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Raçonamiento que hiço el autor a la emperatriz y a sus damas en un sermón de cuaresma, en el cual toca por alto estilo el bien y el mal que hace la lengua.


«Mors et vita in manibus lingue». (Proverbiorum, XVIII). Si preguntan a un hombre de bien qué es lo que en este mundo más desea, diríanos que es el vivir, y si le preguntarnos qué es la cosa que más aborresce, responderíanos que es el morir; y de verdad él dice la verdad, porque viviendo goçarnos de lo que tenemos, y muriendo dexamos de ser lo que somos. De lo deseado, la cosa más deseada es la vida, y de lo terrible, la cosa más terrible es la muerte; porque con el vivir todo se remedia, y con el morir todo se acaba. En la agonía de la muerte amostró Cristo temer la muerte, cuando dixo: «transeat a me calix iste», y el Apóstol San Pablo, estando en Achaya, mostró desear más vida cuando dixo: «nolumus expoliari sed super vestiri»; de lo cual podemos colegir que no es mucho que amen y aborrescan los que son pecadores lo que amaron y aborrescieron los que eran justos. Los animales engendran hijos, las frutas producen pepitas, la espiga cría granos, las aves ponen huevos y las abejas echan de sí enxambres, y esto no para más sino para que ellos vean que no pueden para siempre vivir; dexan en su lugar otros que por ellos vivan. No por más los hombres y los animales comen, beben, duermen, se visten y trabajan de por tener cabe sí la vida más conservada y tener la muerte de sí más desterrada, porque nuestra naturaleça ama el conservarse y aborresce el acabarse. Al hombre que está enfermo y peligroso no hay cosa que tanto le alegre como decirle que puede ya de todo comer, y no hay palabra que tanto le espante como es decirle que le quieren olear, porque con lo uno le aseguran la vida y con lo otro le sentencian a muerte. Muy bien experimenté esto en sí el buen rey Ecequías, al cual, en espacio de media hora, y dentro de una casa y a su misma persona, dixo el profeta Esaías que estaba a muerte condenado, y luego le tornó a decir que le había ya Dios perdonado; de manera que como había por sus pecados merescido que le quitasen la vida, meresció después por sus lágrimas que le perdonasen la muerte. Por bruto y desavisado que sea un animal, tiene siempre aviso de quitarse del fuego que quema y apartarse del piélago a do se ahogue, y aún huir del risco porque no se despeñe; y esto hace él, no por más ni para más de por querer conservar la vida que tiene y por huir de la muerte que teme. El animal huye la muerte y no ama la vida, mas el hombre ama la vida y teme la muerte, porque viviendo sabe lo que agora es, y muriendo no sabe lo que dél será.

A nuestros propincuos y amigos holgamos que tengan mucho, puedan mucho, valgan mucho y, sobre todo, que vivan mucho; mas al fin no hay nadie, por insensato que sea, que no quiera más que le quiten de la hacienda y le alarguen la vida, que no que le quiten de la vida y te aumenten la hacienda. Siendo, pues, esto así, como de verdad es, así cosa es de notar y no menos espantar, que un tesoro de tesoros y una riqueça de riqueças, y un bien entre todos los bienes que Dios nos dió y de que naturaleça nos dotó, es a saber, la muerte y la vida, se confíe de sola la lengua. El oficio que tiene la puerta en una casa, aquel mismo tiene la boca en el concierto de nuestra vida, pues por ella entra adentro lo que comemos y por ella sale afuera lo que pensamos, y decir el sabio «quod mors et vita est in manibus lingue», es decir que está la vida a la puerta de nuestra casa para se ir, y está la muerte llamando a la aldaba para entrar. En ninguna parte del cuerpo podíamos tener en mayor peligro la muerte y la vida que es en la boca y en la lengua, porque teniendo como tienen ellas dos las puertas del homenage abiertas, puédesenos la vida salir sin hablar y puédese la muerte entrar sin llamar. «Habemus thesaurum in vasis fictilibus», decía el Apóstol Paulo; como si más claro dixera: «O cuán gran trabajo tienen los cristianos en traer sus presciosos tesoros en vasos tan flacos y tan vidriados, es a saber, la fe en el entendimiento, la caridad en la voluntad, el conoscimiento en los ojos, el crédito en las orejas, la piedad en las manos, la abstinencia en la garganta, el amor en el coraçón, la castidad en el cuerpo y la muerte y la vida en la lengua». Riqueças tan deseadas y virtudes tan abonadas como son éstas, gran lástima es decirlo y muy mayor es sentirlo, no tener a do las guardar o siquiera depositar sino en estos vasos corruptibles y dentro destos miembros podridos, los cuales son muy peligrosos de tratar y muy ligeros de quebrar. Mucho quisiéramos, si Dios quisiera, y mucho holgáramos, si Dios holgara, que nos dieran otro lugar más secreto y aún más recio que no lo es la lengua a do la vida estuviera guardada; mas como la lengua caresce de hueso a do se tenga y de nervio que la tenga, ni sabe decir lo que le mandamos ni aun guardar lo que le confiamos. El miembro más tierno entre los tiernos y el más flaco entre los flacos, y el más inquieto entre los inquietos, y aun el más peligroso entre los peligrosos, es la parlera de nuestra lengua, y es en quien está depositada nuestra muerte y nuestra vida.

Aviso y torno a avisar al hombre que teme mucho la muerte y desea tener la vida larga ponga muy gran guarda en su lengua, porque de otra manera ya podría ser que ni supiese vivir ni aun se sintiese morir. Decir, como dice Salomón, «quod mors et vita est in manibus lingue» es decir que a unos fué ocasión de salvar la vida la buena lengua, y a otros fué ocasión de darles la muerte alguna mala palabra, y en verdad que decía la verdad, porque a un coraçón noble más le lastima una palabra lastimosa, que no a un rústico una fiera cuchillada, y porque no paresca a los oyentes que hablamos de gracia probaremos todo lo dicho con admirables exemplos de la Sagrada Escritura.

El maldito de Caín, como le preguntase Dios por qué había muerto a su hermano Abel, en tal de se arrepentir y a Dios pedir perdón, dixo: «Mayor es, Señor, mi culpa que tu misericordia». Dice, pues, San Agustín sobre estas palabras: «Mientes, traidor de Caín; mientes, que sin comparación es muy mayor su misericordia que no lo ha sido tu culpa, pues el perdonar es a Dios cosa propia, y el vengarse es cosa dél muy estraña». Es, pues, en este caso de ponderar que mucho más pecó Caín en lo que dixo que no en lo que hiço, porque con la lança quitó a su hermano la vida y con la lengua dió a su alma la muerte. El matar Caín a su hermano fué cosa fea; mas desesperar de la misericordia de Dios fué culpa diabólica, porque al Señor mucho más le ofendemos en tenerle por riguroso, que no en cometer contra él algún pecado. Un evangelista dice que crucificaron a Cristo a la hora de tercia, y dice otro evangelista que le crucificaron a la hora de sexta, y el secreto deste secreto es que a la hora de tercia pidieron los judíos a Pilato que le crucificase, y a la hora de sexta le crucificaron; de manera que en la una hora le crucificaron con las lenguas y en la otra con los clavos. ¡O cuán gran pecado debe ser el de la lengua, pues echaron tanta culpa los evangelistas a los que le crucificaron con las lenguas como a los que le crucificaron con los clavos! Y no sólo decimos tanta, sino aún más, porque los de los clavos pusieron en Él las manos por ignorancia, mas los de las lenguas hiciéronlo con malicia. No se ha de espantar nadie en decir que fueron más culpados los unos que los otros; de lo que se deben espantar es que Cristo rogó por los que le crucificaron con los clavos y no rogó por los que le crucificaron con las lenguas, porque en decir el «ignosce illis, qui nesciunt quid faciunt», dió a entender que los sayones no sabían lo que hacían, mas los hebreos bien sabían lo que decían. Mucho y muy mucho es de notar que el desnudar a Cristo, atapar los ojos a Cristo, los escuderos y criados de Pilato fueron los sayones y verdugos deste horrendo caso; solamente los malaventurados de los hebreos pidieron y solicitaron que le matasen, y por eso a ellos y no a otros se les achaca y pide la muerte. Ofendieron los hebreos a Cristo en pedir que le crucificasen, en levantarle tantos testimonios y en decirle en la cruz tantos oprobios, de manera que con solas las lenguas le quitaron la vida, te infamaron la doctrina y burlaron de su persona; de lo cual se puede muy bien inferir cuánto mayor temor hemos de tener a las lenguas de los deslenguados que no a los cuchillos de los buenos. El gran profeta Esaías, contando el caso desastrado de cómo cayó Lucifer, dice: «Quia dicebas in corde tuo in celum conscendam et super astra dei exaltabo solium meum et similis ero altisimo, propterea ad infernum detraheris»; y esto como si más claro dixese: «Porque dixiste, oh Lucifer, que subirías a lo más alto del cielo impíreo, y que pornías allí tu trono y que serías semejante al Dios altísimo, fué cosa justa y muy justísima que cayeses de lo que eras, pues querías ser lo que no debías». Raçón es de ponderar en este caso que no cayó Lucifer del cielo al infierno por lo que comió o bebió, o hurtó, o adulteró, o jugó, o mató, sino solamente por la presunción que en el coraçón tenía y por las palabras superbas que dixo con la lengua, de manera que si del ángel se tornó demonio, fué, no por lo que hiço, sino por lo que dixo.

Mire, pues, cada uno lo que hace, mire lo que dice y mire lo que piensa, pues al triste de Lucifer no le derrocaron del estado las malas obras que hiço, sino los pensamientos superbos que tuvo, de manera que el tener a Dios en poco le echó del cielo, y el tener a sí en mucho le alançó en el infierno. Senacheriph, rey de los asirios, veniendo por Damasco con gran exército, envió en una embaxada al rey Ecechías, que a la saçón reinaba en Hierusalem, a decirle estas palabras: «Non te seducat deus tuus in quo habes fiduciam, non enim poterit quis eripere vos de manu mea», como si más claro dixera: «Mira, rey Ecechías, por ti y no te engañe nadie diciendo que será bastante la ayuda de tu Dios y la potencia de tu exército para libraros de mi mano, lo que es falso y mentiroso, porque todos los reyes tus antepasados fueron siervos y prisioneros de mis padres y abuelos». Enojóse tanto Dios de lo que aquel rey tirano había dicho y de la presunción que había mostrado, que no habiendo cercado ni robado la ciudad, ni muerto della ninguna persona, le mató un ángel ciento y ochenta mil de su exército, y escapó de allí huyendo y luego sus hijos le mataron en llegando. De notar es aquí mucho que sin haber talado la tierra ni muerto a ninguna persona, perdió aquel tirano la hacienda, perdió la honra, perdió la hueste y perdió la vida, y esto no por más de por lo que parló de su lengua. Antes y después del rey Senacheriph bien sabemos que muchos príncipes siros, persas, medos y egipcios hicieron grandes daños a los hebreos y grandes crueldades en sus pueblos, por las cuales todas no fueron de Dios tan castigados, ni de justicia tan lastimados como lo fué él, y esto no por más de porque si peleaban con las armas tenían quedas sus lenguas. Los príncipes en sus reinos, y los gobernadores en sus pueblos, y los perlados en sus cabildos, de cuanto es justo que sean justicieros paresce mal y muy mal que sean desbocados, porque los culpados y delincuentes más se quexan después de las lástimas que les dixeron, que no de las disciplinas que les dieron. Ni al caballero en la guerra, ni al eclesiástico en la paz, les está bien ser en la conversación superbos ni en el hablar mordaces, porque para ser uno generoso entre los generosos, y valeroso entre los valerosos, han todos de temer su espada y de loar mucho su lengua. Si el triste rey Senacheriph entrara por las tierras del rey Ecechías peleando y no blasfemando, por ventura nuestro Dios no se enojara y él no se perdiera, y a la verdad ni él lo hiço como rey cuerdo ni aun como capitán valeroso, porque en casos que son ilustres y entre ilustres primero se han de descalabrar que se lleguen a lastimar.

Los nietos de Cam y los visnietos del patriarca Noé dixeron que querían hacer una torre tan alta que llegase hasta el cielo, a do se pudiesen subir y escapar, si enviase Dios otro diluvio al mundo, imaginando consigo mesmos que en sus manos consistía el poder huir la muerte, y no estaba en las de Dios el quererles quitar la vida. A gran misterio se ha de tener que por este gran delito, ni quiso Dios nuestro Señor castigarlos en las personas ni tomarles las haciendas, ni asolarles sus tierras, ni derrocarles sus fuertes murallas, ni aun privarlos de sus vidas, sino que solamente les castigó en las lenguas. De lo cual podemos nosotros colegir que mucho más se airó nuestro Señor Dios de las palabras superbas que aquellos dixeron que no de la torre alta que edificaron. Si nuestro Dios no se enojara más de lo que aquellos locos dixeron que no de los edificios que edificaron, es cierto que les derrocara las piedras y no les quitara, como les quité, las lenguas; es a saber, que desde aquel mesmo día en adelante si se oían no se entendían; no era por las palabras que ellos decían, sino por las señas que se hacían. Antes que aquellos locos de babilonios dixesen lo que dixeron, ni fabricasen lo que fabricaron, en todo el mundo no había más que un lenguaje y todos hablaban de una manera; y como vió Dios nuestro Señor que començaban ya los hombres a pecar, quitéles la manera del hablar. Si quisiera, bien pudiera Dios ahogarlos como a los de Faraón, cegarlos como a los sodomitas, henchirlos de bexigas como a los egipcios, cubrirlos de lepra como a la hermana de Moisén, quemarlos vivos como a los hijos de Aarón, y no quiso, sino que como con las lenguas le habían desacatado, en ellas, más que en otra cosa, quiso mostrar su castigo. ¡O, si pluguiese a Dios nuestro Señor que a los hombres que parlan mucho, murmuran mucho y blasfeman mucho, los castigase Él en la lengua como a los de la torre de Babilonia! Yo juro a mi pecador que a los parleros se les olvidase el hablar, o cesasen de pecar.

Prosigue el autor su intento, y prueba por grandes exemplos cuántos se perdieron por sus lenguas.

Estando un día el rey David en el valle de Ebron, vió venir a un mancebo de nación amalecita, muy apresurado y turbado, el cual traía las ropas rotas y la cabeça enceniçada; y como le preguntase David de dónde venía, respondió él: «Vengo del real de los hebreos y las nuevas que allá hay son que todo el exército es huído y muerto, y el triste del rey Saúl y su buen hixo Jonathás son muertos, y sélo esto muy bien porque el infelice rey Saúl me rogó que le matase, y yo, por su ruego, le maté». Oídas, pues, por el rey David aquellas tan lastimosas nuevas, rompió sus vestiduras, lloró de sus ojos muchas lágrimas, ayunaron él y el pueblo hasta las vísperas, compuso en alabança de los muertos muchas cantinelas y mandó que al rey Saúl y a Jonathás hiciesen tan suntuosas obsequias, cuales pertenescían a príncipes que habían muerto en defensión de su república y por la gloria de su sinagoga. Esto hecho, mandó el rey David llamar delante sí al mancebo amalecita que había traído aquella nueva, al cual mandó que luego allí le matasen y enterrasen, diciéndole estas palabras: «Sanguis tuus sit super caput tuum; os enim tuum locutus est contra te dicens: Ego inter feci Cristum domini», como si más claro dixera David: «Yo protesto y ruego al Dios de Israel no me demande la sangre que hoy derramo de ti, ¡o mancebo amalecita!, pues tu boca condenó tu vida y tú mismo hablaste contra ti diciendo que hablas muerto al Cristo del Redentor, al cual no habías de tocar en la ropa, cuanto más quitarle como le quitaste la vida.»

Es agora aquí de notar que el buen rey David, si mandó matar al amalecita no fué tanto por el homicidio que cometió, cuanto porque de haberlo hecho se alabó; de manera que el pobre moço, si mató al rey Saúl con la lança, también mató a sí mismo con la lengua. Muchos años había que se querían mal y se trataban mal el rey Saúl y el rey David, y pensó el pobre moço amalecita que por haber él muerto a Saúl y por haber traído a David tan buenas nuevas le hiciera grandes mercedes y le diera grandes dádivas; mas el rey David, no parando mientes a lo que el moço quería, ni aun por ventura a lo que su propria sensualidad quería, quiso vengar la ofensa que se había hecho, a Dios y olvidar el provecho que había venido a él. ¡O cuán pocos y aun cuán poquitos hay hoy en el mundo que tengan esta condición ni lleguen a tal perfección como fué la del rey David; es a saber: llorar por su enemigo, hacer obsequias a su enemigo, mandar enterrar a su enemigo y, sobre todo, vengar la muerte de su mortal enemigo; sino que con tal que nos venga algún provecho, aunque no sea el provecho mucho, holgarnos que maten al enemigo y aun que no nos pesa si se nos muere el amigo! Cosa nunca oída, caso nunca visto y negocio jamás acaescido fué el que acontesció al buen rey David; es a saber, matar al que mató a su enemigo y vengar su injuria del enemigo ya muerto, como sea verdad que Cristo no mandó que al enemigo le llorasen en muerte, sino que le amasen en vida. No se maraville nadie que encaresca mucho mi pluma esta cosa, pues aquel santo rey no sólo amó a su enemigo, sino que le lloró y enterró y vengó su inxuria como si él mismo le quitara la vida, de manera que antes que viniese el Evangelio era David varón evangélico. Pecó, pues, aquel mancebo amalecita en huir de la batalla, en matar al rey Saúl, en placerle del mal hecho, en traer tan mala nueva y en presciarse de su culpa, de manera que muy justamente merescía la muerte el que tantas culpas cometió en la vida. En aquel terrible y espantoso cuento que Cristo contó de lo que acontesció a un bueno y a un malo en el otro mundo, dice: que dixo el rico avariento al patriarca Abraham que estaba en el limbo: «Pater Abraham, miserere mei», como si más claro dixera: «¡O padre Abraham, o padre mío Abraham!, habe agora piedad de mí, siquiera porque soy israelítico como lo eres tú, y la piedad que has de haber de mí es que envíes acá a Láçaro, tu muy querido amigo, paraque moxado el dedo menique en agua fría me refresque un poco la mi lengua, la cual tengo abrasada en esta llama». Antes de todas cosas es aquí de notar cuánta diferencia debe de ir deste mundo al otro y del otro a éste, pues es costumbre acá que los menores pidan a los mayores y allá parésceme que los mayores piden a los menores, y más, allende desto, acá los que son ricos hacen merced a los pobres y allá los que son pobres dan limosna a los ricos; de lo cual se puede colegir que en el otro mundo se deben todos vestir del envés, y acá, en éste, no, sino del revés. Poco pedía, por poco rogaba y aun con poco se contentaba el desventurado del rico, es a saber, que con sola una gota de agua le refrescase Láçaro aquella su lengua; mas la recta justicia de Dios ni le quiso oír, ni menos a su ruego condescender, porque habiendo él negado al pobre las migajas de su mesa, injusta cosa era darle ni una sola gota de agua. No poco, sino mucho, es de notar que aquel malaventurado rico, de ninguna cosa tanto se quexaba ni en ningún miembro de su cuerpo tanto dolor sentía como era en la lengua, porque dado caso que le condene el Evangelio de haber sido vorace en el comer y desordenado en el vestir, sin comparación debían ser más los pecados que cometía hablando, que no obrando. ¡O cuánto nos ha de espantar el ver que no se quexa este rico avariento del tormento que pasa en los ojos con que miró, ni de el de las orejas con que oyó, ni de el de la garganta con que comió, ni de el de las manos con que jugó, ni de el del coraçón con que deseé, ni de el del cuerpo con que pecó, sino solamente lloraba los tormentos que padesció en la lengua con que habló.

Con exemplo tan notable y con castigo tan espantable como es éste, muy sobreaviso habíamos de vivir y muy recatados habíamos de andar para responder a lo que nos preguntaren con acuerdo y para hablar en los negocios sobre muy pensado, porque para presciarse uno de la honra esle necesario tener muy recogida su lengua. Tienen en costumbre los ricos, después que han bien comido y no poco bebido, pararse muy despacio a jugar, a burlar, a reír, a mofar y a murmurar, enterrando con testimonios a los vivos y desenterrando con infamia, a los muertos, de manera que si son diez los manjares que comen, son más de veinte las personas que infaman. De la cofradía destos ricos debía ser aquel maldito rico; es a saber, comedor, bebedor, chocarrero, parlero y testimoniero, y pues él fué de su opinión en el mundo, justo es que sean ellos de su bando en el infierno, porque no hay cosa más consona a raçón que todos aquellos que fueron compañeros en la culpa lo sean también al rescebir de la pena.

Epilogando, pues, todo lo sobredicho, decirnos que si el envidioso Caín, y el superbo Lucifer, y el vaniloco de Senacheriph, y los de la torre de Babilonia, y el amalecita que mató a Saúl, y el triste del rico avariento no tuvieran lenguas para decir tan feas palabras, de creer es que ni en este mundo perdieran las vidas ni en el otro se dañaran sus ánimas.

Prosigue el autor la materia y prueba con exemplos los provechos que hace la buena lengua.

Pues hemos dicho y largamente probado en cómo la lengua fué causa a muchos de morir, raçón es que probemos agora en cómo también la misma lengua fué ocasión a muchos de vivir, pues dice nuestro thema que la muerte y la vida están en manos de la lengua. En un cuerpo humano la cosa más necesaria es el coraçón, la cosa más sutil es la sangre, la cosa más hermosa son los ojos, la cosa más pesada es la carne, la cosa más delicada son las orejas, la cosa más inquieta es el pulmón, la cosa más enferma es el bago y la cosa más peligrosa es la lengua. No inmérito decimos que la lengua es más peligrosa que otra cosa, pues el coraçón solamente piensa, la voluntad consiente, los ojos miran, las orejas oyen, los pies negocian, las manos hieren, mas la lengua mata, porque el cuchillo no hiere más de en las carnes, mas la mala lengua penetra las entrañas. No es más nuestra lengua que es una pared blanca, en la cual el cuerdo pinta imágenes devotas, y el que es loco pinta en ella mil locuras. Y quiero por lo dicho decir que si sabemos usar bien de la lengua es gran parte para salvarnos, y si nos aprovechamos mal de ella es bastante para dañarnos, porque no es otra cosa todo lo que decimos sino un pregón de lo que dentro pensamos.

Para probar todo lo sobredicho y para venir a lo que queremos decir, contaremos aquí una historia del rey David, lastimosa de oír, aunque necesaria de saber, porque por ella conoscerá cualquiera cristiano cuán flacos somos para caer y cuán presto nos podemos del pecado levantar. Fué el caso que por voluntad de Dios fué privado del reino el rey Saúl y fué elegido, y aun ungido, el rey David, el cual halló en el Señor tanta gracia cuanto había estado el triste de Saúl en desgracia. Entre los patriarcas fué David el más honrado; entre los reyes, el más estimado; entre los profetas, el más alumbrado; entre los duques, el más tenido, y entre los israelitas, el más bien quisto; lo cual se paresció muy bien en los grandes dones que le dió y en los grandes peligros de que le sacó. Por pocos, y por muy pocos, y aun por muy poquitos, hiço Dios en este mundo lo que hiço por David en el Testamento viejo: es a saber, que le sacó de guardar ganados, que le escogió de entre todos sus hermanos, que le libró de entre sus enemigos, que le dió vitoria contra el Golias, el gigante; que quitó el reino a otro para dárselo a él; que le hiço rey y profeta, y profeta y rey, y sobre todo, y más que todo, que le prometió, y aun juró Dios, de hacerse hueso de sus huesos y tomar carne de sus carnes. Quería nuestro Dios tanto a David y holgábase tanto con David, y parescíale tan bien David, que las palabras que dixo jamás de nadie las dixo; es a saber, «inveni virum sedem cor meum», como si más claro dixera: «Entre todos los hixos de Israel he hallado a un solo varón que sea y es a mi coraçón muy apazible y a mi condición muy agradable». Por eso Dios amaba al rey David de coraçón, porque le servía él también de coraçón, de manera que con una vara se miden y con un peso se pesan el amor que Dios nos tiene y el servicio que le hacemos.

Como la ociosidad sea enemiga de toda virtud y sea el ordimbre de toda maldad, estándose el rey David sano, recio, poderoso, pacífico y ocioso en su corte y casa, sucedióle un negocio asaz perjudicial a su fama, y no poco escandaloso a su república, porque los príncipes más pena merescen por el mal exemplo que dan que no por la culpa que cometen. Si el rey David estuviera escribiendo en los Salmos o estuviera en la guerra de sus enemigos, o estuviera en la plaça juzgando a sus pueblos, o estuviera en la sala despachando negocios, nunca a Dios ofendiera ni nunca a su reino escandaliçara. Mas así fué y así es, y así será, que a la hora que los príncipes hacen con sus enemigos treguas, se entran los vicios de tropel por sus cortes y casas. San Agustín dice en el libro de la Ciudad de Dios, que más dañosa fué para Roma la ciudad de Cartago después de asolada que no cuando la tenían los romanos por enemiga, porque todo el tiempo que tuvieron enemigos en África nunca supieron qué cosa era vicios en Roma.

Veniendo, pues, al caso, es de saber que un día, después de comer, subióse el rey David a una agotea de su palacio a se pasear y a mirar, y vió desde allí una muger asaz hermosa, que en otra açotea estaba lavándose la cara y peinándose los cabellos; la cual, así como acabó de ver, començó de amar y desear. Era aquella muger hebrea y era casada, y llamábase su marido Urías, y ella había nombre Bersabé; y como a la saçón estaba sola y el inocente de su marido estaba en la guerra, dióse David tanta priesa en la requestar y ella tuvo tan poca constancia en el resistir, que dentro de pocos meses, y aun pasados pocos días, David adulteró y Bersabé se empreñó. Estando, pues, Urías con el capitán Joab en la guerra de los amonitas, como Bersabé temió que lo supiese el marido y David se receló que lo barruntase el pueblo, queriendo añadir pecado a pecado, escribieron al capitán Joab que quitase a Urías la vida, porque ellos no perdiesen la honra. Como quien bien lo sabía decía el mismo David: «Abisus abisum invocat», como si más claro dixera: «Uno de los males que trae consigo el pecado, que un pecado llama a otro pecado y otro llama a otro, así como acontesció a David, que de la gula vino la ociosidad; de ociosidad, a mirar; de mirar, a desear; de desear, a procurar; de procurar, a engañar, de engañar, a adulterar, y de adulterar a matar; de manera que el demonio nunca le prendiera si él mismo la cadena no fabricara. Si David fuera tan amigo de Dios como Dios lo era suyo, nunca él le ofendiera ni en caso sucio cayera, porque es el Señor tan cuidadoso de los suyos, que a todos los que se esfuerçan a le servir nunca en grandes pecados los dexa caer. Que tropecemos y caigamos, y nos enlodemos, y aun nos derrostremos, no es de maravillar, pues los ángeles tropeçaron, y cayeron, y aun se enlodaron; lo que a Dios hemos de rogar y con lágrimas pedir es que se si nos dexare caer nos dé gracia para nos levantar. Hablando el profeta de cómo se había Dios con el bueno, dixo: «quod, non dabit fructuationem justo», y luego hablando del pecado dixo: «Deduces eos in puteum interitus», como si más claro dixera: «Tienes tú, Señor, tan gran guarda sobre los tuyos que, navegando por la mar, no consientes que se mareen y dásete tan poco por los malos que dando por la tierra, dexas que se ahoguen. Mucho nos ha de espantar decir el profeta que no echa Dios a los malos en la fuente ni en el estanque, ni en el río, sino en el poço, porque de todas las otras aguas puede el hombre salir o a lo menos nadar; mas el que está caído en el poço ni se puede revolber ni menos de allí salir. Entonces cae el pecador en el poço y se puede tener por empoçado, cuando Dios que caya en tantos y tan enormes pecados, de los cuales ni pueda salir ni se sepa arrepentir. Todo esto decimos por el pecado o pecados en que cayó el rey David, el cual se dió tan buena maña en se levantar presto y dende en adelante vivir recatado, que aunque con la caída se lastimó, no se mancó.

Prosigue el autor y concluye los bienes y males que hiço la lengua.

Prosiguiendo, pues, la historia, otro día que pecó David envióle Dios a decir y avisar con el profeta Nathán que estaba dél muy enojado y escandaliçado, así por el adulterio que cometió como por el homicidio en que cayó, y que tenía determinado de darle la pena conforme a la culpa. Oídas por el rey David estas palabras, alçados los ojos al cielo, dixo «peccavi», que quiere decir «pequé». Como el rey David era generoso, valeroso, honesto y vergonçoso, a la hora que supo estar su negocio público y entre todos infamado, fué tan grande la confusión que hubo de lo que el profeta le dixo y de lo que Dios le envió a decir, que los cielos rompió con sospiros y la tierra regó con lágrimas; diciendo al Señor: «Peccavi», y confesando ser gran pecador. Tengo para mí creído que el arrepentirse David de la culpa y el no negar la culpa fué gran parte para perdonarle la culpa, porque en el hecho del pecado no se ofende Dios tanto cuando le hacemos como cuando se le negamos. No se puso David a decir al profeta Nathán que dixese a Dios en cómo él era flaco, era hombre, era de hueso y de carne, le había engañado el demonio y que aquél era pecado humano, antes confesó luego su culpa y su muy grave culpa diciendo: «tibi soli peccavi» y «malum coram te feci», de manera que el no dar disculpa le alivió la culpa.

Mucho es aquí de notar y de a la memoria encomendar que, después de haber David pecado, no va él a buscar a Dios, sino que Dios envía a buscar a él, para darnos a entender el gran cuidado que tiene Dios de los suyos, para que si cayeren en alguna culpa no perseveren mucho tiempo en ella. A San Mateo, que estaba en el cambio, Cristo le buscó; a San Pablo, que iba a Damasco, Cristo le buscó; al tollido que estaba en la piscina, Cristo le buscó; al ciego que estaba cabe el camino, Cristo le buscó, y al moço que resuscitó en Naín, Cristo le buscó; de manera que sin comparación son más tras los que Cristo anda, que no los que a Cristo buscan. ¡O inmensa clemencia de Dios, que no te buscando, tú nos buscas; no te rogando, tú nos ruegas; no te importunando, tú nos despiertas, y no te llamando, tú nos llamas; de manera que si al fin de la jornada nos perdemos, no es tan solamente porque pecamos, sino porque después del pecado no te creemos. Holguemos, pues, de abrir, que Dios nos llamará; holguemos de ser hallados, que Él nos buscará; holguemos de seguirle, que Él nos guiará; holguemos de creerle, que Él nos desengañará, y holguemos de servirle, que Él nos pagará; porque es Dios tan largo y tan piadoso, que nos daría mucho más si no lo desmeresciésemos, y nos perdonaría más si no le enojásemos.

Conforme al dicho del Apóstol, «Eamus cum fiducia ad thronum gratie eius», que pues Dios fué a buscar a David, estando dél ofendido, de creer es que se dexara hallar, y aun rogar, del que fuere verdadero su siervo, porque las condiciones de la casa de Dios son que ni fuerçan a que nadie allí entre, ni resisten al que quiere allí entrar. Cosa es de espantar y no indigna de saber: y es que habiendo el rey David caído en el adulterio y cometido el homicidio, se estaba tan descuidado en su corte y palacio como si hubiera hecho a Dios algún notable servicio, y viene la grande misericordia del Señor sobre él y cítale, incítale, llámale, despiértale y convídale a que, si quiere tornarse a su casa, hallará de par en par la puerta abierta. También es de ponderar que David pecó con los ojos en mirar a Bersabé, pecó con las orejas en oír los mensajes, pecó con las manos en matar a Urías, pecó con el coraçón en se determinar a pecar, pecó con el cuerpo en cometer el adulterio y pecó como rey en dar de sí tan mal exemplo, y por tantos y por tan enormes delitos no dixo más de «tibi soli peccavi», y luego Dios le perdonó. También es mucho de notar que no leemos de David haber llorado de sus ojos, ni dado a pobres limosna, ni que truxese sus pies descalços, ni que castigase su cuerpo con disciplinas, ni ayunase algún día en la semana, ni que fuese en algunas romerías, ni aun se prometiese a algunos santuarios, sino que solamente dixo «peccavi», y aquella sola palabra abastó para el perdón de su culpa. Yo, pecador, y tú, o lector, mira y miremos que no dixo David «a ti pequé», «contra ti pequé», «mucho pequé» o «en esto pequé», sino que a solas y a secas no dixo, más de «pequé», para darnos a entender que el juego de nuestra salvación consiste no en multiplicar las palabras, sino en mejorar cada día las obras. No tiene Dios necesidad de grandes voces para oírnos, ni de muchas raçones para entendernos, pues está claro que el pecador del rey David para en descuento de su culpa no dixo más de una palabra, y aun ésa entre dientes dicha, porque los hombres mundanos no miran sino lo que dice la lengua; mas Dios nuestro Señor mira lo que piensa el coraçón.

A la hora que David oyó lo que le dixo el profeta, tuvo tan turbado el juicio, tan desacordada su memoria, tan rasgadas sus entrañas y tan perdido su coraçón, que en acordándose en lo que había pecado no pudo más decir, ni aun atinó más a decir de «pequé», de manera que como el Señor no sea nada achacoso, no miró a una sola palabra que dixo, sino al gran coraçón con que la dixo. «¡Oh buen Jesús, oh amores de mi alma!, y quién pudiese decir y sin mentir osase decir «pequé» y no decir «peco», y aún «entiendo de pecar»: yo sé que fácilmente le perdonarías la culpa y muy de presto tornaría en tu gracia. Mas ¡ay de mí!, ¡ay de mí!, que me hallo ya al fin de la jornada y no he aún començado a enmendar mi vida. El santo David puede decir con verdad «pequé», el buen San Pablo dirá «pequé», la gloriosa Magdalena dirá «pequé», el bendito San Pedro dirá «pequé», el arrepentido ladrón dirá «pequé»; porque éstos, si pecaron, no tornaron más a pecar. Mas yo, triste de mí, digo que pequé ayer, y digo que pequé hoy, y confieso que pecaré mañana, si no me va a la mano tu gran misericordia».

Si dixera a Dios David: «Yo, Señor, estoy pecando y aun entiendo de aquí adelante de pecar», no hay duda sino que nunca Dios le oyera, ni mucho menos le perdonara, mas como dixo, no más de «pequé», y esto con propósito de más no pecar, apenas hubo echado la palabra por la boca cuando Dios le había ya perdonado la culpa. ¡O ley bendita!, ¡o ley sagrada! la ley de Cristo nuestro Dios, pues por tantos delitos como cometemos y por tantos excesos como hacemos, no nos pide más, ni nos manda más de que digamos con David: «Señor, pequé, y no entiendo ya más de pecar». De mí, ¡o buen Jesu!, te digo y a ti, mi redentor, me confieso que pequé en mi niñez, pequé en mi puericia, pequé en mi infancia, pequé en mi juventud, pequé en mi viril edad, y plega a ti, Señor, que no pequé en mi senetud, porque muchas veces se tornan los viejos a los pecados de cuando eran moços. No había más pecado, ni tornó más a pecar el mismo rey David citando decía a Dios: «Delicta inventutis mee, et ignorantias meas ne memineris, domine», como si más claro dixera: «Las bobedades de mi niñez y los delitos de mi juventud no los asientes a mi cuenta, ¡o gran Dios de Israel!, porque en carne tan flaca y en edad tan tierna como es aquélla, ni sentimos lo que hacemos, ni aun sabemos lo que queremos.

Es aquí, pues, agora de ponderar que no pide el buen David perdón de los pecados de cuando era niño, ni de citando era moço, sino de los que cometió cuando era ya anciano y era viejo y en las cosas del mundo experimentado, porque los pecados de tal edad no se pueden llamar ignorancias, sino malicias; no bobedades, sino torpedades, no descuidos, sino vicios, y no por no saber, sino por no querer. Cuando David pedía a Dios perdón de los pecados que había hecho cuando moço, ya era entonces viejo y aun muy viejo, y de creer es que si tuviera pecados de vejez, que también los confesara, como confesó los de la juventud; de lo cual se puede inferir que hace mucho al caso, para que Dios nos perdone los pecados pasados, no haber tornado otra vez a ellos. Es también de notar que en el punto que dixo David «Señor, pequé», luego dixo Dios que le perdonaba; del cual negocio podemos coligir que más tardamos nosotros en reconoscer la culpa que tarda Dios en usar de su misericordia. Paresce que en esta cosa estaban hechos de habla el criador y la criatura: es a saber, que en haciéndose preñada Bersabé, luego mataron a Urías, y muerto Urías, luego Nathán reprehendió a David del delito, y en reprehendiéndole del delito, luego confesó su pecado, y en confesando su pecado, luego Dios se mostró con él misericordioso; de manera que cuan de priesa fué David huyendo de Dios, tan apriesa fué Dios en busca de David.

Sea, pues, la conclusión «quod si mors et vita sunt in manibus lingue»; si para muchos fué la lengua ocasión de muerte, a lo menos para el rey David fué ocasión de su vida; pues lo que la vida le quitó, el «tibi soli peccavi» le tornó aquí por gracia y después por gloria, «ad quam nos perducat Jesus Christus. Amen, amen».




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Raçonamiento hecho a la emperatriz Nuestra Señora, en un sermón que le hiço el autor, día de la transfixión de Nuestra Señora


«Mullier, ecce filius tuus». El día que al niño Jesús presentaron en el templo, dice San Lucas «quod erant mirantes pater et mater eius super his que dicebantur de puero», como si más claro dixera: «Estaba la madre de Dios muy espantada y muy regocijada de oír lo que el viejo Simeón decía del niño su hijo, es a saber, que sería lumbre de los gentiles, gloria de los hebreos, esperança de las gentes, salud de todo el mundo, y que ya no quería Simeón mas vivir, pues había visto con sus ojos lo que tanto había deseado su coraçón». Como sea cosa cierta que la presente prosperidad no sea otra cosa sino un agüero de alguna repentina desdicha, luego a la hora se volvió el viejo Simeón a la Virgen y le dixo: «Ecce hic positus est in ruinam et in resurrectionem, multuorum in Israel et tuam ipsius animam doloris gladius pertransiunt», como si más claro dixera: «Mira también lo que te digo, y es que muchos en Israel se perderán por no le creer, y muchos se salvarán por sus pisadas seguir, y dígote también más, y es que vendrá tiempo en que sea tan grande el dolor de su cuchillo que alcançará a herir el cuerpo suyo y a traspasar el coraçón tuyo». Mucho es de ponderar que no dixo Simeón que Cristo haría a muchos caer, «nisi quod erat positus in ruinam multorum». Hablando la verdad el redemptor del mundo, no sólo no fué causa que algunos tropeçasen, mas aun ni fué ocasión de que alguno cayese y se perdiese, porque no se puede compadescer en uno el venirnos a redimir y ser causa de nos perder. «Si hago yo una puente por do podáis pasar vos seguro un río peligroso, ¿qué culpa tendré yo si después os echáis vos de la puente abaxo? Si vos os escondéis en una cámara escura, o en una cava honda, ¿qué culpa tiene el sol si no os alumbra?»

Queremos por lo dicho decir, que pues Cristo vino al mundo, predicó en el mundo, dió ley al mundo y aun redimió al mundo, ¿qué culpa tiene Cristo si alguno se condena si él no quiere guardar lo que en el Evangelio Él le manda? La bendita ley de Cristo ni es ocasionada para caer ni sospechosa para creer, ni es obscura para entender, ni tampoco recia para no se guardar, de manera que no está el peligro en lo que ella nos manda, sino en lo que nosotros en ella nos desmandamos. Decir, pues, Simeón que Cristo sería puesto en caída de muchos, no es decir que sería causa que se perdiesen muchos, sino que caerían de su ley muchos, en especial de los hebreos, los cuales habiendo de ser pregoneros de su ley, se hicieron verdugos de su vida. Lo segundo que el viexo Simeón dixo de Cristo fué no sólo que era puesto en caída, «imo etiam in restirrectionem multorum in Israel», como si más claro dixera: «En la ley que dará este niño al mundo algunos tropeçarán y aun cayrán y muchos y muy muchos en ella se salvaron, así como fué San Pablo, la Magdalena, San Mateo, la Samaritana, y el buen ladrón y otros inumerables con ellos, los cuales se salvaron, Cristo lo queriendo, y con su gracia los socorriendo». «Perditio tua ex te, Israel; ex me autem salvatio», decía el profeta (Osee., XIII), como sí dixera: «¡O Israel, o Israel, y qué trabaxo tengo contigo! Porque si no te torno al camino, siempre vas descaminada, si no te voy adestrando, siempre veo que tropieças; si no te ayudo a levantar, siempre estás caída; si no te voy a limpiar, siempre andas enlodada, y si no te resuscito a cada paso, te hallo muerta».

De muchos y de mí muy más que de todos se pueden decir con verdad estas palabras del profeta, es a saber «perditio tua ex te Israel; ex me autem salvatio», porque si me salvo es por la gracia de Cristo, y si me pierdo es por mi mal recaudos pues sé de muy cierto que para caer abasta mi malicia y para levantarme no basta mi fuerça. Lo que mucho es de notar y mucho más de llorar es que no dixo Simeón que levantaría Cristo a todos los que cayesen, sino que resuscitaría a muchos de los que estuviesen caídos, de los cuales muchos, plega a ti, ¡o buen Jesu!, que sea yo el uno dellos; porque si tú no me das la mano, ni me sabré tener sin que caiga, ni me podré levantar después de caído».

Lo tercero que dixo Simeón a la Virgen fué «et tuam ipsius animam doloris gladius pertransivit ut revelentur multorum corda», como si dixera. «Ya que he dicho lo que acontescerá a tu hijo, quiero agora decirte lo que vendrá por ti que eres su madre, y es que al cabo de su jornada un cuchillo mismo acabará su vida y traspasará tu ánima». El cuchillo con que amenaça el santo Simeón a la madre no es otro sino la cruel pasión que había de padescer su hijo, porque así como no hay cuchillo que no sea para matar, o sea para cortar, así la pasión de Cristo quitó la vida al hijo y partió el coraçón de la madre. «Collocavit ante paradisum cherubin et flameun gladium ad custodiendam viam ligni vite», dice la Sagrada Escriptura (Génesis, IIII), como si dixera: «Puso Dios un cuchillo de fuego a la puerta del paraíso terrenal, luego que pecaron Adán y Eva, porque nadie osase ir a comer del árbol de la vida».

Es mucho aquí de notar que antes que el hombre pecase ni pecado se nombrase en el mundo no se lee de Dios haber tenido espada ni aun cuchillo; mas a la hora que el hombre cometió el pecado, luego puso en su casa horca y cuchillo: es a saber, muerte temporal y muerte espiritual. El cuchillo que estaba a la puerta del paraíso significaba el bendito Jesu en su cruz crucificado, en el cual había hierro de humanidad y fuego de divinidad; de manera que con la humanidad padescía los tormentos y con la divinidad perdonaba los pecados. El cuchillo que estaba ante el paraíso era el cuerpo de Cristo que padescía, y el fuego de aquel cuchillo era la caridad con que lo padescía; porque si debemos mucho al bendito Jesús por la sangre que por nosotros derramó, no menos le debemos por el fuego del amor con que la derramó. Muy mejor cuchillo es el que tiene la Iglesia que no el que tenía la Sinagoga, pues aquél era para defender el paraíso y el nuestro es para abrir el paraíso. Aquel su cuchillo era de fuego que quemaba; mas el nuestro es de sangre que alimpia. Aquel cuchillo a nadie dexaba entrar; mas el nuestro a todos convida a que entren. Aquel cuchillo estorbaba a todos el paso; mas el nuestro enséñanos el camino. Finalmente digo que aquel cuchillo se hiço para ofender a los hebreos y el de Cristo se hijo para defender a los cristianos. La cruz de Cristo es el cuchillo de que decía el profeta David, «acingere gladium tuum super femur tuum potentisime». Este cuchillo es con el que el buen rey David cortó la cabeça de Golias. Este cuchillo es con el que el profeta Ecechiel se rayó la cabeça y se hiço la barba. Este cuchillo es del que dixo Cristo «non veni pacem mittere sed gladium», porque con la sangre que derramó este cuchillo quitó el Señor al demonio lo que tenía usurpado y restituyó al hombre lo que tenía perdido. Y pues el paraíso de la sinagoga tenía un cherubín que le guardaba y un cuchillo de fuego con que se guardaba, ni tengo gana de ir allá ni rogaré a nadie que me lleve allá, porque más quiero morir a manos del sagrado cuchillo de la Iglesia, que no vivir en el paraíso de la sinagoga.

En el paraíso de Adán comían fruta; mas en el paraíso de Cristo fruimos de su esencia divina. En el paraíso de Adán hubo pecadores; mas en el paraíso de Cristo jamás entraron sino santos. Y pues en aquel paraíso se abeçaron las mugeres a regalar y los hombres a pecar, más raçón hay de llorar nuestra desdicha, que no de sospirar por tornar a su gloria.

Lo cuarto que dixo Simeón a la Virgen fué que el cuchillo de su hixo se llamaría «gladius doloris»: es a saber, «cuchillo de dolor», la cual palabra es muy lastimosa y no poco misteriosa, y por eso deben los sabios escudriñarla, y los devotos contemplarla. Para entendimiento de esta palabra es de notar que la primera maldición que Dios echó a Adán en pecando fué «in sudore vultus tui vesceris pane tuo»: es a saber, que «en el sudor de su cara comería el pan que le pusiesen a la mesa». A la muger también le dixo que le costarían muchos dolores los partos de sus hixos, de lo cual podemos inferir que de partes del padre heredarnos los sudores, y de partes de la madre heredarnos los dolores. No podemos negar que los sudores y los dolores es herencia que se heredó y no es hacienda que se ganó; pues por mucho que vivamos y por más prosperidad que tengamos, nunca acabamos de sudar ni aun cesarnos de nos quexar. Maldición dada a nuestros primeros padres fué que nos cueste muchos sudores todo lo que comemos, y padescemos grandes dolores mientras viviéremos, lo cual es así como decimos, pues siempre andamos hambrientos por lo que nos falta y no cesamos de quexarnos por lo que nos duele. En esta triste vida yo no sé de qué se puede nadie gloriar, ni mucho menos alabar o presciar, pues somos hijos de padre que nos dexó la herencia en sudores y de madre que nos dió el dote en dolores, y lo que es peor de todo que es mayorasgo que no se puede vender y es herencia que no se puede repudiar. «Quid agam?, si locutus fuero, non requiescit dolor meus; si tacuero non recedet a me?», decía el santo Job hablando de sus trabaxos (XVI), como si dixera: «¿Qué haré, triste de mí, que son tan grandes los dolores que paso y los sudores y trabajos que çufro, que el cuerpo me tienen consumido y el coraçón muy atribulado, porque ni hablando me dexan, ni callando me olvidan?» Raçón tiene el santo Job en decir que ni porque callaba ni porque hablaba se le afloxaban sus dolores, pues no oímos ni vemos otra cosa cada día, sino quexarse todos de todo, que les duele la cabeça, o los ojos, o las muelas, o el pecho, o el estómago, o la rodilla, o el baço; de manera que el oficio en que el hombre mejor maña se da es darse a sospirar y saberse quexar. «Quid agam nescio?», dice el bendito Job, como quien dice que ya no sabe que se hacer, ni vee a do se ir, pues pobre y rico holgando y trabaxando, solo y acompañado, triste y aun alegre, no le faltan dolores que le fatiguen, ni pensamientos que le atormenten; lo cual él dice muy gran verdad, porque todo lo mejor de nuestra vida se nos pasa en sospirar por lo que deseamos y en quexarnos de lo que padescemos. Pues las dos más principales cláusulas del mayorasgo de nuestros primeros padres son «in sudore vultus tui vesceris pane tuo», la una, «et in dolore paries filios», la otra, no me paresce debemos quexarnos mucho de lo que çufrimos, sino antes dar muchas gracias a Dios por lo que no padescemos, porque no hay cosa más anexa a nuestra vida que tener a cada paso mil sobresaltos en ella. Pues somos hijos de dolor y nascimos de dolor, y nos criamos con dolor, y vivimos con dolor, y aun morimos con dolor, no cae debaxo, de raçón que ningún sudor nos canse o algún dolor nos espante; porque el hombre que es sabio y cuerdo, de lo que se maravilla y espanta es no de los dolores que çufre, sino de algún placer si le sobreviene. Si profundamente se miran las tristeças y pobreças y adversidades y descontentos que a nuestras puertas llaman y en nuestros pobres coraçones se aposentan, en más tendremos un solo momento de descanso que no un año de desasosiego, porque los pesares y dolores son a nosotros anexos, mas los regalos y placeres sonnos como accesorios.

Tiempo es ya que dexemos de hablar de nuestros dolores y hablemos de los dolores que padesció Cristo; los cuales fueron tan excesivos en ser dolorosos y tan sin cuenta en ser muchos, que comparados los unos a los otros parescen los nuestros no más de haberlos soñado, y los de Cristo haberlos padescido. «Cum esset David in spelumca Obdollan convenerunt ad eum omnes qui erant in angustia, et presi ere alieno et factus est eorum princeps» (I. Regum, XXII), las cuales palabras quieren decir: «Estando el rey David en la cueva de Obdollan escondido y huido de la persecución de su señor, el rey Saúl, juntáronse allí con él todos los que andaban por el reino desterrados y fugitivos, a le consolar, y aun con él se consolar, de los cuales todos fué hecho señor y caudillo, porque entre todos ellos era él el más atribulado». En esta figura del rey David se muestra tan a la clara que los excesivos dolores que Cristo pasó en el discurso de su vida que sería para mí más sano consejo que mi ánima los gustase que no que mi pluma los escribiese, porque son tan altas y tan heroicas las obras de nuestra redención, que apenas alcança el entendimiento a contemplarlas, cuanto más los pulgares a escrebirlas. Muchos en la viexa ley fueron figura de Cristo y profetiçaron de Cristo; mas a mi pensar ninguno lo fué más que el santo rey David, y de aquí es que no llamaron a Cristo hijo de Noé, ni hijo de Moysén, ni hijo de Jacob, sino hijo de David, porque era del tribu real de David, y porque en ninguno fué Cristo más figurado que en David. Por particular previlegio dixo Dios del rey David «inveni virum secundum cor meum», es a saber, «hallé un varón conforme a mi coraçón», y de sólo Cristo dixo su Padre: «hic: est filius meus dilectus in quo mihi complacui»; es a saber, «éste es el hijo que yo tengo entre todos más regalado y con quien yo eternamente me huelgo», de manera que el amor que Dios con el rey David tuvo paresce haber sido figura del inmenso amor que el eterno Padre tenía con su hijo.

Fué también aquel santo rey David figura de Cristo, en que ansí como él fué perseguido del rey de Israel sin causa, así Cristo fué también perseguido del pueblo israelítico a sin raçón ni justicia; de manera que Saúl perseguía a David porque le querían más que no a él en el reino, y los fariseos perseguían a Cristo porque le tenían en más a él que no a ellos en el pueblo. Fué también David figura de Cristo cuando se juntaron con él en la cueva de Obdollan todos los que andaban atribulados y perseguidos y le hicieron príncipe de todos, como a más perseguido de todos, en lo cual se nos dió a entender que el hijo Dios había de ser el que en este mundo más persecuciones había de çufrir y más acérrimos dolores había de pasar. A este propósito no vaca de muy alto misterio decir el ángel a la Virgen: «dabit illi dominus sedem David patris eius»; es a saber, que le darían a Cristo la silla de David su padre, en lo cual dió a entender que por entonces el tirano Herodes tendría el cetro del reino y que Cristo heredaría la silla del trabajo, mas que después de la redención acabada, «Christus regnabit in domo Jacob in eternum», y Herodes será alançado como tirano. El principado de los atribulados y perseguidos a Cristo fuera dado, si Cristo fuera entonces vivo, porque David no tenía en la cueva de Obdollan más de ochocientos fugitivos; mas el bendito Jesús tiene en su iglesia millares de millares de atribulados; de manera que si en la compañía de David había cuenta, en la casa de Cristo no había cuento.

Diciendo como dice Cristo «venite ad me omnes qui laborati et honerati estis y ego reficiam vos»; es a saber, «veníos para mi casa todos los que andáis atribulados y acudid a mí todos los que estáis cargados, que yo remediaré a los unos y consolaré a los otros». Los ángeles vendrán a vivir con Cristo, aunque no sientan trabaxos, quanto más los hombres a que remedie sus desconsuelos. Los trabaxos que padesció Abel con Caín, Noé con los idólatras, Abrahán con los sodomitas, Isaac con Ismael, Jacob con Esaú, José con sus hermanos, Helías con Geçabel y David con Saúl, júntense éstos a una parte, y los de Cristo nuestro Dios a otra; y yo afirmo y juro que a él y no a otro den el principado de los atribulados, pues fueron sus trabajos mayores que los de todos. Vengan también a montón los trabajos y martirios de San Pedro con la cruz, de San Pablo con el cuchillo, de Santiesteban con los guijarros, de San Llorente con las brasas y de Santa Catherina con las ruedas, y pónganse de la otra parte los de Cristo solo, y sin contradición alguna le darán el señorío de martirio, porque cada mártir no sintió más de sus trabajos, mas el redemptor del mundo sintió los suyos y los de sus amigos.

¡O buen Jesu! ¡O amores de mi alma!, pues te prescias ser príncipe de todos los atribulados y tentados, rescíbeme, Señor, rescíbeme en esa tu capitanía y asiéntame ahí el sueldo, siquiera de una lança, porque según los dolores que yo paso y según las tentaciones que yo çufro, desde agora me doy por caído si Tú, Señor, no me llevas de braço. No poco también es de notar que los atribulados que estaban con David en la cueva, aunque le contaron sus trabaxos, no decía la Escriptura que les dió algún remedio para ellos, sino que si atribulados vinieron, atribulados se tornaron; lo cual no acontesce a los perseguidos con el perseguido Jesu, porque es Él tan piadoso, y aun tan cuidadoso de los que algo padescen por Él, que apenas le han pedido algún socorro cuando ya se sienten dél ser socorridos.

Prosigue el autor y habla de los dolores de nuestro Maestro y redentor Jesucristo.

Esaías (I, III), hablando de los dolores que Cristo había de pasar, decía: «Desideravimus eum despectum et novisimum virorum virum dolorum et scientem infirmitatem»; como si más claro dixera: «Lo que deseamos y por lo que sospiramos mi sinagoga y yo es ver a un varón que sea el postrero de todos los varones y que por excelencia le llamen varón de dolores, y que esté muy experimentado en los trabajos y sea menospreciado de todos los malos». Si debaxo de estas tan lastimosas palabras no hubiese algún gran misterio encerrado en ellas, parescería inhumanidad y aun crueldad del profeta desear a un hombre tantos trabajos y desventuras, a cuya causa es menester advertir mucho en la profecía y mucho más en el cumplimiento della.

Ante todas cosas, es de ponderar que no dice el profeta: «desideravimus eum hominem», sino «desideravimus eum virum», porque este nombre de hombre no denota más de la naturaleça que tenemos, mas este nombre varón denota la naturaleça que tenemos y denota la virtud de que nos presciamos; y de aquí es que a todos los escogidos llama la Escriptura «sacra» varones juntamente con llamarlos hombres. Del santo Job se dice «quod vir erat in terra Hus», y de Helías se dice «quod erat vir Dei», y de Cristo se dice: «aprehendent septem mullieres virum unum», y de la madre de Dios se dice «ad virginem desponsatam viro»; de manera que este nombre «varón» siempre denota alguna excelencia sobre este nombre «hombre». Según dice Donato, este nombre «vir» quiere decir hombre que tiene vigor y fuerça en todo lo que hace, y tal fué el bendito Jesu, el cual, por contradición que le hiciesen ni por trabajos que le sucediesen, nunca prometió cosa que no cumpliese, ni començó cosa que no acabase.

No se contentaba Esaías con que fuese el que él deseaba hombre descoraçonado y cobarde, pues de los tales más hallaban que querían, sino que fuese hombre en la naturaleça y varón en la constancia, porque varón y muy varón había de ser el que había de redimir el mundo, y había de hacer armas con el demonio. También es de ponderar que no sospiraba Esaías por cualquiera varón, sino solamente por aquel que había de ser «novisimus omnium virorum», es a saber, el postrero de todos los varones, en la cual palabra nos dió por subtilísimo estilo a entender que deseaba ver venir ya al postrero varón bueno de todos los varones buenos que en la sinagoga se habían criado y desde el principio del mundo habían nascido, lo cual se cumplió en sólo Cristo nuestro Dios, porque él fué el postrero varón bueno que en la sinagoga hubo, y también fué el primero que la Iglesia tuvo. «Novisimus omnium virorum» fué el bendito Jesu, pues en Él se acabaron todos los buenos que en la sinagoga habla y aun todo lo bueno que la vieja ley tenía, porque la Reina de los ángeles y los príncipes de la Iglesia, aunque nascieron en la sinagoga, no los contamos sino por de la Iglesia. Que había de ser Cristo «novisimus omnium virorum» fué figurado en el nascimiento de los dos hermanos Jacob y Esaú, los cuales, como fuesen hijos de una madre y nasciesen a una mesma hora, fué el caso que, como ambos saliesen juntos de las entrañas de la madre, Jacob, que nascía a la postre, iba teniendo de la planta del pie de Esaú, que nascía primero; lo cual acontesció no a caso fortuito, sino por misterio muy alto. Nadie puede negar que en el hombre no hay cosa más baxa ni más antida ni más trabajosa que es la planta del pie, porque ella es lo postrero que hay en el hombre, y ella es la que anda cabe el suelo, y ella es la que sustenta a todos los miembros del cuerpo. En el cuerpo místico de la Sinagoga nuestro Redemptor fué la planta del pie de ella, porque él fué el más abatido de todos y él fué el que llevó a cuestas nuestros pecados y él fué la planta en que se acabaron todos los buenos; de manera que lo que los israelíticos tuvieron por planta, tenemos nosotros por cabeça, y lo que ellos pusieron so los pies, ponemos nosotros sobre las cabeças. Jacob y la Iglesia no quieren de Esaú y de su Sinagoga la cabeça, que fué Adán; ni los ojos, que fueron los patriarcas; ni la boca, que fueron los profetas; ni los braços, que fueron los reyes; ni el cuerpo, que fueron los plebeyos; sino solamente quieren la planta del pie della: es a saber, la humanidad de Cristo que nasció en ella; porque, a la verdad, ésta es la harina de aquellos salvados y la medula de aquellos huesos. Dice también Esaías que llamarán al redemptor del mundo «virum dolorum», es a saber, «varón de dolores», el cual nombre paresce que pone espanto nombrarle y muy gran compasión oírle, porque para tener un hombre mucha pasión y poca consolación abástale tener un dolor sólo, sin çufrir tantos dolores juntos. Como sea verdad que en la casa de Dios no se permita lágrimas que derramar ni admitan dolor de que se quexar, osa decir el profeta que se llamaba Cristo «varón de dolores» y trabajos no vaca de muchos y muy grandes misterios, aunque es verdad que en materia tan lastimosa como es tratar de los dolores de Cristo mejor seria sentirlos que no escrebirlos, porque a ser hombre mediano cristiano, todo lo que se escrebiese con las plumas se había de ir regando con lágrimas. A Eva nuestra madre, cuando pecó, fuéle dicho «quod in dolore paries filios», es a saber, que con dolor, mas no con dolores, pariría sus hijos. El bienaventurado Job, habiendo perdido la casa y los hijos, y la hacienda, y estando su persona llena de lepra, de un dolor se quexaba, y no más diciendo «non requiescit dolor meus», es a saber, «este mi dolor no para de me atormentar, ni me dexa asosegar». La madre del profeta Samuel, como estuviese orando en el templo, porque Dios le diese hijos, y Heli, el sacerdote, la motejase de borracha, y Fenan, otra muger que tenía su marido, la corriese, porque era mañera, respondió ella a Heli, el sacerdote, y dixo: «Ne reputes ancillam tuam ut filia Belial, quia ex multitudine doloris et meroris mei locuta sum», como si dixera: «No pienses, o gran sacerdote Heli, que soy como las hijas de Belial, que son las que se andan por ahí perdidas, porque la grandeça del dolor que siento en verme mañera y la tristeça que ha caído sobre mí de ver lo que me dixo mi émula, me hace orar al Señor de esta manera y paréscete a ti, Heli, que estoy borracha».

Del rey Asa dice la Sagrada Escriptura (II, Parali. XVI) que «degrotavit rex Asa, anno tricesimo regni sui, dolore pedum vehementisimo», como si más claro dixera: «En los postreros días de su vida cayó muy malo el rey Asa, es a saber, del mal de la gota, el cual dolor fatigábale mucho, como era Asa viejo y no tenía ya virtud para resistirlo».

He aquí, pues, cómo Eva y Anna, y Job y Asa, y con ellos otros muchos, no se quexan ser fatigados más de con un dolor, y sólo al bendito Jesús llaman «varón de dolores» y cargan sobre Él los dolores y se presçia Él de çufir dolores: y sea ello mucho de enhorabuena, mas no por más estamos nosotros sanos de por haber tomado Cristo sobre sí todos nuestros dolores y trabajos.

Para entender bien en cómo Cristo es varón de dolores, es de saber que ansí como es muy mayor el goço espiritual que no el corporal, así es muy mayor el dolor del ánima cuando está triste que no el del cuerpo cuando padesce; y como en Cristo anduviesen siempre parescidos estos dos dolores, es a saber, el dolor de lo que padescía y el dolor de que nos veía, llámale «varón de dolores», así por la pasión que pasaba, como por la compasión que de nosotros tenía. Si Cristo no sintiera más de su pasión, no le llamara el profeta varón de dolores, sino varón de dolor; mas como sentía en el cuerpo su pena y sentía en el coraçón nuestra culpa, llamóle «virum dolorum», porque el bendito Jesu sin comparación era muy mayor la pena que Él sentía en vernos pecar que no el dolor de verse a sí padescer. Estos dos dolores tanto eran en el redemptor mayores cuanto fueron en Él más continuos, y aun más antiguos, y así es que desde el punto que tomó Cristo carne humana fruyó luego de la esencia divina y se le representó toda la pasión futura, por manera que desde las entrañas de la madre se ofresció a morir y començó a padescer. «Quoman ego in flagella paratus sum et dolor meus in conspectu meo semper» (Psalmus XXXVI), decía David en nombre de Cristo, y es como si dixera: «No sólo acepto la muerte que tú, Padre mío, me mandas padescer, mas aun estoy aparejado de rescibir todos los açotes que me quieren dar, mayormente que todos mis tormentos los traigo siempre delante de mis ojos» No en vano dice Cristo «dolor meus in conspectu meo semper», pues no hay dolor tan recio que alguna medicina no le temple, ni hay tristeça tan grande que el tiempo no la cure; lo cual no fué ansí en Cristo, porque cuanto más iba cada día cresciendo, tanto más nos veía a su Padre ofender y a sí mismo padescer. «Ab infancia crevit mecum miseratio, et de utero matris mee egressa est mecum», dice Job en nombre de Cristo (XXXI); como si dixese: «No sólo desde la niñez ha ido creciendo conmigo la piedad, mas aún desde el vientre de mi madre soy naturalmente piadoso». «Bien se te cree, bien se te cree, o buen Jesu, que siendo tú hijo de tal Padre, como es Dios, y hijo de tal Madre, como es la Virgen, que no podías sino parescer a tu Padre en la caridad y parescer a tu Madre en la piedad, mayormente que tú no veniste al mundo a vengar tus inxurias, sino a perdonar nuestras culpas. Decía el Apóstol Paulo «quod filium Dei ex his que passus est didicit obedientiam», y por semejante manera digo yo también que el bendito Jesu en sus proprias fatigas aprendió a compadescerse de nuestras miserias, porque no hay en el mundo quien mejor de otro se compadesca que es el que mucho padesce. Quiso el redentor del mundo experimentar en sí todos los géneros de tormentos para mexor se compadescer de todos los hombres atribulados: y de aquí es que cuanto más crescía, tanto más padescía, y cuanto más padescía, tanto más se compadescía, la cual pasión y compasión le dura hasta el árbol de la Cruz, a do justamente le llamaron varón de dolores, pues allí se vió señor de todas las pasiones y padre de todas las compasiones. Llamar a Cristo «virum dolorum» no le levanta Isaías ningún falso testimonio, pues nasció en un diversorio, y huyó juego de Herodes, se abscondió de Arquelao, se perdió en Hierusalem, comían los suyos espigas de hambre, le pedían tributo como apechero, le infamaban de endemoniado y sudó sangre de agonía, y en la Cruz dió al Padre el ánima, de manera que no fué otra cosa su humanidad sino una yunque de dolores y un abismo de trabaxos. He aquí, pues, en cómo conforman en uno la profecía de Simeón el justo con la de Esaías el profeta, pues el uno le llamó varón de dolores, y el otro le llamó cuchillo de dolor; porque no es otra cosa cargar sobre Cristo todos los dolores, sino pagar al Padre por todos nuestros pecados. «¡O buen Jesu! ¡O Redemptor de mi alma!, y cuán contrarios son el nombre con que llaman a ti y el con que deben llamar a mí, pues a ti te llaman varón de dolores y a mí me han de llamar el hombre de los placeres, porque yo no entiendo sino en buscar a do mi cuerpo se regale y a do también mi coraçón se consuele, y lo que es peor de todo, que ni sé de mí, ni me acuerdo de ti. ¡Ay de mí!, ¡ay de mí!, pues no sé padescer hambre que luego no como; no sé çufrir sed, que luego no bebo; no sé haber frío, que luego no me arropo, no sé estar sólo, que no busque compañía, ni sé padescer trabajo que con otro placer luego no le recompenso». De manera que me podían llamar hombre de buena vida, no por las virtudes que tengo, sino por los regalos que busco. ¡O quién pudiese con verdad decir con el santo Job: «hec sit mihi consolatio, ut afligens me dolore non parcas» (Job. VI), y es como si dixese: «Si tú me quieres bien, Señor, hazme lo demostrar en que no cures de lo que mi sensualidad pide, ni condesciendas a lo que mi coraçón quiere, sino que en lugar de consolación me desconsueles, en lugar de regocijo me enoges; en lugar de alegría me entristescas; en lugar de descanso me martirices, y en lugar de regalo me agotes; porque el estilo de tu casa y corte es que con los tus más familiares amigos les das y repartes de tus mayores trabajos. Yo soy el que más contra ti he pecado, yo soy el que cada día te ofendo, yo soy el que nunca del pecar me enmiendo, yo soy al que más que a todos has perdonado, y aun soy el que más de todos te soy ingrato, y por eso, Señor, en mí como en mayor pecador puedes emplear los dolores de tu pasión y el cuchillo de tu compasión».

Prosigue el autor su raçonamiento, y habla de los dolores de la virgen.

Lo tercero que el buen viejo Simeón dixo a la Virgen fué: «et tuam ipsius animam doloris gladius pertransivit», como si dixera: «Será tan cruel el cuchillo de la pasión de éste tu hixo, o muger, que de un solo golpe quitará a él la vida y traspasará a ti las entrañas». En todos los siglos pasados, ni en todos los libros antiguos, nunca tal profecía se profetiçó, ni tal palabra se escribió, ni aun tan gran lástima se oyó, como la que el viejo Simeón dixo a la recién parida Virgen, es a saber, que en un mesmo día, en una mesma hora y con un mismo cuchillo se haría justicia de la vida del hijo, y de las entrañas de la madre. Cuchillo que corte las orejas a los ladrones, cuchillo que degüelle a los homicianos, cuchillo que cuartee a los traidores, cuchillo que corte las lenguas a los blasfemos, y cuchillo que descepe pies y manos a los revoltosos, hállanse destos a cada paso muchos; mas cuchillo que traspase ánimas no hay otro sino el de Cristo solo, el cual fué tan cruel que a él quitó la vida y a su madre traspasó el ánima. El cuchillo de Caín, con que mató a su hermano Abel, y el cuchillo de Moysén, con que mató al egipcio, y el cuchillo de David, con que mató al Gigante, y el cuchillo de Helías, con que mató a los idólatras, degollaban los cuerpos y no tocaban en las ánimas, mas el cuchillo de Simeón desangró las entrañas de la madre y rompió las carnes del hijo.

No sin alto misterio dice el Evangelista que todas estas palabras guardaba la Virgen en su coraçón, porque a la verdad las nuevas de ellos le allegaban al coraçón, y esto no tanto por decirle Simeón que el cuchillo de dolor había de traspasar su ánima, cuanto por oír decir que con hierro habían de quitar a su hijo la vida. «Flebat Anna mater Thobie irremediabilibus lachrimus dicens: heu mihi, fili mi Thobie decimo»; como si más claro dixese: «Ana, muger de Tobías el viejo y madre de Tobías el moço lloraba la ausencia de su hijo con lágrimas irremediables, diciendo: «¡Ay de mí, ay de mí, hijo mío Tobías, lumbre de nuestros ojos, báculo de nuestra vejez, consolación de nuestra vida, esperança de nuestra casa!. Oxalá nunca os debieran aquel dinero, porque no fueras allá a ser peregrino, mayormente que para mí no había otro mayor tesoro como era tenerte a ti conmigo». Palabras tan lastimosas y tan lastimosamente dichas bien parecen salir de coraçón tierno y decirse de hijo muy amado; porque siendo, como es, la lengua el instrumento del coraçón, si hay en él amores, amores pregona, y si hay en él dolores, dolores publica.

Ante todas cosas es aquí de notar en que así como Isaac el moço fué figura muy particular de todo lo que Cristo nuestro Dios había de padescer, ansí Anna la de Tobías fué figura singular de lo mucho que la Virgen en la pasión había de llorar: de manera que el acérrimo martirio de la Madre de Dios fué de Simeón profetiçado, y en la madre de Tobías figurado. Con más raçón se puede decir que lloraba la Madre de Dios con irremediables lágrimas que no de la madre de Tobías, porque el hijo de la vieja Anna volvió, y muy bien casado; mas el hijo de la Virgen estaba en la cruz puesto. ¡O madre desconsolada y o reina de consolación! Tú eres la que allí llorabas lágrimas irremediables, que no Anna la de Tobías, porque sus lágrimas llevaron remedio, mas las tuyas ni llevaron remedio ni aun hallaron consuelo. Con irremediables lágrimas lloraba la triste señora, pues ella, y no Anna, era la que perdía el báculo que para su vejez había criado, el espejo con que se miraba, la lumbre con que veía, el reposo a do descansaba, la esperança que tenía y la cosa que más amaba.

También es de ponderar que decía la madre de Tobías «¡ay de mí!», y no decía «¡ay de ti!», para darnos a entender que Cristo no padescía por fuerça, sino por su voluntad; mas la su triste madre holgara que el mundo se redimiera y su hijo no padesciera. «¡Ay de mí!», dice la Virgen, y con mucha raçón, pues en un día perdió a Cristo, que le tenía en lugar de padre, y de esposo, y de vecino, y de amigo, y de ayo; porque Él, estando con su Madre, como padre la aconsejaba, como esposo la celaba, como vecino la acompañaba y como amigo la defendía, como ayo la guardaba y como hijo la servía. Cuando se pierden las riqueças poco a poco no se sienten tanto como cuando se pierden todas juntas y de aquí es que según lo poco que goçamos, y lo mucho que padescemos: muy mucho hace al caso abituarse los hombres a padescer, y abeçarse a tener callos en el çufrir; porque los infortunios desta vida tanto son más lastimosos cuanto son más repentinos. «¡Ay de mi!», dice, y no sin gran ocasión, porque allende de perder en el monte Calvario todo cuanto bien tenía junto, siente por mayor lástima el no se haber ella con ello perdido, de manera que a su querer y voluntad de tan buena gana dixera ella el «in manus tuas comendo spiritum meum» a el hijo: como el hijo lo dijo en la cruz al Padre. «Venient tibi subito hec duo in die una, sterilitas et viduitas», decía Esaías (XII), hablando de la Sinagoga; como si más claramente dixera: En el día que no pensares vendrán sobre ti, o Sinagoga, dos muy grandes males juntos: es a saber, que quedarás viuda, porque te quitarán el esposo, y te hallarás estéril, porque te matarán el hijo». Desposada estuvo tres mil años con Dios la Sinagoga, y al cabo la repudió y se casó con la Iglesia, y otros tantos años no hiço ella sino parir patriarcas y profetas, al cabo también del cual tiempo enviudó en la muerte de Cristo y quedó estéril para nunca más tener profetas. Por supremo privilegio fué Cristo hijo y esposo, y esposo y hijo de su dulce madre, y fué tan verdadero esposo de ella que lo fué muy mejor y muy mayor que no lo fué el santo José; y de aquí es que no enviudó ella en la muerte de José, sino en la pasión de su hijo. «¡O madre triste!, ¡o triste madre!, cuán y cuán bien te cuadran las palabras de Esaías el profeta, pues sin tú lo pensar, ni menos lo merescer, en un día, y aun en una hora, te viste viuda del esposo que tanto te amaba, y te viste privada del hijo que tanto querías. Con una cosa te puedes consolar, ¡o consoladora de mi alma!, y es que aunque eres viuda, y has hoy enviudado, no tienes necesidad de sacar ningún luto, porque no por más de ver a tu esposo morir y de verte a ti penar, las piedras se quebrantan, y los cielos se enlutan. «Magna velut mare est contrictio tua, quis medebitur tibi», decía el profeta Hieremías, espantándose del dolor de la Virgen, y es como si dixera: «Tanto excede tu dolor a todos los otros dolores cuanto excede la grandeça de la mar a todas las otras aguas, y lo que de espantar es que a este tu triste coraçón hay mil que le lastimen, y no hay uno que le cure». No sin alto misterio compara Hieremías la tristeça de la Virgen a la grandeça de la mar, porque así como en la mar, en un mismo día y en espacio de una hora hay bonança y hay tempestad, así en el coraçón de la Virgen andaban aquel día competiendo entre sí el placer de ver redimir el mundo y el pesar de ver morir su hijo. «Quis medebitur tibi», es a saber: «¿quién será el médico de tus heridas, teniéndolas como las tienes en el coraçón abscondidas?», porque las llagas del coraçón más fáciles son de llorar que no de curar. Desamparó a tu bendito hijo el Padre, vendiótele Judas, negótele San Pedro, acusárontele los judíos, sentencióte a muerte Pilato, crucificáronle los sayones y blasfemáronle los ladrones: tales y tan grandes infortunios vérnostelos padescer y no hay quien te los ayude a llevar, porque son de tal condición las ansias del amor, y las llagas del dolor, que nadie sabe curarlas, sino es el que fué causador deltas. Decir Hieremías a la Virgen «quis medebitur tibi» es decirle que no menos compasión le tiene por no haber quien la cure, como por verla padescer lo que padesce; y lo que pone mayor lástima es que un solo médico que había en el mundo de curar coraçones le han crucificado entre dos ladrones. «Quis me debitur tibi». ¡O consoladora de los desconsolados! Acuérdate, Señora, acuérdate a quien osó lastimar tu coraçón, pues ése y no otro le ha de curar y aun consolar, porque Hipocras y Galieno bien saben mitigar dolores, mas no saben cosa de atajar sospiros, mayormente que el tu gran mal no está en las venas, sino en las entrañas. «Cor meum dereliquit me», decía el santo profeta (Psalmus XXXIX) en nombre de la triste madre, y es como si más claro dixera: «El que crió a mi coraçón y el que se engendró en mi coraçón, y el que era mi coraçón, y el que amaba yo como a mi coraçón ya se fué de mi presencia y le llevaron de mi casa, y lo que más siento es que en yéndose le quitaron a él la vida y a mí arrancaron el coraçón». ¡O hijo de mis entrañas! ¡O amores de mi alma! Si por ventura te hablé con desacato, cortarásme la lengua; si te miré sin reverencia, sacarásme los ojos; si no te empañé bien, cortarásme las manos, si no te di buena leche, abrierásme los pechos, mas pues el coraçón que estaba en mis carnes era más tuyo que no mío, y amaba más a ti que no a mí, ¿por qué a Él crucificaste y a mí, triste, lastimaste? «Cor meum dereliquit me», en dexarme como me dexaste tú, hijo mío, pues jamás entre nosotros hubo sino un coraçón, una voluntad de amar y un querer, de lo cual se sigue que por una misma cosa se ha de tener el morir tú y el padescer yo, no considerando en ti sino a mí, y yo no considerando en mí sino a ti, el cual género de amistad es tan alto y tan heroico que no se halla sino es en la Madre de Dios y su Hijo, porque, hablando la verdad, ella no le amaba como a sí, sino más y más que a sí. «Cor meum dereliquit me», dice todavía la Virgen, y la causa dello es que como ella era más de Cristo que de sí, y quería más a Cristo que a sí, y moraba en Cristo más que en sí, sintió tanto verle en un palo crucificar y allí como a malhechor morir, que si le quedó algún poco de sentido, más fué para llorar su desventura que no para sentir ya si vivía. «Cor meum de dereliquit me», torna a decir la triste madre, porque no es nada llevarle su hijo el coraçón consigo a crucificar, sino llevar también a ella porque le viese allí morir, porque según dice Hierónimo, cuantas heridas había en el cuerpo del bendito hijo, tantas llagas estaban en el coraçón de la madre. Exponiendo aquellas palabras de Cristo «cum exaltatus fuero a terra» dice el glorioso Bernardo: «Bien dices, ¡o buen Jesús!, bien dices: es a saber, que cuando te vieres en la cruz enclavado llevarás allí todas las cosas contigo, pues llevaste allí al ladrón para perdonarle, y llevaste el coraçón de tu madre para crucificarle; y dice más el bendito doctor. ¡O cuán bien dices en decir que llevarás todas las cosas a ti y en no decir que las guardarás para ti, porque no por más las llevas todas a ti, sino para dármelas después todas juntas a mí, y así fué ello por cierto, pues allí fué do me mostraste lo mucho que me querías y allí fué a do me diste cuanta sangre tenías.

Prosigue el autor su raçonamiento y pondera el misterio de estar la virgen en pie cabe la cruz.

«Stabant autem juxta crucem Jesu, mater eius et soror matris eius María Cleophé et María Magdalene», dice San Juan, y es como si dixese: «A la hora que crucificaron a mi Maestro y Señor, vi apegadas a su cruz su doloriosa Madre y a María Cleofé, su tía, y a María Magdalena, su discípula». Pocas y muy pocas son las palabras que el Evangelista dice, y muchos y muy muchos los misterios que en ellas toca, y por eso es menester la gracia del Hijo para exponerlas y la bendición de la Madre para entenderlas. «Stabant autem juxta crucem», dicen lo primero; es a saber, que estaba la Madre de Dios acerca de la cruz y que estaba en pie, y no asentada, lo cual no vaca de secreto, ni tampoco de misterio, porque en las divinas, letras muy gran caudal se hace el estar uno asentado o hallarse levantado.

Y porque no paresca que hablamos de gracia, pongamos exemplos de cada cosa. La honrada Rachel, muger que fué del buen Jacob y madre de Benjamín, no se contentó con hurtar a su padre los ídolos, sino que los escondió so las albardillas y se asentó sobre ellos. La viuda Thamar, nuera que había sido de Judas el patriarca, no por más de asentarse en un camino como ramera quedó allí de su suegro preñada. Del infelice rey Saúl nota mucho la Escriptura que al tiempo que le tomaba el demonio dice que estaba en su casa asentado. Mofando y burlando la Escriptura sacra de los hijos de Israel dice que sospiraban y lloraban por tornarse asentar cabe las ollas de carne que comían en Egipto. No aprobó el redemptor la demanda que le hiço su tía la Zebedea, es a saber, que a sus dos hijos asentase a sus dos lados, porque si bien le paresciera no se lo negara. A los escribanos y fariseos, que se asentaban sobre la cátedra de Moisén, Cristo los reprehende y la Escriptura los condena. No se descuidó la Escriptura de mirar y notar que cuando el Visorrey Fisto sentenció al Apóstol San Pablo estaba asentado en un trono.

He aquí, pues, siete exemplos de los que estaban asentados, raçón es que contemos algunos de los que estaban levantados, porque cotejados los unos con los otros, veremos a la clara cuáles son dellos los más aprobados. A los hixos de Catath, que llamaban los cautharitas, por precepto particular les mandó Dios en su ley que tuviesen cargo de coger la tapicería del tabernáculo y de colgar el velo grande del templo, y esto hiciesen estando en pie y no asentados. Los setenta viejos honrados y famosos que ayudaban a Moisén gobernar el pueblo de Israel, en pie y no asentados estaban la puerta del tabernáculo cuando les dió Dios el Espíritu Santo. Cuando el valeroso capitán Josué fué electo y confirmado en duque y caudillo de todo el pueblo de Israel, en pie le mandó Dios que estuviese delante el gran sacerdote Eleázaro, cuando le habían de bendecir y las manos sobre la cabeça poner. El famoso letrado Esdras, al tiempo que leía el Deuteronomio al pueblo israelítico, dice allí la Escriptura, que él estaba en pie leyendo y todos estaban en pie escuchándole.

He aquí, pues, probado en cómo en las divinas letras algunas veces se reprueba el estar uno asentado y cómo también se aprueba el estar en pie y levantado; de lo cual podemos inferir nosotros que no por descuido, sino por muy gran misterio, se dice de la Virgen «quod stabat et non quod sedebat iuxta crucem». Natural cosa es a los desventurados y aflictos huir la compañía, amar la soledad, aborrescer la luz, amar las tinieblas, derrocarse en tierra o asentarse en lo baxo para que allí se harten sus tristes ojos de llorar y sus desconsolados coraçones sospirar. «Quomodo sedet sola civitas plena populo? Facta est quasi vidua domina gentium», dice el profeta Hieremías (Thre. X), llorando la desdicha de Hierusalen, como si dixese: «¡Oh, qué lástima es de verte, Hierusalem, en cómo estás derrocada, sola y biuda, habiendo tú sido la mayor señora de Asia y la república más populosa de Palestina!»

Lo contrario de todo esto acontesció a la Madre de Dios, la cual estaba en pie, y no asentada a la luz, y no a las tinieblas acompañada, y no sola cabe la cruz, y no lexos, para darnos a entender que el martirio de la Virgen no fué como el martirio de los otros mártires, porque ellos, si murieron, fué a las manos de los sayones, mas la Virgen no padescía sino a los pies de sus amores. Según los dolores que la Virgen en su coraçón sentía, y según lo mucho que en su Hijo perdía, y según las pocas fuerzas que entonces ella tenía, piadosamente es de creer que ella muriera si su bendito Hijo no la sustentara. A muy grande milagro es de tener no haber dado al pie de la cruz el ánima, y a muy mayor el no estar en el suelo amortescida, sino que lo dispuso así la divina Providencia: es a saber, que el Hijo muriese y la madre escapase. ¡Oh, qué cruel batalla andaba en el coraçón de la bienaventurada Virgen!, es a saber, el dolor de verle morir y el amor y deseo que tenía de lo ver, y como el buen Jesu estaba crucificado en alto, no te podía ver la Virgen, con la mucha gente, si ella se asentaba en el suelo, a cuya causa tenía todavía más fuerça el amor para tenerla que no tenía el dolor para derrocarla. No pudo el glorioso San Juan escrebir por más alto estilo ni con más delicadas palabras la contienda que tuvieron entre sí el amor y el dolor de la Virgen, porque en decir que la triste madre estaba cabe la cruz, nos declara su gran dolor, y en decir que estaba en pie, y no asentada, nos muestra su grande amor, porque la bendita Virgen y Madre, si tenía los pies en el suelo, los ojos y el coraçón se le iban al Hijo.

También es de notar que el mismo Cristo, que estaba en la cruz, y su bendita Madre, que estaba cabe la cruz, y las dos Marías, que estaban en torno de la cruz, todos estaban en pie y ninguna estaba asentada, para darnos a entender que los altos misterios y los muy suaves gustos que hay en la cruz no los pueden entender, y muy mucho menos gustar, los que se están rellanados holgando, sino los que se están en pie o velando. «Non coques hedum in lacte matris sue». (Exod., XXIII.) Es a saber, que mandaba Dios en la ley que nadie fuese osado de cocer la carne del cabrito en la leche de la madre. Y pues esto es así, ¿por qué hoy cuecen a la Madre en la sangre de su amado Hijo? No vaca de misterio prohibir que no cociesen al hijo en la sangre de la madre, y no prohibir que cociesen a la madre en la sangre del hijo, para darnos a entender que nuestra madre la Santa Iglesia era la que se había de salvar en la sangre de Cristo, y no Cristo en la sangre de la Iglesia. «Qui invenerit aviculam cubentem, tollat filios et dimittat matrem» (Deute.,XXII), dice Dios nuestro Señor hablando con los hijos de Israel que andaban a caçar, y es como si dixera: «Cuando algunos fueren por el campo a tomar páxaros, si acaso toparen con algún nido de ellos, lleve los hijos a su casa y dexe en libertad a la madre, de manera que ni sea osado de prenderla ni mucho menos de matarla.» ¡O alto redemptor del mundo, ¿qué es esto, dime, yo te ruego? Dexas el nido todo de tus discípulos y de todos tus apóstoles, para que ni contigo padescan, ni aun te vean padescer, y llevas al pie de tu cruz a la triste de tu Madre, para que de sólo verte morir ella se muera! ¡Tienes piedad de la páxara que tiene muchos hijos, y no has compasión de tu bendita Madre, que no tiene más de ti sólo! «Non immolabitur ovis una diecum filio suo» (Leviti, XXII), palabras son de Dios a los que iban al templo, y es como si dixera: «Si alguno fuere a ofrescer algún sacrificio a mi templo o tabernáculo, mire que en un mismo día no ofresca el cordero y a su madre la oveja», lo cual mandaba Dios nuestro Señor porque parescía cosa inhumana derramar la sangre del hijo y de la madre en un mismo día. ¡O buen Jesu! ¡O maestro y redemptor de todas las cosas! Pues todas las leyes hablan en favor de tu dulce Madre, ¿por qué tú no se las guardas, que eres su Hijo? ¿Por ventura no se quebranta más la fiesta en sacrificar uno a su madre en la Pascua que no en coger un poco de leña el día del sábado? Mira, Señor, mira que quebrantas la ley en sacrificar a ti, que eres el cordero y sacrificar también a la oveja, porque a ti pondrá lástima y a ella pondrá espanto el ver ella a ti morir y tú a ella. Harta sangre hay en la sangre del cordero sin que se derrame también la de la oveja, porque si es necesario que mueras tú por redimirnos, también es necesario que viva tu Madre para consolarnos. Bien paresce que eres señor de la ley y disponedor della, pues mandas que cueçan a la madre en la sangre del hijo, y mandas que suelten a los hijos y prendan a la madre, y mandas que juntamente a la madre sacrifiquen con el hijo, las cuales novedades haces no sin alto misterio y muy profundo sacramento. San Bernardo, San Anselmo y San Buenaventura mucho se maravillan porque Cristo quiso llevar a su bendita Madre al pie de la cruz, pues ni ella podía ayudarle a él en sus tormentos, ni él tenía necesidad della para la redención de nosotros. No es, pues de creer que ella se halló allí sin causa, ni es de pensar que el Hijo la llevó allí sin misterio, porque las cosas que pasaban entre Christo y su Madre hanse de estimar por misterios de misterios, a semejança de los cantares de Salomón, que se llamaban «Cantica Canticorum». Quiso el buen Jesu llamar allí a su Madre para que como más propincua heredera heredase la sangre que derramaba y los tormentos que padescía, la cual herencia le entregó luego allí, porque, estando, como estaba, la triste Madre apegada a la cruz, con la sangre que por ella venía le regó el cuerpo, y con los dolores que padescía le martiriçó el ánima. En tan alto trono como era la cruz, en tan alto misterio como era nuestra redención y en clemencia tan grande como fué el perdón del ladrón, y en oración tan heroica como hiço por los enemigos, y en paso tan estrecho como era morirse, quiso el buen Jesu que su Madre allí se hallase, para que dél se compadesciese y aun con él ella allí padesciese. Quiso también Cristo llevar cabe la cruz a su Madre para que fuese testigo de su pasión, y para confiarle la sangre de nuestra redención, y para encomendarle la fe de todo el mundo entre tanto que Él iba y venía del limbo, la cual fe ella sola guardó y sustentó, porque en todos los fieles del mundo se tornó la fe marchita si no fué en el coraçón de la Virgen, que quedó entera. Sobre aquella palabra de Christo que dice «maiorem charitatem nemo habet ut animam suam ponat quis pro amicis suis», dice San Bernardo. Muy mayor es la caridad que tú, ¡oh buen Jesús!, usaste, que no la que a nosotros encomendaste, pues no sólo pusiste la vida por tus amigos, mas aun por tas enemigos, y no sólo pusiste la tuya propria, mas aun crucificaste la de tu bendita Madre, y, esto fué cuando el cuchillo de dolor mató a ti y no perdonó a ella.

Entre todos los tormentos, los que más pena daban en la cruz a Christo eran ver a su Padre ofender, ver sus proprias carnes crucificar, ver a sus discípulos todos huir y ver a su dulce Madre allí padescer, de manera que el mayor misterio de traerla allí fué para que Él diese a ella la palma del martirio y para que ella fuese a Él ocasión de mayor tormento. Estaba la cabeça de Cristo transfixa con espinas, estaban sus orejas ofendidas con blasfemias, estaban sus manos ataladradas con clavos y estaban sus miembros descoyuntados con tormentos; solamente le habían quedado sanos los ojos para mirarnos y el coraçón para amarnos, y porque no le quedase miembro con que no padesciese y que en el misterio de nuestra redención no le emplease, permitió que a su coraçón traspasase la lança y a sus ojos atormentase la vista de su bendita Madre. Suma charidad y inmensa bondad fué la que el Hijo de Dios mostró en la cruz, pues todos los que padescen y justician buscan evasiones para se remediar y el redemptor del mundo buscó allí ocasiones para más penar, lo cual paresce claro en que no dexó enemigo que no perdonase ni dexó miembro en todo su cuerpo que no padesciese.

Concluye el autor su razonamiento y toca en él muchas lástimas acerca de lo que la Virgen pasó cabe la cruz.

«Mullier, ecce filius tuus». Ya que el Redemptor iba al cabo de su redención, ya que había orado al Padre por los enemigos y que también había perdonado al ladrón sus pecados, como vió con sus ojos a la que dél no quitaba los ojos y a la que por Él derramaba tantas lágrimas, dixo: «Mullier, ecce filius tuus», y es como si dixera: «Mira, muger: he ahí, cabe ti, a Juan, mi primo y mi discípulo; tenerle has de aquí adelante, en lugar de hijo, como hasta aquí le tenías, en lugar de sobrino, porque ya yo no podré servirte como a Madre, ni podrás tú gozar de mí como de hijo. Treinta y tres años había que tenía la Virgen abezada a su lengua a llamar a Cristo hijo y tenía sus orejas acostumbradas a oírse llamar madre, y como agora la llamó «muger», y no madre, fué el mayor dolor que jamás muger pasó, y aun uno de los mayores que la Virgen gustó. «¡O vos omnes qui transitis per viam, atendite et videte si est dolor sicut dolor meus!», dice Hieremías (Thre. III), en nombre de la Virgen, y es como si dixere: «Todos los hombres que tenéis trabajos y todas las mugeres que paristes con dolor, veníos para mí y hagamos un montón de vuestras quexas y de mis ansias, y veréis claramente cómo un solo dolor de los míos es muy mayor que todos los vuestros». No vaca de misterio el no decir la Virgen «ved mis dolores», sino que dice «ved mi dolor», porque entre todos los tormentos que la Virgen pasó al pie de la cruz, el que tenía la cumbre de ellos es ver que le trocaban al Criador por la criatura, al Santo por el pecador, al Maestro por el discípulo, al Señor por el siervo y al Hijo por el sobrino. Si como Cristo le dixo «he ahí tu hijo», le dixera «he ahí tu pariente, he ahí tu amigo, he ahí tu discípulo, he ahí mi primo, he ahí tu sobrino y aún he ahí tu ayo», cosa era tolerable; mas decirle a boca llena «he ahí tu hijo», cosa fué a la Virgen oír lo terrible, y fué, a mi pensar, tan terrible que si como el Hijo se lo quiso mandar le diera a ella a escoger, a la hora deshiciera el cambio y revocara todo lo hecho. No vaca, tampoco de misterio que no dixo Cristo a la Virgen «mater, ecce filius tuus», es a saber, que no la llamó «madre», sino que la llamó «muger», porque este nombre de madre, como es nombre que de ligero enternesce las entrañas y que de presto hace correr las lágrimas, si como Cristo dixo «mira, muger», dixera «mira, madre», ya pudiera la Virgen sentirlo tanto, que se quedara San Juan sin madre, como la Madre se quedó sin Hijo. Estaba ya el coraçón de la triste Madre tan lleno de los dolores que ella tenía y tan cargada de los tormentos que su Hijo padescía, que como vió Cristo que en él no cabían más angustias ni tenía fuerças para çufrir más penas, acordó de llamarla muger, aunque la lastimase, y no llamarla Madre, porque allí no se muriese. Si decir Cristo a su Madre «ecce filius tuus», sintió mucho oírlo, también es de creer que lo sintió Cristo en decírselo, pues era el vínculo del amor tan grande entre ellos y traían el Hijo y la Madre los coraçones tan apareados, que juntos amaban y juntos padescían. Estaba Cristo tan al cabo de su vida cuando dixo estas palabras, que sobre si miraría o no miraría a su Madre tuvieron el amor y la muerte entre sí muy grande contienda, en que la muerte decía que era ya tiempo de cerrar los ojos y el amor decía que tenía mucha necesidad de abrirlos, porque había de consolar a su triste de Madre con la vista y de hablalle siquiera una sola palabra.

También es de ponderar, y no poco de notar, que no permitió el buen Jesú que en el discurso de su pasión fuese nadie osado de poner en su Madre las manos, ni hacerla ningunos vituperios, aunque ella andaba entre todos los sayones y corría por todas las estaciones; y la causa dello fué porque la redención la había de hacer Él sólo, y porque Él, y no otro, había de dar a su Madre la corona del martirio. Querer el bendicto Jesú que matasen a Él delante de su Madre, y no querer que tocasen a ella delante dél, misterio es tan alto y secreto tan profundo, que si le sé dificultar, no le alcanço bien a absolver, porque no fué más sino permitir que hurtasen en el sacramento y que no tocasen en la custodia. Sobre estas palabras, «ecce filius tuus», dice el glorioso San Buenaventura: «Decir que esta Virgen cabe la cruz créolo, y decir que estaba en esa misma cruz confiésolo, porque si el Hijo tenía rompidas en ella las carnes, también tenía allí la Madre rasgadas las entrañas. El Hijo tenía derramadas las llagas por todo el cuerpo, mas la triste Madre teníalas todas juntas en el coraçón. Al innocente Hijo crucificáronle con solos tres clavos; mas el coraçón de la triste Madre con dolores inmensos. El Hijo, si moría, era porque quería; mas la triste Madre, si penaba, era porque más no podía. El Hijo regaba la tierra con sangre, y la Madre rompía los cielos con lágrimas, y finalmente digo que en la cruz se le acabaron al Hijo los trabajos y en la cruz començaron a la Madre los dolores, porque antes que conosciese ella el monte Calvario, más gloria tenía la Virgen de ver a solo Cristo que tuvieron Adán y Eva en los deleites del paraíso. ¡O quién viera al pie de la cruz a la triste Madre alçar las manos, estender el manto, poner el rostro y allegarse con el cuerpo por poder coger algunas gotas que del cuerpo del Hijo corrían, cada una de las cuales, aunque para nosotros son agora más que una perla oriental, eran entonces a la triste Madre como una gota coral. Cada gota que caía, gota coral era para la triste Madre, pues en el coraçón antes que en otra parte le daba, y de aquí es que todos los arroyos de sangre que salían de las venas del hijo, todos iban a parar a las entrañas de la Madre. «Christo confixus sum cruci», dice el Apóstol, y es como si dixese: «Son de mí tan amados los altos misterios de la cruz, que me paresce estar crucificado y enclavado con Cristo en la cruz». No dice el Apóstol que está en el palo con los ladrones, ni dice que mira la cruz desde lexos, como la miraban los parientes de Cristo, ni dice que burla de Cristo con los caminantes, ni aun dice que está a1 pie de la cruz con la Magdalena, sino que tiene en la cruz crucificada su ánima, como Cristo tenía crucificado su cuerpo. ¡O cuán dichoso sería el que con el Apóstol dixese: «Christus confixus sum cruci», porque al tal no le quedarían ya pies para mal hacer, ni le quedarían manos para a nadie robar, ni tendría libertad para se desmandar, ni aun tendría tentaciones para se empeorar, sino como un hombre sentenciado a muerte diría al Jesús que está a la muerte: «Señor, acuérdate de mí, pues muero en la cruz cabe ti». Cruz, y aun cruces, tenían los ladrones que estaban cabe Cristo; mas no dice el Apóstol que está crucificado en la cruz del ladrón, sino en la cruz del Salvador, en lo cual se nos da a entender que pues no podemos vivir sin tener los coraçones crucificados de cuidados, y los cuerpos martirizados de trabajos, es raçón que los padescamos por Cristo, pues los sabe agradescer, y no por el mundo, que aún no los sabe conoscer. Tampoco vaca de misterio que no dice el Apóstol que estaba crucificado él solo, sino que estaba crucificado juntamente con Cristo, para darnos a entender que a las veces son tan ásperas las persecuciones que nos hacen y son tan recias las tentaciones que nos vienen, que nos es menester se halle Cristo con nosotros en nuestra cruz y que nosotros nos hallemos también con él en la cruz.




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Letra para el doctor Micer Sumier, regente de Nápoles, en la cual el auctor le responde a ciertas preguntas que le envió


Señor magnífico y amigo importuno:

Ni miento ni me arrepiento en decir y afirmar que como yo velo para serviros, vos os desveláis para enojarme; lo cual paresce claro, pues agora de nuevo me enviáis a demandar quistiones nunca oídas y demandas nunca pensadas. Bien tengo creído que no me las enviáis a preguntar con intención de más querer saber, sino para mi habilidad probar, porque os paresce que encaresco mucho lo que digo, y digo más de lo que siento. Sé os decir, señor, que por una parte he con vuestra carta mucho reído, y por otra he con vuestras quistiones mucho rabiado, porque en lo uno os mostráis ser gracioso y en lo otro muy curioso. No quiero que os tome vanagloria en decir que os mostráis, señor, curioso, pues también os mostráis ser hombre ocioso, porque me enviáis a preguntar cosas de que ninguno escribió ni en que ninguno dudó. Según vuestra merced es recatado en lo que dice, y es tan sospechoso de lo que le dicen, soy cierto y no dubdo que si yo le preguntara lo que me pregunta, a la hora dixera que me sobraba el tiempo o que me faltaba el juicio. Bien paresce, señor Regente, que no tenéis que rezar, ni que escrebir, ni que predicar, como yo, que a fe da cristiano le juro no se anduviese a jugar comigo a «adevina quien te dió», ni preguntarme lo que soñó. Como leí vuestra carta una y dos y tres veces, y no la podía entender, ni atinaba qué responder, imaginé comigo que todo aquello habíades soñado, o que alguna hechicera os lo había dicho, porque ya sé yo días ha que miráis en agüeros y que no estáis mal con hechiceros. Dios os perdone, amén, amén, que cinco días ha que traigo mi memoria alterada, a mi juicio fatigado, a mis ojos desvelados, y a mis libros todos revueltos, para dar alguna razón de lo que me pedís y responderos a lo que me escrebís, porque, dado caso que me escrebistes de burlas, yo me determiné de responderos de veras. Los antiguos doctores y grandes oradores en las materias más baxas y suzias mostraban y empleaban su elocuencia, y así lo he hecho yo en estas vuestras demandas y burlas a las cuales yo respondo lo mejor que supe y lo menos mal que pude. Pídole, señor, de especial gracia mire y remire su demanda y mi respuesta, y verá muy claro que todas las sentencias que allí van ni las hallé escriptas ni por nadie dichas, sino que todas salieron del estambre de mi memoria y del ordimbre de mi juicio, y porque no sea mayor la introducción que lo es el sermón, concluyo, y digo que sería cosa justa y honesta tuviésedes, señor, en algo lo que yo digo de veras, pues yo tengo en mucho lo que vos me escrebís de burlas, mayormente que no tiene otro mayor bien esta carta de ser para vuestra merced escripta.

Síguense las preguntas y respuestas.

Preguntáisme, señor, que os diga en qué podría conoscer un hombre a otro hombre para ver si le conviene a él se allegar o dél se guardar. A esto respondiendo, digo que en cuatro cosas: es a saber, en los tractos que trae, en las obras que hace, en las palabras que dice y en los amigos que tiene. El hombre que de su natural condición es orgulloso, y que en sus tractos es desalmado, y que en sus palabras es mentiroso, y que anda con malos hombres acompañado, débense de tal hombre guardar y ninguna cosa dél confiar.

Preguntáisme, señor, qué son las cosas que en esta vida no se pueden por ningún prescio comprar, ni a ninguna cosa viva comparar. A esto respondiendo, digo que son cuatro: es a saber, la libertad que tenemos, la sciencia que aprendemos, la sanidad que poseemos y la virtud de que nos presciamos. Son estas cosas todas tesoro de tesoros y riqueza de riquezas para el hombre, porque la libertad alegra al coraçón, la sciencia enriqueces al entendimiento, la sanidad conserva la vida y la verdad es gloria del ánima; de manera que estas cuatro cosas ni se pueden a dinero comprar ni mucho menos apresciar.

Preguntáisme, Señor, qué son las cosas con que más aina el hombre se engaña y con que muy presto se pierde. A esto respondiendo, digo que son cuatro: es a saber, la cobdicia de mucho tener, el deseo de mucho saber, la esperiencia de mucho vivir y la presumpción de mucho valer. El hombre que no quiere tropeçar y caer, débese mucho de todas estas cosas guardar, porque la mucha sciencia para en locura, el mucho tener engendra soberbia, el pensar mucho vivir acarrea descuido y el mucho valer trae consigo menosprescio; de manera que cada una destas cuatro cosas abasta para le empescer y aun perder.

Preguntáisme, señor, qué cosas son necesarias en un buen juez para que con verdad le llamen justo, y que no sea notado de tirano. A esto respondiendo, digo que son cuatro es a saber, que oyga con paciencia y responda con prudencia, sentencie con justicia y execute con mira. Al juez que viere ser impaciente en el oír, vano en el responder, parcial en el sentenciar y cruel en el executar, no meresce el tal ser justicia, sino ser justiciado.

Preguntáisme, señor, qué son las cosas que hacen a un hombre ser cuerdo en el vivir y sabio en el hablar. A esto respondiendo, digo que son cuatro: es a saber, el leer muchos libros, el andar por muchos reinos, el pasar muchos trabajos y el entender en grandes negocios. El hombre que no ha andado por el mundo, ni sabe qué cosa es estudio, ni ha pasado por el trabajo, ni se ha visto en algún gran negocio, el que al tal osare llamar sabio, osaría yo a él llamarle nescio.

Preguntáisme, señor, qué cosas son las que piensa el hombre tenerlas y caresce del todo dellas. A esto respondiendo, digo que son cuatro: es a saber, muchos amigos, mucha cordura, mucha sciencia y mucha potencia. No hay hombre que no tenga una punta de loco por más que presuma de cuerdo; no hay hombre tan poderoso que no pueda ser de otro vencido; no hay hombre tan sabio que no haga algún notable yerro, ni hay hombre tan bien quisto que no tenga algún enemigo secreto. Es, pues, la resolución de todo esto que tenemos menos amigos que pensamos, podemos menos que queremos, sabemos menos que presumimos y aun somos menos que blasonamos.

Preguntáisme, señor, qué cosas son las con que más ayna un hombre se pierde y más tarde se cobra. A esto respondiendo, digo que son cuatro: es a saber, errar los negocios al principio, dexar el consejo del buen amigo, meterse en lo que no debe y gastar más de lo que tiene. El hombre que en lo que comiença es cabeçudo, y el que no torna consejo con el que es sabio, y el que en los negocios se mete mucho a lo hondo, y el que gasta más de lo de su patrimonio, será el tal bien quisto de pocos y murmurado de muchos.

Preguntáisme, señor, qué cosas son las que serían menos mal a un triste de un hombre verse morir o habellas de padescer. A esto respondiendo, digo que son cuatro: es a saber, pobreça en la vejez, enfermedad en la prisión, infamia después de honra y destierro de su propria tierra. El hombre que se vée preso y enfermo, y el que se vée pobre y viejo, y el que fué infamado a do fué honrado, y el que se vée desterrado sin esperança de tomar a su pueblo, mejor le sería al tal una honesta muerte que no una tan infelice vida.

Preguntáisme, señor, qué son las cosas que aborresce Dios y abominan los hombres. A esto respondiendo, digo que son cuatro: es a saber, al pobre soberbio, al rico avaro, al viejo luxurioso y al moço desvergonçado. Cuando al mancebo falta la vergüença, y al viejo la honestidad y al pobre la humildad, y al rico la caridad, ¡ay de la tal república!, y aun ¡ay del hombre que viviere en ella!

Preguntáisme, señor, quiénes son los que con verdad tienen amigos de quien se fiar y con quien se holgar. A esto respondiendo digo que son cuatro, es a saber, los elocuentes, los liberales, los poderosos, y los bien acondicionados. El hombre que tiene buena gracia en hablar, y el que es liberal en el dar, y el que es cuerdo en el mandar, y el que es humano de conversar, vivirá el tal en gracia de todos y nunca le faltarán verdaderos amigos.

Preguntáisme, señor, qué son las cosas de qué más el hombre se quexa y con que el coraçón más se atormenta. A esto respondiendo, digo que son cuatro: es a saber, la muerte de los hijos, la pérdida de los bienes, la prosperidad de los enemigos y las locuras de los amigos. Terrible tormento es para el coraçón de un hombre enterrar el hija que ha criado, perder la hacienda que había allegado, ser sujeto a su enemigo y ver loco a su amigo. Cuatro cosas son éstas muy dignas de sentir y bastantes para llorar.

Preguntáisme, señor, cuáles son las cosas de que más el hombre murmura y en que menos tiene paciencia. A esto respondiendo, digo que son cuatro: es a saber, servir y no agradar, pedir y no le dar, dar y no se lo agradescer, y esperar nunca vivir. Al hombre que no le agradescen lo que hace, y al que niegan lo que pide, y al que no le pagan lo que sirve, y el que no alcança lo que espera, poder podrá el tal çufrir la mala vida, mas es imposible que calle su lengua.

Preguntáisme, señor, qué cosas son las que primero se mueren que se harten. A esto respondiendo, digo que son cuatro: es a saber, las orejas, de oír; las manos, de allegar; la lengua, de parlar, y el coraçón, de desear. Por más y más que sea uno viejo, y que tenga el cuerpo quebrantado, jamás por jamás se harta su boca de decir cosas superfluas, ni sus orejas de oír nuevas, ni sus manos de allegar riquezas, ni su coraçón de desear cosas vanas.

Preguntáisme, señor, cuáles son las cosas que ni se pueden dexar de sentir, ni menos encubrir. A esto respondiendo, digo que son cuatro: es a saber, la riqueza, el amor, el dolor y el desamor. Conóscese el amor en el sospirar, el desamor en el mirar, la riqueza en el gastar, y el dolor en el se quexar; de manera que estas cuatro cosas, aunque se puedan algo disimular, no se pueden a la larga encubrir.

Preguntáisme, señor, cuáles son las cosas que se pueden fácilmente perder y que no se pueden jamás cobrar. A esto respondiendo, digo que son cuatro: es a saber, la virginidad, el tiempo, la piedra y la palabra. Sea cierto cualquiera hombre, y aun cualquiera muger, que es de tal condición la virginidad después del matrimonio, el tiempo después de pasado, y la piedra después de echada, y la palabra que está ya dicha, que podrá el dueño destas cuatro cosas llorarlas y nunca podrá recobrarlas.

Preguntáisme, señor, qué son las cosas que en un hombre son más dignas de loar y de que él más se ha de presciar. A esto respondiendo, digo que son cuatro: es a saber, ser buen cristiano, ser verdadero, ser çufrido y ser callado. El hombre que fuere cristiano en sus obras, y que fuere paciente en las injurias, y que fuere cierto en sus palabras, y que guardare en su pecho las cosas secretas, a buen segura podrán al tal loarle, y aun canonizarle.

Preguntáisme, señor, cuáles son las cosas que aunque las veamos ir con los ojos, no las podemos seguir con los pasos. A esto respondiendo, digo que son cuatro: es a saber, el humo, el ave, la nao y la culebra. Por más subtil vista que tenga uno y por más y más que esté sobre aviso, no podrá ver el rastro del ave cuando vuela, ni el surco de la nao cuando navega, ni las pisadas de la culebra cuando anda, ni la señal del humo cuando sube.

Preguntáisme, señor, quiénes son los que en hecho de amigos, más fácilmente cobran y más fácilmente los pierden. A esto respondiendo, digo que son cuatro: es a saber, los ricos los mancebos, los poderosos y los privados. ¡O cuán presto pierde los amigos el rico cuando viene a ser pobre, y el mancebo cuando llega a ser viejo, el poderoso cuando pierde su potencia, y el privado cuando cae de su privança!

Preguntáisme, señor, quiénes son los animales que al hombre más le enojan y menos le empescen. A esto respondiendo, digo que son cuatro: es a saber, la pulga, el piojo, la mosca, la chinche. Por más delicado ni aun previlegiado que uno sea, téngase por dicho que no vivirá, ni aun morirá, sin que primero las pulgas le piquen, los piojos le muerdan, las moscas le enojen y las chinches le despierten.

Preguntáisme, señor, qué condiciones ha de tener el que quisiere bien servir. A esto respondiendo, digo que cuatro: es a saber, diligencia, paciencia y verdad y fidelidad. Para que con verdad se prescie uno de buen criado y que quiera a su señor ser acepto, debe ser paciente en lo que le manda, verdadero en lo que dice, diligente en lo que hace y muy fiel en lo que se le comete, y entonces será el tal de su señor bien tratado y cada día mejorado.

Preguntáisme, señor, qué es lo que más una muger desea y con que ella vive más contenta. A esto respondiendo, digo que son cuatro cosas: es a saber, atavíos, crédito, hermosura y libertad. Entre todas las cosas y sobre todas las cosas desta vida, desean las mugeres andar bien vestidas, las tengan por hermosas, ir a do quisieren y que las crean lo que dixeren.

Preguntáisme, señor, qué condiciones ha de tener el que algo da. A esto respondiendo, digo que son cuatro; es a saber, mirar lo que da, a quien lo da, por qué lo da y cuándo lo da. Digo que ha de mirar lo que da, para que no dé poco; mirar a quien lo da, para que no lo dé a algún loco; mirar por qué lo da, porque sea por algún buen respecto; mirar cuando lo da, que sea muy temprano, porque si da de otra manera fuera desta, podrá ser que lo resciban, mas yo dubdo que se lo agradezcan.

Preguntáisme, señor, qué cosas son las con que un príncipe más se sostiene y más le conviene. A esto respondiendo, digo que son cuatro: es a saber, ánimo para çufrir, coraçón para dar, gracia para pagar y clemencia para perdonar. Todas las flaquezas y descuidos se deben y pueden perdonar a un príncipe, cuándo se halle en él clemencia para perdonar las injurias, largueza para hacer mercedes, memoria para gratificar los servicios y paciencia para çufrir los trabajos. Preguntáisme, señor, cuáles son las cosas de que más un caballero se debe guardar y le pueden notar A esto respondiendo, digo que son cuatro: es a saber, cobardía, escaseza, mentira y injusticia. El caballero que fuere cobarde en la guerra, escaso en su casa, tirano en su república y mentiroso en lo que cuenta, mejor sería el tal para recuero que no para caballero.

Preguntáisme, señor, qué cosas ha de tener la que es doncella para que tenga buena fama y sea estimada. A esto respondiendo, digo que son cuatro: es a saber, que sea hermosa en su cara, honesta en su vivienda, enemiga de alcahuetas y no amiga de ventanas.

Preguntáisme, señor, qué cosas ha de tener el religioso que en el monesterio quisiere perseverar. A esto respondiendo, digo que son cuatro: es a saber, que cumpla lo que prometió, haga lo que le mandan, coma lo que tuviere y no murmure de lo que viere; el religioso que estas cuatro cosas guardare sea cierto que perseverará y aun se salvará.

Preguntáisme, señor, qué cosas ha de tener una monja para que no esté en el monesterio desconsolada o desesperada. A esto respondiendo, digo que son cuatro: es a saber, que tome el hábito por su voluntad, que no padezca necesidad, que sea amiga de trabajar y enemiga de murmurar. La religiosa que entró en el monesterio por fuerça, y la que en él padesce pobreza, y la que es un poco holgazana, y la que es un poco deslenguada, ella tendrá allí mala vida y no la dará buena a su priora.

Y porque quedo cansado de responder a tantas preguntas, no diré más en esta carta sino que nuestro Señor sea en vuestra guarda y a mí dé gracia que le sirva.

De Palencia. A XI de octubre. MDXXVIII.




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Letra para el comendador Alonso de Bracamonte, en la cual el auctor le reprehende de los excesos que hace y le consuela de los trabajos que padesce


Muy noble señor y mancebo travieso.

Por lo que leí en vuestra carta y por lo que me dixo el mensajero que la traía, supe el trabajo en que estáis y aun el peligro que corréis, de lo cual a mí pesa de todo coraçón, así por la amistad que yo tengo con vos, como por el deudo que tiene vuestro padre comigo. Ser yo vuestro amigo y ser vos mi deudo, betún es que no se ha de poder deshaçer y ñudo es que no se ha de poder desatar, porque el parentesco congélase en la sangre, y la amistad añúdase en el coraçón. Ya me maravillaba cómo tardaba vuestra carta, y aun como no hacíades alguna travesura, porque de diez años a esta parte siempre os veo andar guardando cimenterios y dar y tomar con çurujanos. En Medina del Campo os vi huído en la Antigua, en Toledo os vi en Santa María la Blanca, en Madrid os vi en Nuestra Señora de Atocha, y agora me dicen que estáis en el monesterio del Carmen: de manera que el visitar y residir en las iglesias no es por la devoción que tenéis, sino por las travesuras que hacéis. Acordaos que tenéis a Dios ofendido; a la justicia, desacatada; a vuestros deudos, afrentados, y a vuestros conoscidos, descalabrados, y que sería posible cayésedes algún día en tales manos, que tuviésedes más tiempo para os arrepentir que no lugar para huir. Si es malo herir a otro (como lo es), decidme por qué los herís, y si es bueno, ¿por qué huís? Diga cada uno lo que quisiere, que ni lo tengo por honrra, ni aun por caso de valentía, ponerse el hombre en nescesidad de salvar la persona y de huir a la justicia la cara, porque gran género de locura es ofrescerse nadie al peligro con esperança del remedio.

Sea, pues, lo que fuere, que ansí me valgan los corporales de Daroca, y la cruz de Caravaca, como agora más que nunca deseo ser rico por socorreros y de ser sabio por aconsejaros; mas, como sabéis, Señor, para daros consejo soy moço y para enviaros dinero soy fraile francisco. Aunque en edad soy moço y para aconsejaros soy poco sabio, todavía me atrevería a deciros mi parescer si junto con esto os pudiese en algo remediar, porque desde agora digo, y aun desde acá adevino, que querríades vos más que os socorriese con dies ducados que no que os enviase docientos consexos. De misas que dixe, me dieron catorce reales, y de tres libros que vendí, me dieron diez y ocho, los cuales todos os envío, y con todos ellos os sirvo, así para pagaros algo de lo que os debo, como para mostraros lo mucho que os quiero. Y pues no se ¿tiende a más mi facultad, obligado sois a reçebir mi voluntad, porque habéis de pensar y creer que quien os da la limosna de sus misas, no es negaría la sangre de sus venas.

En lo que toca a vuestro negocio, sería yo de parescer que os ausentásedes de allá y os presentásedes acá, porque de esta manera tendréis a los enemigos más lexos y a los jueces más propicios. Los que dicen estar de vos ofendidos y se publican ser vuestros contrarios, mucho se les mitigará la cólera de que vean que no les rondáis la puerta, porque ningún hombre de bien siente tanto el haberle otro afrentado cuanto es el tenerle después en poco. No hay amor que no pare ni hay enojo que no se acabe, si queremos dexar al tiempo hacer y de las ocasiones nos apartar, porque a la hora que el enamorado se descuida y el enemistado se absenta, luego la amistad afloxa y la enemistad se olvida. Por mi amor que tornéis a leer esta palabra, y veréis como digo más que pensáis en ella.

El encomendarme tanto y tanto vuestro negocio es señal que me tenéis por remiso, o que no me tenéis por amigo, en lo cual vos os erráis, y aun os engañáis, pues sabéis vos mejor que otro que siempre os favorescí hasta más no poder, y partí con vos hasta más no tener. Para deciros la verdad, yo quisiera que fuérades de más sana complisión y de más tierna condición, lo cual vos no sois, ni os queréis esforçar a ser, porque todos dicen de vos que sois para enemigo muy recio y para amigo muy sospechoso. Habéis de saber, señor, que en todas las cosas desta vida se çufre tomar algún remedio, sino es en la conversación del amigo, con el cual habéis de tomar o un extremo o otro: es a saber, o del todo le dexar, o del todo dél confiar. Cuando con un hombre nos reímos y comemos, y por otra parte dél nos guardamos y recatarnos, del tal no se podría decir que es nuestro amigo, sino nuestro conoscido, porque entre los verdaderos amigos ni ha de haber que desechar ni aun dellos que sospechar. Abástale a un triste de hombre andar continuamente de su enemigo quexoso y atemoriçado, sino que también ande de su amigo recatado y sospechoso, porque hablando la verdad, tal y tan fiel ha de ser el buen amigo, que seguramente se puedan confiar dél los pecados de la confesión y los secretos del coraçón.

Todo esto digo, señor, para que vista esta mi letra, riñáis mucho con vuestra pluma, el tener de mí tan poca confiança, y si ansí no lo hiciéredes, a ella mandaré castigar por justicia, y a vos despedir de mi casa.

De Palencia, a VIII de hebrero, MDXXII.




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Razonamiento hecho delante la serenísima reina de Francia doña Leonor, en un sermón de cuaresma, en el cual se tracta de cómo no hay cosa más presciosa que es la honra.


«Salvum me fac, Domine, quoniam intraverunt aque usque ad animam meam». (Ps. LXVIII). Entre todos los perseguidos, el más perseguido de todos los antiguos fué el serenísimo rey David, cuyas persecuciones, allende de ser muchas, y muy recias, fueron también en él muy continuas, porque le començaron a perseguir desde moço y no le dexaron aún siendo viejo. «Omnes fluctus tuos induxisti super me», decía el mismo David a Dios, quexándose a ese mismo Dios, y es como si dixese: «No sé qué es esto, Señor Dios de Israel, que siendo el escogido de tus manos y el más regalado de tus siervos, no hay trabajo que sobre mí no hayas cargado, ni hay tribulación que en mí no hayas experimentado, de manera que yo soy la roca a do todas las olas quiebran y soy el blanco a do las saetas asestan. Fué, pues, el buen rey David perseguido de sus hermanos cuando le querían echar de la corte del rey Saúl; fué perseguido de Golias el gigante, cuando se vino a matar con él; fué perseguido del hebreo Semei cuando por el camino le iba apedreando; fué perseguido de los filisteos cuando se le entraban a tomar el reino; fué perseguido de los amonitas cuando afrentaron a sus embaxadores; fué perseguido del rey Saúl hasta salirse del reino; finalmente, fué perseguido de su proprio hijo Absalón, cuando se levantó con el reino.

Es, pues, aquí agora de notar que en ninguno de todos estos trabajos, ni en otros muchos que pasaron por él, no se lee dél haber padescido algún naufragio, o haberse visto en la mar en algún peligro, a cuya causa es mucho de maravillar, y aun no poco de espantar, porque se querella de los peligros del agua que no pasó y calla todos los trabajos que en la tierra padesció. Para entendimiento desto, es de notar que el rey David compuso ciento y cincuenta salmos en alabança del Señor, en los cuales todos no puso palabra de su propria cabeça, sino solamente lo que el Espíritu Santo le alumbraba y mandaba, porque solía Dios tener por estilo de por las lenguas de sus profetas agradescer a los que le sirven y querellarse de los que le ofenden. Esta tan gran querella que da aquí a Dios el santo rey David, diciendo «Salvum me fac, Domine quoniam intraverunt aque usque ad animam meam», no es por cosa que toca a su persona propria, sino que se quexa en nombre de Cristo de lo mucho que en la cruz padescía, por manera que las palabras son de David, y las quexas son todas de Cristo.

Sepamos, pues, agora cómo se quexa, de qué se quexa, a quién le quexa, por qué se quexa y cuándo se quexa el buen Jesús: y hallaremos por verdad que se quexa como hombre, se quexa con mucha causa, se quexa a su Padre y se quexa en la cruz, en la cual fué más sin comparación lo que disimuló que no lo de que se quexó. Decía, pues, el bendicto Jesús, hablando con su Padre, estas palabras: es, a saber, «salvum me fac, Domine, quoniam intraverunt aque usque ad animam meam», y es como si dixera: «Ayuda, ayuda, Padre mío, a esta mi humanidad, pues la vees puesta en tan estrema necesidad, porque son tan grandes las aguas de tribulaciones que han venido por mi persona, que cuasi quieren llegarse ya a mi ánima». La dificultad que pusimos es que pues Dios padesció hambre, frío, sed, cansancio, testimonios, espinas, cruz y muerte, ¿por qué se quexa de solo el tormento del agua y no hace mención de otra persecución alguna? Cosa es, por cierto, para espantar, y aun para en admiración nos poner, se quexe el buen Jesús haber peligrado en un poco de agua, y que no haga mención de su sangre bendicta, de la cual no le dexaron ni sola una gota. Algún alto misterio debe de estar aquí encerrado, pues el hijo de Dios por una parte se quexa de no tener en la cruz un jarro de agua que llegar a la boca, y por otra parte que se anega en el agua que le llega ya hasta la boca: por manera que en el árbol de la cruz le falta agua para beber y le sobra agua para se ahogar. Si en un cuerpo mortal y recio causa tanto dolor el quebrantarle los huesos, o torcerle los nervios, ¿qué sentiría una ánima si fuese posible darle una gran cuchillada, siendo, como es, tan delicada? Pues el bendicto Jesús no se quexa de los acérrimos tormentos que padesce en el cuerpo, sino que solamente hace mención de los que le llegan al coraçón, podemos de aquí inferir que es muy mayor el dolor que dentro siente su ánima, que no el martirio que de fuera padesce su cuerpo. Para encarescer mucho y muy mucho las atroces injurias, las grandes afrentas y las palabras infames que nos dicen o nos hacen, común cosa es decir que con ellas nos lastimaron el coraçón y que las sentimos en el ánima, en el cual encarescimiento damos a entender que, sin comparación, es mucho más lo que sentimos que no lo de que nos quexamos. Al profeta Ecequiel, el agua que salía del templo dióle hasta los tobillos, y después le dió hasta las rodillas, y después le dió hasta la cintura, y después le dió hasta la cabeça; mas por eso no se quexa que le llegase el agua hasta el ánima. En la cual figura se nos da a entender que según la variedad de los pecadores y pecados permite Dios que sean los hombres más o menos tentados; mas al fin al fin a nadie consiente el señor padescer tantos trabajos, que aún no le dé coraçón para çufrir aun otros muchos. Sólo el Verbo divino, sólo el Dios humano piadosamente se puede creer que padesció tantos trabajos en el cuerpo y tantas tristeças en el coraçón cuantas su delicada humanidad pudo çufrir y su bendito coraçón pudo comportar. Y la raçón que para esto hay es que como el tomar carne humana fué para morir por los pecadores y merescer para los justos, quiso con todo su coraçón y cuerpo padescer, para que con todo pudiese merescer.

Raçón es que examinemos aquí qué arroyo de aguas o qué mar de tribulaciones es este que tanto el buen Jesús le está quexando en la cruz y a su Padre encomendando, que pues dice que el agua le llega ya al ánima, de creer es que debía estar en alguna muy grande agonía, porque Cristo nunca se quexa sino cuando le sobra la raçón para quexarse. ¿Por ventura quexábase Cristo de las espinas con que le coronaron y su sagrada cabeça lastimaron? A esto respondiendo digo que no, porque aquellas espinas no le entraron hasta el ánima, sino que solamente le traspasaron el celebro, de manera que por una parte estaban rubricadas con la sangre del cordero y con la otra asomaban guarnescidas con los sesos de Dios. ¿Por ventura quexábase Cristo de los ásperos clavos con que le enclavaron, y su delicado cuerpo crucificaron? A esto respondiendo, digo que no, porque ninguno de aquellos clavos le llegaron al ánima, ni aun le tocó en el coraçón, sino que solamente le rompieron las carnes y le torcieron los niervos. ¿Por ventura quexábase Cristo de la cruel lançada que el ciego Longinos le dió después de muerto, con la cual le rasgó el su sacro costado? A esto respondiendo, digo que no, porque aquella herida y lançada más fué misteriosa que no dolorosa, porque de aquel sacro costado emanó la sangre con que fuimos redimidos y el agua con que agora nos lavamos. ¿Por ventura quexábase Cristo de haberle los hebreos tan falsamente acusado y de haberle Pilato tan injustamente condennado? A esto respondiendo, digo que no; porque cotejados entre sí el amor que Cristo tenía a nosotros y el odio que tenían contra él los hebreos, sin ninguna comparación fué muy mayor el amor con que Cristo ofresció su vida, que no fué el odio con que ellos le procuraron la muerte. ¿Por ventura quexábase Cristo de haberle crucificado entre dos públicos ladrones, como si él hubiera sido ladrón como ellos? A esto respondiendo, digo que no, porque era tan inmenso el deseo que Cristo tenía de nos salvar, y era tan grande su agonía de nos redimir, que fué muy mayor el placer que el buen Jesú tomó de ver al un ladrón convertido que no fué el pesar de verse entre ellos dos crucificado. ¿Por ventura quexábase Cristo del cálice que en la muerte gustó y de perder su vida, como la perdió? A esto respondiendo, digo que no, porque, dado caso que murió como hombre y padesció como justo, era tan inmenso el goço que sintió su coraçón en ver que nos dexaba su vida, que tenía en poco gustar por nosotros la muerte.

Dicho, pues, lo que hemos dicho de lo que el Verbo divino padesció en la cruz, ¿quién podrá atinar de qué se quexa? Pues de tantas y tan atroces injurias no se quexa. Si el buen Jesús se querellase de la agonía que pasó en el huerto, o de la traición del un discípulo, o de haberle negado el otro, sabríamos lo que quería y entenderíamos lo que decía; mas como su gran dolor está dentro del ánima y su bendicta ánima no puede ser de nosotros vista, oímos lo que dice y no entendemos lo que quiere. Decir el Hijo de Dios a su Padre «Salvum me fac, domine, quoniam intraverunt aque usque ad animam meam», es decirle que son muy mayores los trabajos que padesce secretos, que todos los que le veen padescer públicos, los cuales le llagaron, y aun llagaron tanto a su ánima, que le lastimaron más que no el perder la vida. Las injurias que más sintió Cristo en la cruz fueron tres muy señaladas: es a saber, la ofensa que hacían a su Padre, la infamia que hacían a su persona y el poco fructo que había de sacar de su muerte; porque sabía él muy bien que hablan de ser más los malos que se habían de condennar que no los buenos que de su sangre se habían de aprovechar. Como Cristo nos ama como a su ánima, siente nuestra perdición en el ánima, y de aquí es que más dolor sentía su coraçón con nuestras culpas, que sentía su cabeça con las espinas. Y porque de los dos destos dolores que Cristo sentía en la cruz, es a saber, de la ofensa que se hacía a su Padre y del poco fructo que había en los malos de hacer su sangre, hemos ya en otras partes hablado, solamente proseguiremos aquí el tercero dolor, que es el de la infamia que a Cristo pusieron y de la mucha honra y reputación que le quitaron, la cual injuria no es de maravillar que le llegase al ánima, pues le dura hasta hoy día.

Prosigue el auctor su intento, y prueba con grandes exemplos de la escriptura sacra que no hay mayor riqueza que la honra, ni mayor pobreza que la infamia.

Parésceme que tres cosas son las que los hombres más amamos y que más delante los ojos tenemos; es a saber, la salud de la persona, la abundancia de la hacienda y la conservación de la fama; y de aquí es que por conservación de todas y aun por la de cada una dellas padescemos inmensos trabajos, y aun ansí mismo nos ofrescemos a muy grandes peligros.

No hay nadie que no desee vivir lo que viviere sano, tener siquiera de comer y andar bien vestido, y estar de todos bien aposesionado, porque a querer estas tres cosas nuestra naturaleça nos inclina y ninguna ley nos lo estorba. De estas tres cosas, y aun de otras mil que fuesen, la que en más es tenida, o a lo menos se debía tener, es la honra que tenemos, y la buena fama que alcançamos, porque es de tan altos quilates la honra, que sin la salud y sin la hacienda vale ella mucho, y ellas sin la honra no valen cosa. ¿Qué tiene el que honra no tiene? ¿Qué le falta al que honra no le falta? ¿Qué puede en la república el que honra no tiene? ¿Qué no hará en un pueblo el hombre bien acreditado? Si al divino Platón creemos, el hombre honrado nunca se había de morir, y el hombre infame no había de vivir; lo cual decía por Thelemón el bueno y por Alcibiades el malo, el uno de los cuales fué gloria de Thebas, y el otro fué cuchillo de Athenas. «Melius est: nomem bonum quam divitie multe», decía el sabio, y es como si dixese: «Cuando os dieren a escoger entre la honra y entre la hacienda, habéis de teneros por dicho que vale más tener con todos nombre de bueno que ser señor de todo el mundo, porque no hay so el cielo igual riqueça con tener un hombre muy buena fama». La cosa que está hoy más olvidada en el mundo es el consejo del sabio, porque a diestro o a siniestro, con conciencia o sin conciencia, huelgan de echar de su casa la honra a rempuxones, con tal que entre la hacienda por sus puertas a montones. En cuán gran estima se tenga la hacienda, y en cuán poca reputación se tenga la honra, puédelo ver cada uno cuando se tracta un casamiento, porque si les hablan de una doncella noble y virtuosa, nadie pregunta qué es lo que vale, sino qué es lo que tiene; de manera que quieren más cien mil de hacienda que doscientas mil de buena fama. A muchas he visto casarse por hermosas, y a pocas, y aun a muy poquitas, por virtuosas, y por eso permite Dios algunas veces que si se casan con ricas, les salgan bravas, y si se casan con hermosas, les salgan livianas. «Luceat lux vestra coram hominibus», decía Cristo a sus discípulos, y es como si dixera: «Catad, discípulos míos, que habéis de tener buena fama y habéis de resplandescer por buena vida, no sólo delante de Dios, mas aún delante los hombres», porque de la buena vida sale la buena fama, y con la buena fama darse ha crédito a vuestra doctrina, pues hace mucho al caso para creer lo que se dice tener buen crédito el que lo dice.

La summa verdad dice en lo que dice muy gran verdad, porque puestos de una parte cien hombres infames y puesto de otra un hombre honrado, más aprovechará en la república uno sólo que tenga crédito que ciento desacreditados. En los siete años de hambre que hubo en Egipto asolárase todo el reino, si no fuera por el gran crédito que tenía el santo José con el rey Faraón. En las feroces guerras que tuvieron los buenos Macabeos con los reyes comarcanos, la gran ciudad de Hierusalén se despoblara si no fuera por el buen crédito que tenía el gran sacerdote Mathatías en la república. Los hijos de Israel eran tan mal contentadizos, por una parte, y hallábanse tan mal en el desierto, por otra, que a no ser Moisén de Dios tan amigo, y no tuviera con ellos tan gran crédito, se tornaran muchas veces a Egipto, y aun Dios les mostrara más enojo. Tenía el santo Helías tan gran crédito con todo el pueblo israelítico, que a no ser assí, según entonces habla de idólatras, todo el pueblo idolatrara. En la gran captividad de Babilonia, si el moço Daniel y el santo Ecechiel, y el buen viejo de Tobías, no fueran en tanto tentados, y con todos tan acreditados, muchos hebreos se tornaran gentiles, como muchos de los gentiles se tornaron hebreos. Muy gran raçón, pues, tiene Cristo en decir «luceat lux vestra coram hominibus», y el decir el sabio «melius est nomen bonum quam divitie multe»; pues todos aquellos ilustres varones remediaron a sus repúblicas con la buena fama, lo cual no hicieran con mucha riqueza, porque un hombre rico podrá dar de comer a un barrio, mas un hombre acreditado muchas veces remedia a un pueblo. «Expectaculum facti sumus Deo, mundo et hominibus», dice el bienaventurado apóstol, y es como si, más claro, dixese: «Los apóstoles, mis compañeros, y yo, puestos estamos por atalaya a do todos miren, por blanco a do todos asesten, por terrero a do todos tiren, por señuelo a do todos se abatan y aun por guía tras quien todos vayan». Todo esto dice el buen apóstol para que vean los rectores y gobernadores cuán santa vida han de hacer y cuán gran crédito han de tener, porque no hay coraçón en el mundo tan desavisado que no se mueva más con el buen exemplo que le dan que no con las dulces palabras que le dicen. Hora sea rey que gobierna, hora sea perlado que administra, hora sea regidor que rige, hora sea predicador que doctrina, mucho debe procurar de tener buena fama y de ser bien quisto en su república para que su doctrina haga fructo y para que el pueblo esté del bien edificado, porque de otra manera, si alguno alabare lo que dice, blasfemarán muchos lo que hace. «Cepit Jesus facere et docere», dice San Lucas de Cristo nuestro Dios, y es como si dixese: «El redemptor del mundo fué tan avisado en lo que había de hacer, y tan mirado en lo que había de decir, que mucho primero començó a obrar que no el oficio de predicar». Lo cual paresce claro, pues treinta años enteros estuvo cobrando buena fama antes que publicase al mundo su doctrina. El que bien vive, aunque no tenga palabra, predica con su vida; mas el que mal vive, cuanto dice con la lengua, borra con su vida; de lo cual podemos colegir ser mejor el bien vivir que no el bien predicar. Los moros, los judíos, los indios y caldeos, aunque difieren de nosotros en las sectas que tienen y en los lenguages que hablan, no difieren a lo menos en desear, como deseamos, ser entre todos bien afamados y ser de todos muy honrados; porque nuestra naturaleça naturalmente desea ser libertada y procura de ser honrada. Por sancto y perfeto que uno sea, poder, podrá el menospresciar el regalo que le hacen, el acatamiento que le tengan, los ofrecimientos que le ofrezcan y los presentes que le den; mas junto con esto el crédito de su persona y la fama de su buena doctrina nadie huelga de la dexar, ni aun la permite disminuir, porque a ser esto así, pocos seguirían su vida y muy poquitos su doctrina. Aunque tenga un hombre las fuerças de Sansón, la hermosura de Absalón, la sabiduría de Salomón, la fortaleza de César, la riqueza de Chreso, la ligereza de Assael, la prudencia de Platón y la constancia de Cathón, si junto con esto no es su persona bien afamada y en su república bien acreditada, todo aquello es para mayor infamia suya y para mayor peligro de su persona, porque al hombre de muchas gracias siempre le siguen, y aun persiguen, grandes envidias. ¡O cuán grandes previlegios tienen los hombres que son honrados y que están entre los que viven bien afamados, pues a los tales todos los sirven y aun todos los siguen, y lo que es más de todo, que si por caso hacen algún yerro, más se lo imputan a descuido que no a pecado!

Los hombres que son castizos y que tienen vergüença en los rostros, no hacen cuenta de la hacienda ni tienen respecto a la vida, con el tener siempre su honra, porque tarde o temprano la vida se ha de acabar y la riqueza se ha de dexar; mas la honra verdadera y la fama generosa hácenos famosos en cuanto vivimos y hácenos inmortales después que morimos. A Héctor el troyano, a Aquiles el griego, a Sansón el hebreo, a Judas el Macabeo, a Perión el armenio, a Hércules el tebano, a César el romano y a Viriato el hispano, acabáronseles las vidas, mas no se les acabaron las famas; de manera que cada uno dellos enterró consigo su potencia, su riqueza y su vida, y quedó para siempre en pie su fama. «Nuntiate patri meo universam gloriam meam», dixo el santo José a sus hermanos cuando los vió en Egipto la primera vez (Regum. XIV), y es como si dixera: «Yos, hermanos míos, a tierra de Canaán y pedid al viejo de mi padre Jacob albricias de lo mucho que con el rey Faraón puedo y de la gran gloria y fama que en toda Egipto he alcançado, pues veis claramente que yo soy en esta corte, y aun en todo el reino, el caballero más privado, y el cortesano más acatado». Mucho es de ponderar que no dixo José que dixesen a su padre Jacob en cómo era vivo, y cómo era casado, y cómo tenía hijos, y cómo estaba sano, y cómo era rico, sino que solamente dixesen en cómo era privado y estaba tan honrado; en las cuales palabras nos dió a entender que tenía en mucho más un poco de buena fama que a su muger, y a sus hijos, y a su hacienda, y aun a su vida. «Faciam tibi nomen grande juxta nomen magnorum qui sunt in terra», dixo Dios al gran patriarca Abraham, y es como si dixera: «Yo haré por ti, o Abraham amigo mío, lo que suelo hacer por pocos en este mundo, y es que engrandecer tu nombre y sublimaré tu fama tanto cuanto la tiene el que más en toda la tierra, porque es de mi natural condición no tener amigos si no fueren muy honrados».

Mucho es aquí de ponderar que habiendo el buen Abraham dejado su parentela, salido de su tierra, menospreciador su hacienda aparándose de su casa y querido sacrificar a su hijo, no le promete Dios en pago mucha potencia, ni mucha riqueza, ni aun larga vida, sino que solamente le promete dar mucha honra; y en verdad que no da poco a quien el Señor da esto, porque tras darnos Dios honra para la persona, gloria para el ánima, ni hay más que desear, ni por qué a Dios importunar. «Cuncti reges narrabant prelium Iude», dice la Escriptura hablando de Judas Macabeo, y es como si dixese: «Todos los que mareaban por la mar, todos los que araban por los campos, todos los que andaban por los ejidos y todos los que residían en los palacios, no tenían cosa más en su memoria, ni platicaban cosa más con sus lenguas que era de la gran fama que el buen Judas Macabeo tenía, y de las grandes victorias que Dios le daba». «Regina Saba, audita fama Salomonis, vinit a finibus terre», dice la Escriptura sacra, y es como si dixese: «La prudente reina Sepa vino de tierras extrañas, por tierras extrañas y a tierras extrañas, no por más de por ver lo que se decía del gran rey Salomón, porque estaba su fama tan afamada, que no se hablaba por todo el mundo otra cosa».

En el primero libro de los Macabeos se lee que viendo Eleazar, varón fortísimo, en cómo un elefante hacía gran daño en todo su ejército, queriendo que su pueblo hubiese la victoria y deseando para sí alcança perpetua fama, desterminase de ir a dejarretar la bestia, aunque cayese sobre él y le costase la vida; lo cual así sucedió como él lo pensó, porque a la hora cayó el elefante muerto y tomó al buen Eleazar debajo. «Lumen ad revelationem gentium et gloriam plebis tue Israel» (Luc., II), decía el sancto Simeón cuando tenía a Cristo en los bracos; y es como si dixese: «¡O siglo bienaventurado, en cuyo tiempo nace Cristo, y o Sinagoga dichosa, pues nace de ti este niño! El cual será lumbre que alumbrará a todos los gentiles y será honra para todos los hebreos». «Spoliavit me gloria mea et abstulit coronam de capite mea», decía el santo Job (XIX cap.), y es como si dixera: «No sé porqué me echaste en este muladar y me cargaste de tanta sarna, a do los extraño me aborrascan, y los míos no me conocer, y lo que más siento es que me quitaste la corona de mi cabeça, es a saber, toda mi potencia y nobleza y despojásteme de toda mi gloria, es a saber, de mi honra y fama». Mucho es aquí de notar que habiendo perdido el santo Job siete mil ovejas, tres mil camellos, quinientos pares de bueyes, quinientos asnos, y más, y allende desto a todas sus hijas y hijos, no se plañe ni se quexa por pérdida ninguna, sino es por haber perdido la honra, y en verdad que él tiene muy gran razón, porque en este mísero mundo no se puede llamar pérdida, si no es la pérdida de la buena fama. ¿Qué tiene el que honra no tiene? ¿Qué le queda al que fama no le queda? ¿Para qué vive el que con infamia vive? El hombre infame y el mal acreditado, o no hubiera de nascer, o en nasciendo, se hubiera de morir, porque el tal ni de los buenos es creído, ni de los malos obedescido. Al hombre infamado y deshonrado nadie le quiere por vecino y mucho menos por amigo, porque son de tal calidad la fama y la sarna, que de sola la conversación se apegan. El hombre infame y deshonrado, ni tiene crédito para fiar ni vale por testigo para jurar, y en verdad que la ley es muy conforme a razón, porque sobra de locura y falta de cordura sería osar nadie fiar su hacienda del que no supo guardar su fama. «Eripe me, domine, ab homine malo, a viro iniquo et doloso eripe me», decía David, y es como si dixese: «Si parte tengo en ti, ¡o gran Dios de Israel!, yo te ruego que me libres «ab homine malo», que es del que no es cristiano, y me libres «ab homine doloso», que es del cristiano mal infamado, porque comúnmente siempre la mala fama es compañera de la mala conciencia.

Si por caso dixere alguno que no es regla general andar pareadas la infamia y la mala conciencia, pues muchos buenos son injustamente infamados, digo que dice verdad, mas junto con esto digo que el que es verdaderamente bueno tarde o nunca puede ser infamado, porque es de tan gran fuerça la virtud, que luego reclama y dice no estar el daño en la culpa que el bueno tiene, sino en la envidia que a él le tienen. «In die illa atenuabitur gloria Jacob et marcescet pinguedo carnis eius», decía Esaías hablando de la Sinagoga (XVII, cap.), y es como si dixera: «¡O triste de Sinagoga!, y ¡O infelice de ti, casa de Jacob!, porque has de saber, si no lo sabes, que en aquellos días que viniere el deseado de las gentes al mundo, se enflaquescerán todas tus carnes gruesas, se parará marchita toda tu gloria, porque fuiste rebelde a tu rey y prevaricaste tu ley». La carne gruesa de Israel eran los patriarcas y profetas, y la gloria de Jacob era la fama que por el cetro y sacerdocio tenían, a la cual grosura suscedió flaqueza, y a la cual fama suscedió infamia, pues de Cristo acá nunca tuvieron profeta ni aun alcançaron honra. El perder la Sinagoga su grosura y el disminuirse a Israel su gloria y fama, al pie de la letra se cumplió como Esaías lo profetizó, pues luego que murió el señor, la ciudad se asoló, el templo se yermó, el sacerdocio se acabó y el cetro se tiranizó, la ley espiró y el pueblo se desparció, de manera que hasta hoy no ha cobrado su honra, ni aun recuperado su república. No vaca de gran misterio que no dixo el profeta que se desharía del todo su grosura, ni se acabaría del todo su carne, sino que la gloria se le adelgazaría, y la grosura se enflaquescería. Para darnos a entender que para mayor castigo suyo no había de querer Dios que se acabase aquel pueblo, sino que se anduviese por todo el mundo y hasta la fin del mundo, captivo, triste, pobre, corrido, afrentado y lastimado, sin guardar ley ni reconoscer rey. De todo lo sobre dicho se puede colligir en cuánto se ha de tener la honra y cuánto hemos de sentir la pérdida della, pues nuestro Señor la da algunas veces por especial gracia, y la quita otras veces por alguna culpa.

Que el mayor dolor que sintió Cristo fué el quitarle su buena fama y crédito que por sus grandes méritos había alcançado.

Veniendo, pues, al propósito, es aquí agora de saber que todo el largo discurso que hemos traído no ha sido para más de para contar y explaiar cuán gran razón tuvo Cristo de quexarse, como se quexó, a su Padre, de la infamia que le pusieron y de la honra que le quitaron, la cual él tenía en mucho, y aun él amaba mucho, porque el bendicto Jesú no sólo era honrado, mas aun era la misma honra. «Gloriam meam alteri non dabo», decía Dios por el profeta, y es como si dixese: «De mi propria voluntad di a los ángeles los cielos; a los animales, la tierra; a los peces, el agua; a las aves, el aire, y a los hombres, el mundo; mas mi fama y honra no quiero traspasalla en ninguna persona, porque siendo, como soy, el Señor más supremo, justo es que me tengan por el más honrado. Bien dice nuestro Dios que no quiere dar su honra a ninguna persona, pues es cierto que no pudiera, aunque quisiera, porque dar su honra era dar su omnipotencia y dar toda su esencia, y dar toda su sapiencia, de lo cual no hay en nosotros capacidad para rescebirlo, ni en Dios voluntad para darlo. Decir Dios «gloriam meam alteri non dabe» es decir que no le placerá que haya otro Dios que sea tan poderoso, ni tan valeroso, como es él, porque nadie quiere que otro se te iguale, cuanto más que le sobrepuge. Pues Cristo dice que da y dará todo cuanto hay en su casa, con tal no le toquen ni pidan su honra, de creer es que no le placerá si alguno se la quita, mayormente que en el bendito Jesú sobraron méritos para abonarle y faltaron culpas para infamarle. Por una parte, era Cristo humilde en la conversación, çufrido en las inxurias, pobre en las vestiduras y cuerdo en las palabras; mas, por otra parte era tan celoso de su honra y tan amador de su buena fama, que no consintió que de notable infamia fuese su persona infamada. En una persona notable que es docta, que es exemplar, que es predicador, que es reprehensor de los vicios y está por dechado de virtuosos, no hay para él tan infame infamia como es acusarle con alguna muger mala, porque a la hora pierde el crédito con el pueblo, el que es notado deste vicio. No sin alto misterio consintió Cristo que le levantasen que era engañador de gentes, que era prevaricador de la ley, que era traidor al rey, que comía demasiado y bebía destemplado; mas junto con esto no consintió que le notasen de carnal y deshonesto, aunque su madre bendicta y sus tías y otras muchas mugeres andaban tras él; de manera que ni en Cristo nuestro redemptor pusieron la lengua ni en ellas infamia. Que Cristo nuestro Dios tuviese en mucho su honra paresce claro, en que tomó un día aparte a sus discípulos y díxoles estas palabras: «Quem dicunt homines esse filium hominis?», como si dixera: «Decidme hora discípulos míos, ¿qué es lo que dicen de mí por allá, en la Sinagoga, de lo que digo, y qué es lo que sienten en la república de lo que hago? Bien sabía Cristo lo que decían y bien adevinaba Cristo lo que dél se decía; pues no podía errar en cosa que hiciese, ni se le absconder cosa de lo que nadie hiciese; mas quiso el buen Señor hacer aquella pregunta para damos a entender aviso y exemplo que de cuando en cuando preguntemos y conjuremos a algún fiel amigo qué es lo que dicen de nosotros en el pueblo, para que, sabida la verdad, si imos bien, no dexemos el camino, y si imos mal, enmendemos el aviesso.

Cuando el demonio tentó a Cristo en el desierto, no hiço el Señor mucha mención de la tentación de la gula, ni de la tentación de la vanagloria, sino solamente de la tentación de la honra: es a saber, cuando le dixo que le adorase las rodillas en tierra, ca entonces le replicó: «Vade retro, Sathana», porque era en perjuicio de su divinidad y en grande infamia de su humanidad arrodillarse Cristo en el suelo para adorar a un demonio. En aquella muy famosa disputa que hubo Cristo con los sacerdotes y fariseos, como le motejasen que era endomoniado y que era samaritano, en las cuales palabras le acusaban de herege y de hechicero, mostró Cristo gran sentimiento dello y díxoles: «Ego demonium non habeo, sed honorífico Patrem meum et vos inhonorastis me», como si dixera: «Yo no soy herege como los samaritanos, que no resciben más de los cinco libros de Moysén, ni tampoco soy, como decís, endemoniado, para que en virtud del demonio haga ningún milagro, a cuya causa tengo de vosotros muy gran quexa por haberme tocado tanto en la honra: «quia, inhonorastis me». Fué Cristo el profeta más estimado y más afamado que jamás hubo ni habrá en el mundo, a causa de la santísima vida que hacía y del muy grande exemplo que de sí daba, lo cual paresce claro en que como un día dixese a todos sus enemigos en público que le acusasen de algún pecado, si le habían visto hacer en el mundo, no se halló en el bendito Jesú ninguna culpa de que le acusar, ni aun mala costumbre de que le emmendar. Fué también Cristo muy honrado y su fama muy divulgada, así por los buenos consejos que daba como por los grandes sermones que hacía, a cuya causa decían dél todos en la república que jamás ningún profeta había tan altamente hablado, ni tan limpiamente vivido. Fué también Cristo muy honrado y de todos muy estimado, por tornar, como tornaba, por los pobrecicos pecadores y porque daba de comer a los hambrientos, y de aquí es que se andaban tras Él todos los pueblos como abobados y por los desiertos hambrientos. Fué también Cristo muy honrado y de todos muy estimado, por tener, como tuvo, grande ánimo para predicar contra los vicios y para osar reprehender a los hombres viciosos, porque el bendicto Jesú todas las injurias suyas holgaba de perdonar, mas las de Dios no las podía çufrir. Fué también Cristo muy honrado y bien afamado, no sólo por la vida que hacía, mas aun por la compañía que traía y por la Madre que tenía, porque a su bendicta Madre teníanla por una sancta y a todos sus discípulos por muy virtuosos. Fué también Cristo muy estimado por ser, como era, del tribu real de Judá, del cual descendían los sucesores de David y los reyes de la Sinagoga, y aun porque entre los mayorazgos de Jacob éste fué el más honrado y aun el más previlegiado.

Puédese, pues, de todo lo sobredicho coligir que pues Cristo quiso descender del tribu más honrado, y presciarse de parentela muy estimada, y traer consigo compañía muy afamada, y nascer de Madre muy honrada, que no debla Él ser enemigo de la honra, en lo cual el bendicto Jesú tenía muy gran razón, porque si se averiguara de Cristo nuestro redemptor alguna notable infamia en su vida, todos pusieran dubda en su divina persona. Decir el Padre «hic est filius meus dilectus»; decir el gran secretario Sant Juan «ecce agnus dei»; decir el buen Simeón «lumen ad revelationen gentium», y decir el centurio «vere hic erat filius Dei», testigos eran éstos tan honrrados y testimonios tan verdaderos, que abastaron para probar muy cumplidamente la divinidad que Cristo tenía, y la mucha honra que su humanidad merescía. Todo esto, no obstante, se quexa el hijo a su Padre, diciendo: «Salvum me fac, domine, quoniam intraverunt aque usque ad animam meam»; es, a saber, que le han abatido siendo tan estimado; que le han deshonrado, siendo tan honrado, y que le han infamado, siendo tan bien afamado; por manera que el poner mácula en su persona es lo que le ha traspasado su ánima. «Circumdederunt me aque tota die, circumderunt me simul», dice Cristo por el psalmista, como si dixera: «He venido en tanta tribulación, puesto que este palo de la cruz, que no se contentaron mis enemigos con combatirme, sino con cercarme, no con arroyos, sino con grandes avenidas; no poco a poco, sino todas juntas; no en un día solo, sino dada hora y momento; de manera que son tantos mis trabajos, que están a punto de me ahogar sin dexarme aun resollar». Quéxase en estas palabras Cristo de muchas cosas; es a saber, que fueron tantas y tan grandes las avenidas de sus trabajos, que abastaron para cercar su coraçón, como hueste de enemigos, de la cual querella podemos coligir cuán mareada fué su sanctísima ánima de tristeças y cuán martiriçado su cuerpo de dolores. Quéxase también el buen Señor que las crescientes de sus persecuciones no entraron poco a poco por sus puertas, sino que le vinieron todas juntas, el cual género de martirio sólo el Hijo de Dios sufrió y pasó, porque todos los otros mártires dióles Dios los trabajos por onças y a su buen Hijo los dió a quintales. Cuando los trabajos vienen raros y interpolados, son çufribles; mas cuando vienen de tropel y todos juntos, son incomportables; lo cual acontesció a sólo el coraçón de Cristo, pues en un solo día fué preso, despojado, blasfemado, coronado, alanceado, crucificado y infamado, de manera que le faltaban fuerças y le sobraban angustias. «No pienso que erraría mucho, ¡o mi buen Jesú!, en decir que no es otra cosa llegar hasta tu ánima las angustias sino sentir de todo tu coraçón mis culpas, porque todos aquellos que de coraçón se aman, de coraçón se lloran. ¡O, si pluguiese a ti, mi buen señor, que tus llagas, tus lágrimas y tus espinas no sólo llegasen, mas aun entrasen y traspasasen a mi coraçón, porque justo y aun muy justo sería que gustase mi ánima de tus grandes dolores, pues siente la tuya mis enormes pecados. No podré yo con verdad decir que se entraron hasta mi coraçón las aguas de tus dolores; mas podré yo decir que se entraron de rondón por mí a mí infinitos pecados: de manera que tú te anegas, ¡o mi buen Jesú!, en las lágrimas que lloras por mí y yo me anego en los pecados que contra ti cometí».

No vaca tampoco de alto misterio que no dice Cristo: «intraverunt aque in animam meam: sed usque ad animam meam»; es a saber, que el agua no entró en el ánima, sino hasta el ánima, para darnos a entender que junto a su coraçón pone nuestras culpas para las llorar, y dentro de su ánima pone nuestros méritos para no los olvidar. Como los dolores que Cristo padescía eran muchos, no fueron las quexas de Cristo pocas, pues también decía por David: «In me transierunt ire tue: et terrores tui conturbaverunt me», y es como si, más claro, dixese: «No sé, Padre mío, que dexé de hacer por Ti, ni tampoco sé que aya cometido contra Ti para que tuvieses por bien de quebrantar en mí tus enojos y asombrarme con tus espantos». Sacramento muy profundo y misterio muy delicado toca en esta su quexa Cristo, pues entonces quebrantó el padre en su buen hijo todos sus enojos cuando le mandó morir en la cruz por nuestros pecados, porque en las divinas letras no es otra cosa tener Dios ira, sino determinarse a castigar alguna persona. ¿Cómo se puede compadescer en uno decir el Padre: «hic est filius meus dilectus», y quexarse el Hijo del Padre diciendo: «in me transierunt ire tue»? El regalo que el Padre dice al Hijo no es fingido, y la quexa que el Hijo da al Padre no es sin causa, porque siendo, como ellos son, tan una cosa en esencia, no pueden discordar en ninguna cosa. Decir el Padre de su Hijo «éste es el Hijo mío muy querido, en el cual Yo mismo a Mí mismo me satisfago», es decir que en los tractos y negocios que tenemos con nuestro Dios, la poquedad nuestra se paresce en que son muy bastantes nuestras culpas para enojarte, y no alcançan nuestros méritos a aplacarle. No es otra cosa decir Dios Padre que con sólo su Hijo se huelga, sino decirnos a la clara que sólo Él es el que mitiga su ira, y pues esto es así, esforcémonos de tener a Cristo siempre muy contento, pues Él nos ha de sacar perdón del pecado. «¡O buen Jesú, o amores de mi alma! En mí, que no en Ti, sobre mi ánima, que no sobre tu cabeça, había el tu justo Padre de descargar su ira, pues yo, que no Tú, soy el que cometí la culpa. No podré yo decir contigo que pasaron por mis entrañas tus iras, antes podré decir que descendieron sobre mí tus misericordias, pues yo hice la traición y de Ti hicieron justicia, yo hice el hurto y a Ti ahorcaron, yo lo comí y Tú lo escotaste, y yo lo pequé y Tú lo pagaste; lo cual todo procede del celo que tenías a me salvar y de lo mucho que te costé a redimir, por manera que si Tú te prescias de ser el Hijo de Dios más regalado, también me alabo yo en ser de Ti redimido. Mira, mi buen Jesú; mira que yo soy el que te costé mucho, yo soy por quien padeciste mucho, y yo soy por quien hiciste mucho, y yo soy a quien diste mucho, y aun yo soy el que te ofendió mucho, para cuya recompensa te debes, Señor, acordar que, si no soy hijo de tus entrañas, soylo a lo menos de tus delicadas venas, de las cuales sacaste sangre para me redimir, y dexaste agua para me baptiçar. Dime, ¡o summa bondad!, dime por qué sobre el Hijo regalado descargaste tu ira, no te siendo culpado en ninguna cosa, y empleas en mí tu grande misericordia, no hallando en mí ni aún una virtud sola. Si no perdonas al Hijo que tanto amas, ¿qué será del pecador que tanto aborresces? Si tanta parte de ira cupo al inocente, ¿qué me cabrá a mí, siendo tan culpado?»

Prosiguiendo, pues, el primero intento, es de saber que entre los vituperios que se hicieron a Cristo, no fué el menor, sino por ventura el mayor, la deshonra que le dieron y la infamia que sobre Él pusieron; lo cual paresce claro, porque todos los trabajos que pasaron por Él se acabaron los unos en la muerte y se remediaron los otros en la resurrección, excepto el daño de la fama, que aún dura hasta hoy en día. «Nos predicamus Christum crucifixum iudeis quidem scandalum gentibus autem stultitiam», dice el apóstol Paulo, y es como si dixese: «Los otros apóstoles, mis compañeros, y yo, lo más que predicamos es de cómo Jesucristo fué crucificado y por toda la salud del mundo muerto, y cómo el mundo y sus mundanos no alcançaron el secreto ni entendieron el misterio, escandalíçanse los judíos de oírnoslo decir, y burlan los gentiles de oírlo predicar».

No vaca de alto misterio no decir el apóstol que predicaba la natividad y la circuncisión, y el baptismo, y la transfiguración, sino solamente la pasión que pasó y la cruz a do padesció; para darnos a entender que el fin de toda la primitiva Iglesia fué hacer saber a todo el mundo con cuanta caridad puso Cristo por todos su vida, y cuán injustamente le robaron su fama. Infinitos fueron los méritos que hubo en Cristo para ser honrado, y también fueron muchas cosas las con que fué deshonrado, aunque es verdad, y assí se ha de creer, que toda la infamia de Cristo fué fundada sobre sola opinión y no sobre ninguna raçón, porque en la inocencia de su ánima y en la pureza de su vida no había más que desear, ni tampoco que emmendar. Fueron gran parte para la infamia de Cristo el ser vendido de Judas, el ser acusado de su pueblo, el ser negado de su discípulo, el ser condenado del visorrey romano, el ser desamparado de su colegio, el ser justiciado con otros malos y el ser muerto con tan vil gente. Decir que uno de su casa le vendía, y que otro de su compañía le negaba, y que los jueces y sacerdotes le acusaban, y que un tan gran juez como Pilato le condenaba, era decir y querer dar a entender que pues tantas y tan notables personas eran en quitarte la vida, que debían de hallar en él alguna notable culpa. Fué esta plática de muchos inventada y de muchos platicada, por muchos divulgada y aun de muchos, creída, la cual tan infame infamia quiso el buen Jesús en sí çufrir para mitigar más a su Padre la ira que nos tenía y para encarescer no más el grande amor con que nos amaba. «Vade, Anania, quia vas electionis est mihi ut portet nomen meum coram regibus et gentibus et filiis Israel», dixo Dios al hebreo Ananías, hablándole de Sant Pablo, y es como si dixera: «Hágote saber, gran sacerdote Ananías, que entre los más escogidos he escogido a Paulo Tarsente para que lleve por todo el mundo mi nombre; es a saber, que vaya a tomar por mi honra y vaya a restaurar mi fama a las cortes de los príncipes y las sinagogas de los hebreos, en las cuales es mi nombre blasfemado y mi honra muy abatida».

No vaca de alto misterio mandar Cristo a San Pablo que ante todas cosas llevase su nombre por todo el mundo: es a saber, que predicase del cómo era Dios, cómo tomó carne humana, cómo nasció de virgen, como fué santo en la vida y como fué en la muerte sin culpa, porque después de esto hecho y puesto con ellos Cristo en buen crédito, seguramente podía decir a cada uno que fuese cristiano y tomase el agua del baptismo. Notable aviso es éste de la Escriptura: para todos los que predican la palabra divina, es a saber, que a los maciços cristianos abasta predicarles la ley de Dios, pues ya creen en Dios, mas al moro y al gentil y infiel primero le han de dar a entender quién es Cristo y después declararle la ley de Cristo, porque hablando la verdad, si yo no tengo crédito de el que algo me manda, nunca bien haré lo que me aconseja. No mandar Cristo a San Pablo, sino que llevase por todo el mundo su nombre, era mandarle que ante todas cosas divulgue su fama y que quite su infamia, porque en la primitiva Iglesia, como del nombre de Cristo hablaban los judíos con tanta ira y hacían los gentiles tanta burla, no sólo no querían en Cristo creer, mas ni su santo nombre mentar.

También es mucho de ponderar que habiendo Cristo ordenado que baptizasen en nombre del Padre y del Hijo, y del espíritu sancto, dispensó la Iglesia en su principio que baptizasen solamente en el nombre de Cristo, porque el bendicto Jesú fuese cobrando crédito y más fácilmente creyesen el Evangelio. No sin alto misterio usó desta cautela la Iglesia y fué dado tal mandamiento a San Pablo, porque ni la predicación de los apóstoles, ni la limpieça de las vírgenes, ni la sanctidad de los heremitas, ni los milagros de los confesores, ni la sangre de los mártires, abastó entonces, ni aun abasta hoy, para quitar a Cristo su infamia y tornarte del todo su honra, pues no quieren los infieles rescebir su doctrina, ni cesan los hereges de falsear su escriptura. «Tunc videbunt signa filii hominis in celo», dice Cristo nuestro Dios en su Evangelio, hablando de cómo vendrá al juicio, y es como si dixese: «En aquel espantable día verán los que en Mí no creyeron y todos los que el mi nombre blasfemaron, las señales y divisa del Hijo de Dios»; es a saber, los clavos con que le enclavaron, las espinas con que le coronaron y la colunna a que le ataron, y la cruz con que le crucificaron, y más y allende desto verán a Él venir con muy grandísima magestad, para galardonar a los buenos, y con muy grande poderío, para castigar a los malos. No vaca de algún buen misterio el decirnos Cristo que no traía consigo aquel día la cuna en que nasció, ni el cuchillo de su circuncisión, ni el lodo con que sanó al ciego, ni el açote con que agotó a los del templo, sino que solamente traerá los instrumentos con que fué atormentado, y la vera cruz a do fué muerto, en lo cual nos dió a entender que las insignias que buscaron los malos para le matar, aquellas mismas traerá Él para los condenar.

Éstas, pues, fueron las aguas que entraron por las entrañas de Cristo hasta el ánima; es a saber, el perdimiento de su honra mucho más que el acabamiento de su vida, porque la vida recuperóla al tercero día, mas la honra no, hasta el postrero día, a do entonces, o poco antes, juntamente conoscerán los malos lo que vale, y experimentarán lo que puede: es a saber, dar a unos pena y dar a otros gloria, «ad quam nos perducat Christus Jesus. Amen, amen».




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Razonamiento hecho a la serenísima reina germana, en un sermón que mandó hacer al auctor, del amor de dioses materia muy delicada y en que el auctor cortó muy delicada la pluma


«Ignem veni mittere in terram». (Luc. XII). El primo de Cristo, el sobrino de la Virgen, el profeta de la Iglesia, el compañero de los apóstoles, el pintor de los cielos y el cronista de Dios, Sant Juan, antes que escribiese el inmenso abismo de amor con que el Padre ama a Sí y engendra al su querido Hijo semejante a Sí, primero se asentó a la mesa de Dios, y se recodó al costado de Dios, y aun se durmió en los pechos de Dios, como pariente más regalado y discípulo más privado. Quien había de predicar al mundo y escrebir en el Evangelio «in principio erat verbum, et verbum erat apud Deum» y «Deus erat verbum», es a saber, que en el amor está el amor, y el amor estaba cabe el amor, y el que estaba cabe el amor era ese mismo amor, menester había estrañarse de su humanidad y entrar a somorgujo en la Trinidad, y así fué que, durmiendo Sant Juan en el pecho, supo lo que Cristo tenía en el pecho. «Quod audivimus, quod vidimus et manus nostre contractaverunt de verbo vite testamur», dice Sant Juan hablando de Cristo, y es como si dixese: «Nadie dubde de las excelencias que yo escribo del redemptor del mundo, porque todo lo que dél dixe, oý con mis orejas, y todo lo que Él hiço, yo lo vi con mis ojos y la condición y amor que Él tenía tracté con mis proprias manos», de manera que si se engañara él un sentido, no se podían engañar todos tres.

Decir, como dice Sant Juan, que oyó las palabras de Dios con sus orejas, es hablar de oídas, y decir de las obras de Cristo que las vió con sus proprios ojos, es hablar de vista; mas decir que la condición y amor de Cristo tocó con sus manos, es hablar de experiencia, a la cual experiencia yo le tengo muy grande envidia, porque jamás el buen Jesú se dexa de nadie tractar, sin que primero se haya dejado gustar. Mucho antes se durmió Sant Juan en los pechos de Cristo, que no que escribiese su alto Evangelio, para darnos a entender que más misterios aprenderemos en un sueño cabe Cristo, que en todos los estudios del mundo. Da testimonio Sant Juan de los misterios de Dios que los oyó, que los vié, y que los tractó, para darnos a entender que en oír hablar de Dios se regozija el coraçón, y en ver hablar de Dios se nos alegra el ánima, mas en tractar a Dios descansa nuestro espíritu, porque es de tan alto estilo el amor de Dios, que quiere más gustarse que no platicarse. La tabla de oro que estaba más alta que el arca y más baja que los serafines dentro del sancta sanctórum, nadie la podía ver, ni menos tocar; en la cual tabla de oro se sinifica el amor divino, que es medianero entre Dios y nosotros, cuyo favor y merced abasta que le sintamos, sin que le veamos, porque antigua condición es del amor de Dios que se da muchas veces a sentir y muy pocas a conoscer.

Y porque en todo este sermón pienso hablar de los amores que Dios tiene a nosotros y nosotros tenemos a Dios ante todas cosas abomino el amor de Cupido y reniego del amor de Venus, y maldigo el amor mundano, y encomiéndome al amor divino, al cual suplico me socorra con su gracia, para que primero guste en lo que aquí dixere y después acierte en lo que escribiere.

No podemos negar sino que al capitán es lícito hablar en las cosas de la guerra, y el piloto tiene licencia de contar los peligros de la mar, y a los reyes pertenesce decir los trabajos del gobernar, y a sólo el enamorado conviene descubrir las condiciones del amor, porque en hecho de amores, es tan estraño su yugo y son tan revesadas sus coyandas, que si se dexan añudar, no se consienten desatar.

Y porque es ya tiempo de entrar en la materia y dar al amor la batalla otras y otras veces muchas, suplico al Dios que abrió la boca del animal de Balaán para hablar, y, cauteriçó los labios de Esaías para profetiçar, y dió lenguas a los apóstoles para predicar y desenmudesció a Zacharías para le alabar, sea Él servido de me dar tiempo en que enmiende mis errores, y me dar gracia para ser chronista de sus amores.

Dice, pues, Cristo: «ignem veni mittere in terram et quid volo nisi ut accendatur», y es como si dixese: «Viendo que estábades todos tibios, fríos y resfriados, envióme mi Padre a traeros fuego del cielo, con que queme al mundo y os escalentéis vosotros, y aviso os mucho que no dexéis a este fuego que se muera, sino que contino le sopléis para que arda». En otra parte decía también Cristo: «Non veni pacem mittere, sed gladium», como si más claro dixera: «No vine yo al mundo a darle paz y reposo, sino a poner en él horca y cuchillo, porque la paz que ponen entre sí los malos, siempre redunda en perjuicio de los buenos».

En estas dos palabras de Cristo, mucho hay que notar, y aun de que nos espantar, pues habiendo Él criado al mundo y nascido en el mundo, diga que quiere poner a fuego y a sangre a todo el mundo; y mayormente, que si dixese alguno que quería quemar una casa, o una ciudad, o una aldea, o un reino, le dexarían por loco o le echarían preso. Decir el Verbo divino y avisarnos el Hijo de Dios y jurar e1 mayorazgo de las eternidades, que no trae del cielo otra cosa sino un cuchillo para degollarnos y un tiçón de fuego para quemarnos, si te queremos bien entender, no sólo no nos escandalizaremos, mas aun se lo agradesceremos, porque hablando la verdad, con aquel fuego nos cauteriza la carne muerta y con aquel cuchillo nos saca la sangre podrida. El fuego que traxo Cristo del cielo no es otra cosa sino el su grandísimo amor divino, el cual tiene por condición que arde y no quema, alumbra y no daña, quema y no consume, resplandece y no lastima, purifica y no abrasa y aun calienta y no congoxa.

No sin alto misterio hace la Escriptura cuenta de la honda y de las piedras de David, y de la lança, y de la cabeça, y del cuchillo del filisteo, de las cuales cosas todas, ninguna se puso por Miquia en el templo, si no fué sólo el cuchillo con que el buen rey David mató a su enemigo; para darnos a entender que en mucho más hemos de tener el cuchillo del amor con que Cristo nos redimió, que no todos los tormentos que por nosotros pasó. De la divinidad y humanidad de Cristo, sola padesció la humanidad, que era finita, y así eran sus trabajos finitos, mas como el amor y caridad con que Él los padescía era infinito, fué bastante para satisfacer por la culpa infinita, de manera que el bendicto Jesú mitigó la ira de su Padre con la sangre y satisfizo a su ofensa con el amor. Tener la Sinagoga en reliquias el cuchillo con que el rey David degolló al gigante filisteo, es avisar a toda la Iglesia católica a que tenga en mucho, y muy mucho, el sobrado amor de Cristo; porque sólo su amor fué el que de su gloria nos dió esperança y de nuestra muerte nos dió victoria. Si preguntan a Cristo qué traxo del cielo a la tierra, dirá que el amor, si le preguntan qué es lo que predicó en el mundo; dirá que el amor; si le preguntan qué es lo que encomendó en su testamento, dirá que el amor; si te preguntan qué oficio sabe, dirá que amar, y si le preguntan a Él quién es, no dirá que es sino el amor. De manera que el bendicto Jesú ni sabe darse maña en nos aborrescer, ni puede acabar consigo de nos olvidar. Si «Domino Deo tuo obtuleris primicias frugum tuarum de spicis virentibus, torrebis eas igni», mandaba Dios en el Levítico (secundo capit.), y es como si dixera: «Cuando ofrescieres las espigas verdes de tus primicias al Señor Dios tuyo, de tal manera las has de llegar al calor del fuego, que queden turradas, mas no quemadas». Si no hubiera algún misterio debajo de estas palabras, poco se le diera a la Escriptura sacra hacer diferencia de las espigas verdes a las espigas secas; mas como no haya en las divinas letras ningún borrón que raer, ni ninguna letra que añadir, de tal manera se ha de entender lo que Dios mandaba en su ley, que con tal que no torçamos la letra, podemos sacar della alguna sancta dotrina.

Osaría yo decir que no es otra cosa ofrescer las primicias de nuestros trigos a Dios sino que ante todas cosas nos encomendemos siempre a Dios, para que Él las guíe a su servicio, y Él las acabe a nuestro provecho, porque de otra manera, todo aquello que no se començare con el «per signum crucis» de Christo, se habrá después de acabar por manos del demonio. El cristiano que antes de levantarse de la cama se encomienda a Dios, muy bien paga las primicias; y el que antes de sentarse a la mesa rega algo a Dios, muy bien paga las primicias; y el que antes de ir camino se encomienda a Dios, muy bien paga sus primicias; y el que antes de emprender algún negocio arduo lo consulta con Dios, muy bien paga sus primicias, y el que en alguna hora del día se para a pensar un poco en Dios, muy bien paga sus primicias; porque delante el acatamiento divino, más aceptas son las primicias de los pensamientos castos que no las espigas de los trigos verdes. No querer Dios mandar que tocasen a las espigas que estaban ya secas y curadas, sino mandar que a las espigas verdes las secasen y curasen a la lumbre, es querernos dar a entender de los sanctos y bienaventurados que están ya en la gloria fruyendo de Dios, no tengamos cuidado, sino de los grandes pecadores como yo, que estamos engolfados en el mundo, porque mis palabras demasiadas y mis obras desaforadas tienen muy gran necesidad de llegarlas al fuego del amor, y aun tostarlas en las brasas del temor. Si lo has Tú, ¡o buen Jesú!, por espigas verdes, yo confieso que están verdes mis ojos, pues siempre andan a mirar; verdes están mis pies, pues no pueden asosegar; verde está mi lengua, pues no para de parlar; verdes están mis manos, pues no dexan de robar; verde está mi coraçón, pues no cesa de desear, y aun verde está mi cuerpo, pues no se cansa de pecar. Pues las raíces de mis deseos y las cañas de mis obras, y las porretas de mis palabras, y la espiga de mi vida, está todo tan verde y tan húmido, como si nunca hubiera sido cristiano; muy poco es, Señor, muy poco es que me llegue cabe el fuego de tu amor, sino que también me mandes echar en las brasas de tu temor, porque el tu, dulce amor haráme que te sirva, y el tu gran temor no consentirá que te ofenda.

Prosigue el auctor, y prueba con grandes figuras de la escriptura sacra cuánto Dios nos encomienda el su amor.

«Erit domus Jacob ignis», decía Dios por el profeta Abdías (cap. IV), y es como si dixese: «La casa de Jacob, que es la mi Iglesia, yo la fundaré sobre el fuego del amor, y la cercaré de muros de amor, y la dotaré de sacramentos de amor, y la poblaré de cristianos de amor, y aun la llamaré la casa de amor, y por eso la llamaré casa de amor, porque no sabrán allí todos sino amar». Desde la primera piedra que fué Adán, se començó a fundar la triste Sinagoga sobre temor y pavor, lo cual mostró muy bien Adán cuando, respondiendo a Dios, dixo: «Vocem tuam, Domine, audivi, et timui», y es como si dixera: «Desde que oí tu voz estoy temeroso, y desde que te ofendí estoy asombrado, mayormente que he vergüença que he pecado y he empacho que estoy desnudo». Donoso paraíso era el que tenía la Sinagoga, pues se espantó Adán en él de oír sola una palabra, y si desta manera ha de pasar, más quiero con el ladrón oír «hodie mecum eris in paradiso», que no andar asombrado con Adán en el huerto.

También dixo Dios a Moisén en el desierto de Arán, no mucho después que salieron de Egipto: «Congrega ad me populum, ut audiant sermones meos et discant timere me», como si, más claro, dixera: «Da un pregón general por todos los doce tribus y reales que aquí están contigo, para que se junten todos los pueblos en un lugar señalado; porque quiero enseñarles y predicarles cómo de aquí adelante me han de temer y aun, si fuere menester, me han de soñar». Nunca Dios quiera, ni su bondad tal consienta, que tan seco pregón y tan áspero sermón en su santa Iglesia se predique, ni en los cristianos tal se pregone; pues es verdad, como es verdad, que nunca el bendicto Jesú dixo en sus sermones palabras que nos espantasen, ni hiço obras que nos asombrasen. Curiosamente lo hemos mirado, y con grande estudio lo hemos inquirido, que sola una vez en toda su vida tomó en su boca esta palabra «timete», que quiere decir «habed temor», y, por otra parte, más de treinta veces usó de la otra palabra de decir «diligite», que quiere decir «mirad que os améis», de lo cual podemos inferir cuán poco es el espanto que Cristo a los suyos pone y cuán grande es el amor que con todos tiene. No es nada decir que nos ama, en comparación de las dulces palabras con que nos muestra el su inmenso amor, porque unas veces dice «amaos unos a otros», otra vez dice «amad a vuestro próximo», otra vez dice «amad a Dios sobre todos», otra vez dice «el Padre eterno os ama», otra vez dice «mirad bien si me amáis», otra vez dice «si alguno me ama, sígame», otra vez dice «si vosotros me amásedes, goçaros ýades», y otra vez decía «amaste los padres como me amaste a mí», y aun también decía a Sant Pedro: «Mira, Simón, si me amas». De manera que más parescía Cristo estarse con los suyos requebrando, que no predicando.

No se contentó Cristo con mostrarnos su amor, sino que también quiso quitar de nosotros todo temor, y de aquí es que por sola una vez que dixo aquella palabra «timete», tornó en recompensa della a decir muchas veces «nollite timere»; es a saber, «mirad que no temáis», porque todo el fin de Cristo fué que le siguiésemos con amor y que no le sirviésemos por temor. Si el Hijo de Dios hubiera más gana que le temiéramos que no que le amáramos, preguntara Él a Sant Pedro si le temía, si le temía, si le temía, y no le preguntara, como le preguntó tres veces, si le amaba, si le amaba, si le amaba, de lo cual podemos inferir que no fué el intento de Cristo hacernos para siervos temerosos, sino para hijos, y aun hijos muy regalados; que, como dice el Apóstol, no descendemos de Agar, la esclava, sino de Sarra la libre. Solón dió ley a los atenienses, Promotheo a los egipcios, Ligurguio a los lacedemonios, Moisén a los hebreos, Numma Pompilio a los romanos y Cristo a los cristianos, y la diferencia que hay entre estas leyes es que ellos mandaban en sus leyes ahorcar, degollar, arrastrar y matar, mas el bendicto Jesú no manda en su ley sino amar a todos y perdonar a los enemigos, de manera que no es otra cosa ser uno buen cristiano sino estar en la casa de Cristo muy bien enamorado. «Ignis ante ipsum precedet, et inflammavit in circuitu inimicos eius», decía el profeta David, hablando del advenimiento de Cristo, y es como si dixera: «En esto verás, ¡o Sinagoga!, cuando yo enviare allá a mi Hijo a la tierra, en que delante de Sí irá el fuego del amor, detrás de Sí no le seguirá sino amor, junto cabe Sí no llevará sino amor, y dentro de Sí no llevará sino amor, y lo que más es de todo, que por do Él pasare, todo lo quemará, y todo lo que Él quemare luego retoñescerá. Alabarse Cristo que no viene al mundo sino a ponerle fuego de amor y decir Abdías el profeta que se llamará la casa de Cristo, casa de amor, y atestiguar el rey David que no andará Cristo acompañado sino de fuego de amor, y nunca traer otra cosa Cristo en la boca sino palabras de amor, no creo que errarías mucho en decir que Cristo fué muy requebrado y aun el mayor enamorado del mundo. En más alta religión entra el que toma el hábito de enamorado que no el que se mete fraile cartuxo, pues debajo desta palabra «in principio creavit Deus celum et terram» se comprehenden los ángeles, los cielos, los elementos y los hombres, los cuales todos tuvieron principio, excepto Dios, y el amor, que nunca tuvieron principio. «Erat species glorie Domini quasi ignis ardens», dice la Escriptura sacra (Exo., XXII) hablando de la gloria y figura de Dios, como si dixese: «La primera vez que vió el profeta Moisén a Dios fué en el monte Sinaý, cuando subió allí a rescebir la ley, y dice que la cara y gesto y gloria que tenía Dios era como un fuego de amor que entre sí ardía, y dice que ardía aquel fuego entre sí porque en la vieja ley todo el amor guardaba Dios para Sí.

Gran consolación es para los grandes pecadores como yo saber que nuestro Dios tiene cara de amor y su bendicto hijo tiene palabras de amor, y que toda su ley está llena de amor, y que no nos manda cosa sino con amor, de lo cual podemos coligir que pues reina en nuestro Señor Dios tanto amor, no nos tractará con desamor. No se maraville nadie en oír decir que el amor tuvo principio con Dios y que es tan antiguo como lo es Dios y que es la gloria del mesmo Dios; de lo que se han de maravillar es que si fuese posible que el amor se apartase de Dios, no habría en el cielo ni en la tierra ningún Dios. Si apartásemos el amor del Padre, ¿quién engendraría al Hijo? Si apartásemos el amor del Hijo, ¿quién produciría al Espíritu Santo? Sé que fielmente creemos que amandóse el Padre a Sí, engendra al Hijo de Sí, y amando el hijo al Padre, producen al Espíritu Santo, y amando el Espíritu Santo al Padre y al Hijo, resulta la unidad de esencia y trinidad de personas; de manera que quitado de entre ellos el amor y la hermandad, es quitar a la Iglesia toda la Trinidad.

Vamos, pues, más adelante y veremos en esta mina de amor que cuanto más nosotros en ella ahondáremos, tanto más nos maravillaremos, y muy mayores secretos descubriremos, porque en los amores divinos y aun humanos, sin comparación es más lo que el coraçón para sí guarda, que no lo que de fuera a la lengua publica. Es pues, el caso que un día antes que el viejo Moisén quisiese bendecir a todos los doce tribus de Israel, entre otras palabras, díxoles éstas: «Dominus aparuit de monte Pharan et cum eo sanctorum milia et ignea lex in dextera eius et dilexit populos», como si, más claro, dixera: «Después que salimos de Egipto, la segunda vez que me aparesció el Señor fué en el monte Farán, rodeado de millares de sanctos, y vi que tenía en su misma mano derecha una ley que estaba ardiendo en vivas llamas, con la cual amaba a todas las gentes». En las divinas letras, por la mano derecha de Dios siempre se entiende el mejor y más rico lugar que tiene cabe Sí Dios, y de aquí es que cuando dice el Evangelio de Cristo «quod sedet ad dexteram Dei», ha se de entender que la humanidad del Verbo se asentó en el más alto lugar que había en la gloria, que es a do se fruye más de la esencia divina. La ley que vió cabe Dios Moisén, de fuego, no hay duda sino que era el altísimo amor divino, y es mucho de advertir que aquella ley de amor, no estaba junto cabe Dios, ni cerca del lado de Dios, sino en el mismo braço de Dios, que es estar igualmente asentado con Dios, porque hablando como cristiano, y aun sin escrúpulo ninguno, no es otra cosa el amor de Dios sino aquel mismo que llamamos Dios. Decir la Sagrada Escriptura que tenía Dios nuestro Señor en su braço derecho aquella ley que ardía en amor, es decirnos que todas las leyes que no se fundan en Dios, ni salen de Dios, ni van a parar a Dios, no pueden mucho durar, ni aun algún provecho hacer, porque todo aquello que fuere medido por sólo el parescer humano, sin que primero sea enivelado dél por el parescer divino, ni lo querrá Dios sustentar, ni tampoco los hombres guardar. Mucho y muy mucho es de notar que no vió el buen viejo de Moisén estar en el braço de nuestro Dios más de una sola ley ardiendo, en lo cual se nos da a entender que de todas las leyes divinas y humanas es libre y esento nuestro Dios, excepto de la gran ley de amor, a la cual él está subjecto y con sus coyundas ligado, de manera que la ley de amores es la que tiene mano en la Divinidad y aun rige toda la Trinidad. Al que no fuere delicado teólogo o no se presciare de maciço cristiano, parescer le ha cosa sospechosa, y aun medio escandalosa, decir que haya alguna cosa tan alta que se ose con Dios igualar y presuma de a todas las personas divinas regir, a cuya causa será menester que yo corte algo delgada la pluma para lo declarar y que el lector levante un poco el juicio para lo entender, aunque no dexaré de confesar que los altos misterios divinos es gran mérito creerlos y muy dificultoso declararlos.

Es, pues, de saber que todas las leyes del mundo se reducen a solas dos: es a saber, a ley natural y a ley positiva, y llamamos ley positiva a las pregmáticas que hacen los reyes en sus reinos, y los gobernadores en sus pueblos, y llamamos ley natural a la con que nascemos y nos criamos y vivimos y morimos; de manera que la ley natural se funda sobre razón, y la ley positiva sobre opinión. La ley positiva, como es humana y por hombres hecha, es menester oírla, leerla, aprenderla y aun entenderla; mas la ley natural, como es ley divina y que está en nuestros coraçones enxerta, no hay necesidad de leerla ni aprenderla, sino de solamente obrarla, porque a cada uno le basta sólo el ditamen de la razón para saber lo que es obligado a hacer y de lo que como hombre se debe guardar. La ley positiva y humana no obliga a más cosas ni dura más tiempo de lo que quiere el que la hiço; mas la ley natural obliga siempre y para siempre al que la hizo y a aquel para quien la hizo; de manera que tiene en sí tan gran fuerça y vigor, que ni la puede quebrantar el que la rescibió, ni puede dispensar en ella el que la dió.

Ambas estas dos leyes se hallan en nuestro Dios en la forma y manera que en nosotros: es a saber, la ley positiva, con la cual él rige los ángeles, los elementos y todos los hombres, mudando en ella lo que quiere como señor y añadiendo en ella lo que le paresce como criador, porque así como no le costaron todas las cosas más de un «fiat» a criar, así no le costarían todas más de otro «fiat» si las quisiese destruir. La ley natural de Dios muy diferente es a la ley positiva que ponemos en Dios, porque la ley natural no depende de lo que llamamos en Dios voluntad, sino de lo que en él llamamos entendimiento divino, el cual, en el abismo de su sabiduría, juzga todas las cosas que tocan a Dios, de la misma forma y manera que son en Dios, que es el mismo ser y esencia de Dios. Es este entendimiento divino en tan alto grado perfecto y tan en summa perfección recto y rectísimo, que ni puede errar en lo que juzga ni puede dexar de acertar en lo que determina, de manera que no es otra cosa la ley natural y divina sino el mismo entendimiento divino. Esta ley natural y divina se funda en lo que llamamos en Dios propriedades y en lo que tenemos en la beatísima Trinidad por atributos, y con este «jus» divino se conforma también la voluntad divina, y esto es en tan gran vínculo de unidad y tan en summa perfección, que entre aquello que se llama juicio de Dios y se llama voluntad de Dios no hay sino sólo un parescer y un único querer.

Sea, pues, la conclusión de esta tan alta teología que así como con la ley positiva rige Dios a todas sus criaturas, así con la ley natural se rige asimismo el criador de todas ellas, y esto se ha de entender y creer con que es una misma cosa en la esencia divina el nivel que rige, y todo lo que se rige. Pues hemos probado que la ley de amor en Dios es la ley natural de Dios, y que la ley natural de Dios es el entendimiento divino, y el entendimiento divino se conforma siempre con la voluntad divina, y que la voluntad divina es la esencia divina, y que la esencia divina es un abismo de amor divino, luego muy bien diximos que el amor de Dios es ese mismo Dios.

Prosigue el auctor y prueba en cómo Dios fué el primero enamorado del mundo y que dél aprendimos a amar.

«Domine, ostende mihi gloriam tuam; cui dominus dixit ego ostendam tibi omne bonum». Palabras son éstas que pasaron entre sólo Moisén y Dios, y Dios y Moisén, en el monte Rafin, a do Moisén dixo a nuestro Dios: «Pues Tú me dices que yo sólo he hallado en tu acatamiento gracia, ruégote, Señor, que me hagas merced de mostrarme tu gloria», a la cual demanda le respondió Dios: «En esto verás tú y verán todos a los que Yo quiero bien, en que les mostraré aquí todo mi bien, porque pedirme tú que te muestre mi gloria no puede ser esto hasta después de tu vida». Mucho es de ponderar que no dixo Dios al sancto Moisén «Yo te mostraré un pedaço de bien», sino que le dixo «Yo te mostraré todo el bien», para darnos a entender que el sumo bien y el entero bien no le alcançan acá los del mundo sino que se le gozan allá los sanctos en el cielo y lo que pone más lástima es que ni le sabemos buscar, ni aun le merescemos hallar.

Nosotros, míseros miserables, no somos sino una onça de bien, no somos sino un género de bien, y aun no somos sino una tilde de bien, porque cotejados entre sí el bien que tenemos y el mal que hacemos, con mucha más razón nos podían cotejar de ser summamente malos que no de ser aun medianamente buenos. Como no sea otra cosa el summo bien sino Dios, y no sea otra cosa Dios sino el summo bien, no puede dárnosle a pedaços, porque se habría a Sí mismo Dios de despedaçar, y por eso es condición de Dios que cuando se da, se da todo, y cuando se niega, se niega todo. También es de ponderar cuán recatadamente respondió Dios a Moisén en que no le prometió que aquel summo bien se le daría, sino que se le mostraría, porque no le dixo Dios «ego dabo tibi omne bonum», sino que solamente le dixo «ego ostendam tibi omne bonum», para darnos a entender que aquella summa unión de la divinidad y humanidad que se hizo en el Verbo, la Sinagoga la había de ver, y sola la Iglesia de gozar. También es de advertir en que no dixo Dios «Yo te muestro», ni «Yo te quiero luego mostrar», sino que dixo de futuro «Yo te mostraré todo mi bien», la cual promesa se cumplió y se recumplió cuando la Sinagoga en su reino y en su ciudad y en su templo y delante sus ojos tuvieron y oyeron y conversaron a Cristo nuestro redemptor y maestro, porque decir el Padre eterno a Moisén «Yo te mostraré cuanto bien tengo», era decirle «yo te mostraré a mi amado y querido Hijo». En más baxo estilo, hablando muy gran diferencia, va a decir nuestro Dios a uno «Yo te mostraré el bien» a decirle «Yo te daré el bien», lo cual paresce claro en que Dios a todos los hombres enseña lo que es bueno, mas no da a todos gracia para que sean buenos, de manera que en la carrera de salvación, a los malos dice «ése es el camino, mirad por vosotros», y a los buenos dice: «andad acá conmigo, que quiero ir con vosotros». No quiero yo, ¡o buen Jesú!, no quiero que me andes amagando con tu bien, sino que me muestres todo tu bien y me encamines en bien, que, para decirte la verdad, como soy hijo de Lia la lagañosa, tengo muy corta vista para verte, y tengo el coraçón muy ancho para rescebirte, y más y allende esto pensando que daba mi mayorazgo a Esaú, me robaría la bendición Jacob.

Prosiguiendo, pues, nuestro propósito, decir Dios «ego ostendam tibi omne bonum» es decir que le mostrará su bondad, y no hay cosa en que Dios más muestre su bondad que en queremos comunicar esa su misma bondad, y por sólo eso envió Dios al su Hijo al mundo, para que nos comunicase cuanta bondad tenía allá su Padre en el cielo, porque a la hora que determinó de darnos a su Hijo, metió a sacomano todo su thesoro. A este propósito dixo Cristo en el último vale del gran sermón que predicó en su cena: «Pater, manifestavi nomen tuum hominibus», y es como si dixera: «Acuérdate, Padre mío, que Yo he manifestado tu gran nombre en el mundo, y esto fué declarándoles este nombre de Trinidad que ignoraban, y la alteza de tu bondad que no conoscían, porque ante de mí no conoscían los hombres más de tu potencia por la creación, mas agora conoscerán también tu bondad por mi redempción».

Esto presupuesto, pues Dios no se prescia de cosa más que de su bondad y no quiso enviar a su Hijo al mundo sino para comunicarnos su bondad, raçón sería saber para qué nos la envía, y qué es lo que nosotros hemos de hacer della, porque entonces es bueno el tesoro, cuando el que lo tiene sabe empleallo. A esto respondiendo, decimos que es la bondad de Dios tan buena, que no es pesada para que la rehusemos, ni es enojosa para que la desechemos, ni es costosa para que la mantengamos, ni es penosa para que la çuframos, ni aun es cobdiciosa para que la contentemos, sino que solamente quiere que muy de coraçón la amemos, y con nuestras pocas fuerças la sirvamos. No hay bondad entera que no quiera amor perfecto, ni hay amor perfecto que no quiera voluntad perfecta, ni hay voluntad perfecta que no quiera estar bien empleada, de lo cual se puede inferir que pues en nuestro Dios hay bondad inmensa y hay amor infinito, y hay voluntad perfecta, que pues no pide sino que le amemos, debe Él estar subjecto al amor. Sujecto, por cierto, está Él a la ley de amor, pues no sabe sino amar, no manda sino amar, no quiere sino amar, ni aun se ocupa sino en amar, y lo que más de todo es, que con el amor que ama a Sí me ama a mí, sino que en mí para algunas veces el amarme, por yo no lo merescer, mas Él nunca se dexa de amar, porque no puede desmerescer. No nos contentamos con haber probado que el amor y Dios y Dios y el amor corren a la iguala y traen una misma devisa, sino que también queremos aquí probar en cómo nuestro Dios se jacta de ser enamorado, y aun el enamorado más antiguo del mundo, porque sepan todos los que tractan en amores quién fué el principio del amor y quién es el caudillo de los enamorados. Si los antiguos filósofos buscaron con gran diligencia a los inventores del martillo, de la sierra, del escoplo, de la hacha y de la açuela para labrar, más raçón es de saber quién fué el primero inventor del oficio de amar, mayormente que la hacha y la açuela desbastan las maderas, mas el oficio del amor es aserrar las entrañas. De mi padre Adán aprendí la desobediencia, de mi madre Eva aprendí la gula y de mi hermano Caím aprendí el homicidio, del tu pueblo hebreo aprendí la idolatría, del gran rey David aprendí el adulterio, del rey Senacheriph aprendí la blasfemia, del apóstol Sant Pedro aprendí a llorar y de Ti, mi buen Jesú, aprendí a amar: mediante el cual amor a Ti tornaste hombre y a mí hiciste Dios. Cuales son las escuelas a do andamos, tales son las sciencias que aprendemos; por mí digo que en la escuela del mundo nunca aprendí sino a loquear; en la del demonio, no aprendí sino a mal querer; en la de la carne, no aprendí sino a pecar; en la de los hombres, no aprendí, sino a desamar, y en la de Ti, mi Dios, no aprendí sino a amar; de lo cual se puede inferir que pues en las Academias de nuestro Dios es tan casto el amor que allí se lee, no será justo que sean desamorados los que allí oyen. «Ego diligentes me diligo, et qui mane vigilant ad me invenient me», dice Dios, hablando generalmente con todas sus criaturas, y es como si dixera: «Yo amo a los que me aman, Yo quiero a los que me quieren, y aun me doy a los que se me dan, y ninguno que me ama no puede conmigo ganar honra en pensar que madrugó más que Yo de mañana, porque soy tan continuo en amar lo que quiero y tan cuidadoso de visitar lo que amo, que a sus puertas me anochesce y en sus entrañas me amanesce. ¡O requiebro nunca oído! ¡O amor nunca visto, el que en estas palabras nos muestra Cristo! Porque no es otra cosa decirnos Él que se levanta antes de todos a amarnos, sino que nos ama antes que le amemos y nos busca antes que le busquemos, porque nosotros, míseros, cuando más más le amamos, es desde que nascemos, mas nuestro Dios Él madruga a amarnos, antes que nosotros nazcamos. Dios nuestro Señor no es obligado a guardar el mandamiento de no matarás, pues es vida; ni el mandamiento de no hurtarás, pues tiene harto; ni el quebrantamiento de las fiestas, porque en su casa real siempre guardan; ni el mandamiento de no fornicarás, porque Él es la misma limpieça; ni el mandamiento de no jurarás, porque siempre tracta verdad; de manera que no es obligado a guardar, sino solamente el mandamiento del amor, el cual Él guarda como buen Señor y redemptor nuestro, y único amador. Muy gran verdad dices, Señor, en decir «quod qui mane vigilant ad me invenient me»; pues si, Señor, te preguntan qué hacías antes que criases el mundo, dirás que amar; si te preguntan qué te movió a criar el mundo, dirás que el amor; si te preguntan qué es lo que agora haces, dirás que amar; si te preguntan qué es lo que amas, dirás que el amor; de manera que antes que amanesca amas a Ti, y al reýr del alba me amas a mí. ¡O buen Jesú, oh amores de mi alma, y cuán diferentes son tu amor del mío, y mi amor del tuyo!, pues Tú, como cuidadoso enamorado, madrugas muy de mañana a amarme a mí, y yo, como gran pecador, trasnocho a pecar contra Ti; 11 de octubre de 1999 de manera que desde que eres Dios me amas, y yo desde que soy hombre te ofendo. Condición es del famoso enamorado que ni la noche le tome en la posada, ni la mañana le amanezca en la cama, sino que vele a quien le desvela y desvele a quien le da pena; quiero por lo dicho decir que a nuestro bendicto Dios en la juventud de la mañana le sirvamos y en la noche de la vegez no afloxemos, porque la llama de la candela no reluce tanto al tiempo que se enciende, como cuando se muere. Sólo Dios dice «qui mane vigilant ad me invenient me», es a saber, que todos los negociantes vengan a Él de mañana, porque en casa de los otros príncipes aún no abren las puertas a aquella hora, sino que todo su negociar es de medio día arriba; en lo cual se nos da a entender que mejor negocian con Dios los que le buscan desde que nascen, que no los que nunca le llaman hasta que se mueren.

Gran consolación es para los buenos, y no pequeño espanto para los malos, decir Dios que desde la hora que ríe el alba hasta que paresce en el cielo la estrella, hallarán sus siervos la puerta abierta, para que se tengan por dicho los malos como yo, que si imos a negociar con Dios tarde, solamente nos dexarán llamar, mas no entrar, la, cual no se hace con los buenos, porque viniendo, como vienen, temprano, tienen previlegio de se entrar sin primero a la puerta llamar. De mañana sacó Dios a Loth de Sodoma, y de mañana llovió el maná en el desierto, de mañana se encendía el fuego de los sacrificios, de mañana llevaban los cuervos de comer a Helías, de mañana se levantaban los sacerdotes a ir al templo, de mañana fueron los hebreos a labrar la viña y de mañana fueron las tres Marías a visitar el sepulcro: de manera que los que le buscaren de mañana fruirán, de su esencia divina. ¡O, quién con verdad pudiese decir con David «Deus, Deus meus, ad te de luce vigilo», es a saber, «Dios mío, Dios mío, desde que nascí te sirvo y desde que soy moço te busco!» Mas, ¡ay de mí!, ¡ay de mí!, que con más verdad podré yo decir que desde que me criaste te ofendo y desde que me acuerdo te desirvo, porque no hay día en que no me hagas alguna gracia, y no hay hora en que yo no cometa contra Ti alguna ofensa. ¡O «Deus Deus meus»!, no soy yo, no soy yo el que «ad te de luce vigilo», sino el que contra Ti «ab inicio» peco, pues si madrugo mucho, es para trafagar; si tomo la mañana, es para caminar; si me levanto al alba, es para negociar, y si pierdo algo del sueño, es para te ofender; y lo que es peor que todo, que para cumplir con el mundo ando desvelado, y para cosa de tu servicio no perderé una hora de sueño. ¡O «Deus, Deus, meus»!, yo confieso ser verdad «quod non vigilo ad te diluculo» en lo que toca a tu servicio; mas tampoco me negarás Tú que no soy desde que nascí cristiano y desde que me acuerdo me llamé siempre tuyo; y si tuyo, ¿por qué, ¡o buen Jesú!, quieres que sea yo perdido?, mayormente que tan de veras amas a cada cristiano, como si no tuvieses más de a uno en todo el mundo.

Prosigue el auctor y aconseja que no presentemos delante de dios lo que le servimos, sino lo que le amamos.

«Ecce quem amas infirmatur». Era Lázaro uno de los nobles de Hierusalem, era hermano de Martha y María, y era discípulo oculto de Cristo; el cual, como estuviese malo, escribieron a Cristo las hermanas una carta en la cual se contenían estas palabras de «ecce quem amas infirmatur», y es como si quisieran decir: «Las Marías enamoradas escriben a Ti, Jesú, el enamorado, para que sepas cómo el tu amado Lázaro está mortalmente enfermo, en cuyo remedio y enfermedad queremos ver cuanto por él haces, y qué es lo que a nosotras quieres». No sin gran contrariedad de los de su casa y no sin gran peligro de su persona, se determinó Cristo de ir a consolar a las hermanas, de ir a resucitar a Lázaro, de ir a llorar al difunto y de ir a espantar al mundo con tan inaudito milagro; y esto hiço Él a la hora que le mentaron «ecce quem amas», y a la hora que le capearon con el señuelo del amor, y a la hora que se le ofresció cosa en que amostrase su grande amor.

Cuando esto acontesció, andaban ya los fariseos muy alterados, los judíos muy turbados, los apóstoles muy temerosos y los discípulos muy asombrados, y aun Cristo no muy seguro; y con todas estas condiciones y peligros que se le representaron, así como leyó la carta de las Marías y las palabras tan enamoradas de «ecce quem amas», olvidósele al bendicto Jesú el temor con las ansias del amor.

Mucho es de ponderar que en el principio de la carta, en el fin de la carta, en la cortesía de la carta, en la firma de la carta, ni en el sobre escripto de la carta, no se decía más ni se contenía más de «ecce quem amas infirmatur», para darnos a entender que después que tuviéremos trabados amores con Cristo, abasta hacerle señas sin gastar con él muchas palabras, porque los verdaderos enamorados, en caso de sus amores, más cosas han de adevinar que no de hablar. ¡O, cuánto va del amor que tenemos nosotros con Dios, al que Dios tiene con nosotros!, pues no osaron aquellas sanctas mugeres escrebir y representar a Cristo el amor suyo o el de su hermano Lázaro, diciendo «ecce qui te diligunt», sino el amor que Cristo tenía con Lázaro, diciendo «ecce quem amas», para darnos a entender que si al tiempo que el Señor quiere hacernos algún bien no echase algo de su amor en la balança de nuestra justicia, darnos ýa poco, pues nuestro amor es muy poco. Los enamorados vanos y livianos suélense çaherir y representar el amor que se han tenido los unos a los otros, lo cual no se permite hacer a los siervos de Dios, sino que, sin hacer cuenta de lo que le amamos, le pidamos lo que le pidiéremos por sólo su amor, porque es tan alto el mandamiento del amor divino que en esta vida no se puede más de aprender y en la otra de todo en todo cumplir. «Facti sumus ut inmundi et omnes iustitie nostre menstruate sunt», dice Esaías el profeta (LXIIII) hablando de sus muchos pecados y pocos merescimientos, y es como si dixese: «Yo y la Sinagoga, y la Sinagoga y Yo, todos somos inmundos y muy grandes pecadores, y si algunas obras nos paresce que hemos hecho buenas, a la hora que son examinadas delante de Dios, remanescen sucias, sanguinolentas, carcomidas y manchadas: de manera que si a nosotros nos parescen buenas, es muy gran vergüença presentarlas delante de nuestro Dios». ¡O, cuánta raçón tiene el profeta en decir que todos nuestros deseos y todos nuestros amores están rotos y apolillados, y aun enlodados, pues con el mismo coraçón que me prescio de amar a Dios, amo también al hijo, al conoscido, al vecino, al amigo y aun a la amiga, de manera que con un mismo molde queremos hacer pelotas de oro, y sacar bodoques de lodo. No es, por cierto, tal el amor que tiene Dios contigo y tiene también conmigo, que, como ya te hemos dicho, con el amor que ama a Sí te ama a ti, y con el que ama a ti ama también a Sí, porque Dios nuestro Señor, como él no es más de uno, así su amor no es más de uno; sino que a los sus más regalados ámalos más intenso, y a los que no son tan privados ámalos algo más floxo.

Será, pues, el caso que cuando entraremos con nuestro Dios en cuenta y él nos quisiere tomar cuenta, todo nuestro caudal ha de ser, no de los servicios que le hemos hecho, sino del grande amor que él nos ha tenido; porque de otra manera, con darnos un solo día de vida, nos pagará toda la soldada de nuestra vida. «Eme eme a me aurum ignitum ut locuplex fias», dixo Dios en el Apocalipsi al obispo de Laodocia, y es como si le dixera: «Tú eres pobre y has gana de ser rico; aconséxote que compres del oro fino y nuevamente fraguado que yo tengo en mi thesoro, el cual está por mis manos fraguado, y es de todos los quilates cumplido». «¿Qué es esto, redemptor del mundo? Dices por una parte que el que no renunciare todo lo que posee no podrá ser tu discípulo, y convídasnos por otra parte que vamos a tu tienda a comprar oro fino? Quieres por ventura desaperrochar las otras tiendas y aperrochar la tuya? Ya que nos mandas comprar algo, ¿por fuerça ha de ser oro? Ya que hayamos de comprar oro por fuerça, ¿ha de ser oro muy fino? Ya que compremos oro fino, ¿por qué nos haces fuerça a comprarlo de Ti sólo? Ya que lo compremos de Ti solo, ¿por qué nos vendes el oro tan ardiendo? Ya que compremos de tu tienda el oro fino, y que esté todo ardiendo, ¿por qué no le pones tasa y no nos señalas el prescio? Ya que sea todo esto, ¿por qué no estimas en más tu oro para que otros te lo pidan, y no que andes tú a convidar con ello? Bien paresce, Señor, que no hablas a mí con la grandeça de Señor, sino como esposo con esposa, amigo con amigo, y aun requebrado con requebrada, porque las palabras que aquí dices son de tan gran misterio y son dichas por tan alto estilo, que nadie las puede alcançar si Tú no se las das primero a entender.

Es, pues, el caso en que así como el oro es la cosa más estimada y más amada, y aun más deseada de todas las riquezas, así el amor es la virtud que más nos alegra y más nos honra, y aun más nos contenta de todas las virtudes; porque el coraçón que está del amor divino enamorado, no estima todo lo del mundo en lo que vale un pelo. So el cielo no se podía comparar el amor a mejor cosa que fué al oro, ni tampoco el oro se pudo comparar mejor que fué al amor, porque así como con el oro no hay cosa, por rica que sea, que no se compre, así también con el amor no hay cosa, por dificultosa que sea, que no se haga; y de aquí es que el coraçón que está agarrochado de amores en servir descansa y en descansar pena. El que pone dificultad en lo que le mandan, y busca escusa para lo que le piden, no se puede el tal llamar amador, sino burlador, ni aun tiene coraçón de oro fino, sino de lodo; porque en la casa del amor ni ha de haber «no puedo» a cosa que le pidan, ni ha de tener réplica a cosa que le manden. ¡O cuánta merced Dios hace al que le da coraçón que sea de oro y sea maciço, y que sea de peso, y cuánta mala ventura tiene el que tiene el coraçón fofo y hueco, y vano, como dice el profeta: «cor eorum vanum est!» Porque el coraçón es la fragua a do se forjan todos nuestros deseos, y la yunque a do se martillan todos nuestros trabajos. Dice Dios que lo que Él vende no sólo es oro, sino que también es «aurum ignitum», es a saber, oro acendrado y encendido; en lo cual se nos da a entender que a la hora que en nuestro coraçón toca el amor divino, siempre arde, siempre ora, siempre reza, siempre sospira y aun siempre ama, porque es de tal cualidad el amor de Dios, que en el ánima a do una vez se aposenta, ni çufre en ella maldad, ni consiente haber ociosidad. «Aurum ignitum» es por cierto el amor del Señor, pues con sus vivas llamas nos alumbra el entendimiento, inflama el coraçón, calienta la voluntad, enroxa las entrañas y quema todas las culpas, y aun lo que más de todo es, que al calor deste fuego se escalientan los escogidos y se ahuman allí los dañados. «Non est, non est aurum ignitum» el amor de los amadores del mundo; el cual tiene por condición que quema y no escialienta, congoxa y no alegra, abrasa y no purifica, espanta y no recrea, altera y no sana, y aún mata y no remedia. Lo que el mundo vende en su tienda no es oro, sino fustera; no es oro, sino escoria, no es oro, sino plomo; no es oro, sino oropel; no es oro, sino lodo; porque del amor que en el mundo están más contentos, salen dél al fin más enlodados. El amor que Dios vende «non solum est amor ignitum», mas aun también «est aurum aprobatum»; la prueba de lo cual se hiço en la cruz de Cristo, en el martirio de Sant Pedro, en el aspa de Sant Andrés, en las piedras de Sant Esteban, en las brasas de Sant Llorente y en las ruedas de Santa Catherina; de manera que con tantos y con tan acérrimos tormentos como por Cristo pasaron todos los sanctos, quedó el su amor bien probado, y aun aprobado. Cuando los sanctos apóstoles iban «gaudentes a conspectu concilli, quoniam digni habiti sunt pro nomine Jesu contumeliam pati», muy probado y muy aprobado estaba en sus coraçones el amor del Señor, pues iban ellos más alegres cuando los sacaban a agotar que todos los príncipes del mundo, cuando los llevan a coronar. Cuando el apóstol decía «ego Paulus vinctus in Domino», muy probado y muy aprobado estaba en sus entrañas el amor de Cristo, pues nunca príncipe se presció tanto de verse con una corona en la cabeça, cuanto Sant Pablo se vanagloriaba de verse con cadenas a los pies.

Del amor vano y mundano, con más razón podríamos decir que es reprobado que no aprobado, pues no quiere bien a otro sino es por algún provecho suyo, de manera que los siervos de Dios aman hasta más no poder, y los que son mundanos, hasta más no tener. Hasta más no tener ama el que por algún interese ama, el cual amor con mucha razón le diximos que no es aprobado, sino reprobado, pues ama lo que alguno tiene y no al mesmo que lo tiene. En sola la casa de Dios se halla el oro probado, y aun aprobado, pues no nos ama el Señor por lo que valemos, ni aun por lo que tenemos, porque si hubiésemos de trocar o cambiar con Dios el amor nuestro con el amor suyo, no abastarían los méritos de todos los del mundo para comprarle el amor que tiene a un cristiano solo.

Mucho también es de ponderar que no dixo Dios en la auctoridad sobredicha «eme ab alio aurum», sino que dixo «eme a me aurum ignitum», es a saber, «compra de mí el oro, y no de otro ninguno», para darnos a entender que sólo él es el que nos ha de dar la gracia con que le amemos y el amor con que le sirvamos. El oro de su amor no quiere Dios dárnosle de balde, porque le tengamos en algo, no quiere dárnosle caro porque se le compremos, y no quiere ponerle prescio, porque es tal que no tiene prescio; lo que él por él quiere es que le demos nuestro amor a trueque, de su amor. Según nuestro amor anda derramado en cosas mundanas y anda cobdicioso de cosas mundanas, y anda acevilado en cosas vanas y livianas, y aun anda distraído en Cosas estrañas, no piense nadie que da poco el que todo su coraçón da a Cristo, porque él, como no nos vende sino amor puro y santo, no quiere que le demos amor fingido.

«¡O buen Jesú! ¿Eres Tú el amor, y buscas otro amor? ¿Cómo quieres que te ame si no me enseñas a amarte? Da, Señor, lo que quieres y después manda lo que quisieres, porque Tú dixiste un día, predicando, que ninguno podía llamarse tuyo, si tu Padre no le asentaba contigo. Y pues no se compra tu amor sino a trueque de otro amor, yo te juro y protesto de a nadie querer ni a nadie buscar sino fuere a Ti solo; pues no hay otra muerte para mí sino verse mi ánima sin Ti. Si en mi coraçón hay algo de la harina de Egipto, yo la derramaré; si tomé algo de Jericó, luego lo restituiré; si guardé algo de la hacienda de Ananías, yo la publicaré; si fui en hurtar con Raquel los ídolos de su padre, yo se los tornaré, y si el enemigo sembró en mis entrañas alguna cizaña, yo la arrancaré; con tal condición Señor, que ni Tú dexes de amarme, ni yo cese de servirte». «Memento quod sicut lutum feceris me, et in pulveren reduces me»; y pues es verdad que me heciste, Señor, del lodo, y me has de tornar en polvo, ¿qué es lo que yo podré darte por tu amor de oro, sino un poco de amor enlodado? Plega, pues, a Ti, ¡o buen Jesú!, que sea a Ti tan acepto mi lodo como será a mí provechoso tu oro. Aquí, por gracia, y después por gloria, «ad quam nos perducat Jesus Christus. Amen, amen».




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Letra para el doctor don Juan de Biamonte, veinte y cuatro de Sevilla, en la cual se expone un antiguo refrán de Grecia


Magnífico señor y curioso caballero:

A la hora que rescebí su carta, diera una quexa criminal en el Real Consejo si como estoy malo estuviera sano y recio; y esto fué para saber por qué, siendo yo cristiano y cortesano, me habéis de importunar y sobornar a que os declare y exponga los refranes de Grecia, que nunca fueron oídos en Hespaña. Acordaros debríades que cuando vos y yo nos hecimos amigos, capitulamos entre nosotros que en el pedir no fuésemos importunos ni en la conversación pesados; y si esta capitulación quisiéredes guardar, afírmome en ella, donde no, si os tornáredes importuno, hallarme heis çahareño.

Digo esto, Señor, que pues ha poco que os declaré la epístola de Platón contra Brías, y la oración de Demóstenes contra Eschines, y la invectiva de Escauro contra Cathilina, no sé qué se os antoja agora, ya que habéis leído en historias tan sabrosas, os andéis a escudriñar refranes de viejas. Esto que vos me encomendáis y rogáis, muy mejor lo supiera la Maratona de Segovia, la Perexila de Ávila, la Labori de Hornachos, la Urraca de Ocaña o la Xarandilla de Baeça, las cuales todas fueron mugeres viejas arteras, magas sortílegas y aun un poco hechiceras. Si yo hablé con algunas destas mugeres, no fué para aprender sus hechicerías, sino para apartarlas de sus errores y innocencias, las cuales mugeres quedaron conmigo tan mal, y fuéles mi doctrina tan odiosa, que por estorbarme ellas el predicar, me intentaron de hechizar.

Miento si no me dixo un día, entre otros, la Xarandilla de Baeça estas palabras: «Si vos, señor maestro Guevara, queréis que no os empezca ninguna persona, tened aviso, en lugar de «per signum crucis», decir a la primera cosa viva que topáredes de mañana: «Con dos que te veo, con cinco te escanto; la sangre te bebo, el coraçón te parto». Aquella vieja ruin y las otras sus compañeras sabrán mejor exponeros el refrán que me escrebís y deciros del todo lo que deseáis, porque de mí le hago saber que aprendí teología y no nigromancia, y juro que no sé conjurar, y menos adevinar. Es este vuestro refrán tan antiguo, tan peregrino y aun tan rancio, que a mi parescer será necesario conjurar a los muertos que entonces eran vivos, o adevinar con los que presumen de adevinos; porque de todos los otros tengo por mí creído que nadie lo ha oído, ni menos leído.

Mas como dice el refrán que «dádivas quebrantan peñas», habéis de saber que los dineros que me enviastes para me curar y las conservas que hecistes para me regalar me han hecho revolver mi librería y despertar mi memoria, para ver si será posible topar con quien este refrán levantó o hallar la ocasión por que se inventó. Como no haya cosa tan encumbrada que no se alcance, ni cosa tan abscondida que no se halle, sé os decir que hallé vuestra demanda y topé con mi requesta. No penséis que se me pasa por alto en que si os noto de curioso, por lo que preguntáis, vos también me acusáis de goloso y cobdicioso en los dineros y conservas que me enviáis; de manera que a fe, sin mal engaño nos podemos decir: cállate y callemos, que sendas nos tenemos.

Teneos, señor, por dicho que con estas mis calenturas, si no hago por vos lo que debo, hago a lo menos lo que puedo; de manera que, según mi poca sciencia y mi mucha ignorancia, si más supiera más dixera. Bien o mal, ahí os envío vuestro refrán declarado y si no os satisficieren mis palabras, contentaos con que yo lo estoy de vuestras conservas, y en tal caso como éste, pido os, señor, por merced, echéis antes la culpa a mi cuartana que no a mi pluma.

Expone el auctor el refrán y declara en él grandes antigüedades de la ciudad y reino de Corintho.

Dice, pues, el refrán o proverbio que me enviastes y porque me rogastes: «Non omnium est adire Corinthum». El cual, en romance, quiere decir: «No pueden todos llegar a Corintho», o «no, pertenesce a todos ir a Corintho». Para mí tengo creído que éste es uno de los más antiguos refranes del mundo, porque antes dél ninguno hallo escripto ni menos usado; a cuya causa, para que vos, señor, quedéis satisfecho y yo sepa también lo que digo, será cosa muy necesaria tomar de algo lexos la historia.

Y porque me paresce que ya es tiempo que descarnemos la muela y pongamos las manos en la masa, es de saber que en Asia la Mayor hay una provincia que se llama Achaya, que cae en los confines de la Grecia, la cual tomó este nombre de Achaya, del rey Cadmo, que primero reinó en ella. En aquella provincia de Achaya hace un seno el mar Jonio, muy cercano que es al monte Ysinio, en el cual seno hay dos muy famosos puertos, al uno de los cuales solían llamar Tritonio, y al otro Magoa, en los cuales todas las naos de Levante tenían muy segura la entrada y ningún peligro en la estada.

En los siglos primeros y en la edad dorada, dicen los que en aquel tiempo escribieron, que Eolo el cretense tuvo un hijo muy travieso, que hubo nombre Sísifo, el cual, en su mocedad, y aun en la vejez, fué en el arte de hurtar muy diestro y en el saltear caminos muy atrevido. Este moço Sísifo, como anduviese corrido de todos y aun en él corriese a todos los pueblos comarcanos, para más seguridad suya y refugio de los ladrones que consigo truxo, acordó de hacer un lugar enriscado o un castillo roquero, a do él se pudiese defender y de do saliese a ofender. Hiço, pues, el ladrón Sísifo un muy fuerte castillo junto al mar Jonio, y al pie del monte Ysinio, a fin que si le combatiesen por mar, se salvase por la tierra, y si le siguiesen por la tierra, se acogiese a la mar. A esta fuerça o castillo llamó él la Ethrura, que en lengua siria quiere decir «fuerça» o «defensa», porque allí ponía lo que robaba y aun de allí salía a robar. Anduvo este Sísifo hecho cosario por la mar y ladrón por la tierra casi treinta y seis años, después de los cuales murió en su oficio; es a saber, en poder de sus enemigos y hecho todo cuartos. Muerto el ladrón Sísifo, juntáronse todos los lugares comarcanos y ahorcaron a todos los ladrones que con él estaban, y derrocaron por el suelo aquella fuerça a do se saban acogían.

Algunos años después que esto pasó, acordaron unos pobres marineros de reedificar allí unas choças o cabañas, a do ellos se acogiesen y a los marineros estrangeros albergasen, y a la verdad, como el concurso de los que mareaban por allí era mucho, ellos ganaban su vida y los otros descande su trabajo.

Estando las cosas en este estado, aportó por allí el príncipe Corintho, hijo único que era del rey Orestes; el cual, como llegase algo mareado y de una gran tormenta desbaratado, rescibiéronle aquellos pobres marineros en sus choças lo mejor que supieron y recreáronle lo más que pudieron. Era este príncipe Corintho mancebo, animoso, valeroso y aun asaz muy rico, porque desde muy mochacho le había enpuesto su padre en robar flotas y en saquear islas. Como el tirano Corintho siempre andaba enemistado a causa de los muchos daños que había hecho, acordó de hacer allí su asiento y de reedificar el castillo que antiguamente había hecho allí Sísifo, porque le paresció que el mar Jonio era allí manso y que el puerto Tritonio era para sus naos seguro.

Hiço, pues, allí el príncipe Corintho un muelle muy ancho, una cerca muy superba, una fuerça muy alta y una población mediana, y como él se llamaba Corintho, púsole por nombre Corintho: de manera que la muy famosa ciudad de Corintho tiranos la fundaron, tiranos la gobernaron y aun tiranos la asolaron. Era en aquellos tiempos la ciudad de Tiro puerto de mar, muy seguro para naos y muy rico para tractar, sino que después vino el magno Alexandro sobre él y contra él, y saqueóle, y asolóle, de tal manera, que dende en adelante no decían los que por allí pasaban «Ésta es Tiro», sino «Aquí fué Tiro». Todos los vecinos de Tiro y todas las mercancías del Poniente, y todo el tracto de Asia y de Grecia, todo se pasó a la ciudad de Corintho y su comarca; de manera que la perdición de la triste ciudad de Tiro fué ocasión de ennoblescerse Conrintho. Los salaminos, y los athenienses, y los corinthos eran pueblos muy famosos y aun entre sí muy enemigos, los cuales tuvieron entre sí siempre por luengos tiempos muchas diferencias y guerras, porque la envidia de los unos no podía çufrir la gloria de los otros. De estas tres çiudades tan superbas y inquietas, todavía duró más la gloria de la ciudad de Corinto que de las otras dos sus contrarias, porque primero fué destruída Atenas por Tholomeo y Salamina por Arsacidas, que no Corintho por el cónsul Escauro. Fué la ciudad de Corintho cabeça y metrópolis de toda la provincia de Acaya, porque allí residía el señor de la provincia y allí estaba el cuño de la moneda. Acontesció a la ciudad de Corintho lo que suele acontescer a los grandes pueblos como ella, y es que algunas veces la gobernaron reyes, otras veces tiranos y otras veces ellos mismos a sí mismos; mas por la mayor parte siempre fué mal gobernada y estuvo tiranizada. Todos los que escriben de Corintho dicen que en ninguna ciudad de toda Asia se labraban los metales de oro y plata, estaño y cobre, como en ella, a cuya causa eran los de Corintho hombres muy ricos y de todas las naciones muy frecuentados. Es también de saber que hubo en Corintho un tirano rico, famoso y vicioso, que se llamó Herio, el que edificó en medio de la ciudad un superbísimo templo, a manera de monesterio, y ofrescióle y dedicóle a la diosa Venus, que es la madre de los amores, y la abogada de los enamorados.

En este maldito templo moraban, por lo menos, quinientas doncellas asianas, las cuales ofrescían allí sus padres a la diosa de los amores para que fuesen enamoradas; de manera que a la más enamorada tenían por más sancta religiosa. Con tal que no saliese fuera del templo, podía cada una dellas pecar con quien quería, como quería y aun cuantas veces quería; de manera que toda su religión consistía no en ser buenas sino en estarse encerradas. Era ley entre ellas que si tomasen y se casasen con marido, ganasen primero el dote con infamia de sus cuerpos y con que juntamente con el marido pudiesen tener un enamorado, porque habiendo sido consagradas a la diosa de los amores, no querían perder el nombre de enamoradas. Era tanta su bestialidad, o por mejor decir su torpedad, que no podían ofrescer en aquel templo ninguna mujer que fuese casada o viuda, sino virgen muy honrada, la cual mal aventurada, en torno de un año, y dentro del mismo templo, de virgen sagrada, se tornaba ramera pública. En extremo deprendían y sabían todas las que allí estaban, leer, escrebir, tañer, cantar, dançar y aun se requebrar, de manera que ninguno escapaba de sus manos que no fuese pelado o burlado. También es de notar que en tomo de la ciudad de Corintho se cogía mucho pan, vino, aceite, miel, açafrán, cáñamo, lino, seda y fructa; de manera que decían todos los que la veían y tractaban que aquella tierra, más era para morada de dioses, que no para habitación de hombres. De carnes, pescados, cajas, fructas, era Corintho, por mar y por tierra, tan proveída, que a los naturales della hacía viciosos y a los estrangeros golosos. Por ocasión del oro y plata que allí se batía, de la púrpura que allí se cogía, de los paños que allí se vendían, de la, seda que allí se texía y aun de los muchos vicios que allí había, concurrían a Corinto tantas y tan diversas naciones, que parescía en la grandeça y sumptuosidad otra Babilonia y otra Menfís en la abundancia. Era tan grande el tracto que en Corintho había y las riquezas que allí se hallaban, que no sólo de toda Asia y Grecia allí iban, mas aun de lo más último de Europa allí concurrían; de manera que cuando venía algún hombre a ser muy rico, todos le llamaban el corintiano.

Es también de saber que en la ciudad de Corinto moró y murió aquella muy hermosa y aun muy famosa enamorada Layda, de cuya vida escribieron grandes filósofos y por cuyos amores se perdieron muchos enamorados. De esta Layda escriben que era elegante en el cuerpo, venusta en el aspecto, roxa en el cabello, blanca en el rostro y airosa en el andar, graciosa en el hablar, polida en se traer, prompta en el responder, grave en el se requebrar y muy altiva en el se estimar. Era tan afamada, y aun tan difamada, en el hecho de amores y liviandades la greciana Layda, que muchos mancebos ricos y valerosos y generosos, no sólo de África, mas aun de lo postrero de Europa, la iban a ver, y servir, y aun a seguir. El filósofo Demóstenes, como quisiese entrar en casa de la hermosa Layda y ella le pidiese más dinero que él pensaba, y aunque por ventura tenía, respondió: «Nunca los dioses permitan, ¡o Layda! que contigo yo gaste mi hacienda y aventure mi persona en tal cosa como ésta la cual no habré hecho cuando della esté arrepiso».

Esto, pues, todo presupuesto, habéis agora de saber, señor, que el proverbio o refrán vuestro que dice «non omnium est adire Corinthum», se inventó por una de cuatro raçones de las que arriba hemos contado y declarado. La primera es que, como la ciudad de Corinto era tan rica para tractar y tan viciosa para vivir, acontescía a muchos, o a los más que iban de diversos reinos y provincias allá, que o se morían por la tierra, o se anegaban por la mar. La segunda razón es que, como estaba en Corinto la famosa enamorada y grande requebrada Layda, y era de muchos príncipes requestada y de muchos estrangeros servida, ella los enviaba tan bien gastados a los unos y tan bien pelados a los otros, que le quedaba a ella asaz de que gozar y aun llevaban ellos bien que contar. La tercera raçón es que como estaba allí, en Corinto, el gran templo de la diosa Venus, a do residían más de quinientas doncellas, o por mejor decir, moças enamoradas, iban tantos y de tan diversas partes a vellas y requestallas, que gastaban allí las haciendas que traían, y aun las vidas que tenían. La cuarta razón es que, como en Corinto y su comarca había tanta abundancia de manjares que comer y tantas riquezas que tractar, tantas mugeres con quien se requebrar y tantos vicios a do tropeçar, era común vulgar decir por todo el mundo: «Guardaos de Corinto, mirad no vais a Corinto, ved lo que hacéis en Corinto y catad que no es para todos Corinto».

Sea, pues, la conclusión de todo lo que hemos dicho, y es que el refrán que dixe «non omnium est adire Corinthum» se levantó o por el peligro que había de ir a Corinto, o por la enamorada Layda que moraba en Corinto, o por los grandes vicios que había en Corinto, o por el templo de las infames moças que había en Corinto, o por los muchos que iban y pocos que volvían de Corinto. Esto es lo que siento, esto es lo que alcanço en vuestra demanda, y mi respuesta, la cual, si no os contentare y satisficiere, será o por yo no la saber, o por vos no la querer entender.

De Burgos, a VIII de mayo de MDXXX.




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Letra para el licenciado Rodrigo Morejón, en la cual se expone una auctoridad del filósofo. Es letra muy notable para los jueces del crimen


Muy notable señor y descuidado juez:

Si mi memoria no me engaña, Cicerón dice en el segundo libro de Amicicia: «Si omnia facienda sunt que amici vellent, tales non sunt amicicie, sed conjurationes», como si, más claro, dixera: «Si todas las cosas, así buenas como malas, que nos piden nuestros amigos, hacemos y cumplimos, más con verdad se podrá llamar la tal amistad ser conjuración de malos que no confederación de buenos». «Per salutem Pharaonis digna tali viro sunt verba hec». Nicia y Persio, que saquearon a Tebas; Antenor y Mesturio, que entregaron a Troya; Scauro y Catilina, que tiranizaron a Roma; Bruto y Casio, que mataron a César, grandes compañeros y aliados fueron los unos de los otros; mas a la verdad no se pudieron con verdad llamar amigos, porque no hay amistad entre los que no hay bondad. Perniciosa, infame y maldita es la amistad a do no se hacen unos amigos sino para ser de otros enemigos. Digo esto, señor Licenciado, para responder a vuestra carta, en la cual me traéis a la memoria vuestra amistad y mi fidelidad antigua, diciendo que agora, sino nunca, habéis de conoscer quiénes son los amigos que en presencia os han de favorescer y en absencia socorrer. Yo, señor, me prescio de la fidelidad que decís, y aun confieso la amistad que me tenéis; mas esto se entiende con que no hagáis tales cosas que con verdad sean dignas de reprehender y dignas de defender.

Y porque mejor nos entendamos, digo que a mí me ha pesado mucho de lo que he oído acá, y mucho más de lo que habéis hecho allá, porque si hubiérades leído al filósofo en el segundo libro de las Éthicas, ni a vuestros amigos pusiérades en trabajo ni a vuestra persona en tantos peligros. Los hombres repúblicos y que se ponen a gobernar pueblos, habían de ser muy cuerdos en lo que hacen y muy doctos en lo que juzgan, porque la sciencia y la experiencia son las dos colunnas que sustentan a la república. Hablando con reverencia de vuestras barbas honradas, a muchos acontesce oír decreto y decretales, sexto y clementina, código y esforçado, instituta y pandetas, los cuales, después que salen a gobernar repúblicas, o a residir en chancellerías, como presumen de alegar muchos testos, vienen a ser muy grandes tiestos. No se puede con verdad llamar letrado el que sabe el cuerpo del Derecho, sino el que sabe en su tiempo y lugar aplicarlo, porque para aprender la sciencia abasta algún discurso de tiempo, mas para aprovecharla es menester buen juicio. Como todas las leyes humanas están fundadas más sobre razón que no sobre opinión, muchas veces acontesce que acierta mejor a gobernar el alcalde del aldea, que no el que se graduó en Salamanca.

Tocando, pues, vuestro caso, digo que en mi opinión estábades por hombre cuerdo y por licenciado bien leído; mas por lo que me decís que habéis hecho y por lo que por todo el reino se ha sonado, o yo no soy el que solía, o vos no sois el que yo pensaba. A vos os mandan ir al principado de Oviedo, a castigar en bienes y persona a Juan Pérez de Tabara, que había sido comunero y que a los gobernadores había desobedescido; en el cual hecho y comisión fuistes asaz culpado por no le prender la persona, y por no le derrocar la casa. Desobedescer al rey por cumplir con la ley, o quebrantar la ley por obedescer al rey, cosa es que se hace, aunque no se debría hacer; mas de punta en blanco osar desobedescer al rey y atreverse a quebrantar la ley, téngolo por liviandad, y ayna diría que por nesedad. De tiempo immorable acá es ley usada y guardada que al que fuere traidor al rey y alborotare el reino, le prendan la persona, le confisquen la hacienda, pierda la vida y le derruequen la casa; la cual casa vos quisistes antes vender que no derrocar, diciendo que era hermosa y que ponía gran lástima derrocarla.

A este propósito dice el Filósofo en el libro arriba alegado: «Nunquam debet fieri iudicium in conspectu obiecti delcetabilis de quo iudicandum est», como si, más claro, dixera: «Si por caso alguna cosa que fuere rica o hermosa cayere en alguna culpa, guárdese mucho el juez de tenerla delante su persona al tiempo que la hubiere de sentenciar, porque ya podría ser que la mucha compasión le ofuscase la razón». Conforme a esta sentencia, dice el gran poeta Homero que entre los príncipes troyanos y griegos hubo grandísima contienda sobre si tornarían o no tornarían a la hermosa Helena a su marido Menelao, y era el caso que en absencia la condenaban y en presencia la soltaban, y finalmente, la muy grande compasión que tenían della, de vella tan hermosa, les hizo no hacer della justicia. Josefo, en el De bello Judaico, dice que el buen emperador Tito tuvo después que hubo sojuzgado a tierra de Judea y vencido a la gran ciudad de Hierusalem, viendo la grandeza y extremada hermosura del gran templo de Salomón, movido de pura lástima, nunca consintió que fuese saqueado, ni aun menos derrocado, hasta que él saliese de Asia y aun tornase a Roma. En el primero libro de los Reyes, mandó Dios nuestro Señor al rey Saúl que al rey de los idumeos y a todos los hombres y mugeres y animales pusiese a cuchillo sin perdonar a ninguno, y el pobre del rey Saúl, movido de compasión, mató a los animales flacos y sarnosos, y guardó a los gruesos y hermosos, por el cual desacato y inobediencia Dios nuestro Señor tomó dello mucho enojo, y aun juntamente le privó del reino. También cuenta Plutarco del buen cónsul Marco Marcello que, viendo arder a la nobilísima ciudad de Çaragoça de Sicilia, mandó atajar el fuego y lloró por lo que se había quemado, diciendo que casas tan hermosas, lástima era quemarlas. Si estos tan ilustres príncipes y vos, señor Licenciado, con ellos, guardárades las reglas de Aristótiles: es a saber, que la cosa rica y hermosa nunca el juez la traiga a sentenciar en su presencia, ni ellos tanto erraran, ni vos dexárades de acertar; mas pues todos fuistes compañeros en la culpa, justo es lo seáis también agora en la pena.

Acusaros el fiscal del descuido que tuvistes en no prender a Juan Pérez de Tabara y de no quererle derrocar su casa, a mí me pesa de todo coraçón, y quiero que sepáis que este pesar no es tanto por el trabajo en que vos, señor, estáis, cuanto por el yerro que hecistes, porque de los que son nuestros amigos y familiares, más nos ha de penar el exceso que hacen, que no la pena que padescen. Escrebir como me escrebís, con tanta lástima, cosa es que pasa; mas mostrar tanta desesperación como mostráis, no lo tengo por cordura, pues no es caso que por él os han de matar, ni a un miembro mutilar, pues, gracias a Dios, no os acusa el fiscal real que cometistes traición, sino que no castigastes al traidor.

Hame caído, señor Licenciado, en mucha gracia en saber que estáis retraído en esa iglesia, en la cual, aunque no queráis, las misas que dexastes de oír por voluntad, las oiréis agora de necesidad. Estando retraído en esa iglesia, goçaréis de otra libertad, y es que no os tomará el alguacil ninguna arma, ni os acusarán que andáis después de tañido a queda. Ternéis otro bien en esa iglesia, y es que veréis repicar al sacristán las fiestas, aprender a leer a los niños, decir el sábado en la tarde de la salve, partir el cura las obladas el domingo y andar la procesión de los finados el lunes, de manera que ni os faltarán vivos con quien conversar, ni aun muertos por quien regar. Si todavía vuestras novedades van adelante, no faltará algún hombre rico que se muera, el cual se mande ahí enterrar, y algún treintanario por su alma decir, y en tal caso como éste podríades, señor Licenciado, juntaros con los que dixeren las tales misas y ayudarles a comer lo que trujeren y aun a jugar lo que ganaren.

Dexadas estas burlas aparte, yo hablé en vuestro negocio al alcalde Ronquillo y al alcalde Birbiesca, los cuales, aunque están mal con vuestro exceso, todavía creo os aprovechará algo mi ruego, aunque es verdad que si en las palabras son bien criados, en las obras son muy justicieros.

De Palencia, a nueve de diciembre, MDXXIIII.




ArribaAbajo- 19 -

Letra para Garcisánchez de la Vega, en la cual le escribe el auctor una cosa muy notable que le contó un morisco en Granada


Especial señor y ocioso cortesano:

A cuerpo tan cansado y a juicio tan derramado, y a hombre tan ocupado, como ando yo agora, muy gran crueldad es mandarle que se asiente a contar su vida, y a escrevirle si hay por acá alguna nueva como sea verdad, que cargan tantos negocios de mí, que aun apenas sé de mí. En acabando que acabe de babtizar veinte y siete mil casas de moros en el reino de Valencia, me mandó César, mi señor, que visitase también este reino de Granada, obra por cierto asaz necesaria, aunque a mí muy enojosa. Lo que hasta agora he visitado es a Almuñécar, a Salobreña, a Motril, a Vélez, a las Guaxaras, al Valdeleclin, y agora estoy aquí, en Lanjarón, y lo que siento de la visita es que hallo en los cristianos nuevos tantas cosas de emendar, y en los cristianos viejos tantas que remendar, que tomo por más sano consejo corregirías en secreto que no castigarlas en público.

Los grandes pecados y facinorosos delictos, a la hora que no son públicos, a las veces es mejor disimularlos que no castigarlos; lo uno, porque los atrevidos no se abecen de aquella manera a pecar, y lo otro, porque los simples no se escandalicen de ver tan enormes pecados cometer. En todo este reino de Granada han sido los moriscos tan mal enseñados en las cosas de la ley, y, por otra parte, disimulan con ellos tanto las justicias del rey, que no será pequeña jornada la mía prevenir y remediar lo futuro, sin que meta mano en lo pasado.

Escrebísme, señor, que os escriba si he sabido o oído alguna cosa nueva y graciosa en esta visita, la cual sea para escribir de acá y sea para reír allá. A otros ociosos y descuidados y vagamundos como vos habéis de escrebir que os escriban semejantes nuevas o novellas, que yo, triste de mí, como ando tan acosado de negocios, tan falto de bastimentos, tan cargado de moriscos y tan hecho correo por los caminos, más estoy para contar mis quexas de veras, que no para escrebir a nadie burlas. Esto todo, no obstante, todavía os quiero contar una cosa que me contaron habrá un mes, la cual, si no fuere de reír, será, a lo menos, digna de saber.

Viniendo, pues, al caso, habéis, señor, de saber, que en toda esta visita traigo conmigo diez ballesteros, así para mi guarda como para que me enseñen la tierra, y como subiese a un recuesto encima del cual se pierde la vista de Granada y se cobra la del Valdeleclín, díxome un morisco viejo que iba conmigo estas palabras mal aljamiadas: «Si querer tú, alfaqui, parar aquí poquito poquito, a mí contar a ti cosa a la grande que rey Chiquito y madre suya facer aquí». Como yo oí que me quería contar lo que al rey Chiquito y a su madre allí había acontescido, amélo oír, y començómelo en esta manera a contar.

«Has de saber que este reino nuestro de Granada se començó a perder desde las diferencias que entraron entre el rey Muli Abduacén y los Abencerrages, que eran unos caballeros muy valerosos y asaz muy belicosos, los cuales en la gobernación del reino eran muy cuerdos y en la defensa dél muy venturosos. Levantáronse aquellos enojos entre el rey y ellos sobre amores de una mora muy hermosa, los amores de la cual fueron tales y tan malhadados, que abastaron a que el rey y los Abencerrages se acabasen y el reino todo se perdiese. Créeme tú, alfaqui, y no dubdes, que si el rey Fernando tomó este reino en tan poco tiempo y con tan poco daño, más fué por las voluntades discordes que en él había, que no por la gente de armas que él traía.

«Otro día después que se entregó la ciudad y el Alhambra al rey Fernando, luego se partió el rey Chiquito para tierra de Alpuxarra, las cuales tierras quedaron en la capitulación que él las tuviese y por suyas las gozase. Iban con el rey Chiquito aquel día la reina su madre, delante, y toda la caballería de su corte, detrás, y como llegasen a este lugar a do tú y yo tenemos agora los pies, volvió el rey atrás la cara para mirar la ciudad y Alhambra, como a cosa que no esperaba ya más de ver y mucho menos de recobrar. Acordándose, pues, el triste rey, y todos los que allí íbamos con él, de la desventura que nos había acontescido, y del famoso reino que habíamos perdido, tomámonos todos a llorar, y aun a nuestras barbas canas a mesar, pidiendo a la misericordia, y aun a la muerte, que nos quitase la vida. Como a la madre del rey, que iba delante, dixesen que el rey y los caballeros estaban todos parados: mirando y llorando el Alhambra y ciudad que habían perdido, dió un palo a la yegua en que iba, y dixo estas palabras: «Justa cosa es que el rey y los caballeros lloren como mugeres, pues no pelearon como caballeros».

»Muchas veces oí decir al rey Chiquito, mi señor, que si como supo después, supiera allí luego lo que su madre dél y de los otros caballeros había dicho, o se mataran allí unos a otros, o se volvieran a Granada a pelear con los cristianos».

Esto, pues, fué lo que me dixo aquel morisco, y estotro día me preguntó el emperador, mi señor, no sé qué cosas de la visita, y a revuelta de otras le conté ésta que aquí he contado, el cual me dixo estas palabras: «Muy gran razón tuvo la madre del rey en decir lo que dixo, y ninguna tuvo el rey su hijo en hacer lo que hizo, porque si yo fuera él, o él fuera yo, antes tomara esta Alhambra por mi sepultura, que no vivir sin reino en el Alpuxarra».

De acá no hay más que decir, aunque acá tenemos hartas cosas que hacer, sino que le pido de especial gracia mande dar esta mi letra al señor conde de Pontencia, el cual está retraído en su posada, sobre las diferencias que hay entre él y el señor marqués de Pescara.




ArribaAbajo- 20 -

Letra para don Alonso Manrrique, arçobispo de Sevilla, en la cual se declara una auctoridad de la sagrada escriptura. Es letra muy notable para que los jueces y perlados no sean muy rigurosos.


Muy ilustre señor y piadoso perlado;

Por la mula baya y gruesa que me truxo Pedro de Frías, su secretario, y Olando, su mayordomo, piensa vuestra señoría reverendísima que le tengo de hacer muchas çalemas y darle infinitas gracias, lo cual yo no haré, ni aun a tal me humillaré, porque si buena mula me tengo, buena mula me gané, por la sentencia que contra vos di y por las costas del proceso en que le condenné. Cuando vuestra reverendísima señoría y el duque de Nájara me elegistes por juez de vuestra porfía, sobre quién fué Sagunto o quién fué Numancia, harto estudié y harto sudé para habello de determinar y sentenciar, y pues os sentencié en una mula, y consentistes en la sentencia, digo que ni la tengo de pagar ni menos restituir. El Duque me sigue y me persigue cada día en Palacio, jurando y perjurando que la mula me ha de tomar o hacérmela hurtar; mándele vuestra señoría que calle y me dexe; si no, que yo le doy mi fe de probar por mis historias antiguas que dos leguas más acá de Nájara solían estar los mojones de Navarra.

Dexando las burlas y hablando de veras, yo haré lo que vuestra señoría me manda, de muy buena voluntad, aunque con alguna dificultad, porque muy mayor trabajo es una cosa de la Escriptura darla por escripto, que no predicarla en el púlpito.

Mándame que le envíe expuesta una auctoridad del Éxodo, que prediqué el otro día a César en Palacio, la cual fué de todos loada, y de muchos notada. Es, pues, el caso que dixo Dios nuestro Señor a Moisén, en el XXV capítulo del Éxodo: «Emuntoria quoque facies et ubi ea que emunta sunt extinguantur, ex auro purisimo», como si, más claro, dixera: «Junto a las lámparas del templo ternás unas tigeras de oro purísimo para despabilar, y ternás una bacina de oro a do echen lo que se despabilare». Para que esta palabra sea bien entendida, es necesario tomar desde algo lexos la escriptura, porque en los pasos profundos y delicados de la Sagrada Escriptura hace mucho al caso declarar muy de raíz el texto.

Es aquí, pues, de notar que cuando Dios sacó a los hijos de Israel de Egipto, luego les dió ley que guardasen, sacerdotes que los enseñasen, caudillos que los gobernasen, capitanes que los defendiesen, tierras a do morasen, maná con que se sustentasen y tabernáculo a do orasen. El curioso lector hallará en los psalmos y profecías muchas veces repetidos estos nombres: es a saber: «tabernaculum», «sanctuarium», «atrium», «propiciatorium», «oraculum» et «sancta sanctorum»; los cuales nombres todos, aunque se verificaban de la Sinagoga que tenían los hebreos, muy gran diferencia iba de los unos a los otros. Tabernáculo entre los judíos era lo que agora llamamos iglesia entre los cristianos, la orden del cual, aunque es dificultosa de escrebir, es muy misteriosa de saber. En mitad, pues, del real a do hacían asiento los hebreos, dexaban un espacio de cient cobdos en largo y cincuenta en ancho, y a los lados de aquel espacio estaban dos colunnas gruesas, las cuales servían de apartar y distinguir el lugar de los sacerdotes al de los legos. A todo lo que tomaba este espacio, así en ancho como en largo, llamaban los israelitas «tabernáculo», que quiere decir lugar ofrescido a Dios sólo. En medio de este tabernáculo estaba hecho un altar solemnísimo, a do se degollaban los animales para el sacrificio y a do estaba la bacina de agua para lavarse los sacerdotes; y porque hasta allí podía entrar todo el pueblo israelítico, llamaban aquel lugar el «santuario»: es a saber, lugar sanctificado. En fin deste sanctuario estaba un apartamiento de treinta cobdos en largo y de diez en ancho, hecho con tablas de Cethín, sobre el cual estaba un cielo de cuatro dobleces: es a saber, de holanda, de lana, de xerga y de pellejas de carnero, para que defendiese del agua y amparase del sol. Debaxo deste cielo, en medio de aquel apartamiento, estaba la mesa que llamaban «sancta», y los doce panes sanctos, y el candelero sancto, y el encienso bendicto, y llamaban aquel lugar el «sancto tabernáculo», porque allí los que eran legos no podían llegar, y solos los sacerdotes osaban entrar. En medio de este tabernáculo estaba un velo grande, asido de dos colunnas, y detrás dél estaba el arca del testamento, en la cual estaban guardadas las tablas de la ley, el maná del cielo y la vara del gran sacerdote Aarón, y a éste llamaban todos el «sancta sanctorum», porque el summo sacerdote sólo entraba en él una vez en el año. Encima de aquella arca estaba una tabla algo más larga que ancha, toda de oro purísimo, y encima de esta tabla estaban dos serafines, que eran también de oro, y encima de los serafines estaba siempre una niebla muy oscura, en medio de la cual estaba el ángel que hablaba, lo que Dios nuestro Señor le mandaba, y respondía a lo que el buen viejo Moisén le preguntaba. Este lugar a do estaban los serafines, y la niebla, y la tabla de oro, y el ángel era el más secreto, y el más reverenciado de todo el tabernáculo, y llamábanle el «propiciatorio»; porque allí era a do el Dios de Israel se les mostraba más propicio y piadoso, así para los perdonar como para los responder. A las espaldas deste propiciatorio, cabe el altar del tabernáculo, ardía de día y de noche un muy grande fuego, sin jamás se matar, a do quemaban los sacrificios y holocaustos, y aun las oblaciones y similágines. Entre el tabernáculo y el propiciatorio, no diez pasos del «sancta sanctorum», había un muy generoso candelero de oro purísimo, encima del cual estaban seis lámparas llenas de olio de olivas, las cuales ordinariamente ardían y el tabernáculo alumbraban. Es aquí de advertir que en el antiguo tabernáculo de Moisén, ni en el famoso templo de Salomón, ni se mandó ni se permitió quemar velas de sebo ni candelas de cera, sino que solamente ardían y alumbraban allí lámparas de aceite; porque el misterio que significa la cera labrada por la abeja quedóse para alumbrar a la Iglesia cathólica. Como el tabernáculo, el sanctuario, el atrio, el propiciatorio y el «sancta sanctorum» eran lugares sanctos y a solo Dios dedicados, mandaba la ley que estuviesen ataviados, limpios, claros, alegres y no hediondos, y a esta causa tenían los sacerdotes cabe el candelero unas tixeras de oro, para despabilar las lámparas, y una bacina de oro a do echasen las despabiladuras. Esto, pues, es lo que literalmente suena la letra y lo que entonces en la Sinagoga pasaba, raçón es agora, muy ilustre señor, que digamos y declaremos qué es lo que de estas tixeras sentimos, y qué es lo que del despabilar las lámparas alcançamos.

Aplica el auctor la historia que ha contado al misterio de las tixeras que estaban cabe el candelero.

Cosa es asaz de notar, y aun mucho de admirar, de que siendo la lumbre cosa que a todas las cosas alumbra, y que a todo lo que en sí toma lo mundifica y purifica de orín y de escoria, veamos, por otra parte, eche ella de sí humo que atormente, pavesas que enogen y pavilos que hiedan. Al que esto leyere, y al que esto oyere, querría que me dixese: ¿por qué siendo el atrio sancto, el tabernáculo sancto, el propiciatorio sancto, el arca sancta, el candelero sancto y todo cuanto allí había todo era sancto, y todo era bendicto, había con todo eso en el templo que cercenar, que desechar, que absconder, que despabilar, que enterrar y que pisar? Puédese muy bien de esto colligir que no hubo, ni hay, ni había en el mundo gente, congregación, república, estado, ni persona tan sancta, ni tan corregida, que no haya en ella que emmendar, y aun que despabilar, porque hablando la verdad, a ninguno vemos vivir tan bien que no podría, y aun debría, vivir mucho mejor. ¿Cómo osaré yo canonizar por sancto al hombre más sancto del mundo, pues el Apóstol pone culpa en el niño recién nascido? Halló Dios en los ángeles que castigar, ¿por ventura no hallará en los hombres que despabilar? Quien oyere decir al sancto rey David: «Ecce enim in iniquitatibus conceptus sum et in peccatis concepit me mater mea», ¿osará por ventura decir que no hay en él ninguna culpa? Diciendo Dios a Noé «quod omnis caro corruperat viam suam», ¿quién se atreverá a decir que no hay en él pecado, pues condenna por pecador a todo el mundo? A alta voz dice el psalmista: «ego dixi in excesu meo, omnis homo mendax», ¿osará, pues, excusarse de culpa, diciendo la Escriptura que no hay verdad en su boca? Pecó Adán en comer del árbol vedado, pecó Chaín en matar a su hermano, pecó el buen rey David en cometer el adulterio, pecó Jonathás en comer del panal, pecó Absalón en conspirar contra su padre, pecó Salomón en el pecado de la idolatría, ¿y piensa alguno de no tropeçar en los pecados, habiendo caído aquellos tan ilustres varones de rostro en ellos? Porque el divino Paulo exclama y dice: «¿quis existimat stare, videat ne cadat», sino porque cada uno piense en sí que ha caído en pecado o que puede caer muy presto. Quien considerare la caída del infelice de Judas, siendo apóstol de Cristo nuestro redemptor, andando con Cristo y oyendo a Cristo, ¿osará por ventura confiarse de sí mismo? Pues descendemos de pecadores, nascemos de pecadores, andamos con pecadores y cometemos tan enormes pecados, ¿no diríamos con verdad que son muy injustos los que se tienen por justos? Diga cada uno lo que quisiere y presuma de sí cuanto mandaré, que si yo quiero confesar la verdad, lo que yo siento de mí es que hay de mi mucho que enmendar, hay harto que cercenar, hay asaz que remendar y hay infinito que despabilar. Gran parte es de justicia el reconoscer cada uno su culpa, aunque también es verdad que no abasta conoscerla, si el tal no se esfuerça a emmendarla, porque si una vela tiene el pabilo largo, no cumplen con sacudirla, sino con despabilarla. Si no hubiese en el mundo más de un vicio en que caer, todos se guardarían de en él no tropeçar; mas como hay tantos resbaladeros a do deslizar, y tantos atolladeros a do entrampar, es cosa muy cierta que el que no se hallare atollado quedará a lo menos menos entrampado. Para que dé harta luz y alumbre bien la candela, es menester muy a menudo despabilarla, pues quiero por lo dicho decir que hombre que tiene vergüença y cuenta con su conciencia, a la hora que comete la culpa, se debe de esforçar a hacer la enmienda, porque si una vez se abeza a tener callos en la conciencia, tarde o nunca emmendará su vida. Al propósito de esto, decía el sabio Salomón: «Impius cum in prophundum malorum venerit, contennit», como si, más claro, dixese: «Al que Dios nuestro Señor desampara de su misericordiosa mano, pensando de una hora a otra verse emmendado, se va cada día más y más a lo hondo, de manera que como está habituado a pecar, no se dexa corregir».

Mandar, pues, nuestro Dios en su ley, que al pie de las lámparas que ardían estuviesen tigeras con que se despabilasen, no es otra cosa, a mi ver, sino que cada uno debe tener cabe si a quien le enseñe la doctrina que siga y le aparte del camino en que yerta, porque en caso proprio no se çufre ser nadie juez de sí mismo. ¡O cuán contrario desto es lo que hoy pasa en este triste de mundo!, que, como dice el bienaventurado Apóstol: «In novisimis diebus coacerbabunt sibi magistres prurientes auribus», es a saber, que quieren más tener consigo las lisongeros que los engañen, que no rectores que los avisen. Torno a decir, y a referir, en que no es otra cosa tener las tigeras cabe el candelero para le alimpiar, sino abezarnos muy a menudo a confesar, porque si es necesario de tres y quatro veces en una hora alimpiar la candela, no sería mucho que cada semana a lo menos una vez despabilásemos el ánima. La vela cargada de pavesas no puede alumbrar, y el ánima cargada de pecados no puede merescer, y por eso tiene necesidad de a menudo amecharla como a lámpara o despabilarla como candela, porque los pecados que están rancios ya de vicios, son malos de confesar y peores de emmendar.

Es también mucho de advertir en que mandaba Dios en la ley que no sólo fuesen de oro las tixeras con que despabilasen las lámparas, mas aun la bacina a do echasen las pavesas, y esto que no fuese de cualquier oro, sino de oro muy purísimo. Es, pues, el misterio de este misterio, que el rey, el perlado, el rector y gobernador que a los otros ha de corregir y castigar no debe haber en él que cercenar, ni menos que despabilar, porque no se çufre en ley divina, ni aun humana, que un ladrón ponga a otro ladrón en la horca. Entonces son las tixeras con que despabilan de plomo o de hierro cuando el rector y gobernador es en su vida desonesto, en sus pláticas descomedido, en sus justicias afectionado y en sus castigos apasionado, y en tal caso como éste, más justa cosa sería alimpiar las tixeras, que no despabilar las velas. Entonces son las tixeras de oro purísimo cuando el censor y el perlado es corregido en su vida, atinado en su habla, cuidadoso en su república, recto en su justicia y desapasionado en la execución della, de manera que a voz de todo el pueblo no hallen en él que desechar ni menos que desear. No se contentó la Sagrada Escriptura con decir que las tigeras de despabilar fuesen de cualquier oro, sino de oro muy purísimo, para darnos a entender que el buen; juez y gobernador, no sólo ha de ser bueno, sino muy bueno no sólo justo, sino muy justo; no sólo verdadero, sino muy verdadero; no sólo docto, mas aun muy discreto; porque los súbditos de la república más amigos son de immitar lo que veen, que no de creer lo que oyen. Del sancto rey David dice dél estas palabras la Sagrada Escriptura, en el segundo libro de los Reyes: «Faciebat David iudicium et justitiam omni populo», como si, más claro, dixese: «Asentábase el buen rey David cada día en la plaça a hacer audiencia, y a cumplir a todos de justicia». Muchos son los que hacen pública audiencia, y muy poquitos los que hacen entera justicia, y también son muchos los que cumplen de justicia a algunos, y muy pocos los que la guardan igualmente a todos, lo cual no se debería hacer ni menos consentir, porque no ha de ir la ley a do quiere el rey, sino que vaya el rey a do quiere la ley.

¡O palabras dignas de notar, y de a la memoria encomendar, en las cuales se dice del buen rey David que no por mano de otro, sino él mismo; no en casa, sino en la plaça; no una vez, sino cada día; no a uno, sino a todo el pueblo; no que los remitía, sino que los oía, y que no sólo los oía, mas que con justicia los despachaba y a sus casas los enviaba! Los jueces que nuestro Dios puso para corregir a otros, todos fueron justos y sanctos, así como a Noé, que envió contra los idólatras; a Loth, contra los sodomitas; a Moisén, contra los egipcios; a Helías, contra los falsos profetas, y a Daniel, contra los malos jueces; de manera que si topaban ellos en los otros que castigar, a lo menos no se hallaba en ellos que despabilar. De la mano del perlado que es cuerdo y desapasionado, cada uno huelga de ser avisado de sus descuidos y corregido de sus delictos; mas si el tal es absoluto, y disoluto, de mala gana çufre nadie su castigo, porque queda lastimado y no castigado. Poco aprovecha que las tixeras con que despabilan la vela sean de oro ni de plata, si en lugar de la despabilar se la ponen a matar; quiero por esto decir que el verdadero juez y perlado, más se ha de presciar de piadoso, que alabarse de riguroso; porque su fin más ha de ser a que se emmiende el pecado, que no a lastimar al pecador. Con tixeras de oro se despabila la candela cuando el juez o perlado, por una parte, castiga el delicto, y por otra tiene gran compasión del castigado; porque de otra manera aceptaría Dios la paciencia del que es corregido y condennaría la voluntad del corrector. No vaca tampoco de misterio el mandar Dios en su ley que debaxo del candelero santo estuviesen las tixeras de despabilar y la bacina de oro en que echasen lo que despabilasen, pues en la Sagrada Escriptura no hay ni una sola palabra que no sea misteriosa. No pienso desacertaríamos en decir que el candelero es la iglesia, la candela es el pecado, la fixera es el perlado y lo que se despabila es el pecado, el cual manda Dios que sea despabilado y luego con agua o arena cubierto, porque no dañe al que lo cometió ni hieda al que le despabiló. El rector y gobernador de la república mucho debe mirar, no sólo en el corregir las culpas, mas aun en guardar las honras, porque no es otra cosa el querer Dios que en despabilando la lámpara, entierren luego la pavesa, sino que el pecador sea castigado, mas no deshonrado. El bendicto Jesús, que dixo «non veni vocare justos sed peccatores», y cuando dél se dixo «hic peccatores rescipit et manducat cum illis», aunque estaba mal con los pecados, no tenía aborrescidos los pecadores.

Mi bien y mi redemptor Jesucristo, con tixeras de oro despabilaba las lámparas, y en bacina de oro echaba las pavesas, cuando llamaba a los pecadores, predicaba a los pecadores, se servía de pecadores y aun tornaba por los pecadores; de manera que no se despresciaba de traerlos en su compañía, ni de asentarse con ellos a la mesa. Muy subtilmente se ha de despabilar la candela, y muy más delicadamente se ha de corregir la culpa; conviene a saber, que la corrección sea en secreto, sea secreta, y sea discreta, porque corregir el exceso es de perlado, mas corregirle con caridad es de cristiano. Bien sabía Cristo que Judas le había de vender y a los judíos de entregar; mas, con esto, le lavó los pies, le comulgó con los otros, le asentó en su mesa y no le quitó la habla, para darnos a entender que con tanta sagacidad se corrija en el próximo la culpa, que por ninguna manera le quitemos la honra. En este mal mundo, lo que de la candela se despabila, en el suelo se echa, y con los pies se acocea; quiero decir que a la hora que un triste de un pecador cae en un pecado, a la hora es de todos aborrescido, y aun infamado, como si no estuviésemos abezados a oír pecar, a ver pecar y aun a pecar. Si todos los que saben pecar y se dan a pecar, y aun se prescian de pecar, se acabasen o se muriesen, yo juro a mi pecador que pocas casas hubiesen menester de edificarse y muy poquito pan de sembrarse. No es así, no es así en la casa de Dios, a do lo que despavilaban de las lámparas echaban en unas bacinas doradas, para darnos a entender que al que por flaqueza pecare y por descuido errare, no le han luego de afrentar, ni menos lastimar, porque si Dios, que es el más injuriado, le perdona, no es justo que otro tan pecador como él le condenne.

Esto, pues, es, muy ilustre señor, lo que desta palabra siento, y lo que, en summa, prediqué al Emperador en Palacio.

De Madrid, a XII de agosto. MDXXVII.