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La proeza de un diccionario con textos. Algo más sobre el «Diccionario de autoridades»

Pedro Álvarez de Miranda


Universidad Autónoma de Madrid



El sencillo propósito de esta intervención no es otro que el de echar una nueva ojeada a uno de los más importantes diccionarios de la lengua española que se han llevado a término, o, dicho con menos cautelas, al más importante de todos ellos; invitándoles, de paso, a reflexionar sobre la anomalía que supone el que esa cima la ocupe, todavía, una obra que data de hace casi tres siglos. El diccionario del que voy a hablar, el llamado Diccionario de autoridades, es sin duda bien conocido por Vds., pues el limpio y manejable facsímil que de él nos viene ofreciendo desde 1963 la Editorial Gredos se encuentra en todas las bibliotecas. Y, al margen de que hayan efectuado o no en él consultas directas, con lo que ineludiblemente se habrán tropezado es con algunas de las miles de citas a pie de página que de él se hacen en las ediciones anotadas de nuestros clásicos.

Querría subrayar una vez más la extraordinaria importancia y la gran calidad de aquella auténtica proeza que fue el primer diccionario de la Academia. Importancia y calidad que se derivan, precisamente, de que, desde el punto de vista de la historia de la lexicografía, es una obra que se adelantó notablemente a su tiempo: gracias al Diccionario de autoridades la lengua española podía legítimamente vanagloriarse, a mediados del XVIII, de tener el mejor diccionario de Europa. Autoridades es uno de los primeros grandes diccionarios modernos, y el mejor de su tiempo precisamente porque en él el afán descriptivo logró imponerse sobre el espíritu normativo1, y ello ocurrió incluso, podríamos decir, contra el designio inicial de los propios académicos y acaso sin plena conciencia por parte de estos acerca de la trascendencia de lo que estaban haciendo. Hoy consideramos que la mejor lexicografía es la que se apoya en una base documental, la que se construye sobre un corpus de textos y ofrece muestras de esos textos para refrendar la información que brinda al usuario. Pues bien, ese principio metodológico es ya el de Autoridades, y este fue el primer diccionario que lo aplicó de manera amplia, decidida, generosa y casi sistemática.

Antes de continuar, me gustaría aclarar que no tengo, en absoluto, una visión digamos complaciente, ni -mucho menos- chovinista de la historia de la lexicografía española. En absoluto. Creo que, objetivamente, es de justicia señalar que diccionarios como el de Nebrija, el Tesoro de Covarrubias o el Diccionario de autoridades fueron en su día hitos destacados de la lexicografía europea. Y justamente por eso me parece lamentable que, después de esos logros pioneros, la lexicografía española cayera en una postración o estancamiento que no ha remontado, y que hace que el español sea, entre las lenguas de mayor peso e importancia a escala mundial, una de las pocas que sigue sin contar hoy con buenos diccionarios exhaustivos de carácter histórico. Precisamente, el que hoy tengamos que seguir utilizando tanto el Diccionario de autoridades, mucho más de lo que sería normal, es un mal síntoma. En realidad, es que lo utilizamos muchas veces (y desde luego lo utilizó Corominas) a falta de un diccionario histórico, lo que resulta decididamente anómalo y preocupante. Ésta que hago es, como ven, una constatación que tiene doble filo: si por un lado refleja la importancia de Autoridades, por otro lado denuncia la penuria posterior de obras que, en buena lógica, hubieran debido venir a sustituirlo.

La imagen que se tiene del Diccionario de autoridades tal vez se haya visto perjudicada por este nombre, de modo que convendrá comenzar recordando que no es el suyo, que la obra no lleva ese título. Se lo empezó a conocer como «Diccionario de autoridades» a principios del XIX, para distinguirlo del diccionario en un tomo y sin textos, o sea, del «compendio» que la Academia venía publicando desde 1780; este compendio arrebató al gran diccionario en seis tomos el privilegio de la antonomasia. Poco a poco, «el diccionario de la Academia», sin más, empezó a ser el compendiado, en la primera edición -del año dicho, 1780- o en alguna de sus sucesivas reediciones (1783, 1791, etc.); pero antes esa denominación antonomástica le había correspondido al grande, al que, para distinguir, empezó a llamarse entonces «de autoridades».

Así pues, recordemos que lo que aquel puñado de esforzados académicos fundadores dio a luz en 1726, en un tiempo récord, pues sólo habían pasado 13 años desde que se fundara la Corporación, lleva el título de Diccionario de la lengua castellana, en que se explica el verdadero sentido de las voces, su naturaleza y calidad, con las phrases o modos de hablar, los proverbios o refranes y otras cosas convenientes al uso de la lengua. Y, nueva hazaña, casi insólita en la lexicografía española, el entusiasmo inicial no decae: los académicos, a pesar de las muchas dificultades de la empresa, perseveran en su esfuerzo y logran, justo en otros 13 años, llegar hasta la Z; el tomo VI y último, como es bien sabido, aparece en 1739. Fernando Lázaro Carreter trazó en 1972 la «crónica» de esta hazaña, y a ella les remito. En lo que quiero insistir es en el aspecto, con mucho, más meritorio de la proeza: la presencia de citas para la gran mayoría de las voces recogidas. Téngase en cuenta que en esa tarea de reunir «autoridades» los académicos partían prácticamente de cero: nada podía ofrecerles el diccionario de Nebrija, y poquísimo el de Covarrubias. Un lexicógrafo apenas conocido, don Juan Francisco de Ayala Manrique, había comenzado en 1693 el borrador de un nuevo Tesoro que viniera a superar al de Covarrubias, y en el que fue anotando autoridades de no muy variada procedencia (de Quevedo, sobre todo, también de la Recopilación de las Leyes del Reino, etc.; cf. Azorín Fernández, 2000). Pero el solitario intento de Ayala no llegó a constituir un precedente que fuera aprovechable por la Academia. Prolongada la tarea a lo largo de varios años, la aparición del primer tomo de Autoridades se produjo cuando Ayala no había rebasado la letra C, y, seguramente desalentado ante competidor tan robusto, interrumpió ahí su borrador, que se conserva en la sección de Manuscritos de la Biblioteca Nacional.

El grupo de eruditos, clérigos y aristócratas que empezó a reunirse en 1713 en casa del marqués de Villena lo hizo, desde el primer momento, con la idea de elaborar un diccionario, como habían hecho la Accademia della Crusca y la Académie française. El modelo francés se refleja en el nombre que adoptó la Corporación, que hace del gentilicio la única divisa: si Francia tenía una Academia Francesa, España tendría una Academia Española. Pero en el terreno fundamental, que es el lexicográfico, resulta que el diccionario que hacen los españoles no se parece en casi nada al diccionario de la Academia francesa, y, en cambio, sí comparte con el Vocabolario degli Accademici della Crusca un rasgo fundamental: el que las palabras y acepciones debían ir refrendadas por un texto.

Los miembros de la Academia francesa consideraban que en ellos mismos residía la autoridad del «buen francés» que querían recoger. Sus colegas españoles conocían también los otros grandes diccionarios galos de fines del XVII, el de Richelet (1680) y el de Furetière (1690), y expresan su predilección por otro más, ya del XVIII, que es ampliación del de Furetière: el diccionario de Trévoux (1.ª ed. 1704; 2.ª, 1721).

El caso de la lengua italiana era muy distinto en su devenir histórico, y, como se sabe, lo que se propuso el Vocabolario de la Crusca (1612) fue esencialmente recomponer el canon florentino que emanaba de la autoridad de los grandes escritores del Trecento: Dante, Petrarca, Boccaccio, Villani. Es cierto que para la tercera edición de este diccionario (1691), que es la que sirvió a los españoles de punto de referencia, la Crusca había abierto considerablemente la mano, aun manteniéndose básicamente fiel a sus principios. Que esta obra fue el modelo principal no cabe dudarlo. «Para la formación de este Diccionario -leemos en el prólogo de Autoridades- se han tenido presentes los de las Lenguas estrangeras, y especialmente el Vocabulario de la Crusca de Florencia, cuya última edición, que fue la tercera, se hizo el año de 1691» (II). Ahora bien, el hecho de que la trayectoria histórica y la cronología del desenvolvimiento literario de ambas lenguas, así como sus respectivos perfiles en el orden diatópico, fueran muy disímiles, unido a la circunstancia de no hallarse los académicos españoles (como sí lo estaban sus colegas florentinos de fines del Seicento) obligados a mantener ningún tipo de fidelidad a una edición previa (los «cruscanti» revisaban y reeditaban una obra, los españoles la hacían de nueva planta) posibilitó a los miembros de nuestra Academia desbordar y superar muy ampliamente aquel modelo.

La influencia de los mencionados precedentes foráneos se percibe con claridad en el discurso teórico de la Academia Española, más que en la efectiva realización de la obra. El Diccionario de autoridades surgió, desde luego, al calor de una vieja concepción entonces muy arraigada, la de que las lenguas, al igual que los organismos vivos, alcanzan una edad adulta o de madurez a partir de la cual es preciso «fijarlas» si se quiere evitar su decadencia. Ahora bien, este planteamiento no condujo a los académicos redactores a cerrados exclusivismos puristas, ni a proscripción literaria de ninguna clase. Es normal en este tipo de obras que se vayan haciendo, incluso sin que sus redactores se den plena cuenta de ello, menos restrictivas de lo que inicialmente se propusieron ser. En el caso del primer diccionario académico ya los planteamientos iniciales fueron, como vio Gili Gaya (1963), más amplios que los de los modelos europeos; lo que, unido a ese otro insensible ensanchamiento de criterios a que acabo de referirme, explica la sorprendente «modernidad» lexicográfica de Autoridades, que no quiso ser, ni es, mero panteón del vocabulario empleado por los clásicos de los siglos XVI y XVII, ni tampoco un código lexicográfico del uso cortesano, sino que abrió generosamente sus puertas a la variación diatópica, a la diacrónica y a la diastrática. Examinemos sucesivamente estos tres aspectos.

Se ha especulado en torno a la elección del gentilicio castellano en el título, elección que Lázaro Carreter explica como un caso de variatio estilística, para no repetir el sinónimo español que ya aparece en la denominación de la propia Academia. Sea como fuere, lo indiscutible es que los académicos no acometieron su trabajo desde una posición castellano-céntrica. El interés por recoger las llamadas «voces provinciales» es uno de los aspectos en que el Diccionario de autoridades se separa más llamativamente del modelo francés (parisino) y del italiano (toscano-florentino). A tal objeto inició entonces la Academia la costumbre de servirse de la ayuda de colaboradores residentes fuera de la Corte, costumbre que con el tiempo llegaría a institucionalizarse en la figura de los llamados académicos correspondientes. Siempre ha prevalecido en España, y no poco ha contribuido a ello la Academia, la consideración de la lengua como «complejo dialectal».

Según los recuentos de Aurora Salvador Rosa (1985), el Diccionario de autoridades registra unas 1.400 voces caracterizadas como «provinciales», es decir -diríamos hoy- con marcación diatópica. Los más diligentes de esos colaboradores no cortesanos fueron los aragoneses -en particular el primero de ellos, José Siesso de Bolea, que mandó espontáneamente a la Academia muchos materiales para el primer tomo-, lo que motivó que el porcentaje más alto de ese conjunto de vocablos regionales lo constituyan, con mucho, los aragonesismos (Aliaga, 1994). También hay bastantes palabras murcianas, y eso se explica de nuevo por una circunstancia particular y un tanto aleatoria: la de que un académico murciano, el P. Bartolomé Alcázar, aportara al trabajo los materiales que desde esa región le enviaba un sobrino suyo también jesuita, el P. Victoriano Alcázar.

Un dato interesante es que en ese conjunto de voces «provinciales» están también representadas, aunque modestamente, las voces americanas. La cifra es pequeña, 126 americanismos según Aurora Salvador (algunos más según otros cómputos), pero es indudable que el hecho tiene un alto valor simbólico.

Pasemos al aspecto cronológico, que en mi opinión es el más interesante y aquel en que comienza a hacérsenos manifiesto el gran esfuerzo del Diccionario de autoridades en cuanto tal (téngase en cuenta que, por razones comprensibles, muchas de las voces regionales a las que acabamos de referirnos son precisamente de las que, en la obra, no van acompañadas de una cita).

Es frecuente encontrar referencias a Autoridades que lo presentan como un diccionario del español del Siglo de Oro, pero, en realidad, es bastante más que eso. Naturalmente que un altísimo porcentaje de las obras y autores citados en él corresponden a los siglos XVI y XVII. ¿Es que acaso podría ser de otro modo? De unas calas que he llevado a cabo en la obra se desprende que el autor más citado en ella es Quevedo, seguido a no mucha distancia por Cervantes y después, seguramente, por Lope. Todo ello es perfectamente lógico. Pero, dándolo por sentado, hay que subrayar el esfuerzo de los académicos por ensanchar ese núcleo cronológico en las dos direcciones en que era posible hacerlo, hacia atrás y hacia adelante.

Se dirá que a primera vista no abundan los textos medievales en Autoridades, a lo que cabe replicar que, aparte muchos del XV, para los siglos anteriores está todo lo que podía estar, es decir, lo poco que era entonces conocido: el Fuero Juzgo, el «Poema de Alexandro», Alfonso X, la «Historia de Ultramar», El Conde Lucanor y varios fueros y crónicas. (Repárese en que, por ejemplo, el Cid y Berceo no se conocían; si se hubieran conocido, lo más probable es que se hubieran tenido en cuenta.)

Por lo que se refiere a los textos del entonces casi recién estrenado XVIII, si bien en la lista cronológica que figura al frente del tomo I el único autor posterior a 1700 es el tratadista de pintura don Antonio Palomino (autor de El Museo pictórico y escala óptica), lo cierto es que hay otros más que sólo aparecen en la relación de abreviaturas (don Teodoro Ardemans, el P. Tosca, los académicos Alcázar, Ferreras e Interián, etc.); y que en tomos sucesivos se añaden nuevos nombres, entre ellos, claro es, los de algunos de los académicos mismos, además de otros que no lo eran, como el Dr. Martín Martínez2, Eugenio Gerardo Lobo3 o el peruano don Pedro de Peralta Barnuevo4. Y la cosa no queda en mera declaración de intenciones. Nótese lo siguiente: en el tomo I de Autoridades no aparece aún el nombre de Feijoo, ni podía aparecer, por la sencilla razón de que el volumen primero del Teatro crítico universal estaba saliendo en ese mismo momento, 1726, de las prensas. Pero en el tomo II del Diccionario, que es de 1729, ya se incluye y se utiliza a Feijoo, al igual que en los posteriores. Y el mismo tomo I maneja fuentes recentísimas: en los artículos bula, burgés y busca, por ejemplo, se citan unos «Aranceles» de 1722, o sea, un texto rigurosamente coetáneo de la redacción misma de la obra. Ojalá toda la lexicografía posterior hubiera tenido la misma rapidez de reflejos.

Fijémonos, en tercer lugar, en la representación de los diferentes niveles de lengua, en lo que podemos llamar las variedades diastráticas. En este punto, suele mencionarse siempre, y desde luego el dato es relevante, la presencia en Autoridades del léxico de la llamada «germanía». Yo creo que la importancia de la germanía se ha desorbitado -recientemente se han publicado nada menos que dos diccionarios dedicados a ella-, y ello se debe, en buena parte, precisamente al hecho de que la Academia decidió volcar literalmente en su diccionario el célebre Vocabulario de germanía de Juan Hidalgo (1609), con consecuencias, en mi opinión, algo distorsionadoras de la realidad (sobre todo porque esas voces se han quedado ya en el diccionario para siempre, hasta nuestros días). Téngase en cuenta que aunque ciertas voces de germanía llevan en el primer diccionario de la Academia su correspondiente «autoridad» (de Quevedo, del Rinconete cervantino, etc.), muchas se incluyen con el solo respaldo del Vocabulario de Hidalgo, y para algunas seguimos sin conocer hoy ejemplos reales de uso (pues ni siquiera están presentes en los Romances de germanía a los que acompañaba dicho Vocabulario).

Dejando, pues, al margen la cuestión de la germanía, lo esencial es señalar aquí que el «corpus» de obras manejadas para la confección del primer diccionario de la Academia desborda muy meritoriamente, para la época, los límites de lo que podríamos llamar fuentes literarias en sentido estricto. Claro que son fuentes escritas (no vamos a pedir que se manejaran entonces corpus orales). Pero dentro de ellas hay numerosos textos de tipo jurídico o administrativo, de autoría anónima o colectiva, algunos francamente humildes, sin ninguna pretensión literaria, y de los que puede afirmarse que reflejan de modo bastante satisfactorio el léxico real y cotidiano de muchas parcelas de la vida española (el léxico de los oficios, del comercio, de la milicia...).

Por no remontarnos al ya mencionado Fuero Juzgo o a las venerables Partidas, que en Autoridades ocurren a cada paso, si repasamos las listas de obras citadas (o, mejor aún, como haremos enseguida, los artículos mismos del diccionario), nos encontraremos:

  • Las Recopilaciones de leyes del Reino y de Indias, actas de Cortes y otros varios textos de carácter jurídico-administrativo;
  • Diversas Ordenanzas municipales: de Sevilla, de Zaragoza, de Tarazona, de Lorca, etc.; otras de guarnicioneros; otras de los abejeros de Zaragoza; etc.;
  • Diversas «Pragmáticas de tasas» (especialmente una de 1680 que se cita muy frecuentemente) y «Pragmáticas de trajes»; «Aranceles varios»;
  • Las Leyes de la Mesta, las Ordenanzas militares (de 1728), una «Instrucción de Enfermeros», etc., etc.

Los textos de estas procedencias pueden aparecer solos o pueden acompañar, y aun preceder, a otros de autores como Cervantes, Quevedo, etc. Por ejemplo, en la primera acepción de caldero se citan, por este orden, dicha Pragmática de tasas de 1680, un texto del P. Acosta y otro de Quevedo; en el participio colorado se aducen, también en el orden en que los indico, pasajes de la misma Pragmática, de Alejo Venegas y de Cervantes. Ya advirtieron los académicos en los preliminares que «se ponen las citas sin graduación ni preferencia entre sí, evitando hacer este juicio comparativo, siempre odioso» (V-VI). Pues bien, si no hay en la «ordenación» de las citas un criterio jerárquico, tampoco lo hay cronológico o alfabético; todo es puro «desorden» aleatorio. «Solo ha puesto el cuidado [la Academia] de citar los [autores] que usaron con la mayor propriedad la voz de que se habla» (VI). No hay duda, pues, de que la tal Pragmática de tasas es, a efectos lexicográficos, tan modélica como el Quijote.

Por supuesto, entre los autores citados, y aunque la Academia se dio cuenta muy pronto de que tendría que poner freno a la inclusión del léxico más especializado (es decir, a lo que llamamos hoy tecnicismos), figuran botánicos como Laguna, tratadistas de agricultura como Gabriel Alonso de Herrera, matemáticos como Tosca, arquitectos como Arfe y Villafañe, una nutrida representación de médicos (cf. Gutiérrez Rodilla, 1994-95), albéitares y farmacéuticos (uno de ellos, Félix Palacios, rigurosamente coetáneo5), cocineros como Ruperto de Nola6, Diego Granado o Martínez Montiño, expertos en blasón, en cetrería (cf. Fradejas Rueda, 1992)7, en numismática, en arte militar, en comercio, etc.

Para conocer a fondo las «autoridades» del Diccionario de autoridades tenemos que recorrer tres escalones o círculos concéntricos de amplitud creciente:

  1. En primer lugar, la «Lista de los autores elegidos por la Real Academia Española para el uso de las voces y modos de hablar». Esta lista figura en el tomo I y tiene pequeñas adendas en tomos posteriores. Como se sabe, está dividida en dos secciones, prosa y poesía, y dentro de cada una de ellas, a su vez, por siglos: siglo XIII, siglo XIV, siglo XV, etc.;
  2. En segundo lugar tenemos las tablas de abreviaturas de las obras citadas en cada tomo. Hay muchos autores y obras que están en estas listas de abreviaturas (porque se los cita) pese a que no están en aquella «Lista» programática;
  3. El tercer escalón es el más difícil de conocer, pues hay que leerse el diccionario de corrido. Al hacerlo, comprobamos que no todas las obras que efectivamente se citan constan en la tabla de abreviaturas, bien porque en el artículo se ofrecen sus datos in extenso, bien porque se trate de citas ocasionales.

He hecho un muestreo limitado a la letra B, a la búsqueda de obras citadas que no figuran en la «Explicación» de abreviaturas del tomo correspondiente (ni, por supuesto, en la primera lista); el resultado muestra que se nos ensancha sobre todo, precisamente, el «corpus» de textos no literarios8:

  • s/v bailía: ORDEN. DEL VALLE DE ARAM = Ordinaciones, pragmática y edictos reales del valle de Aram, hechos en el año de mil seyscientos diez y seys , por Juan Francisco de Gracia, Zaragoza, 1618;
  • s/v balance, balsa, barcella: ORDEN. DE ALCAÑIZ = Ordinaciones Reales de la ciudad de Alcañiz hechas por el muy ilustre Señor Don Antonio de Funes, y Villalpando... en 26 de noviembre de 1667 años;
  • s/v balandrán: CONSTITUC. DEL COLEGIO DE LA ORDEN DE SANTIAGO DE SALAMANCA; CONSTITUC. DEL COLEG. DE S. ILDEPHONSO DE ALCALÁ;
  • s/v balconería: OLMO, Auto de Fe de 1680 = Relacion historica del auto general de fe que se celebró en Madrid este año de 1680... por Ioseph del Olmo, alcayde y familiar del Santo Oficio... Madrid, 1680;
  • s/v batallo: MEM. DEL DOCT. THOMÁS LA SALA;
  • s/v birrete: ESTABLECIM. DE LA ORD. DE SANTIAG.9;
  • s/v blanqueamiento: RAMOS DEL MANZAN. Prólog. a la respuesta de Esp. al tratad. de Franc. = Francisco Ramos del Manzano, Respuesta de España al tratado de Francia sobre las pretensiones de la Reyna Christianissima, 1667;
  • s/v bobote: ENTREM. DE LA BURLA DE LOS CAPONES. (De Gil López de Armesto, cf. Cotarelo, 1911: CXIII.);
  • s/v brillo: POEM. DE S. ANT. ABAD;
  • s/vv brocha: TESTAMEN. DEL R. DON PEDRO, otorgado en Sevilla a 18 de Noviembre de 1362;
  • s/v buega: ORDEN. DE HUESC. = Ordinaciones del regimiento de la muy illustre y antiquissima ciudad de Huesca, Huesca, 1587;
  • s/v bureo: NUÑ. Solo Madrid es Corte = Alonso Núñez de Castro, Libro histórico político, sólo Madrid es Corte, y el cortesano en Madrid, Madrid, 167510.

Los ejemplos pueden multiplicarse: en las palabras comandamiento y comandante se citan unas «Ordenan[zas] del Exérc[ito] de Fland[es], año 1702», y en el segundo de esos artículos, además, un «Reglam[ento] para la Infant[ería] y Caballer[ía], año 1705»; s. v. comissario, unas «Orden[anzas] de la Plan[a] Mayor del Exérc[ito], año 1704». En cinturón se alega una «Cédula Real de 30 de Diciembre de 1705». En purgado se cita una «Prag[mática] de 23 de febrero de 1734», en rastro otra (¿o será la misma?) de 25 del mismo mes y año; y esto ocurre en un tomo (el V) que se publica en 1737, lo que parece indicar que, cuando se estaba redactando, apareció ese texto legal y los académicos sacaron partido lexicográfico de él. En una de las acepciones de calderilla se citan una pragmática de 10 de febrero de 1680 y otra de 22 de mayo del mismo año. El día en que se haga el inventario completo de las obras y documentos citados en Autoridades nos llevaremos bastantes sorpresas y tendremos sobrados motivos para la admiración.

Un caso extremo, en el que se ha fijado Ruhstaller (2000: 203), es el de la segunda acepción de la palabra alifafe:

ALIFAFE. También significa cosa de ropa forrada en pieles; aunque individualmente no se puede averiguar si era vestidura o colcha de cama. Esta voz, que en este sentido es antiquada, se halla en papeles manuscritos, como en el testamento de una señora de Truxillo, Era de 1413, que es año de 1375, donde dice una cláusula: «E mando al Monasterio de Santa Clara de Cibdad el mi Alifafe de manzorras, e veinte varas de sayal».



Da la sensación de que desde muy pronto la Academia buscaba textos por todas partes y aceptaba todos los que encontraba, fueran los que fueran. Muchas veces debieron de ser hallazgos casuales y aislados (es decir, no surgidos de un despojo sistemático de la obra en cuestión), y hasta cabe pensar que habría académicos que, cuando una palabra se les resistía, acudieron en busca de ejemplos a obras concretas en las que, por el tema, confiaban en encontrarlos. Me parece significativo, por ejemplo, que para documentar la palabra café se citen, precisamente, unas Noticias de el caphé. Discurso philosóphico, de un médico llamado Juan de Tariol e impresas en 1692. He aquí el artículo:

CAFÉ. s. m. Especie de haba pequeña con su cascarilla u hollejo, de color algo obscuro, la qual se cría en unas vainillas. [...] Tostada esta fruta y hecha polvos con agua caliente, sirve de bebida usual, cuyo uso vino del Asia no ha mucho tiempo [...]. TARIOL, Noticias del Café, pl. 1: «El café es una especie de legumbre o grano extrangero producido de un árbol que se parece mucho a nuestros guindales»11.



La tarea era penosísima, en ocasiones tanto como buscar agujas en pajares. Con razón se quejan los académicos de que encontrar una autoridad es asunto que en buena parte «pende de la contingencia»: «hallar en un libro una voz -insisten- es fortuna que ofrece el acaso y muchas veces no consigue el más aplicado estudio» (XVIII).

Algunas veces, pocas, los académicos acuden al expediente del ejemplo inventado, tan frecuente en los diccionarios posteriores. He aquí algunos ejemplos:

FILILÍ. s. m. Delicadeza, sutileza o primor de alguna cosa; y así se dice que una Dama está de fililí.

PAMPLINA. Translaticiamente significa qualquier cosa de poca entidad, fundamento o utilidad; y assí, se dice: Con buena pamplina se viene V. m.

PAROLA. Se toma también por conversación en assunto de poca entidad; y assí, se dice: Tuvimos un rato de parola.

VALIENTE. Se toma también por grande u excessivo; y assí, se dice: Hace un valiente frío.



Estas muestras parecen sugerirnos que se acude con especial frecuencia a ese procedimiento del ejemplo inventado cuando se trata de explicar usos de carácter un tanto coloquial; y es lógico que así ocurra, pues tales usos eran más difíciles de documentar en textos escritos12. Tampoco eran, con frecuencia, fáciles de definir, y de ahí que los ejemplos, suministrándonos tal vez una muestra de la colocación de la palabra, sean a veces extraordinariamente valiosos. Como ese de fililí, «se dice que una Dama está de fililí»; pues resulta que no encuentro por parte alguna ejemplos antiguos que ilustren esa acepción de la palabra, que el diccionario de hoy (2001) define prácticamente en los mismos términos que Autoridades13.

Ahora bien, en la mayoría de los casos, cuando no aparecía ningún texto para una voz o acepción, la Academia optaba por incluirla de todos modos, sin «autoridad» -y sin ejemplo inventado-, o sea, aplicando con manga muy ancha los principios metodológicos que ella misma había establecido. Esto ocurre a menudo, ya lo he dicho, con voces regionales. Pero también con muchos vocablos entonces más o menos recientes, de fines del XVII o principios del XVIII, muchos de los cuales la Academia no tiene empacho en caracterizar como galicismos; es frecuente que los académicos añadan entonces algún comentario del tipo «es voz nuevamente [o modernamente] introducida», y a veces añaden: «sin necesidad». En el caso de que aparezca este último comentario (lo que no es frecuente), parece claro que están condenando la palabra; de acuerdo, pero nótese también que la están incluyendo, y eso es, a la postre, lo que más cuenta. Es decir, están aceptando el galicismo, aunque sea a regañadientes. Me parece que esta actitud no solo no debe considerarse «purista», sino ni siquiera «casticista» en su riguroso sentido. ¿Dónde está el tan traído y llevado purismo de la Academia, al menos el de esta Academia fundacional? ¿Dónde su presunto «autoritarismo» en el que bastantes creen, sin duda que groseramente desorientados en cuanto al significado de un título que, por lo demás, los fundadores no pusieron a la obra?

Veamos algunos ejemplos. Sea el del galicismo petimetre:

PETIMETRE. s. m. El joven que cuida demasiadamente de su compostura y de seguir las modas. Es voz compuesta de palabras Francesas, e introducida sin necessidad.



Todo lo sin necesidad que se quiera, pero ahí está la palabra (sin texto), y se quedó para siempre en el diccionario (y además arraigó en el idioma, desde luego).

He aquí otro ejemplo, esta vez de un galicismo semántico:

FELICITAR. Se toma por dar parabién o congratularse con otro de la felicidad que ha logrado. En esta acepción es voz impropria, tomada de la Lengua Francesa sin necessidad y usada modernamente con gran freqüencia en nuestras Gazetas.



Al académico que redactó este artículo le sonaba mucho este uso de felicitar; lo había leído en las gacetas, pero no debía de tener ningún ejemplo concreto a mano, pues, de lo contrario, no habría dejado de citarlo. En su fuero interno acaso lo reprobaba, como muchos reprueban hoy los anglicismos que se cuelan en la prensa. Pero lo incluyó en el panteón del idioma. Es más, hubo de reconocer que el primer sentido de la palabra, «hacer feliz y dichoso a alguno», «que es el proprio y en que pudiera tener uso», era muy infrecuente («se le halla mui poco»), aunque podía ilustrarlo con un texto de Villamediana. El tiempo le ha dado la razón, pues la acepción galicista del verbo es, sin lugar a dudas, la que ha triunfado en el uso.

La misma actitud abierta y tolerante adopta la Academia hacia las palabras que califica de «vulgares» y «baxas»:

BANDULLO. El vientre o conjunto de tripas del hombre u del animal. Es voz vulgar y baxa.



Todo lo vulgar y baja que se quiera, pero ahí quedó registrada, y ahí sigue en el diccionario de hoy, en el que lleva una marca más benévola: «coloquial».

Hemos hablado de variedades diastráticas, pero esta marca, «coloquial», nos permite recordar que Autoridades también prestó atención a lo que hoy llamamos variedades «diafásicas» (es decir, a los niveles de habla, frente a los niveles de lengua). De este carácter es la marca «familiar», que ocasionalmente aparece en la obra:

CAMBALACHE. s. m. Trueque de una cosa por otra, a manera de permutación, si bien el Cambalache por la mayor parte suele ser de cosas baladíes y ruines. [...] Es voz familiar.

ZOPAS o ZOPITAS. Voz de que usan para apodar al que es demasidamnete ceceoso. Es del estilo familiar.



Marca esta, la de «familiar», que en la última edición del DRAE (2001) se ha trocado sistemáticamente por la de «coloquial»; con lo que, en cuanto a la marcación, aquel bandullo y este cambalache o estos zopas y zopitas -hoy en artículos separados- han venido a igualarse en el diccionario.

¿Cómo iban los académicos a rechazar, aunque no tuvieran testimonio escrito que exhibir, una palabra que formaba parte de su cotidianidad? Un ejemplo muy curioso nos lo depara el siguiente artículo:

ESCALFAROTES. s. m. Botines anchos hechos de cordobán u de badana, con sus pies u zapatos a manera de botas, henchidos de heno u borra, entre uno y otro cordobán; los quales sirven para calentar y traher abrigadas las piernas y pies en el Invierno.



La palabra, que, como se ve, no va ahí acompañada de cita, sigue hoy en el diccionario de la Academia -y en todos los que lo copian-, sin marca ni de anticuada ni de desusada. Se trataría de un italianismo, de una adaptación de scalferotto, que significa eso mismo (Battisti-Alessio). Lo que a uno le deja perplejo es que no haya para escalfarote(s), en ninguno de los corpus textuales disponibles, ni un triste texto, antiguo o moderno, que llevarse a la boca. El vacío de documentación es tal14 que uno llegaría a pensar que los académicos acaso sufrieron un espejismo y que la palabra jamás existió en español. Pero sí que existió; ellos, al menos, la conocían y la usaban, y, por esquiva que resulte, debió de tener cierta vida en la España del XVIII. La única vez que me la he tropezado es precisamente en un acta de la Real Academia Española, la del 23 de diciembre de 1749 (es decir, unos años después de terminado el Diccionario de autoridades). Los académicos acuerdan ese día, con toda naturalidad, encargar una docena de «escalfarotes» para usarlos en las sesiones. Empezaba lo más crudo del invierno, y aquellos beneméritos padres de la patria doblados en lexicógrafos querían mantener la cabeza fría, para lo que era imprescindible tener los pies calientes.

No podemos esperar de Autoridades, decía yo antes, que utilizara lo que hoy llamamos «corpus orales», cosa que, obviamente, no hizo. Pero, bien pensado, sí que manejó esporádicamente fuentes orales. A partir del tomo IV aparece en la lista de abreviaturas la indicación «Copl[a] vulg[ar]». Y, en efecto, en los artículos madexa y peinar, por ejemplo, se citan sendas coplillas de ese tipo, precedidas de la mentada indicación; y aun antes, s. v. aldegüela, se había citado una «Seguidilla vulgar y común», que dice:


   Alentado es el gallo
de la aldegüela,
Barrabás que allá vaya
si cacarea.



Como se sabe, entre las fuentes -de varia índole- que han posibilitado la recuperación de la poesía de tipo tradicional se encuentra el Tesoro de Covarrubias. Me pregunto si los especialistas (en cuyas recolecciones de lírica popular no he encontrado esta seguidilla) habrán reparado en que en esa inmensa caja de sorpresas que es el Diccionario de autoridades también podrían ampliar la cosecha.

Hay en el Diccionario de autoridades una cierta inconsecuencia entre la teoría y la praxis. En la «planta» del diccionario, copiada al frente del tomo I, leemos que una de las tareas que la Academia se propone es:

Desterrar las voces nuevas inventadas sin prudente elección y restituir las antiguas, con su propriedad, hermosura y sonido mejor que las subrogadas, como por inspeccionar, averiguar. Y por Pontificar, Presidir en la Iglesia Universal, calificando de barbarismo dichas voces nuevas (XVII).



Pues bien, inspeccionar no está recogida en el diccionario (entrará en 1803), pero pontificar sí está recogida, y con una autoridad:

PONTIFICAR. v. a.15 Presidir la Iglesia Universal. Es voz voluntaria e inventada sin necessidad. [...] NICOLIN. Cabez. Visib. Papa 227: «Concordando muchos, fueron diez y ocho los Cardenales que creó Españoles, habiendo pontificado once años y ocho días».



La obra citada es una especie de historia de los Papas de un tal Sebastián Nicolini, y se publicó en Valencia en 1659. Ahora bien, si tan mal le parecía a la Academia el vocablo, ¿no hubiera sido mejor no incluirlo, para no dar así, digamos, (un) «mal ejemplo»? ¿Es que ese oscuro Nicolini era una autoridad idiomática irrenunciable? ¿Cómo se resuelve la contradicción de que una palabra sea -presuntamente- superflua, innecesaria, pero haya algún texto que la abone? Las notas negativas que acompañan a algunas palabras o acepciones no llegan nunca a ser tan enérgicas como para disuadir de su empleo (en este caso, por lo demás, es mucho más realista aceptar para el significado 'ser Papa' el verbo pontificar que la engorrosa perífrasis «presidir en la Iglesia Universal»). De hecho, no recuerdo haber tropezado nunca en Autoridades con esa marca a la que se alude en el párrafo citado, la de «barbarismo»16.

Es cierto que en los preliminares de la obra dicen los académicos que se proponen «castigar»17 o «dar censura» a las voces que «por antiquadas, nuevas, superfluas o bárbaras la necessitan» (XIX). Pero si realmente querían proscribir ciertas palabras, más les hubiera valido no incluirlas. Porque incluyéndolas lo más probable es que se quedaran en el diccionario para siempre, como en efecto ocurrió en la mayoría de los casos. Y, eliminados con el paso del tiempo los comentarios negativos -no todos en sí mismos lo eran18-, o convertidos en marcas orientadoras del uso, la sola presencia del vocablo en el diccionario académico tendrá, para los hablantes, un potentísimo efecto legitimador.

Para entender lo que fue el primer diccionario de la Academia, conviene no dejarse desorientar por el famoso lema, el manoseado «Limpia, fija y da esplendor» que siempre provoca sonrisas, o por las declaraciones programáticas de la Corporación, expresadas en los preliminares del diccionario. Y, en cambio, recorrer una y otra vez las páginas de la obra misma, que es, insisto, lo que verdaderamente cuenta, y una auténtica caja de sorpresas. Como la que uno se lleva -permítaseme un último ejemplo- al descubrir en la lista de abreviaturas del primer tomo un librito titulado Doctrina moderna para los sangradores, en la qual se trata de la Flebotomía y Arteriotomía, de la aplicación de las ventosas, de las sanguijuelas y de las enfermedades de la dentadura que obligan a sacar dientes, colmillos o muelas, con el Arte de sacarlas, publicado en 1717 y escrito en español... por un cirujano francés (también sangrador y dentista), que vino a España al servicio de Felipe V y se llamaba Ricardo Le Preux. He recorrido con paciencia el tomo a la búsqueda de un artículo en el que, en efecto, se citara a este Le Preux19, y lo he encontrado: se trata precisamente -podría haberlo imaginado- del artículo arteriotomía.

¿Quién iba a decirnos que un sacamuelas gabacho se iba a convertir en autoridad del idioma? Añadamos que no es esa la única ocasión en que con toda naturalidad se acepta en Autoridades a extranjeros que habían escrito en español: en la misma situación están el médico italiano Juan Bautista Juanini o el matemático austriaco P. Jacobo Kresa (este último citado, por ejemplo, s. v. paralelepípedo).

Y es que los académicos, venturosamente, estaban ya inficionados por el virus de la mejor lexicografía, la que impele a perseguir un testimonio real de uso hasta dar con él allí donde se encuentre y exhibirlo después como un triunfo, aunque ello implique saltarse a la torera ciertas declaraciones de principios.

Declaraciones en que, por lo demás, hacen los académicos ocasionalmente tantos equilibrios que el resultado llega a ser un tanto oscuro:

Aunque la Academia (como se ha dicho) ha elegido los Autores que la han parecido haver tratado la Lengua con mayor gallardía y elegancia, no por esta razón se dexan de citar otros para comprobar la naturaleza de la voz, porque se halla en Autor nacional20, sin que en estas voces sea su intento calificar la autoridad por precissión del uso, sino para afianzar la voz.

(V)

¿Qué es, en definitiva, lo que ahí se nos está diciendo? Muy sencillo: que cualquier texto vale. Con mucho mayor claridad se formulará este principio metodológico en las Reglas que formó la Academia en el año de 1743 y mandó observassen los señores Académicos para trabajar con uniformidad en la corrección y Suplemento del Diccionario, reglas que, redactadas teóricamente para la confección de un nonato Suplemento, venían en realidad a sistematizar la experiencia adquirida tras los muchos años de redacción de la gran obra. Dice una de esas reglas que «la autoridad de Autor que no está elegido por la Academia solo se podrá usar en caso de no haber otra». Es decir: tenían prioridad los textos de los autores que figuraban en las listas confeccionadas al efecto; pero si una voz o acepción no se encontraba en ellos, valía cualquier otro.

Se ha especulado acerca de las razones que pudieran explicar por qué algunas palabras o sentidos no llevan texto en el primer diccionario de la Academia (Desporte, 1998-99). En mi opinión, y a la vista de todo lo expuesto, no conviene calentarse mucho la cabeza. Cuando los académicos no citaron un texto fue por una razón muy sencilla: porque no lo tenían.

Como antes apunté, tal vez los fundadores de la Docta Casa se propusieron hacer un diccionario normativo. Ganados, sin embargo, por la ambición de exhaustividad21, lo que les salió fue una obra fundamentalmente descriptiva y, en consecuencia, muy moderna lexicográficamente hablando. Anticipándose a lo que dirá Voltaire con frase feliz, intuyeron que «un diccionario sin ejemplos es un esqueleto». Lengua viva, ellos optaron por retratar al español de cuerpo entero, nos mostraron las palabras en plenitud, en carne y hueso, en su salsa -que son los textos-. La perspectiva diacrónica, diatópica, diastrática y aun diafásica tampoco les fue ajena. Para calibrar el mérito que todo ello tiene hay que recorrer una y otra vez las páginas de la magna obra. Fue, en verdad, toda una proeza. No podemos, sin embargo, colocar a Autoridades en una vitrina de honor, pues, por nuestros pecados, seguimos necesitándolo.






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