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Límites de las relaciones entre Lingüística y Lógica1

Sebastián Mariner Bigorra






- I -

Afirmar, de entrada, que la delimitación de las relaciones entre nuestras ciencias es auténticamente preocupante desde un par de décadas acá podrá parecer, a primera vista, una interesada captación de interés. Ruego que no se considere tal. A lo sumo, si no se cree aceptable aquel calificativo, cárguesele en la cuenta de una subjetividad y descuéntensele las aparentes intenciones torcidas. Pero de una subjetividad sui generis: una subjetividad -si me es lícito expresarme así ante ustedes- no individual, sino colectiva; de una colectividad que cabrá llamar, al menos, generacional.

Es lógico, en efecto, que pueda preocupar -aunque sea con preocupaciones de distinto signo- a toda una generación el hecho de asistir no ya sólo a una casi inversión copernicana en cuanto a cuál de las dos ciencias relacionadas ocupa la posición central, sino a un mantenimiento de la ptolemaica concepción anterior, y de toda una gama de matices intermedios. Algo distinto de si se tratara de unos límites difuminados, difíciles de establecer nítidamente, mediante un trazo lineal, pero susceptibles de ser señalados mediante aproximaciones convergentes. Lo característico del momento parece ser más bien una enorme divergencia: desde diferentes posturas se pretende haber delineado con pulso firme tales límites; pero son tan distintos los puntos de partida, y tan distantes las posturas extremas, que la serie de trazos delineados con pretendida firmeza produce una imagen de fluctuación mucho más intensa y densa que la de un difuminado.

Conste que el que toda -o casi toda- una generación pueda sentirse preocupada ante una fluctuación tamaña no parece que pueda deberse a que en otros aspectos viva unos tiempos de seguridad, ni siquiera de equilibrio; mucho menos, de inmovilismo. Que en menos de veinte años haya habido lugar para que se hable no ya de un segundo Chomsky, sino también de un tercero; que, al aplicarse sus métodos a una lengua no muy distante del inglés, como que también indoeuropea y occidental, cual es el castellano, haya habido que precaver que dicha gramática «se encuentra en un estado de renovación continua y de tal rapidez que los conceptos que hoy se aceptan sin discusión, mañana se puede demostrar que eran falsos» y que la obra se escribe con sólo la esperanza de «que ese vertiginoso cambio no» la «condene al ostracismo [...] aun antes de que haya aparecido»2; que los temores del autor se hayan visto confirmados hasta el punto de virulencia a que alcanza una reseña que le dedicó, dentro del plazo indicado, precisamente otro generativista3, son síntomas patentes de movilidad hasta el «vértigo», de lucha hasta la «virulencia». Pero tampoco la preocupación puede haberse suscitado precisamente porque se haya visto inmersa dicha generación en un tal ambiente movido y agitado sin hallarse preparada, por haber discurrido los tiempos anteriores en pacífica tranquilidad. No; su bautismo en la tarea fue también de fuego. No, desde luego, porque variaran a tan endemoniado ritmo las posiciones en una misma escuela, pero sí porque se hallaba ante el enfrentamiento de escuelas programáticamente opuestas, de las cuales unas no cedían en nada de sus empeños anteriores -o apenas en algún pequeño algo-; otras, nada respetaban -o muy poco- de sus predecesores, y precisamente en lo que atañía a los puntos básicos de la investigación. La «infancia investigadora» de la generación ahora perpleja aprendió en la cartilla que el idealismo vossleriano le leyera al neogramaticismo que la «Gramática histórica es un monstruo» y que «Filología idealista» era una «especie de redundancia o pleonasmo», pues «no puede existir Filología que no sea idealista»; asistió, si no al nacimiento, sí al desarrollo y crianza del estructuralismo saussureano y sus derivados, pimpollos a los que no faltaba, entre otros piropos, el de que, por primera vez, al estudiar las lenguas como sistemas de signos, se había penetrado en su auténtica esencia. Ahora bien, si en medio de aguas tan removidas podían señalarse algunos puntos estables, uno de ellos afectaba precisamente a lo que aquí nos ocupa: por muy diversos, y aun opuestos, que fueran los enfoques, coincidían en ser, frente a la Lógica, fervientemente independentistas, hasta el punto de considerar pecado anatematizable automáticamente el denostado «logicismo», uno de los peores calificativos que cabía achacar al sesgo tomado por una hipótesis, teoría u opinión. Eso, cuando no lo eran, más que fervientemente, rabiosamente, como ocurría con los distribucionalistas norteamericanos, que execraban no ya el logicismo, sino incluso el despectivamente por ellos rotulado de «mentalismo», atentos únicamente al estudio de la expresión, y sostenedores de que sólo ésta -y no el pensamiento y contenido de que es vehículo- pertenece a la lengua y constituye esencialmente el objetivo de las investigaciones sobre el lenguaje.

Una tal unanimidad al respecto no sólo existía entre las escuelas coetáneas, sino que se remontaba siglo y medio atrás, comprendiendo a las que en ese lapso se habían ido sucediendo y que a la sazón podían considerarse, si no olvidadas, sí superadas o, al menos, rebasadas.

El «dos de Mayo» de esta guerra de independencia había surgido -a poca distancia- bajo la enseña del psicologismo. En efecto, también antes de De Saussure había quienes consideraban que la Lingüística era una ciencia reciente, de apenas un siglo de auténtico cultivo. Si bien, en general, se trataba de posturas historicistas, que no admitían otro estudio del lenguaje que el puesto en boga a partir del comparatismo de Bopp, a saber, el que luego De Saussure llamaría diacrónico4, no cabe negar que la primera postura programática de un lingüista frente a la Lógica había sido la de Koch, según explícita su título «pionero»: De linguarum indole non ad Logices sed ad Psychologiae rationem reuocanda5. Gracias a ella, el lenguaje pudo ser el elemento fundamental en el primer monumento de Psicología colectiva6, posible gracias a los adelantos del comparatismo lingüístico que casi contemporáneamente estaban inaugurando Rask y Bopp.

En esta rápida exposición de precedentes, más que las distintas etapas de una lucha que no dejó de mantenerse por una de las partes contendientes -la de los defensores de la dependencia, según diré pronto-, lo que merece destacarse es que la combatividad programática de Koch apenas fue continuada por aquellos comparatistas coetáneos y sus seguidores. Sencillamente, procedieron -en su acopio de materiales, en la interpretación a que los sometían, en su preocupación por la reconstrucción de las diferentes Ursprache, que habían de culminar con los intentos indoeuropeístas de Schleicher y (ya casi en nuestros días) con la profundización comparatística que, más atrás del indoeuropeo, representa el «nostrático» de Cuny: la lengua común de que habrían derivado a la vez las indoeuropeas y las semíticas-, sin atender a las relaciones que con la Lógica pudieran tener las parcelas de investigación que ellos cultivaban. Cabe sospechar que no sentían la falta: dedicados -por este orden- primariamente a estudios morfológicos (que fueron los que dieron a Bopp la base de la comparación: la conjugación del verbo sánscrito en su parecido con el del griego y del latín) y fonéticos, los que les habrían planteado directamente el problema, a saber, los sintácticos y semánticos, no iban a nacer entre la comparatística hasta Delbrück y Bréal, respectivamente, casi un siglo más tarde. En el ínterin había habido tiempo de olvidarse, casi, de la cuestión.

Tanto más cuanto que tampoco las distintas -y grandes- renovaciones del enfoque surgidas durante dicho siglo XIX lo habían variado en un sentido que pudiera devolverlas al contacto con las direcciones que ya cabía entonces llamar tradicionales y, precisamente por no renovadoras, superadas. Así, y pese a sus grandes diferencias con el comparatismo historicista de Bopp, el historicismo idealista de Humboldt: la célebre distinción básica entre ergon y enérgeia en el lenguaje tiene -evidentemente- todo el tinte de venir después de Koch, pero no aparenta gravitar en una consideración logicista. Postura no contraria; como mucho, revisionista. Así, claro está, mucho menos el talante naturalista que la Lingüística adopta en el auge del positivismo, cuando el citado Schleicher consideró las lenguas como entes que nacen, se desarrollan y desaparecen, homologándolas en lo posible con los seres vivos, y empleando los términos al uso en las ciencias positivas, como son, entre otros que no alcanzaron tanta celebridad, los de «ley (fonética)» y «árbol genealógico». Y así, mucho menos aún -también parece claro y hasta lógico-, la culminación del positivismo por un lado diferente, el de la fisiología y la física del lenguaje, con las direcciones experimentalistas inauguradas por el abate Rousselot y sus derivaciones acusticistas.

Pero también así en la dirección aparentemente la más contraria que cupiera excogitar frente al positivismo en sus diferentes manifestaciones y derivados: la idealista que, del esteticismo crociano, alumbraba y sostenía Vossler -conectando un tanto con Humboldt, de cuya dicotomía potenciaba una de las partes, la enérgeia-, al considerar sobre todo al lenguaje en cuanto creación individual en el acto del habla, y tener por equiparable este acto creador con la creatividad artística. Es más, si alguna aportación original hay que señalar en quien tan fundamentalmente situaba a la idea en la base de su estudio de la actividad lingüística y de sus productos, es la que, venciendo el desinterés de sus adversarios del momento -los historicistas neogramáticos- por los problemas de la Lógica en cuanto relacionada con la Lingüística, establecía positivamente una frontera entre ambas, trazada precisamente entre lo que más las había unido: la vinculación «juicio/oración y sus elementos». En efecto, cuantos desarrollos ha habido respecto a las divergencias entre los términos lógico y lingüístico de esta relación, que pueden verse catalogados en la obra de V. Z. Panfilov que cito también en la bibliografía, entroncan con la divergencia que -sin utilización de terminología lógica: Vossler habla de diferencias entre el sujeto gramatical y el psicológico de la frase- estableció el maestro de Munich a propósito de la frase de Schiller que le sirve de ejemplo en su Filosofía del lenguaje y que, por conspicuo, va a servir también adecuadamente aquí. El drama Wallensteins Tod empieza con unas palabras de actor-prólogo, que advierte al público:

«Va a desarrollarse ante ustedes una historia sombría,»



frase cuyo sujeto gramatical es «una historia sombría», pero que, según comenta acertadamente Vossler, en rigor es el predicado psicológico, dado que lo que ha querido decir el actor y realmente habrán entendido los espectadores es:

«Lo que vamos a desarrollar ante ustedes es una historia sombría.»



Creo que no se me tildará de exagerado si señalo que aquí es patente ya, sin más defecto que el empleo de una terminología menos adecuada, la diferencia entre «lo dado» y «lo nuevo» [«tema» y «enunciado» del autor ruso a que he aludido, o «tema» y «rema» de la más estricta observancia estructuralista del Círculo de Praga -y, concretamente, de Mathesius, a quien cita7] y el «sujeto» y «predicado» gramaticales. Tanto más patente, cuanto que, en realidad, desde el punto de vista lógico, en la expresión del poeta la predicación realmente brilla por su ausencia, de modo que la frase, pese a corresponder a una oración gramatical bimembre, con sujeto y predicado, resulta más bien no contener sino lo que cualquiera unimembre: sólo enunciado o rema.

Con lo dicho, queda ya sugerido que también una de las principales escuelas derivadas de la enseñanza de De Saussure, el Círculo de Praga, pese a hallarse a tanta distancia de Vossler, se orienta, en este sentido, por el establecimiento de fronteras. No es de extrañar, dada la importancia que todos los estructuralismos en general -y no sólo la postura extremista del norteamericano distribucional que ya señalé- conceden al carácter semiológico del lenguaje: es en la Semiótica donde el fundador ubicaba la Lingüística, como una de tantas ciencias de la significación, partes de aquélla, y no al servicio de la Lógica (ancilla Logices), como la había tenido milenariamente la concepción que hacía del Lenguaje básicamente un medio de expresión del pensamiento.

Adversario como soy de que las excepciones confirmen la regla, menos lo voy a pretender en esta ocasión. Pero sí puedo rogar que se atienda a las matizaciones que, con respecto a las excepciones estructuralistas, creo que se imponen. En primer lugar, en referencia a la otra gran tendencia europea, la del Círculo de Copenhague y su Glosemática, y concretamente en dos aspectos. Uno, el que toca a una de sus máximas figuras en la etapa preglosematista: Viggo Brøndal. Es cierto que yo mismo he hablado de las «nostalgias aristotélicas» de sus Partes orationis, incluso con título así, en latín; pero para hacer notar, inmediatamente, que precisamente su contribución original al adelanto del estructuralismo dentro del Círculo está en proporción directa del desprendimiento del lastre que tales nostalgias representaban. Otro, el que afecta al método glosemático en sentido estricto. Es cierto, también, que Hjelmslev, al pretender hacer del estudio de las lenguas una ciencia deductiva y apriorística -una especie de «álgebra», como se le ha reprochado con razón-, ha debido dotar a tal método deductivo del rigor lógico que a tal carácter es inherente. Por ejemplo, al postular la preferencia por la descripción más simple y que dé cuenta de mayor número de fenómenos (olvidando, por cierto, que la realidad en que los fenómenos se dan no necesita indispensablemente estar dotada de tal simplicidad, con lo que puede ocurrir el riesgo de que se aplique un simplismo a unos elementos que en algún caso sean complejos, pecando así contra uno de los más firmes principios metodológicos del estructuralismo en general: la adecuación del método al objeto). Pero no se me negará, creo, que un tal logicismo no alcanza hasta éste -el objeto-, sino que se limita al camino que hasta él conduce -el método8-. A lo sumo, pues, le afectarían sólo los peligros que examinaré luego en el apartado VI, pero, no prácticamente, ninguno de los demás.

En segundo lugar, cabe matizar también la excepción tesneriana. Sólo que aquí el camino está ya más trillado: es evidente que, con su postura «sintaxista» y despectiva hacia los aspectos formales -los del significante, tan importantes como los del significado en el análisis del signo por parte de De Saussure-, Lucien Tesnière, pese al noble reconocimiento del origen de los fundamentos de sus Eléments de Syntaxe stucturale, se hizo meritoriamente acreedor al título de heterodoxo que tantos le han reprochado desde el estructuralismo -o los estructuralismos- que se sentían ortodoxos, esto es, conformes con el análisis del signo sausureano a que acabo de aludir. No negaré -sino, muy al contrario, es conocida mi postura positiva al respecto, exteriorizada cuantas veces me he ocupado de dificultades de la gramática generativa y transformacional- que la translation tesneriana contiene prácticamente completos todos los gérmenes del transformacionalismo; pero pediré que se me conceda que, probablemente, el hallazgo debió de parecer no asunto de concepción fundamental, sino de proceder metódico aun a quienes se alarmaron ante su «herejía», incluso -quizás- al propio autor, que no se sentiría nada herético al practicarlo.

Algo muy distinto de las posturas auténticamente conservadoras de parte de los apologetas a quienes ya anticipé que me referiría. Entre nosotros, cabe ejemplificar con el caso conspicuo de Robles Dégano, o el probablemente menos conocido, pero más reciente, de Gonzalo Anaya, para quien también la Gramática «descansa» en la Lógica9. Tal vez el rasgo más sobresaliente de esa diferencia radique en que, de parte de estos apologetas, se produce una actitud parecida a la radicalmente contraria que he recordado de tantos lingüistas decimonónicos; aquéllos no cruzaban lanzas con los logicistas; éstos tampoco han combatido a los que les eran contrarios más que reafirmando y desarrollando con la metodología tradicional los principios propios, sin pasar al terreno contrario a batallar contra las nuevas armas. De este reproche, claro está que no cabe hacer objeto en modo alguno a Tesnière. Pero lo cierto es que, entre declaraciones de heterodoxia, circunscripciones a puro cambio de método e incomparecencias en campo contrario, la Lingüística europea seguía sesteando en la tranquilidad de una independencia que le habían conquistado sus mayores.

Como demostración de que no exagero, me basta citar el que también en la misma ocasión10 llamé «canto de cisne del neogramaticismo europeo»: el Manual de Sintaxis razonada, de Havers, constituye, de parte de aquella escuela que he presentado tan desconectada de toda atención a la Lógica, no una auténtica puntilla rematadora, pero sí una nueva contribución al debilitamiento del ya quebrantado puente relacionador entre nuestras ciencias: fundamentalmente, los «razonamientos» con que Havers expone su Sintaxis general consisten, en su mayoría, en probar cómo se explica por motivos psicológicos cuanto de inesperado se halla en el lenguaje desde el punto de vista no ya de quien la supusiera fundada en la Lógica, sino de quien esperara un funcionamiento lógico de las categorías sintácticas.

Así las cosas, no es de extrañar que la aparición a mitad de siglo (1957) de Estructuras sintácticas, de Chomsky, sea señalada como el hito que marca la linde de la nueva consideración. A pesar de su título, que no resulta nada alarmante dentro de los que a la sazón se estilaban, el contenido constituyó -aunque no le hubiera seguido nada más de parte del autor- un verdadero revulsivo. En la forma: en cuanto que -como digo- del título más bien habrían esperado los lingüistas algo muy distinto. Es sabido que De Saussure había minusvalorado la investigación sintáctica en sincronía, relegándola al campo del habla11; diversas direcciones herederas inmediatas del maestro ginebrino se habían percatado de su error: tales, por ejemplo, las praguense y danesa ya aludidas (recuérdese la alusión del comienzo a Mathesius). De todas formas, estaba clara la gran dificultad del progreso en Sintaxis con métodos estructuralistas: frente al éxito espectacular obtenido por los fonólogos, los sintaxistas de aquellas diferentes ramas del estructuralismo se las veían y se las deseaban para avanzar: lo comprueba lo poco -aunque fundamental- conseguido incluso hasta la fecha. Lo natural era pensar, por tanto, que la nueva obra venía a ser una contribución más al esfuerzo. Lo era, pero no al común: resultaba que, puesto a bucear en busca de las estructuras sintácticas aludidas en el título, el autor se había encontrado con que, en lo profundo, las tales estructuras se estudiaban mejor si se hacían coincidir con las del pensamiento. Las divergencias que entre unas y otras se observaran eran eso, cuestiones de superficie, que no alcanzaban a la raíz del problema. En el contenido, por tanto, el revulsivo lo resultaba casi cuanto se podía haber soñado: nada menos que un revulsivo auténticamente etimológico, que volvía hacia atrás, a una distancia de más de siglo y medio, no sólo los métodos, sino la concepción misma de la Sintaxis.

Paradójicamente, el cambio era sorprendente y natural a la vez. Sorprendente por lo inesperado, según queda dicho; pero natural también, porque la explicación de que se hubiese dado -una vez se había dado- estaba simplemente en el ambiente donde se había dado. Era una sencilla comprobación más del principio de acción y reacción: la natural discrepancia contra el extremista antimentalismo de la escuela de Bloomfield, sobre todo, entre las distribucionalistas norteamericanas, había producido una polarización hacia el otro extremo: el significado; más: el contenido. Cuán fecundo iba a ser el cambio para todas las restantes escuelas incluso, se puede inferir de este solo hecho: a partir de entonces empieza, en la historia de los estructuralismos no chomskyanos, la atención hacia un campo naturalmente descuidado o casi: la Semántica estructural. Precisamente la parte de la Lingüística que se dedica al significado, ¡claro!

Quienes se alarmaron por la «vuelta atrás» no fueron cazadores de brujas. Pronto lo revelaron las propias declaraciones de los protagonistas. Y la atención que hacia los lingüistas de «atrás» dirigieron, y el interés y respeto con que los trataron. No se trata -vuelvo a insistir- de un mero epigonismo, ni de un simple ambiente de vecindad, aunque de ésta hayan procedido algunas de las grandes figuras de la nueva orientación. Dos características marcan clarísima la diferencia: la primera estriba en que la «vuelta atrás» no es tanto hacia las fuentes aristotélicas y escolásticas en que en general o, al menos, mayoritariamente se mantenían ancladas aquellas posiciones epigonales, sino a la Lógica cabalmente más cercana al psicologismo: la mecanicista propia de los racionalistas del XVII. La segunda, en que aquí sí que ha habido lucha poco menos que cruenta en el campo del contrario y con armas apropiadas a las suyas, cuyo manejo y dispositivos se conocían bien y han continuado tratando de conocerse al detalle. Tanto, que ello ha permitido operar sin ningún complejo de forastetismo: desde dentro, pues, «se ha desanatematizado con actitud postconciliar el logicismo, se ha vuelto agradecidamente a la admiración de Huarte de S. Juan y de Descartes, se ha traducido por primera vez al castellano la Minerva, del Brocense; se ha desentrañado con cariño rayano en mimo lo que Lancelot y Arnaud escribieron sobre Gramática y sobre Lógica en Port-Royal y -ya no cara atrás, sino adelante- se ha beneficiado para formalizar los conocimientos lingüísticos el riguroso aparato de la Lógica matemática y su estricto proceder»12.




- II -

De los riesgos que entraña el manejo del juguete no precisamente nuevo, pero sí -para algunos- reencontrado después de largo tiempo de desatención y olvido o -para otros- auténticamente desconocido de puro arrinconado, no sólo se han alarmado quienes no comulgan con las nuevas ideas, sino que se han ido percatando incluso sus usuarios. Véase, en efecto, cómo previene contra estos riesgos -indiscriminación y abuso- una de las figuras más destacadas de los generativistas españoles13: «Una cosa es aplicar los hallazgos y las técnicas de la lógica más reciente para formular una teoría clara y rigurosa, y otra muy distinta suponer que la lógica (u otro sistema formal cualquiera) puede servir de modelo para la actuación lingüística del hablante, o bien de repositorio de soluciones para problemas lingüísticos; una cosa es un sistema matemático artificial, y otra distinta un sistema lingüístico natural; una cosa, la lógica formalizada, y otra cosa muy distinta, la lingüística formalizada. No se puede saltar a ciegas de la lógica a la lingüística sin grave peligro de estrellarse contra lo absurdo (o de hacer a sabiendas el impostor, como algunos congresistas que gustan de "épater l'humaniste")».

Ante tal «confesión de parte», no me parece partidismo ni siquiera parcialidad de parte mía sugerir algunos grados de ese peligro grave, incluso señalando -sin animosidad, desde luego, sino sólo como ejemplos corroborativos- algunos casos en que el batacazo contra el absurdo me parece haber ocurrido, aunque quienes lo han sufrido no hayan recobrado todavía conciencia de él. El conjunto de estas sugerencias puede representar un esbozo de lo que creo que cabe señalar, si no como límites estrictos entre ambas ciencias, sí, al menos, como zonas fronterizas, por las que se debe transitar con cuidado y que no es lícito rebasar legalmente sin las debidas advertencias.




- III -

Por dirigirse precisamente a ustedes, dejaré en mera alusión lo que, de ser para estilistas, no carecería de importancia (según creo que podré probar con el ejemplo aquí retenido de los aducidos en Sevilla dentro de este apartado).

Se trata de los llamados «trastornos del habla», es decir, entendiéndola ahora en uno de los sentidos que tiene en De Saussure, a saber, el de realización actual de las posibilidades de un sistema por parte del individuo que de él se sirve en un momento dado. Nada ha de extrañar que también ese instrumento de uso que es una lengua pueda sufrir la inadvertencia ocasional de quien lo emplea. Normalmente, si se le advierte según es debido, el propio usuario rectifica; las más de las veces, en efecto, ni siquiera ha sido consciente de su delito contra la lógica. Por ello, este grado inicial podría darse como del todo irrelevante para el presente propósito, si no fuera porque se le halla, a veces, enaltecido y canonizado hasta por los estilistas más exigentes.

El ejemplo a que me voy a atener procede, en efecto, de un poema y de uno de los autores latinos de mayor fama en su tiempo y en la posteridad: «moriamur et in media arma ruamus!» («¡muramos y arrojémonos en medio de la pelea!»14, puesto por Virgilio en boca de Eneas, ha servido durante cerca de milenios para ejemplificar la figura del hysteron próteron o inversión a millares de maestros que tan fácilmente encontraban ilógico que pudieran los compañeros del troyano arrojarse en medio de la pelea si ya estaban muertos y demostrar así la evidente anticipación a sus discípulos. Pero, como puede apreciarse por la situación de paroxismo en que se suponen pronunciadas dichas palabras, la anticipación es en ellas un elemento más en pluma de Virgilio para caracterizar el enajenamiento de su protagonista. Sosegado y reflexivo, ninguno de los maestros ni discípulos le atribuiría, de seguro, un empecinamiento en mantener los elementos de su arenga en tal orden ilógico. (Sírvame, pues, también a mí de anticipación a lo que les propondré, a propósito de la vinculación entre ilogicismo y función poética del lenguaje, en el último apartado de esta exposición.)




- IV -

Parecida irrelevancia respecto a lo que aquí nos ocupa tienen otros ilogicismos -o alogicismos e incluso antilogicismos- que, rebasando ya el grado del acto de habla como realización individual, no alcanzan todavía a superar la tal habla en cuanto realización a secas opuesta al sistema en abstracto, esto es, en cuanto posibilidad de realización colectiva de las disponibilidades varias del sistema; si se prefiere, en términos de Coseriu, la norma.

Normales, en efecto, considera el usuario medio -y ya no equivocaciones que, advertido, debería corregir- desfiguraciones, contaminaciones y conexiones distintas de las que lógicamente hubiera sido esperable, pero que, una vez mayoritarias, ya son entendidas como si significaran, de acuerdo con la Lógica, aquello a que han venido a equivaler. Es muy probable, por ejemplo, que yo tenga que esforzarme muy poco para que me reconozcan que, en principio, no es lógico que como designación del dinero a mano y válido se haya llegado a decir «contante y sonante»; el dinero, ni siquiera cuando «sonaba (bien)», no era contador, sino contado: la culpa de la terminación activa del primer participio la tiene la catálisis ejercida por el segundo, que lo ha influido ilógicamente. Pero ¿habrá alguien tan quisquilloso que, advertido de ello, se niegue a emplear en lo sucesivo nada que no sea «contado y sonante»?




- V -

No retiro el reto, tanto menos cuanto que pienso que poco va a pedir lógica estricta a la terminación del primer participio quien advierta que, de un tiempo acá, también el segundo, pese a su gramaticalidad exquisitamente lógica en activa, se ha convertido en ilógico por el sentido, dado que el «son» es de lo que menos se hace caso a la hora no ya de juzgar de la validez del papelmoneda, sino incluso de las monedas metálicas.

Como se ve, nos hallamos ante un grado ya superior de las relaciones entre Lógica y Lingüística. Ahora resulta que, no ya por contagios de los mismos elementos lingüísticos (gramaticales o léxicos) entre sí, sino incluso sin que ellos hayan variado, es posible que circunstancias externas hayan hecho resultar ilógico su mantenimiento. Para que ello no ocurriera, la comunidad de hablantes habría de estar continuamente al tanto de todos los cambios que en la realidad con su lengua expresa se producen, lo que equivaldría a pedir casi que fuese omnisciente. Mucho más fácilmente -a juzgar por lo que demuestra la historia lingüística- se acomodan las comunidades a admitir variaciones y ampliaciones en usos y significados, remediando así el riesgo de ilogicidad. ¿Cómo se le va a pedir que modifique su dicción «dinero sonante» a quien sabe que, donde le dejan a elegir entre pagar en talón o a metálico, no le van a exigir, si escoge la segunda modalidad, que pague necesariamente en monedas, sino que le admitirán billetes -y cuanto más cuantiosos probablemente mejor- a fin de tardar menos en verificar la cuenta?

Prescindiría de alargarme en este grado si no fuera porque considero oportuno sugerir que, incluso, se dan casos en que lo ilógico llega -después de normalizado y correcto- a imponerse de tal forma con su nuevo sentido, que se polariza respecto al que viene a desbancar y puede llegar a oponérsele semánticamente.

Sea, de los ejemplos sevillanos, éste: «En tu casa sois unos beatos». De no estar advertido acerca del hallazgo vossleriano de que hablé en el apartado 1 y de sus consecuencias, es posible que alguien se sintiera tentado de preterir la distinción entre tema-rema y sujeto-predicado, y tratar de completar la frase (o, sin tratarlo, pretendiera que puede hacerse) a base de explicitar el sujeto «vosotros», dándolo bien como elíptico, bien como expreso en la desinencia verbal que figura en «sois». Ahora bien, una tal explicitación de vosotros, o yo me engaño mucho -falto como estoy de conciencia idiomática castellana, bien pudiera ser-, o correría el riesgo de no significar lo mismo, a saber, dando pie, por un lado, a que «en tu casa» dejara de aparecer como el lema y pasara a ser un mero «complemento circunstancial de lugar», con lo que daría a entender que «vosotros sois unos beatos en casa (pero no fuera de ella)»; y, por otro, a que vosotros no es mero sujeto gramatical, sino enfatizador-adversativo, al estar presente cuando no se le necesitaba para la interpretación normal de que hemos partido, con lo que se comprendería: «vosotros, precisamente, sí, sois unos beatos entre los de vuestra casa; pero no los demás (o, al menos, otros) componentes de la familia».




- VI -

Este riesgo que apunta en determinadas ocasiones en el grado anterior, platica amenazante en el inmediato, a saber, cuando se llega a pretender que la estructura de los distintos elementos de un sistema lingüístico -no ya su mero uso y adaptación evolutiva- en un estadio sincrónico dado haya de tener una conexión total, tanto en lo positivo (categorías existentes) como en lo negativo (carencias de categorías o de parte de ellas, esto es, defectividad).

Aquí puedo ya señalar alguno de los casos de «estrellarse frente al absurdo» que prometí, y ejemplificar la afirmación teórica desarrollando el primero, que en la comunicación aludida al comienzo no hice más que mencionar de pasada y sin razonar, de puro obvio que me parecía para lingüistas: la opinión de que en castellano lo en giros como «lo bueno» es pronombre, o el haberse podido sostener, en una controversia, que el inglés the no es jamás artículo15. En ambas ocasiones -y en tantas otras- se intenta extraer la categorización definitiva de un elemento lingüístico a base de un criterio único, aplicado con drástica uniformidad, que se pretende que sea lo único lógicamente posible.

Así, en el caso del ejemplo, de la no existencia de una terminación especial para el neutro de los adjetivos, y de la concordancia, en cambio, general o mayoritaria de los adjetivos con los pronombres a que acompañan, se pretende inducir -dado que es innegable que lo puede ser neutro pronominal (en cuanto se opone al femenino la, por ej., en «no lo sé» como ello -neutro también innegable- se opone al femenino ella y al masculino él)-, que lo es también en «lo bueno». No importa que, inmediatamente, quepa replicar que, de ser sujeto, procedería que apareciese ello y no lo, ni que la expresión resulta mucho más conmutable con «la bondad» que con «ello bueno» o «aquello bueno». Tal vez, de haber empezado a emplear la logicidad por algunos de estos dos últimos cabos, se habría dado por inimpugnable la concepción tradicional de lo como también posible artículo neutro; pero, como se empezó por el primero, por el hilo del logicismo irrompible se llegó al resultado de su pronominalidad.

De modo parecido, en lo negativo del sistema: las casillas vacías y la defectividad. Sin duda que la imposibilidad de ni siquiera pensarlas da lugar a muchas carencias en un sistema: el vocativo de «yo» y equivalentes en muchas lenguas, el de tuyo en tantas más, etc., cabe casi demostrar que es lógico que no existan. Pero, ¡alerta!, que, después de haber el logicista «demostrado», p. ej., que es lógico que el imperativo carezca de primera persona, porque a ésta no se la puede mandar, cabe que le salten las primeras de imperativo en lenguas tan cercanas como es la 1. ª singular catalana y la 1. ª plural inglesa, como tropiezos importantes para escarmentar en la pretensión de acomodar totalmente las estructuras sistemáticas lingüísticas con las lógicas.

Aparte de que, por el lado contrario, existen defectividades que nada tienen que ver con la Lógica -ni con la eufonía-. *Agredo y *agredes serían lógicamente bien posibles en una lengua que bien admite ataco y atacas, de modo que dejan espléndidamente pertrechado a quien, también en este aspecto negativo, se resista a aceptar una coherencia total entre las estructuras de que nos estamos ocupando.




- VII -

Tres cuartos de lo mismo cabe inferir de la combinación de los dos apartados anteriores en cuanto afecta a objetar la tampoco necesaria logicidad de muchas transformaciones a que recurre la gramática que se basa en ellas para llegar metodológicamente a la estructura profunda. Tanto ellas como algunas nominalizaciones corren el riesgo de ser inexactas, y de llevar también de bruces al absurdo. Todo aconseja las máximas precauciones en este campo.

Intenté ya en Sevilla «mejorar», si cabía, el ejemplo suministrado por Otero en el lugar que de él cité más atrás; pero el que voy a proponer aquí es el que, gracias a una de las interesadas, creo que mejora el de Sevilla y que, por ello, lo ha sustituido en la versión escrita de aquella contribución: «Mercedes y María son mis hijas mayores» no es transformable en «Mercedes es mi hija mayor» y «María es mi hija mayor», so pena de faltar gravemente a la verdad en el caso del segundo enunciado. De momento, pues, parece que no cabe resolver el problema de los «miembros complejos» de frase suponiéndolos sencillamente transformables en «complejos de miembros simples», por más que una Lógica -ésa sí, creo, superficial- podría parecer que ampara tales interpretaciones.

Algo análogo hay que advertir respecto a otras pretensiones de unificación: una misma comunidad puede cambiar de perspectiva a la hora de expresar una realidad idéntica. Elijo aquí, de entre los muchos ejemplos aducibles, el para nosotros tan chocante de la comunidad castellana, que llama «altas horas de la noche» a «la una, las dos, las tres y, apurándolo un poco, hasta las cuatro de la madrugada».




- VIII -

Al llegar al grado final en sentido ascendente, mucho de lo que yo debería decir ya está discutido -e, incluso, aceptado- en la mencionada obra de Panfilov: la homologación de Lógica y Lingüística en cuanto a los elementos de juicio y frase debe ser rigurosamente restringida y contrastada.

Séame, sin embargo, permitido añadir a lo indicado en la comunicación al citado Simposio sevillano una descarga en presencia de un auditorio de lógicos. Simplemente, que, cuando impugné a los de Port-Royal y epígonos a propósito de que en «Brutus a tué un tyran» no hay dos oraciones («Brutus a tué un homme. Cet homme était un tyran») no pretendí ofender a todos los restantes lógicos del mundo suponiendo que en dicha frase reconozcan todos, efectivamente, dos juicios, porque respecto a ella quepan dos interrogaciones. En efecto, de la misma manera que sostuve allí que hay una sola frase, y que lo que se pretenden nuevas oraciones son sólo semas que ya hay en tyran, creo que se puede sostener que muchos lógicos verán en ella un solo juicio, y considerarán notas conceptuales de tyran los «juicios complementarios» que tan curiosamente se hacen proliferar allí.

Por otro lado, me cabe también dejar constancia ahora de un importante añadido que el vascuence representa para la consideración dedicada al asunto a propósito de las frases de construcción ergativa, estudiadas en la propia obra de Panfilov, gracias a la comunicación presentada al propio Simposio por la doctora Carmela Rotaetxe16. Con su carencia de pasiva en que puedan transformarse las indicadas frases ergativas y, sobre todo, con la concordancia del verbo de las mismas a la vez con «lo dado» y con el agente, el vascuence supone un ejemplo importantísimo y próximo respecto a la independencia de la estructura lógica y la gramatical.




- IX -

Para terminar, y previa declaración de cuánto admiro los esfuerzos generativistas por formular en reglas lo más formalizadas posible las carencias de uso o de sistema, no quiero dejar de arriesgarme a proponer que, paradójicamente, puesto que he tratado hasta ahora más bien de independencia y de límites a unas relaciones, me parecen, en cambio, baldías muchas de estas reglas si se aplican a lo que, normalmente, el hombre ya se cuida bien de no pensar. Otra cosa sería si se tratara de máquinas automáticas. ¿A qué formular una repugnancia gramatical por el empleo de totalizadores respecto a restrictivos? ¡Si ya es tan infrecuente su uso!

Ahora bien: si no se quisiera prescindir de hacerlo en aras de que se ha postulado una independencia, séase congruente admitiendo a la vez que incluso la más diabólica de las frases salidas de un ordenador incontrolado en este sentido puede llegar, en el uso humano, a ser -todo lo antilógicamente que se quiera- algo en que se culmina el uso mismo del lenguaje: la creación artística, la poesía. Por lo menos, a mí no se me olvida todavía la impresión recibida al leer un «sólo lo había perdido todo» -restrictivo junto a totalizador- en unos versos de una revista estudiantil de mi Facultad.






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