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ArribaAbajo-IV-

Fuese a Italia don Juan, lector querido,
Y aquí cierra su historia su cronista,
que seguirle hasta Italia no ha podido:
lo cual bien sabe Dios que me contrista.
   Porque no es conclusión para una historia
acabar en un viaje
la vida y la memoria
de su más importante personaje.
Decir que llegó a Italia, como dice,
sin añadir más dél, es un exceso
de historiador sin seso;
porque si al menos naufragar le hiciera,
bien la historia en naufragio concluyera.
Pero sólo nos dijo:
«A Italia fue», de donde yo colijo
que fue este historiador un calavera.
Yo que, ¡oh lector!, tus intereses miro,
y a darte gusto aspiro,
tras el fin de don Juan un año anduve,
crónicas y memorias registrando,
manuscritos y sabios consultando
   mas nada de don Juan a manos hube.
Hasta que, al fin, pasando por fortuna,
y ha poco, por Palencia,
topé con la ocasión más oportuna.
    Un clérigo muy viejo,
en cuya casa por mi buen consejo
me hospedé aquella noche,
me contó como cosa verdadera,
y por los ojos de su abuelo vista,
una historia, que, a fe que si no era,
de don Juan de Alarcón, servir pudiera
para acabar la que empezó el cronista.
   A contártela voy, lector benévolo,
con lo que el cuento de don Juan concluye,
y aunque de su verdad no desconfío,
a Dios plazca, ¡oh lector!, que como el mío
concluya mi don Juan a gusto tuyo.
   *
   Seis años había durado
del bravo don Juan la ausencia,
y su memoria en Palencia
con ellos se había borrado.
   Mientras él fuera de España
vivió, habíanse vendido
sus bienes, que habían venido
a manos de gente extraña.
   Y, en fin, el mozo expatriado
u oculto, no pareciendo,
fue poco a poco perdiendo
la hacienda que había heredado.
   Siendo ella de las mejores
que en toda la tierra había,
está claro que tendría
infinitos compradores.
   Pues sin deudos ni parientes
don Gil y don Juan, ninguno
puso impedimento alguno
a sus nuevos descendientes.
   Tomó y pagó cada cual
la parte que le convino,
sin curarse del destino
de lo demás del caudal.
   Y un hombre que se nombraba
de don Juan apoderado,
daba un recibo firmado
con la escritura y cobraba.
   Nadie se volvió a meter
en más averiguaciones,
ni en ver si los Alarcones
podrían o no volver.
   De ellos quedó, en conclusión.
la casa donde vivieron,
a la que siempre entendieron
por la casa de Alarcón.
   Cuatro paredones, esto
es lo que guarda Palencia
de su pasada opulencia
por triste y último resto.
   Y a vuelta de algunos años
y de otra generación,
todos serán de Alarcón
a las memorias extraños.
   Tal es la vida, lector:
quien mete en ella más ruido
cae más pronto en el olvido
y con vergüenza mayor.
   *
   En una tarde nublada
del turbio enero venía
por una dehesa que guía
de Palencia a Torquemada,
   un hombre mal ataviado,
cuyo traje y porte fiero
le daban por extranjero,
aunque no por muy honrado.
   Traía el ceño fruncido,
a través del cual brillaban
dos ojos que a par miraban
con insolencia y descuido.
   Una daga milanesa
por la cintura cruzada,
y una larguísima espada
en dos garabatos presa.
   Todo el resto de su traje
igualmente convenía
a hombre que más no tenía
o a un hombre que va de viaje.
   Al ver su cuerpo fornido,
su capa al hombro y su fiera
presencia, bien se pudiera
tomarle por un bandido.
   Sin embargo, en su persona
hay cierto aire de grandeza
que inspira cierta franqueza
y a su misterio aficiona.
   En un camino el hallarle
pavor infunde sin duda;
pero si pasa y saluda,
vuélvese uno a contemplarle;
   y siéntese que se aleje
al ver tanta gallardía,
a par que causa alegría
que franco el paso nos deje.
   Y, en fin, el viajero es tal,
que a todos cuantos le ven,
de lejos parece bien,
pero muy de cerca, mal.
   Él, en tanto, sin curar
de quién pasa por su lado,
iba con pie acelerado
atravesando el pinar.
   Cruzó un viñedo, en seguida
tomó una senda que a un valle
por las viñas se abre calle
de antiguo césped vestida.
   Y aunque por lo embarazado
que está con hierba y ramaje,
no parece aquel paraje,
en verdad, muy transitado.
   Él sigue siempre constante,
como quien sabe el destino
a que conduce el camino
que se le extiende delante.
   Siguió por entre los brezos
y el enredado zarzal,
con el pie o con el puñal
apartando los tropiezos;
   y llegó al fin de la cuesta
do se vía en la hondonada
una casilla olvidada,
ya ruinosa y descompuesta.
   Y cubierto de amarillo
musgo y de hierba silvestre,
rodeaba esta campestre
casa un corto huertecillo.
   Ya en él no había señales
de manos de jardineros,
y el plantío y el sendero
eran, sin cultivo, iguales.
   Sólo en un centro se vía,
sobre un monumento alzada
de piedra una cruz labrada,
que aún en pie se mantenía.
   Paróse ante ella el viajero,
Y ya por respeto fuese,
ya por temor que sintiese,
dejóse en tierra el sombrero.
   Postróse después de hinojos
permaneciendo un instante,
aunque sereno el semblante,
con lágrimas en los ojos.
   Y oró en silencio un momento,
al cabo del cual, alzándose,
con el sepulcro encarándose,
dijo así con triste acento:
   «Padre, al morir me dijisteis:
"Si algún día tus locuras
o imprevistas desventuras
te roban cuanto te doy,
ven a mi tumba escondida,
que en mi sepulcro al postrarte
mi sombra saldrá a ayudarte..."
Cumplióse así, y aquí estoy.
   »Rompe, pues, sombra adorada,
esa piedra que te esconde,
y a mis suspiros responde,
momentánea aparición;
dime, sí, que desde el cielo,
do mi padre habita ahora,
no me lanza, aterradora,
su terrible maldición.»
   Calló aquí un punto, y besando
la lápida, con tristeza
inclinando la cabeza,
dijo alejándose ya:
«¡Quimeras!... Nunca los muertos
salen de la madre tierra,
que avara en su vientre encierra
el polvo que ser nos da.»
   Entró así hablando el viajero
en la casa abandonada,
roída y desmantelada
por el tiempo destructor,
y no halló cosa en su centro
de que echar mano pudiera,
ni aun para hacer una hoguera
y procurarse calor.
   Los insectos y las aves
la ocupaban solamente,
y en los aires de repente,
se lanzaron en tropel
al sentir bajo su techo
rechinar la antigua puerta,
que al entrar por ella, abierta
dejaba el hombre tras él.
   Todo era dentro abandono;
desde el suelo a la techumbre
vio él triste con pesadumbre
polvo y miseria no más;
y doquier que los tendía,
sólo encontraban sus ojos
de otro tiempo los despojos,
que no ha de volver jamás.
   La lluvia que penetraba
por los techos derruidos
tenía ya enmohecidos
los aposentos doquier;
y en los viejos paredones
las vigas, fuera de asiento,
amagaban de un momento
a otro momento caer.
   Las puertas, al empujarlas,
desvencijadas cedían,
porque apenas mantenían
quicio en que apoyarse ya;
todo, en fin, amenazando
pronta y deplorable ruina
hacia la tierra se inclina
y a hundirse en su nada va.
   Y todo esto lo contempla
el viajero muy despacio,
como pudiera un palacio
magnífico examinar
un anticuario curioso,
o un avaro que allí viera
una joya que otro hubiera
perdido en aquel lugar.
   Mas sin duda despechado
de no hallar lo que apetece,
contra sí mismo parece
que revuelve su furor,
y en la sonrisa sardónica
con que miró cada objeto,
se ve que le da en secreto
su vista intenso dolor.
   Suelta a veces repentina
e histérica carcajada,
y a veces, con voz airada,
espantosa maldición;
y otras veces dulce y lánguida
melancolía le inspira,
y tristemente suspira
su oprimido corazón.
   A veces se cree que llora,
y otras, con voz insegura,
preces por bajo murmura,
que son conjuros tal vez;
y a veces, con ira impía,
jura, y maldice, y blasfema,
provocando un anatema
de Dios, con su insensatez.
   En fin, parece que, víctima
de exasperados pesares,
ni espera ya en los altares,
ni fía en sí mismo ya;
y alguno dijera, viendo
su descompuesta figura,
que asentada la locura
dentro su cerebro va.
   Al fin, abriendo ventanas
y puertas desencajando,
rompiendo y aniquilando
cuanto encuentra aquí y allí,
llegó hasta un salón oscuro
cuyo fondo daba entrada
a otra fábrica apartada
que no había visto hasta aquí.
   Daba de la casa a un ángulo
en que estriba, un aposento
que parece en su cimiento
más seguro gravitar,
y al que separa del resto
de aquel edificio triste
una puerta que resiste,
y pugna por desquiciar.
   Mas no pudiendo, y no hallando
ni llave ni picaporte,
tentó hallar algún resorte
que la moviera tal vez;
y al cabo de ir apurando
sospechas una por una,
asió un clavo por fortuna
y se abrió con rapidez.
   Daba la puerta a una estancia
con escasa diferencia
alhajada con opulencia
de las otras a la par,
aunque algo menos ruinosa,
y al parecer en secreto
preparada a algún objeto
difícil de adivinar.
   No había de aquel oculto
y aislado aposento en torno
más muebles ni más adorno
que un antiquísimo arcón,
cuya llave, conservada
en su propia cerradura,
tal vez al secreto augura
misteriosa solución.
    Abrióla aquel hombre, acaso
esperando en su fortuna;
alzó la tapa importuna,
ansiosa de ver si allí
algún secreto encontraba
que influyera en su destino,
mas sólo halló un pergamino
escrito, y decía así:
   «COMO CUANDO AQUÍ TE VUELVAS
TODO LO HABRÁS YA PERDIDO,
Y TENDRÁS PUESTO EN OLVIDO
A TU PADRE Y A TU HONOR,
EN ESA CUERDA Y ESCARPIA
LO QUE MERECES TE DEJO
Y CREO QUE ES EL CONSEJO
QUE PUEDO DARTE MEJOR.»
   Quedóse don Juan atónito,
pues no era otro el que leía,
ni era otro el que escribía
sino su padre don Gil;
y sin apartar los ojos
de aquel fatal pergamino,
contemplaba su destino
con arrebato febril.
   Y vio que había en el techo
una escarpia asegurada,
y en el arcón, enrollada,
miró la cuerda fatal;
y desplegándose toda
su existencia ante sus ojos
su insensato le dio enojos
panorama criminal.
   No había en él más que juegos,
pendencias y desafíos,
disolutos amoríos,
y crímenes por doquier.
Aquí el esposo ultrajado,
allí la justicia hollada,
acá la monja engañada,
la seducida mujer.
   Asesinado el amigo
allá en la sombra moría
en su sangrienta agonía
maldiciendo su amistad;
allá la lívida sombra
del desdichado Aguilera
salía rabiosa y fiera
de la oscura eternidad.
   Y todas sus mil memorias
de riñas y seducciones,
en negras apariciones
mostrándose por doquier,
veníansele acercando
en muchedumbre siniestra
con el puñal en la diestra
su impía sangre verter.
   Todas, estrechando el círculo,
en redor suyo apiñadas,
venían desesperadas
a maldecirle a una voz,
cada cual con justa cólera,
pidiéndole ansiosa cuenta
de alguna hazaña sangrienta
o de algún crimen atroz.
   ¡Ay, delira el desdichado!
La sangre hirviendo en sus venas
le deja intervalo apenas
en que poder respirar;
y ¡mísero don Juan!... ¡mísero!,
adonde quiera que mira
ve un espectro que con ira
viene su alma a demandar.
   ¿Y su padre? No, no hay duda:
al ver de don Gil la letra
el cruel destino penetra
reservado para él;
y sintiendo la conciencia
que le despedaza el pecho,
dijo de pronto: «Esto es hecho.»
Y asió con ira el cordel.
   Hízole un lazo a una punta;
el arca arrastrando trajo
hasta ponerla debajo
de donde la escarpia está,
y atando un extremo en ella,
y en su cuello el otro extremo,
maldijo don Juan su estrella,
a morir resuelto ya.
   Colocóse sobre el arca,
disminuyó cuanto pudo
el espacio que del nudo
hasta su cuello quedó,
y entonces, segundo Judas,
con habla ya enloquecida,
así de la alegre vida
diciendo se despidió:
   «Tenéis razón, padre mío,
ya otra cosa no me resta;
para una vida como ésta,
mucho mejor es morir.
¡Tenéis razón! Gran regalo
me dejáis, y lo merezco;
ea, pues, ya os obedezco.
¡Abra Dios mi porvenir!»
   Tras cuyas impías palabras,
con los pies la arca empujando,
quedó el mísero colgando,
blasfemando de su Dios;
mas no bien gravitó el cuerpo
en la escarpia, cuando al punto
hierro y cordel todo junto
cayó de su cuerpo en pos.
   Desplomóse con estruendo
la carcomida techumbre,
y empolvada muchedumbre
de escombros bajó detrás.
«¡Malditos maderos viejos!»,
exclamó don Juan, alzándose;
mas en su plan afirmándose,
dijo: «Un árbol valdrá más.»
   Mas mirando al techo al irse
por azar, cuál fue su asombro
cuando pegado a un escombro
otro pergamino vio,
que a un lado manifestaba
un cerrado cofrecito,
y en él se veía escrito
esto, que don Juan leyó:
   «PUES TUS VICIOS, ¡INSENSATO!,
HASTA AQUÍ TE HAN CONDUCIDO,
TEN HORROR DE LO QUE HAS SIDO,
Y MIRA LO QUE A SER VAS;
TOMA Y VIVE, MAS ACUÉRDATE
QUE CUANDO YA NADA TENGAS
SERÁ FORZOSO QUE VENGAS
POR OTRA ESCARPIA QUIZÁ.»