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ArribaAbajo-III-

Aventuras de noche y día


En aquel mismo aposento
de la casa de Sirena
en que trabó don Gonzalo
con don Juan una pendencia,
tienen ahora trabada
plática amorosa y tierna
la ambiciosa bailarina
y don Lope de Aguilera.
Ya sabes, lector discreto,
de muy atrás quién es ella,
voy, pues, a darte noticias
del galán que hoy la corteja.
Es don Lope un mozo ilustre,
a quien de la edad más tierna
sus padres en Salamanca
dedicaron a las letras.
Aplicóse él de tal modo,
o lo hizo de tal manera,
que se plantó la golilla
de años veinte y dos apenas.
La curia escandalizóse
de tan imberbe colega,
teniendo a menos el lado
con justísima vergüenza.
Murmuraron los doctores,
y alborotóse la Audiencia;
mas él les tapó la boca
con su suerte y sus riquezas.
Presentóse el noble mozo
con impávida insolencia
al Tribunal, despachando
sus negocios con franqueza;
y sus vuelillos de encaje,
y sus hebillas con perlas,
y sus pajes ataviados
con magníficas libreas,
apagaron los murmullos
e hicieron al fin domésticas
las voluntades agrestes
de la turba descontenta.
Tornóse el ceño en sonrisa,
en cortesía la befa,
en rendimiento el desdén
y la repulsa en ofertas.
Y, en fin, el poder que el mozo
tener en la corte muestra
cambió en baja adulación
la ojeriza golillesca;
mas él, después de humillarlos,
dioles no más por respuesta
de alcalde de casa y corte
la que recibió real cédula.
Pues rico en merecimientos,
con tamañas excelencias
obtuvo o compró una toga
y grande fama con ella.
Diose con brío a las leyes,
y aunque legislaba a tientas,
dio brujas al Santo Oficio
y vagos a las galeras.
Diole además la manía
para adquirir pronta y buena
fama en la corte, de hacer
en las mozas una leva.
Echó, pues, infatigable
tras damas de vida incierta,
que tienen por mayorazgos
lo que de vivos heredan;
para lo cual de alguaciles
tenía en campaña puesta
multiplicada falange
en tales ojeos diestra.
   Mas aunque asaz blasonaba
de rectitud justiciera,
y andaba en continuo acecho
con astuta diligencia,
del vulgo siempre maligno
murmuraban malas lenguas
que dejaba las bonitas
y desterraba las feas.
Mas esto alababan otros,
exponiendo en su defensa
que así atendía celoso
de la corte a la belleza.
Y andaba en esto muy justo,
pues la hermosura completa
cuanto hay necesario y útil
en esta vida terrena.
¡Pero lo que son las cosas
de mezquindad y de tierra!
La que más firme parece,
por fragilidad se quiebra.
Este don Lope, que espanto
de las cortesanas era,
su oro gastaba en secreto
pródigamente con ellas,
y a pesar de su faz torva,
de su voz ronca y severa,
y de su amor a las leyes
y timorata conciencia,
se le bailaban los ojos
al dar con una mozuela
morenilla y vivaracha,
desenfadada y resuelta;
y como hiciese su encuentro
por alguna callejuela
excusada y solitaria,
fingiendo tomar las señas
de cualquier casa, tendía
por el embozo tras ella
los encandilados ojos,
¡y qué cintura!, ¡qué pierna!
¡Qué rizo tan bien tirado
alrededor de la oreja!...
¡Qué de perfecciones lindas
en la visión pasajera!
Mas no eran todas las gracias
del joven golilla éstas:
había otra que era en él
costumbre y pasión violenta.
Un vicio que conservaba
allá de su edad primera,
debilidad ya de antiguo
a la noble gente añeja.
Que era el amor desmedido
a las damas de comedia,
y en su falta a las graciosas,
además de las boleras.
Porque siempre apetecemos
lo que más lejos se muestra,
lo que menos encontramos
que a nosotros se asemeja,
lo de que entendemos menos:
costumbre o naturaleza.
Por lo que vemos continuo
conjunciones tan diversas,
y voluntades. tan locas
por las cosas más opuestas,
como enanos por caballos,
y robustos por recetas,
y jorobadas por bailes,
y los pobres por apuestas,
y duques por bailarinas,
y por payasos, duquesas.
   Que hay quien gusta de unas caras
barnizadas como puertas,
y a merced del albayalde
hechas blancas de morenas,
y de unos ojos que brillan
bajo dos postizas cejas,
y de unos ahuecadores
convertidos en caderas,
y de unos rizos espesos
añadidos con destreza,
y de un punto de que el sastre
forma pechos, brazos, piernas
y cinturas a su gusto
y al de la flaca o la gruesa,
y da académicas formas
a gente de alambres hecha.
¡Qué diablos!; cada cual halla
donde quiere la belleza
y todo es farsa en el mundo,
como dice la comedia.
Y si a don Lope esto agrada
¿a quién su gusto interesa?
Al cabo con ellas anda
trastornada la cabeza.
¡Qué pie tiene la Felisa!
¡Qué mirada la Lucrecia!
¡Qué movimientos Aurora!
¡Y qué voz la Berenguela!
Pero sobre todas, Diana,
y sobre Diana, Sirena.
¡Qué gracia en la pantomima!
¡Qué rapidez en las vueltas!
¡Y qué garganta!, ¡y qué todo!
Desde el momento de verla,
con la vara y la golilla
el buen don Lope dio en tierra.
¡Y qué diablos hay que hacer!;
somos hijos de flaqueza,
las tentaciones son graves,
y son cortas nuestras fuerzas.
Cerró don Lope los ojos,
y tomadas sus secretas
medidas, abrió sus arcas
a la danzante hechicera,
cruzáronse para el caso
dos virtuosísimas dueñas,
corredoras de placeres
y lebreles de monedas.
Y, en fin, por pasos contados,
y por doblones sin cuenta,
llegó el juez hasta las plantas
de la bailarina bella,
tanto más, cuanto que a ser
la cosa de otra manera,
hubiera bailado un solo
con música de la Empresa,
pues los golillas de entonces,
en un dos por tres pudieran
hacer de un corchete un santo,
y un testigo de una piedra.
En tal estado se hallaban
los asuntos de Sirena
con don Lope, él visitándola
y recibiéndole ella,
cuando una noche, a deshora
y estando en sobrecena
cruzándose las sonrisas
por detrás de las botellas,
en el más dulce coloquio,
del aposento la puerta
se abrió repentinamente,
y entróse don Juan por ella.
Y diciendo: «Buenas noches,
señores», y echando a tierra
capa y chambergo, sentóse
sin ceremonia a la mesa.
Quedaron los tres mirándose,
descolorida Sirena,
don Juan con franco descaro
y receloso Aguilera.
Así estuvieron un punto,
y sin comprender apenas
don Lope y la bailarina
del de Alarcón la presencia,
hasta que una carcajada
de éste, a todo trapo suelta,
cambió del todo por último
la situación de la escena.
Cesó de reír don Juan,
y dijo de esta manera,
cada cual dando a su tiempo
a sus palabras respuesta:
DON JUAN
Sepamos con quién se habla,
señor hidalgo. En Palencia
soy yo don Juan de Alarcón.
¿Quién sois vos en esta tierra?
DON LOPE
Ya hidalgo me habéis llamado.
DON JUAN
   No tengo aún más que sospechas
de que sois tal por el traje
y vuestra barba de a tercia;
mas no es ésa la pregunta:
alrededor de esta mesa,
¿qué nombre usa su merced,
sea en otra parte quien sea?
Mas veo que os recatáis
y os haré la delantera,
que es bien que antes os entere
de lo que acontece. Sepa,
pues, señor mío, que asuntos
de mi familia y hacienda
me obligaron de esta casa
a hacer una corta ausencia.
Ahora bien, sin más rodeos,
pues veis que he dado la vuelta,
el caso es que aquí sobra uno.
¿Quién, pues, se va, y quién se queda?
Si es que compráis, declaremos
nuestra posesión en venta;
si lo debéis a la suerte,
la suerte entre ambos resuelva,
y o al que le toque la pierde,
o quien dé más se la lleva,
o de quererla los dos,
espada en mano y afuera.
Elegid.
El juez que en tanto
todas sus razones pesa
y en todo evento prefiere
no dar razón de quien sea,
dijo: -Convengo en tirarlo
al azar.
-En hora buena.
Y echando don Juan al punto
la mano a las faldriqueras,
dijo al sacarla: -Veamos,
yo dejo el puesto si acierta.
¿Hay pares o nones?
-Pares.
-Contad, pues, esas monedas.
Y echó don Juan en un plato
nueve onzas en nueve piezas.
-Perdí -dijo el juez, y el otro
que adivina lo que piensa,
díjole: -Meted espadas,
si los oros no os contentan.
   -A poder en este instante,
¡juro a Dios que las metiera!
-¿Qué inconveniente tenéis?
Declaradlo con franqueza,
que aunque siempre estoy a punto
de empezar una quimera,
cuando me señalan plazo,
ninguno me mete priesa.
   Miróle el juez de soslayo,
y por bajo de las cejas
chispeándole los ojos,
tomó a espacio la escalera.
Oyéronse sus pisadas
irse alejando por ella,
y oyóse alzar la aldaba
y el golpe que dio en la puerta.
SIRENA
Señor don Juan, ¿qué habéis hecho?
Todo lo habemos perdido.
DON JUAN
¿Pues quién es? ¿Es tu marido?
SIRENA
No.
DON JUAN
Pues justo es mi derecho.
Ya viste que le propuse
para adquirirse tu amor,
azar, dinero y valor:
no hay, pues, de qué se me acuse.
SIRENA
   ¡Ay, don Juan, que lleva ese hombre
la intención más depravada!
DON JUAN
¿Acaso estoy sin espada?
SIRENA
Cuando yo os diga su nombre
temblaréis.
DON JUAN
¿Su nombre acaso
es un volcán o una mina,
que está ardiendo a la sordina
y esperando nuestro paso?
SIRENA
Ese hombre a quien provocáis
es el alcalde Aguilera.
DON JUAN
No me parece una fiera.
SIRENA
¡Ay de vos si con él dais!
DON JUAN
¡Y ay dél si conmigo da!
Mas niñerías aparte,
puesto que vuelvo a encontrarte,
di, niña, ¿cómo te va?
-Bien, ¿y a vos?
-Famosamente.
-¿Y Margarita?
-No sé,
¡vive Cristo!, ni quién fue
la tal mujer.
-Bravamente.
¿Y don Gonzalo?
-¡Buen lance
el suyo, ¡y qué bien riñó!
Mas para otro mundo echó,
y ya el diablo que le alcance.
-¿Le matasteis?
-¿Y qué hacer?
Se empeñó en hallar venganza
a causa sin esperanza.
¡Qué había de suceder!
-¡Pobre muchacho!
-¡Eh!, dejemos
en paz a quien ya no existe,
y que no llegue lo triste,
Sirena a tales extremos.
¿Que te importa don Gonzalo?
Mientras yo contigo esté,
paréceme, por mi fe,
que no va el mundo tan malo.
   Bebe, y levanta esos ojos
a la luz de la bujía,
volvamos a nuestra orgía,
y... echemos estos cerrojos
por si acaso.
Y esto hablando
don Juan, cerró bien las puertas,
llenó su vaso, y... no pudo
más alcanzarse de afuera.
Porque sin duda cansado
del viaje, abrevió la cena,
y en brazos cayó del sueño
tras de poca resistencia.
   *
   Apenas las nueve daban
de la mañana siguiente,
y don Juan con la Sirena
en pláticas bien alegres,
concluido el desayuno,
estaban entreteniéndose,
cuando interrumpió su gozo
inesperado accidente.
Pálida y despavorida
llegó la doncella Irene
diciendo: -Señor, salvaos!
-¿Qué dices, loca?
-Que vienen
a prenderos.
-¿A mí?
-A vos.
Y os acusan de una muerte
hecha en esta misma calle.
-Sirena, ¿qué enredo es éste?
-¡Ay!, ¡huid, don Juan, huid!
Y no extrañéis que os recuerde
la muerte de don Gonzalo.
-¡Vive Dios!
-Ved que quien quiere
prenderos es Aguilera.
-¿Él, ¡por vida mía!, ¡que entre!
-Ved que son muchos.
-No importa
-Por Dios, don Juan.
-¡Bah!, tenerse
siempre a mi espalda y dejarlos.
Y asiendo bizarramente
su larga espada don Juan,
a abrirles la puerta fuese.
Presentóse en ella al punto
don Lope con sus lebreles,
y grande acompañamiento
de curiosos y de gentes;
y en sus miradas de triunfo
bien claro don Juan advierte
el poder que la venganza
dentro de su pecho ejerce.
Pero no es hombre don Juan
que a nadie en orgullo cede,
y así, con desdén altivo
aguarda a que el juez empiece;
el cual con sonrisa doble,
que harto a burla se parece,
de esta manera le dice,
y don Juan a él de esta suerte:
-¿Quién es don Juan de Alarcón?
-Yo soy, buen hombre, ¿qué quiere?
-Que se dé al rey.
-¿Con qué causa?
-Hoy su Majestad pretende
que en un sillón duradero
en su presencia se siente.
-Pues dale al rey muchas gracias,
que yo no quiero de reyes
mas que los bustos que corren
en sus monedas.
-No intente,
señor galán, resistirse,
que en sangre teñidas tiene
las manos, y de un tal Bustos
he sido yo algo pariente.
-¡Hola! ¿Sabéis esa historia,
y esa sangre os pertenece?
Pues no intentéis, seor golilla,
que con la vuestra se mezcle,
porque quien vertió la una
a verter otra se atreve.
-¡Ea, mancebo, ya basta!
¡Espada y persona entregue,
o vive Dios!...
-Norabuena,
por ella quien guste llegue,
que por el puño la tengo.
-Pues a él, ministros, prendedle.
-Pues, señor juez, adelante,
y salga lo que saliere.
   Así diciendo don Juan
con la cuadrilla arremete,
sentando en ella sin tino
estocadas y reveses.
En vano se le antepone
densa nube de corchetes,
de escribanos y testigos,
él tira siempre de frente,
y en dos minutos despeja
de bultos el gabinete,
y huye espantada la turba,
al rey invocando siempre.
Desmayóse la Sirena,
rompió en clamores la Irene,
y en un momento en la calle
se arremolinó la gente.
Rejas y balcones se abren
al ruido, y todos haciéndose
pregunta sobre pregunta,
mas todos sin entenderse;
quién huye despavorido
sin saber de lo que teme,
quién oye estúpido y mira,
quién bravea sin moverse,
desde la calle entretanto,
que nada ve ni comprende.
Ayes y votos se escuchan,
estoques por alto vense,
y bocas abiertas dando
órdenes que nadie atiende.
Miran todos a la casa
por fuera de las paredes,
como si a través pudieran
ver lo que dentro sucede,
y el dintel los alguaciles
a pasar sin atreverse,
se desgañitan de miedo,
y al auditorio ensordecen.
   Al fin por sobre el gentío
viéronse llegar jinetes,
atropellando la turba
y armados hasta los dientes.
Doblaron los alguaciles
sus roncas voces al verles,
y oyéronse maldiciones
de la magullada plebe.
Y en tanto en una antesala
don Juan esgrime y revuelve
contra tres que cara le hacen,
con el juez que se defiende
pues insultado Aguilera
por él, y mofado al verse,
tiró el bastón y echó mano
al estoque bravamente.
Mas es muy diestro don Juan,
y en tal posición se tiene,
que espada y daga empuñando
de tal modo les ofende,
que no desperdicia un golpe
ni un pie de terreno pierde.
Da, cía, para, se cubre,
amaga, recibe, vuelve,
al uno tira de punta,
al otro a revés le hiere,
y al fin con un doble amago
al de Aguilera sorprende,
y en la tetilla derecha
honda estocada le mete.
Cayó don Lope, y los otros
que por él lidian, al verle
doblaron contra don Juan
con rabia, aunque inútil siempre.
Pues él, que ve su venganza
cumplida, y abajo siente
caballos, tal les acosa,
que al uno le desguarnece,
derriba al de la derecha,
y sobre el tercero llueve
tal tropel de cintarazos,
y con voz tan insolente
les insulta y les confunde,
que aturdidos los pobretes
huyeron al fin mohínos
y zurrados malamente.
Entonces don Juan, que nunca
su peligro desatiende
ni pierde el tino su ira,
con mano asaz diligente
cerró las puertas, y astuto
buscó balcón que cayese
a otra calle, y por las rejas
descolgóse osadamente.
Gritó un hombre que pasaba,
pero no pudo dos veces.
Porque don Juan, levantándose,
tendióle de un golpe inerme.
Miró y eligió camino,
se embozó bien, y metiéndose
por una calle excusada,
para su posada fuese.
Tomó el caballo en que vino,
salió de Toledo al puente
y echó a escape, encomendándose
a su brío y a su suerte.
Echó la justicia mano
de Sirena y de la gente
que halló en su casa; crecieron
los procesos como peste,
y concluyóse la causa
al concluir nueve meses,
y en ella los que quedaron
pagaron por los ausentes.
Del juez y de don Gonzalo
las averiguadas muertes
en una sola sentencia
se vengaron de esta suerte:
condenóse allí a don Juan
a morir, si se le hubiere;
mas nadie pensó en buscarle,
como continuo acontece.
A Sirena por diez años
a reclusión, y por siete
a la criada, mandando
que al de Aguilera lo entierren.
Conque se salva quien corre.
Y acierta quien se defiende:
y está visto, la fortuna
sólo ayuda a los valientes.
   *
   Hundía el sol su disco refulgente
tras la llanura azul del mar tranquilo,
dando sitio a la noche, que imprudente
presta con sus tinieblas igualmente
al crimen manto y al dolor asilo.
   Y allá en ocaso al expirar el día
con su postrera luz reverberaba,
y del inquieto mar se despedía,
y de la tierra que a lo lejos vía
que de las sombras en poder quedaba.
   Alcanzábase a Cádiz la opulenta
blanqueando débilmente entre la bruma,
sentada a flor del agua turbulenta,
como queda después de la tormenta
témpano errante de perdida espuma.
   Y aún se podían distinguir apenas
los altos y movibles masteleros
por cima y en redor de sus almenas,
y en alas de las ráfagas serenas
la voz de los cansados marineros.
   Mas no bien al crepúsculo indeciso,
tragó la luz de la amarilla luna,
cuando en cóncavo son tronó improviso
cañonazo de leva, ronco aviso
de nave que invocaba a la fortuna.
   Lanzóse una a la mar, y a toda vela,
abandonando el puerto prontamente,
a par del viento favorable vuela,
y a la luz clara que en la mar riela,
se la mira bogar tranquilamente.
   *
   A Italia va. Dichosos los que aguardan
a su playa feliz llegar en ella,
y el tiempo cuentan que en mirarse tardan
bajo el benigno sol de Italia bella.
    A Italia va, país de los placeres,
encantado vergel rico de flores,
vivienda de hermosísimas mujeres,
patria feraz del genio y los amores.
   A Italia va don Juan, ¿adónde iría
el osado y amante pendenciero?
¿A prolongar su interminable orgía
y a gastar su existencia y su dinero?
   A Italia, sí, porque en Italia mora
el amor, la molicie y la pereza;
a Italia, sí, donde el placer se adora,
altares levantando a la belleza.
   A Italia va don Juan. ¡Cuánta esperanza,
cuánta ilusión de amor y de ventura
lleva en su corazón, que nunca alcanza
fin a la dicha ni al placer hartura!
   Atrás queda y burlada la justicia,
atrás los muertos que dejó lidiando,
mas la suerte con él marcha propicia,
cabo feliz a cuanto emprende dando.
   Sirena, Margarita, ¿quiénes fueron?
Ya sus nombres le son desconocidos;
su amor y sus encantos se perdieron
un momento después de conseguidos.
   A Italia va don Juan. La España toda
llena tras él de sus memorias queda;
sólo volver a España le acomoda
cuando amar, ni reñir. ni gozar pueda.
   «Mientras es joven -dice-, mientras lleve
deseo el corazón y oro el bolsillo,
lanzarse el hombre a los deleites debe
del sol de su fortuna al falso brillo.
   El placer es mi Dios; mi alma desea
para sólo gozar larga la vida;
cuando sin oro y sin placer la vea,
como una inútil prenda envejecida,
   con una estoica calma indiferente
despojaréme de ella, convencido
de que al que un aura de placer no aliente,
le debe de bastar lo que ha vivido.»
   Tal es don Juan, y tal el pensamiento
que a la risueña Italia le conduce;
reñir, amar, beber, he aquí su intento;
gozar sólo es vivir, de ello deduce.
   *
   A Italia va don Juan; ¿y adónde iría
en verdad el amante pendenciero?
¿A prolongar su interminable orgía
y a gastar su existencia y su dinero?