimo es Julieta Lamber. Esta señora, hermosa y sociable, figuró mucho en los comienzos de la tercer república, y dio su nota de originalidad con la concepción del neo-helenismo, expuesta en novelas que no dejaron de atraer la atención del público. El alma moderna -dice con tal motivo   —344→   Lemaître- parece formada de varias almas del pasado, y a poco que nos esforcemos, descubrimos en nosotros a un ariano, un celta, un griego, un hombre de la Edad Media. Pero, en especial, el alma griega es la que atrae a artistas y escritores actuales. Todos cantan a los dioses de la Grecia, y hay quien los adora. Este ensueño helénico, profesado con más fervor que nadie por la señora Adam, Lemaître lo examina, la diseca. Al pronto, parece compartirlo; pero Lemaître no es un pagano puro como Chénier: es un francés del siglo XIX; un moderno, irónico con las ideas, hasta cuando las acaricia; y reconoce que el neo-helenismo no pasa de ilusión de algunos modernos, adornada con nombres. antiguos; fantasía aristocrática, para refugiarse en un mundo más bello y alto. En primer lugar, antes de crearse un alma griega, hay que estudiar y aprender en qué esa alma consiste; hay que elegir, entre las edades históricas de la Grecia, asaz distintas, la que se prefiere. Por otra parte, cuanto nos rodea nos advierte que no somos griegos, que no podemos serlo, en el sentido de tal transformación. Ignoramos como era la «vida griega». Muchos anhelan, o lo dicen, ser ciudadanos de Atenas, hacer gimnasia, escuchar a los oradores. «¡Ea, pues yo no!» protesta Lemaître. «Lo digo francamente: en la villa de Palas Atenea, estaríamos muy a disgusto. Nos faltarían mil cosas: el hogar, el lujo, el conforte, los placeres y sentires que proceden de la intervención de la mujer en la sociedad moderna, la cortesía, la   —345→   galantería, ciertas delicadezas, ciertas ideas. Yo me digan que en Atenas todos eran guapos, inteligentes y artistas. Renan, que lo afirma, no pudiera demostrarlo. Yo creo que los chistes de Aristófanes se dirigían a gente grosera. Más vale vivir en el siglo XIX, en París si es posible, y si no, en un lindo rincón de provincia».

He aquí el ideal de Lemaître, del enamorado de lo contemporáneo en el arte y en la vida. Es frecuente escuchar: «En arte prefiero lo antiguo, pero en la vida denme el bienestar moderno, todos los adelantos, cuantos más, mejor». No así Lemaître. También la estética moderna le parece superior (y lo proclama diciendo «voy a proferir una blasfemia») al Partenon mismo. Quizás antepone a los célebres frisos, que censura, el grupo de La danza, de Carpeaux. Y, recordando lo escrito por Renan, acerca de la estrechez de la frente de Palas Atenea, añade que es preciso ensanchar esa angosta frente, y, naturalmente, y hasta sin querer, viene a reconocer que es el cristianismo el que ha realizado tal labor de «ensanche» en la Diosa ortodoxa. Nuestra sensibilidad moderna, y hasta nuestro nerviosismo, de la Edad Media proceden; por la Edad Media, por los raudales del sentimiento cristiano, se ha agrandado la sien y ahondado el corazón de la Minerva sagrada. El sueño griego es una idea incompleta de la naturaleza humana, ya que la preocupación y la necesidad de lo sobrenatural son tan naturales, para mucha gente, como sus demás sentimientos.   —346→   Con ese sueño, sobrado optimista, no se explica tanto mal como hay sobre la tierra. Y -continúa Lemaître- no es tal sueño, sino una forma de «la grande y saludable filosofía de la curiosidad».

Lo que pudiera ser de procedencia helénica en Lemaître, es su epicureísmo -doctrina que parece creada, siglos antes de Jesucristo, para adaptarse como anillo al dedo a las decadencias futuras, y demostrar que, al través de las edades, la sensibilidad no varía tanto que no reincida en lo antiguo-. Leyendo lo que se sabe de Epicuro, dijérase que en parte Lemaître lo resucita. Me refiero, se comprende, al Epicuro morigerado y sobrio en lo material, no al de la especie porcina, que el poeta latino estigmatizó acaso sin querer. Los voluptuosos refinamientos de Lemaître son del espíritu, y pertenecen a la categoría de las fruiciones más duraderas, las que nacen de la función cerebral. Como su maestro Epicuro, profesa, la templanza, detesta la violencia, quiere la virtud amable, y entiende que debe aprovecharse todo goce que no acarrea pena, aceptar toda pena que haya de resolverse en placer, y que los sentidos han de ser mandados, y no mandar en nosotros.

En suma, para Lemaître, como para Epicuro, el objeto de la sabiduría es la realización de la felicidad, entendiendo por felicidad una vida serena, sin orgías, sin pasiones devoradoras, llena de calma y de intelectualismo.

Se dirá que todo ello no se relaciona con la crítica literaria. Al contrario: es el epicureísmo   —347→   de Lemaître la raíz de su crítica, o más bien su crítica es el propio epicureísmo, bajo el nombre de impresionismo. Es la crítica del deleite, que empieza por comprender y sentir, sigue por dar forma a lo sentido, y al darla expresa ese goce, semejante al de un coleccionista de objetos artísticos, que se recrea, no sólo en mirarlos, sino en despertar, por medio de ellos, una serie de sensaciones y de ideas bellas o profundas.

Si pensamos en la evolución de la crítica en este período, veremos que no sólo invade territorios donde antes no penetraba, sino que, relegando a segundo término las cuestiones de gramática, retórica y buen gusto -si ya por completo no prescinde de ellas- se va transformando en una filosofía, en una concepción de la vida, del mundo, de los problemas universales. Y esa concepción, al través de la sensibilidad propia del crítico, se refleja en la de sus coetáneos. Los mismos móviles que impulsaron a tantos soñadores a leer y aprenderse de memoria versos de Lamartine y de Musset o novelas de Jorge Sand, les llevan a empaparse en la lectura de Lemaître o Anatole France, y también de Renan, el cual no es un crítico literario, como en La Transición hemos dicho: que hasta desdeña, recordémoslo «este género de diversión», y no le agradan las letras, pero que, por un estado de alma común a tantos de sus contemporáneos, y el arte de expresarlo sugestivamente, influye, y representa una parte de su siglo.

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Acaso el sentimiento de Lemaître, tan de la crema intelectual de su tiempo; ese diletantismo alado, con ironía fina, ese instinto de templanza en el goce; ese escepticismo como involuntario, sea más común que el de Renan. Por otra parte, encarna un ideal bien latino... pero latino de la decadencia, del crepúsculo, de la hora de cansancio y desaliento en que la nueva sociedad, hija de las revoluciones, no acierta a formarse el ideal que ha de sustituir al de ayer.

Es curioso que sea una condenación del genio y una alabanza del talento a secas, lo que precede al juicio emitido por Lemaître acerca de Anatolio France. Veamos cómo establece la superioridad de la medianía este latino de los tiempos en que la lava eruptiva del genio empieza a resfriarse: «Los hombres de genio -dice, haciendo tal vez sin querer un retrato al carbón de Víctor Hugo- no son nunca conscientes de sí mismos, ni de su obra; tienen casi todos inocentadas, ignorancias, ridiculeces, una facilidad, una espontaneidad grosera; no saben lo que hacen, ni lo hacen con la necesaria reflexión. Y hoy, que crecen la reflexión y la conciencia, hay, al lado de estos hombres de genio, artistas que sin ellos no hubiesen existido, que disfrutan de ellos, que sacan jugo de ellos, pero que, mucho menos poderosos, son al cabo más inteligentes que esos monstruos divinos, poseen más completa ciencia y sabiduría, y una concepción más refinada de la vida y del arte».

Fijémonos en esta teoría, que, además de contener la definición de lo que son y valen los   —349→   Lemaître, los France, los Renan, y tantos otros escritores, es aplicable exactamente al período que se inicia ya en la etapa que voy reseñando, y que va a llegará su plenitud, en la que reseñaré bajo el epígrafe general de La decadencia. Son los rasgos esenciales de las decadencias los que Lemaître reconoce, sin querer y sin pensarlo: de esas relativas esterilidades en que brotan un sinnúmero de lindos arbustos, y ningún árbol alza majestuosa copa. Los «monstruos divinos» escasearán o faltarán ya desde los últimos lustros del XIX; una hueste numerosa de hombres de talento, de mérito, de gran competencia artística, surgirá queriendo reemplazarlos. No dio pequeña muestra de su feliz entendimiento Lemaître, al escribir esa página, al excluirse de entre los monstruos, y a su congénere Anatolio France.

Este famoso escritor nació en Paris, el año de 1844, y es hijo de un librero. Empezó su carrera literaria por un estudio sobre Alfredo de Vigny; más tarde, figuró entre los poetas de la escuela parnasiana; tuvo una juventud de lucha, comienzos arduos y penosos; sus versos (Lemaître es el que nos lo dice) revelan la influencia de Leconte de Lisle, Darwin y Lucrecio. Lemaître, sin embargo, supone que, como conviene a toda alma rica y humana por completo, France era pagano y cristiano a la vez. De esta disposición de su ánimo hay revelaciones13 en sus novelas y cuentos, de los cuales corresponde hablar en el tomo próximo.

En crítica es un subjetivo, y con frase conceptuosa   —350→   lo dice: «El buen crítico es el que narra las aventuras de su alma al través de las obras maestras». Hay más: France se ha negado siempre a admitir el nombre de crítico. Su pose es la del aficionado, del diletante. Criticar huele a pedantería. Y así como rehuye la apariencia de la función, se exime de sus deberes y cargas. «No ha revelado ningún talento, no ha auxiliado a ningún principiante, y es nula su influencia sobre la juventud», dice de él un crítico.

El subjetivismo en France es más bien pesimismo: nada es verdad ni mentira, que dijo otro gran impresionista español:


«Todo se ve del color
del cristal por que se mira».



No hay estética, es un castillo en el aire; no hay ética, no hay biología, ni sociología... Y las cuestiones literarias... ¡bah! Disputas de flautistas. Como Lemaître, no gusta de los monstruos divinos: su ideal es la mesura, los frutos de la zona templada, y profesa que los que hacen obras maestras «no saben lo que hacen».

Como Lemaître, France es de encantadora lectura; sus impresiones de espectador de la vida están referidas de tal manera, que ejercen seducción. Su ironía no es amarga (me refiero a las críticas; cuando hable de sus sátiras, alguna muy reciente, habré de notar la risa seca   —351→   del volterianismo, al cual France ha ido inclinándose más cada día). Como Lemaître, también France es ignorantista: la humanidad era feliz cuando no sabía sino catecismos y canciones... El ignorantismo es un fenómeno común a muchos pensadores modernos. En Tolstoy hallamos a uno de los más resueltos adversarios de la ciencia.

Así, un idealismo subjetivo volvía a entronizar el yo, para reducir la crítica, como dijo donosamente Faguet, al «viaje sentimental del Sr. France al través de los libros». Y no era en la poesía, era en el género más serio, el que Taine había elevado a la grandeza de la historia, donde renacía el lirismo romántico, disfrazado y transformado, es cierto, pero con todos sus peligros y su antojadizo carácter.

Tal modo de entender la crítica, más abiertamente profesado aun por France que por Lemaître, no podía menos de soliviantar a Brunetière, y armado de punta en blanco, todo revestido de argumentos, comparable al testudo o tortuga militar romana, sale a plaza, y arremete contra el impresionismo, para pulverizarlo. La tarea no era tan fácil como la de descabezar y deshacer a Zola; con todo eso, la dialéctica de Brunetière dejó mal parado al impresionismo.

Su estudio sobre la crítica impresionista es, en primer término, y antes que impugnación, reivindicación de los fueros, derechos y privilegios de la crítica amenazada de muerte.

Unas veces con punzante ironía, otras con lógica   —352→   rigurosa, demuestra Boca de bronce lo erróneo, lo vano de la teoría. Cómodo sistema ese que a nada obliga, que autoriza toda variación, que tiene la ley de la veleta, cambiando porque el viento cambia; que dispensa de estudiar, de comparar, de observar, hasta de pensar, siendo como vaga ensoñación de opio, en que las sensaciones propias se narran, tan pronto experimentadas como desvanecidas.

Fuera de nosotros, exclama Brunetière, hay certidumbres, cosas que son iguales para todos los humanos. Lo cuadrado no es redondo, lo rojo no es verde. Hay caracteres específicos comunes a la humanidad. Podemos salir de nosotros mismos, y aun diríamos que la vida a eso se consagra. Y si así no fuese, si nada real conociésemos al exterior, entonces sí que no habría ni literatura, ni sociedad, ni arte, ni lengua. Aun cuando todo es opinable, acerca de todo se reconoce también una opinión general, fundada, que el tiempo sanciona. Confiesa el mismo Lemaître que unos escritores existen y otros no. Luego ya tenemos una base de juicio, y al tener una base de juicio, otra de clasificación; con lo cual basta y sobra para fundar la crítica objetiva.

El deber de juzgar va envuelto y supuesto en la palabra crítica. Y los impresionistas, digan lo que quieran, juzgan igual que los otros. Lemaître juzga, France juzga, y con bastante rigor y dureza. Una preferencia, ¿qué es sino un juicio?

Apoya Brunetière estas afirmaciones en los   —353→   métodos y leyes de clasificación en que se fundan las ciencias naturales, y aconseja a los impresionistas que lean a Agassiz, a Haeckel, a Augusto Comte. Los conocimientos humanos reclaman clasificación metódica; hay jerarquía en los géneros literarios, y por algo una obra maestra de Balzac vale más que las Hazañas de Rocambole. Es, pues, necesario clasificar y juzgar, y el propio objeto de la crítica es enseñar a los hombres a juzgar algunas veces contra su gusto. Así -nótese bien- adquiere la crítica elevación moral, porque la moral, y la educación misma, como la crítica, consisten en sugerirnos otros motivos de juicio y de acción de los que nos dictan el temperamento, el instinto y la naturaleza. Esta es la consideración más seria y grave de cuantas formula Brunetière; es el eje de la cuestión, la acusación positiva contra la crítica y el arte egoísticos, antisociales; con motivo de una discusión estética, pone el dedo en la llaga profunda y devoradora de la conciencia y del espíritu. Añade Brunetière que la crítica impresionista, no sólo no clasifica ni juzga, sino que no explica, y explicar es el complemento, la razón general de la función crítica. Una crítica objetiva tiene igual fundamento que la historia. Negar la posibilidad de la crítica objetiva, es como negar toda ciencia.

No podía el severo Brunetière, que jamás consagró la pluma sino a la crítica o a estudios sociológicos y morales, omitir una observación que es una estocada a fondo: los críticos   —354→   impresionistas son, antes que críticos, autores; Lemaître, poeta, cuentista y dramaturgo; France, novelista y cuentista; de suerte que la crítica les importa menos; es para ellos un ensayadero de ideas, que luego aplican y desenvuelven en poemas o dramas; y estas ideas son, necesariamente, más que ideas, impresiones artísticas.

Señala, por último, Brunetière otro peligro del impresionismo literario; algo que causa estragos, que es una plaga de Egipto de las letras; el campo abierto que ofrece a la ignorancia, permitiendo al primero que llega que exhiba sus antojos en el periódico o en el libro. En mi concepto, si todos los impresionistas ostentasen el saber, el ingenio, el lastre de cultura literaria, la gracia y sal ática de Lemaître y France, o siquiera la mitad, aplaudiríamos. Lo temible es la cola impresionista. Y esta cola serpentea y rabisalsea por doquier. Una muchedumbre de señores que no tienen nada dentro, se empeñan en ponernos en interioridades, y fallan acerca de lo divino y lo humano, calzando las holgadas babuchas del impresionismo.

Estudió también Brunetière, enlazándolo con el de la crítica impresionista, el problema de la literatura personal, otra resurrección del lirismo romántico, pues considera toda la vida como ilusión o figuración subjetiva, y cada cual, libre en su anarquía interna, crea la autoridad de lo que afirma, la hermosura de la que contempla, la verosimilitud de lo imaginado,   —355→   y se fabrica, como el filósofo alemán, su Dios y su fe. Censura Brunetière el aluvión de Memorias, Correspondencias y Diarios que a cada momento aparecen, desde el Diario íntimo de Amiel, hasta el de los hermanos Goncourt; y ve en este género, fecundo e invasor, otra señal del desarrollo del yo, que Pascal tenía por «aborrecible». No puedo menos de confesar que el género, del cual pienso decir algo en La decadencia, me cautiva y divierte infinito, y no me parece tan diabólico, y hasta le hallo nobilísimo abolengo en las magníficas Confesiones del africano Agustín. Brunetière, en otras ocasiones más ponderado, en esta ha extremado la crueldad, y mucho de lo que desdeña y relega a las últimas casillas de la literatura, es atractivo, deleitable, importante, y hasta útil, para conocer por un estado de alma individual los estados de alma colectivos, y para entender la historia literaria de una época (que es el caso del Diario de los Goncourt). Pudo haber parado mientes Brunetière en que, siendo René, por ejemplo, la confesión de un escritor ilustre, fue también un testimonio de lo que experimentaban infinitos hombres de su generación, y revistió carácter tan general, que llegó a llamarse «el mal del siglo» al mal subjetivo de René. En este sentido, es objetiva la literatura personal, y, desde luego, no cabe despreciarla, ni condenarla a las gemonías.

Anatolio France salió a justar por la literatura impresionista, recogiendo las alusiones de   —356→   Brunetière; pero más que romper lanzas, lo que hizo fue escurrirse como una anguila; era sobrado difícil echar abajo el formidable aparato de razonamientos de su contrincante. En el Prefacio de la tercera serie de su Vida literaria; France no rebate ninguno de los argumentos de Brunetière; se limita a echarle una tufarada de incienso, a decir con coquetería casi femenina que «mientras a Brunetière no le gusta mi crítica, a mí me gusta la suya, y esto ya es desventaja», a compararle con el testado, a exclamar: «¡Por qué crueldad de la suerte había yo de querer y admirar a un crítico que corresponde tan poco a mis sentimientos!» y a hacer una profesión de escepticismo completa: «He creído, cuando menos, en la relatividad de las cosas y en la sucesión de los fenómenos». Todo es ilusión, todo es engaño; la vida es sueño, sin el posible despertar de Segismundo; no salimos de nosotros mismos jamás; estamos encerrados en la caverna de nuestro yo, y lo que vemos se reduce a fantasmas que se proyectan en sus paredes. El encanto y el precio de la vida son esas sombras que pasan. Juzgamos partiendo de nosotros mismos; no hay dos pareceres iguales, y aun en las ciencias de observación esto tiene nombre: se llama «la ecuación personal».

De la respuesta de France, que es obra prima de donaire y humorismo, sale el impresionismo más consagrado que nunca; no cabe otro método; jamás la crítica se revestirá del rigor de una ciencia positiva, y lo más bello y más   —357→   deseable en arte y en moral será siempre algo misterioso, irreductible a fórmulas.

Tal vez para completar estas confesiones, hechas por un hombre muy moderno, que no es ignorante, pero sí ignorantista (como tantos otros, como Tolstoy, como el mismo Brunetière, que entendió igualmente este aspecto del problema humano), habría que tomar en cuentalo que también declara. «La observación del sabio se detiene en la apariencia y el fenómeno, sin que llegue a saber nada de la verdadera naturaleza de las cosas». En otro artículo titulado «¿Por qué estamos tristes?» explica así el síntoma de la tristeza moderna, de la melancolía de nuestra civilización: «Es que hemos comido los frutos del árbol de la ciencia, y nos sabe la boca a ceniza; es que el peor mal es haber perdido, con la ignorancia, la creencia; es que no tenemos esperanzas; que nos falta lo que consolaba a nuestros padres, y no hay pena mayor, pues era dulce creer hasta en el Infierno...». «¿Quién nos dará -añade- una fe, una esperanza y una caridad nuevas, que lleven a nuestras pobres almas sobre el océano del mundo?».



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ArribaAbajo- XV -

La crítica en la historia religiosa. -Ernesto Renan. -¿Es un literato? -Vocación. -Primeros años. -La duda. -Influencia alemana. -Episodio. -Salida de San Sulpicio. -Persistencia del carácter eclesiástico. -Viaje a Siria. -Muerte de la hermana. -«La Vida de Jesús». -Ideas antidemocráticas. -El «superhombre». -«El Omniarca». -Epicureísmo. -De Voltaire a Renan. -El principio femenino. -Disolución de la mentalidad


Algo queda dicho en La Transición de la primera época de Ernesto Renan; pero su labor más copiosa y su mayor influjo son del período comprendido en los treinta años que van de 1860 a 1890: la etapa naturalista. Conviene, pues, mirar a Renan más despacio, tratando de reducir a las proporciones de estos estudios la complejidad de la figura y la abundancia y variedad de la obra.

No un libro, sino varios, pediría la tarea de explicar bien a Renan, y, sobre todo, su acción sobre el pensamiento y el sentimiento de sus contemporáneos: lo que se llama el renanismo. La lista de los renanistas ilustres en las letras   —360→   sería nutrida y lucida. Hemos hablado de dos, que son Julio Lemaître y Anatolio France: por lo menos, hay que agregar a Pablo Bourget y a Eduardo Rod.

Como quiera que muchos de los escritos de Renan, por su asunto, no pueden referirse a la literatura, nadie extrañará que no detallemos esa tarea científica especial, acerca de cuyo valor positivo corren diversos pareceres. Si Renan se hubiese limitado a exponer con riguroso método puntos de exégesis o de filología, o a comentar a Hegel y Schelling, poco ruido hubiese hecho en el mundo. Su fama, su puesto excepcional, lo debió a la aleación de literatura, de retórica y de poesía que existe hasta ese sus producciones más ajenas a las letras propiamente dichas; al velo bordado que tendió gentilmente sobre la aridez de la erudición de cátedra y biblioteca. No importa que rehusase siempre el dictado de escritor, que jurase no haber en el mundo hombre menos literato que él. Muy otro hubiese sido, si le quitan el elemento literario, el estilo y el arte.

La aseveración de Faguet, que a Renan no le gustaba la literatura, ni quita ni pone. Que fuese hombre de escasa cultura literaria; que censurase a Bossuet sin haberlo leído, es cosa sabida; y, no obstante, escribió con hechizo dramas y narraciones, diálogos, cuentos y memorias autobiográficas. Consta además que fue aficionadísimo a leer novelas, que se embelesaba en tal lectura, y que costaba trabajo quitárselas de las manos para que continuase la   —361→   redacción, verbigracia, de Averroes y el Averroísmo. Lo que nos refiere, en sus Recuerdos de la Infancia, acerca de los cuentos e historias que narraba su madre (y el libro todo), confirman este aspecto romancesco de la mentalidad de Renan. La biografía externa de Renan sería breve; la interna está saturada de elementos dramáticos, y también cómicos. Más vale referirlas sin aislarlas, porque están íntimamente unidas, y en sus obras puede estudiarse sucesivamente la evolución de su inteligencia, de su moralidad y de su existencia entera.

Ernesto Renan nació en Bretaña, en Tréguier, ciudad que se formó en torno de un antiguo Monasterio, fundado por San Tual; ambiente puro, monástico, y un tanto supersticioso. Declárase, pues, un celta, cruzado de gascón y mezclado de lapón: lo de lapón responde a que cree Renan que de tribus laponas proceden los celtas. No es decible cuánto partido han sacado sus apasionados, sus adversarios, y él mismo, en contra y en pro, de estos orígenes célticos y de este lado meridional. Renan entiende que el espíritu religioso se lo legaron los celtas, y la incredulidad los gascones.

Habiendo venido al mundo el año 1823, contaba quince cuando después de haber empezado a estudiar para cura en el colegio eclesiástico de Tréguier, pasó a París, al Seminario de San Nicolás de Chardonnet, bajo la dirección del que fue luego Monseñor Dupanloup, a   —362→   quien retrata así: «Más tacto mundano que teología...».

Hallose Renan en aquel establecimiento como transportado a otro mundo. Los viejos santos célticos, furiosos en la devoción, austeros y rudos como las costas y las selvas, los San Tual y los San Renan -cuyo nombre se preciaba de llevar el joven seminarista-, no se parecían a los que recibían culto en el rico y elegante establecimiento de enseñanza, donde no sólo se educaban los futuros levitas, sino los muchachos de las principales familias; donde se hacían estudios distinguidos y muy literarios. Allí había penetrado el romanticismo; allí no se hablaba más que de Lamartine y de Víctor Hugo... hasta en las lecturas espirituales. También en la clase de historia se leían los primeros tomos de la de Michelet. «El mundo se abrió para mí...», escribe Renan.

El ambiente mundano del Seminario había transformado al provincianillo nutrido de leyendas; ahora le esperaba otra evolución, en San Sulpicio. Si en San Nicolás todo se volvía literatura y buenos modales, en San Sulpicio todo es teología. Dupanloup profesaba que para salvarse hay que conocer las letras. El futuro presbítero iba a recibir más severa y sólida enseñanza.

Y fue durante la iniciación escolástica cuando empezó a vacilar Renan en la fe. Uno de sus profesores rastreó su estado moral y se lo dijo crudamente: «¡No eres cristiano!». «Jamás -añade- he sentido horror como el que experimenté   —363→   al oír la frase, pronunciada con vibrante voz: Al salir de la habitación, me tambaleaba». Ocurrió esta escena, no precisamente en San Sulpicio, pero en la sucursal de Yssy, que de San Sulpicio dependía, y donde los futuros sacerdotes realizaban los estudios filosóficos y teológicos. Al ingresar en el propio San Sulpicio, para cursar la apologética y las Escrituras, por un lado se encontró Renan en su centro; eran sus aficiones, en las que había de continuar empapándose toda la vida; por otra parte, la crisis de su espíritu avanzó, por el estudio racionalista que hizo de los Libros Sagrados. A este racionalismo le había preparado la escolástica de Yssy. Su confesión es, en tal respecto, digna de recordarse. «Abandonar un solo dogma, rechazar una sola enseñanza de la Iglesia, es negar la Iglesia y la revelación».

Con todo ello, Renan no creía aún en su propia incredulidad (ni sus directores de conciencia tampoco). Atribuía aquella formidable «encefalitis» (así la llama él) a insidias y tentaciones diabólicas, y escribía a un amigo suyo del Seminario de Saint-Brieuc, que después de no pocas turbaciones se había decidido, por último, a ordenarse:

«Ya te he dicho cómo una fuerza independiente de mí quebrantaba en mi alma las creencias que han sido hasta aquí el fundamento de mi vida. La del cristiano es un combate, y acaso estas tentaciones le son convenientes...». Un año después escribía al mismo amigo:

«Estoy decidido a no aceptar el subdiaconado   —364→   en las próximas Órdenes. Guarda silencio. Ya comprendes que hay que tener cuidado por mi madre. Antes morir que causarla un minuto de pena».

Era la madre de Renan creyente, sencilla y fervorosa; no así su hermana Enriqueta, a cuyo ascendiente atribuyen muchos el giro que tomó Renan. Enriqueta Renan fue una institutriz librepensadora, exaltada en sus ideas. De ella dijo su hermano que le había guiado «como la columna de fuego en el desierto a los israelitas».

Pero la gran influencia intelectual sobre Renan, en época tan decisiva y grave, cuando empiezan a disolverse sus creencias, es la filosofía alemana. Pablo Bourget, en su estudio sobre Renan, ha entonado un himno a la grandeza intelectual de Alemania, antes de la hegemonía de Prusia. Al llegar Renan a París «hervían los sistemas procedentes del kantismo, todos gigantescos, y se erigían en el horizonte selvas de ideas, más fatídicas y espesas que las del Harz o la Turingia». No eran los sistemas tan sólo: eran los grandes trabajos de exégesis, el foco ardiente de las Universidades, el desarrollo de la labor científica, lo que hace exclamar dolorosamente a Bourget: «Si hay una verdad digna de meditarse, es que a nuestros desastres de 1870 ha preludiado la inferioridad de nuestro esfuerzo intelectual». Un espíritu ávido y sediento de especulación, como el de Renan, tuvo que embriagarse con el licor germánico. Declara Renan que por culpa de Herder «fue dos meses protestante».

  —365→  

Y toda la vida el deslumbramiento del idealismo alemán, la veneración por la raza germánica, gravitan sobre su mente. Dio lugar este entusiasmo a uno de los episodios cómicos a que antes aludí. Es el caso que durante el sitio de París los sentimientos de Renan (si ha de creerse lo que en su Diario refiere Edmundo de Goncourt) no fueron precisamente patrióticos. Encogiéndose de hombros al ver que aclamaban a un regimiento; entonando, recientes los primeros y terribles desastres, un himno a la superioridad de la raza, alemana (superior, decía, por el protestantismo, pues el catolicismo cretiniza); declarando que prefiere los paisanos alemanes tratados a puntapiés por los señores, a los paisanos franceses que gozan del sufragio universal; arreglándolo todo con citas de la Escritura, y gritando que la patria de los «idealistas» es aquella donde se les permite pensar, Renan escandalizaba un poco a sus compañeros de los banquetes de Brébant (que no se habían interrumpido, y reunían a los grandes escritores que permanecieron dentro de los muros). Goncourt recogió tales confesiones y las comentó así:

«Es a la vez asombroso y triste el despotismo que ejerce sobre el pensamiento de Renan cuanto se dice, escribe e imprime en Alemania. Hoy he oído a este justo hacer suya la criminal fórmula de Bismarck -la fuerza aventaja al derecho-, y proclamar que las naciones y los individuos que no pueden defender sus propiedades, no son dignos de conservarlas. Si   —366→   me sublevo, responde que nunca fueron las cosas de otro modo y que, es preciso confesarlo, sólo el cristianismo ha traído la atenuación de esta doctrina, con su protección al débil, al pobre de espíritu».

Estuvo el paso de sainete en que, cuando Goncourt dio estas manifestaciones a la imprenta, entre otras charlas de mesa y sobremesa de Brébant, Renan cogió el cielo con las manos, y declaró, en varias publicaciones, que Goncourt había perdido el sentido moral, que carecía de inteligencia, y que todo era falso. A lo cual respondió Goncourt, que sus afirmaciones sudaban autenticidad, y que él sería un estúpido, pero Renan estaba embriagado de burdo incienso, era el sistematizador del pro y del contra, y había adaptado a la Historia sagrada la fluida prosa de las novelas de Jorge Sand.

Y, ahondando más en el asunto, salió a relucir que la razón de la cólera de Renan pudiera ser que, aspirando a la cátedra de Sainte Beuve, sus paradojas de antaño estorbaban a sus nuevas aspiraciones.

Volviendo al joven seminarista, conviene saber que, en Octubre de 1845, bajó, para no volver a subirla con sotana, la escalera de San Sulpicio... fue penosísimo el desgarramiento: privado del catolicismo, todo le parecía árido. El mundo se le antojaba un páramo seco y glacial. El rompimiento de Renan con la Iglesia tiene los caracteres de una de esas rupturas amorosas en que no hay modo de consolarse. Él lo expresó, con la gentil fábula de Euridice y Orfeo.

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Como era necesario tomar un camino, se preparó a la cátedra, y se consagró más especialmente a los estudios de filología. Su tesis doctoral fue Averroes y el averroísmo, estudio muy completo de las doctrinas del filósofo cordobés. Hacia 1856, se casó con la hija del pintor Enrique Scheffer (hermano del famoso Ary), de la cual tuvo un hijo, que llegó también a descollar en la pintura y trató asuntos bíblicos, y empezó para él un gran período de actividad, con la publicación de numerosas obras de filosofía y exégesis, entre ellas, la traducción y comentario del Libro de Job.

Al estampar que Renan se casó, parece que sobrecoge una disonancia o desafinación en su destino. Brunetière, que no fue blando con Renan, que hasta no le dejó hueso sano con motivo de la erección de su estatua, rechaza, sin embargo, el dictado de apóstata que al autor de La vida de Jesús ha solido lanzarse, porque, no habiendo llegado a recibir las Órdenes que confieren el sacerdocio, no cometió apostasía. Pero, aun cuando es así, y no se le puede equiparar a Lamennais, otro celta cuya historia ofrece con la de Renan muchas semejanzas sin duda (diferenciándose en que Renan no dijo misa, no intervino en las luchas políticas con ardores de tribuno, no fue demócrata, ni cosa que se le parezca), estoy por creer que, en bastantes respectos, y a pesar de su exégesis impía, Renan era más cura que el autor de Las palabras de un creyente.

Es él mismo quien reconoce esta verdad en   —368→   el mejor de sus libros, para mi gusto al menos, los Recuerdos de infancia y juventud, donde cuenta la historia de su alma, y, de un modo extraordinariamente atractivo, su educación, tan profundamente religiosa desde la primera edad. Reconoce en sí mismo el sentimiento religioso, fuerte e independiente, que atribuye a su sangre céltica; además, todo le predestina al romanticismo religioso. Procede del clan de los Renan, gentes ingenuas que nunca pensaron en negocios ni en dinero, y que, viviendo humildemente en la granja de Kerarbelec, haciendo economías de pensamientos y sensaciones durante mil trescientos años, le transmitieron todo ese capital acumulado, que él aprovechó. Toda su preparación fue prematuramente sacerdotal; toda la aspiración de sus años primeros se redujo a eso: decir misa. «Al perder la fe -suspira-, quedó la impronta. No fui sacerdote de profesión, pero lo fui de espíritu. De aquí nacen todos mis defectos, defectos de sacerdote. Mis maestros me habían inculcado el desprecio de lo laico. No fui como Lamennais, porque Lamennais cambió, una fe por otra, y sólo en su vejez llegó a la crítica. En todos mis resabios actuales encuentro los resabios del seminarista de Tréguier. Yo había nacido sacerdote a priori, como otros nacen magistrados o militares. Soy no más un sacerdote malogrado. Y es lo peor que a mi iglesia le faltará siempre el acólito. Mi misa no tendrá quien la ayude. No pudiendo hacer otra cosa, me contesto yo a mí mismo...».

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Lo cierto es que los estudios propios de la carrera de Renan, cursados tan a conciencia y con tanto ahínco; la estancia en los colegios y Seminarios; el ambiente monacal de Tréguier, todo le había formado, una segunda naturaleza, preparándole intensamente para una vida sacerdotal, pero de cura sabio, que no ha de vegetar eternamente en una parroquia. Con un poco más de perseverancia en la fe, Renan hubiera llegado a Cardenal y a Arzobispo de París.

Fuera ya de la Iglesia, y hasta contra ella, siguió dedicándose a las mismas materias, únicas que le interesaban. Siempre apareció, en el trato y en la exterioridad, un eclesiástico. Todos hablan de la «unción» de su palabra y ademanes.

Y, por último, si ha de creérsele (y los hechos no le desmienten, que yo sepa), persistió, después de salir del Seminario de San Sulpicio, en la regla de conducta anterior, y procuró guardar las virtudes del sacerdocio, no entregándose a desorden alguno, no aseglarándose más de lo indispensable, por mucho tiempo. Repetidas veces asevera en sus escritos que le parecería la cosa más vergonzosa y más inconveniente haber renunciado a su vocación por sugestiones de los sentidos o alborotos pasionales, y repite que nadie está obligado moralmente a tanta moderación como el que abandona el sacerdocio. No es, pues, el caso de Renan como el de Lamennais, y tampoco es el del Padre Jacinto. Hasta en lo físico no llega nunca al laicismo Renan. Al magnífico retrato pintado   —370→   por Bonnat no le falta sino alzacuello y sotana para ser el de un eclesiástico. Sólo las manos, también eclesiásticas en su forma y blancura, delatan al erudito, por descuido en el aseo, el circulillo negro de las uñas, que el pintor realista fielmente reproduce.

Hacia 1860, Renan fue enviado a Siria por el Gobierno, a fin de estudiar los restos de la civilización fenicia. El viaje permitió a Renan visitar, en las mejores condiciones posibles, los Santos Lugares. Acompañole su hermana Enriqueta, con la cual tan bien se entendía, y, en aquellos países donde se desarrollaron los sucesos que más han influido en la historia de la humanidad, los hermanos trabajaban reunidos en preparar La vida de Jesús. Ambos se sintieron, a un tiempo, acometidos de fiebre perniciosa. La obra andaba cerca de la Pasión, en el episodio de la Cena. La enfermedad la interrumpió. Renan, aplanado por la modorra y el delirio, no pudo recoger el último suspiro de su hermana.

Dejándola sepultada en Biblos, a su regreso a Francia publicó Renán otro libro, Papel de los pueblos semíticos en la Historia de la civilización, donde, resucitando la vieja herejía arriana, negaba la divinidad de Cristo. El ruido de esta obra fue preludio del enorme escándalo de La vida de Jesús, que vio la luz un año después, y que no tiene ni aun la seriedad de la de Strauss, publicada mucho antes.

En realidad, este libro, que tanto dio que decir a su hora, tan ensalzado, tan anatematizado,   —371→   está hábilmente hecho para el efecto de alboroto, no sólo en Francia, sino en todo el mundo (y yo no afirmo que Renan previese este resultado, aunque parece difícil que no lo sospechase). La vida de Jesús es una novela como Salambó, apoyada en investigaciones y datos suficientes para prestarle una apariencia histórica, sin verdadera base de certidumbre. Del carácter novelesco de La vida de Jesús no cabe dudar. La historia, desde luego, no es una ciencia exacta; pero su base científica la obliga a esa modestia y reserva en las afirmaciones, que las avalora sometiéndolas a la estrecha disciplina del documento. Nada semejante hallamos en La vida de Jesús. Y como novela, ¿quién negará la superioridad de Salambó? La impresión de lectura, en Flaubert fuerte y artística, es pálida en Renan. Flaubert era otro escritor muy diverso, en tal respecto muy superior, con color y relieve, con sugestión de realidad, y si fuese él quien aprovechase tan sublime asunto como la vida y muerte de Jesús, es de presumir que hubiese hecho más daño. Así y todo, La vida de Jesús llegó a alarmar hasta al Gobierno de Napoleón III, que destituyó a Renan de su cátedra de hebreo en el Colegio de Francia.

En el período que comprende la caída del Imperio, la guerra, la Commune, el establecimiento de la tercer República, continúa Renan la serie de trabajos que abarca un titulo general, Orígenes del Cristianismo, y se consagra también a la epigrafía semítica.

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Otras dos etapas comprende la vida de Renan, cada una con su especial significación. En 1868, en la crisis siempre más o menos ambiciosa de los cuarenta, pretendió intervenir en política, se presentó diputado, y aquel hombre que tal ruido hacia en el mundo, no pudo conseguir ser elegido. Las opiniones políticas de Renán, hay que decir que constituyeron inmenso desencanto para los que pensaban encontrar en él a un adalid de las ideas nuevas. Cuando diez años después de su muerte, en 1903, se le alzó en su pueblo natal una estatua, y los «Azules de Bretaña», o sea los republicanos de aquel país, de tradiciones tan monárquicas, fueron llamados a las fiestas que con tal motivo se verificarían en Tréguier, y a las cuales había de asistir el Presidente del Consejo de Ministros, Fernando Brunetière, enderezador de todos los entuertos y desfacedor de todos los equívocos, afianzó su lanzón una vez más, y puso los puntos sobre las íes. Figuras eminentes del protestantismo y de la crítica, como Schérer, lo habían visto antes: nadie menos demócrata, o, por mejor decir, nadie más aristócrata que Reman -hasta lo increíble y lo quimérico-. Brunetière hizo un completo análisis del caso, mostrando cómo, a medida que Renan se aleja del cristianismo, se aleja de la democracia. «Seamos buenos cristianos, y seremos excelentes demócratas» dijo antaño el que luego fue Pío VII. Renan, en 1848, ciertamente era demócrata, porque estaba impregnado de ideas religiosas, aunque se desviase de la Iglesia. Según   —373→   va perdiendo las convicciones del Seminario, cambia de parecer, menosprecia al pueblo y a los pequeños, y va admitiendo un concepto de la historia basado en la fuerza -el aforismo de Bismarck-. Schérer lo nota; en los Diálogos filosóficos de Renan, nada valen las individualidades inferiores; el mundo es «una serie de sacrificios humanos». Contribuye a arraigar este criterio en Renan la teoría de la diversidad de las razas: por ella, el gran apóstol de la tolerancia ha sido uno de los factores del antisemitismo. Nadie (excepto Voltaire) habló de los judíos tan injuriosamente. Dice, verbigracia, en El Antecristo: «Cuando todas las naciones y todos los siglos los han perseguido, por algo será». El aristocratismo de Renan no es, sin embargo, el de la sangre, sino el de la inteligencia; antes que Nietzsche, formula la teoría del Superhombre. Ni la Naturaleza ni la Historia tienen más fin que producirlo. Y este Superhombre no es ni el gran artista, ni el gran capitán, ni el gran santo. Es el gran sabio. Por eso declara que la democracia es el «error teológico» por excelencia.

En esta doctrina insistió mucho Renan, exponiéndola e inculcándola en varias obras, pero no con la sinceridad vehemente del que cree, sino con la sofistería propia de su evolución hacia el escepticismo total. Sería vano demostrarle que se contradice, y que él misma escribió «a quien ha amado Jesús es a los pobres y a los tristes en este mundo».

No cabría conciliar los supuestos político-filosóficos   —274→   de Renan con las frases del Prefacio de una edición popular de La vida de Jesús «Al salir de la escuela de Cristo comprendemos que lo esencial es trabajar por la dicha, la instrucción y la virtud de los humanos».

En nada se parece la figura de Cristo -aun para quien la despoja de su aureola divina- a la del superhombre de Renan, que, guardando con celoso esoterismo la verdad para sí sólo, escondiéndola al mundo entero, cultivando la ciencia como los herméticos egipcios, se apodera día tras día del arma terrible que puede acarrear la destrucción universal, y por medio del terror que inspira, funda su soberanía absoluta.

Ya se comprende que todo ello no va más allá de una utopía, pero curiosa utopía reveladora del oculto ensueño de quien afirma que durante mil trescientos años todo el clan de San Ronan ha estado haciendo economías de pensamiento para que las beneficiase él juntas. Es -aunque parezca extraño- algo semejante a la ambición de dominio universal que alimentó Victor Hugo.

A su vez, Barbey d'Aurevilly señaló a Renan como un portento de soberbia, que anhela y profetiza el advenimiento de una oligarquía de mandarines, y hasta de un mandarín Omniarca, irresistible déspota, reuniendo en un hombre lo que la Edad Media separó; el Emperador y el Papa, los dos infalibles. «Claro -añade- que con tales ideas será execrado de   —375→   la democracia. Por más que se haga el ateo coqueteando, la democracia no se dejará engatusar».

La última etapa de Renan, ya viejo, es literaria y mundana. Escribe dramas, asiste a los salones, come con la Princesa Matilde, da dictamen a las lectoras de El Fígaro sobre el amor. Acude al pensamiento lo que él estampó en sus Recuerdos. «Si hubiese permanecido siempre en Bretaña, no me acometiera esta vanidad que el mundo alentó y amó, a saber: cierta habilidad en el arte de manejar las ideas y las palabras. En París, apenas mostré mi escala de sonidos, agradé a la gente, y, acaso para mi desgracia, me vi comprometido a continuar».

No olvidemos que, como dos españoles acudieron del último término de Iberia para ver a Tito Livio, vino Lemaître de su provincia con la ilusión de ver a Renan, y fue a escuchar su lección en la cátedra de Lenguas semíticas. Era el tiempo de que Sarcey, sin andarse por las ramas, trataba a Renan de «bromista», o como aquí diríamos familiarmente, de guasón. Y Lemaître se pregunta con ansiedad: «este escéptico, este mago, este hombre que se siente superior a la multitud y se coloca más alto que ella (hasta el extremo de declarar que pocos pueden darse el lujo de no creer en el Cristianismo) ¿cómo estará, triste o alegre? ¿Y cómo sería posible que estuviese alegre, si después de leerle se queda uno tan triste?».

Y Lemaître ve a un sujeto rechoncho, grueso,   —376→   colorado; pelo gris muy largo, nariz gorda, boca fina, metido el cuello en los hombros; contento de haber nacido, manoteando al explicar, gastando bromas; un tipo episcopal, pero de obispo de Rabelais, en caricatura. Y la alegría de Renan es cómica, y basta mirarle para reír. Y Lemaître no diré que se indigne, pero se duele; siente la decepción. ¡Este hombre ha pasado por el desgarramiento moral más profundo... y está alegre! ¡No, Renan no tiene derecho a estar alegre! Como Macbeth había matado al sueño, Renan, en cada uno de sus, libros, ha matado el júbilo y la acción, la paz del alma y la seguridad de la vida moral. Por elegante que sea el nihilismo, es un abismo de desesperación y de negra melancolía.

¿Quién pensara que así se expresase un Lemaître? Sin duda hubiese preferido ver a Renan en la actitud de aquel Guido Cavalcanti, de quien dijo Boccacio que, cuando los honrados vecinos de Florencia le veían cruzar absorto y ensimismado, suponían que iba buscando argumentos para probar que Dios no existe. Y quien creyera también que, a la vuelta de poco, tiempo, lo mismo Lemaître que Renan pudiesen aparecer en un círculo del Infierno dantesco, en compañía de Farinata degli Uberti, Cavalcante Cavalcanti, Federico II, y demás famosos epicúreos, encerrados vivos en ataúdes.


    «Suo cimitero da questa parte hanno
con Epicuro tutti i suoi seguaci,
che l'anima col corpo morta fanno».



  —377→  

Ello es que Renan, teniendo enfrente a los católicos y en general a los cristianos, por sus negaciones, descontentando a los elementos avanzados, por sus ideas monárquicas e imperialistas y su horror al sufragio universal, piedra angular de la democracia; yendo contra la corriente del naturalismo, entonces poderoso; no satisfaciendo a los científicos sino en parte; en contra de tantos elementos diversos -logró, sin embargo, no sólo ese público que va tras lo ruidoso y forma las reputaciones de combate, sino otro, que en Francia consagra las altísimas posiciones de escritor-. Brunetière, el reaccionario, le llama «el primer escritor entre sus contemporáneos»; Taine dice de su estilo, que «se ignora cómo está hecho»; Bourget declara que ese estilo es «de una calidad única en la historia de la literatura francesa». Y todos reconocen que nadie influyó en la sensibilidad moderna como Renan, no pudiendo atribuirse este último fenómeno a otra cosa que a «las escalas», como él mismo dijo.

Sin duda poseyó Renan erudición más sólida que Voltaire y los enciclopedistas. Ni el estudio sobre Averroes ni Los Apóstoles, son cosa ligera, comparable al Diccionario filosófico; y, sin embargo, su erudición es a veces pura inventiva. Renan no encuentra modo de desbaratar los Evangelios con testimonios auténticos, de la misma época, y entonces los rehace a su gusto, cual pudiera Voltaire. Por ejemplo, al tratar de la Resurrección de Cristo, no se comprende cómo haya logrado averiguar   —378→   que María de Magdala sufrió una alucinación en que creyó ver y oír a Jesús, o, al tratarse de la conversión de San Pablo, en qué texto halló que padeciese Saulo oftalmía y fiebre perniciosa cuando se puso en camino para Damasco, lo cual originó su caída y su ilusión de escuchar las palabras de dulce reproche... No difiere, pues, Renan de aquellos negadores y mofadores del XVIII, en punto a aparato científico, sino por el tono de su negación, y porque aprovecha el desarrollo de ciertas ramas de la ciencia en nuestra edad -admitiendo como ciencias a las que ni son experimentales ni exactas-. El orientalismo, la filología, la numismática, auxiliares de la historia, pueden prestar apoyo a tesis muy diversas, y no siempre contrarias al orden sobrenatural, ni a la revelación. La novedad del intento de Renan, con respecto a los impíos profesionales del siglo anterior, es de forma y de sentimiento; forma más peligrosa, pero evidentemente más estética, más delicada, más insinuante para las gentes refinadas, intelectuales, que al fin y a la postre se imponen al vulgo. El atractivo de Renan es el que bellamente expresa en el primer párrafo de sus Recuerdos, al referir la leyenda bretona de la ciudad de Is, «que fue tragada por las olas en ignorada época», y cuyas campanas tocan aún, y se las oye, cuando está sereno el mar. «Me parece -dice- que tengo en el fondo del corazón una ciudad de Is, de obstinadas campanas, que siguen convocando a los oficios sagrados a fieles que ya no escuchan».

  —379→  

Es la melancolía, la nostalgia de lo que se ha creído, lo que, en contraste con la sequedad y la mofa volteriana, formó la originalidad de Renan. Un poeta español, Núñez de Arce, invectivó a Voltaire, llamándole «formidable ariete», y habló de «teas que alumbran los misterios del camino». Para el último tercio del siglo XIX, ya no es ariete Voltaire. Al contrario: en ese terreno se le menosprecia, y no hay mentalidad un poco ilustrada en que quepa la tesis volteriana de sacerdotes coaligados, en todos los países y creencias y cultos, para embaucar a los simples, con una farsa religiosa. La tesis, y si se quiere, la táctica de Renan, es infinitamente más hábil.

Bourget ha consagrado muy exquisitas páginas a preguntarse y a explicar por qué un cultivador de las ciencias históricas, un exégeta, un teólogo, ejerce tal influjo en la psicología de su edad, más que ningún poeta, novelista o dramaturgo; y esto, cuando las discusiones religiosas no preocupan sino a escaso público; cuando el momento es positivista y determinista; cuando el naturalismo hace explosión. Cree Bourget que el sortilegio de Renan procede de haber revestido de sentimentalismo las ideas abstractas, y de un estilo y movimiento encantador la materia de estudios hasta entonces tenidos por severos y fatigosos.

Si me decidiese a emitir mi hipótesis acerca de la peculiar seducción de Renan, diría que reside en el, principio femenino. No lo olvidemos.

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Renan decía de sí mismo que era mujer en las tres cuartas partes de su personalidad, y si creyese en la transmigración, anhelaría renacer hembra. No la predisposición y constante preocupación religiosa, sino el modo de sentirla, es lo que refiero al principio femenino en Renan. Pensemos, verbigracia, en un hugonote (eran gente muy religiosa); comparemos su rudo y viril fanatismo con la suavidad, la miel y cera, la seducción de Renan y veremos que el principio femenino, que en tantos poetas y escritores está manifiesto, en ninguno domina como en el ex-seminarista de San Sulpicio. Su literatura se viste por la cabeza.

Hay algo de femenino también en la evolución de su pensamiento, desde la fe al diletantismo y al escepticismo, más bien frívolo y depravado, de sus últimos años, y que transforma su fisonomía moral, hasta el punto de provocar, como sabemos, la indignación de Lemaître, y hacer decir a Bourget: «A la humanidad le repugna profundamente el diletantismo; por instinto, comprende que vive de afirmaciones y moriría de incertidumbres».

Esta doctrina del diletantismo, no sería peligrosa si la profesase un solo hombre, aunque ese hombre tuviese no talento, sino genio; pero (dígase en abono de Renan) este no hizo sino encarnar lo que flotaba a su alrededor, antes y después, después, sobre todo, de las desventuras nacionales. Por eso fue posible que Renan, exaltando su individualidad, llevando al grado máximo su manera de sentir, deshojando   —381→   lentamente la flor de su convicción antigua, viniese a tener valor típico, a ser maestro y guía de muchos. Diletantismo, escepticismo, epicureísmo... El cementerio de los que «hacen morir al alma con el cuerpo» -como dijo el vidente florentino-, necesita ensanche.

Y fue Renan, no se niega, el hombre más individual (el más romántico, en este respecto), pero su individualidad cambia poco a poco, hasta poner en contradicción al Renan de la juventud y edad madura con el Renan de la vejez. Aun después de alejarse de la Iglesia, Renan tomaba la vida y las ideas religiosas y la filosofía muy en serio, renegaba del escepticismo, y creía en lo positivo de la moral. Al correr del tiempo, el ex-seminarista grave se convierte en modelo de humoristas y rey de sofistas: el más ilustre, ciertamente, de los Gorgias actuales, pero siempre sutil pedante heleno, disputador en las plazas de Alejandría. La decadencia toma en él conciencia de sí propia.

La llaga aparece más a la vista en Renan, por lo mismo que se había presentado en actitud de víctima y confesor de la verdad de una conciencia. Su verdad, en todo caso, sería la verdad de su maestro Hegel; la identidad de los contrarios, la afirmación de que todo es uno y lo mismo, y que siendo la verdad fruto de nuestro espíritu, es obra personal nuestra; y, por otra parte, no teniendo existencia real ni el ser ni la nada, sólo existe la idea.

Esa idea -verdad, creada por él mismo, es la que Renan enseñó, con matices diversos, al   —382→   compás de la disolución gradual de su conciencia religiosa. Así, no hubo injusticia en suponer que la historia de las variaciones de su moral es la de su lenta desmoralización. Y no falta quien lo achaque a efecto de su popularidad y fama, que le engrió y le llevó al pecado luciferino, la soberbia -digámoslo así, como lo dijera el propio Renan, que hablaba siempre como en el Seminario, y al rechazar un empleo lucrativo, exclamaba: «Pecunia tua tibi sit in perditione»-. ¿Qué soberbia mayor que la idea del Superhombre, árbitro del Universo?

Sin caer en desórdenes materiales, cerebralmente, Renan, en sus años postreros, no supo guardar la noble actitud antigua, y dio en creer, que había perdido su mocedad, sin divertirse ni expansionarse, y en aconsejar a la juventud que no cayese en igual candidez, y que, tomando la vida como placer y deleite, acertarían. Y los placeres que aconseja a la juventud son cabalmente los que la juventud suele preferir: nada espiritual. En suma, trato alegre, cual lo entiende el vulgo. Al rebajar así el nivel de sus ideales, Renan se vulgarizó a su vez. El chiste, las «caídas» del buen humor, entraron a formar parte preferente de su retórica, y a su cátedra y a sus discursos se iba a reír, a pasar -¡oh campanas de la ciudad de Is, que el mar se tragó!- un rato regocijado. Citemos el precioso libro de los Recuerdos: «¡No puedo desechar la idea de que, después de todo, el libertino es acaso quien tiene razón, quien practica la verdadera filosofía de la vida!».

  —383→  

En esto vino a parar el idealismo del nuevo Platón, de cuyos escritos dijo una sátira ingeniosa, que eran «bombones perfumados con esencia de infinito».

Las consecuencias son fáciles de deducir, y no me extenderé en ellas. Y si he insistido algo en el aspecto moral de Renan, es porque no hay medio de aislarlo de su personalidad de escritor insigne -y a fe, es lástima.



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ArribaAbajo- XVI -

La crítica en la historia. -Taine. -Evolución del pensamiento de Taine. -El hecho menudo. -Impresión del desastre. -Concepto de la naturaleza humana. -Contra viento y marea. -Los Orígenes. -Las inexactitudes de Taine. -Qué importancia pueden tener. -Taine contra Rousseau. -Sobre la religión. -La impopularidad


En La Transición queda reseñado el sistema crítico de Hipólito Taine, y parte de su labor, la primer etapa de su carrera. Hoy consideraremos a Taine después del «año terrible».

Bajo la imborrable impresión de la catástrofe nacional, fue Taine inducido a entrar definitivamente en el campo de la crítica histórica, para preguntarse a sí mismo y tratar de explicar a Francia si el camino que había seguido desde los días trágicos de la Revolución no la condujo, por sus pasos contados, al Desastre. Taine se vio compelido a estudiar el desarrollo de la Revolución y a deducir consecuencias.   —386→   De ahí procedieron los Orígenes de la Francia contemporánea.

No ignoramos que Taine empezó su carrera cuando, habiendo hecho crisis el romanticismo lírico, en todo, hasta en las obras de imaginación, se iniciaba la tendencia científica, y en que la juventud, en vez de hacer versos, estudiaba afanosamente. La mocedad estudiosa de Taine hizo de él (que en otros días acaso hubiese sido un imaginativo) un crítico, y su crítica la aplicó, sucesivamente, a la historia de las letras y del arte; pero, hasta 1870, no pensó en la sociología, ni en la historia propiamente dicha.

Apasionábale el conocimiento de lo que antes se llamó «el corazón humano»; el hombre le importaba más que la naturaleza en que se mueve. Al pronto, Taine es un discípulo de Hegel; pero la índole de su imaginación, plástica, de artista realista, le conduce a analizar preferentemente los actos y sentimientos humanos. Aunque amigo de las vastas generalizaciones y deseoso de unidad, de apreciar conjuntos, Taine quiere partir de los elementos diversos y significativos que, agrupados, inducen a generalizar; y observo esta manera de ser de Taine, porque es la misma de los novelistas que, deseando abarcar en su totalidad una época, y tal vez, al través de la época, a gran parte de la humanidad civilizada, realizaron la empresa, acumulando documentillos y rasgos individuales, de esos que los Goncourt declararon indispensables para historiar, afirmando que no hay medio de saber lo que fue determinado período,   —387→   si de él no tenemos, no ya noticias escritas, sino reliquias, objetos que podamos manejar, ver con nuestros ojos, apreciar mediante los sentidos. Las dos formas épicas, la novela y la historia, se aproximan de tal suerte, que parecen fundirse. Claro que no es la novela a estilo de Alejandro Dumas. Al contrario: esta aproximación, que impone a la historia un fuerte contingente de sociología y de arte, obliga a la novela a observación y exactitud.

En la historia -tal cual la comprende Taine- pasa a segundo término la investigación según antes se practicaba, y descuella lo que puede llamarse sin perífrasis «la curiosidad». Taine la recomienda expresamente; cualquiera comprende de qué género de curiosidad se trata. Trátase de la indagación de menudencias y hasta de anécdotas, y aun de la chismografía, siempre que sea todo ello expresivo, chispa de luz, tejido visto al microscopio, donde se descubre lo íntimo de los organismos. Si el hecho recogido es baladí, su sentido no lo es. En la vida diaria, todos procedemos como Taine, y de las pequeñeces deducimos cosas serias.

Naturalmente, al proceder así, Taine es un realista, y no lo oculta; los maestros de este filósofo y de este historiador son dos novelistas: Stendhal y Balzac.

Semejante concepto de la historia, que la identifica, no con la novela de invención, sino con la de observación, lo expresa admirablemente Taine en su crítica de La revolución de Inglaterra,   —388→   de Guizot. «Guizot -dice- olvida que los grandes sucesos no son los actos externos del hombre, sino los movimientos interiores de su alma, y que no basta ser sólido y grave, pues habiendo en la historia aventuras bufonescas, sucesos de cocina, escenas de carnicería y manicomio, comedias, frases, odas, dramas, tragedias, es preciso que el historiador sea por turno ingenioso, sublime, trivial y terrible. Así, Guizot, al carecer de simpatía y de curiosidad, disminuye la historia, y suprimiendo el juego de las pasiones, disminuye su talento». Aunque en el mismo artículo Taine canta la palinodia y sirve, no una dedada, sino una copa de miel a Guizot; aunque afirma cortésmente lo contrario -su verdadero parecer lo expresa ese párrafo elocuente.

Un historiador de épocas antiguas puede, si tiene instinto artístico, don de crear vida, reconstruir el pasado por medio de esos hechos «crudos» y menudos que cabe extraer de lo documental y de lo arqueológico. La tarea será más llana, sin embargo, para los de épocas recientes. Los Goncourt, que escribieron la historia por medio del «bibelot», encontraron los millares de datos pequeños, que necesitaban, muy fácilmente. Ya veremos cómo y por qué Taine, a apesar de ser el teórico de este sistema, no dispuso de suficientes materiales.

La filosofía de Taine, que es la abstracción, para encontrar la ley general por medio de los hechos, le encamina a la demostración de lo absoluto por cima de lo relativo y contingente,   —389→   a fin de llegar a «la fórmula creadora, cuyo eco prolongado compone, por sus ondulaciones inagotables, la intensidad del universo». Bajo estas palabras, que parecen envolver únicamente una fórmula de filosofía natural, se esconde la profunda aspiración de todo pensador, la obsesión que no evitan ni los más incrédulos: la presencia divina en la creación, el concepto de un Dios. Aunque Taine no llegó a proclamar este concepto de un modo terminante, la inquietud del problema no se apartó de él.

Para comprender mejor el efecto, que en el espíritu de Taine produjo el «año terrible», hay que recordar cuáles eran sus convicciones en antropología y psicología. Las más opuestas a las de Juan Jacobo Rousseau, en cuyo Contrato social halló, al escribir los Orígenes, la raíz del sectarismo y de las atrocidades revolucionarias. Para Rousseau, el hombre es naturalmente bueno, y la sociedad, o mejor dicho su organización, le pervierte. Para Taine, el hombre, en lo profundo de su ser, conserva no poco del «gorila feroz y lúbrico» en el cual su darvinismo reconocía a un probable ascendiente. De cierto, y dejando a un lado la hipótesis del gorila, pues no hay cosa menos demostrada científicamente que este eslabonamiento del mono antropomorfo con el hombre, el hombre, por buena parte de sus instintos primordiales, no sólo está al nivel del gorila, sino de otras alimañas más fieras. Taine tenía, en este respecto, razón contra Rousseau, y, reconociendo el inmenso vigor del instinto, tan fácilmente manifestado en la   —390→   violencia de la pasión, el cuadro de la guerra y de la anarquía civil, que rompen las vallas de la sociedad y de la ley, debió de ahincar en su mente la idea de la originaria maldad humana -del «pecado original» para hablar en el lenguaje de la Iglesia...

Uno de los críticos de Taine asegura que desde La Rochefoucauld, no hubo filósofo menos convencido que Taine de la bondad de la naturaleza humana. Y todavía el brillante duque, que tan de cerca había visto la sociedad de su época, era más indulgente con el hombre. Hay que notar esta sinceridad de la convicción psicológica de Taine, porque explica perfectamente la evolución de sus opiniones políticas. Y hay que añadir que, de todos los estudios a que puede consagrarse el entendimiento, ninguno revela lo verdadero de la condición humana como la historia -no la historia oficial, sino la de los hechos: la de Suetonio, la de Saint Simón.

Para comprender mejor el efecto que en Taine produjo la ruina de Francia, adviértase que era, lo mismo que Renan, un germanófilo, y sus admiraciones, su culto de discípulo ferviente, se consagraban a los maestros alemanes. Alemania le parecía su segunda patria; como Renan, la consideraba el pueblo modelo, y a Benito de Espinosa y a Hegel los veneraba, calificando a este de «el mayor pensador del siglo». Muy poco antes de la guerra, en Junio de 1870, hizo un viaje a Alemania para «ver cosas vivas», pues pensaba escribir acerca de   —391→   los germanos algo semejante a su Literatura inglesa, de la cual se ha dicho con razón que, más que historia literaria, es estudio del carácter inglés, manifestado en el arte. Tuvo que regresar de Berlín precipitadamente, por una desgracia de familia. Días después sobrevino el conflicto franco-prusiano.

La impresión de Taine se explica perfectamente. Insisto en ello; lo único que puede extrañar es que hubiese quien se quedase tan fresco, siendo francés, después de 1871. Honra a Francia y a sus hijos eminentes este sentimiento de cólera y dolor, manifestado en una o en otra forma, y a veces en forma involuntaria -no es el caso de Taine- lo mismo por los «impasibles» Flaubert y Gautier, que por el vidente Hugo; y lo incomprensible es la actitud de los que, como Renan, sólo vieron, en la catástrofe, algo que les quitaba su tranquilidad de sibaritas y de optimistas. Hay ocasiones y circunstancias en que, al compás de la inteligencia, tiene que funcionar el corazón.

En Taine sucedió así. Sus idealismos de sabio se rasgaron como un velo, y vio aspectos de la realidad que acaso, aun siendo adverso a la tesis de Rousseau, no sospechaba. La dureza y la avidez de los vencedores, la miseria de los vencidos, París bombardeado por alemanes y destruido y abrasado por franceses, la red de errores y de culpas que prepararon tan funesto final, todo exaltó, por medio de la comprensión, el sentimiento. El cuadro era doblemente impresionante para Taine, porque, pensador y   —392→   trabajador de gabinete, no había atendido mucho al mundo exterior, y pecaba de exceso de intelectualismo, a pesar de la plástica viveza de su estilo. Hombre de ideas (con toda su predilección hacia el hecho), ahora el hecho, no menudo ni anecdótico, sino enorme, brutal, aplastante, caía sobre él, como la maza da Hércules, y la más activa de las realidades, la patria, se le presentaba viviente, con relieve físico, y le movía a exclamar en su Correspondencia, cual pudiera decir de una mujer: «¡No sabía que la amaba tanto!».

Los hermanos Margueritte, novelistas que se inspiraron en esta época cruel, en una de sus novelas, muestran a Taine en Tours, auxiliando lo mejor que puede a Gambetta, al trabajo reorganizador. Con la pluma, su mejor arma, no cesa Taine de cooperar a la defensa nacional. Ante la Commune, exclama desesperado: «Se me ha muerto dentro del pecho el corazón». Cuando tales cosas suceden, hay derecho a revisar las opiniones políticas.

Cuanto más inteligente es un hombre, menos construye la política a priori. La experiencia es maestra en esto, sobre todo en esto.

Aunque Taine fuese en psicología el polo opuesto de Rousseau, quizás no sospechó, antes de la Commune, la monstruosidad del instinto desencadenado. Desde entonces pudo decir con firmeza que la sociedad es menos mala que el hombre, y es el único moderador de la barbarie natural. Así declaraba, después de la Commune, que no podía resignarse a ver   —393→   abolida, por la demencia de unos cuantos, la obra de cincuenta generaciones, el depósito de los antepasados, que debemos acrecentar para los descendientes; y que la sociedad, aun sin ser perfecta, representa infinidad de esfuerzos y de seculares sacrificios, y tampoco se puede echar, en un día, por la ventana. En virtud de la lección tremenda, Taine, que era demócrata, se hace conservador: las opiniones que profesó Renan por soberbia y contentamiento de sí mismo, por aspiración a la dictadura de la inteligencia, las adopta Taine, hombre modesto y retraído, por convencimiento honrado de que Francia necesita reconstituir el orden, fortificarse, rehacerse como nación. Más bien que doctrina política, es sentido social. Conviene advertir que Taine poco o nada debía al régimen derrocado, el cual le había tratado como a elemento subversivo. Su famosa frase sobre el vicio y la virtud, productos naturales lo mismo que el azúcar y el vitriolo (lo Cínico que mucha gente sabe de él), al ganarle aplausos entre los librepensadores y los materialistas baratos, le enajenó la simpatía de los jerarcas. Y ahora, caído el Imperio, proclamada la República, va a perder su popularidad escribiendo los Orígenes, contra todo el giro de la historia de Francia, desde 1793.

Por un impulso irresistible, al presenciar la invasión, las convulsiones de la anarquía organizada y en el poder, la amputación del territorio, se vio inducido Taine a elevarse (como se había elevado en su sistema filosófico), hasta la   —394→   noción de causa, y preguntarse por qué, después de tanta prueba y ensayo de diferentes formas de gobierno, cada día la nación decae, hasta hundirse sus últimos prestigios en el abismo de Sedan y en el brasero de la Commune. De esta angustiosa pregunta, a indagar los motivos por medio de la historia, hay un paso, y el espíritu analítico y crítico de Taine lo franqueó inmediatamente.

Nótese que, a pesar del florecimiento de las letras durante el siglo, no hubo pléyade de historiadores sino en el período romántico. Los que siguen escribiendo, durante el período de transición, proceden de ese grupo -como Michelet-. Hasta la época naturalista no se verifica la transformación del procedimiento histórico, con algunas obras de Renan, y, sobre todo, con los Orígenes.

Esta obra, que ha sido furiosamente atacada, y no sin motivo en algunos respectos, no por eso deja de ser en su género única. Está llena de vida, de ardor, de convencimiento, de ideas nuevas y originales, y rebosa patriotismo, no al modo que lo practica un Víctor Hugo o un Dérouléde, sino de otro más eficaz: el que estudia el daño porque anhela el remedio.

Dice su biógrafo intelectual, Laborde Milaa: «Taine vio que el medio de concurrirá la regeneración de Francia era consagrar a un estudio del caso francés lo que le restaba de vida. Francia sufría; sufría desde muy atrás; y si se compara su tranquilidad y su vigor y cohesión, en los siglos que precedieron   —395→   al XIX, era de suponer que el mal arrancaba de la tumultuosa época de 1789 a 1804, en que se habían probado todas las formas de gobierno y vivido en quince años la historia de muchos pueblos. El mal se había insinuado en el organismo, ocasionando la inestabilidad y las revueltas como consecuencia. Y este mal, ¿cuál era? ¿De qué procedía? ¿Cómo curarlo? Gran problema, y sobre todo, problema científico...».

Para estudiar el «caso francés», Taine decide renunciar a cuantas labores algo extensas proyectaba, y poner mano a una trilogía, los Orígenes de la Francia contemporánea, estudiando el antiguo régimen, la Revolución, el nuevo régimen. Las dos primeras partes, pudo terminarlas; de la tercera, interrumpida por la muerte, queda un fragmento, Napoleón.

Empiezo por hacerme cargo de las censuras, en extremo severas y todavía no interrumpidas, que llovieron sobre Taine cuando se conoció el alcance y propósito de su obra; y no sólo recayó la desaprobación sobre esta, sino sobre el conjunto de la labor. La critica de Taine va contra las corrientes que siguen siendo dominantes en Francia, que no han cambiado de dirección a pesar de 1870; y el que tanto proclamó la fuerza del «medio ambiente», es víctima del medio ambiente social y político, y sufre la severidad y aun el desdén del público. Nadie sabe cuánto influye, para la fama póstuma de un escritor, el haber abundado en el sentido de sus contemporáneos. Al que no acepte los errores comunes, o se le martiriza, o se le olvida, o   —396→   ambas cosas a la vez. Y si esto pudiere hacerse con Taine, se hubiese hecho; no quedó por intentarlo; pero hay estaturas que se ven por encima de las cabezas de la muchedumbre, y Taine, a pesar de todo, es un señor a quien no cabe escamotear. Todas las impugnaciones y refutaciones de los Orígenes no han echado abajo lo que en esa obra vale más: lo original, la invención de Taine.

Explicaré la palabra invención. El cargo más justo que se ha dirigido a Taine es el de la inexactitud. Se pudo decir de él, sin mentir, que no hay otro historiador más inexacto. El profesor Aulard consagró un volumen, fruto de indagación nutrida y ceñida, a coger todos los puntos que se le soltaron a Taine; y sin género de duda consiguió probar que los Orígenes están muy equivocadamente documentados. Varios años seguidos, en curso público de la Sorbona, realizó esta demostración el censor, declarando que no le guía la pasión política -y también que la gran gloria de Taine está en los Orígenes, cabalmente.

Causa al pronto extrañeza que Taine haya edificado sin erudición suficiente y hasta con erudición frágil; sin embargo, las circunstancias lo explican. Cuando un móvil, no sólo explicable, sino loable y generoso, le hizo concebir el plan de los Orígenes, Taine pasaba de los cuarenta, y no había trabajado en archivos, sobre documentos y manuscritos, jamás. Sólo en acopiar los materiales de su obra tenía que gastar la vida entera. Aulard lo confirma muy   —397→   minuciosamente: Taine empieza a leer para los Orígenes en 1871, y en 1873 escribe a Guizot que ha terminado sus lecturas; poco después comienza a redactar. Se ha documentado en dos años; y en 1875 publica El antiguo régimen. Es poco mascar el asunto, efectivamente, aun tratándose14 de Taine; y, según el método que a ella aplicó, la obra requería mucho estudio de papeles. Hasta aquí estoy conforme con todas las severidades.

Lo ocurrido a Taine confirma mi persuasión de que la labor de la historia, tal cual hoy se concibe, necesita dividirse en dos secciones: la de documentos y fuentes, que corresponde recoger y catalogar a los eruditos, y la de redacción y desarrollo filosófico, que pertenece al gran escritor. Los eruditos rara vez logran interesar; el gran escritor suele no tener tiempo de documentarse.

No es la historia una ciencia en la verdadera acepción de la palabra, y si no tuviese algo de arte, o si se quiere de vida, que le comunica la persuasión y la emoción más o menos oculta del gran escritor, nadie la leería seguramente. Sería materia de consulta, dormida en los archivos.

Por otra parte, hay etapas históricas en las cuales una o dos generaciones penetradas de un sentimiento y habiendo formado un juicio bastante general (unánime no pudiera ser) acerca de importantísimos acontecimientos casi recientes, flotando en el aire, digámoslo así, ese sentimiento y ese juicio esperan al historiador   —398→   que los recoja y los condense en una obra de conjunto. Esto hizo Taine; a pesar de la novedad de sus puntos de vista en algunas cuestiones, los Orígenes condensan lo que disperso, por recuerdo o por lectura, se sabía ya del antiguo régimen y del período revolucionario, y lo que empezaba a pensarse de Napoleón. Si en puntos concretos y en datos archivados y consultables es deficiente, y «se descalificaría» el alumno de la Sorbona que le citase como autoridad histórica, en esta concentración del juicio general histórico, la obra de Taine es de las que abren surco, como no lo hubiese abierto una fidelísima y puntual exposición de datos y noticias. Decía Renan -que a pesar de haber trabajado sobre temas muy antiguos y en que no existen documentos, en el sentido de los que se le exigen a Taine, cometió, sin embargo, más de una inexactitud- que a los documentos había que «solicitarlos»; es decir, interpretarlos y adaptarlos al gusto...

Si en las noticias de que se sirve Taine comete errores, su psicología histórica es certera, y es la misma que, sin definirla ni darle tal nombre, deducíamos de nuestras impresiones y lecturas los que pensábamos un poco en la evolución de Francia al través de tantas revoluciones (en las cuales ha venido, por desgracia, a ser especialista ese pueblo tan capaz de cordura, el más naturalmente equilibrado de los latinos). Se le ha imputado a Taine que su psicología es patología. La psicología colectiva en épocas revolucionarias, patológica es siempre.   —399→   Los modernos antropólogos de la escuela positivista han visto claro en esto.

Un cargo más fundado es el que se dirige a Taine, porque, en su historia, el individuo desaparece ante la colectividad; achaque también de los momentos revolucionarios. Las revoluciones se detienen y cuajan en el orden (en un orden nuevo, si no en retroceso al antiguo) cuando aparece el individuo inesperado. Todas las fases de la Revolución francesa preparan al dictador, a Napoleón. La fuerza individual no se presta a los sistemas; trae algo imprevisto, no sólo en el arte sino en la historia. Quitemos a Napoleón (que pudo no nacer, o morirse de chiquillo) y siendo el mismo el carácter de los pueblos y la influencia del medio, de la raza, etcétera -cambia todo el desarrollo histórico de Francia y de Europa.

Es el problema que surge de los Orígenes. La psicología de los pueblos, al explicarse por leyes naturales, pudiera desarrollarse en un sentido, pero no cambiar. ¿Por qué cambian los pueblos? ¿Porqué estos cambios son profundos? ¿Por qué la más estrecha conexión de caracteres, la identidad de raza y de ambiente, no producen la estabilidad psicológica? Lo físico varía menos; pero el rebelde espíritu no se deja someter. Así se pudo, con justicia, objetar a Taine que reduce a nada al individuo, a fuerza de no considerar sino los caracteres nacionales y las situaciones generales, y de hacer de la causa primera la primera de las causas segundas.

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Esta idea anteindividualista de Taine, no ignoramos que la aplicó hasta al arte, el terreno donde la fuerza y vigor del individuo parece revelarse con mayor espontaneidad, al afirmar que el artista va guiado por una voz secreta, intuición de lo que su época desea sin acertar a expresarlo. Bien pudiera decirse lo contrario a veces: el insigne artista influye adversamente al público -y con razón se le objetó que no siempre coincide la hora histórica con la hora estética, que los artistas no siempre representan el presente, sino que suelen ser la voz del pasado o la del porvenir.

Expuso Taine en los Orígenes no pocas cosas que antes no se habían propalado en letras de molde, y que expuestas por un hombre de tan vigoroso pensamiento filosófico, un pensador a la moderna, con puesto alto y propio, causaron efecto mayor, envueltos en su estilo bruñido, brillante como coraza milanesa, y siempre hermoso, sugestivo y plástico. Su tesis regeneradora era sencilla; los pueblos no pueden, mediante un acto reflexivo y consciente, constituirse a sí propios (el Contrato, de Rousseau), y la forma social y política en que un pueblo ha de entrar y persistir, no es cosa arbitraria, sino determina la por su carácter y su pasado.

Cuando sobrevienen las revoluciones, el hombre revela el fondo que le supone Taine: la barbarie y la maldad natural del instinto. Sin duda pudo Taine tomar en cuenta un hecho universal, y es que la barbarie misma   —401→   tiende a organizarse socialmente, y una vez organizada, está reprimida en parte o en todo. El estado normal de ninguna agrupación humana permanece revolucionario; ese desate del instinto es de suyo breve. Pudiéramos decir, empleando el lindo lenguaje teológico de Renan, que la naturaleza no tarda en sentir el yugo de la gracia. La idea misantrópica de Taine es exacta: por naturaleza, por primer impulso, es fiera el hombre; pero algo hay en él que contraría y encauza ese instinto, y le impulsa a sujetarlo con la cadena de la organización social.

Empezó Taine su estudio exponiendo los errores del antiguo régimen, derroche insensato, torpe reparto de los honores, y desarrollo del espíritu clásico. A este espíritu clásico, a esta abstracta ideología, achaca Taine, en gran parte, la mala dirección de la revolución francesa, que se hizo desdeñando la realidad, sin tomar en cuenta los hechos -raciocinando, en vez de observar-. De aquí el loco empeño de borrar en pocos días las huellas tenacísimas del pasado y de la tradición; de aquí todos los sueños de la Enciclopedia: el filosofismo, las construcciones apriorísticas. Taine supone que la Revolución no fue sino una agravación del antiguo régimen, que consolidó la centralización política, administrativa, económica e intelectual, iniciada por la Monarquía. Al considerar esta doctrina de Taine, ocurre que, en efecto, Francia es el país más centralizado del mundo, y, sin embargo, rara vez, en los momentos   —402→   críticos, respondieron las provincias al sentimiento de ese París, que para los extranjeros es toda Francia. Recuérdense los levantamientos del Oeste, la Vendea, y los frustrados esfuerzos de Gambetta para galvanizar a las provincias, para despertar en ellas la cólera de la resistencia al invasor, que en las tristes horas de 1870 y 1871 está circunscrita a París.

Los Orígenes es, ante todo, un libro descentralizador (como Séignobos, en su estudio sobre Taine, acertadamente observa). Es, además, un libro social, que condena la Revolución, y echa abajo, sino documentalmente, filosóficamente, su leyenda. Severo con los hechos y con los personajes, implacable con la soberanía del pueblo, ve en el período revolucionario un estado en que «millones de salvajes van lanzados por millares de charlatanes de café, y a la política de café responde la asonada callejera». Taine mismo resume en una carta su opinión; a un sólo principio se reduce la Revolución: al dogma de la soberanía, del pueblo, entendida a la manera del Contrato social.

Y este dogma da por fruto una teoría esencialmente anárquica y despótica y un sistema semejante al de los mamelucos en Egipto. El germen morboso de este dogma determinó la fiebre, el delirio y las convulsiones revolucionarias. Hay que reformar todos los juicios que la imaginación, la sensibilidad y la simpatía forman de los hombres del 89 y del 90. Son como el ciego, que mete la mano en un agujero,   —403→   al margen de un río, y creyendo asir un pez, muestra triunfalmente una víbora. Y más adelante añade: «Desde 1808 hasta el día, lo que distingue a Francia de otras naciones es la persistencia, en su estructura política y social, de sus incesantes revoluciones y su fatal centralización».

De estas convicciones, fortalecidas experimentalmente por el hecho de ser Taine testigo ocular del desastre y de la anarquía, espontánea y organizada, se deriva su concepto sociológico. Toda nación necesita constitución. Sólo puede constituirse, si ha de durar, sobre el pasado histórico, sobre las tradiciones, que no son obra del acaso, pero que son lo inconsciente, más activo que lo consciente. Al mismo tiempo, una nación debe respetar las exigencias naturales de lo actual. Nada de constituciones ideales: la realidad. Hay que adaptar las democracias al marco del pasado, dándoles así garantía de solidez.

Con este modo de entender la sociología, parece sencillez, por no decir bobada, admirarse de que Taine, libre pensador, haya escrito este párrafo: «La religión es un poema metafísico acompañado de creencias, Por eso es eficaz y popular; excepto para una imperceptible minoría, la idea pura es palabra sin sentido, y para sentir la verdad hay que darle cuerpo. Se necesita culto, leyenda, ceremonias, que hablen al pueblo, a la mujer, al niño, al simple, al hombre metido en la vida práctica, y hasta al espíritu humano en general, cuyas   —404→   ideas involuntariamente se traducen en imágenes. Gracias a esta forma palpable, la creencia puede arrojar su peso enorme en la conciencia, contrapesar el natural egoísmo, contener el loco impulso de las brutales pasiones, llevar a la voluntad hacia la abnegación, arrancar al hombre a sí mismo para ponerle enteramente al servicio de la verdad o al servicio de los demás, hacer ascetas y mártires, hermanas de la Caridad y misioneros. Así, en toda sociedad, la religión es, a la vez, un órgano natural y precioso. Se necesita para pensar en lo infinito y para vivir rectamente; y si de repente faltase, habría en el alma humana un gran vacío doloroso, y nos haríamos unos a otros mayor daño. Y, además, sería inútil querer arrancarla; las manos que la tocasen no se llevarían sino su envoltura; después de una sangrienta operación, renacería; su germen es tan hondo, que no cabe extirparlo».

Larga es la cita, pero me parece asaz interesante, tratándose de Taine, para mostrar el camino recorrido por su mentalidad desde «el azúcar y el vitriolo». Y también es útil, porque sugiere que este lenguaje sincero del fiero Sicambro de la intelectualidad (y no la inexactitud de un extracto o de una noticia) fue lo que alborotó contra él a la opinión y determinó lo que Laborde Milaa llama «la fase crítica», en que por todos lados se le muerde y se le echa a pique. Confesiones como la antes transcrita; estudios como el de la patología del jacobino -comparado al cocodrilo del cual los   —405→   egipcios hicieron un dios, y que mostraban alzando un velo y cantando himnos en lo más recóndito del santuario-, tuvieron que costar muy caro a Taine; porque no ha cambiado Francia de orientación, aunque algunas señales puedan indicar este cambio. Cuando se publicaron los Orígenes era quizás el momento en que mejor se revelaba en su estructura política y social esa persistencia de la impronta revolucionaria que Taine señaló. Las revoluciones, en su período activo y desatado, influyen menos en la vida profunda de una nación que la estructura adquirida. Taine creía, además, que la cualidad dominante francesa, el clasicismo, había provocado esa formación difícil de corregir, y que imponía a Francia un carácter cuyas consecuencias la han puesto en muy graves compromisos, a pesar de tan magníficas cualidades y tanto lastre de fuerza social como hay en ese pueblo.

Y por eso, cuando se elevó a Taine una estatua en su pueblo natal, Vouziers, la ceremonia no tuvo más proporciones que las locales; y por eso fueron excluidas de las Bibliotecas oficiales sus obras. Recuérdense ciertas apoteosis, y dedúzcase qué ha de esperar quien pasa la mano a contrapelo a las mayorías.





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ArribaEpílogo

He tratado de hacer ver el desarrollo de gérmenes morbosos en las letras francesas. Como quiera que estos gérmenes no se encierran sólo en la literatura, y la literatura se halla en íntimo contacto, en relación estrecha con la sociedad y con el proceso de la historia, cada vez se acentuará más el carácter morboso, al precipitarse el desastre nacional y sus consecuencias.

Al recordarlo, he observado que esa nación, cabeza de los pueblos latinos, pudo acusar al régimen imperial, no sin fundamento, de su trágica desventura, y que la propia tragedia hizo patentes resistencias y energías, que no destellaron y resplandecieron suficientemente, envueltas en la enorme catástrofe. Y también creo que se deduce de mi texto que la catástrofe abrió surco en las almas, y no en las menos escogidas. Para un Renan que, en medio   —408→   de los horrores del sitio de París, de aquella defensa grandiosa de la ciudad bloqueada, entona himnos al vencedor germano -en la mayor parte de los grandes escritores se revela el sufrimiento y la mortificación del golpe, aunque se propongan no dejarlo ver, y hasta hacer obra «antipatriótica», como los medanistas. Es el patriotismo cosa tan natural y humana; surge de la realidad con tal vigor, que a veces, queriendo renegar de él, involuntariamente se afirma. No todos son patriotas al modo de un Derouléde; pero a su manera, y a veces, ignorándolo y hasta rehusándolo- todos son más o menos patriotas.

Acaso, si Francia hubiese salido vencedora, si no hubiese sufrido la pateadura de la invasión y el suplicio de hoguera de la Commune, fuese muy distinto el proceso psíquico de muchos de los sumos artistas de su prosa y aun de su poesía.

En ellos -en bastantes para que deba ser tomado en cuenta- vemos alzarse protesta contra los tiempos, contra las nuevas instituciones -lo que persistía responsable, una vez que el segundo Imperio naufragó entre el lodo de Sedán.

En otros, ya sin rebozo, se desborda la aspiración a formar patria, patria fuerte, defendida, segura. Un Taine se convierte a esta fe y sufre persecución por ella.

Las lesiones internas causadas por el desastre no contribuyen poco a la aparición de los desequilibrados, diletantes, escépticos, pesimistas   —409→   satíricos, melancólicos, devotos de la nada y de Satanás. Fuerzas perdidas, sin duda, para la obra de regeneración, o, más bien, contrarias a ella, porque estos modos de ser, que no deben alarmar cuando se notan en algunas privilegiadas personalidades, inficionan el cuerpo de la sociedad si descienden a las muchedumbres y se infiltran en ellas, y son por ellas mal entendidos y torpemente imitados.

A un mismo tiempo avanza en Francia la decadencia, que pronto habré de reseñar, y la funesta división, esterilizadora de todo esfuerzo, regocijo de los que espían las convulsiones de un pueblo para, si tanto pueden, aniquilarlo. Los ultracivilizados franceses coadyuvan con celo a la obra de los que llamaron «bárbaros del Norte», como si se complaciesen en arrancar vendajes de las frescas heridas y dejar correr la sangre -la sangre del espíritu, tanto o más necesaria que la de las venas-. A este penoso espectáculo asistiremos, y a compás de sus episodios veremos alzarse la negación de la nacionalidad. Y sólo las cualidades serias que entre la cizaña de las pasiones persisten siempre en Francia, podrán detenerla vacilante al borde del abismo.