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«Maladrón» de Miguel Ángel Asturias: de la epopeya a la novela

Robin Lefere

Maladrón ofrecía en 1969, y sigue ofreciendo hoy, una perspectiva relativamente original sobre el tópico de la Conquista. Estriba en una tesis paradójica y polémica, que está cifrada en el enigmático título y se puede resumir de la manera siguiente: el verdadero Dios de la Conquista no era Cristo sino el Maladrón; esto es, el mal ladrón, que en una primera aproximación se nos presenta como una especie de anticristo a la vez materialista y ladrón. De hecho, en palabras de un indígena, «todo fue robo, violación, hoguera y soga de ahorcar» (p. 197)1. Antes de que se explicitara ese sentido del título, el epígrafe ya daba el tono: «Ellos y los venados, ellos y los pavos azules poblaban aquel mundo de golosina. De otro planeta llegaron por mar seres de injuria...».

Este epígrafe, que anticipa literalmente el discurso del Señor de los Andes Verdes (pp. 31-32) y cuyo eco se escucha a lo largo del texto (véanse p. 96 y también p. 48)2 refleja la retórica indígena y sobre todo propugna la «visión de los vencidos», al tiempo que prefigura cierta magnificación de su mundo.

Ahora bien, afortunadamente Maladrón no se deja reducir a una novela de tesis que pretendería demostrar ese rotundo planteamiento.

En primer lugar, Asturias trata de superar el maniqueísmo del mismo. Por una parte destaca, a través de las andanzas de un grupo de descubridores entre quijotescos y sanchopancescos (véase la búsqueda del sitio por donde se podía pasar navegando de un Océano a otro)3 y denunciadores de la miseria e hipocresía de la Conquista (pp. 94-95), la existencia de españoles diferentes, si no de «otra España»4. Por otra parte, pone en evidencia las fracturas dentro del mundo indígena, no solo por su colaboración con el enemigo (pp. 43-44, 47) sino, de manera mucho más profunda, por las tensiones desgarradoras entre una cosmovisión tradicional, de tipo mítico, y otra que participa ya de la racionalidad moderna (véanse los capítulos 2, 3, 6 y 7). La contraposición dialógica de ambas visiones genera las páginas tal vez más poéticas y conmovedoras del libro (léanse las pp. 50-51).

En segundo lugar, el texto celebra el mestizaje en el nivel temático (piénsese en el símbolo de las bodas oceánicas y en el del hijo mestizo), pero también a nivel estilístico (véanse los discursos atribuidos a los indígenas así como la gran creatividad lingüística, que incluye la integración de palabras y giros indígenas)5.

En tercer lugar, el desarrollo del texto, lejos de seguir las pautas que impondría una intención demostrativa, parece obedecer solo a las caprichosas y proliferantes ocurrencias de una imaginación narrativa y poética tan asombrosa como feliz, caracterizada por el humor y la ironía; de tal forma que se pierde de vista el componente ideológico, y resulta difícil, y acaso erróneo, atribuir algún sentido alegórico o simbólico a las muchas peripecias.

Por último, el emblema del Maladrón se va complicando tan considerablemente que acaba resultando ambiguo. Conviene detenernos brevemente en este último aspecto. El Maladrón no se limita a desempeñar un papel de símbolo sustitutivo que denuncia la hipocresía de la coartada evangelizadora y al mismo tiempo pone en evidencia la avaricia materialista. El texto fundamenta dicho símbolo en una supuesta realidad histórica, según la cual, entre los españoles que fueron a América, se contaban adoradores del Maladrón, que tanto en España como en el Nuevo Mundo fueron perseguidos por la Inquisición. Se trataría de una herejía de judaizantes originada en una secta saducea que desde los albores de la era cristiana reivindicaba al Maladrón como «el verdadero mártir del Gólgota, ajusticiado como bandolero siendo filósofo, político y escriba, descendiente de Sumos Sacerdotes, atado a una cruz, convertido en bestia humana siendo un estoico, casi un epicúreo» (p. 65). Según ello, Maladrón estaría basada en la historia religiosa (Asturias se habría inspirado en la Historia de los heterodoxos españoles de Menéndez Pelayo)6, que el escritor explora de forma imaginativa y humorística (a lo Borges), esbozando una biografía del mal ladrón y evocando el rito que lo celebra (desde las Gestas hasta la adoración gesticulante pasando por la muy parecida de Cabracán, dios de los terremotos). Además, Asturias entabla una desenfadada discusión teológica y filosófica que permite renovar la manoseada oposición temática entre materialismo y espiritualismo. Lo más importante, desde el punto de vista semántico, es que se desdobla el símbolo del Maladrón, que adquiere un cariz positivo como divinidad de los heterodoxos de la otra España y como divinidad amante de la materia y de la vida.

Si bien convenía comentar rápidamente los aspectos ideológicos y temáticos más significativos, el propósito del presente estudio es discutir la cuestión del género de Maladrón. Invita a este tipo de consideración el mismo subtítulo (Epopeya de los Andes Verdes), que de hecho la crítica ha comentado, aunque en mi opinión, respecto a la que he podido consultar, de forma no satisfactoria. Por lo demás, se trata de una buena ocasión para volver a examinar las relaciones entre epopeya y novela y entre novela histórica y nueva novela histórica.

Los comentarios consultados se basan en definiciones comunes de la epopeya -las que proporcionan los diccionarios y tienen su origen en Aristóteles7-, centrándose especialmente en las categorías de «personajes heroicos», «acción grande» y «elevado estilo». Aplicando estos criterios, la mayoría llega a la conclusión de que Maladrón no constituye una epopeya; si bien algunos conceden que en cierta medida los siete primeros capítulos resultan épicos (María Isabel Siracusa, Jean-Marie Saint-Lu, Giuseppe Bellini)8, la segunda y principal parte del libro representaría más bien una «anti-epopeya» (María Isabel Siracusa, Jean-Marie Saint-Lu, Maria-Grazia Spiga Bannura)9 y, por consiguiente, convendría leer el subtítulo como irónico para descartar la idea de que Asturias se equivocara en cuanto a la naturaleza del texto que había escrito.

Ahora bien, me parece que en la raíz de esas apreciaciones se encuentra un triple error, que conduce a un debate absurdo. Primero, se da por descontado que el subtítulo Epopeya de los Andes Verdes representa una definición genérica de Maladrón. Segundo, todos se atienen a una definición normativa de la epopeya, que induce a una lógica binaria: Maladrón es o no es una epopeya, o es incluso una anti-epopeya. Tercero, nadie pone en duda que Asturias compartiera esa aproximación normativa.

Si, por el contrario, se prescinde de esos tres supuestos, resulta evidente que Maladrón es plena y típicamente una novela.

Por lo pronto, su característica más vistosa es la mezcla de estilos y de temas. Para volver a la categorización aristotélica, ya en los ocho primeros capítulos se puede observar la coexistencia o la interpenetración de los cuatro géneros de la tragedia, la comedia, la parodia y... la epopeya. Sabemos que la novela es, precisamente, el género que se constituyó superando esas categorías y que desde ese punto de vista se caracteriza por su multiplicidad o su indeterminación genérica10.

Pero conviene ir más allá de consideraciones aristotélicas o postaristotélicas y acudir a una reflexión genérica que esté más acorde con la estética moderna. Pienso aquí en Mijaíl Bajtín y sobre todo en Georg Lukács, especialmente en sus análisis contrastivos de la epopeya y la novela, que deben ser considerados como ineludibles clásicos11. De estos se desprende que la epopeya constituye una «forma-sentido» (Henri Meschonnic) que sintéticamente se puede definir como la configuración de cinco rasgos discursivos interdependientes en correspondencia con una visión del mundo mítica y no problemática. Dichos rasgos son, además de la unicidad estilística y temática; el fundamento mítico (y el papel de reafirmación de la tradición), el «cronotopo» autónomo (se remite a un espacio-tiempo pasado y desvinculado del presente, si bien originario), la narración de tipo omnisciente y objetivo, la plenitud ideológica (totalidad y sentido a priori). Según el mismo análisis, la novela representa una forma-sentido no solo radicalmente distinta, sino contradictoria con respecto a la epopeya.

Maladrón constituye un discurso fundamentalmente emancipado del mito, que rompe con la tradición y lee el pasado desde la perspectiva del presente nuevo de que fue la semilla; un discurso cuyo plurilingüismo y polifonía dramatizan el carácter problemático. Desde esa perspectiva, aunque Maladrón satisficiera los criterios de la definición aristotélica, no se podría calificar de epopeya. Es más: se puede esgrimir que desde hace tiempo resulta imposible crear una epopeya en nuestro mundo «desarrollado», pues ha desaparecido la cultura que suscitaba y animaba dicho género12. A lo sumo se escriben ersatz de epopeyas, por ejemplo discursos monológicos con más o menos aliento y fuerza persuasiva, que no provienen del mito sino que pretenden construir e imponer mitos (pensemos en el Canto general).

Ahora bien, si Maladrón no constituye ni una epopeya ni una anti-epopeya, sino toda una novela, ¿cómo debe interpretarse el subtítulo? Creo que conviene relacionarlo dialécticamente con el título -lo que es bastante lógico- y considerar que no remite a la narración sino a lo narrado (lo que no impide que se observen pasajes de estilo épico). Me explico: mientras el título Maladrón parece imponer una perspectiva negativa sobre la Conquista (véase el epígrafe), el subtítulo actúa como una corrección relativamente optimista del mismo, poniendo de relieve la dimensión épica de lo narrado. Esta tensión semántica se refleja en la composición del libro, donde a los primeros capítulos sobre la triste epopeya de la conquista y la conmovedora visión de los vencidos, siguen los dedicados ala epopeya «cargada de futuro» de los descubridores y a la celebración del mestizaje. Mientras estaba meditando esta interpretación, encontré un texto del autor que me parece confirmarla; se trata de un prefacio de 1971 a un estudio de Hammond Innés sobre los conquistadores, donde Asturias remite a Maladrón, que por cierto designa siempre como «novela», y donde destacan tanto la ambivalencia del juicio como la inflexión positiva de la segunda parte:

«la geste espagnole qui n'est pas uniquement la gigantesque razzia continentale dont l'affublent ses détracteurs, mais un moment hautement "révélateur" de l'histoire universelle [...] j'ai le sentiment d'avoir écrit une déchirante et lyrique "visión de los vencidos" évoquant la crise interne qui amena les sociétés méso-américaines à leur décomposition et à leur apparente extinction [...] mais la suite, qui occupe quand même les deux tiers de la composition, pourrait tout aussi bien être interprétée comme l'éphéméride héroïque du sentiment de solitude des premiers Conquistadores, de leur soif de connaissance et d'or, de gloire et de certitudes»13.


Podemos ahora precisar que la novela se deja especificar como histórica. No solo «cuenta una acción ocurrida en una época anterior a la del novelista» -definición minimalista que propuso Enrique Anderson Imbert, ratificada por Seymour Menton14-, sino que -criterio complementario que me parece indispensable- asume la perspectiva histórica15. Efectivamente, además de centrarse en el tema de la Conquista, la novela construye un cuadro sugerente de la misma que intenta recuperar y contrastar los puntos de vista de los españoles y de los indígenas y mostrar el proceso de interpretación mutua, con sus equívocos y malentendidos; también rescata y pone de relieve aspectos de la «pequeña Historia» (datos ciertos, como la búsqueda de la conjunción de los mares, o dudosos, como los relacionados con la herejía «maladronófila»); todo esto en el marco de una interpretación histórica sensible a la trascendencia de los acontecimientos y a procesos de larga duración como el del mestizaje.

Conviene ser aún más precisos: la narración de la Historia no se hace según una estética realista, sino «simbolista», en el sentido de que no se busca la exactitud factual y la verosimilitud sino el valor representativo, significativo o sugerente de los componentes temáticos y de las peripecias. Al mismo tiempo, la fantasía, el humor y la ironía -los tres omnipresentes, como ya he señalado- acaban de «desrealizar» el relato.

Ahora bien, creo que semejante desrealización constituye un criterio suficiente para no incluir Maladrón dentro de una nómina de novelas históricas «tradicionales»16 y para considerar que, en 1969, representaba una modalidad de «nueva novela histórica». Quizás se pueda hablar de una transferencia a la novela histórica de la estética esperpéntica de El Señor Presidente, a su vez inspirada en Tirano Banderas.

Pero podemos aducir otro argumento partiendo del comentario de Lukács que hizo Leo Pollmann17. Si admitimos que lo que caracteriza la novela es la constructividad de una totalidad y de un sentido, la historia de la novela nos obliga a distinguir entre constructividad acabada y constructividad inacabada o inacabable, siendo quizás este último rasgo el que mejor defina el paradigma de la novela moderna (véase especialmente la novela modernista anglosajona, mucho antes del «nouveau román»)18. Así pues, Maladrón, a partir de una situación inicial de desorden o catástrofe, propone una odisea constructora, cuyo fin queda incierto y ambiguo; en este sentido, participa del paradigma de la «nueva novela» y de esta forma también -ya que no conviene desvincular la historia de la novela histórica de la historia de la novela a secas- constituiría una «nueva novela histórica».

Solo me queda por señalar que esa nueva novela histórica representa una fórmula entre otras dentro de esta misma familia; una fórmula que se caracteriza aún por su entonación hispanoamericana, pues no duda en integrar elementos mágicos en la historia (véanse, entre otros, el hombre-taltuza, pp. 55-59, la talla que cobra vida y habla, pp. 165 y también 177, la tertulia de ultratumba, p. 242) y sobre todo se entronca plenamente con las tradiciones de la novela indigenista (en especial la incorporación de una visión indígena y cierto mestizaje del idioma) y de lo real-maravilloso (celebración del espacio). De hecho, los Andes Verdes del título actúan menos como determinación geográfica (más simbólica que concreta) que como objeto y sujeto de la «epopeya».