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ArribaAbajoCapítulo XXI

Cómo tuvo principio la rebelión de los Guardias-Asesinato de Landaburu.-Posiciones ocupadas en el primer día por los guardias y las fuerzas constitucionales.-Va el autor con Álava y Saavedra al cuartel de San Gil, punto de reunión de los constitucionales.-Los militares y paisanos que allí se encuentran eligen por jefe a Álava y esperan el ataque de los guardias.-Llega Ballesteros y pretende tomar el mando.-Cómo se resuelve el conflicto de autoridad.-Al amanecer sábese que cuatro de los seis batallones de guardias habían salido para el Pardo.-Morillo, con el Regimiento de Almansa, sale contra los rebeldes y vuelve sin trabar combate.-Situación de los ánimos y las cosas.


Cuál fue el verdadero principio, cuál el origen o digamos cuáles los trabajos preparatorios de la sublevación militar de los guardias reales, comenzada el 30 de junio, interrumpida apenas por poco más de veinticuatro horas, renovada el 1 de julio por la tarde y terminada el 7 del mes en último lugar aquí nombrado, es cosa difícil de averiguar, pues cuanto sobre este punto han dicho los escritores de estos sucesos, y cuanto yo mismo he podido sacar de conversaciones y revelaciones particulares, dista mucho de aclarar el misterio que envolvió y sigue envolviendo las causas y la primera escena de tan lastimosas tragedias. He preguntado sobre este punto, en época muy posterior, al mismo Córdoba, ya general, y, o por haber olvidado, o por no querer descubrir todos los particulares de aquella sublevación en que tuvo él parte tan principal, no me ha respondido cosa que completamente satisfaga mi curiosidad o resuelva mis dudas.

En aquella mañana habían acudido al real palacio, y esperaban al rey a su vuelta de cerrar las Cortes, varios personajes de la primera nota y cuenta. De ellos no pocos pasaban, con bastante fundamento, por ser de los que deseaban sustituyera a la Constitución vigente otra en que tuviese más lustre y poder el trono y alguna parte las clases altas de la sociedad, en razón de su ilustre cuna y de su riqueza. Otros, con no menos motivo, eran reputados parciales de la monarquía antigua, caída en marzo de 1820 y resueltos a restablecerla en su cabal integridad. Con enorme injusticia se acusaba a los ministros de complicidad en los planes de los primeros; pues aunque tal vez todos ellos, y particularmente Martínez de la Rosa, a quien con especialidad era común hacer el calumnioso cargo, se habrían alegrado de ver la Constitución trocada en otra más monárquica y aristocrática, haciéndose la mudanza por medios legales, eran muy honrados para faltar a su obligación y juramento, prestándose a subvertir la forma de gobierno que profesaban defender según lo requería el alto cargo que estaban ejerciendo. Que algún motivo hubo de llamar a la residencia del rey a aquella turba de personas principales, parece cosa evidente. Por otro lado, no se acierta cómo de un plan bien formado y pronto a ser llevado a ejecución pudieron salir los mal concertados movimientos que siguieron.

Es asimismo dudoso cómo fue el empezar del alboroto. Está probado que en el altillo vecino a la plaza de Palacio, hoy deshecho para allanar el terreno, había gente bulliciosa, que empezó con las tropas de la guardia, formadas en la carrera para el tránsito de su majestad, una disputa, la cual de palabras pasó a serlo de obras. Unos dicen que los paisanos aclamaban al rey constitucional, y los soldados al rey no más, y que indignados los segundos de oír contradicha su aclamación, con aplicarle el para ellos desagradable adjetivo, embistieron a los primeros. Afirman otros, por el contrario, que los denuestos vinieron de los paisanos, y hasta que venían acompañados de alguna pedrada, por lo cual los soldados se abalanzaron a vengar el ultraje recibido. Con más fundamento cuentan muchos que suponen haber sido la agresión, como en verdad fue, de los parciales del rey; que fueron insultados primero los soldados, pero por gente de su parcialidad apostadas para el intento, que, fingiéndose acalorados constitucionales, tiraban a que con la ira rompiese en acciones decisivas el descontento de la tropa hasta aquella hora reprimido, aunque fuerte. La verdad fue que comenzó la pelea, acometiendo los soldados a los paisanos, a son de tambores, trepando al altillo, hiriendo a algunos y poniendo en desorden y huida a todos cuantos estaban en aquellos lugares. Cayó herido, aunque no de gravedad, don Lorenzo Flores Calderón, miliciano nacional, hijo de un diputado a Cortes, aunque ninguna parte había tenido en el alboroto, estándose paseando por donde había concurrencia de curiosos, acudidos a ver la formación y la regia comitiva. Pronto cesó la pelea por falta de combatientes del bando constitucional; pero como éste fuese numeroso en Madrid, sobre tener de su parte al Gobierno y a las leyes, difundiéndose con celeridad por la población la noticia del lance ocurrido junto al real palacio, acudieron a las armas la Milicia nacional y los cuerpos de la guarnición, ya obedeciendo a órdenes superiores, ya sin otro mandato que el de los estímulos de su celo. En breve aparecieron en la capital dos parcialidades armadas, provocándose a una lid que ya sólo podía diferirse, pero no evitarse. Esto último pretendían y aun esperaban los ministros; pero si era justo que lo deseasen, parecía desvarío que se prometiesen el logro de su deseo. Al revés, los liberales, ardorosos, dándoles en esta ocasión acierto sus pasiones, como algunas veces sucede, ansiaban por el término de una contienda inevitable, y querían la lid, desde luego. Pudo, sin embargo, dilatarse algunas horas con engañosa pacificación, recogiéndose a sus cuarteles las tropas de opuestos bandos y los milicianos a sus casas, así como los demás que andaban alborotados por tomar parte en los negocios políticos, ya los moviera afición, ya la necesidad de su situación a ello les obligase. Quedó con la guardia del real palacio más fuerza que la acostumbrada, y en tal estado de irritación, que bien era de prever un rompimiento no muy lejano.

Como va dicho, en la oficialidad de los guardias reales contaba muchos partidarios la Constitución, más celosos y arrebatados por tener a su lado a quienes lo eran igualmente en sustentar la causa contraria. Señalábase entre sus compañeros liberales don Mamerto Landaburu, gaditano, valiente, por demás, violento de condición. Como éste notase cuan desmandada andaba la tropa y que en vez de contenerla la soliviantaban y azuzaban algunos oficiales, no pudo reprimir su enojo y afeó su conducta a los soldados. De éstos, algunos, roto ya el freno de la disciplina militar, particularmente respecto a aquellos a quienes conocían y odiaban por constitucionales, respondieron a su oficial con la más descarada insolencia. Quiso Landaburu hacerse respetar, y aun castigar a quien le faltaba a la subordinación, y desenvainando la espada, fuese amenazando a alguno de los más atrevidos. Pero los soldados se arremolinaron, le resistieron, le obligaron a retroceder, le amenazaron a su vez, le compelieron a apelar a la fuga, le persiguieron hasta dentro del real palacio, donde se recogió, y allí, sin miramiento al decoro de tan alto lugar, así como hollando otras consideraciones de no inferior naturaleza, le atravesaron con más de una herida hasta dejarle muerto, siendo fama que desde los corredores que dan al patio donde fue cometida tal atrocidad, presenciaron el atentado personajes de la real familia, no sin dar muestras de aprobarlo. Asesinado Landaburu, sus matadores y sus numerosos cómplices, siéndolo casi todos los soldados allí juntos y varios de los oficiales, se constituyeron en rebelión. Cundió veloz por Madrid la noticia del cometido delito, a la hora en que gran parte de la población, siendo el día domingo, se estaba paseando en el Prado. Al punto acudieron otra vez a empuñar las armas los constitucionales de todas clases, obedeciendo más al impulso de la propia voluntad que a órdenes del Gobierno, del cual no consta que las comunicase, pues si había de juzgarse por las apariencias, miraba con superior recelo al que le infundía el exceso de los guardias el ademán fiero con que se presentaban a la pelea los liberales extremados.

Cerró la noche, convertido Madrid en campamento de Ejércitos contrarios. Ocupaba gran golpe de fuerza de las guardias reales la plaza de Palacio; y otra más numerosa porción se mantenía en sus cuarteles aparejada a recibir a sus enemigos, y no dudosa de que le vendrían encima furiosos. Entre tanto, la Milicia nacional se había formado en las calles de la Almudena, Platerías y Mayor, y en la plaza de la Constitución y algún otro punto, estando mezclados con ellas los cuerpos de la guarnición, no de los guardias. Era la situación de las opuestas fuerzas la más singular posible, y la más impropia para el combate que se creía cercano, particularmente la de los constitucionales, como hacinados y presentando un costado por el punto por donde debían temer ser acometidos. Junto a sus filas andábamos, desarmados y como paseantes, curiosos en gran número, que habríamos causado gran confusión si se hubiese empeñado la refriega en la oscuridad de la noche. Yo pasé la mayor parte de ésta en la inmediación de la casa del duque del Parque, frontera a las de Ayuntamiento, rendido de cansancio y sueño, por llevar ya tres días sin acostarme o apenas echándome un rato, y además lleno de impaciencia y enojo, porque no se procedía a domar la rebelión con la fuerza. Amaneció el 1 de julio sin que hubiese mudanza en las cosas. En la mañana se retiraron las tropas a segundas treguas, no mejores que las del día anterior. Fuime yo a mi casa a descansar un poco, pero en breve recibí noticias que no me permitieron disfrutar del sueño. Un incidente ocurrido en la misma mañana dio a conocer, aun a quienes no querían entenderlo, cuan viva estaba la sedición en la soldadesca descontenta. Iba una guardia a su destino tocando el pífano el Himno de Riego, declarado pocos días antes, por decreto de las Cortes, marcha de ordenanza, cuando, parándose de repente los soldados, declararon que no querían seguir marchando al son de aquella música, y pidieron que en su lugar se les tocase la antigua conocida por el nombre de granadera. Quedóse atónito el oficial que mandaba aquella fuerza al ver un acto tal de insubordinación; pero, sin duda, teniendo presente el trágico fin de Landaburu, cedió a lo que le exigía la sublevada tropa. Desde aquel punto quedó ya empezada la guerra civil en la capital, lo cual conocieron todos, y no podía ocultarse a los ministros, siendo de extrañar que éstos se obstinasen en su empeño de no dictar providencias rigurosas contra los sublevados, y de pretender retenerlos los de la rebelión por medio de condescendencias. Llegada la tarde de aquel memorable día, estaban en sus cuarteles los guardias en completo alboroto, oyéndose en las inmediaciones un confuso vocerío.

Acudieron a hablar con los soldados oficiales con distinto fin, pues unos acaloraban los ánimos para dar cuerpo a la sedición y llevarla a los términos de rebelión armada, y otros procuraban sofocarla en su principio. Llevaban trazas de vencer los primeros, aunque a los segundos se agregaban algunos sargentos, cuya influencia sobre la tropa es siempre poderosa. En tanto, nada hacían los amenazados constitucionaies. En las calles eran frecuentes las famosas carreras o corridas que han venido a ser ocurrencias repetidísimas en Madrid de poco tiempo a esta parte, y que empezando al ir a estallar el levantamiento popular de 1808, fueron casi diarias en los días inmediatamente posteriores al célebre 2 de mayo, y ya en la época de que voy hablando se repetían bastante. En la tarde del 2 de julio de 1822, las causaba el fundado temor de ver salir armados de sus cuarteles los guardias reales, que ya no disimulaban su intento de lanzarse a la pelea contra el Gobierno y sus defensores. Al caer de aquella tarde estaba yo con mi amigo y compañero don Ángel de Saavedra tomando unos quesos helados en el café de Sólito, poco antes abierto en la calle de Alcalá e inmediaciones de la Puerta del Sol, y lugar donde concurrían entonces las personas principales, por ser allí donde se trabajaban mejor los tales quesitos, todavía no vulgarizados en la capital de España. Salimos, tomado nuestro refrigerio, y subimos al coche de mi amigo, y no bien nos habíamos puesto en movimiento, cuando, una corrida, de las mayores de aquella tarde y noche, dejó despejada la Puerta del Sol de los curiosos que de ordinario la pueblan. Huían las gentes por la calle de Alcalá hacia el Prado, y viéndolo nuestro cochero, echó los caballos a todo galope por la cuesta arriba hasta llegar al lugar donde desembocan en la de Alcalá las dos calles de Peligros.

Allí, unas voces que le mandaban parar y que nos llamaban por nuestros nombres fueron causa de detener el carruaje, y vimos que nos detenía el general Álava, nuestro compañero y de nosotros muy querido, aunque no militase en las filas de nuestro bando. Nos preguntó adónde íbamos, le respondimos que a ningún punto habíamos formado intención de encaminarnos, y él, haciéndose abrir la portezuela, subió a la berlina, y, tomando asiento entre nosotros, nos dijo que le llevásemos al cuartel entonces de la artillería de a caballo, que se llama de San Gil, punto escogido no sé por qué para reunirse los constitucionales, aunque para ello no había orden dada. A la casualidad que acabo de referir se debe en mucha parte haberse formado el núcleo de resistencia a la rebelión que acabó por presentarle una fuerza opuesta considerable, y de donde vino a resultar al cabo su vencimiento.

Llegados allí con Álava, nos encontramos casi solos. Pero en breve fue juntándose en el mismo lugar gente comprometida o resuelta, acudida a sustentar la causa constitucional contra la bandera alzada para combatirla. Presentábanse diputados de la parcialidad extremada, o digamos de la oposición; uno u otro de los ministeriales; personas de ardorosos sentimientos apasionados de la libertad, llamados patriotas, calificación dada a los inquietos y belicosos; oficiales cuyos cuerpos no estaban en Madrid o que no tenían entonces cuerpo en que sirviesen. Aparecióse una compañía de granaderos de la Milicia nacional de Madrid, traída sin orden de autoridad alguna y sólo por su voluntad propia, por su capitán don N. León, el mismo que me había servido de introductor al padre Cirilo cuando con él conté en 1820, según va referido en estas MEMORIAS, pasando a las filas de los comuneros sin haber por esto roto su amistad con el cortesano ex general de San Francisco, hombre no malo, y en quien lo extremado de las ideas no pasaba de ser deseo de bullir, y de verse sobre su esfera, sin ser dañino sino porque convidaba a otros a serlo. De allí a poco hubo de venir otra compañía del regimiento titulado del Infante Don Carlos, ignorando todos quién la enviaba. Otras apariciones más significativas siguieron, que fueron las de los oficiales y sargentos de los guardias, escapados de sus cuarteles por haberse visto en inminente peligro de la vida, de resultas de sus esfuerzos para mantener a los soldados en obediencia a las leyes. El primero que llegó fue don Blas Leso, marqués de Ovieco, sujeto muy conocido y apreciado en la sociedad madrileña por su buena índole, constitucional muy celoso. Venía con sombrero redondo y un mal capote, bajo el cual escondía su uniforme, dando que reír su abrigo en una noche, por demás, calurosa. En esto declaraba el estado de la rebelión. Sin embargo, a estas horas o no creía o aparentaba no creer que llegase a tomar cuerpo el capitán general de Madrid, Morillo, en quien la rudeza no estaba exenta de doblez, pero hombre lleno de preocupaciones contra los liberales inquietos, de suerte que, por un lado, acertaban los que le suponían entero en su error, si bien erraban por llevar la suposición muy lejos, dominados por la idea de reputar sencilla y tosca honradez la falta de luces y de modales finos. Álava le estimaba mucho por varias razones: por ser del mismo partido, en el cual reinaba el error de creer en la suma bondad de aquel personaje, y por haber sido oficial de marina, en cuyo cuerpo había servido Morillo en la clase de soldado de su tropa. Trabuco (decía Álava a Morillo, usando del nombre que a este último había puesto El Zurriago, y que, usado por persona menos amiga, habría sido una ofensa, aunque fuese muy común conocerle por él); Trabuco, que se van los de la Guardia. Y Morillo dudaba o se daba o se tenía por seguro de contener a los ya rebeldes. Fuese al fin el capitán general de Madrid a otros puestos, sin dejar órdenes en aquél, relativas a los sucesos que amenazaban.

En esto, súpose que ya los batallones de la guardia estaban fuera de sus cuarteles. Sonaba que iban a salirse de Madrid; pero más natural parecía que se hiciesen dueños de la capital, como bien podían en aquella hora. Así se creyó en un momento, y difundióse la voz de que venían a apoderarse del edificio en que estábamos, donde encontrarían cañones, y desharían una fuerza que comenzaba a juntarse para oponérseles. Dada el arma, los allí congregados eligieron para mandarlos al general Álava, siendo unánime la como votación de que salió su nombramiento. Repartiéronsenos fusiles y carabinas y corrimos a las muchas ventanas del cuartel, ocupándolas todas. Dispuso nuestro general que se sacasen del cuartel dos piezas para defenderlo mejor; y hubo de situarlas de tal modo, que puestas al lado de la puerta, apuntaban, no de frente al real palacio, pero sí a la calle, uno de cuyos costados es la mansión de los reyes. Consideró esto Fernando como enorme desacato, y lo extrañó en Álava, cuyo amor y sumisión al rey eran grandes; pero no tuvo razón, mirando el general sólo la defensa del puesto de que se acababa de encargar, y con el cual sustentaba la causa de las leyes. No vinieron a asaltarnos los enemigos, como podían y debían haber hecho, siendo casi seguro que tropas medianamente resueltas se hubieran apoderado, de una artillería defendida sólo por los pobres fuegos que se hiciesen desde el vecino ventanaje. Pasábase el tiempo, y por las noticias que llegaban, aunque a veces confusas y contradictorias, llegamos a persuadirnos de lo que era verdad y parecía increíble; esto es, de que se habían salido de Madrid cuatro batallones de la guardia, dejando dos haciéndola en la plaza principal del real palacio. Tan singular proceder acredita que faltaba dirección y plan de antemano dado a una rebelión que no era, con todo, obra del momento en que tuvo principio.

Viendo que no se acercaban enemigos, soltamos las armas, y yo, acometido de una violenta jaqueca, que solía padecer con frecuencia, y rendido por la falta de sueño, me eché en un banco y logré dormir un rato mediano. Despertóme un gran ruido, que mucho tenía de amenazador. Era que acababa de entrar en el cuartel el general Ballesteros, seguido de una numerosa comitiva, compuesta casi toda de oficiales. El general, como consejero de Estado, no podía servir destino alguno; pero en aquellos momentos casi dormían las leyes, y los comuneros, que tenían en Ballesteros, si no la cabeza de su sociedad, el miembro más respetado y fuerte del cuerpo de la comunería, parecían dispuestos a aprovechar aquella ocasión de encumbrarle. Corrió, pues, la voz de que había tomado el mando del puesto que ocupábamos, quedando como desposeído de él Álava, el cual, poco ambicioso de semejantes dignidades, dejó correr las cosas sin consentir en reconocer al sucesor ni resistirse a ello. Era de ver la sumisión y adulación con que los hombres libres de la comunería (pues tales se creían ellos o se llamaban, pretendiendo serlo por excelencia) se agolpaban alrededor del poder que se figuraban haber creado. Uno de los que con el general venían, y no un adulador como otros, sino hombre entero, aunque corto de luces y presuntuoso, llegándose a mí me preguntó si no creía yo conveniente que Ballesteros tomase el mando de todo en aquella hora de apuro. Conocí yo cuan lejos iba este todo, no siendo menor su alcance que el de una dictadura, y fingí no entender la propuesta, zafándome de dar una respuesta clara y terminante. Pero mientras el nuevo caudillo daba disposiciones, entre los destinados a ser súbditos asomaban señales de resistencia a su autoridad espuria. Había allí algunos, aunque no muchos, moderados y bastantes exaltados de la sociedad rival de la comunera, y los más, por apego a sus doctrinas y temor de las representadas por Ballesteros y su comparsa, y los otros por espíritu de secta, empezaron a sustentar el nombramiento antes hecho en Álava. En esto, el oficial que mandaba el cuartel, el cual, según creo, era moderado, y por otra parte, como buen artillero, amante del orden y de las leyes, declaró que él no reconocía ni obedecía a autoridades nombradas por quienes carecían de derecho para hacerlo, y que se ceñía a cumplir las órdenes que le diese Morillo, capitán general de la provincia. Resuelto así en humo el nuevo poder de Ballesteros, así como el poco menos antiguo de Álava, con evidente disgusto del primero y no menos notable satisfacción del segundo, aquél se salió del cuartel como a la callada, siguiéndole, cabizbajos, los de su comitiva y partido.

Íbase pasando aquella noche de verano y comenzaba a alborear el horizonte. Cuatro batallones de la guardia real se habían salido de Madrid durante la noche e ido a acampar cerca del real sitio del Pardo. Otros dos estaban situados en la plaza de Palacio, reforzando considerablemente la guardia ordinaria de aquel puesto. Éstos no tenían trazas de querer hostilizar a los constitucionales, ni podían, siendo corta su fuerza y estando distantes sus compañeros. Tampoco se veía por parte del Gobierno y sus defensores intención de empeñar la pelea inmediatamente. Al amanecer, gran parte de la gente reunida en el cuartel de artillería, llamado la sazón Parque, salió de allí y fue a situarse en la parte alta de la plaza de Santo Domingo, o de motu proprio, o por orden de alguno deseoso de disminuir una reunión que causaba recelos a los empeñados en mantener las cosas en paz. Esta fuerza hizo un papel principal en los sucesos que siguieron.

Iba saliendo el sol, cuando apareció al frente del cuartel el capitán general Morillo, seguido del regimiento de caballería de Almansa, que, de todos los de la guarnición de Madrid, era el más ardoroso en su adhesión a la causa constitucional. Anunció en voz alta a cuantos cerca estaban que iba con aquella tropa a caer sobre los sublevados del Pardo. A una voz de mando desenvainaron los de Almansa sus espadas, y blandiéndolas animosos, mientras reflejaba en las hojas la luz del sol recién salido, prorrumpieron en frenéticos vivas a la Constitución, a que respondimos los que estábamos delante del cuartel con otro, no menos estrepitosos y acalorados, escena de que hubieron de ser oyentes y casi testigos los soldados de la guardia de palacio, asomando por el fin de la calle frontera para averiguar la razón de aquel alboroto. Salieron Morillo y los suyos por la puerta de San Vicente. Pasadas algunas horas de ansioso esperar, volvióse la tropa cabizbaja, pues su general había parlamentado con los rebeldes, en vez de hostilizarlos. Otra cosa no era posible con tan corta fuerza, desprovista de artillería y no sé si de infantería, contra batallones de gente veterana. Dudoso es que Morillo fuese sincero cuando se manifestó dispuesto a emprender la lid; pero como hombre de cortas luces y de arranque, bien puede ser que mudase de intención viendo no ser posible llevar a efecto la que primero había tenido y declarado.

Quedó, pues, todo en expectativa. Los del Pardo, en su campamento; los de la plaza de palacio, en su puesto; los constitucionales, ocupando varios en el centro de la capital; el Gobierno, al lado, del rey, tenaz de cortar la guerra comenzada y para el intento suponiendo que no existía, y dándose por estar en el pleno goce de su autoridad, hasta sobre los sublevados. Reinaban el descontento, el temor, la ira en los interesados testigos de situación tan extraña. Y, sin embargo, así se pasaron días, si no muchos, más que lo que parecía posible en tal estado de cosas.




ArribaAbajoCapítulo XXII

Venida de Riego a Madrid y conducta que observa.-Incidente ocurrido entre el autor y Morillo.-Las fuerzas con que contaban los constitucionales.-La sublevación de los carabineros reales y el provincial de Córdoba. Manejos y conducta de moderados y exaltados.-Disgustos privados del autor, ocasionados por sus opiniones políticas.-La entrada en Madrid de los guardias.-Son rechazados en todas partes.-Los constitucionales toman la ofensiva y persiguen a los guardias hasta la plaza de Palacio.-Capitulación.-Fuego y nueva refriega.-Situación política al acabarse la rebelión de los guardias.


Algunos incidentes dieron variedad a las horas de este angustioso plazo. Riego, pocos días antes de cerrarse las Cortes, había salido de Madrid a tomar aires campestres; pero no habiéndose alejado de la capital, al primer rumor de los graves sucesos que habían ocurrido y seguían, acudió desolado a tomar en ellos parte. En los últimos días de la legislatura, Riego se había arrimado a los que deseaban usar un tanto de condescendencia con el Ministerio y el partido que a éste sostenía, porque en su ánimo veleidoso habían cobrado ascendiente los que aconsejaban esta conducta, estando él, además, cansado como hombre de ímpetus y poca paciencia. La sublevación de los guardias le despertó y estimulé, y como venía animado, hubo de ver con extrañeza el estado ni de paz ni de guerra de la capital. A una condición tan impaciente como la suya era insufrible un espectáculo capaz de irritar al más flemático, y. además, Riego, valerosísimo en un momento de peligro, cuando le era posible acometer carecía de fortaleza, y estaba acosado por el temor de caer con la Constitución y de quedar aniquilado en la ruina, a lo cual se agregaba ser indócil y entremetido, queriendo siempre disponer él las cosas aun cuando no tuviese a su cargo dirigirlas. Así, llegado a Madrid, se encaminó sin perder tiempo al cuartel de artillería llamado Parque, donde residía uno como Gobierno, aun cuando nadie tuviese de tal el título ni ejerciese regularmente la potestad. No bien se vio en aquel sitio, cuando empezó a declamar contra la inacción en que se estaba, encendiendo las pasiones del mayor número de sus oyentes. Estuvo a pique de romper un alboroto que se habría difundido a la vecina plazuela de Santo Domingo, donde seguía congregada la gente más inquieta, formada en una especie de batallón, que por remedar a los franceses se denominaba sagrada, fuerza compuesta de oficiales sueltos y paisanos, en que abundaban los ociosos alborotadores de oficio, conocidos con el dictado de patriotas. Por casualidad, no pasó de ser un ruido sin consecuencia un incidente que en disposición de los ánimos y de las cosas debía ser principio de una refriega. Riego se fue seguido de algunos pocos a la Diputación permanente de Cortes, que estaba celebrando sus sesiones, entonces casi permanentes, en el edificio en que celebraba las suyas el Congreso, situado entre el cuartel de artillería y el real palacio. Presidía la Diputación, en que predominaban los moderados, don Cayetano Valdés, a quien guardaba Riego grandes consideraciones, aun disputando con él frecuentemente, porque siendo el héroe de la revolución linajudo, gustaba de recordar el lejano parentesco que tenía con aquel vástago de una de las familias más ilustres de Asturias, su patria común, porque apreciaba y veneraba en él la edad, la dignidad, la honradez y el valor, y porque, en 1820, gobernando Valdés a Cádiz, había vívido en relaciones de amistad política, así como privada, con el Ejército apellidado libertador y con sus cabezas. La Diputación carecía de facultades, y nada tenía que ver con la potestad ejecutiva; pero en el apuro y desorden reinante todos querían que se tomase de ella alguna parte, cuando menos convocando a Cortes extraordinarias. Aun esto mal podía hacerlo, según las leyes, sin estar de acuerdo con el rey o sus ministros, y, además, la convocación y reunión nueva del Congreso requerían fórmulas dilatorias, cuando los negocios pedían resoluciones atrevidas y del momento. Valdés, por su índole y hábitos, era muy venerador y observante de las leyes, y por sus doctrinas moderado y amigo de los ministros, que se mostraban resueltos a impedir un choque, así con las armas, como de poder a poder en el Estado. Por estas causas nada consiguió Riego, y después de una disputa acalorada, en que él se destempló y gritó como solía, hubo de irse a su casa despechado y cabizbajo. Quedó de este lance en el ánimo de los ministros la idea de que los alborotadores trataban de empeñar la lid, y empezaron a mirar con igual desconfianza que a los guardias rebelados a los patriotas armados para defensa de la Constitución y de sí propio.

Morillo participaba, como quien más, de este modo de pensar. No se había atrevido a proceder contra Riego, aunque habían mirado sus gritos como un empezar de sedición. Al batallón sagrado miraba con recelos, no del todo infundados, y aun a los del cuartel de artillería vigilaba, como a enemigos o poco menos. En la tarde del 3 ó 4 de julio, desabrido, por demás, se presentó a la puerta del cuartel y comenzó a decir a los que allí estaban que se retirasen. Encarándose conmigo y viéndome con sombrero de divisa militar, que podía yo usar como intendente que era y como maestrante, no conociéndome, me dijo que me fuese a mi puesto, y respondiendo yo que no lo tenía, y preguntándome él quién era o qué era, y dando yo por segunda respuesta ser mi destino el de diputado a Cortes y mi nombre Galiano, él se tocó al sombrero en ademán de saludar, con ceño, pero con cortesía. Nació de aquí difundirse por Madrid la voz de que había habido una reyerta acalorada entre los dos, de lo cual nació vituperarme unos y vituperarle otros, suponiéndome desmanes que no había cometido, pero que a la vista de algunos eran arrebatos de laudable celo, y al revés, atribuyéndole actos de firmeza en sentir de sus amigos o de adhesión a la causa de los rebeldes, según el parecer de sus contrarios.

De este modo seguían en Madrid y el Pardo armadas y opuestas dos fuerzas que al cabo habrían de venir a trabar batalla.

Los constitucionales estaban llenos de susto. En verdad, el peligro era grande. La guarnición de Madrid, fuera de la guardia real, constaba de poca fuerza. Aun de alguna parte de ella tenían desconfianza los liberales, y esperanzas el rey y los suyos. Esto se decía del regimiento de caballería del Príncipe, aun con poco fundamento, aunque una cortísima parte de él se unió con los de la guardia. Poco menos se recelaba del de infantería que llevaba el nombre del infante don Carlos, en el cual reinaba una severa disciplina y en cuya oficialidad prevalecían los de la opinión moderada, y la injusticia de la sospecha contribuía a ladearlos a la parte a la cual se los acusaba de inclinarse. El regimiento de caballería de Almansa, al revés, seguía siendo constitucional ardoroso, de lo cual era consecuencia estar en él algo relajada la disciplina. De los guardias reales, una fuerza que casi compondría un batallón, con sobrado número de oficiales y algunos sargentos, separada de sus compañeros, se había puesto bajo la bandera constitucional, y con esta gente, como es de suponer, podía contarse. Otro tanto sucedía con la Milicia nacional, compuesta de cuatro batallones y uno o dos escuadrones, y tal entonces, que ni por lo alborotada daba disgusto o temor, habiendo, al revés, contribuido a mantener el orden contra los bulliciosos; pero había dudas sobre su capacidad de resistir en una pelea a tropa regular y veterana. El batallón sagrado causaba más miedo que otro poder alguno; pero no obstante el espíritu de exaltación o sedición que en él reinaba, no dio motivo de consideración para culparle, pues si de continuo amenazaba, nunca llegó a mostrar desobediencia, y en el momento del mayor peligro, según se verá, se portó como debía.

En esta situación, noticias recibidas de las provincias aumentaron las zozobras y los males que estaban padeciendo los liberales de la capital. La brigada de reales carabineros, situada a la sazón en Castro del Río, de la provincia de Córdoba, se sublevó allí, aclamando al rey absoluto; suceso que bien deberían haber previsto quienes conociesen el estado de aquella tropa. Al saberse en la ciudad de Córdoba este levantamiento, fue grande la inquietud en el escaso número de constitucionales que en la población se contaban. Hallábase allí el regimiento de milicias provinciales que llevaba el nombre de la ciudad, el cual, en breve, manifestó su intento de juntarse con los sublevados. Por una singularidad de las sublevaciones de aquellos días, los milicianos de Córdoba imitaron puntualmente a los guardias reales de Madrid en su desatino, pues pudiendo haberse alzado con la ciudad y dado entrada en ella a los carabineros, logrando así hacerse dueños de un puente sobre el Guadalquivir y dar a la causa de la monarquía el concepto anejo a estar enarbolada su bandera en una capital, si no de las principales, de las más notables de España, al revés, dieron principio a su empresa con una retirada parecida a una fuga. Así fue que, no bien alzaron el grito de rebelión, cuando se pusieron en camino para el campo. Guardaba la puerta por donde iban a salir, una de las principales de la población y que da al puente y la carretera de Andalucía Baja, una corta fuerza de milicianos nacionales, incapaz de oponerse a un batallón entero. Estaba en aquella guardia un oficial retirado, llamado Cisneros, fanático constitucional, que servía como soldado en la fuerza cívica, de cortos alcances y sordo. Éste, con temeridad loca, viendo venir a los sublevados, salió a afearles su acción, procurando retraerlos de su intento. Fue la respuesta hacerle pedazos, y pasando sobre su cadáver se lanzaron los milicianos a la puerta que estaba cerrada, siendo tal su ímpetu, que con el peso de tantos hombres juntos se doblaron las puertas y se abrieron hacia el lado opuesto por donde se abrían; ¡tal violencia traía el infundado miedo de los fugitivos! Quedó así Córdoba libre; pero los milicianos nacionales de allí, que no eran muchos, hubieron de recogerse al edificio que antes era de la Inquisición, donde se hicieron fuertes, mientras lo general del pueblo cordobés mostraba su adhesión a la causa del rey, agolpándose la gente en los lugares de más concurrencia, pero sin atreverse a más que a demostraciones, si no del todo pacíficas, cobardes. Asistió a los milicianos con dinero y provisiones el marqués de Guadalcázar, grande de España, residente en aquella ciudad, socorro harto necesario. Quedó, pues, armada y pujante una fuerza poderosa de Infantería y Caballería, que bien ascendía a mil trescientos y aun a más hombres, declarada por el rey absoluto; pero también quedó el pendón constitucional levantado en el recinto de Córdoba, y defendido por un poder que, aun siendo flaco, bastaba a tener la población amedrentada y medio sujeta. En tanto iban juntándose fuerzas para combatir a los rebeldes, pocas en verdad y débiles, si ellos, desde luego, no se hubiesen manifestado tímidos y torpes, y con trazas de salir vencidos si encontraban quien les hiciese resistencia.

Esto no obstante, en Madrid, según va dicho, causó notable efecto la noticia de la rebelión ocurrida en Andalucía. No por eso el Ministerio desistió de su empeño de buscar avenencia con los rebeldes. Consultó sobre el modo de encontrarla al Consejo de Estado, cuerpo no bien compuesto, donde los moderados dominaban, el cual dio respuesta a gusto del Ministerio; esto es, aconsejando ridículos modos de llegar a una concordia inasequible. Por su parte, los liberales exaltados no estaban ociosos. Varios diputados nos juntamos e hicimos una representación a la Diputación permanente, en que llevé yo la pluma. Era el escrito breve y seco, exponiendo el verdadero estado de los negocios; que había una rebelión, que el rey y sus ministros se juntaban en lugar guardado por fuerzas aliadas de los rebeldes, y que era indispensable y urgente salir de situación tan apurada y peligrosa. Lo difícil era señalar un remedio al mal tan notorio, pues no le había no saliéndose un tanto de las leyes, y eso indicamos a la Diputación que hiciese, pero sin decírselo claro. No tuvimos respuesta; pero pronto sucesos de la mayor gravedad desenredaron o cortaron el nudo que en tanto aprieto tenía al Estado.

Pasándose así el tiempo, era evidente el peligro, y que se aumentase de hora en hora. Lo único que consolaba a los constitucionales era saberse que venía sobre la capital con alguna fuerza el capitán general de Castilla la Vieja, don Carlos Espinosa; contábansele los pasos, y la impaciencia, o los suponía lentos para quejarse, o para animarse los daba por rápidos, afirmando que estaba ya cercano.

Los ministros, sabedores del descontento de la gente ardorosa, la temían más que a las tropas rebeladas de la guardia, si ha de juzgarse por sus hechos, y Morillo vigilaba al batallón sagrado, sin encubrir cuan mal le quería.

Así llegó el 6 de julio, día en que la angustia y el enojo estaban en el punto más alto. Ni dejaban de exasperar a los constitucionales las no encubiertas esperanzas de los parciales de la monarquía antigua, manifestadas con jactancia. De esto tuve yo una prueba en un lance doméstico, cuyas resultas fueron para mí en extremo dolorosas. Vivía yo con un tío carnal, de mi mismo nombre, a la sazón cesante, ministro del extinguido Consejo de Hacienda, que después de haber sido acalorado liberal en sus mocedades, había pasado a ser vehemente defensor de la doctrina contraria. Respetaba yo sus opiniones, mientras las mías estaban triunfantes; no tanto cuando estas últimas corrían peligro de quedar vencidas y proscritas, poniendo yo entonces una necia soberbia en ser duro y altivo contra la mala fortuna. Así, oyendo a mi tío ponderar las fuerzas de los rebeldes del Pardo, y hasta casi asegurarles la victoria, le respondí con desabrimiento y mal modo, cosa que hubo de ofenderle mucho, siendo poco sufrido, y de ideas las más extremadas en punto al respeto que en las familias deben guardar los mozos a los mayores, y los inferiores a los superiores en grados de parentesco. Siguióse de ello romper con este pariente, uno de los dos más cercanos que me quedaban, de modo que por causas políticas el hermano de mi padre, así como el hermano de mi madre, Villavicencio, vinieron a serme por largo tiempo extraños. No fue esto lo peor, sino que saliéndome al siguiente día de casa de mi tío, día en que la victoria de los constitucionales debería haberme impulsado a buscar reconciliación con él, tal vez nuestra separación contribuyó a que padeciese una persecución injusta, de la cual se le originaron disgustos, persecución que en balde procuré yo impedir, ignorando él los pasos que di para el intento. Duro fue su resentimiento, y en los largos años de destierro y trabajos que me cupieron en suerte tuve la de que no se acordase de mí la mayor parte de mi familia paterna y alguna de la materna, sino para mostrarme rencor acerbo, extendido aun a las inocentes personas de nuestra común sangre que tenía yo a mi lado.

Dejando estas particularidades, si propias de mis MEMORIAS, nada a propósito para entretener a mis lectores, bien será volver a tratar del estado de los negocios en aquellas horas.

Acercábose la noche del 6 de julio, y algunos rumores anunciaban que en ella vendrían sobre Madrid los de la guardia, retirados al Pardo. Pero estos rumores solían correr en los días antecedentes, y así no se les daba gran crédito. También se afirmaba estar ya cercano Espinosa. Había yo dejado de asistir al cuartel de artillería, donde nada tenía que hacer y sólo podía estorbar, sabedor, además, de que mi presencia allí, tanto cuanto la de otros de mi partido, infundían al Gobierno y a sus fieles servidores disgustos y recelos. Pasé, pues, la primera noche por las calles, y al mediar aquélla fuime a la plazuela de Santa Ana, adonde solía juntarme con algunos amigos, hasta que daba la una de la madrugada; y notando no sentirse rumor alguno, rendido de cansancio fui a recogerme a mi casa, todavía la de mi tío, situada en la calle de la Magdalena. Llegado, me entregué al sueño y dormí hasta bienentrada la mañana. Por estar aquel lugar retirado del teatro de la lid que en aquella madrugada hubo en la capital, no llegó a él, a lo menos lo bastante para despertarnos el ruido de las armas, ni aun de los tiros.

Al entrar en mi cuarto un criado, me dijo que en la noche anterior, hacia su fin y en las primeras horas de la mañana, había habido una sangrienta refriega, saliendo de ella victoriosos los constitucionales. Me vestí precipitado, corrí a las calles, y he aquí lo que supe por conductos fidedignos.

A la madrugada penetraron los guardias del Pardo en Madrid por el portillo del Conde Duque, contiguo al edificio que fue cuartel de Guardias de Corps. Encontráronle cerrado y no guardado, y derribaron la puerta a hachazos. Venía delante de ellos un piquete de caballería, pasado a sus banderas, que era del regimiento del Príncipe, uno de los de la guarnición. Hubieron de dividirse en seguida, y parte de ellos, por la dirección que tomó, parecían ir a la plaza de Santo Domingo, a caer sobre el batallón sagrado por la espalda. Hacia la calle de Tudescos tropezaron estos soldados con una patrulla del batallón donde iban varios paisanos y uno o dos oficiales; y tiroteándose no bien se divisaron, de tal modo y tan vergonzosamente se amedrentaron los veteranos de la guardia real, que se retiraron y dispersaron, a punto de no quedar junta ni una porción medianamente considerable de tan respetable fuerza. El que la mandaba, don Luis Mon, hijo del conde del Pinar, tras de dar tan singulares muestras de impericia y falta de bríos, se dejó prender por un pobre paisano que le encontró yendo ya solo, y tuvo el desinterés de rehusar una cantidad bastante crecida que el prisionero le ofreció por que le dejase libre. Figuró no poco en aquel día el paisano prendedor, que lucía su casi desgarrado vestido, blasonando de no haber tomado lo que tanta falta le hacía, y recibiendo por su virtud parabienes mezclados de admiración; conducta la suya digna, por cierto, de alabanza, aunque no del todo rara en ocasiones tales, siendo en el hombre la pasión del fanatismo político, y aun la vanidad, no menos poderosas que el interés mismo. Poco ha de haber leído de historias de revoluciones quien no sepa de acciones semejantes en no muy corto número, de las cuales, si son fingidas, unas, y muy ponderadas, otras, varias, y aun estas últimas, tienen autenticidad no menor que la que acabo de contar, de la cual fui casi testigo.

Deshecha así y dispersada sin pelear, y aun sin haberse visto con enemigos al frente, buena parte de la fuerza que entró a hacerse dueña de Madrid, mientras en la plaza de Santo Domingo se ponían en armas y preparados a la próxima lid los constitucionales, dos batallones de los guardias, procedentes del Pardo, acudieron a la plaza Mayor, llamada de la Constitución, a ocuparla. Como puesto militar, no tenía aquel sitio mucha importancia; pero la había adquirido grande, porque tributando los constitucionales a la lápida allí colocada respetos parecidos a culto religioso, habían hecho la plaza como cuartel general de su fuerza. Guarnecíanla batallones de la Milicia nacional, y había en ella algunas piezas de artillería de mediano calibre, asestadas a las calles que allí desembocaban. Facilísima era, con todo, su ocupación a soldados de mediano aliento.

El plan de los invasores era acometer por más de un punto, para lo cual se pusieron en movimiento algunas compañías de los batallones que se habían quedado en Madrid guardando el real palacio, dispuestos a entrar en la plaza al tiempo mismo que sus compañeros del Pardo, con quienes estaban de inteligencia, y escogiendo, mientras éstos asaltaban el puesto por las calles de la Amargura y de Boteros, la calle de Toledo y entradas contiguas del lado opuesto, que para sus contrarios sería la espalda. Pero la flojedad con que seguían las cosas los parciales del rey, causó que aquella tropa no llegase a tiempo a la pelea, cuando para ello tenía que andar corto camino. Así, presentáronse solos los asaltantes que venían de afuera, y desembocando por la calle de Boteros a la plaza, con una descarga anunciaron su venida, matando e hiriendo a algunos, bien que pocos, milicianos nacionales. Por fortuna de la causa por éstos defendida habían sido sentidos sus contrarios en el acto de aproximarse, y un oficial de artillería, allí situado con el mando de las piezas, a pesar de hallarse enfermo, acudió tan a tiempo que el cañón frontero a la calle por donde asomaron los agresores saludó a éstos con una descarga de metralla. Hizo efecto el disparo en aquella tropa apiñada y casi segura de no encontrar resistencia, cayendo de ella algunos muertos y varios heridos, y llenándose todos, con la sorpresa, de mortal desmayo. Al verlos retroceder, alentáronse los milicianos nacionales. Así fue que, si bien algunos valientes oficiales de los guardias, rehaciendo y animando a su gente, la trajeron a la pelea, sólo lograron que fuesen de nuevo rechazados, no sin destrozo de soldados tan viejos y probados en más dura guerra. Desistieron, pues, los de la guardia de tomar la plaza, y recogiéronse hacia la Puerta del Sol, con lo cual ya se daban por vencidos.

Mientras esto pasaba, en el cuartel de artillería se preparaban a la batalla, aunque tarde. Acertó a hallarse en aquel lugar Morillo, cuando recibió la noticia de la entrada en Madrid de los sublevados del Pardo. Tan preocupado estaba el general contra los alborotadores, que al recibir el aviso le tuvo por falso y encaminado a promover un alboroto entre la gente ardorosa e inquieta de que había salido, y así mandó poner preso al avisador primero. Reiteróse, sin embargo, el anuncio de la presencia de los rebeldes en la capital, y todavía incrédulo Morillo, se destempló con don Juan MacCrohon, uno de los que le trajeron o divulgaron, sujeto apreciable, no obstante vivir del juego, de bastante ingenio y talento natural, y de sano juicio, de corto saber, y grande ambición aun en materias literarias, de probidad e ideas muy de caballero, que chocaban con los inevitablemente malos hábitos de su vida viciosa, y persona, en fin, en quien tuve uno de los mejores amigos que he podido contar en mi vida. MacCrohon gustaba de hacerse visible, y con esta mira había figurado en la revolución de 1820, habiendo estado en la isla de León algún tiempo, cuando en ella estaba sitiado y en grave apuro el Ejército de Quiroga, y después también había bullido en Madrid, pasando por más exaltado que lo que era real y verdaderamente; y como con sus calidades juntaba la de valiente, andaba muy afanado en aquellas horas de peligro, y por esta misma razón daba más recelo a Morillo, quien le reputaba uno de los más activos promovedores de alborotos. Preso o arrestado ya MacCrohon, y con él otra persona menos conocida, que trajo también la noticia de la entrada de los guardias del Pardo en Madrid, empezó a oírse a lo lejos el ruido de la pelea, y comenzaron a llegar avisos más repetidos de los sucesos. Desengañado Morillo, puso en libertad a los arrestados, y casi hubo de pedirles perdón, estando tan fuera de sí, que los tuteaba, pues dijo a uno de ellos: perdona, hijo mío, lo cual me fue referido por el coronel don José Grases, mi amigo, que estaba presente. Pero Morillo tenía valor, y no pensaba en unirse con los rebeldes; y así, llegando el momento de obrar como soldado y no mal capitán, dio sus disposiciones con aliento y actividad para hacer frente a los enemigos agresores. Por su orden, una fuerza de los mismos guardias reales, compuesta de bastantes oficiales, unos, pocos sargentos y un número mediano de cabos y soldados, hasta componer poco menos de un batallón, todos los cuales se habían ido separando de las filas de los sublevados en la noche en que rompió la sedición, fue destinada a ocupar las caballerizas reales, edificio, frontero al cuartel de la artillería, y no ocupado por los realistas en su imprevisión, siendo así que desde allí podían haber hecho notable daño a los constitucionales. Los de los guardias, fieles a este último partido, se ataron al brazo unos pañuelos blancos para distinguirse de sus compañeros, con los cuales iban a entrar en batalla. Por su parte los realistas, acampados en la plaza de Palacio, pensaron, aunque tarde, en hacerse dueños de las caballerizas. A un mismo tiempo, por opuestos lados, entraron los contendientes en el edificio cuya posesión iban a disputarse. Viose entonces uno de los más dolorosos espectáculos de la guerra civil: pelear unos con otros hombres de una misma nación y de un mismo Ejército, y hasta de un mismo cuerpo, y aun hubo la casualidad de ponerse frente a frente dos oficiales unidos por los lazos de cercano parentesco, don N. Zuloaga, por la parte de los anticonstitucionales, y por la opuesta el conde de Torrealta. Fue, sin embargo, o corta o ninguna la efusión de sangre en aquel puesto, no llegando a trabarse refriega por haberse recogido a Palacio los de la guardia, no bien se encontraron con los del bando enemigo.

Mientras iban así las cosas por las cercanías de Palacio, los de la guardia, rechazados de la Plaza Mayor, se habían situado en la calle del mismo nombre y la Puerta del Sol, donde pasaron más de una hora sin ser molestados y sin atreverse ellos a hacerse de nuevo agresores. Entre tanto, acudían a la pelea, aun sin saber dónde o cómo seguía, los constitucionales, que estaban desparramados o retirados a sus casas. La Plaza Mayor, en que se hizo notorio haber habido fuego y estar victoriosos los constitucionales, fue el lugar escogido para presentarse en él, por no pocos personajes de nota, mientras otros iban al cuartel de artillería llamado el Parque, porque allí consideraban el poder del partido constitucional, haciendo veces de Gobierno.

Juntas fuerzas algo considerables en la Plaza Mayor, pusiéronse en movimiento hacia la Puerta del Sol, ocupada todavía por los guardias reales procedentes del Pardo. Hicieron el movimiento los constitucionales por dos lados, viniendo unos por la calle Mayor a embestir a sus contrarios de frente, y otros por la de Carretas a caer sobre ellos por un costado. Al frente de los primeros iba el general Ballesteros con otro, y a los segundos capitaneaba el brigadier Palarea, yendo en su compañía el coronel don José Grases. Detuviéronse un tanto estos últimos, no sin que el ardor hervoroso de Grases se manifestase con síntomas de impaciencia. Ello es que los de guardias huyeron sin ser envueltos, y echando por la calle del Arenal, se encaminaron a la plaza de Palacio. Perseguíanlos sus enemigos victoriosos, señalándose entre ellos el entonces coronel don Antonio Seoane, cuyo caballo, si mal no me acuerdo, recibió algunas heridas. También algunos del batallón sagrado, situados en la Plaza de Santo Domingo, bajando al límite del espacioso y a la sazón despoblado terreno llamado Plaza de Oriente, les hicieron fuego de fusilería, a que respondieron flojamente los fugitivos. Vinieron, pues, a quedar en la plaza principal del real palacio apiñados los batallones todos de la guardia real, en fuerza suficiente para hacer allí una animosa defensa, si hubiesen conservado aliento o disciplina. Pero ésta y aquél les faltaban, y vencidos ya una vez, daban muestras de no estar capaces de sustentar la pelea.

Entre tanto, venían encima los constitucionales con la irritación propia en quienes habían sido acometidos, no apagada aún en sus ánimos la furia de la pelea y llenos de la soberbia de la victoria. Pensó Fernando que le amenazaba próxima la suerte de su pariente Luis XVI de Francia, en 10 de agosto de 1792, con la diferencia de que había sido aquel monarca provocado y no provocador en la lid en que, entrado en su palacio, quedó derribado su trono, al paso que en España lo contrario era lo sucedido, saliendo la agresión del rey y de sus parciales. Probóse por los palaciegos un medio que les salió tan bien cuanto podía esperarse. Venía capitaneando a los vencedores constitucionales Ballesteros, poderoso entre la gente más exaltada que componía la sociedad comunera; ambicioso como quien más, cuyos proyectos en aquellas, circunstancias críticas eran bien sabidos, pero de corta capacidad y vanidad gigante, a quien era fácil granjearse con lisonjas, empleando la de suponerle magnánimo y generoso. Entre ruego y orden le envió el rey a decir que se detuviese, y él, próximo a pasar el linde de la plaza mirada como parte del regio alcázar, se paró con los suyos, dando muestras de que juntamente perdonaba cuando obedecía. Aprovecharon la ocasión los vencidos, y dando muestras de sumisos, pidieron una capitulación honrosa. Resistíanse muchos de los vencedores a concederla; otros pocos, no la repugnaban; pero se ignoraba cuál dictamen debía prevalecer, no habiendo quien tuviese derecho a ser obedecido. Los ministros, presos todavía, no querían recobrar la libertad para contraer un compromiso de que no podían salir airosos, y aunque se habría holgado la corte de encontrarlos propicios, y recurrido a ellos aun con menoscabo de su dignidad, no pudo valerse de este recurso. En tal inquietud y confusión, acudieron a la Diputación permanente de las Cortes varios personajes de primera nota y oficiales de la misma guardia rebelde. No tenía la Diputación por título alguno facultad para entremeterse en aquel negocio; pero a ella era costumbre acudir desde que empezó la rebelión, convirtiéndola en Gobierno, porque faltaba uno y se necesitaba tenerle.

No bien llegó a mi noticia el estado de los asuntos, me dirigí a donde se suponía que habían de ajustarse tales tratos.

Estaba ya muy entrada la mañana, cuando llegué al lugar donde celebraba sus sesiones el Congreso, al cual habían acudido casi todos los diputados residentes en Madrid. Como viese medio abiertas las puertas del salón de sesiones, me entré en él, y no me acuerdo si encontré dentro a algunos diputados, pero sí de que en general se les había negado la entrada, habiendo yo penetrado allí por un descuido. Estaba junta la Diputación permanente, y así como en los días anteriores nada había querido hacer, provocada a obrar por los diputados de la parcialidad exaltada, así entonces, tomándose facultades de que carecía, y en la falta de las cuales había fundado su inerte resistencia a mediar en la sublevación, los ministros, los constitucionales armados y el rey, estaba tratando de avenir las cosas del modo mejor posible, y puesta la mira de excluir de toda participación en los tratos a los diputados exaltados, a quienes miraba con recelos, porque de ellos solamente podían esperar oposición, y de quienes hasta recelaban que si ocupaban el salón podían intentar abrir una sesión ilegal como si fuese una de las sesiones de las Cortes. Justo es decir que no era del todo infundado su temor; pero no es injusto añadir que en sus procedimientos daban muestras de una parcialidad extremada a los moderados y a los ministros, bien que viendo a estos últimos faltos de poder en aquella hora. Había, por otra parte, necesidad absoluta de dar algunas disposiciones para salir del apuro y confusión del trance todavía no pasado. Los dos batallones de guardias que en los días anteriores habían estado custodiando el real palacio seguían en sus puestos; las reliquias de los cuatro batallones vencidos se les habían agregado, fuertes en número, aunque entregados los soldados a completo desmayo. El rey seguía, ni declarado enemigo, ni en la situación de monarca constitucional; de los ministros sólo se sabía estar dentro de la mansión real como prisioneros, y por el lado opuesto estaban los ánimos exasperados, y reinaba, con la furia no acabada de la pelea, la soberbia de la victoria, a lo cual se añadía haber justicia en la queja de los constitucionales, y faltar un modo legal de proceder, y no inclinación para obrar por medios ilegales y violentos. Delante de la Diputación hablaban personas a quienes sólo su voluntad oficiosa, movida por deseo del bien, y también por el de figurar y hacerse árbitros en el litigio pendiente, había traído a aquel recinto. Entre éstos se señalaba el capitán general Morillo, ufano de haber procedido bien al fin, y como a medias corrido de haberse equivocado tan gravemente al principio, el cual con tan corto entendimiento y ninguna instrucción, nada acertaba a decir concertadamente y sólo de cuando en cuando, al callar otros, repetía: Yo sólo quiero contener el orden, queriendo decir mantenerle o conservarle. El general Zayas hablaba larga y patéticamente, pidiendo condiciones favorables para los vencidos, fiel a su papel de mediador y sin otro título a desempeñarle que su celo, dejándose llevar de una vanidad muy común en los vanos, que es negar la razón a ambas partes contendientes, con lo cual se acredita la superioridad propia a costa del discurso ajeno. También un don Carlos Herón, oficial, superior de las guardias antes valonas, y francés o flamenco de nacimiento, con acento extranjero y tono lastimoso, llevando la voz de la guardia rebelada, en cuyas filas había estado en aquellos días, clamaba pidiendo para los suyos misericordia: Señor, son españoles. Así iba aquel conclave, cuando no tengo presente si por habérseme insinuado que saliese del salón, o por notar yo cuan poco grata era allí mi presencia, pues era mirado como un espía, hube de salirme. De allí a poco se supo haberse celebrado un pacto por autoridad, como era claro, incompetente, pero al cual iba a darse efecto. Los batallones que habían peleado y salido vencidos, habían de entregar sus armas, y los dos que no se habían movido de Palacio, retirarse a sus cuarteles. Como todos sabían que a estos últimos no habían animado ni animaban mejores intenciones que a los otros, disgustó mucho lo resuelto a la mayor parte de los vencedores, así de la Milicia nacional y del batallón sagrado, como de las tropas, de la misma guarnición. Notábase, pues, descontento y mal humor, siendo poco de esperar que la capitulación fuese observada.

Dadas breves treguas a la inquietud, me retiré yo a comer, haciéndolo en una fonda de la calle de Alcalá con mi amigo Grases. Estábamos en los últimos bocados, cuando oímos cañonazos. Corrió Grases a las filas, y salí yo a la calle. Andaba la gente alborotada, pero no temerosa, y como sonaban los tiros hacia Palacio, y no se oía fuego de fusilería, no parecía empeñada la refriega, sabiéndose que la artillería toda era de constitucionales. Me adelanté, pues, hacia la plaza de Palacio, y en el camino ya tuve noticia de lo que pasaba. Temerosos, no sin alguna razón, los rebeldes vencidos de la guardia de que no serían cumplidas las estipulaciones del pacto con ellos contraído, pensaron en quebrantarle ellos primero con insigne locura, y en su desaliento, en vez de buscar su salvación en nueva pelea, la buscaron en la fuga. Arrojáronse muchos de ellos por las cuestas que bajan de la plaza de Palacio a las orillas del Manzanares, llamadas el Campo del Moro. Siguiéronlos casi todos, aunque algunos, más cautos, se incorporaron a los dos batallones, que, formados, seguían en la plaza, esperando lograr los términos favorables que la capitulación les concedía, suponiéndoles inocentes de la sublevación y refriega. Al ver comenzado el movimiento de fuga, disparó a los fugitivos la artillería, situada en las avenidas de Palacio. Al estampido de los tiros, acudieron los vencedores milicianos y soldados del Ejército, y se pusieron a dar alcance a los malaventurados guardias reales, cuyo terror era tal, que ni sus vidas defendían. Corrió inútilmente no poca sangre, porque de los constitucionales la caballería del regimiento de Almansa, cuerpo a la sazón fanático liberal, se cebó en sus infelices contrarios. Estos huían dispersos o mal formados en cortas porciones. A algunos que llegaron a componer a modo de un cuerpo, les fue concedida una especie de capitulación, por la cual se rindieron prisioneros cerca de las tapias de la real Casa de Campo, quedando exentos de castigo en sus personas. Entre tanto, la Milicia nacional entró en la plaza de Palacio sin hacerle oposición los dos batallones de guardias allí situados, en fuerza muy crecida. Siguióse relevar los primeros a los segundos en la guardia de la casa real. A los que pensábamos como yo, llenaba de gozo y orgullo, y aun a los indiferentes debía de dar golpe el continente nacional de los vencedores milicianos, cuya victoria entonces, acompañada de la moderación y alcanzada en defensa de las leyes, no estaba empañada por la más ligera sombra. El rey se sujetó a su suerte de prisionero, con su aparente indiferencia. Contaban de él entonces que, asomándose a un balcón de Palacio, y viendo huir a los de la guardia real, mandó que fuesen perseguidos aquellos rebeldes que le habían tenido prisionero; mentira evidente, tal dicho, y aunque creído, nada probable, pero que venía a ser explicación del papel representado por el mismo monarca, que siguió siendo rey constitucional tan forzado y cautivo después de su vencimiento cuanto lo estaba antes, pero ya en situación en que su doblez tenía más la índole de descarada. Pero si el rey continuaba siéndolo, por no ser posible destronarle sin quebrantar la Constitución, o lo que era peor, sin exponerse, con quebrantarla en un punto capital, a caer en un estado de confusión y desorden sin límites, no sucedía esto relativamente a los ministros, a quienes, bien mirado, había dejado muertos el golpe del 7 de julio. Sin embargo, como fuese difícil hallarles sucesores de bastante capacidad y concepto, hubo en varios de sus amigos la descabellada idea de pretender que siguiesen gobernando. Y aun por breves días siguieron haciéndolo a medias, como interinos, aunque sin carácter legal de tales. El Consejo de Estado, aprobador de su singular conducta en los días corridos desde la sublevación del 30 de junio a la refriega del 7 de julio, mostraba empeño en sostenerlos. Casi lo mismo quería la Diputación permanente, pero embozaba más su deseo, y aun tal vez no le tenía claro y decidido. Los diputados moderados, antes sus parciales, no estaban acordes, y, además, se sentían desanimados como si ellos también hubiesen quedado vencidos en la recién concluida contienda. Los antes exaltados, así los de la oposición constante como los fluctuantes, que al terminar la legislatura eran, si no ministeriales, poco menos, ya opinaban por una mudanza. Pero en punto a cómo habría de hacerse y a quiénes deberían ser los nuevos ministros, nadie acertaba a resolverse o a discurrir un buen arbitrio. Los diputados que habían firmado la primera representación hecha a la Diputación permanente cuando estaban los guardias en el Pardo y los constitucionales en Madrid amenazándose mutuamente, y dudoso el éxito de la inminente batalla, volvieron a juntarse, agregándose algunos de sus compañeros. De la Junta salió hacerse nueva representación a la Diputación permanente, llevando esta vez la pluma no yo, como en la ocasión primera, sino don José Canga Argüelles, si no me engaña mi memoria. La nueva representación abundaba en frases galanas y patrióticas como obra de un autor de estilo fácil y florido, pero en mi sentir decía poco o nada, no expresándose con claridad sobre las cuestiones pendientes. Por esto yo ni firmarla quise, alegando con arrogancia que había dado mi firma y aun mi pluma a mi partido y amigos en la hora del peligro, y que consideraba inútil darles la primera en los días del triunfo, cuando no veía utilidad clara en las resultas probables de la representación.




ArribaAbajoCapítulo XXIII

El autor arenga a los milicianos en la Plaza Mayor.-Se retira a Córdoba.-El nuevo Ministerio y condición de los hombres que lo componían.-Convócanse Cortes extraordinarias y vuelve el autor a Madrid.-Actitud de los grupos constitucionales.-Conducta de Riego.-Marcha política del Ministerio.-La campana de los constitucionales contra las partidas realistas.-Actitud de Francia y anuncios de la próxima reunión de un Congrego en Verona.-Apatía del Ministerio.-Trabajos de las Cortes.-Medidas extraordinarias solicitadas por el Gobierno.-Discusión con las Cortes.


Corrían así los días desaprovechados. Consumíame yo, y entonces, en un momento de despecho y arrebato, cometí una de las más graves culpas de mi vida política, culpa de pocos sabida y por nadie hasta ahora afeada; culpa sin razón achacada a mí en otras ocasiones en que he sido inocente de todo punto, y culpa que tal vez soy imprudente en confesar, aunque en justicia de mi confesión de ella, cuando la hago sin necesidad, debe colegirse con cuanta verdad hablo al defenderme en los casos en que me han sido imputados sin motivo excesos de parecida o igual naturaleza. Acababa yo de comer solo en la fonda de San Fernando, adonde me había trasladado a vivir el 7 de julio, y me salí hacia la Plaza Mayor, o de la Constitución, lleno de desabrimiento e ira el ver que aún seguían siendo ministros Martínez de la Rosa y sus colegas. En la Plaza me encontré formada gran fuerza de la Milicia nacional. Al verla, arrojéme hacia ella, y arrebatado comienzo a arengarla, ponderando sus servicios, su triunfo, y las faltas cometidas por el Ministerio, vituperando el pensamiento de dejar gobernando el Estado a hombres que habían puesto la causa de la libertad a punto de perderse, y aconsejando a la milicia formada que gritase «¡Caigan los ministros!» Encontró buena acogida en muchos mi mal consejo, pero no en todos los milicianos allí presentes, y aun de los que aprobaban pocos gritaron como yo quería y proponía, por ser entonces la milicia de Madrid en general sesuda, honrada y obediente. Acudieron varios oficiales a recomendar calma a los gritadores, y consiguieron que volviesen a guardar silencio al cabo de breves esfuerzos. Mirábanme en tanto con vista torva, como desaprobando, con razón sobrada, mi conducta sediciosa; pero siendo yo diputado, nadie se atrevió a prenderme o a enfrenarme, como debía, y aun no oí una palabra para desaprobar mi acción, bastando a los desaprobadores haber logrado que no produjese malos efectos. Viéndome vencido, empecé a serenarme, y aun en mi interior me arrepentí de lo que había hecho, y en breve me retiré de la Plaza algo corrido, muy desairado, y sin ser seguido ni advertida siquiera mi poco gloriosa retirada por los circunstantes.

Seguían así las cosas, y yo determiné irme a Córdoba, donde tenía mi casa y familia. Sea en mí un mérito, sea una falta, y aun cuando siendo en favor de mi carácter como hombre privado redunde en descrédito de mi habilidad como político, lo cierto es que el descanso y el retiro han tenido y siguen teniendo para mí un hechizo irresistible. La vida doméstica, los afectos privados, el campo, con algo de soledad, la lectura varia y vaga, me distraían, aun en las épocas más afanadas de mi vida y cuando hervían en mí pasiones políticas ambiciosas, de la atención constante a la causa común y aun a los propios aumentos en concepto y poder a que los hombres deseosos de elevarse, y de seguir siempre altos y notados en la carrera política deben tener de continuo puesta la mira. Este defecto mío, entre otros, es causa de que mi fortuna nunca haya sido igual a mi fama.

Retiréme, pues, a Córdoba, dejando por resolver el problema sobre si habrían de caer los ministros y quiénes hubieran de sucederles. Pocos días había pasado en mi retiro, cuando recibí noticia de haber Ministerio nuevo. Comunicáronmela llenos de gozo algunos amigos de la sociedad secreta a que yo correspondía. De ella eran los nuevos ministros, y suya la obra de haber sido creado el Ministerio. Los comuneros, que con ella habían obrado contra los ministros caídos, después de algunos tratos sin fruto quedaron excluidos de toda participación en el Gobierno supremo del Estado, lo cual parecía a los masones celosos una felicidad, dando en el lenguaje de la secta al Ministerio novel por justo y perfecto. Confieso que no recibí yo la noticia con el gusto o con las esperanzas con que me era dada, si bien mi descontento era en mí una inconsecuencia, pues no pudiendo a la sazón los diputados ser ministros, debía salir el Ministerio de las Cortes anteriores o de los allegados a ellas, y en tales Cortes no habían sido personajes de grato mérito los que llevaban la voz y bandera del partido exaltado. La verdad era que algunos de los ministros, en punto a mérito y reputación, ni a la medianía llegaban, y que otros, si pasaban por personas de mérito, no parecían idóneos para los cargos a que estaban destinados. Nadie podía negar al nuevo ministro de Estado, don Evaristo San Miguel, instrucción varia y no corta ni buen entendimiento, y con todo, en el coronel trasladado a la cabeza de la diplomacia nadie podía, mirando a los hábitos de su carrera, a sus cualidades personales, a la índole de su talento y saber, descubrir un asomo de aptitud para su nuevo destino. Don Miguel López de Baños no estaba mal en el ministerio de la Guerra, atendiéndose a razones políticas, y no chocaba su nombramiento como el de San Miguel. Don José Manuel de Vadillo era hombre instruido más que lo ordinario, y, además, había sido jefe político en 1813; pero su entendimiento, aunque no corto, era tardo, su condición perezosa, su carácter desidioso y regalón, su estilo de escritor y orador, pesado hasta un grado increíble; y sobre, todo esto, en el ministerio de la Gobernación de Ultramar, que le cupo en suerte, poco podía hacer, fuera de lo que pesasen su parecer y voto en el Consejo de ministros. Los ministerios de la Gobernación del Reino y de Gracia y Justicia fueron entregados a dos ex diputados a las Cortes anteriores, en los cuales sólo el ciego espíritu de partido podía haber encontrado calidades para regir un Estado. Don Francisco Fernández Gascó, el de la Gobernación, abogado de un lugar vecino a Madrid (Daganzos), se había acreditado de hablar con facilidad, esto es, seguido y sin cortarse; pero sus discursos no pasaban de ser trivialidades medianamente ensartadas, porque carecía enteramente de conocimientos políticos, si por tales no se toman cuatro máximas generales, no de las más sanas o ciertas, y tocante al manejo de los negocios, era de todo punto novicio y no mostraba disposiciones de llegar a ser muy aprovechado. El ministro de Gracia y Justicia, don Felipe Benicio Navarro, abogado valenciano, también sabía poquísimo, hablaba mal y estaba lleno de preocupaciones violentas contra los moderados, faltándole todo vigor y tino para ser un revolucionario temible. Agréguese a lo que acabo de decir que los modales de ambos personajes últimamente citados no eran de los más finos, aunque Navarro excedía a Gascó en lo tosco, y para complemento de mala fortuna, la presencia del ministro de la Gobernación, pequeño y vivaracho, y la del de Gracia y Justicia, corpulento, mal formado y con un parche en un ojo, no eran de personas finas, sino todo al revés. Completóse este Ministerio con un ministro de Hacienda interino, quedándose así sin proveer definitivamente el puesto de superior importancia en un Gobierno. Era la persona a quien fue encomendado este cargo un empleado antiguo en Hacienda, llamado don Mariano Egea, de mediano mérito, no ignorante de las rutinas de su carrera, nada arrojado, hasta entonces nada señalado por sus opiniones políticas, al cual servía de recomendación ser de la sociedad secreta a que correspondía el Ministerio todo.

Aunque yo, como dejo dicho, vi la formación de este Ministerio con no poco susto, naciendo mi temor del recelo de que acarrease desconcepto a mi partido, nada dije en punto a suceso de tanta nota, y sólo comuniqué mis temores o mis dudas en carta particular a Istúriz, que, cerradas las Cortes, se había trasladado a Cádiz, sin haber estado en Madrid el 7 de julio, ni por consiguiente tenido parte en las ocurrencias de los días a él inmediatamente anteriores y posteriores.

Estaba más que mediado julio cuando me recogí yo a Córdoba, y allí pasé los meses de agosto y septiembre de 1822 en completo apartamiento de los negocios, y con más satisfacción que todo cuanto había logrado disfrutar desde algún tiempo hasta entonces. Pero tan felices días de retiro no podían durar en aquella época de borrascas para aquellos que, como yo, tenían que participar en la dirección de la nave del Estado. Fueron convocadas Cortes extraordinarias y para asistir a ellas salí yo de Córdoba en la noche del 30 de septiembre, con mi amigo don Ángel de Saavedra, en silla de posta. En el día anterior, un violento terremoto, único fuerte que he visto o notado en mi vida, conmovió la ciudad con horroroso estrépito, a pocas horas de haber amanecido, pero sin causar estragos a pesar de su violencia, que sacó de sus camas en medio de su sueño y llevó a las calles casi desnudos a muchos de los habitantes. Si hubiese sido yo supersticioso, habría acertado vaticinando que me esperaban pocos días de quietud, siendo los embates que de allí a poco tuvo la España política no inferiores en lo recios a los que se sintieron en la tierra material en el día a que acabo de hacer aquí referencia.

Llegué a Madrid en la mañana del 3 de octubre, día señalado para la última Junta preparatoria de las próximas Cortes extraordinarias, y en la cual, a uso de aquellos tiempos, quedaba constituido el Congreso y era elegido el presidente que había de serlo en el primer mes de la legislatura, todo ello antes de la sesión regia. Encontré avenida a la mayoría, compuesta de masones y comuneros, en que alternarían en la presidencia del Congreso los de la una y la otra sociedad, y en que se diese al Ministerio constante apoyo. Esto no obstante, asomaba ya a medias una oposición, fuera de la que liarían los moderados parciales del Ministerio anterior, caído de resultas de los sucesos de julio. Componíase de los más extremados y de los más ambiciosos en los comuneros, y se iban allegando a ella malcontentos antes de otras varias opiniones, o nunca real y verdaderamente de opinión alguna conocida. En esta oposición incipiente figuraba en primer lugar el famoso periódico titulado El Zurriago, el cual, por su indudable y constante interés y por su misma esencia, forzosamente había de hablar contra el Gobierno, y no así como quiera, sino en términos de agria invectiva y sátira mordaz, porque todo el mérito, toda la fama y todo el provecho de tan célebre obrilla y de sus autores consistía en el más o menos ingenio con que zaherían y desconceptuaban a sus contrarios, y sólo agrada la censura violenta cuando es empleada contra los que mandan o predominan. Otro contrario, que lo era un tanto disimulado y también no poco descubierto del Gobierno, vino a ser Riego, cuya condición, inquieta, no se avenía con obedecer, y cuya incapacidad no le consentía mandar, conociendo él un poco esto último, y creyendo, en su vanidad, desinterés su sospecha de lo flaco de sus propias fuerzas. De Riego había nacido el descabellado pensamiento de hacer a San Miguel ministro de Estado, y de San Miguel, más que de otro alguno de los nuevos ministros, estaba descontento el general. Sus quejas apenas podía él articularlas, siendo vagas y confusas. Una de ellas dará idea del carácter del célebre y singular personaje que tanto papel representó en España en aquellos días. Cuando en septiembre de 1820 fue Riego destinado de cuartel, o diciendo las cosas como son, desterrado a Asturias, desempeñaba el Gobierno político de aquella provincia don Manuel María de Acevedo, caballero de aquella tierra, emparentado con los principales de ella, hombre de alguna instrucción, honrado, firme, y aunque muy ardoroso constitucional, grande admirador y amigo de Argüelles; por lo cual, prefiriendo al restaurador de la libertad el patriarca de la misma causa, trató al general castigado, si no con rigor, con bastante desvío. Dolióse mucho de ello Riego, que conservaba viva la memoria de toda ofensa hecha a su vanidad o a su interés, y que si bien ocultaba su carácter rencoroso, con apariencias y aun con realidades de impetuosa y transitoria generosidad, gustaba, como todo personaje vano, de perdonar ostentosamente, y no de que otros disimulasen lo hecho contra su persona. Así, hubo de empeñarse en que fuese Acevedo separado de su destino; y como no lo logró, fundó en ello gran queja, teniendo la imprudencia de publicar como agravio la falta de satisfacción a su deseo de venganza. Aparte de esta queja daba, como dejo dicho, otras, fundándolas en razones de provecho común que no pasaban de ser vagas acusaciones de debilidad en los ministros, respecto a sus contrarios de varias categorías.

Pero cuando llegué yo, a Madrid y se abrieron las Cortes extraordinarias, Riego, despechado, se había ido a Andalucía, donde no había estado desde 1820, y donde iba en busca de aplausos vulgares en el teatro de su antigua fama. El Zurriago, si bien no paraba de zaherir a los ministros y a los de la sociedad por él comenzada a calificar de la de los hermanos pasteleros, aún no era reconocido a las claras como representante de Los Hijos de Padilla, o comuneros, aunque él se arrogase tal calificación, y lo general de la sociedad comunera, descontenta, pero sin llegar a romper en enemiga de la masónica, aún no se atrevía a dividir desembozadamente a la parcialidad exaltada predominante.

Esta vez era yo representante de un Soberano Capítulo en el cuerpo gobernador de la sociedad de que era parte y servidor el Ministerio. Riego la presidía, pero estaba ausente. Las cosas caminaban, pues, con mediana prosperidad, no sin que la vista menos lince dejase de divisar males graves en lo futuro.

Ya los ministros empezaban a dar pruebas de su corta habilidad y no mayor audacia, siendo así que sólo por audaces podían salvarse, y que su timidez no los libertaba del cargo de violentos, que le hicieron a la par realistas puros y moderados constitucionales, ni del de cobardes contempladores, que les hacían a media voz los más de los exaltados de la comunería, y en muy altos y claros acentos algunos pocos. Ya habían publicado un manifiesto harto mal escrito, a pesar de que San Miguel y Vadillo no dejaban de saber manejar la pluma. si bien con incorrección el primero, y el segundo con suma pesadez: manifiesto del cual había dicho el periódico francés Diario de los Debates, criticando en él una metáfora mal seguida, que sus autores, en los poros días que llevaban de gobernar, se habían demostrado tan malos escritores cuanto políticos desacertados. No fue mucho mejor el discurso de la Corona, más digno de censura que por su estilo, por lo pobre de sus pensamientos. Me tocó en suerte escribir la respuesta, como en la legislatura ordinaria anterior, y no lo hice con más acierto en esta vez segunda que en la primera. Pero la discusión de la respuesta al discurso del rey era entonces breve y de ningún empeño, porque presentaban los ministros Memorias cuyo examen debía constituir el que se hiciese de la conducta seguida por el Gobierno en el plazo que dividía una de otra legislatura. Las presentadas en esta ocasión descubrían cuan desigual era el Ministerio a lo crítico de las circunstancias en que se veían él y la patria. Ardía en Cataluña la guerra civil, algo descuidada por el Ministerio anterior, dado a mirar con más recelo a los constitucionales extremados que a los enemigos de la Constitución, y propenso por la misma causa, durante algún tiempo, a creer poco en las fuerzas de los últimos, porque las declaraciones de los primeros, las abultaban enormemente, y sacaban de la ponderación motivos para zaherir al Gobierno y no respetar al rey mismo, cuya participación en los actos de los realistas rebeldes era, por otro lado, indudable, y estaba manifiesta. En este punto no habían procedido mal los nuevos ministros, porque habían enviado a las provincias del antiguo Principado fuerzas bastante numerosas, cuyo mando fue encomendado a Espoz y Mina, célebre todavía, y que en la campaña que abrió, si no dio aumentos a su antigua fama, tampoco le dejó padecer grado alguno de menoscabo. En otras provincias, la rebelión realista, si no con tanto cuerpo, le tenía más o menos visible. Quesada guerreaba en las provincias Vascongadas y Navarra con mediana fortuna. Por Aragón corría con algunas fuerzas don Antonio Marañón, llamado el Trapense,. porque después de haber seguido la carrera militar y vivido una vida alegre e inquieta, se había recogido a la religión de la Trapa, y el cual, vuelto a su profesión antigua, si bien guerrillero más que soldado, fanático y feroz, corto en luces y rico en preocupaciones, y extravagante en sus modos, por su carácter religioso y por sus faltas y hábitos de guerrero singular, ejercía sobre los pueblos poderosa y fatal influencia. En otros lugares de España, apartados de la frontera de Francia, campeaban partidarios de la misma causa monárquico-religiosa, cuáles de ellos salteadores de caminos, cuáles fanáticos, y muchos hermanando las calidades de las dos diferentes carreras e inclinaciones, fáciles de avenir en aquella clase de hostilidades, como ya lo habían estado en más de un capitán de partidas durante la guerra de la Independencia.

Pero más que los negocios de lo interior del reino debían dar cuidado los de afuera, y particularmente nuestras relaciones con la vecina Francia. Dominando allí desde principios de 1822 el partido realista extremado o puro por la caída del Ministerio constitucional o semirrealista presidido por el duque de Richelieu, Ministerio que tampoco miraba con buenos afectos a la revolución de España, los parciales de la causa de la antigua monarquía española estaban seguros de encontrar auxilios mejor o peor disimulados en el territorio rayano del que habían escogido por principal teatro de sus empresas guerreras. Con motivo de haber aparecido la fiebre amarilla en Barcelona, en 1821, habían situado los franceses en la frontera lo que llamaban un cordón sanitario, y era un corto Ejército de observación, protector, además, de la parcialidad realista española, de que era el Gobierno francés mal encubierto amigo.

Algunas reclamaciones había hecho contra la amenazadora presencia de estas tropas el Gobierno español, a las cuales había respondido Francia con evasivas, si bien en la ocasión solemne de hablar Luis XVIII desde el trono a las Cámaras, había asegurado, con grave quebrantamiento de la verdad, que sólo la malevolencia podía atribuir al cordón sanitario de la frontera otros objetos que aquellos a que estaba ostensiblemente destinado. Sobre este punto, el Ministerio, presidido por Martínez de la Rosa, también era digno de censura, pues tirando a aplacar a la corte de París, o prefiriendo en los destino, a los que se inclinaban a la monarquía más que a la revolución, cuando la revolución era entonces el estado de España y la calidad precisa de su Gobierno, cuyo enemigo acérrimo era la monarquía, aunque había reclamado contra la conducta de la potencia vecina, lo había hecho con sobra de prudencia y conservaba por su ministro plenipotenciario en París al marqués de Casa Irujo, empleado antiguo y de mérito, pero constitucional tibio y aun dudoso, que si no faltó a su obligación, hubo de desempeñarla como quien lo hace por una causa que desaprueba, y personaje, en suma, que mereció de Fernando VII, restaurado en su poder absoluto en 1823, ser nombrado su ministro de Estado en 1824, época en que sólo los realistas extremados, y aun los señalados por haber aborrecido la Constitución y héchole guerra, gozaban de algún influjo o crédito, o siquiera estaban exentos de los rigores de una persecución violenta y extendida. Coincidía con la evidente malquerencia de Francia a la España constitucional saberse que estaban próximos a juntarse en Congreso en Verona los soberanos o ministros de las cuatro potencias apellidadas como por antonomasia grandes, esto es, de Austria, Francia, Rusia y Prusia, asistiendo asimismo allí un representante de la Gran Bretaña, superior a todas en poder, y más embozada, aunque no menos vehemente y firme enemiga de la revolución europea triunfante en España, Congreso en el cual iba a tratarse del estado de la Península española, y según era de creer, a resolverse poner a ambas monarquías peninsulares bajo el poder de sus reyes, según antes de las últimas revueltas era ejercido.

Cuando se veía venir encima tan recia tormenta, los ministros de Madrid aparentaron considerar sereno el horizonte, y aun procedieron como si sólo anunciase bonanza. Cabalmente era esto lo que ellos mismos y los de la parcialidad habían vituperado tanto en los anteriores ministros, y por lo mismo, esto les echaban en cara los comuneros descontento. Así fue que afectaron ver las cosas en su estado ordinario, salvo en lo tocante a la guerra de Cataluña y de alguna otra provincia del Norte. Por lo mismo nada considerable pedían en punto a gente o dinero para hacer frente a graves peligros de dentro o fuera del Estado, sino meramente un ligero aumento en el Ejército y fondos en corta cantidad sobre los votados para el presupuesto ordinario.

De este modo, las Cortes extraordinarias, convocadas en días de tanto apuro y peligro, nada o poco tenían que hacer, y se pusieron a discutir una nueva Ordenanza del Ejército, asunto de los señalados para examinarse y resolverse en ellas según la real convocatoria, porque con arreglo a la Constitución, en las legislaturas extraordinarias no tenía el Congreso la iniciativa en negocio alguno, si bien es cierto que se la tomaba con frecuencia, haciendo los diputados proposiciones que eran admitidas, no obstante ser anticonstitucional el acto de hacerlas. La Ordenanza de que acabo de hablar era obra disparatadísima, y no se mejoraba al irla discutiendo y votando con poca atención, pero sin faltar quienes hiciesen a sus artículos adiciones y variaciones votadas después sin entenderse y casi sin oírse.

Tanta frialdad parecía mal, sobre todo a los que se habían quejado de que los ministros anteriores atendían poco a la salvación de la patria, que era costumbre, según los pensamientos y lenguaje revolucionario, considerar en peligro, no sin razón en los días de que voy aquí hablando. Por esta consideración hubieron de juntarse varios diputados masones y comuneros, de los que habían constituido la oposición al Ministerio de Martínez de la Rosa, y estaban dispuestos a dar apoyo al existente, y, juntos que estuvieron, determinaron hacer una exposición al Gobierno, pareciendo a ellos y a todos que con hacerlo no se excedían de su papel de ministeriales. La exposición, extendida, si mal no me acuerdo, por don José Canga Argüelles, se componía de frases faltas de sentido fijo, pues nada práctico aconsejaban. Lo cierto era que los firmantes deseaban hacer algo, y no atinaban con un buen modo de satisfacer su deseo. El Ministerio, por no dejar la exposición sin respuesta, y, por otra parte, como alegrándose de que le diesen ideas de que carecía, propuso varias cosas, a que dio el nombre de medidas extraordinarias, reducidas casi todas a darle facultades contra los sospechosos de desafectos a la Constitución, y terminaban con proponer que se abriesen las Sociedades patrióticas, recomendación útil sólo para Madrid y algún otro pueblo, pues en muchos de provincias abiertas estaban.

Pasó el asunto a una Comisión de que fui yo parte. Tomó la Comisión por nombre el de la de medidas, y le dimos por esto el de Comisión de sastres, siguiendo la costumbre general en los hombres de tratar burlescamente las cosas más serias. Dimos, como era de suponer, nuestra aprobación a cuanto el Gobierno proponía, tocándome extender el dictamen. Publicado que fue, antes de empezar a discutirse dio margen a diversas opiniones en los periódicos que llevaban la voz de los diversos bandos. Declaróse furibundo El Zurriagó contra la concesión de enorme poder al Gobierno, y fue bien visto por la turba de sus admiradores. No menos contrarios a lo propuesto por la Comisión eran los antes moderados. Al revés, los comuneros diputados, de los cuales había varios, y de los de más influencia en su Sociedad, en la misma Comisión se prestaban gustosos a revestir al Gobierno de la dictadura revolucionaria poco menos que completa.

Al entablarse la discusión pidieron la palabra contra lo propuesto por la Comisión los moderados de más nota, capitaneándolos Argüelles. No había, sin embargo, en la oposición nueva, pasión viva o intensa como la que en la legislatura anterior había movido a los mismos moderados a defender al Ministerio, y a nosotros los exaltados a combatirle. Bien es cierto que no todos los moderados opuestos al Ministerio estaban unánimes en su modo de pensar o de sentir, aunque procediesen acordes, pues de ellos, unos, entre los cuales se contaba Argüelles, por odio al rey y a la corte y afecto apasionado a la Constitución, cuyo peligro era evidente, disputaban con los exaltados como de mala gana, y, si es lícito decirlo así, como se disputa en una familia donde hay pareceres discordes y no formal desavenencia, al paso que otros de la misma parcialidad, más disgustados de los excesos de la revolución y deseosos de una reforma en las leyes constitucionales, por donde viniesen a cobrar fuerza la potestad real y las clases altas del Estado, si no mostraban todo su odio a los nuevos ministros, era porque estaban aguardando una ocasión oportuna de contribuir a una mudanza algo más importante que la del Ministerio. Aun a esta última no aspiraba entonces Argüelles, que se contentaba con desaprobar las proposiciones hechas por el partido ministerial y combatirlas, pero sin intención ni deseo de variación en sus personas, a la sazón encargadas del Gobierno; estando, además, persuadido, según decía en conversaciones particulares, de que siendo en la Constitución vigente la parte flaca la potestad ejecutiva y agregándose a este mal el de ser el príncipe reinante enemigo de sus consejeros responsables legales y aparentes, era necesario proceder con pulso y cautela al hacer una oposición cuyo triunfo, si se lograra, habría de ser funesto. Notábase en el trato particular del mismo Argüelles estar antes bien que mal dispuesto respecto a los que sosteníamos al Ministerio en las Cortes. Esto no obstó, como dejo dicho, a que se opusiese a las famosas medidas extraordinarias. Combatiólas sin éxito en su parte más fuera de la razón y de la práctica de todas naciones, que era en las disposiciones por donde ciertas clases enteras quedaban sujetas al poder arbitrario. Mejor fortuna tuvo al oponerse a que fuese armado el Gobierno de facultades para prender y detener presos sin ponerlos en juicio a los sospechados de trazar la ruina del Gobierno existente, pues esta parte de lo propuesto por la Comisión, lo más razonable de cuanto contenía su dictamen, lo análogo a la práctica de otras naciones en días de apuros y peligros, y lo casi indispensable en las circunstancias en que estaba España, llevó un voto negativo por crecido número de diputados, entre los cuales se contaban no pocos ardientes defensores del Ministerio, cuya ignorancia, acorde con la del público en general, no les dejaba ver que daban un golpe a sus amigos, duro, por demás, y que en cualquiera otro Gobierno constitucional los habría derribado. Los pobres ministros, que en discusión para ellos de tanto empeño apenas habían abierto la boca, y cuando habían hablado lo habían hecho con poquísimo lucimiento o acierto, quedaron algo confusos y sentidos de su derrota, bien que sin pensar en hacer renuncia de sus cargos, pues no se creía entonces caído o incapaz un Ministerio porque callase o apareciese desairado en las discusiones, o porque perdiese una votación en un negocio de importancia. Era, sin embargo, forzoso remediar el mal padecido, porque parecía imposible llevar adelante las cosas en horas tan críticas, sin poder para tener presos a los que trazaban rebeliones, si bien, pensándolo mejor, debían todos haber conocido que no observándose en punto ni ocasión alguna las leyes, tanto poder tenían los ministros y quienes mandaban en las provincias con las facultades que se tomaban, sin respeto por su parte, o aun por la ajena, cuanto podrían tener con las más altas que les diesen las Cortes. Esto no obstante, como, al desaprobarse la medida propuesta, quedó resuelto que volviese a la Comisión el artículo desaprobado, ella le reprodujo, convirtiéndole, de racional que era, en absurdo, y así pasó después de haberle combatido de nuevo Argüelles, y sostenídole yo con otros. En punto a las medidas restantes, hubo ya poca oposición. Sin embargo, si no me engaña mi memoria, una de ellas era que se encausase no menos que al Consejo de Estado, porque había dado, mientras estaba pendiente la sublevación de la guardia, un parecer desatinado, en verdad, según me parece hoy mismo, pero no por esto digno de más que de ser desestimado, siendo el colmo no meramente de la injusticia, sino de la locura, sujetar a pena lo que era cumplimiento de una obligación la más alta. Indicóse al mismo tiempo que debían ser encausados los que habían sido ministros en los días de la sublevación de la guardia real, idea en que había desacuerdo y exceso, pero no verdadera injusticia, si ya no es injusto llevar a juicio a aquellos cuya causa es imposible que no juzguen las pasiones del odio o del miedo. Sobre estos puntos nada hubo de resolverse por lo pronto, ni llegó a haber resolución al fin, atravesándose incidentes graves y curiosos, de que habré de dar razón, más adelante, en esta obra.




ArribaAbajoCapítulo XXIV

Viaje de Riego a Andalucía.-Ridiculeces y excesos que comete.-Las sesiones del Cuerpo Supremo de la masonería.-Recelos y divisiones en los grupos constitucionales.-Procedimientos contra los autores y promovedores de la rebelión de los guardias.-Acusación contra Martínez de la Rosa y sus compañeros de Gabinete. Rompimiento con los comuneros.-La Sociedad Landaburiana. Discursos del autor y condiciones y prendas de otros oradores.-Folleto del autor defendiendo la masonería.-Es enviado como representante de los masones a la gran Asamblea de los comuneros.-Entrevista entre los comisionados de ambas sociedades para entablar una avenencia.-Las sesiones del Congreso de Verona.-Curso de la guerra civil.-Conmemoración del alzamiento de Las Cabezas.


Trabajaba, entre tanto, el gobierno oculto constantemente, y de otro modo que antes, pues había pasado a ser director del Gobierno ostensible y legal. Eran curiosas sus sesiones, las cuales vino a presidir Riego, recién venido de Andalucía. Bien será lícito que, antes de hacer la pintura de tales sesiones, diga algo de los últimos pasos del célebre personaje que figuraba en primer término en la historia de España de aquellos días. Desabrido el general con los ministros, según poco antes dejo aquí referido, y malcontento con la ociosidad y oscuridad a ella consiguiente, pasó a recibir obsequios y hacer de predicador de una misión constitucional en las provincias que habían sido el primer teatro de sus trabajos y renombre. Oía vivas a su persona, y cantares en que él hacía parte, con voz nada dulce y no muy fino oído, tras de lo vital hablaba a turbas más o menos numerosa; que a oírle acudían, diciendo en estilo, por demás, inelegante trivialidades o máximas desatinadas de política, a que agregaba pensamientos religiosos, hijos de su fe, aunque descaminada, sincera, y pasados algunos días de ruido en una población, se trasladaba a otra a repetir la función que en las anteriores se le había dado. Pero en Córdoba señaló su presencia un incidente en que con lo ridículo se mezcló bastante lo vituperable y aun lo funesto. No obstante los repetidos avisos que habíamos dado al célebre general de la revolución para que no mostrase favor, y menos todavía deferencia, al desarreglado eclesiástico que se firmaba su capellán, y cuyo nombre era Sousa, violento atropellador de liberales en 1814, y no menos feroz contra los llamados serviles, luego que el justo y merecido duro trato dado a sus vicios le convirtió en lo que él se figuraba tal vez ser constitucional, Riego, al acercarse a Córdoba, recibió con señales de Sousa, que salió a buen trecho de la ciudad a recibirle. Era a la sazón obispo de aquella diócesis el señor Trevilla, sujeto de condición apacible, obsequioso y sumiso al Gobierno, ciertamente nada afecto a la Constitución, pero tampoco su contrario descubierto, de quien ninguna queja teníamos los que a su lado habíamos ejercido mandos en lo civil, de corto influjo con su grey, por no tener las prendas de santidad ostentosa o severa que se llevan tras sí la muchedumbre, y al cual hasta la circunstancia de haber desempeñado un alto cargo bajo el Gobierno de José Napoleón, y puéstose al cuello la Orden llamada por el rey intruso real de España, y por el vulgo la de la berenjena, privaban en no corto grado del influjo necesario para resistir con buen suceso a la autoridad que en la nación dominaba. Pero este obispo, con quien era tan fácil y había sido común vivir en buena avenencia los constitucionales, había sido quien durante el reinado de Fernando como rey absoluto había dado algún castigo al padre Sousa, sin consideración a sus antecedentes de realista extremado, y el clérigo en quien cayó la pena no era hombre que perdonaba tales ofensas, las cuales habían sido la razón de variar él de bandera política. Así, el mal eclesiástico, sabedor de que el general iba a predicar a su entrada en Córdoba desde el balcón de las Casas Consistoriales, le sugirió para una parte del argumento de su plática hablar contra el obispo, pintándosele como un contrario de la Constitución de los más temibles. Creyólo el irreflexivo Riego, entró en la ciudad, pasó al Ayuntamiento, salió al balcón de la casa en que éste celebraba sus sesiones, e hizo su plática, notable por lo desvariada, tronando contra el buen Ilmo. señor Trevilla. Escandalizáronse casi todos los oyentes, pero mezclándose la risa con el escándalo y enojo; y los anticonstitucionales sintieron a la par satisfacción, pues motejaban a los constitucionales prudentes y entendidos por los desbarros de su héroe, a lo cual respondían dándose por confundidos los motejados. Para mayor confusión, acabó el general su arenga recomendando a sus oyentes que se fuesen a rumiar lo que de su boca habían oído; expresión metafórica mal acogida, por la cual dijeron algunos que habían sido tratados de bestias. Pero no pararon en éstos los tristes sucesos de aquel día. Concluido que hubo Riego su sermón, salióse a la calle y encaminóse al paseo principal de Córdoba, siguiéndole, como era costumbre en casos tales, una turba de gente de poco valer o corto seso, que le daba vivas, y con él cantaban canciones patrióticas. Estaba en el mismo paseo el maestro de capilla de la Catedral de Córdoba, sacerdote anciano, extremado en su odio a la Constitución y a las innovaciones de ella compañeras, pero sujeto incapaz de ofender a los objetos de su aborrecimiento, pues sólo era propio para componer trozos de música sagrada. Al verle los mozalbetes que se guían al general, cediendo a preocupaciones de ciudad de provincia, en virtud de las cuales miraban con odio al pobre clérigo viejo, discurrieron cantarle un trágala, acto en que tomó parte Riego, con no corto olvido de su dignidad, y acto que debería él haber impedido, a pesar de su afición a aquella malaventurada música y letra. Rodearon, pues, aquellos locos al maestro de capilla y entonáronle un trágala, acompañado de insultos, a lo cual el triste anciano, en quien influían sus preocupaciones para hacerle suponer a sus contrarios muy superiores en maldad a lo que eran, creyó en peligro su vida, o cuando menos su persona expuesta a un mal tratamiento de obra, y cediendo a su congoja, hubo de rendirse a un accidente, de cuyas resultas murió de allí a poco. Con razón causó horror tal desdicha, dando funesta celebridad a la visita de Riego a Córdoba. Pero el general, no obstante ser humano, sólo atendía a la satisfacción de su vanidad y sólo se figuraba ver lucidos obsequios en tan violentos festejos y aun en tan lastimoso lance. Salido de Córdoba, llegó en breve a Madrid, más ufano de su pacífica campaña y como cuando más disgustado con los ministros y con los que a éstos daban su apoyo. Así, en una conversación conmigo, en la pieza de descanso del Congreso, procurando yo reducirle a que se aviniese con el Ministerio, me dalia por motivo de queja «que viniendo de Andalucía, donde todos hablaban de Riego, extrañaba que en Madrid nada se dijese de él17

». Tal era el hombre a quien había encumbrado la revolución, ambicioso meramente de aplausos, pero de esto en grado excesivo y atan desvariado, y que por lo mismo que no codiciaba grados, títulos ni riquezas, era más difícil de tener contento, siendo tan embarazo continuo a quienesquiera que gobernasen la España de aquellas horas.

A la presidencia del cuerpo superior de la sociedad secreta llevaba Riego un desabrimiento a cuanto hacía la misma sociedad, defensora y directora de los ministros, no corta parcialidad a la rival de los comuneros, por la cual era a la sazón adulado, y cierta aversión a las formalidades de una Junta, aversión de que era digna en cierto grado la que él presidía. Solían, en efecto, ser fastidiosísimas las sesiones. Celebrábanse a la entrada de la noche. Remedando a lo que entonces se hacía en las Cortes, y aún no ha dejado de hacerse del todo comenzaban con un prolijo despacho de expedientes u oficios. Levantábase el secretario, que era el marqués de Ceballos, conde del Asalto, convertido en hermano Proteo, y daba principio a leer oficios. Todas solían entonces ser quejas de la conducta de los Comuneros, y aun de la del Gobierno, del cual decían que trataba a éstos con demasiado favor. De una provincia escribían que era ya imposible sufrir más tiempo el orgullo de los titulados hijos de Padilla, que estaban insultando descaradamente sin cesar a los hermanos. De otra decían que siendo el jefe político comunero, los rivales de su sociedad estaban pospuestos en todas las atenciones, desairados y hasta perseguidos. De esotra avisaban que acababa de ser dado un empleo a un hijo de Padilla, en perjuicio de un hermano que le pretendía y era mucho más digno de tenerle, y declaraban que esto era insufrible y pedía pronto y eficaz remedio. Muchos oíamos todo esto, o distraídos, o con la modorra de gente que ha acabado de comer, y el buen marqués, muy celoso, muy ufano de su celo y que daba importancia a lo que hacía, se quejaba de no ser atendido, porque unos dormían y otros estaban entre sí en conversación haciendo ruido, aunque sordo. Riego entonces llamaba al orden, medio de burlas, y solía, en vez de tocar campanilla, dar tremendos palos sobre la mesa con un bastón gordo, todo lo cual, en algunos que adolecíamos del achaque de poco formales y aun burlones, excitaba la risa. Con alguna más seriedad era tratado uno u otro negocio, pero mal, por no ser posible en tan monstruoso cuerpo tratar bien los del Estado. Unos cuantos, y quizá yo más que todos, éramos tachados de inclinarnos demasiado a los comuneros. En cuanto a mí, era bastante fundada la inculpación, porque irritado yo de ver que en las Cortes no pocos hermanos me hacían guerra, y también a los nuestros, con mucho disgusto de otros del mismo cuerpo que al Ministerio eran adictos, cuando, al revés, casi todos los comuneros votaban conmigo, sustentando varios de ellos con discursos sus votos con harto justo motivo, prefería una amistad acreditada con dichos y hechos en los negocios públicos a otra en mi entender sólo supuesta, pues no eran notados sus efectos. Pero, por el lado opuesto, no dejaban de tener razón los que desaprobaban mi conducta, pues El Zurriago, blasonando de llevar la voz de los hijos de Padilla, y no desmentido por éstos, con lo cual casi era abonado su aserto, se desataba contra los ministros y sus sostenedores, haciéndoles todo el daño posible, por ser a la sazón el tal periódico un poder igual, si no superior, al gobierno de la una o la otra sociedad secreta. Así, acometidos los ministros y quienes les dábamos constante apoyo, a la vez que por los parciales del rey y de la monarquía antigua, por los constitucionales moderados y las acaloradas turbas de gente extremada de la comunería, para las cuales valía más, El Zurriago que los preceptos de la autoridad superior de su secta, dados, además, con tibieza y aun con cierta duda, mal podíamos sostenernos con fuerza o decoro.

En sostener al Ministerio estaba yo, sin embargo, empeñado, y lo estaba aun conociendo como quien más su incapacidad. Pero, como va dicho, en los primeros días en que gobernó, al verle combatido por opuestos lados, prefería yo que hiciese más dura guerra de entre sus contrarios a los moderados antiguos; y moderados antiguos digo porque sus parciales empezaban a ser moderados nuevos. Contribuía a mantenerme y acalorarme en estas mis opiniones un odio violento, enconado y ciego al Ministerio de que había sido cabeza Martínez de la Rosa, poco antes derribado.

Uno de los puntos de que más se ocupaban entonces quienes tenían parte en los negocios del Estado era cómo debía procederse contra los causadores y fautores de la sedición de la guardia real, trazada y comenzada en los últimos días de julio y terminada en 7 de julio, así como a todos cuantos habían tenido culpa de comisión o aun de omisión en tan graves sucesos. Como en España suelen los mismos que más vociferan doctrinas llamadas liberales tener llena la cabeza de recuerdos e ideas de despotismo, había sido encargado un Tribunal militar de formar el proceso a los que en aquellos actos aparecían delincuentes; disposición no extraña donde aún se conservaba el fuero militar, pues de soldados había sido la sedición vencida. En la causa incoada se iba haciendo notable el fiscal nombrado, que era el a la sazón coronel don N. Paredes. Este personaje hacía ostentoso alarde de actividad y severidad, y pedía prisiones y penas para muchos, con grande aplauso de los comuneros extremados, en cuyas filas él militaba. Hubo quien sospechase de Paredes que deseaba embrollar y alargar la causa cuando tan solícito aparecía del castigo de los culpados. Pretendían los de esta opinión o de esta sospecha que el tal fiscal, ganado, en concepto de los mismos, por la corte, aspiraba a causar escándalo, procediendo contra los personajes de más alta dignidad y dejando, entre tanto, a los culpados sin castigo. No hay fundamento bastante para dar por cierta semejante sospecha, y muy de creer es que Paredes aspiraba a congraciarse con los más furibundos revolucionarios, embistiendo a bulto y a ciegas contra todo cuanto tenía relación con el rey, con la corte, o aun con los constitucionales menos ardorosos. Lo cierto es que, trocadas las ideas, aplaudían los supuestos amantes de la libertad los excesos del fiscal, que intentaba sujetar a la jurisdicción militar a personas así altas como bajas. Entre las primeras comprendió Paredes a los que eran ministros durante la sublevación, y aun corrió la voz de que había empezado a proceder contra los mismos infantes hermanos del rey. Entre tanto, la Comisión de medidas había incluido entre las que proponía la de que fuesen puestos en juicio los mismos ex ministros; dura resolución, aunque no desvariada, como la que en el mismo informe proponía sujetar a la misma suerte a los consejeros de Estado. Había, con todo, causado disgusto en no pocos esta parte del dictamen de la Comisión, y hasta sucedió que un diputado de los que la componían (don José Canga Argüelles), después de haber opinado en todo con sus compañeros, y aun extendido él mismo el dictamen, se negó en seguida a firmarlo; hecho singular por cierto, pues dejó correr una producción de su pluma donde se declaraba lo que en la Comisión había el autor votado sin osar autorizarlo con su firma. No procedía yo así, porque, al revés, pretendía el enjuiciamiento de los ex ministros, aunque me habría opuesto a que cayesen sobre ellos penas severas. Pero no votada aún esta parte de lo propuesto por la Comisión, sobrevino el incidente de ir a ser presos e incluidos en la causa los mismos ex ministros, a petición de Paredes. Aun varios de los que quisieron sujetarlos a proceso por acusación de las Cortes, quedaron escandalizados de la denuncia del fiscal, y con razón resolvieron ponerle coto. Prestáronse a ello con celo los moderados antiguos, amigos de la persona y política de los señalados para víctimas. Vacilaban los pobres ministros que a la sazón gobernaban, temiendo, a varias de las discordes y entre sí opuestas parcialidades, odiando a sus antecesores, no queriendo, sin embargo, romper con muchos y muy dignos moderados por complacer a la gente extremada que estaba haciéndoles cruda guerra; y sobre estar combatidos por tan varios efectos, batallando con las dudas que en ellos infundían, más que la timidez, la cortedad de su discurso, madre de la irresolución, por donde no sin motivo venían a pasar por furiosos y desatentados entre los absolutistas y moderados de otros tiempos, y por débiles y cortesanos entre los hombres más ardorosos, que intentaban llevar la revolución a sus extremos, o cuando menos estaban deseosos de que se procediese con arrojo y vigor, aun guando fuese acompañado de crueldad y de injusticia. No pocos de mis amigos políticos, que lo eran del Ministerio, llevado que fue el negocio a las Cortes, opinaron por que éstas desaprobasen lo hecho por Paredes. Callaron los ministros, y no asistieron al debate y votación, porque entonces no era costumbre en ellos ir al Congreso sino en raras ocasiones, no siendo diputados, y si bien teniendo voz, aunque no voto, poco acostumbrado a hablar en los negocios que discutía el Congreso.

Mi conducta en este lance fue no hablar, y votar con el corto número de los que desaprobaron la desaprobación del acto del fiscal Paredes. Conducta era ésta hija de política cobarde y torcida, de que ahora, en verdad, me avergüenzo. Trataba yo de justificarla ante los demás, y aun en cierto grado ante mi propia conciencia, haciendo una distinción fundada en doctrinas sanas y ciertas de derecho constitucional; pero era hipocresía mi disculpa, siendo el móvil de mi acción odio a Martínez de la Rosa y sus colegas, y ruin deseo de conservar el favor de que seguía yo gozando ante la gente acalorada. Aun debería haber dado en público las razones que daba en el trato privado, añadiendo lo que pensaba, y era que si los ex ministros merecían ser juzgados y aun castigados por su conducta como tales, parecía, sobre calumnia, delirio suponerlos cómplices en la conjuración de la guardia rebelada. Fuese como fuese, me alegré de ver perdida por mí la votación, por proceder de quien obra contra su conciencia y desea la victoria para el contrario, y para él estar bien con los vencidos.

No se aplacaban en medio de esto los comuneros en su enojo con los ministros. Bien es verdad que de ellos, los que eran diputados, casi todos seguían favorables en sus votos y discursos al Ministerio, el cual aún tenía por contrarios en el Congreso a no pocos de la misma sociedad secreta de que él era encarnación y representante. Pero las turbas de los hijos de Padilla tronaban contra los hermanos pasteleros, nombre con que era corriente en ellos apodar a la sociedad rival, y El Zurriago se desataba con más furia, si cabe, contra el Ministerio, que toda cuanta había usado contra los ministros anteriores. Fueme, pues, ya forzoso emprender la guerra hasta personal con los contrarios del Gobierno y Sociedad a que yo pertenecía, y lo hice con el ímpetu en mí ordinario. Al romper de estas hostilidades acompañaron varias circunstancias.

Habían pedido los ministros reconciliados la concesión de medidas, y votado el Congreso que se abriesen las Sociedades patrióticas, y aun dádose para ellas una ley disparatadísima, obra casi exclusivamente mía. Abrióse con este motivo una en Madrid, pues no en todas las provincias estaban cerradas. Diose al nuevo foco de desorden el nombre de Sociedad Landaburiana, siendo el lugar donde se reunía una espaciosa sala del convento de Santo Tomás. Acudí yo a ella presuroso, como a teatro donde me llevaba mi vanidad a lucir, y dándome a mí propio ciertas razones que procuraban convertir en acción provechosa al bien público lo que era satisfacción de mi pueril capricho. Tiraba, pues, a engañarme, suponiendo que eran los tiempos de grande apuro y peligro, y forzoso excitar el entusiasmo popular para contrarrestar y vencer las dificultades que se presentaban; que, siendo necesaria una casi dictadura en el Gobierno, convenía dar a ésta un carácter y dirección por donde fuese ejercida en provecho de la revolución existente; que si bien las Sociedades patrióticas, solían ser focos de desorden, mal era éste que podía corregirse, pues nacía en parte del desdén con que las miraban los hombres de algún valer, cuando, éstos, al contrario, debían pelear en ellas, y con la superioridad de sus méritos quedar vencedores; y como consecuencia de todo ello, que yo, dueño del favor popular en semejante teatro, sobre todos mis competidores dominaría en él, y encaminaría las cosas por las sendas por donde, en mi sentir, convenía que fuesen para provecho del Estado y de mi partido, siendo mío mismo el provecho de ambos. Cuan necias ideas eran éstas, a nadie puede ocultársele, y pronto me probó su falsedad la experiencia.

No así en la primera noche que hablé en la Sociedad Landaburiana. Es verdad que acerté a tratar de un asunto que empeñaba todas las pasiones populares, y aun los justos y nobles afectos del patriotismo. Sabíase que iban a juntarse en Congreso, en Verona, los ministros de las llamadas grandes potencias de Europa, asistiendo allí en persona el mismo emperador de Rusia; teníase por cierto que tratarían los personajes juntos en aquella ciudad de los negocios de Grecia y de los de España, y apenas cabía duda de que sus resoluciones serían intimar a España a que volviese bajo el poder antiguo de sus reyes, o lo que era lo mismo, se sujetase a la voluntad de Fernando, de quien era notorio que máximas antiguas de Gobierno y experiencias nuevas, mezcladas con agravios personales, no le consentirían dar a sus súbditos otras instituciones que las vigentes en 1819. Sobre ésta a la sazón próxima reunión de Verona fue mi discurso. Pero aun sin saberse de qué trataría, al aparecer yo en la tribuna, fui recibido con estrepitosos y prolongados aplausos, sonando palmadas y vivas del crecido gentío allí congregado. Parecía, pues, entera y en su punto más subido mi fama entre la gente acalorada, amiga de semejantes reuniones, pero no faltaban en ella quienes ya me mirasen con desconfianza y aun con aversión como amigo de los ministros, si bien esta idea no era todavía general en las turbas. No cesaron, antes crecieron los aplausos después de oírme y mientras hablaba. Declamé locamente, di rienda suelta a mi imaginación, entonces viva, y no dejé de mezclar alguna buena razón entre mis locuras. Pinté como casi inevitable la guerra, y dije que bien venida fuese. En efecto, hoy mismo, considerando las cosas de aquellos días con ánimo sereno, creo que vino bien la guerra para sacar a España de una situación intolerable. A la enfermedad mortal y dolorosa que entonces aquejaba a nuestro cuerpo político era necesaria una crisis que le diese la salud o la muerte.

El día a que acabo de referirme fue el último de mi favor entre los concurrentes a la Sociedad Landaburiana. Algunas, y no muchas veces más, hablé en ella, oído casi siempre con disgusto. En tales reuniones sólo agrada la voz de la oposición violenta y las doctrinas de desorden y sedición. Yo nunca había predicado las últimas; pero como siempre había aparecido contrario de los que gobernaban, se me disimulaba, en gracia de lo vehemente de mis censuras, que no aconsejase medios violentos de resistencia. Mas cuando me presenté defendiendo a los ministros y clamando por que se dejase libre el curso a la justicia, mal podía ser oído con gusto de los que deseaban invectivas contra la autoridad y el castigo pronto y duro, aunque ilegal, de los enemigos de la Constitución. Así, me veía sin cesar vencido, y a veces, dicho sea con justicia, aun cuando resulte en mi alabanza, por contrarios de escasísimo valer. En mi estilo mismo de declamador, lucía allí un joven de buen talento, imaginación viva, y alguna, bien que por entonces todavía corta instrucción, que a la sazón era conocido por el apellido de Florán, y hoy, llamándose marqués de Cabuérniga, entrado ya en años y crecido no poco en instrucción, no ha podido adelantar su fortuna al punto que otras personas a él muy inferiores; contrario éste, el que más valía entre los muchos que me hacían guerra, si bien hueco y pomposo declamador, como debía ser para agradar a aquel auditorio, y adoleciendo de los defectos de que no estaba yo libre. Allí, Morales, el de El Zurriago, ingenioso y chistoso, pero ignorantísimo y desalmado, se captaba el buen afecto del vulgo constitucional madrileño, como en sus mocedades con malos versos y no mejor prosa, aconsejando y dirigiendo actos de igual violencia contra los liberales, se había llevado tras sí al vulgo realista cordobés; acusado de servir al rey por quienes, acordándose de su vida anterior, creían poco sincera su mudanza, pero en verdad sincero en la causa nueva que había abrazado, en cuanto cabe serlo en hombre falto de principios y dado a buscar fama y provecho, capitaneando turbas populares cuyas pasiones adulaba y excitaba, y que hubo de sentir parte del fanatismo que aparentaba, pues dio la vida por la causa constitucional en una loca tentativa para restablecerla después de caída. Allí, en fin, entre otros que no nombro, era oído con gusto el viejo Romero Alpuente, singular tribuno, si no sirviesen para tribunos personajes de todas especies, por ser caprichoso señor el vulgo, al cual lisonjean para dirigirle, de fea, repugnante y aun asquerosa figura, torpe y helado en el decir, extremado y atroz en las máximas que predicaba, de integridad en punto a dinero, prenda siempre de valor, no obstante ser mucho menos escasa en aquellos días que en los presentes, cínico en todo y de pocas, necesidades en la comida y en el vestir, de viciosas costumbres en su edad avanzada y descarado, lisonjero de la plebe, por cuyo medio tiraba a satisfacer su desmedida ambición, la cual, si no codiciaba riquezas ni altos honores, ansiaba por poder y por aplausos, y aparecía resuelto a comprarlos aplaudiendo o aconsejando todo linaje de desorden y excesos de crueldad. De sus labios salió la máxima de que era la guerra civil un don del cielo, aplicando mal la observación de Montesquieu sobre que suelen dar fuerza a los pueblos las guerras civiles. A él se oyó también decir que andaba buscando un medio para hacer que un pueblo estuviese en revolución continua. De este anciano loco y perverso se dijo que en sus últimos días, y en el destierro en que se vio con los más notables de entre los constitucionales, se vendió al rey Fernando, recibiendo de él paga como su espía, aunque tal vez siéndole infiel. Pero faltan datos para afirmar si ya servía a su modo al mismo rey cuando todavía en España excitaba a excesos que hacían a la causa constitucional no leve daño. Allí concurría asimismo, aunque no hablaba, Riego, oyendo, si ya no con claras muestras de aprobación, sin la menor señal de disgusto, vituperios de la sociedad de que era presidente y detracciones hasta calumniosas del buen nombre de sus amigos, todo ello mezclado con aplausos a su persona, que, bien admitidos, venían a ser, en quien grato los recibía, tolerancia y algo más de los insultos a ajena fama con que iban revueltos.

No fue sólo mi vanidad, ofendida por mis reveses en la Landaburiana, lo que al fin me movió a romper con los comuneros. Vi que ya estaba la razón de parte de los que aconsejaban devolverles guerra por guerra. Así, publiqué un folleto contra ellos; escrito imprudente, aunque tachado de serlo mucho más que lo debido, en el cual, confesando la existencia de la sociedad de hermanos pasteleros de nadie ignorada, aunque no llamándola yo, por su nombre, y no encubriendo ser de ella el Ministerio y varios personajes de nota, y aun yo mismo, cosa igualmente notoria, volvía por su buen nombre y defendía su conducta con arreglo a las doctrinas constitucionales y aun revolucionarias;

fácil empresa, pues había sido obra la revolución de los principales entre quienes la componían. Predicaba yo también en la misma obrilla máximas de moderación, y censuraba agriamente otras de desorden, así porque nunca yo había sido extremado en mis ideas al punto que algunos suponían, como porque estando ya de parte de la autoridad del Gobierno, me veía forzado a combatir a quienes le eran contrarios. Más escándalo que provecho causó mi papel, al cual llovieron respuestas, unas dadas en El Zurriago, otras en varios papeles, y muchas en los discursos pronunciados en la Landaburiana.

Por el mismo tiempo, la sociedad a que yo correspondía trató de exigir del Gobierno de la otra, su rival, una respuesta precisa sobre si estaba con ella en paz y amistad o en guerra. Era su razón de expresar la duda y solicitar que se aclarase que El Zurriago, blasonando sin cesar de llevar la voz de los hijos de Padilla, no paraba de vomitar injurias contra los hermanos pasteleros, calificando de tales a muchos que en verdad lo eran. Fui yo el embajador escogido para esta negociación o intimación, y me preparé a desempeñarla con el entono que se cuenta de los legados romanos que fueron a Cartago a pedir satisfacción de los desafueros de Aníbal, o con el que supone Tasso en Argante cuando se presentó en el campamento de los cruzados. Fui, pues, al lugar donde se congregaba la llamada (si no me es infiel mi memoria) Grande

Asamblea de los Comuneros. Estos determinaron recibirme con toda pompa. Así, abrieron la sesión estando yo ausente, y abierta que fue, me dieron en ella entrada. Era ridículo, por demás, el pobre aparato que presenció; pero no era menor la ridiculez del usado por nosotros en nuestras reuniones solemnes de los cuerpos subalternos, pues el superior de nuestra sociedad se juntaba sin usar de disfraces ni ornato alguno. Entré yo con la más pueril altivez y ceguedad posibles, y fui recibido con el entono más necio imaginable. Dije a lo que venía, sin dar a mi sociedad su nombre, el cual no era lícito revelar a profanos. Respondióme el gran maestre de la comunería don Juan Palarea, brigadier de Ejército y jefe político de Madrid a la sazón y ex diputado, nombrando a la sociedad que me enviaba con su propio nombre, como para probar cuan inútil y ridículamente lo reservaba yo, y diciendo que no eran los comuneros nuestros contrarios, ni representante o intérprete de ellos El Zurriago; pero todo ello con huecas razones y despego, así porque no era Palarea llano en el decir, sino, muy al contrario, siendo pomposo y de muy medianos alcances, como porque la voluntad de la sociedad a cuyo frente estaba era para la nuestra tibia, si no mala del todo; sin contar con que mi tono y mi embajada no eran muy de amigo. Salí, pues, ni satisfecho ni enemigo declarado, y lo que pensé y sentí yo, pensaron y sintieron quienes me enviaban, inclinándonos a la guerra, si bien no comenzándola, desde luego, pero sí poniéndonos en una hostilidad sorda.

Sin embargo, los comuneros diputados continuaban votando con nosotros, aunque como de mala gana y desconfiados, y aun tres o cuatro de ellos ya se habían puesto en oposición declarada a los ministros. El Zurriago crecía en furia contra ellos y la sociedad de hermanos pasteleros. Los oradores de la Landaburiana, al declararse contra los mismos, se proclamaban hijos de Padilla. De mi embajada se habló diciendo que yo la había dado lleno de turbación, infundiéndome respeto la majestad de la asamblea ante la cual había comparecido. Puerilidades eran éstas dignas de desprecio; pero en aquella época singular influían, y no poco, tales ridículas pequeñeces en la suerte del Estado.

Lo cierto es que, encendida la guerra entre las dos sociedades rivales, y partido en dos bandos el antes llamado exaltado, con un Ministerio inhábil y obligado a hacer frente a muchos enemigos, ardiendo en varias provincias la guerra civil, de cuyo incendio en ninguna parte faltaban chispas, siendo frecuentes en las ciudades los motines o amagos de motín promovidos por los comuneros, y declarada contraria a la España constitucional casi toda Europa, no sin amenazar una invasión, era la situación la más crítica y desdichada que imaginarse puede.

En medio de esto seguían las Cortes entretenidas en ociosos debates. Pero como amenazaban de dentro y de fuera gravísimos peligros, y crecía la desunión propia para agravarlos, hubo de pensarse en avenir, cuando menos, a las dos fracciones discordes del bando exaltado dominante, esto es, a las dos sociedades cuyos mal ocultos muelles tenían en movimiento toda la fuerza activa del Estado. Para el intento fueron nombradas dos Comisiones: una de cada sociedad, siendo quienes representaban, la comunera Romero Alpuente, Regato y el general Ballesteros, y estando dados los poderes de la nuestra a Istúriz, a Riego y a mí. En casa de Istúriz nos vimos los comisionados. Cautos nosotros, dejamos hablar a los de la otra sociedad. Hízolo primero Romero Alpuente, en quien si sobraba la malicia, faltaban, por otro lado, la prudencia y el juicio.

Comenzó, pues, el revoltoso anciano, con su hablar tardo y desmayado, a quejarse de que la sociedad comunera había sido tratada harto mal por la nuestra, pues habiendo combatido juntos bajo la bandera de las doctrinas exaltadas, al triunfar éstas y formarse un Ministerio que las profesase, ni un solo comunero había sido hecho ministro. Pasó de aquí a censurar al Ministerio existente, pero blanda y solapadamente, diciendo sólo del ministro de Marina, Capaz, que era conocido por incapaz (juego de vocablos después usado por El Zurriago), e insinuando que bien podría dejar su puesto a un hijo de Padilla. Un ministerio o dos aseguró que bastarían por lo pronto a los comuneros, diciendo, en estilo por demás llano, ser forzoso darles una dedadita de miel. No pudo sufrir tales imprudencias Regato, y cortando la palabra a su colega de Comisión, aseguró que los comuneros no pedían uno o dos ministerios, ni tampoco todos, siendo más rectos sus principios y más noble su ambición, pues aspiraban no a gobernar ellos, sino, a que hubiese Gobierno al cual pudiesen dar, y, habiéndole, darían apoyo; a lo que agregó dar a entender cuanto distaba el actual Ministerio de ser el Gobierno de él y los suyos apetecido. Viendo Istúriz y yo discordes entre sí a los que venían a ponerse acordes con nosotros, y muy persuadidos de ser imposible la avenencia entre dos sociedades separadas ya una de otra irrevocablemente por pasiones e, interés, tuvimos cierto malicioso gusto en atizar la discordia entre los comisionados comuneros, hablando sólo lo bastante a este fin, y como buscando justificación de nuestra repugnancia a convertirnos, en la circunstancia de aparecer tan poco convenidos los diputados a estarlo con la sociedad de que éramos parte y representantes. Entre tanto, los generales Riego y Ballesteros, distraído el primero, y arrellanado en un sofá y como adormilado el segundo, ninguna parte tomaban en tan rara conferencia. Cesando, pero sin ponerse de acuerdo, la disputa entre Regato y Romero Alpuente, hubo un breve silencio, notando el cual, y abriendo los ojos Ballesteros, dijo que veía con sumo placer que ya todos estábamos avenidos y conformes, no pudiendo esperarse otra cosa de personas igualmente amantes de su Patria. Trabajo nos costó contener la risa a este arranque, al cual Riego respondió conviniendo con Ballesteros, y con esto acabó la conferencia, despidiéndonos con la firme persuasión de que la guerra continuaría a cada día más embravecida, como sucedió puntualmente.

Iba entre estas cosas acabando el calamitoso año de 1822, al cual había de seguir otro aún más funesto. Estábase ya celebrando en Verona el anunciado Congreso de reyes y ministros de las grandes potencias, si bien no asistía a él otro soberano de nota que el emperador ruso Alejandro. Sabíase que de allí vendrían anatemas contra la revolución de España, y disposiciones por donde no se quedase en estéril condenación lo que se resolviese. La guerra civil en España continuaba con varios sucesos. En Cataluña había alcanzado ventajas importantes sobre el Ejército de los parciales de la monarquía antigua, titulado de la fe, el general Espoz y Mina, bien asistido de tropas y otros recursos. Un Gobierno rebelde creado allí con el título de Regencia, que obraba a nombre del rey cautivo, y al cual se apellidaba de Urgel, por ser la Seo de Urgel el lugar donde hubo de formarse y solía residir, andaba en vísperas de refugiarse a Francia. Mina usaba con vituperable rigor de la victoria, si bien no se excedía de lo que la opinión popular a la sazón quería o aprobaba. Así, había quemado el pueblo de Castelfollit, después de haberle tomado al cabo de algunos días de resistencia, y en una inscripción puesta sobre las ruinas había dejado jactancioso recuerdo, de tan fea hazaña. Los soldados de la fe iban de vencida y resistían poco, sabedores de que pronto tendrían en su socorro un Ejército francés, con lo cual mudarían de aspecto las cosas. Por la parte de Aragón los sucesos de la guerra seguían con varia fortuna, y si blasonaban los constitucionales de alcanzar victorias, los contrarios los desmentían con permanecer en campaña sin notable menoscabo de su poder. El trapense Marañón, a quien daba apodo el nombre de la austera comunidad religiosa en que había estado algunos años viviendo como lego, militar en sus mocedades, pero sin haber pasado de los primeros grados de la carrera de oficial, disoluto entonces, según era fama, y arrebatado, ignorante y corto de luces, devoto y fanático en el convento, salido a los campos de batalla de resultas de haber sido disuelta la comunidad de que era parte, mezclaba de un modo singular con sus cualidades nuevas de monje las antiguas de soldado y las de guerrillero, de los que tanto abundaron durante la guerra de la Independencia, y feroz, astuto, desvariado, estrambótico, dando motivo a burlas a la gente entendida y bien criada, se llevaba tras sí, cual no otro, al crédulo y supersticioso vulgo. El general Zarco del Valle en un parte donde lucía sus conocimientos teóricos en la milicia, daba cuenta como de una bien disputada batalla y de una victoria sobre el guerrillero monje, de un encuentro entre las tropas de éste y las constitucionales, cerca de Ayerbe, en el Alto Aragón, y en el teatro daba este supuesto o abultadísimo triunfo argumento a una mala comedia, donde bien pintadas las ridiculeces del trapense, daban que reír al auditorio de las grandes poblaciones, donde los constitucionales abundaban. Pero estas diversiones de los entendidos o de los que sin serlo se daban al partido constitucional, ya por gusto a las inquietudes, ya por capricho inocente, aunque ciego, poco efecto hacían en los ánimos de la plebe campesina, que seguía al trapense y a otros de su laya, o en los del vulgo de las ciudades, no menos ignorante y fanático, o en los de quienes por su empeño en sustentar la causa de la monarquía disimulaban las rarezas y hasta las culpas de los campeones armados para restablecerla en su ser antiguo. Así, era común burlarse de las victorias de los constitucionales, y aun entre estos mismos no faltaban quienes se riesen de la ponderación con que sus generales daban por grandes triunfos ventajas casi siempre leves, y siempre a la postre infructuosas. En Navarra mandaba las tropas del Gobierno el general Torrijos, joven alentado y celoso, pero inexperto, y seguía la guerra contra don Vicente Quesada y otros que sustentaban la parte del rey cautivo, alternando la fortuna en lances de poquísimo empeño, y ganando los levantados realistas con sólo no ser destruidos, si bien teniendo que retroceder hasta abandonar al cabo los puntos donde estaban hechos fuertes, pero con la seguridad, también, de volver pronto mezclados con un poderoso ejército extranjero.

En situación tan triste, y con no más alegres esperanzas, comenzaba el año de 1823. Pero antes de su primer día, que era el de aniversario del alzamiento de Riego en Las Cabezas tres años antes, ocurrió un suceso de aquellos ridículos, a la sazón abundantes y propio para pintar los tiempos y las personas. Causaba grande escándalo la constante asistencia de Riego a la Sociedad Landaburiana, donde oía concitar a la sedición y denostar a los ministros, y con ellos a todos sus amigos y al cuerpo entero de la sociedad de que era él no solamente miembro, sino cabeza, y lo oía autorizándolo con no dar señales de desaprobarlo. Un día, pues, a fines del año de 1822, estando el general famoso en casa de Istúriz, comenzó éste a afearle su conducta en el punto de que acabo ahora de hablar aquí, y señaladamente su sufrimiento al oír pintarme como a un traidor, siendo así que, sobre ser yo su compañero antiguo en la empresa del restablecimiento de la Constitución, había, además, hecho dimisión del empleo que tenía en la Secretaría de Estado cuando fue él enviado de cuartel, o dígase a un destierro a Asturias, en septiembre de 1820. Mal podía Riego justificarse, y no lo hizo bien, porque no era muy agudo; pero de repente propuso que se hiciese en las Cortes y en la capital una fiesta para conmemorar su hazaña de 1 de enero, a precio de lo cual, como quien hace un trato, prometió desaprobar lo que contra mí se decía en la tribuna de la Sociedad Landaburiana, y declarar su desaprobación allí mismo. Prometióselo Istúriz, deseoso de ver puesto un freno a las invectivas y calumnias disparadas contra mí todas las noches desde aquel lugar, no sin señales de llevarlas a bien el mismo Riego. Fácil fue conseguir de las Cortes una fiesta patriótica en el 1 de enero. Pero difícil era, y hasta imposible, que en la situación de España en aquel día fuese lucida o alegre una fiesta. Melancólica, pues, y pobre fue la que se hizo. Fue parte de ella venir a la barra o barandilla del Congreso las autoridades de Madrid, presidiendo el jefe político don Juan Palarea, a congratularse con los diputados de la nación del suceso que tres años antes había hecho memorable aquel día. El discurso de Palarea tuvo de singular ser una desaprobación de la idea de alterar la Constitución creando una Cámara de Pares o de Próceres, proyecto en que pocos pensaban entonces, pero que era común achacar a ciertos moderados, y entre ellos a Argüelles, el cual seguía adorando su obra de la Constitución de 1812, y tan opuesto a mudar algo esencial en ella, cuanto podía serlo de las doctrinas revolucionarias más extremadas. Pero el buen jefe político de Madrid, pomposo, y no sin artificio, aunque no de dañada intención, pero sí débil y codicioso de la aprobación y temeroso de la censura de la gente alborotada, a falta de otra cosa que decir, clamó contra lo que él decía esas odiosas Cámaras, diciendo lo cual apretaba el puño con gesto y ademán amenazadores. Terminó el discurso, retiráronse los que estaban a la barra, desfilaron tropas por delante del Congreso, y hubo vivas y cantares con desmayada voz y rostro no muy satisfecho, aun en los más de quienes voceaban o cantaban, y con visible fastidio de oyentes y espectadores. Una pobre iluminación a la noche fue el remate de la fiesta.

En una de las siguientes subió Riego a la tribuna de la Landaburiana, y en vez de cumplir bien su promesa, dijo que el ciudadano Galiano le había pedido que le defendiese, y él lo hacía declarando que era yo un buen patriota. Tan impropio modo de volver por mí importaba poco, sin embargo, pues mayores cuidados que los de mi pobre fama o de nuestras mezquinas discordias iban llamando la atención de toda España, y aun de Europa entera.




ArribaAbajoCapítulo XXV

Los representantes de Francia, Austria, Prusia y Rusia presentan notas reclamando contra el estado político de España.-Opiniones diversas.-El autor logra que prevalezca en el ánimo del Gobierno la suya de rechazar altivamente la intervención de las potencias. Elección de Istúriz para la presidencia de las Cortes.-El Ministerio da cuenta al Congreso de las notas y de la contestación dada. Responde Istúriz.-El autor presenta una proposición.-Actitud y entusiasmo de los diputados y el público.-Comisión encargada de redactar un mensaje al rey.-Discurso en las Cortes.-Discursos de Argüelles y el autor.-A su salida son llevados en hombros en medio de entusiastas aclamaciones.-Juicio del autor sobre la determinación tomada por el Gobierno y las Cortes con respecto a la intervención de las potencias.


En los primeros días de enero de 1823 recibió el Gobierno notas de los ministros plenipotenciarios de Francia, Austria, Rusia y Prusia, donde se les comunicaba lo resuelto en el Congreso de Verona. Ni 1es era fácil ocultar estas comunicaciones, ni dar largas a este negocio. El Gobierno francés, contra lo acostumbrado en negociaciones pendientes había publicado en el Moniteur, su periódico de oficio, textualmente lo que mandaba a su ministro en España decir a la corte en la cual estaba acreditado. España toda se conmovió a tales nuevas: los parciales del rey se llenaron de esperanzas; los de la Constitución, de furia; creció, como suele suceder, la discordia con el peligro; y divididos los pareceres y sustentando cada cual el suyo con calor loco, entre los constitucionales antiguos opinaban algunos por conjurar la tormenta, prestándose a variar la Constitución, con lo cual suponían, sin bastante fundamento, que habrían de quedar satisfechos los soberanos descontentos de la situación de España y el mismo Fernando, y aferrándose otros en sustentar la ley política pasada, y con ella el honor y la independencia de España, dictamen éste que abrazaban varios de los conocidos por moderados. Al mismo tiempo alzaban el grito los revoltosos y malcontentos, atribuyendo al Gobierno y sus parciales intentos de hacer la Constitución más monárquica y aristocrática, entablando para ello tratos con el Gobierno francés y entendiéndose con el rey asimismo. Urgía, entre tanto, resolver algo, y el Ministerio, para hacerlo, quiso concordarse con sus amigos, a cuyo fin juntó a unos pocos de ellos en Junta secreta. A ella asistí yo, como era de creer, y opiné por que se diese a las notas de los extranjeros una respuesta animosa y clara, haciendo pública la negociación toda. Seguido mi consejo, procedióse a la ejecución. Fue casualidad que en aquellos mismos días presidiese las Cortes un personaje no sólo de nuestro partido, sino, por decirlo así, de nuestra pandilla. Como era uso y ley nombrar cada mes un nuevo presidente del Congreso, habíase pactado entre nuestra sociedad y la de los comuneros que alternasen en la presidencia las dos sociedades, y en los tres meses que llevábamos de Cortes extraordinarias, dos comuneros y uno de los nuestros habían presidido, siendo la mayoría del Congreso ya de los exaltados. Esta vez (el 7 de enero), tocando a nuestra sociedad el candidato, fue propuesto Istúriz en secreto. Los que le conocían poco y notaban sus arranques impetuosos de mal humor, temían que no supiese portarse con la debida templanza en cargo que exige tanta dignidad y mesura. Al revés, quienes le conocíamos bien, estábamos seguros de que desempeñaría admirablemente su puesto, hermanando con sus modales sumamente finos y corteses el decoro y aun la imparcialidad indispensables para ser buen presidente de un cuerpo deliberante. Fue, sin embargo, difícil lograr su nombramiento, pues a los moderados, sus acérrimos y ciegos contrarios, se agregaron algunos de los nuestros para negarle el voto. Elegido al fin, acertó y agradó tanto, que oí yo decir en la sala de conferencias, a no pocos de los moderados, que le querrían por presidente perpetuo.

Casi recién sentado estaba Istúriz en el sillón de la presidencia, cuando el 9 de enero se presentaron en el Congreso juntos los ministros, que rara vez asistían a él, y su presencia, ya esperada, declaró que venían a hablar del grave negocio de las notas, que daba ocasión a todo cuanto entonces se pensaba, sentía o decía. No era, sin embargo, crecidísima la concurrencia en las tribunas, por estar muchos dudosos de si sería aquel día el destinado para hacer la comunicación de que tanto se hablaba. Leyó el ministro de Estado, San Miguel, desde la tribuna, las notas recibidas y las respuestas que a ellas había dado, y como debía suceder, las injurias contenidas en las primeras encendieron en ira aun a los más flemáticos, al ver tan ajado el decoro de España y tan poco respetada su independencia, y la dignidad, si no el completo acierto de las segundas, lisonjearon el noble orgullo de almas españolas. Leídos que fueron estos papeles, respondió Istúriz a nombre del Congreso con dignidad y entereza, en breves y sentidas razones, recibidas con universal aprobación, sin advertir las gentes que un presidente no podía declarar cuál era el sentir del Congreso, sin pedirle antes su parecer, y saberlo por una votación; yerro éste de los tiempos y propio proceder de Istúriz, más aficionado a declarar su voluntad que a ser conducto para dar salida a las ajenas. No bien había callado el presidente, cuando me levanté yo a hacer una proposición que traía ya escrita, como quien tenía parte en la dirección del espectáculo que estaba dándose al público. Proponía yo que las Cortes dirigiesen a su majestad un mensaje, título poco respetuoso con que entonces, y aún ahora, eran designadas las comunicaciones de las Cortes al trono, mensaje donde el Congreso, aprobando la respuesta dada por el Ministerio a las notas de las grandes potencias, se declarase resuelto a sustentar a todo trance el honor e independencia de la patria. Al oír leer mi proposición, todos los diputados se pusieron en pie por movimiento o impulso espontáneo y vehemente, encendida la vista, alterado el semblante, hasta llorosos algunos, conmovidos todos. Ni aun quisieron oírme apoyar mi proposición; tal era la unanimidad y la prisa con que se mostraban dispuestos a aprobarla. En una pausa y momento de silencio, don Agustín Argüelles, con más emoción que otro alguno, en pocas razones, dichas con sensibilidad extremada, dijo que apoyaba mi proposición, calificándola hasta de admirable. Su discursó renovó y aun avivó el entusiasmo, gritando a la par los diputados y los concurrentes a las tribunas, sin que hubiese quien reclamase el orden, y en seguida, arrojándose a los brazos unos de otros los diputados, y más particularmente los hasta entonces más opuestos en opiniones, y señalándose entre todos Argüelles y yo, que nos abrazamos estrechamente, derramando copiosas lágrimas, terminó el espectáculo en darse mi proposición por aprobada unánimemente, circunstancia que hubo de constar en el acta, por pedirlo así con altos clamores, varios, de los cuales no faltaron quienes algo después, de resultas de sernos fatal la fortuna, vituperasen lo que entonces no sólo aprobaron, sino aplaudieron. Mucha risa vino a causar, andando el tiempo, un espectáculo que en aquel día pareció tierno y aun sublime, y más le ha hecho objeto de burlas haberse hecho de él remedos o repeticiones. Yo que suelo arrepentirme de mis pensamientos y acciones, y que no dejo de mirar como ridículas cosas por mí en alguna ocasión muy admiradas, no convengo, ni aun hoy mismo, en que careciese de verdadera ternura y nobleza la grande escena que voy ahora conmemorando. Tratábase del honor de la patria ajado y de la independencia española amenazada, y aun el ser grandes nuestros contrarios, y pequeños nosotros, daba realce a nuestra entereza y nuestro entusiasmo. Y en verdad, si fue desvarío creer, y sería ahora mayor dislate decir, que de nuestro ardor y emoción participó una parte muy crecida del pueblo español, tampoco fue, ni es, o mentira o alucinamiento afirmar que en los días inmediatamente posteriores a la sesión de las Cortes de 9 de enero, y a la del 17, destinada a tratar del mismo negocio, hubo en una porción considerable del público madrileño, y aun del de las provincias, adhesión ardiente a lo resuelto por el Congreso, y aplauso y hasta admiración del modo como recibió las notas de las potencias aliadas, y las respuestas que a ellas dio el ministro de Estado, de acuerdo con sus compañeros.

Quedó nombrada en el mismo 9 de enero una Comisión que extendiese el proyecto de mensaje conforme a lo aprobado por las Cortes, el cual había de expresar de oficio y con solemnidad al rey estar dispuesto el Congreso a sostener la Constitución y el trono en ella fundado, contra agresiones de los extranjeros. No me acuerdo de los nombres de todos cuantos compusimos la Comisión, y sí sólo de que éramos de ella parte Argüelles y yo, cosa natural por ser yo autor de la proposición y él quien la había apoyado, y, además, porque estar juntos en aquel caso venía a ser emblemativa declaración de la amistad política nueva entre el hombre cabeza del partido moderado y uno de los que con sus discursos sustentaban con más ardimiento y tesón la parte contraria. Hubo unanimidad y diligencia en la Comisión, que en el día 10 terminó su proyecto de mensaje, remitiéndose al siguiente, 11, el leerlo en el Congreso, donde inmediatamente después de presentarlo había de ser discutido. Extendí yo el tal documento hueco y pomposo, pero con nobles y altos, así como justos pensamientos y afectos, de suerte que no todo en él eran vanas enfáticas frases. El día 11 era la concurrencia a las tribunas de las Cortes tan crecida cuanto serlo cabe. Abrióse la sesión, subí yo a la tribuna como era y es costumbre para leer, aunque para hablar no la he ocupado en ocasión alguna en las Cortes, leí la obra mía y de la Comisión, recalcándome mucho y poniéndome de puntillas, y acabada que fue la lectura, pidieron la palabra muchos diputados, en pro todos del mensaje, tal cual la Comisión lo proponía. Conforme a las prácticas y al reglamento del Congreso, no podía concederse hablar en pro faltando quien pidiese hacerlo en contra, pues no cabe discusión entre quienes se declaran en todo acordes; pero la ley y la razón fueron desatendidas, como era de esperar, y aun como debía ser en ocasión semejante. De los que pidieron hablar, sólo cinco fueron oídos: los señores don Ángel de Saavedra, don Joaquín María Ferrer, don José Canga Arguelles, don Agustín Arguelles y yo, cerrándose en seguida de mi discurso el debate. Aplaudidísimo fue Argüelles por las tribunas y aun por los diputados, consintiéndose esta vez aprobaciones manifestadas con estrépito a los concurrentes a las Cortes, cuya obligación es oír y callar, y a los de las Cortes mismas, cuya práctica, contraria a la seguida en cuerpos deliberantes de otras naciones, era oír impasibles a los que hablaban. Iguales aplausos recibí yo por mi discurso, en que me separé de cuanto habían dicho quienes me precedieron, pues ellos rebatieron con poderosas razones las más veces, y algunas con menos justicia y acierto, pero con noble ardor patriótico, el contenido de las notas de los Gobiernos francés, austriaco, ruso y prusiano, y yo insistí en que, fuesen cuales fuesen las causas alegadas por las potencias extranjeras, carecían hasta de un asomo de pretexto para intervenir como hacían en los negocios de España, la cual nada había hecho por donde otros Gobiernos pudiesen articular contra ella una queja. Puesto a votación, no bien dejó yo de hablar el proyecto de mensaje, fue aprobado en votación nominal por unanimidad, sin coacción alguna en esta vez, según me complazco en recordar ahora, cuando nada disimulo de las cosas no buenas que aprobé, aplaudí o hice en los tiempos pasados. Levantada la sesión, salimos hacia la calle los diputados; pero al asomar yo al zaguán, lleno de gente, cuanta en él cabía, fui saludado con ruidosas aclamaciones. Otros tantos aplausos le estaban dando a Argüelles, y al cabo, asiendo de los dos la turba congregada a las puertas y delante del pobre palacio del Congreso, nos levantaron en hombros, nos hicieron abrazarnos de nuevo, y nos llevaban en procesión como a santos en andas, entre repetidos vivas y palmadas; situación en la cual no se ocultaba a nuestros ojos que había algo ridículo, si bien veíamos y sentíamos que había mucho de tierno, cuando, acertando a pasar por el lugar que íbamos paseando en modesto triunfo el humilde coche del presidente, discurrieron nuestros festejadores entrarnos en él, aceptándolo nosotros de muy buena gana. Aún siguieron al coche turbas numerosas hasta la casa en que el presidente residía. Todavía al apearnos y entrar allí, se repitieron los vivas, dados con rostro alterado y ojos llorosos. Allí nos fue necesario asomarnos a las ventanas, y desde ellas hablar al gentío congregado delante, al cual dimos las gracias y excitamos a perseverar en los afectos patrióticos de que daba muestra. Disipóse en breve la gente, cesó el bullicio, recobraron todos su tranquilidad en Madrid y asomaron de nuevo las pasiones y encontrados intereses que nos dividían, presentándonos en un aspecto de discordia y desorden.

Y, sin embargo, digo y repito, si bien desconfiando de mi juicio ahora, que yo, en quien es costumbre no encubrir su arrepentimiento de anteriores hechos y dichos; yo, que no rehuyo la retractación cuando me creo en obligación de hacerla, siquiera sea sin oportunidad, aun siendo con justicia; yo, que varias veces y en estas MEMORIAS me he acusado y condenado a mí mismo, a punto de parecer flaco en propósitos, dudoso en opiniones, nimio con visos de hipócrita en mis confesiones y contrición; yo, en una ocasión, tratando de la cual cuento muchos contrarios y pocos amigos, me mantengo en gran parte y casi en todo en el dictamen que di, y en cuanto pensé, sentí, hablé e hice en el grave negocio de que voy ahora hablando, pues aún tengo las respuestas dadas en enero de 1823 a las grandes potencias de Europa que desde Verona y París nos insultaban y amenazaban, por justas, por buenas, por acertadas y aun por poco menos que indispensables. Y voy a decir por qué pensé entonces como pensé, y pienso ahora como pienso, pues claro es, y además sería injusto calificar mis yerros pasados y presentes, si yerros fueron o son, por méritos diversos de los suyos reales y efectivos.

Si en 1823 hubiera yo creído posible que se modificase la Constitución de 1812, a la sazón vigente, a tal modificación me habría prestado sin repugnancia, y aun con gusto, si bien eligiendo para hacerlo medios no sólo decorosos, sino conducentes al logro del fin propuesto. En verdad no era yo parcial de la Constitución que entonces nos regía. Sabían esto muchos, y por eso el general Álava, tan amante del poder aristocrático y monárquico, solía decirme que firmaría a ciegas cualquier proyecto de Constitución nueva hecho por mí, con tal que al formularle y extenderle estuviese yo separado de los amigos que en mi ánimo influían. Si aun viniendo de los extranjeros la mudanza hubiese yo considerado factible llevarla a efecto, a duras penas habría accedido a que se probase a realizarla. Pero nada de eso veía, sino, al revés; porque en mi sentir, ni pidiendo los soberanos extranjeros una mudanza en nuestra Constitución había modo de complacerlos sin precipitar a España en nuevos males, ni lo que es más, pedían los soberanos ni podían pedir tal mudanza, siendo su intención conocida, y aun declarada, de acabar con la revolución española a cualquier precio, y con la condición de sacar vencedor de ella al rey Fernando. Si ahora creyese que opinando así entonces había errado, aun declarando lo que sentí y opiné en aquellos días, y no lo que se me alcanza, habría confesado mi error, y pesaroso y arrepentido de él proclamaría en estas páginas sin rebozo mi arrepentimiento. Pero me pareció entonces, y, según siento ahora no equivocadamente, que la modificación era imposible: primero, porque no la deseaban ni la proponían los monarcas ligados en la santa alianza de los cuales sólo habíamos oído en las notas denuestos, cargos en gran parte abultados, reconvenciones tal vez fundadas, pero salidas de quien no tenía derecho a hacerlas, y por lo mismo haciéndolas insultaba, y ninguna proposición, a no ser la de ponernos a merced de nuestro rey para que él nos diese el Gobierno más conforme a su gusto; segundo, porque el rey Fernando bien había mostrado y seguía a las claras manifestando su repugnancia a reinar con poder inferior al de que gozaba en 1819, y tercero, porque en España los dos grandes partidos, absolutista y constitucional, con excepciones, aunque de personas de valer, cortas en número, rechazarían una monarquía parecida a la de la carta constitucional de Luis XVIII de Francia, con violento enojo. No creí que deseasen los soberanos del Norte, o aun el de la nación francesa, la modificación de nuestra ley constitucional, primero, porque lograda esta mudanza por medios pacíficos, quedaría impune y en algún modo hasta triunfante el levantamiento de Las Cabezas, Alcalá, Galicia y otros puntos de la Península en 1820; esto es, quedaría sin castigo y hasta dando de sí buen fruto un hecho que sentaba la doctrina de la soberanía nacional, y lo que era más peligroso, daba ejemplo de la sustitución de la misma teoría a práctica por una sublevación de soldados; segundo, porque ni una Constitución con dos Cámaras, y por la cual gozase el trono de un poder y decoro muy superiores a los que le cabían en suerte en la ley política de 1812, aun cuando sonase a otorgada, no excluyendo la libre discusión y sus consecuencias forzosas, podían acomodar a los monarcas absolutos, ni ser de ellos tolerada, y ni al mismo Luis XVIII, y menos que a él a las personas a cuyo influjo estaba ya obedeciendo el mismo príncipe viejo y cascado, convenía ver reforzados; con aliados de afuera a los franceses amantes de su carta constitucional, nada grata a quienes sujetos a ella reinaban; y tercero, porque de las palabras explícitas de los Gobiernos austriaco, ruso y prusiano, y asimismo de las del francés, donde el soberano reinante, otorgador de la ley política vigente en su nación, y muy celoso de la pureza del dogma que atribuía el origen de toda autoridad al trono, constaba ser indispensable, para tener por válida o legítima cualquiera alteración que hiciese España en sus instituciones, que a ella accediese Fernando VII libre y espontáneamente, y cuál era la libre voluntad de este rey en el punto controvertido por sus pasados hechos y por manifestaciones no interrumpidas de su constante deseo era harto notorio. En verdad, españoles y extranjeros no ignoraban los conatos de Fernando VII para recobrar su autoridad perdida en su plenitud. Por lo cual nos tachan injustísimamente quienes nos pintan como escrupulosa y nimiamente apegados al dogma de la soberanía popular y al empeño de que no accediese nuestra patria a deseos sólo posibles de lograr, con desdoro de su honor y menoscabo de su independencia, las ventajas de una buena o mediana Constitución, cual podría haberla España conseguido en aquella hora; Constitución más favorable que la existente al poder real y también a la verdadera seguridad de los derechos individuales, provechosa al pueblo, y si no grata del todo, cuando menos no repugnante al monarca, con lo cual quedaría sentada sobre cimientos de más que mediana firmeza, reconciliándose asimismo, al admitirla el Gobierno español, con los demás de Europa. Quienes entonces eran o se fingían tenazmente adictos a un dogma abstracto, contrario al defendido por los constitucionales españoles, eran los Gobiernos que intimaban a España desde Verona y París, que sólo leyes emanadas del trono eran legítimas y quienes aprobaban tal doctrina. Sabido es que a los ojos de muchos políticos de nota y valía, y a los de casi todos los franceses, parece cuestión de importancia suma averiguar el origen de la soberanía, y averiguado, proclamarle a modo de artículo de fe. Esto no obstante, muchas personas de ciencia y juicio, aun en Francia misma, y un crecidísimo número de pensadores ingleses tienen tal averiguación por ociosa, contentándose con que sus leyes políticas sean buenas, vengan de donde vinieren, o sea su procedencia ignorada y contestable. A éstos me allego yo con mis cortos alcances, juzgando ahora, y no dejando ya entonces de vislumbrar, que es impertinente y aun pernicioso indagar dónde está el origen de la potestad suprema, y más necio y fatal, dándolo por sabido, convertir en dogma la opinión juzgada cierta y sana por unos, y negada y combatida por otros. Pero los empeñados en sustentar que sólo procediendo del trono son legítimas las Constituciones no pueden ignorar que el trono, según dijo con chiste y acierto Napoleón, no pasa de ser tan andamiaje de cuatro tablas con un dosel encima, siendo el trono expresión metafórica para designar al rey, y significando en cada época la persona que en él está sentada. Ahora, pues, para que haya una Constitución más o menos perfecta dada por un rey, forzoso es tenga un rey que consienta en darla.

Fernando de Borbón, en 1823, no era ciertamente un ente abstracto, sino un hombre de carne y hueso, con cuerpo y alma, crecido en años, probado por la fortuna, avezado al mando, con inclinaciones notorias, de cuyos hechos él mismo se acordaba, y no menos los demás, ya fuesen sus súbditos, ya obedeciesen a otro Gobierno; hombre de hábitos contraídos y arraigados, de pasiones conocidas, exaltadas en aquella hora como en ninguna ocasión anterior, a quien tenían enconado los resentimientos y descarriado la mal entendida y nada aprovechada experiencia. Fernando VII, fuerza es repetirlo, no quería dar ni recibir Constituciones, sino reinar como habían reinado su padre y abuelos, recobrarse de la derrota que en los tres primeros meses de 1820 había llevado, reponerse y reponerlo todo era su antiguo ser, y vengarse con tanto más gusto, cuanto creía su anhelada venganza pura justicia. Dar libertad a Fernando VII en 1823 equivalía a restituirle su potestad anterior, dejándole dueño de castigar a quienes se la habían quitado y mantenídole durante tres años en cautiverio afrentoso.

Pero en los días de que voy ahora hablando, no era sólo con el rey con quien era necesario contar en España para mudar de Constitución. Forzoso se hacía tener un partido de alguna fuerza que llevase a efecto la mudanza. Tal partido, como llevo dicho, no existía; pues opiniones de unos pocos hombres ilustrados, combatidas por otros muchos, aunque inferiores en talento e instrucción, no necios y del todo ignorantes, y cuya inferioridad estaba compensada con tener estos últimos un número de secuaces harto mayor que el de los que eran de los primeros, no constituían una fuerza tal cual era necesario para dar impulso y defensa a una obra de las más importantes y dificultosas que emprenderse pueden. Muchos años van corridos desde entonces, y con ellos han caído sobre nosotros infinitas y gravísimas calamidades, y algo bastante hemos aprendido, ya en la escuela del desengaño, ya en los libros de los mejores publicistas o dados a luz nuevamente, o si más antiguos, venidos a ser conocidos como apenas lo eran en nuestra patria. Y, sin embargo, véase cuan erróneas y fatales doctrinas prevalecen todavía entre muchos, y cómo de ciertas ideas de descabelladas han nacido revueltas y trastornos no escasos en número, ni leves en calidad, por donde han sido derribados Gobiernos y leyes liberales y racionales juntamente. Vease cómo cayó el Estatuto real de 1834, planteado ya, puesto en juego, cuando contaba dos años de existencia, teniendo para haber nacido y vivido apoyo y defensores de que en 1823 había carencia casi absoluta, cuando no era el empeño menor que el darle ser y ponerle en fuerza y vigor, a despecho de los parciales de la Constitución de 1812 y de los del sistema antiguo de Gobierno de España. En 1823, con sólo haberse dicho que iba a ser modificada la Constitución, se habría dado señal y principio a una serie de inquietudes y alborotos que, según era muy de creer, habrían pasado a ser una guerra civil nueva. La parcialidad comunera, muy numerosa y osada, acusaba al Gobierno de abrigar semejante intento, y si en la acusación infundada buscaba motivo de llevar a efecto ediciones y rebeliones trazadas en sus conciliábulos, en el cargo probado habría encontrado un medio eficaz de levantar su bandera, poner en ella un buen lema y empezar las hostilidades. Y téngase en cuenta que al empezarlas habría tenido la justicia, si ya no toda la razón, de su parte, pues lo justo es lo legal, y la ley vigente prohibía a toda autoridad, y aun a la nación misma, variar en un ápice la Constitución hasta que hubiese regido a España durante ocho años, de los cuales ni un cinco iban vencidos. Habrían, pues, de comenzar los modificadores por quebrantar las leyes para proceder al acto de mudarlas, empresa dificultosa para acometida por una autoridad flaca y vacilante. Excusado es decir que la numerosísima grey de los absolutistas o parciales del sistema de gobierno vigente en 1819, tanto se habrían opuesto a la Constitución modificada cuanto se oponían a la pura. Por donde, confuso y alterado todo, incierta la justicia, oscura la conveniencia, sin fuerza el Gobierno y pujantes y audaces los bandos, habrían venido a parar las cosas en hacerse indispensable la invasión francesa, y ésta tendría que restablecer al rey Fernando en el pleno uso de su regia potestad, y él habría usado del recobrado poder para reinar con ningunas o con poquísimas o debilísimas trabas. Verdad que a este mismo fatal paradero vinimos, lo cual era fácil de prever por cualquiera persona dotada de un tanto de sagacidad y buen juicio. Pero al cabo para perderlo todo nadie entra en ajuste, y bien es de probar la suerte cuando el ser vencido nada puede traer peor que lo sería entregarse, a merced del enemigo antes de la batalla.

Por estas consideraciones fui yo guiado, y lo fueron otros conmigo, al aprobar la respuesta dada a las famosas notas de Verona y París. Por estas mismas no me arrepiento hoy, y sí, al revés, sustento lo que en aquella ocasión pensé e hice. Bien pude errar entonces, y no es menos posible que sea pertinacia en mi error mi opinión presente. Pero, aun dado que errase entonces y siga errando ahora, todavía no es razón juzgarme por yerros que se me supongan, en vez de hacerlo por los medios reales y verdaderos. Mis amigos y mis enemigos, tanto en la ocasión de que voy aquí tratando cuanto en otras muchas anteriores y posteriores, han convenido en atribuirme o achacarme doctrinas e intenciones muy otras de las que tenía y de las que proclamé, tirando a ensalzarme los unos por creerlas buenas, y a deprimirme los otros por estimarlas funestas, sin que en mí hubiese merecimiento para la alabanza de los primeros o para el vituperio de los segundos. No porque reputase yo perfecta la Constitución de 1812 me empeñé en desechar toda modificación que de ella se intentase, ni sólo por venir de una manera irregular e indecorosa la proposición de hacerla, la deseché; pues pensé y dije que la modificación era, no inadmisible, sino imposible de llevar a efecto, y que por nadie venía propuesta en términos explícitos y con las seguridades suficientes para facilitar la empresa de variar nuestra ley política si hubiese quien a intentarlo se arrojase. Esto dije más de una vez en Madrid, en enero de 1823, y según diré a su tiempo, en alguna otra ocasión posterior y no menos solemne.

Cierto es, sin embargo, que hube de mezclar con estas razones otras que algo disculpan la errada interpretación hecha de mis palabras y obras en horas tan críticas. No estaba yo completamente alucinado, pero tampoco estaba del todo exento de ilusiones; veía el peligro, con corta esperanza de salir de él vencedor, pero con alguna; estimaba conveniente y necesario excitar pensamientos y afectos de patriotismo contra los extranjeros, cuyos insultos nos habían afrentado y cuyas armas nos amenazaban, y movido por estas consideraciones declamé no poco, y apelé a las pasiones exaltando el dogma de la soberanía nacional, ponderando cuan infame sería sufrir los españoles humillaciones y obedecer a preceptos de autoridad extranjera e incompetente, y hablando, en suma, como debe hablar quien espera conmover a las turbas y sacar partido de su entusiasmo, si no en favor suyo propio, en el de la causa que leal y fervorosamente sustenta.

Si de allí nació que en mi modo de expresarse apareciese más ciego apasionado de la Constitución y más loco tratando del honor y la independencia de mi patria que lo que era yo efectivamente, o que lo que exigía la prudencia, no reñida con la justicia ni aun con el debido cuidado del trono de España, y si, por consiguiente, hubo en mis discursos algún fundamento para las tachas puestas entonces a mi proceder, y después constantemente repetidas, también fue digna de reprensión alguna cosa en mis intenciones, no obstante ser ellas en lo general sanas y dictadas por el deseo del bien público, según yo lo comprendía. Verdaderamente, juntamente con éstos, motivos de una política mezquina y ridícula ejercían en mí cierto influjo. Quería yo probar a los comuneros que no vencían a la sociedad de que yo era parte, o a los ministros por ella exaltados, o a mí mismo, en verdadera exaltación de doctrinas. Si en las doctrinas de desorden y en reducirlas a práctica no quería yo competir con ellos, en lo extremado de ciertas opiniones aún me preciaba de ser su igual, y lejos de reconocerlos superiores, procuraba pujarles la posesión del buen concepto de las gentes hasta quedarme con ella, por ser objeto de mí harto preciado y apetecido. Así estaban revueltos en mi mente pensamientos nobles y ruines, intenciones rectas y torcidas, desvaríos con aciertos, y algo de locura con un tanto de buen seso y prudencia. De estas cosas últimas venía mi constante deseo de atropellar por todo para sacar a España de una situación insufrible por lo molesta y peligrosa, provocando una contienda en que, o vencedora nuestra Constitución, o digamos nuestra revolución, quedase segura, o vencida cayese de una vez, en lugar de vivir una vida precaria y congojosa.




ArribaAbajoCapítulo XXVI

Primeros efectos de las sesiones de Cortes de 9 y 11 de enero.-Bessières se acerca a Madrid mandando una facción realista.-Derrota en Brihuega a las fuerzas liberales salidas de Madrid.-Temores de los liberales.-Ballesteros se encarga de la defensa de Madrid, con autorización de las Cortes.-Conducta de este general.-La Bisbal, encargado del mando de los vencidos en Brihuega, contiene y hace retroceder a Bessières.-Desaparición de Mejía, redactor de El Zurriago. Los comuneros la achacan a los masones.-Disponen ejercer represalias con el autor.-Infante e Istúriz le previenen.-Reaparición de Mejía.


Anudando el interrumpido hilo de mi narración, diré, sin que el temor de aparecer alucinado por preocupaciones y memorias antiguas me retraiga de afirmarlo, que el primer efecto producido por las sesiones de las Cortes del 9 y del 11 de enero de 1823 no fue despreciable. Sin ser general, ni con mucho, el entusiasmo, en algunos le despertó y hasta se mostró en las obras, si bien como llamarada fugaz que al soplo recio, repentino o inesperado de una desdicha quedó de súbito apagada. Varias Diputaciones provinciales, convidadas a allegar fondos y alistar y armar cuerpos para la guerra que próxima amenazaba, comenzaron a desempeñar su encargo con celo y visos de feliz éxito. Pareció que callaba como admirado el bando contrario del Ministerio, por suponerle tímido y frío. Levantó la frente y la voz con orgullo la sociedad secreta que gobernaba a la sazón a España. Volviéronsele amigos, aunque por brevísimo plazo, muchos comuneros de nota. En algunas noches casi enmudeció la Sociedad Landaburiana, pues suspendiendo las injurias y no consintiéndole su índole el aplauso, hubieron de sonar en su recinto meramente frías generalidades. Mas en breve la desdicha a que poco ha he aludido aquí dio impulso a sucesos desfavorables al Ministerio, a sus amigos y a la causa constitucional, y suelta a las pasiones contrarias a los primeros; y digo que dio impulso y no causa, pues aun sin tal desventura la caída de los ministros y de la Constitución era infalible, aun cuando hubiese venido algo más tarde.

Una columna de levantados del bando realista de las que vagaban por España, por las tierras del Bajo Aragón, se vino a Castilla la Nueva, y pisando los términos de la provincia de Guadalajara, se acercó a Madrid lo bastante para causar, si no inquietud, escándalo en todos y descrédito en el Gobierno. Mandaban aquellas fuerzas un oficial antiguo del Ejército, extranjero, si no de patria, de origen, llamado don N. Italmann, y un osado aventurero francés o italiano, que llevaba el nombre de Bessières, dudándose que fuese éste su apellido verdadero, el cual un tiempo constitucional ardoroso, y luego sospechado de republicano, escapado do la prisión en que por promovedor de alborotos estuvo condenado a muerte, mudando de bandera, militaba bajo la del rey absoluto, según es probable, porque atendiendo sólo a medrar y a elevarse de pronto a grande altura, juzgaba ser para su intento buenos cualesquiera medios o caminos. A ahuyentar tales tropas allegadizas, tenidas por gavillas despreciables, fue destinada una fuerza no corta, a la que se agregaron algunos milicianos de la Milicia local de caballería, de Madrid. Iba también allí el regimiento de milicias provinciales de Bujalance, que pocos días antes había estado en Madrid, dando que admirar a la inocente credulidad del vulgo de liberales por su aparente entusiasmo, pues cantaban a una los soldados, en una tonada de las más usadas en aquel tiempo:


Alegría, Bujalance,
¡viva la Constitución!,
que los tiranos que nos mandaban
ya no nos mandan, no, no, no;

con cuyo motivo aplaudían todos que un cuerpo de milicias, tropa toda ella reputada desafecta a la Constitución, hubiese mudado tan de pronto y a tal punto, lo cual se atribuía a su comandante don N. Llanos, antes oficial de guardias reales, y de los que se opusieron a la rebelión del 1 de julio de 1822; oficial valiente y celoso, pero crédulo, como lo eran todos entonces, y alucinado en punto a dar valor a demostraciones vanas, con las que padece la disciplina, sin ganarse mucho por otro lado. Al frente de esta expedición quiso ponerse y fue el capitán general de Castilla la Nueva, don Demetrio O'Daly, uno de los cinco generales del Ejército de San Fernando restablecedor de la Constitución de 1820, militar antiguo, pero no hecho al mando superior, y falto de dotes para ejercerle, aunque oficial apreciable. Llegó esta fuerza a Guadalajara, y pasando de allí, fue sobre Brihuega, población a que había dado fama a principios del siglo XVIII, ser allí hecho prisionero el general inglés Stanhope con todas las tropas de su nación que le seguían, y a que dio la ocasión de que voy ahora aquí hablando nueva celebridad una imprevista y gravísima desventura. En efecto, las tropas constitucionales llevaron una completa derrota, perdiendo toda su artillería, algunos muertos y un número de prisioneros crecidísimo para el de que contaba la fuerza vencida, y huyendo en confuso desorden hasta las mismas puertas de Madrid todos cuantos salieron ilesos del campo de batalla, causó asombro y pavor en Madrid tal suceso. Los numerosos parciales del rey que encerraba la capital de España se presentaron amenazadores; los comuneros y todos los a ellos agregados, alzaron el grito contra el Gobierno; los indiferentes y pacíficos temblaron, temiendo ver la población hecha presa de un alboroto dentro de su recinto y combatida desde afuera por los rebeldes vencedores. En los amigos del Gobierno era suma la congoja, y en varios de ellos no inferior el miedo. Así sucedió que, como se hubiese el desastre ocurrido en Brihuega hecho público en Madrid entraba ya la noche, y como todavía seguía siendo presidente del Congreso Istúriz, hubo quienes acudieron a él muy alborotados, pidiéndole que convocase a sesión inmediatamente, sin reflexionar que habría de abrirse la que se convocase por la madrugada, y que, sobre el escándalo anejo a juntarse las Cortes a hora tan insólita y extraña, había la consideración de que para remediar el revés padecido nada podía hacer el Congreso. Negóse, como era de suponer, Istúriz a tan singular propuesta, y amaneció el siguiente día, que lo fue de penas y temores.

Amedrentados y aturdidos los ministros, estimaron oportuno avenirse con los comuneros. De éstos era verdadera cabeza Ballesteros, por más que presidiese su sociedad Palarea. A Ballesteros, pues, quedó dispuesto entregar el mando de Castilla la Nueva y la defensa de Madrid, a cuyas puertas estaba esperándose por horas ver llegar las victoriosas gavillas de Bessières, en quien estaba ya personificada la fuerza que él con otros capitaneaba. Pero Ballesteros era consejero de Estado, y como tal no podía ser empleado, sin que a ello precediese una autorización de las Cortes. Dispúsose, pues, pedirla sin demora. Al intento se presentaron en el Congreso los ministros mustios y cabizbajos, como con trazas de vencidos. No de mejor semblante estaban sus amigos los de la sociedad rival de la comunera. Al revés, los comuneros, aun los que solían votar con el Ministerio, se presentaban con visible arrogancia, como quien variaba de situación, pasando de una de inferiores a otra de superiores. Las tribunas estaban llenas principalmente de comuneros, siendo éstos los que de ordinario allí concurrían en más número. Hecha la proposición, la apoyó el diputado comunero Salvato, hombre que solía expresarse en pocas, pero huecas y pomposas frases, con pedantería y afectación cínica, y que esta vez calificó al general de quien se trataba de gran figura que había aparecido en primer término en el escudo del 7 de julio. No me acuerdo si al oír esto, o antes al oír nombrar a Ballesteros, sonaron en la tribuna pública bravos y palmadas. Reprimió el desorden al instante Istúriz con un campanillazo tan recio y seco, y con palabras tan vigorosas, que acertó a imponer silencio y aun respeto, cosa no común en tales ocurrencias. Pero la autorización fue concedida sin oposición, y aún no tengo presente si por unanimidad de votos. Las consecuencias de este suceso fueron, sin embargo, pocas, si ya no es porque de él tuvo origen haberse dado los mandos principales de los Ejércitos para la próxima guerra al mismo Ballesteros, al conde de La Bisbal y a Morillo.

Ballesteros, que en la guerra de la Independencia se había dado a conocer como arrojado y activo, y también como vano, indócil, ponderador extremado de sus hechos y de corta habilidad, captándose; con sus buenas y malas cualidades altísima reputación entre el vulgo; que en 1815 había sido ministro de Fernando, rey absoluto, y hecho nacer con su Ministerio infundadas esperanzas en los constitucionales, de cuyo gremio nunca había sido anteriormente; que en 1820, al saberse el levantamiento de Riego y Quiroga, había ofrecido con servil empeño al rey su espada para ir a domar a los rebeldes, y llamado a Madrid, había en algo contribuido a que el rey jurase la Constitución; que en el 7 de julio de 1823, obedeciendo una orden del rey dada de un modo ilegal, por no serlo por un ministro responsable, se había detenido al frente de sus tropas vencedoras, y salvado así a los guardias rebelados de una derrota completa y al Palacio de caer en poder de los constitucionales, a costa de crear compromisos a las autoridades legítimas que por la Constitución existían; que, esto no obstante, se arrogaba, si no ya todo, el principal mérito de aquella jornada, y seguía figurando entre los hombres extremados en opiniones políticas, sin acertar él a ser enteramente de ellos; Ballesteros, con ambición gigante, oscuras luces y ninguna instrucción, de condición violenta y dominante, pero a quien, faltando el discurso, no había medio para buscar con esperanzas de lograrlo todo lo que apetecía, alcanzado el mando no supo qué hacer de él, y empleó su situación y la autoridad puesta en sus manos, que un abuso facilísimo y probabilísimo podía haber hecho inmensa, en meras menudencias y puerilidades. Como complaciéndose en ver dependientes de él muchos generales, dio a varios de éstos los mandos de las puertas de Madrid, figurándose que iba esta capital a ser amenazada de expugnación por las tropas de Bessières. Obrando a guisa de dictador que domina a todos los partidos y de todos se sirve, escogió a generales de conocidas diferentes opiniones políticas, para darles pruebas de confianza y aprecio, entregándoles los mandos. Entre los escogidos, ninguno causó más admiración que Morillo. Los comuneros, cuyo incesante clamor era que fuese puesto en juicio, y aun condenado este general por su conducta en los sucesos del 7 de julio, hubieron de saber atónitos y de sufrir callados y sumisos la rehabilitación del para ellos tan odioso personaje, traída por el mismo caudillo a quien ellos habían encumbrado para triunfo de las doctrinas y personas de política más exaltada. Estos nombramientos en nada vinieron a parar, no habiéndose acercado a Madrid los de Bessières, sino antes retrocedido ante el conde de La Bisbal, enviado por los ministros aun antes de la elevación al mando de Ballesteros, y recién sabido el suceso de Brihuega, a juntar las dispersas reliquias de la división vencida y a hacer frente a los vencedores, y que había desempeñado su encargo con actividad, valor y acierto.

Con esto el de La Bisbal, que desde su acción en el Palmar del Puerto, en julio de 1819, y desde su levantamiento a proclamar la Constitución en la Mancha antes que el rey la jurase, se había hecho odioso y sospechoso a todos los bandos que dividían a España, y que habiendo procurado allegarse al exaltado había sido por éste recibido tibiamente durante largo tiempo, y que al fin había logrado ser inspector de Infantería, puesto, aunque alto, no bastante a su ambición, codiciosa de otros donde podría influir más en los acontecimientos, se vio ya con un mando de tropas, esto es, con una fuerza que pudiese él emplear en sus proyectos ulteriores. Así, tres hombres ambiciosos, con diversos antecedentes, alistados en diferentes parcialidades y concordes todos ellos en tener en poco el poder civil, iban a ser dueños de la suerte de España, habiendo concurrido a ponerlos en tal situación varias causas, pero siendo el común origen de su subida al mando la fatal jornada de Brihuega.

Con las ruidosas disposiciones de Ballesteros y con las acertadas maniobras de La Bisbal quedó alejado el peligro que de afuera amenazaba a Madrid; pero el de ver turbada la paz en sus calles, si bien había disminuido, no había desaparecido del todo. Ya los socios de la Landaburiana tronaban como antes contra los ministros, y llamaban a sedición con no rebozadas frases. El Zurriago seguía sus desmanes insufribles. Coincidió con los sucesos que voy ahora aquí narrando un acontecimiento misterioso. Súpose de repente que había desaparecido don Félix Mejía, uno de los dos que principalmente escribían en El Zurriago. Contaban sus amigos que éste había sido sorprendido y arrebatado una noche, sin duda alguna por los de la sociedad de la cual se mostraba tan acérrimo contrario, sociedad conocida por las venganzas que ejercía contra quienes revelaban secretos. Ponderábase el escándalo de tal hecho, aun suponíase muerta la víctima, y caía sobre el Ministerio, hijo de la sociedad, la execración que merecía tan infame violencia. Creíanla cierta algunos indiferentes, dábanla por tal casi todos los comuneros, y los amigos del Ministerio negaban que tal hubiese sucedido, suponiendo la ocultación de Mejía voluntaria, y encaminada a promover un alboroto. De esta última opinión fui yo, y soy ahora mismo, a pesar de que temí entonces que el celo indiscreto y necio de algunos de nuestra sociedad, sin anuencia y sin conocimiento de sus superiores o hermanos en ella, los hubiese llevado a cometer un delito que era asimismo un yerro. En medio de esto, y sonando recia la acusación contra nosotros, sucedió que una noche, al ir yo a retirarme, cerca de las doce de ella, como solía, de casa de Istúriz, éste, después de haber hablado en secreto con nuestro común amigo don Facundo Infante, que había entrado con trazas de tener algún secreto, me dijo que no pensase yo en salir, pues por la mañana temprano habríamos de tratar de un negocio gravísimo y urgentísimo, y para estar juntos a hora tan desusada e incómoda en el rigor del invierno había mandado ponerme una cama, donde sería bueno que, desde luego, me acostase, a fin de estar pronto al día siguiente y a la hora oportuna. Extrañé yo la idea, y despierta y excitada mi curiosidad, me empeñe en averiguar, desde luego, la naturaleza del grave negocio que obligaba a tales singularidades; pero fueron inútiles mis diligencias para sacar de Istúriz cosa que mediese siquiera luz para colegir algo de aquel misterio. Me acosté después y me dormí, y tan bien, que no hube de despertar hasta muy entrado el nuevo día. Entonces me vestí de prisa y acudí a saber de Istúriz qué habíamos de hacer o tratar. Pero mi amigo, riéndose, me dijo que nada ocurría ya, y que si yo había dormido allí era para libertarme de un peligro, quizá no cierto, pero cuya noticia bastaba para hacer razonable la precaución tomada. Era, pues, el caso, según lo refirió Istúriz, a quien en la noche anterior había venido presuroso a contárselo Infante, que, con motivo de la desaparición del zurriaguista Mejía, se habían juntado era tan conciliábulo secreto algunos comuneros, los cuales, además, eran de la sociedad italiana de los carboneros o carbonarios, y que, o participantes en el ardid del escondido, o creyendo cierto el delito de haber sido muerto o encerrado el escritor de El Zurriago, habían estimado justo y oportuno ejercer represalias sobre la sociedad supuesta autora del atentado, para cuyo intento había sido yo escogido por víctima, como uno de los miembros notables del cuerpo todo, habiéndose resuelto primero quitarme la vida, y luego, con más piedad, sólo echarse sobre mí y meterme en un encierro donde estuviese penando hasta ser canjeado por el preso hijo de Padilla, o donde, era caso de haber éste sido muerto, tuviese yo tan fin igualmente secreto y trágico. Hasta los nombres de los concurrentes al tal conciliábulo habían sido citados, en comprobación de la certeza de la denuncia hecha de lo allí ocurrido. Pocos habían sido, y de entre ellos me acuerdo de tres: uno, el bufo de la ópera italiana, llamado Rosich, que con bufonadas y alguna habilidad mímica compensaba las faltas de su poca y no buena voz, y que con truhanadas lisonjeras al vulgo liberal se solía captar aplausos no sólo como actor y cantor, sino como patriota, aunque extranjero; otro, Moreno Guerra, el cual, no siendo diputado ni cosa alguna, y ardiendo en deseos de hacer papel, procuraba llamar así la pública atención, aunque fuese por delitos, y otro, el coronel don N. Santiago Rotalde, al cual, como a mi antiguo y constante enemigo, se había dado por comisión ejecutar la sentencia contra mí pronunciada. Repugnábamos creer tales nuevas, y tanto más cuanto que Moreno Guerra estaba de continuo con nosotros como amigo, y aun había hablado al público desde una ventana de la casa misma de Istúriz, cuando el 11 de enero fuimos traídos a ella en triunfo Argüelles y yo, y se agolpó la gente a seguir dándonos aplausos. Así fue que pudo más en nosotros la duda que el crédito, debido al denunciador de la maldad; y si bien no seguros, llegamos a mirar el aviso con desprecio. Pero ocurrió que a la hora de comer del mismo día, en cuya mañana había yo recibido en casa de Istúriz la noticia de lo dispuesto en mi daño, estando comiendo en la misma casa, como hacíamos diariamente, entró un amigo de los que allí vivían y allí asistíamos, el cual era comunero y devoto de su sociedad, y asimismo buen caballero y muy de nuestra confianza, y como delante de él se hablase del asunto que ocupaba nuestra atención, protestó contra las calumnias que es común divulgar, y contra la credulidad pronta a dar buena acogida a cuanto se dice en descrédito de los de un bando o secta de adversarios, acabando con prometer que él averiguaría el origen de la delación recibida, y pondría patente su falsedad; pero salido en breve a cumplir su promesa, volvió pesaroso y cabizbajo, confesando ser cierta la denuncia en casi todas sus particularidades, y culpadas las mismas personas acusadas ante nosotros de serlo. Sin embargo, estimóse pasado mi peligro, por ser ya sabido que le corría, y volví yo a mí vida acostumbrada, reduciéndose todo a que mi amigo Grases y yo hiciésemos diarios y manifiestos insultos a Moreno Guerra cuando en casa de, Istúriz se presentaba, lo cual llevaba él en paciencia, así por ser cobarde por demás, aunque de gran corpulencia, y largo de lengua, y audaz lejos del peligro, como porque su conciencia la echaba en cara su infamia. Resta sólo decir de este incidente que en aquellos mismos días se apareció Mejía una noche a unos poceros que estaban ocupados en su sucia faena, los cuales, o estaban concertados con él, o le vieron en verdad con asombro, porque venía, según contaban, medio desnudo, afligido por el hambre, la sed y la congoja de los padecimientos de algunos días, refiriendo que al entrar en un portal, una noche, había sido cogido de sorpresa por gente emboscada, y sido llevado por ella a un encierro, donde, tras pocos días de un duro trato, había sido en el silencio de la noche sacado y puesto en la calle asimismo, sin ver la cara a quienes le hicieron libre. Pareció la cosa mal forjada patraña a casi todos, aunque no faltó quien creyese verdad su prisión, y hubo muchos que, teniéndola por falsa, aparentaron creerla. Fuese como fuese, otros hechos y otros cuidados distrajeron pronto la atención de las supuestas o verdaderas calamidades del zurriaguista, ente de poquísimo valer, a quien sólo daban algún precio las circunstancias de aquel período inquieto y calamitoso.




ArribaAbajoCapítulo XXVII

Apurada situación del Gobierno.-Piensa en trasladarse a Andalucía.-Pareceres diversos. El asunto se trata en las Cortes, y se aprueba la traslación de la residencia del Gobierno. El rey muda de ministros y declara que está resuelto a quedarse en Madrid.-Agitación en el centro de la capital.-Sabe el autor que ha empezado un motín y acude con otros amigos a la sociedad masónica, que decide esperar el resultado del alboroto.-Sigue la asonada, y el rey vuelve a llamar a los ministros destituidos.-Causas por que continúa el tumulto.-Una turba pide a la Comisión permanente de Cortes el destronamiento del rey.-Ballesteros persigue a los alborotadores.-Disidencias entre comuneros. Clausura de la Sociedad Landaburiana.-El autor sale para Córdoba.-En Ocaña recibe aviso de ser acusado de fautor del alboroto último.-Manda un carta desmintiéndolo.-Permanece dos días en Córdoba con su familia, y regresa a Madrid.


Corría, entre tanto, el tiempo, y la invasión que amenazaba a España se iba acercando. El Ministerio, más incapaz entonces que antes, y, por otra parte, falto de medios, sin los cuales la mayor capacidad es inútil, nada hacía para oponerse al daño, temiendo el que sobre sí y sobre el Estado venía venir. Había pedido autorización para contraer un empréstito, pero ya era tarde; y lo que según es de creer habría logrado pedido a tiempo, ya no pudo conseguirlo cuando parecía imposible que resistiese la Constitución de España, casi desarmada, a los poderosos contrarios que se declaraban resueltos a acabar con ella. Así, ajustado ya el préstamo, al ir a realizarle fueron protestadas por el principal contratante las letras que contra él había girado su comisionado, que tenía la competente autorización para hacerlo y había cerrado el trato en toda forma. Exhausto, pues, de recursos, compelido a la guerra y viendo la invasión cercana, discurrió lo que a la sazón pensaban las gentes de buen discurso, y era que se había hecho necesario trasladar la corte y el Gobierno todo a Andalucía, para evitar desastres como a la Junta central habían sucedido en diciembre de 1808, y para dirigir desde aquella parte de la Península la guerra contra los franceses, como lo había hecho en 1809 la misma Junta central, con bastante feliz fortuna por algún tiempo, y como lo habían hecho, recogidos a la isla Gaditana, varios de los sucesivos Gobiernos que había tenido España, levantada contra el imperio francés en defensa de su independencia. Militaban, sin embargo, contra tal determinación razones de grave peso, porque huir al comenzar la guerra era darse por incapaz de sustentarla, y abandonar la capital a un enemigo resuelto a mudar el Gobierno de España y favorecido en su intento por un número crecidísimo de españoles, era proporcionar a los invasores, que se titulaban redentores, un lugar donde crear un Gobierno, el cual tendría muchas apariencias de legítimo con residir donde solía hacerlo el de la monarquía. A esto respondíamos los muchos que, como yo, opinábamos por la retirada inmediata a Andalucía que, conociendo y confesando lo cierto y grave de los inconvenientes anejos a la resolución de retirarse, todavía era oportuno y aun forzoso elegir del mal el menos; que defender a Madrid contra un Ejército era imposible, y no más fácil en el estado de nuestros recursos y Ejércitos impedir a un Ejército francés que entrase por Guipúzcoa la llegada delante de la capital de España, y que Madrid no es al pueblo español lo que París al francés, no siendo aquí costumbre tener por señor del reino al que lo es de la población su cabeza, de lo cual daba ejemplo la guerra de la Independencia, cuya memoria reciente vivía en todos, y con ella la costumbre de obedecer como a legítimo supremo Gobierno de la nación española al que mandaba desde una ciudad de provincia. Discordes andaban los pareceres, aun entre los que estábamos por resistir a todo trance a los franceses, pues aun mi amigo Istúriz se oponía a que se abandonase a Madrid, pero sin decir de qué modo era posible mantenerse en esta capital. Pero siendo, como antes he dicho y repito, corto el número de los que, aprobando la guerra, desaprobaban la retirada del rey y las Cortes a Andalucía, parecía mayor, porque a él se agregaban todos cuantos deseaban la caída de la Constitución, y con hipócrita presunción de arrojo encubrían su deseo. Así, fue común afear, como acción hija del miedo, la propuesta retirada. Traído el negocio a las Cortes, y recibido informe de una Comisión favorable al viaje a las provincias andaluzas, dio mucho golpe un discurso de don Cayetano Valdés, el cual dijo, al oír hablar del miedo y vituperar lo que de él nacía, que confesaba, por, su parte, que tenía muchísimo miedo, expresión llana y notable en boca de tal militar, cubierto de heridas y señalado por su nunca desmentida y no común intrepidez, y expresión que él justificó en su singular modo, de expresarse, probando que miedo era toda precaución, miedo todo movimiento hacia atrás, y a veces hacia delante en los Ejércitos, y miedo las murallas, y entre éstas, más las que tenían baterías con merlones, en vez de hacerlas a barbeta. Hizo mucho efecto este discurso, si no para lograr la aprobación de la retirada, resuelta aun antes de oír al valeroso general, para hallar buenos modos de abonar lo resuelto.

Pero que los ministros y las Cortes estuviesen conformes en la traslación del Gobierno y cuerpo colegislador de Madrid a Andalucía, no era todo lo necesario para que el viaje se verificase. Faltaba que a hacerle se prestase Fernando, el cual no estaba ya del todo sumiso, como antes en su cautiverio, sino, al revés, probando, aunque tímidamente, a coadyuvar a la redención de su persona y restauración de su autoridad, que iban a traerle los Ejércitos de sus aliados. Determinóse, pues, a libertarse de sus aborrecidos ministros y a nombrar otros que se opusiesen a la retirada al Mediodía. Para ello aprovechó la ocasión que la Constitución le presentaba, suspendiéndose las Cortes. Estas estaban reunidas como extraordinarias, y en 1 de marzo (1823) debían juntarse como ordinarias, y para pasar de lo uno a lo otro tenían que celebrarse juntas preparatorias y, por consiguiente que cerrarse la legislatura extraordinaria sin abrirse la ordinaria en algunos, aunque pocos días. Así, aquella inflexible y metódica ley política, tan poco favorable a la potestad real, dejaba a ésta, con todo, libre de la intervención de las Cortes por un corto plazo, y cabalmente al expirar febrero de 1823 bastaba un plazo brevísimo para revolver el Estado y dar con la Constitución en tierra, sin que fuerza alguna legal pudiese estorbarlo. Bien lo hubo de conocer el rey, no faltando quien se lo advirtiese, y así determiné mudar de ministros el 19 de febrero, día en que se cerraban las Cortes extraordinarias para emplear los nueve días que restaban hasta el 1 de marzo en llevar a efecto sus intentos. Hízose la ceremonia de cerrar las Cortes sin aparato, sin asistencia de la real persona, y, si mal no me acuerdo, sin discurso regio. Cabalmente había yo resuelto aprovechar el cortísimo plazo de los mismos nueve días en que no había Cortes para pasar dos o tres en Córdoba, al lado de los objetos de mi cariño, pues aún tenía allí mi casa y familia, pudiendo siempre mucho en mí la costumbre de atender, en medio de los negocios públicos, a mis afectos privados. Así, en el mismo 19 de febrero tenía tomado asiento en la recién establecida diligencia, y aun puesto en ella un baúl con alguna muda de ropa. Pero, acudiendo al Congreso antes de ponerme en camino, supe con mucho asombro la noticia que allí corrió de haber el rey tratado con desabrimiento sumo a los ministros porque le habían hablado del viaje a Andalucía, y aun reducídolos, con su desembozada y áspera negativa, a hacer tal viaje, a presentarle su dimisión, que había sido aceptada. Saberlo yo y correr veloz a la casa de las diligencias y recoger mi baúl, fue obra de pocos momentos; circunstancia que recuerdo por haber dado lo que siguió margen a una acusación calumniosa, hecha y divulgada entonces por mis contrarios, creída de muchos, y que todavía en el concepto de no pocos, a pesar de haber sido por mí y por otros desmentida, sigue pesando sobre mi pobre fama. Resuelto a no irme de Madrid, pues tal era mi obligación en horas de tanto apuro y peligro, volé hacia el Congreso, pero éste había ya concluido su breve sesión de clausura. Salíme a la calle y acudí a la de la Montera y la vecina Puerta del Sol, donde era grandísima la concurrencia, como suele serlo citando reina en Madrid inquietud por cualquier motivo. Abundaban los corrillos, y en todos se hablaba de la caída del Ministerio; y como casi todos eran de constitucionales, en todos se vituperaba la conducta del rey con no común acrimonia y violencia. Aun los comuneros mismos, que vueltos después en sí se convirtieron, si bien con algunas decepciones, en defensores de la prerrogativa real ejercida para libertarlos de un Ministerio de ellos aborrecido, en un momento en que veían en gravísimo peligro la Constitución y aun la independencia de España, cedían a naturales pensamientos y afectos y se ensañaban con Fernando, aun sin contar con que, como formaban el bando más extremado en doctrinas y más violento en conducta, cuando no reflexionaban fríamente o no oían la voz de los más entendidos y astutos de su secta, se allegaban gustosos a todo cuanto era detracción del monarca o declamación acalorada que provocaba a sedición, o si no a tanto, a poco menos. En medio de estos corrillos, donde se hablaba en voz alta y amenazadora, encendido el rostro y centelleantes los ojos, solía estar yo pasando de uno a otro, oyendo, tomando parte en las conversaciones, pintando lo dañado de la intención del rey con la vehemencia propia de mi condición y ponderando las consecuencias que forzosamente habían de seguirse de quedarse en Madrid el Gobierno a esperar la llegada de un Ejército francés que no podría tardar mucho, y cuya venida tenía por objeto entronizar al monarca, cuya voluntad conocida era recobrar en su plenitud el poder que tres años antes había perdido. Nadie me contradecía, pues abundaban en mis opiniones casi todos aquellos con quienes yo hablaba, aclarando o fingiendo aprobar algunos que con dañada intención andaban buscando motivos de calumniarme. Esta situación duró una o dos horas, y llegada la de comer, fuéronse todos retirando, lo cual hice yo algo más tarde que otros, por ser, como dejo dicho algo atrás, mi costumbre comer con Istúriz a las cinco y cuarto de la tarde, cuando ya era general entonces en Madrid haberse levantado de la mesa. Comiendo estábamos al anochecer, como siempre, y a la mesa seguíamos cerrada la noche, cuando comenzando a entrar amigos, como asimismo sucedía cotidianamente mientras nos regalábamos los estómagos, supimos que estaba empezado un tumulto, con trazas de ser violento. No por eso abreviamos la comida, pero no bien nos levantamos de la mesa, acudimos a Junta de gobierno de la sociedad de que éramos parte. Entre tanto, el tumulto había cobrado fuerzas, y gente agavillada iba encaminándose al real palacio. Viose en nuestra Junta cuál era el estado de las cosas: por un lado, cierta nuestra ruina y la caída de la Constitución si Fernando se salía con su intento y ponía ministros nuevos a su gusto; por el otro, lo criminal y funesto de un motín que forzase la voluntad del rey, y en medio de esto, cerradas las Cortes y sólo representándolas en algo una Diputación permanente de cuya indecisión los sucesos de julio anterior habían dado claras pruebas. Ningún partido era bueno, y ninguna ilusión era posible. Así, fue nuestra resolución mala, pues consistió en un pésimo término medio, que fue dejar correr las cosas sin favorecer el tumulto ni tratar de atajarle. Lo peor de ello era que entre los atumultuados iban haciendo los primeros papeles muchos de los inferiores de nuestra sociedad, más celosos que discretos, o más hervorosos que cautos. Resuelto así, disolvióse nuestra reunión, y nos fuimos cada cual por nuestro lado a ver lo que por las calles pasaba. Precavido yo, aunque no me sirvió de mucho mi precaución contra la calumnia, cuidé de no poner los pies en la plaza de Palacio, donde era lo más recio del alboroto, y me contenté con vagar por sus inmediaciones. Yendo por ellas tropezó conmigo una gavilla de alborotadores, y conociéndome y dándome vivas, me dijeron que fuese capitaneándolos y dirigiéndolos. Respondíles yo que mi puesto estaba en las Cortes, donde me hallarían pronto a oponerme a los fatales planes de los enemigos de la libertad, porque capitanear turbas alborotadoras era contrario a mi obligación, y también a la general conveniencia. Dejólos satisfechos lo que dije, volviéronme a vitorear y siguieron su camino, que era hacia el arco de la real armería. Tomé yo el rumbo opuesto y continué paseando calles, y atento a averiguar lo que iba pasando. No tardó mucho en llegar a mis oídos que habían sido llamados por el rey a ocupar de nuevo sus puestos de ministros los mismos personajes cuya dimisión había él aceptado y provocado en la mañana de aquel día. Las circunstancias que habían compelido a Fernando a esta resolución eran feas sobre manera, y dolorosas. Había sido, como cuando más, desacatada la persona del rey, forzada a las claras su voluntad, y hasta amenazada su vida, siendo allanada por los amotinados una buena parte del real palacio. Bien es verdad que ponderaban el atentado, por un lado, la malicia, de los numerosos y diversos contrarios del Ministerio caído y repuesto, y de sus amigos, y por el lado opuesto personas cuyo celo loco y necio los movía a blasonar de excesos superiores aún a los que habían cometido, porque creían, en vez de delito, acción loable la de violentar el albedrío de aquel a quien consideraban un tirano perjuro, y aun la de haber amagado a quitar la vida a un hombre resuelto a ejercer el despotismo y a ejecutar sangrientas venganzas. Fuese lo que fuese, desmanes hubo, y no pequeños, y fue lo sucedido un caso funesto, y no en corto grado. Algo lo conocíamos aun quienes de la reposición de los ministros derribados habíamos quedado satisfechos, y pronto nos lo dieron más a conocer sucesos que sobrevinieron inmediatamente unos, y otros a la larga.

Repuestos los ministros destituidos poco antes, el motín empezado no tenía objeto. Pero en él no sólo habían tenido parte los de la sociedad secreta interesada en la reposición en el mando de los que eran sus instrumentos y representantes. Al sonar la trompeta llamando a sedición en nombre de la libertad y de la Constitución amenazadas y contra el rey, acudieron gozosos a tomar parte en los excesos de la asonada todos aquellos en quienes era afición y costumbre turbar la paz pública e insultar a toda autoridad, y con más placer a la más alta. Entre ellos había infinitos comuneros. De los principales de esta sociedad, unos deseaban la reposición conseguida, por estar empeñados en sustentar la determinación de los ministros que eran el 9 de enero; esto es, en sustentar la guerra y la retirada del monarca, Gobierno y Cortes a la parte meridional de España. Otros, al revés, ya estaban resueltos a ponerse aun de parte del rey contra la sociedad su rival, siquiera fuese a trueco de poner la revolución en peligro, cuáles por impedirles su corto discurso y obcecación ver la ruina de la Constitución como precisa consecuencia de sus actos, cuáles deseosos de sacrificar hasta las leyes vigentes y el honor español al placer de vengarse de contrarios aborrecidos. A estos últimos había disgustado el novísimo alboroto, y a éstos fueron de sumo disgusto y enojo sus consecuencias inmediatas. A los infinitos alborotadores por afición no agradaba terminar tan pronto un motín empezado, y terminarle encumbrando a hombres a quienes odiaban y estaban acostumbrados a maldecir diariamente. Así, en el día siguiente a la noche en que fue allanado el real palacio, comenzó a aparecer en las calles nuevo alboroto. No agradaba esto a los ministros repuestos ni a sus parciales; pero mal podían aquéllos enfrenar excesos cuyo principio tanto habían aprovechado. Así, creció la inquietud buscando objeto y voz que dar, y sonó una que pedía el nombramiento de regencia; esto es, la suspensión o el destronamiento del rey. Pidiéndolo así a gritos, se encaminó una cuadrilla a la Diputación permanente, que, por estar durante los pocos días que faltaban para abrirse las Cortes, ordinarias, cerradas las sesiones del Congreso, hacía las veces de ella, y allí declaró su pretensión con excesivo descaro. La Diputación no recibió bien a aquellos descarados, pero tampoco se les mostró tan indignada cuanto debía. Eran, por fortuna, pocos los que así iban juntos, pero vagaban por las calles otras cuadrillas igualmente alborotadas. Otros se pusieron a extender por escrito una petición pidiendo la regencia, y poniendo mesas en algunas calles, la tenían allí al público para que acudiese a firmarla. Acaso azuzaban a estos locos y perversos otros en quienes había más de maldad que de locura, pensando cargar sobre la sociedad que había, si no hecho, aprovechado exclusivamente los desmanes de la noche anterior, los nuevos excesos que se cometían. En medio de esto, noticioso de lo que pasaba Ballesteros, acudió, derribó algunas mesas y ahuyentó a los fautores del alboroto. Ya el general comunero poco antes había desaprobado ciertas disposiciones extremadas de las Cortes, mandando residenciar al cuerpo del Consejo de Estado, de que él era miembro, tirando de este modo a congraciarse con la gente juiciosa. No perdía, con todo eso, su autoridad entre la gente comunera.

Pero éste se veía a la sazón en completa discordia. El alboroto de 19 de febrero, y lo que le causó y lo que le siguió, habían aumentado la desunión que en aquella sociedad reinaba. Por el Ministerio repuesto se declararon los de ella que en general más valían, uniendo su causa con la de la defensa de la libertad, gloria e independencia de España, que se creía y hasta cierto punto estaban amenazadas. Los diputados Ruiz de la Vega, Salvato, Seoane (D. Mateo), Oliver y otros hasta entonces personajes de los principales de la sociedad, y aun el ex diputado Palarea, abrazaron este partido. Creyeron que serían seguidos por casi toda la sociedad, mayormente cuando separarse de ellos en tal ocasión equivalía a ponerse de parte de las potencias enemigas de la Constitución, y de parte, asimismo, del rey Fernando. Pera se ensañaron completamente, y lejos de llevarse consigo el mayor número de los suyos, fueron seguidos de muy pocos, y quedaron como disidentes o herejes de su comunión, de la cual siguieron, los de parecer contrario al suyo, formando la iglesia verdadera. Regato, que sin ser diputado ejercía en los negocios públicos y en los particulares de la comunería grandísimo influjo, permaneció firme en su hostilidad a los ministros repuestos y a todos cuantos de éstos eran amigos. Lo mismo hizo el viejo Romero Alpuente. Otros, que eran a la sazón diputados a Cortes, como Reillo, Septién y Ramírez de Arellano, distinguidos hasta entonces por lo extremado y violento de sus opiniones democráticas y lo corto de sus luces y ciencia, los imitaron, llegando, con su odio a la sociedad rival de la comunería y al Ministerio salido de ésta, a ponerse de inteligencia y obrar acordes con Fernando y los amigos de este príncipe, así nacionales como extranjeros. Paraba todo ello en ser funestísimo a los que teníamos todavía el Gobierno en nuestras manos. Sonaba contra nosotros un furibundo clamor en que, acordes y rabiosas, nos acusaban del atentado del 19 de febrero las voces de comuneros, constitucionales, de los moderados antiguos y realistas.

Entre tanto, restablecida algo de quietud, si bien visiblemente engañosa, fue cerrada la Sociedad Landaburiana, estimándose esto uno de los pasos necesarios para estorbar nuevos alborotos, que, si no tenían en ella su origen, encontraban en los discursos allí pronunciados y en el auditorio pábulo y fomento. Pero el modo de cerrar aquel teatro de desorden fue vergonzoso, pues el jefe político, Palarea, tomó por pretexto que corría peligro desplomarse el salón donde se celebraban las sesiones de la Sociedad, por donde apareció cobarde y mentirosa la autoridad cuando intentaba ser animosa y severa, así como justa.

En medio de esto yo, viendo restablecido, aunque mal y por breve plazo, el público sosiego, cediendo a mis privadas inclinaciones, resolví llevar a efecto mi proyectado viaje a Córdoba, suspendido el 19 de febrero, aunque sólo podía pasar dos días en aquel retiro, siéndome forzoso estar en Madrid en los primeros días de marzo y primeras sesiones de las Cortes ordinarias. Salí, pues, para Andalucía en la diligencia el 22 de febrero, y fui a pernoctar a Ocaña. Allí estaba cenando, cuando llegó a toda prisa en mi busca un correo, portador de una carta dirigida a mí, con encargo de alcanzarme y entregármela cuanto antes pudiese. La abrí, y vi ser de mis amigos y colegas en la diputación a Cortes por Cádiz: Istúriz y Zulueta, noticiándome que había salido a luz en aquel mismo día, que era el de mi partida de Madrid, y que circulaba mucho por la capital, un escrito de Santiago y Rotalde, acusándome a la faz de España y del Congreso de principal promovedor, factor y cabeza del alboroto en que habían sido afrentado el rey con peligro de su vida, y repuestos por violencia ilegal en la perdida autoridad los ministros mis amigos, siendo necesario que diese yo sin demora pasos para poner patente lo calumnioso de tan atroz acusación. Dolióme mucho tal suceso, pero con tanto empeño había yo tomado mi viaje, que me contenté con enviar al correo de vuelta a Madrid, llevando una carta mía a Istúriz y Zulueta, donde incluía otra para los periódicos, que fue publicada, desmintiendo solemnemente e injuriando a mi acusador, hecho lo cual proseguí mi camino.

Llegué a Córdoba, y con mi familia y otras personas de mi carino pasé allí dos días y medio, olvidado de la situación fatal de las cosas, y de la mía particular, nada mejor que la del Estado. El 28 de febrero hube de ponerme otra vez en camino de vuelta a Madrid, adonde llegué el 3 de marzo, por la mañana. Con algo de nuevo me hallé, no pudiendo entonces correr diez días sin que en ellos ocurriesen algunos incidentes, cuando menos, de mediano gravedad.




ArribaAbajoCapítulo XXVIII

Flores Estrada y Calvo de Rozas, encargados de formar nuevo Ministerio.-Resolución de las Cortes para obligar indirectamente al Gobierno a pasar a Andalucía.-Cuestión personal entre el autor y Santiago Rotalde.-Circunstancias del nombramiento de Vallesa para el ministerio de Gracia y Justicia.-Pretexto de salud alegado por el rey para diferir el viaje, y resolución de las Cortes.-Emprenden éstas y el rey el viaje a Andalucía.-Quién tomó las disposiciones para la jornada.-Viaje del autor con Saavedra y Grases.-Son robados poco después de salir de Puerto Lápiche.-Estancia del autor en Córdoba.


Habíanse abierto las Cortes ordinarias el 1 de marzo, como era de suponer, no asistiendo a la apertura el rey, el cual se daba por enfermo, y lo estaba hasta cierto punto, afligiéndole en aquellos días el achaque que solía padecer de la gota. Como conociesen todos cuan irregular y escandalosa había sido la reposición del Ministerio caído, había sido nombrado uno nuevo. Fueron escogidos para formarle no uno, sino dos individuos, no observándose todavía en España la costumbre de encomendar a un personaje la composición de un Ministerio. Los dos de quienes voy ahora aquí hablando fueron don Álvaro Flores Estrada y don Lorenzo Calvo de Rozas. El primero, antiguo y. acérrimo liberal, hombre instruido, algo singular en sus modos y opiniones, crédulo por demás y sobre todo con quienes le lisonjeaban, pagado excesivamente de su dictamen, hasta entonces correspondiente al gremio de los exaltados, y por los días de que voy ahora aquí tratando allegado a los comuneros, si bien no de ellos, y a pesar de su exaltación desaprobador de la respuesta dada a las potencias del Norte, y deseoso de ver establecida en España una Cámara de Pares, idea a que tenía apego tenaz, mezclándola con otras extremadas en punto a dar ensanche al poder popular, ansiando con extremo ser ministro, pero por satisfacción de su vanidad y no de otra peor pasión, aceptó con gusto el encargo; no seguro del todo del fin para que le aceptaba ni de los medios de que habría de valerse, pero medio resuelto a estorbar la guerra cediendo, y firme en la idea de dejar al rey y a las Cortes en Madrid, donde habría sido él, contra su voluntad, instrumento de la restauración de la monarquía antigua, y según es probable, víctima, aunque no muy duramente tratado, del bando absolutista triunfante. Muy inferior a él en extensión de conocimientos y en rectitud de intenciones era su asociado. A Calvo de Rozas había dado primeramente fama haber tenido una parte muy principal en la primera gloriosa defensa de Zaragoza contra los franceses, en junio, julio y agosto de 10. Después en la Junta central, de que había sido un vocal muy señalado, se había dado a conocer por lo atrevido de sus proposiciones, y allegádose a los que pedían reformas y Cortes, más por instinto de revolucionario que por tener él hasta allí ideas fijas sobre tales puntos, siendo persona de cortísimo saber y criada para la profesión del comercio. Caída la Junta central, había sido preso y procesado por haber despertado contra sí odios acerbos, dando margen a que fuese puesta en dudas, sin fundamento, su pureza. En la revolución de 1820 había figurado mucho en las Sociedades patrióticas y sido director de Rentas, pero no llegó a ser diputado. Tal vez se había hecho comunero, pero no ostentaba serlo, si bien se allegaba a ellos en todo. Con su talento mediano, con sus escasos conocimientos, y con su condición desabrida, gozaba en general de mal concepto, pasando por ser de durísimas entrañas, pronto a aborrecer y enconado en su odio, violento y falto de escrúpulos para satisfacer sus pasiones. Con sus pretensiones democráticas hermanaba la pasión a las distinciones, común en los de su género y comunísima en los españoles, y solía ser quisquilloso en punto a darle tratamiento y no quitarse del pecho una placa que los de la Junta central se habían dado a sí mismos, y que ya otro ninguno de ellos llevaba. Flores Estrada y Calvo de Rozas hicieron nombrar ministro de la Guerra a Torrijos, comunero y a la par cortesano, joven bizarro y de escasa instrucción, más propio que para el bufete para los campos de batalla, aunque en éstos también carecía de experiencia para el mando superior. No tengo presente ahora quiénes fueron los otros ministros, y sí sólo que eran constitucionales conocidos, pero todos ellos estimados impropios para desempeñar sus respectivos cargos, y, además, comprometidos a hacer lo contrario de lo que habían hecho o pensado hacer sus antecesores en la cuestión de la inminente guerra. Dejóse sin proveer por pocos días el ministerio de Gracia y Justicia, que lo fue después de un modo raro, como diré aquí dentro de poco.

Nada podían decir contra los ministros nuevos los amigos de los anteriores, y, sin embargo, no sin causa estaban descontentos y temerosos, viendo que se trataba de no llevar a efecto el viaje a Andalucía, aunque estuviese ya decretado. Recurrieron, pues, a un arbitrio ridículo, de aquellos que en la pobre revolución de 1820 solían sacar de apuros por breves días. Era entonces disposición legal, al abrirse las Cortes ordinarias, leyese en ellas cada ministro una exposición que lo era del estado en que los negocios respectivos del ramo puesto a su cargo se hallaban al comenzar la nueva legislatura. Votaron las Cortes que estas llamadas Memorias no fuesen leídas en el Congreso hasta después de estar éste y el rey en Sevilla, con lo cual no podían los ministros depuestos cesar todavía en su cargo, quedándose, al revés, aunque interinos, gobernando, y los en propiedad con su nombramiento

en expectativa. Así, el viaje había de hacerse, y, hecho que fuese, en Sevilla comenzarían a ejercer sus cargos los del Ministerio nuevo.

Con este mezquino arbitrio estaba remediado por lo pronto el mal con que los recién nombrados ministros amenazaban. Esto encontré yo resuelto, y sólo tuve que entender domo diputado a facilitar y activar el propuesto viaje. Pero en mi calidad individual, aunque no enteramente de hombre privado, tenía que atender a otro negocio. La acusación de haber yo sido cabeza del motín de 19 de febrero seguía divulgada y creída, sin que el desmentirla yo pudiese bastar a justificarme. Habíala repetido, siguiendo a Santiago y Rotalde, El Zurriago, y la repetían y sustentaban mil lenguas. Bien que el cargo de probar era del acusador, e imposible la defensa del acusado, como no sea a cargos explícitos, el tribunal de la opinión popular no se atiene a estas fórmulas legales y racionales, y por eso ante él suele triunfar la calumnia. Veíame yo, por lo mismo, condenado por muchos, y sólo me restaba el recurso de volverme contra mi primer acusador. Mi competencia con él, como con enemigo antiguo y enconado, tenía la índole de tan agravio personal, correspondido con otro de la misma clase, y hube de buscar la satisfacción acostumbrada en casos de semejante naturaleza y resolución que había yo anunciado en mi carta escrita en Ocaña, y dado a luz en algún periódico. Envié, pues, a Santiago, como portador de un recado de los de uso en tales casos, a mi amigo don Facundo Infante, escogido por mí para ser mi padrino. Pero Santiago andaba a la sazón escondido, por haber orden de prenderle de resultas de discursos hechos por él en la tribuna de la Landaburiana, de su desobediencia a órdenes que le mandaban salir de Madrid, y de su acción de haberse desnudado del uniforme en la misma citada tribuna, declarando que renunciaba a una carrera donde, mal entendido el rigor de la disciplina militar, se hacía de la obediencia servidumbre. Así, era difícil dar con él, y hubo de excusarse de acudir a llamamiento. Sucedió, entre tanto., que por hablillas que mediaron intervino en nuestras desavenencias Grases, a quien no había yo querido escoger por padrino, por haberlo sido en Cádiz cuando salí al campo con el mismo Santiago. Grases, demasiado arrebatado, buscaba a mi adversario con ardor, si bien no determinado a quitarme la vez, haciendo suya mi causa, empeñado en tener él un lance personal con Santiago. Mas todo era en vano, porque el común contrario alegaba no poder presentarse a persona viviente ni en lugar alguno sin ser preso. Iba así tan enfadoso lance, cuando en el domingo 9 de marzo, acudiendo Grases y yo a comer a casa de don N. Humendía, que daba convites excelentes y bien concurridos, levantados ya de la mesa, entre varia gente que a la misma casa había venido a divertirse jugando, tropezamos con nuestro Santiago y Rotalde. Yéndome yo a él con urbanidad, le mostré mi extrañeza de verle allí cuando, según decía, no podía salir de su casa, y él me respondió que esperaba que a la mañana siguiente fuese yo con Grases a la casa de don Ángel de Saavedra, nuestro amigo, donde él me esperaba. No era el lugar por él señalado a propósito para la clase de conferencia que debíamos hacer, ni tocaba a Grases, sino a Infante, acompañarme. Accedí, con todo, a ir a la cita, y Grases hizo lo mismo. Al concurrir a la mañana siguiente en casa de Saavedra, Santiago y Rotalde, que ya estaba allí, nos manifestó, «que en sus circunstancias no le convenía reñir en desafío, no siendo igual en los dos la suerte, pues yo sólo siendo muerto o herido quedaría mal, cuando él, aun venciéndome, sería perseguido y atropellado; que la especie de disputa que seguíamos no era para ventilada con las armas; que él no podía temerme, siendo un militar antiguo y acreditado, y yo una persona cuya mala vista y flaco pulso daban grandísimas ventajas a quienquiera que conmigo se las hubiese, y, por último, que su situación era crítica, pendiendo de su conducta su suerte, pues el conde La Bisbal le había prometido su patrocinio y libertarle de toda pena, y aun mantenerle en su carrera y grado, y hasta aventajarle si no se metía en nuevos disturbios o hacía algún acto nuevo por donde mereciese castigo». A tan extraño y frío, pero sesudo modo de tratar la cuestión entre nosotros pendiente, se admiró Grases, y no me admiré yo menos, y vuelto a mí el primero, me dijo: «¿Qué ha de hacerse con un hombre que siendo conocido por no cobarde da tan buenas razones para no salir al campo?» Entonces le dijimos ambos que conveníamos en no exigirle que acudiese a nuestro llamamiento, si bien debía considerar que las poderosas razones por él dadas para no empeñarse en un lance, cuando de tenerle podría resultarle perjuicio, deberían retenerle de provocar desazones con quienes no las buscaban. Convino Santiago en ella, y en dar testimonio de estar satisfecho de nuestro proceder; y añadió que sería bien anunciar en los periódicos que lo estábamos los unos del otro, y mutuamente; pero a esto no accedimos, declarándolo allí inútil, y en nuestro interior no queriendo aparecer como tan bien avenidos con persona no de nuestro gusto. No pasó a más este suceso, que no impidió a Santiago y Rotalde, posteriormente y en el destierro, probar de nuevo a difamarme con no menos violencia que injusticia.

Mientras esto pasaba, hubo un nombramiento de ministro para completar el recién nombrado Ministerio, que había de gobernar llegado que fuese el rey a Andalucía. Flores Estrada era antiguo e íntimo amigo de Istúriz, y como éste, sobre su conexión con el Ministerio anterior, estaba muy empeñado en la cuestión de la resistencia a los franceses, y como con justa causa se recelaba de los ministros nuevamente nombrados que contra su deseo, y por alucinamiento o piques, allanasen a los enemigos de la Constitución el camino para derribarla, el ministro solicitó de su amigo que le designase una persona de su confianza para encargarse del despacho de Gracia y Justicia, todavía vacante, con lo cual daba una prenda a los aprobadores de la respuesta dada a las potencias extranjeras que nada hacía y nada intentaba el Gobierno que había de ser, contra la independencia o la dignidad de España, o aun contra la ley política existente. Satisfecho Istúriz de verse así consultado, y, además mirando con buen afecto a Flores Estrada, al cual no era contrario al punto que lo éramos los demás de nuestro bando, le indicó que bien podía ser nombrado Fernández Vallesa, indicación tan bien y tan pronto atendida, que al momento salió el decreto nombrando ministro al sujeto así recomendado. Este paso nos disgustó, y más por haber sido dado por Istúriz solo, sin anuencia de sus amigos políticos; pero dejando aparte esta consideración, por Vallesa mismo, sentíamos muchos que le profesábamos amistad viva y sincera verle colocado en lugar del cual había de sernos forzoso tirar a derribarle. Ni por mucho que estimásemos a Vallesa, y deseásemos ver premiados sus distinguidos y hasta entonces no premiados servicios a la causa de la Constitución restablecida, podríamos estimarle del todo idóneo para el ministerio, porque, como en otro lugar dejo dicho, siendo grandísima su honradez y entereza, no corto su talento, claro su juicio, y su instrucción, aunque escasa, no inferior a la de otros que habían sido ministros, carecía de ciertas dotes casi indispensables para ocupar un puesto de tanta elevación, siendo por demás deslucido. En verdad, a Vallesa sólo acarreó una participación en desaires por él no merecidos haber correspondido en el nombre a un Ministerio que no llegó a gobernar.

Por los mismos días se atravesó un incidente encaminado a demorar, o diciéndolo con propiedad a estorbar el viaje del rey a Andalucía. Estaba Fernando en verdad achacoso, y dándose por peor que lo que real y verdaderamente estaba, al acercarse la hora de la partida declaró no estar capaz de ponerse en camino, lo cual hizo saber a las Cortes acompañando un certificado de varios médicos de los de mayor nota y fama, que daban testimonio de estar su majestad imposibilitado de emprender un viaje largo. El asunto era grave, porque compeler a un enfermo a viajar venía a ser en la apariencia, y aun en la realidad, un acto inhumano, y a esto se agregaba ser hasta un desacato o tropelía tratándose de la respetable persona del monarca reinante; pero, por otro lado, dejar perder la Constitución por consentir al rey y esperar en Madrid a los franceses, era necedad y hasta delito. Así, las Cortes pasaron el informe de los médicos a una Comisión, teniendo cuidado de escoger para ella varios diputados de la misma facultad o profesión médica, de los cuales había muchos en el Congreso. Aunque no médico yo, fui también de la Comisión, porque figuraba entonces en todas las de alguna importancia. Juntóse la Comisión y citó ante sí a los médicos que habían extendido el informe relativo a la salud del rey, para conferenciar con ellos mismos. Vinieron muy resueltos a sustentar su opinión, y tino de los de más nota blasonó de que al ver al rey y declarar sobre su enfermedad no había visto un príncipe, sino un enfermo. Quizá quien así hablaba, y quizá algún otro, decía la verdad, porque al cabo el facultativo juzga, sino en todo, en parte, por lo que el enfermo le dice que siente, y Fernando hubo de declarar sentir lo que bien podía sin que saliese a la vista. Pero el caso era dudoso, y yo, vehemente y acalorado, hube de poner en duda la sinceridad y lisura de los profesores informantes, llegando a entrar en acalorada y agria disputa con don S. Hernández Morejón, hombre de sumo mérito como facultativo. Los diputados médicos en quienes había empeño de irse a Sevilla disintieron de sus compañeros, y se apoyaron en la opinión de don Juan Manuel de Aréjula, médico de fama grandísima y muy superior a su mérito, y liberal ardoroso, bastante comprometido en el restablecimiento de la Constitución, el cual opinaba por escrito que no haría daño al rey el viaje, pues su enfermedad era la gota, y ésta suele no acometer a los andarines y danzarines. Al cabo, retirándose los profesores que no eran del Congreso, los que lo eran en la Comisión convinieron con los que no lo éramos en informar que a Fernando le sería hasta de provecho para su dolencia caminar, y más yendo al clima más benigno de Andalucía, con tal que en el viaje se tuviese de su salud el debido cuidado. Una circunstancia graciosa dio motivo a que se me supusiese una intención maligna y una ironía imprudente al extender el informe de la Comisión, lo cual fue puesto a mi cargo.

Un diputado por Galicia, llamado don N. Pedralves, hombre muy grave y también muy cándido y algo pedante, era de la Comisión, y siendo médico, en todas cuantas cuestiones se trataban en las Cortes que se rozaban con la medicina quería discutir no sólo la parte del negocio que al Congreso competía, sino también la cuestión médica que con ella iba envuelta. Así, al tratar de la ley de sanidad, por más que le llamasen a la cuestión, había seguido en su empeño de probar que había contagio en muchas enfermedades. En esta ocasión se empeñó en que la Comisión dijese que se debía recomendar al rey la dieta, templanza y castidad, y porque no hiciese voto particular separándose de nosotros, hube de complacerle. Al leer en el Congreso el informe, hubo, como debía esperarse, malignas sonrisas y murmullos al oír esta recomendación, y aun no faltó un amigo que, cariñosamente, me reprendiese, suponiéndome un intento de zaherir al rey. Me disculpé como me disculpo ahora, porque nada distaba más de mi deseo, aun entonces, que hacer un desacato gratuito a la real persona, si bien no temía ofenderla cuando lo que era en mi sentir un interés mayor, según mi parecer, lo exigía.

El informe de nuestra Comisión fue, como debía suponerse, aprobado, cargando sobre mí más odio del rey y sus parciales que sobre otra persona alguna. A pocos días, apremiado el rey, y sintiéndose, si no bueno, en estado tic caminar, emprendió su larga jornada, saliendo de Madrid el 20 de marzo, no sin haber ido el día antes (aniversario de su encumbramiento al trono, y también de la proclamación de la Constitución de Cádiz), a encomendarse a la Virgen en la iglesia de Atocha, pidiendo a aquella imagen, objeto antiguo de la devoción de nuestros reyes, nuevo patrocinio en apuros y peligros nuevos. Al tercero día, 22, pusiéronse en viaje el presidente por aquel mes de las Cortes, don Manuel Florez Calderón, con los cuatro secretarios que formaban lo llamado la Mesa, e iban como representando el Congreso todo. Seguimos dispersos los diputados, a los cuales se había dado una cantidad decente para costear el viaje.

No debo omitir aquí una circunstancia, aunque tenga que volver algo atrás para hacer mención de ella. Había sido empresa dificultosa hallar los medios, así pecuniarios como de otra clase, necesarios para tan larga jornada, y tanta gente como seguía a la corte, al Gobierno y al Congreso. Los ministros, que sin serlo ya, continuaban gobernando o creciendo su incapacidad con sus ahogos, o sintiéndose desvirtuados por lo equívoco de su situación, nada acertaban a disponer. Creóse, pues, una partida de diputados, no nombrados por elección regular, sino llamados unos por otros, que dio las disposiciones convenientes para la resuelta empresa, teniendo que vencer no pocas ni leves dificultades. A las sesiones de este cuerpo irregular solían asistir los ministros, sin proponer o resolver cosa alguna, como oyentes sumisos y dóciles ejecutores de lo que allí se determinaba. Por supuesto, de los ministros en propiedad nadie se acordaba, pero hubo que darles medios de ir también con el rey a Sevilla. ¡Rara situación, pero no nada de notar cuando abundaban tanto las rarezas!

Mi viaje fue en parte desdichado por un suceso que cuento porque da una muestra del desorden en que a la sazón estaba todo. Resuelto que se fuesen dispersos a Andalucía los diputados, pues ir en cuerpo no era posible, tomamos nuestras, determinaciones para el camino. En el domingo 23 habíamos concertado salir en posta Argüelles con Valdés y Cuadra, en una silla, Istúriz con Zulueta y Abréu, en otra, y conmigo, en otra, Saavedra y Grases. Como no había sobra de caballos en las postas, era indispensable disponer la salida sin embarazarnos en ella ni en las sucesivas paradas y reunidas unos a otros. Dispusimos, pues, que saliesen Istúriz y sus compañeros en la noche del sábado al domingo; Argüelles y los suyos, a la tarde del mismo domingo, y nosotros algunas horas antes en el mismo día. Nosotros habíamos de parar en Córdoba, y los demás seguían sin detenerse a Sevilla. Arregladas así las cosas, ocurrió ofrecérsele que hacer a Istúriz, el cual nos pidió que cambiásemos con él horas, saliendo antes por la noche. Accedimos, y a la una de la madrugada del día 23 subimos en la silla de posta, que era una carretela de mi amigo Saavedra. Susurrábase que partidas de ladrones, o facciosos, o de gente que mezclaba lo uno con lo otro, andarían por los alrededores de los caminantes, acechando por si podían hacer alguna buena presa. Díjosenos que ya se había atendido a impedir males de esta clase, poblando bien el camino de partidas de tropa. Nada de esto encontramos, antes al revés, solitarias, como suelen estarlo las de España, las tierras que atravesábamos, siendo facilísimo a cualquiera cuadrilla de facinerosos caer sobre los viajantes. Así pasamos a Aranjuez, donde entramos poco después de amanecer; así atravesamos la árida Mancha hasta llegar, después de mediado el día, a Madridejos. En este pueblo nos detuvimos a comer, y en él encontramos variada la escena, pues había bastante tropa. En la noche anterior había dormido allí el rey, poniéndose en camino por la mañana; pero como el lugar de Villaharta, donde tendría que hacer noche en la de aquel día, es infelicísimo, y lo es más desde que en la guerra de la Independencia fue casi destruido por los franceses, se había su majestad apartado del camino real, yendo a pernoctar el 23 en Villarrubia. Supimos este incidente con satisfacción, porque estábamos seguros de encontrar desembarazada la carretera para adelantar sin el estorbo que necesariamente causaría la regia comitiva con la numerosa tropa que la custodiaba. Mudados caballos, seguimos a las ventas de Puerto Lápiche, donde al mudarlos otra vez, encontramos tropa de la Milicia nacional local de Madrid y de regimientos del Ejército. Salidos de Puerto Lápiche nos creíamos seguros, y aun iba yo recordando que tres semanas antes había atravesado aquella misma tierra, y encontrándola desierta, no sin zozobra, por voces que corrían de andar por las inmediaciones bandoleros, va dándose por realistas, ya ejerciendo su oficio sin darle otro nombre. En esta seguridad íbamos, cuando de súbito fuimos acometidos por dos hombres a caballo, que, cogiéndonos la acción y poniendo a la portezuela de nuestro carruaje sus trabucos o escopetas, nos hicieron entregarles lo que llevábamos. Fue breve el acto del robo, y dejándonos libres los ladrones. Grases, hombre de valor, y preciado del que tenía, no podía consolarse de haber sido despojado y atropellado por dos hombres solos, siendo nosotros tres, y quería ir tras de los salteadores de caminos. Disuadímosle de su propósito, pues no teníamos armas y ya estaba perdido nuestro dinero, y él hubo de aplacarse. Así, entre un buen número de soldados había sido fácil una sorpresa como la de que fuimos víctimas, la cual, entre otros ejemplos de igual o parecida clase, prueba cuan mala situación era, como suele ser, la de España.

Nada más nos ocurrió hasta vernos en Córdoba, a las dos de la madrugada del 24. Hermosa estaba la sierra vecina en la primavera, que allí ostenta, como en donde más, sus galas; y grato sobre manera fue para mí respirar aquel ambiente de azahar, regalarme con aquellos tibios airecillos, contemplar aquel preciosísimo cielo en que tan lindas se dibujan las morenas cumbres de la vecina sierra, y tener entre tantos deleites el de abrazar a mi hijo y tía, y el de hallarme en la comodidad y quietud de mi casa. Veintiocho días pasé allí, olvidado de trabajos pasados, de peligros y de otros futuros que amenazaban con casi infalible estrago. Por allí pasó el rey, apenas encubriendo su natural disgusto en los dos días que en Córdoba hizo estancia. Allí admiramos a la Milicia nacional local de Madrid, digna, verdaderamente, de admiración, pues quienes la componían, ajenos casi todos ellos a la profesión militar, se habían sujetado gustosos a hacer las marchas y el servicio de tropa reglada, y llevando bien la fatiga aneja a su situación, con disciplina, con el aseo, posible, con marcial continente, tenían trazas de soldados veteranos los más lucidos. Por allí atravesaban amigos nuestros y otros que no lo eran, cuáles contentos en lo que estarlo cabía, cuáles cabizbajos y medrosos, cuáles llenos de ira, unos prometiéndose de la próxima guerra menos infeliz suceso, por esperar de la constancia española la renovación de los hechos de la guerra contra Napoleón, otros, o más sagaces, o de menos espíritu, previendo o recelando las desdichas que encima venían, y esotros, en fin, maldiciendo la guerra y culpándonos a los que en su concepto la habíamos traído por nuestra maldad o locura. Estos últimos iban ya abundando o desembozándose, quiénes vituperando lo que poco antes habían aplaudido, quiénes manifestando la desaprobación que no habían osado declarar antes. En Córdoba supe haberse ya verificado la entrada del Ejército francés en España y que se adelantaba rápidamente

Pero mi grato descanso no podía durar mucho. El 23 de abril habían de abrir sus sesiones, en Sevilla, las Cortes, y allí me encaminé yo, tan medido el tiempo que ni dejase de asistir a la sesión primera, ni desperdiciase una hora de las pocas y felices que en Córdoba estaba disfrutando. Así, llegué al lugar de residencia del Congreso y el Gobierno en la misma mañana del 23, dos o tres horas antes de empezar la sesión, habiendo viajado toda la noche anterior, que fue templada y hermosa.




ArribaAbajoCapítulo XXIX

Situación de Flores Estrada y Calvo de Rozas durante el viaje y a su llegada a Sevilla.-Nuevo Ministerio de Calatrava.-Descontento de algunos.-Noticias de la invasión francesa.-Estado de los ánimos.-Decadencia del influjo de las sociedades secretas.-Insensata proposición presentada en la masonería. Istúriz y el autor se oponen, y se retiran de la-sociedad.-El autor redacta el informe de la Comisión de las Cortes, aprobando la conducta del Gobierno en la cuestión de las grandes potencias.-Nuevas de los progresos de la invasión.-Por muerte de Zorraquín se encarga del Ministerio de la Guerra Sánchez Salvador.-Los condes de La Bisbal y de Montijo abandonan la causa constitucional.-Tristes consecuencias de esta conducta.-Zayas, encargado del mando en Madrid.-Refriega entre los constitucionales y la facción de Bassières.-Los franceses ocupan a Madrid.-Acusación de La Bisbal y Montijo.-Discusión sobre la intervención francesa.-Tumulto en Sevilla contra los realista.-Organización en Madrid del Gobierno realista.-Progresos de los franceses y desaliento, de los constitucionales.


Algunas y no leves novedades encontré a mi llegada a Sevilla. Ninguno de los dos ministerios que acompañaban al rey existía ya, aunque el no propietario había todavía de leer sus Memorias en las Cortes. Triste había sido la suerte del nombrado poco más de un mes antes; y, lo que hubo de escocer más, y con razón, a quienes le componían, ridícula sobre triste. Venían en la regia comitiva sin trazas ni realidades de ser lo que eran, esto es, los ministros en propiedad del rey. Sus antecesores estaban a su lado gobernando y llevando consigo, a una con el mando, la dignidad, reverenciados así como obedecidos; mientras ellos en balde se afanaban por persuadir a las autoridades y habitantes de los pueblos que atravesaban y de los comarcanos que al anuncio acudían que ellos eran los ministros verdaderos, a quienes eran debidos, dentro de poco el poder, y desde luego los honores. Nada servía a Calvo de Rozas llevar cosida la eterna placa aun en las más pobres poblaciones en que se detenía, y tal vez en el coche caminando. A hombre tan soberbio dolía, sobre manera, lo que habría lastimado a otro más humilde. Aun a la más apacible vanidad y muy superiores prendas de Flores Estrada amargaba situación tan indecorosa. No venía con estos dos otro alguno de sus colegas electos que participase de los desaires comunes a Ministerio tan malogrado. Poco mejoraron las cosas en los días que mediaron entre establecerse el rey en Sevilla y abrirse las Cortes. No leídas en éstas las Memorias, no cesaban en el Gobierno del Estado los ministros anteriores. Pero lo peor para los nuevos fue la evidente malquerencia que los parciales de sus antecesores les mostraban, y estos parciales eran casi el total del Congreso, pues estaban unidas sus personas con la cuestión de la resistencia a los extranjeros, por unanimidad aprobada, y contra la cual no había aún más que pocos, si bien ya algunos rotos. En estas circunstancias, ausente yo aún de Sevilla, y catándolo igualmente, aunque en diverso punto, mis colegas en la diputación por Cádiz, juntóse en reunión extralegal un crecido número de diputados, los cuales resolvieron intimar al Ministerio, aún no entrado a gobernador, que no le darían apoyo, y sí le harían guerra, y al Ministerio que sin serlo ya gobernaba, que se preparase a cesar en el ejercicio del poder no bien desempeñasen la ceremonia de leer sus Memorias quienes le componían. Dada noticia al rey de esta determinación de la mayoría del Congreso, resolvió nombrar nuevos ministros. Hubo de formar el nuevo Gobierno, aunque no con título de más representación que sus colegas, don José Calatrava, grato a los amigos de Argüelles por haber sido uno de los prohombres de las Cortes de 1810, no desagradable a los exaltados templados de la sociedad y amistad de los anteriores ministros, aprobador de las respuestas dadas a las notas de París y Verona y empeñado en sostener sus consecuencias, o dígase la guerra; en suma, verdadero lazo de unión de las dos fracciones, opuestas ambas y ya unidas, de que con pocos desafectos se componía la casi totalidad de las Cortes. Sus colegas eran casi de la misma especie, aunque algunos de ellos más allegados al partido que en 1820 había sido conocido por exaltado. Don Juan Antonio Yandiola y don Salvador Manzanares tomaron el primero el ministerio de Hacienda y el segundo el de la Gobernación, no queriendo para sí Calatrava otro que el de Gracia y Justicia, conforme con su profesión, estudios y aficiones. Yandiola había pasado por moderado; pero era tan flexible, que con cualquier partido pasaba por fácil de avenir. En Manzanares, coronel de ingenieros, era de extrañar su elevación, no habiendo sido antes diputado a Cortes, aunque sí jefe político y uno de los que figuraban entre los restablecedores de la Constitución en 1820, pues había estado con Espoz y Mina a publicarla en Navarra antes de jurarla el rey, y de los que en septiembre del mismo año habían sido desterrados de Madrid con Riego. El importante puesto de ministro de Estado fue dado a don José Pando, muy capaz de desempeñarle bien, por su carrera y talento y por sus estudios, pero alejado hasta entonces de la política militante, aunque constitucional celoso; hombre desabrido y taciturno, que figuró poco entre sus compañeros. La más aplaudida elección fue la de la persona que había de servir el ministerio de la Guerra, siendo la de don Mariano Zorraquín, que estaba sirviendo en Cataluña en campaña activa, a las órdenes de Espoz y Mina, y que era hombre instruido, valiente, afable, aplicado, de opiniones un tanto exaltadas en 1820, pero tal que a los moderados mismos era grato. No me acuerdo ahora de quiénes fueron en este Ministerio los encargados del despacho de la Gobernación de Ultramar y de Marina, y sólo tengo presente que mi olvido importa muy poco.

La noticia de haber sido nombrado este Ministerio corrió por las Cortes y por el público casi a la misma hora de abrir aquéllas su primera sesión en Sevilla. Por lo general de los constitucionales allí reunidos fue bien recibido su nombramiento. Pero Flores Estrada y Calvo de Rozas abandonaron con pena y rabia los cargos de que sólo habían sido dueños titulares. Ellos y sus parciales, que eran muchos de los comuneros, aunque los diputados de esta sociedad, con más excepciones, eran del bando contrario, se desataron en invectivas acaloradas, llevándolos su pasión a mezclar con justas quejas descabelladas razones y a hacer no poco daño a la causa de la Constitución e Independencia, de que eran, a pesar de su desalumbramiento, celosos y verdaderos amantes. Pretendían que había sido de nuevo forzada la voluntad del rey, cosa que, aun siendo cierta, lo era menos que en otras ocasiones, y no lo era más que lo había sido en el acto de ser nombrados ellos, odiosos a Fernando, quien aborrecía en mayor o menor grado a todos los llamados liberales; que sus sucesores debían sus puestos a un amaño y a una maquinación extralegal, siendo ellos los ministros legítimos, nueva categoría de legitimidad curiosa en boca de quienes no admitían la absoluta de los reyes; que ellos habrían sido capaces de terminar la guerra con una paz honrosa y provechosa, dejando en pie, si no la Constitución de 1812, otra donde la voz popular tuviese cabida y peso, la potestad real límites, los derechos privados seguridad, y las reformas conducto legal por donde hacerse y sustentarse; y, por último, que a sacar al rey de cautividad debían ir encaminados los conatos de los liberales más extremados, así como los de los absolutistas más puros. Pujante el enemigo y flaco en poder para resistir a éste el Gobierno, andaban en busca de un pretexto para cohonestar su deserción del gremio de los que sustentaban a todo trance, con las leyes vigentes, el honor y la independencia de la patria; tuvieron efecto, y o poco ni en corto grado funesto, tales declamaciones.

Pero sin ellas, harto había con que afligirnos. Los franceses, entrados en España a mediados de abril, no sólo apenas encontraban quien les hiciese frente, sino que eran recibidos con aplauso, y saludados como amigos y libertadores por crecidísimas turbas, aun cuando no faltasen en los pueblos por donde pasaban quienes los mirasen con odio y maldijesen su venida; pero estos últimos eran los menos, si tal vez los de superior valer, y tenían que ocultar sus personas, o que disimular su pensamiento. Estando así las poblaciones, mal podían dejar de pensar y sentir lo que sus compatriotas los soldados, y así en las filas cundía como enfermedad pegadiza la aversión a sustentar la causa de la Constitución, arrostrando los trabajos y peligros de la guerra, contagio que fue comunicándose a muchos, siendo los que de él supieron libertarse tanto más dignos de alabanza. También, aun entre los antes constitucionales, los cobardes o los calculadores, viendo según el estado de la opinión, de las trabas y lo indefenso de la nación, casi seguro el triunfo de los franceses, empezaban a manifestar cuáles rebozada, cuáles desembozadamente, su intención de no sacrificar por una causa perdida su existencia o los aumentos de su fortuna. A los indiferentes disgustaba, como era razón, llevar cualquier trabajo o tener cualquiera pérdida por una opinión en cuyo triunfo no tenían el menor empeño, siendo probabilísima la ruina de los que a ella siguiesen aferrados. Todo esto lo veíamos desde Sevilla, y mal podíamos poner remedio a daño semejante. Los ministros que habían sido leyeron sus Memorias y dejaron sus puestos; sus sucesores, entraron a gobernar y no sabían qué hacer, faltándoles dinero, tropas, armas, y en lo general del pueblo, resolución de llevar adelante la guerra. Confusos los diputados, solían figurarse, viendo que nada se hacía, porque no era posible, que era necesario hacer algo, aun cuando no acertaba su discurso con el algo apetecido. Me acuerdo de que en una de las Juntas extralegales que celebrábamos hubo diputados que empezaron a quejarse de que nada se hacía, cuando iban creciendo los males y los peligros, viéndose próxima la ruina de la patria, cosa digna de excitar la admiración y asombro de los españoles y del mundo todo, y a insinuar cuan necesario y urgente era dar las Cortes modo de remediar tantos y tales daños, volviendo, a la par que por el provecho común, por su propio concepto, lastimado por su flojedad o miseria, a lo cual hube de responder yo, no sin disgusto de mis oyentes, que nada era posible hacer, sino votar dinero y gente, según habíamos hecho, o dar un voto de censura a los ministros, si parecía justo o conveniente, porque no empleasen bien los recursos puestos en sus manos; que la duda en todos manifiesta sobre qué podía hacerse, sin acertar nadie a vislumbrarlo, declaraba por sí mismo no existir el anhelado remedio a las desdichas presentes ni a las que amenazaban, y que siendo cierto el desconcepto del Congreso, y no menos evidente el aumento de su descrédito cuando aumentasen y se agravasen los males del Estado, era esto un inconveniente al cual era forzoso resignarnos, padeciendo y sufriendo, por ser, en casos como el en que nos veíamos, precisa consecuencia del vencimiento perder, juntamente con otros bienes, la gloria, y aun hasta cierto punto la honra misma. Dolió oír tan desconsoladoras razones, y con oírlas ocurrió a alguno de los circunstantes un arbitrio, que fue dar las Cortes un manifiesto, o dígase hacer una larga proclama, poniendo patente el estado de la cosa pública y excitando a la nación a hacer en defensa de su libertad, independencia y decoro, esfuerzos proporcionados a la grandeza de los peligros y males que sobre sí tenía. La idea de combatir con frases a Ejércitos, y de excitar con alocuciones un entusiasmo que no excitaban los hechos, aunque ridícula, no ha dejado de ser común, y de tales alocuciones dio ejemplos Francia en su Revolución primera; pero allí acompañaban las obras a las palabras, y avivaba los discursos un entusiasmo ya existente, en vez de crearle. No fui yo sólo en demostrar lo inútil de la proclama propuesta, pues Argüelles advirtió que lo que dijese la proclama lo dirían mejor y de un modo más regular los discursos hechos en las Cortes, dados después a la estampa, y que por dondequiera corrían. Dejóse, pues, de hacer cosa alguna, salvo emplear los ineficaces medios de que podía disponerse para la resistencia a los invasores.

Poco más que el Gobierno público hacía el oculto de la sociedad secreta, que por espacio de ocho meses había estado dirigiendo el Estado. Aunque de ella era el nuevo Ministerio, no la obedecía como lo hacía el anterior. Además, se sentía gastada. También su rival, la comunera, adolecía del mismo achaque, en menos grado por no haber llegado a gobernar, pero todavía en grado no corto, estando, además, dividida y variada de índole por las circunstancias, pues aparecía a veces defensora del rey y desaprobadora de la guerra, con lo cual, desmintiendo sus cualidades de extremada y violenta, concurría a facilitar o acelerar el triunfo de los franceses. A tal proceder oponía ya corta y floja resistencia su rival, siendo la cuestión pendiente una que tocaba ya resolver a las armas y al ímpetu popular, y no a una sociedad secreta, vieja ya, desacreditada por haber gobernado, no conspiradora por no ser contraria a los que mandaban, y muy moderada, y por lo mismo impropia para encender desde sus conciliábulos fuegos que en el teatro público produjesen incendios voraces. Asistíamos a ella quienes la componíamos con aburrimiento, cuando de súbito, en una de sus sesiones celebrada por la mañana, un incidente sacó a aquel cuerpo yerto de la modorra en que alargaba su pesada existencia. Como era allí costumbre hacer las proposiciones sin dar el nombre quienes las hacían, para lo cual circulaba un saco en que metían la mano todos cuantos asistían para dejar caer un papel, el que alguno tenía para echarle sin que se viese cuyo era. Sucedió al vaciarse el saco, ceremonia entonces inútil casi siempre, salir de él un papel, cuyo contenido nada menos era que proponer que se buscasen medios de acabar con la vida del rey y la de los demás de la real familia, aunque sin especificar si habían de ser exceptuadas las hembras de tan dura suerte. Al oír leer tal cosa, fue grande la indignación de varios de los que allí estábamos, y hasta otros nos expresamos con calor sumo. Istúriz y yo no sólo por inspirarnos horror la idea del propuesto atroz delito, sino, porque, además, miramos con bastante motivo la proposición, a la par malvada y loca, como una artimaña para enredarnos en una discusión peligrosa, donde hiciesen alarde de furiosa exaltación algunos para quedar vencidos como deseaban, o, al revés, procurasen templar violencias, haciendo de ello un mérito, gentes, en nuestro sentir, no capaces de tanto crimen, no por su fealdad, sino por los peligros que llevaría consigo cometerle. Paró la discusión en retirarnos Istúriz y yo con otros amigos de aquel cuerpo, del cual no volví a considerarme como miembro, no habiendo, después de la ocasión de que acabo ahora de hablar aquí, vuelto a ser de sociedad alguna secreta hasta una ocasión que a su tiempo habré de conmemorar, en que, desterrado de mi patria, me presté a valerme de tan mal medio para contribuir a derribar el Gobierno en ella existente.

Entre tanto, seguían las cosas por el funestar rumbo que habían tomado, y se acercaba con paso rápido el fin de la Constitución y de la revolución de España. Trataba yo de atolondrarme, porque menos que otros tenía esperanzas, si bien no había llegado a perder de todo punto las mías. Dime a una vida distraída y disipada, pero no viciosa, como en épocas anteriores, sino meramente frívola y de pasatiempos y diversión, pasando en claro las calurosas noches do Sevilla en tertulias, en las cuales, sin embargo, no jugaba, a pesar ser el alma de ellas el juego. Era entonces mi constante compañero el duque de Veragua, don Pedro Colón, joven todavía, miliciano de caballería de Madrid y muy ardoroso constitucional, a quien su primo hermano, don Ángel de Saavedra, había unido conmigo a trato íntimo, y que por lo diferente de nuestras edades me miraba con cierta deferencia cariñosa. Disipado como yo, y también exento como yo del juego, me acompañaba en aquella apariencia de mala vida, no teniéndola en verdad los dos más que alegre. Algo vituperaban esta alegría mis amigos, como si por ella olvidase yo mis obligaciones, lo cual no hacía, pues atendía a los trabajos de las Cortes con asiduo cuidado, pero predominaba confusamente en mis censores el principio devoto que considera la tristeza y la austeridad como propias de quien vive en desdicha y peligros, siendo lo más singular que me riñese por mi buen humor Istúriz, no dado a las máximas devotas, por cierto, y que hacía gala de no estarlo.

En medio de esto, la Memoria leída en el Congreso por el ex ministro de Estado, San Miguel, había pasado a una Comisión, de la cual era yo parte con Argüelles, Gil de la Cuadra y otros diputados de los de superior nota. Tocaba a esta Comisión examinar la conducta de los ministros que habían desempeñado aquel cargo desde el día en que quedaron cerradas las Cortes, dar su dictamen sobre el modo con que había sido tratada la gran cuestión de las potencias, que de resultas del Congreso de Verona se habían declarado resueltas a restaurar a Fernando VII en su poder perdido. Unánimes fuimos en aprobar lo hecho por San Miguel y sus colegas, y confirmado por las Cortes en sus famosas sesiones de 9 y 11 de enero. Tocóme extender el informe de la Comisión. No me está bien hablar de un trabajo mío que no puedo juzgar bien, pero sí diré que aun de algunos moderados contrarios a mis opiniones, y muy particularmente a las manifestadas en este mismo documento, recibió el informe alabanzas, sólo que no pudiendo hallar en mí cosa que elogiar fuese, atribuyeron mi obra a Argüelles, ya desopinado entre ellos, pero todavía respetado por entendimiento superior, por haber sido de su gremio y hasta su cabeza; error en que incurre el marqués de Miraflores, dando por supuesto ser de Argüelles el tal escrito, en una de sus varias obrillas históricas, ricas a veces en datos y pobrísimas en todo otro mérito de escritor, como de persona en quien la afición de salir a luz como historiador no está acompañada de las dotes de instrucción y demás necesarias para desempeñar tan dificultosa tarea. Tal cual era el informe, hubo de ser discutido el 24 y 25 de mayo.

Pero fue discutido en horas muy amargas, en que acababan de recibirse fatales noticias. Por todas partes adelantaban los franceses, encontrando oposición seria sólo en Cataluña. Por las Castillas estaban casi vecinos a Madrid, sin haber tenido más que un ligero encuentro con fuerzas españolas, cerca de las riberas del Ebro, donde cayó prisionero don Julián Sánchez, famoso guerrillero de la Independencia, y donde murió don Rafael Alesón, coronel y capitán que había sido de carabineros reales, sujeto apreciable, muy amigo mío durante mi residencia en Córdoba, celosísimo constitucional, a quien cupo en suerte ser uno de los pocos que en aquella campaña derramaron su sangre. En Valencia no eran solamente los extranjeros invasores los enemigos temibles, pues los absolutistas españoles habían cobrado poder, a punto de haber llegado a tener sitiada la ciudad de Valencia durante algunos días, y si bien se defendieron en ella con ahínco, los constitucionales, y acudiendo en su socorro Ballesteros con el Ejército de su mando, fue levantado el sitio, aproximándose los franceses por Aragón, aunque con fuerzas muy cortas, se veía el general español obligado a retirarse. En Cataluña, Mina, fiel y con más y mejores tropas que otros generales, disputaba el terreno, pero en general llevaba la peor parte, y perdía terreno, si no batallas, y también perdía gente que se le pasaba al enemigo. Ocurrió, asimismo, allí la desgracia de haber sido muerto en una refriega el recién nombrado ministro de la Guerra, Zorraquín, pérdida grave, aunque con que hubiese vivido y venido a desempeñar su ministerio, poco o nada hubiesen mejorado las cosas políticas o de la guerra. Fue elegido para sucederle don Estanislao Sánchez Salvador, persona dignísima, pero tan malquista, aunque sin justo motivo para estarlo, con los constitucionales celosos, que el haber sido aceptado por éstos su nombramiento con gusto declaraba cuan postrados estaban los ánimos. Era Sánchez Salvador valeroso, activo e instruido, fuera de lo común en los generales de aquel tiempo, y había sido celosísimo constitucional en 1814, a punto de verse perseguido por serlo; pero en 1820, sorprendido con otros generales por Riego en Arcos, y llevado preso a la Carraca, no había querido abrazar la causa constitucional, convidado a hacerlo, prefiriendo a sus opiniones la fidelidad al honor militar, y padeciendo por una causa cuyo triunfo no deseaba. Por esto, habiendo sido ministro en 1821, se había visto injustísimamente tachado de deseoso de volver al rey el poder absoluto, y compelido a retirarse ante la injusticia y locura de sus contrarios. Al tomar, en los días de que voy ahora aquí tratando, otra vez a su cargo el Ministerio, lo hizo con buena voluntad y vivo celo, pero con desconfianza de ser de nuevo blanco de calumniosas acusaciones, y casi triste, receloso, viendo llover sobre sí y la causa común desdichas, y no divisando posibilidad de remediarlas, hubo de dejarse poseer de una pasión de ánimo que, como diré en breve, le trajo un fin funesto.

Aun tantas desventuras hubieran sido llevaderas, y aun con la falta de recursos que había podría alargarse un tanto la guerra, y esperar una ocasión que diese la vuelta la fortuna, si hubiese habido fidelidad en los generales encargados del mando de los Ejércitos. Pero la de los tres principales flaqueó, abandonando los tres la bandera constitucional y de su patria ante la extranjera, si bien de diferente modo, y con varios grados de delito en su conducta. Que de antemano se hubiesen concertado para su traición, es cosa en que cabe duda, siendo lo cierto que parecían de acuerdo en los pasos que daban para hacer la resistencia difícil, y que no obraron ni acordes ni a un tiempo en el acto de declararse rebeldes.

El primero en declararse fue el conde de La Bisbal. Tocábale la vez porque a él y a Madrid, donde tenía su Ejército, se aproximaba la principal fuerza francesa, siendo corto el número de los invasores, que estaban sobre Morillo y Ballesteros. De las mudanzas y traiciones del de La Bisbal, dejo dicho bastante en estas MEMORIAS, y en verdad habían sido tantas y tales, que nadie había depositado en él su confianza si no hubiese sido por una circunstancia que le comprometía, empeñando su interés para ponerse de parte del rey Fernando, volviéndole su poder absoluto. No podía perdonarle el monarca que hubiese ido, en marzo de 1820, a proclamar la Constitución en la Mancha, a guisa de rebelde, cuando acababa de renovar protestas de fidelidad a su real persona, de la cual era fama que hasta había recibido un socorro en dinero para alivio de sus necesidades. El conde sabía muy bien este resentimiento del rey, quien más de una vez lo había declarado. Pudo, sin embargo, más con el de La Bisbal su antigua maña de mudar de partido que la consideración del propio provecho. Agregósele para el intento de levantar bandera contra la Constitución y el Gobierno constitucional otro personaje no menos acostumbrado a variar de opiniones políticas. Era éste el conde de Montijo, de quien ya más de una vez he hecho mención, sedicioso en Aranjuez en 1808, inquieto durante la guerra de la Independencia, delator inesperado de los diputados a Cortes en 1810, conspirador liberal en 1817 contra el Gobierno bajo el cual era capitán general de Granada, y desde 1820 a 1823, ocupado permanentemente en trazar alborotos y rebeliones, al principio en favor de la gente revolucionaria más extremada, y luego en conexión con el rey mismo. Nada podía el conde de Montijo por sí, no teniendo mando alguno, ni gozando de buen concepto; pero todos valen, algo para hacer mal, particularmente si es flaco en fuerzas el objeto a que dirigen sus tiros. Escribió, pues, el de Montijo al de La Bisbal una carta que dio inmediatamente a luz, donde vituperaba amargamente la conducta de las Cortes y del Gobierno en la cuestión pendiente de la guerra con Francia, y declaraba posible avenirse con el Gobierno francés y el Ejército de la misma nación que había invadido a España, avenencia que había de buscarse no por el conducto legítimo, sino habiendo españoles que alzasen una bandera nueva. A esta carta respondió el general del Ejército con otra que igualmente publicó, aprobando y aplaudiendo las ideas de su nuevo corresponsal, pero diciendo que si en su capacidad de hombre particular opinaba del mismo modo, como encargado del mando del Ejército seguiría cumpliendo con su obligación. Raro modo de proceder era éste, y no se acierta qué pretendía el conde de La Bisbal con ser sólo rebelde a medias, pues no era tan necio que ignorase que su carta, dada a luz autorizándolo él, era un acto altamente punible. Como tal fue considerado en Madrid mismo, donde empezaron a protestar contra él no pocos de los principales de su Ejército, y las autoridades constitucionales que en Madrid habían quedado, de suerte que el general se vio compelido a hacer dimisión del mando; paso raro y grave yerro asimismo, pues debería haber intentado consumar su obra, alzando bandera con aquellos de entre sus tropas que quisieran seguirle. Pero si no logró otra cosa el conde de La Bisbal, consiguió casi acabar con el Ejército de su mando. Dividiéronse en él las opiniones, tomando el nombre de una de ellas la cobardía o el deseo de salvar la propia fortuna en la común ruina; cundió en las filas la deserción, como debía esperarse de tropa nueva sacada de paisanaje en general desafecto. En dos o tres días el Ejército quedó reducido a una corta fuerza, cuyo mando tomó el general don José de Zayas. Este era poco amigo de la Constitución, y blasonaba de sus doctrinas y de su personal adhesión al rey, y vituperaba amargamente a las Cortes y al Gobierno por su conducta desde 1822, pero hacía alarde de ser militar leal y sumiso así como valeroso; hombre de muy buenas prendas, y también de no leves defectos; aunque no enteramente escaso de luces ni de lectura, no tenía largo entendimiento o saber, muy apasionado de sí mismo, y que con cierta lealtad pretendía lo que con intención doblada había pretendido el conde de La Bisbal, a saber: desacreditarla como hombre y servirla al mismo tiempo como fiel y buen soldado. Estas eran la situación e intenciones de Zayas cuando sobrevino un acontecimiento que hubo de empeñarle contra su gusto en la causa contraria a la del rey. Estaban próximos a entrar en Madrid los franceses, y andábase en tratos para que se verificase con quietud su entrada. Alborotada la plebe madrileña, casi toda ella a la sazón apasionadamente afecta a Fernando, estaba preparándose a recibir con agasajo y festejos a los invasores, y aun más que a éstos, a los realistas españoles que con ellos venían. Estos realistas, no muy bien mirados por los extranjeros que los traían consigo, mal disciplinados e inquietos, querían disfrutar del triunfo de su causa, si posible fuese, solos, y de toda manera antes que sus poco queridos aliados, y, además, no gustaban de tratos regulares con los constitucionales, a quienes no consideraban siquiera como súbditos de un Gobierno de hecho. Pendiente, pues, todavía, aunque ya casi ajustada la capitulación de Madrid, se prepararon a entrar en Madrid algunas tropas de las llamadas por los constitucionales facciosas, capitaneándolas el famoso Bessières, señalado por su victoria en Brihuega. Venía el aventurero extranjero cargado de bordados y galones y otros adornos fastuosos de mal gusto y con no corto entono de triunfador, cuando salió Zayas a detenerle. Mediaron entre uno y otro razones que tomaron el carácter de agria disputa, pretendiendo con justicia el general que hasta el acto de ser firmada la capitulación pendiente, no debían entrar en Madrid tropas con bandera distinta de la que llevaban las que todavía estaban ocupando la capital, desentendiéndose Bessières de tales consideraciones, y declarándose resuelto a hacer su entrada de cualquier modo y sin tardanza. Una de las cosas que más disgustaban en el partido constitucional o revolucionario a Zayas era el desorden, siendo el general ya antiguo, aunque no viejo, y caballeroso, así como hombre metódico, por lo cual hubo de mirar con indignación al representante de otro desorden, y de la democracia advenediza que venía con bandera de realista a oponérsele con modos irregulares. Así, cediendo a la par a su enojo y a los principios de lealtad a su causa, y amor al orden en lo militar y en lo civil, intimó a Bessières que se retirase, pues iba a caer con sus tropas sobre los suyos. Hízolo así el aventurero, y no detuvo el general el acto de convertir en realidad su amenaza. Dada la señal de embestir, lo hicieron las tropas constitucionales de caballería con la pasión y el hábito de ferocidad común en las guerras civiles, y acuchillando todo cuanto por delante encontraban, no perdonaron a la gente madrileña acudida a recibir en triunfo a los realistas e hicieron en ella no corto estrago. Con esto, huyendo los de Bessières, quedó restablecido el sosiego y aumentado el encono contra los constitucionales. De allí a poco ocuparon a Madrid los franceses.

Llegaron tan tristes nuevas a Sevilla estando a punto de discutirse el informe de la Comisión que aprobaba el acto del cual había nacido la guerra. Un día antes de empezar la discusión, condescendiendo yo con el general deseo de decir algo para excitar el entusiasmo, y movido a un tiempo mismo por mi enojo contra los dos bandos y por el deseo de lucir mi ingenio en materia que se prestaba a un discurso, propuse que fuese acusado por las Cortes el de La Bisbal, ante el Supremo Tribunal de Justicia, y sostuve mi acusación con una invectiva entre acalorada y amarga, haciendo un retrato muy parecido y muy celebrado del conde de Montijo, en antítesis muy propias para calificar una conducta de perpetuas y chocantes contradicciones. Fue decretada la acusación, y alcanzó mi pueril vanidad un triunfo.

Al cabo empezó el debate sobre la gran cuestión de aquellos días, debate, aunque importante, ocioso, pues vista estaba que forzosamente una cosa habían de resolver las Cortes y otra contraria la fortuna de la guerra. Hablamos largamente Argüelles y yo, siendo nuestro empeño probar que los franceses obraban con perfidia, así como con violencia, bien que descubriendo harto la primera, pues no a reformar nuestra Constitución, según pensaban no pocos y decían muchos más, sino a destruirla, volviendo al rey todo el poder que tenía en 1819, era encaminado todo cuanto desde 1822 hasta allí habían hecho, y todo cuanto habían dicho de oficio y de un modo duro y terminante. Nuestros discursos no encontraron, como en enero próximo anterior, aprobación unánime en el Congreso, pues fueron impugnados por varios diputados, y con más elocuencia y habilidad que por otro alguno por don N. Falcó, eclesiástico y diputado por Valencia, el cual, sin embargo, más probó haber procedido con poco acuerdo y destreza los anteriores ministros en lo pormenor de la grave negociación de que había resultado la guerra que no la posibilidad de ajustarse tratos por donde quedase avenida España con Francia y las demás grandes potencias sin el restablecimiento del rey Fernando en su plena libertad, de la cual sabido era que él quería valerse sólo para reinar como antes de 1820 había reinado. En la votación pasaron de treinta los votos que tos fueron contrarios, siendo de notar que la opinión sustentada por el moderado y ya casi realista Falcó tuvo en su favor a los diputados comuneros más extremados, que no habían querido seguir a sus compañeros los que levantaron bandera, uniéndose para la cuestión de la guerra y del Ministerio con nosotros los de la sociedad hasta entonces su contraria.

Lo singular en el debate de que acabo de hablar fue haber estado oyéndole callado el Ministerio que era. Bien es cierto que le trataba de hechos de sus antecesores y no de los suyos propios, y que a la sazón rara vez se mezclaban en los debates de las Cortes los ministros; pero aun así parecía raro no tener opinión los que gobernaban sobre el principal negocio entre todos los del Estado que tenían a su cargo.

Verificada la votación de este asunto, poquísimo empeñaban la atención las discusiones y resoluciones de las Cortes sobre otras materias. Toda la atención estaba puesta en los sucesos de la guerra y los que con ella tenían conexión inmediata. Pero también hubo de causar cuidado y disgusto el estado de la paz pública, que fue alterada en Sevilla de una manera escandalosa.

Ya he dicho que de la Milicia nacional local de Madrid habían venido con el Gobierno unos batallones que fueron entresacados de los que había en la capital, y compuestos de los que voluntarios se prestaron a un servicio activo, impropio de sus hábitos. Habían estos milicianos sido un verdadero modelo de disciplina, en cuanto era compatible con su calidad de paisanos iguales a sus oficiales. Pero acercándose los franceses a Madrid hubo de formarse allí, para pasar a Andalucía, un batallón tercero de la misma Milicia, el cual, o peor compuesto que los anteriores, porque recogiese a los alborotadores y vagos, o por venir peor mandado, no aparecía en buena disciplina. Así que llegó a Sevilla, notáronse en la entonces residencia del Gobierno síntomas agoreros de desórdenes. En tanto corrieron noticias de excesos cometidos en Madrid por los realistas, después de la entrada de los franceses en aquella capital, suponiéndose haber habido algunos de los constitucionales habitantes pacíficos muertos, otros maltratados de obra, muchos insultados y varias casas saqueadas; en todo lo cual había algo de verdad y mucho de ponderación. Hablándose de esto en corrillos, indignábanse los constitucionales que en Sevilla estaban, y, entre los acentos de su indignación, oyéronse voces que aconsejaban represalias, las cuales habían de tomarse en los pacíficos moradores de la misma ciudad, que pasaban, con razón o sin ella, por parciales de Fernando y de la monarquía antigua. Gustó a mala gente el mal consejo, y aumentados los corrillos, y formándose gavillas en que figuraban principalmente los milicianos de Madrid últimamente llegados, bien que no todos, comenzaron los excesos, siendo insultadas varias personas, asesinada una, desconocida, cuyo cadáver quedó largo rato tendido en la calle y saqueada una casa, donde cupo la suerte de perder todo lo que tenía al eclesiástico diputado a Cortes don Narciso Tomás, liberal celoso y juntamente varón de gran virtud y blanda condición, que a la sazón votaba con la mayoría aprobando la guerra, y que distaba infinito de ser de aquellos a quienes suponían los alborotadores dignos de llevar la pena de los delitos cometidos por los realistas en otras partes. Callaba la autoridad militar y civil de Sevilla en medio de tales maldades, y hubo de cesar el tumulto más por ir entrando la noche y cansarse los milicianos, que por haber sido reprimidos con mano dura y justa los excesos. Pero al día siguiente procedió el Ministerio con dignidad y justicia, separando de los mandos que, respectivamente, ejercían al teniente general don Ramón Villalva, capitán general del distrito, y don N. Ochoa, jefe político de la provincia; aquél, anciano distraído y débil, que, prendándose mucho de liberal, estimaba bien hecho dejar suelta la rienda a quienes se desbocaban dando vivas a la libertad; estotro, hombre de corto entendimiento, que, siendo diputado a Cortes en 1820 y 1821, había votado con los más extremados de aquel Congreso, y que falto de experiencia y de bríos, algo entrado en años, aunque no viejo todavía, carecía de las cualidades necesarias para el mando.

No por esto mejoraba la situación de las cosas. Tomado Madrid, los franceses habían establecido allí una regencia. Apresuráronse a reconocerla como Gobierno legítimo de España, que obraba a nombre del rey cautivo, las principales potencias de Europa. Formáronse los disueltos Consejos y demás cuerpos y autoridades del sistema de Gobierno derribado por el constitucional, y comenzaron a jugar en la recompuesta máquina, reconociendo la legitimidad del poder creado por un príncipe extranjero para una nación independiente. Al mismo príncipe hicieron una representación los grandes de España, insinuando con timidez y recato cierto deseo de que tuviese su patria una Constitución en que cupiese un lugar distinguido a la más alta nobleza en calidad de tal; proceder que no habría sido feo si la súplica hubiese sido hecha a otro que a un extraño, si los suplicantes hubiesen declarado con más entereza y valentía lo que deseaban, y si de ellos la mayor parte no hubiese aceptado, con celo algunos y con sumisión otros, la caída Constitución, a la cual denostaban viéndola en tierra.

Mientras esto ocurría, se iban retirando lentamente hacia Extremadura las reliquias del Ejército del conde de La Bisbal, mandadas por el general Zayas. Pero el Ministerio, desde Sevilla, había enviado a encargarse del mando de esta fuerza al ex ministro de la Guerra don Miguel López Baños, estimando con más o menos razón a Zayas impropio para sustentar una causa que hacía gala de desaprobar, aunque muy propio para el mando e incapaz de una traición verdadera. Aquellas tropas habían tenido un ligero encuentro con una corta fuerza francesa que venía siguiéndolas, y salido airosas, si no vencedoras del todo.

Sin embargo, recibieron muy mal a López de Baños, y aun hubo entre ellas disposición a no reconocerle por general, lo cual nacía, más que de amor a Zayas, de disgusto por colegir de que viniese a mandarlas un constitucional de los del Ejército restablecedor de la Constitución de 1820, que se trataba de seguir la guerra, cosa desabrida a gentes entre quienes había acudido la idea de ser posible, necesaria y urgente una avenencia con los invasores. El descontento aumentó en aquel cortísimo Ejército la deserción, y lo poco que de él quedaba se fue internando en Extremadura y viniéndose por esta provincia hacia Sevilla.

Por otro camino, que era el real de Madrid a Cádiz, venía adelantando la principal fuerza francesa. No había por allí tropas españolas bastante numerosas para hacerla frente. El capitán general de Andalucía, y general del Ejército de reserva que había de formarse, don Pedro Villacampa, teniendo que luchar con dificultades quizá insuperables, y mal auxiliado con recursos por el Gobierno o con buena voluntad, o siquiera dócil sumisión por los pueblos, nada o poquísimo había hecho en desempeño de lo que le estaba encomendado. Así, acercándose los franceses a las gargantas de Sierra Morena, que desde fines de 1808 hasta entrado ya 1810, durante la guerra de la Independencia, había detenido a sus numerosos Ejércitos, aun después de alcanzar victorias, hubieron de tropezar con unos pocos soldados españoles, que cobardemente les volvieron la espalda, poniéndose en confusa huida. Dio parte de este suceso don N. Mateo, militar que había sido y entonces era jefe político de una provincia de las andaluzas, y para encarecer lo grande del desastre padecido, dando otra terminación a la famosa frase de Francisco I de Francia, después de su derrota y prisión en Pavía, concluía su parte diciendo: «Todo se ha perdido, hasta el honor.»

Hubo de llegar este parte a Sevilla el 10 de junio, por la mañana. Encontró al Gobierno ya harto acongojado, y aumentaron la pena y los apuros. Cabalmente hasta ignoraba dónde estaba López Baños con su corta división, pues de él no llegaban partes. Por aquellos días había sido comisionado a verse con este general y dar de él noticias un oficial que se preciaba de constitucional ardoroso y había sido ayudante querido de Arco Agüero; pero siendo el tal hombre viciosísimo, recibida que hubo la suma necesaria para hacer los gastos de su viaje, se entró en una casa de juego de Sevilla, y la jugó y perdió, escondiéndose en seguida, de suerte que el no saberse de él ni del general a quien había sido diputado, aumentaba el dolor y daba que temer alguna desgracia ocurrida a aquellas tropas, y todavía ignorada, quizá por haber sido completa.




ArribaAbajoCapítulo XXX

Noticia de haber pasado los franceses Despeñaperros.-El autor, aunque hallándose enfermo, acude a las Cortes.-En medio de la incertidumbre y confusión general propone un plan para resolver las dificultades de la situación y se pone de acuerdo con Calatrava.-Interpela a los ministros sobre el estado de las cosas.-Propone a las Cortes que se mande una diputación al rey, rogándole pase a Cádiz.-Conversación con Argüelles.-Vuelve la Comisión y participa la negativa de su majestad.-El autor propone y las Cortes aprueban la suspensión del rey.-Nombramiento de la Regencia.-Conspiración descubierta.-Aspecto del Congreso.-Dificultades para el viaje.-Salida del rey.-Juicio y consideraciones del autor sobre la resolución tomada por las Cortes en aquellas críticas circunstancias.


Tal era la situación de los ánimos en Sevilla al recibirse, el día 10, el parte que anunciaba haber penetrado los franceses en Andalucía por Despeñaperros. desde el cual punto hasta la ciudad que era residencia de la corte, el Gobierno y el Congreso, podrían venir sin encontrar el más leve tropiezo en el camino. El Ministerio convocó a las Cortes a sesión secreta, y allí leyó las infaustas nuevas recibidas, siguiéndose un triste silencio, por no haber quien acertase con linaje alguno de remedio al mal de cuya existencia había llegado la noticia. Así se levantó la sesión sin más providencia que estar las Cortes enteradas del desastre ocurrido.

Estaba yo aquel día en cama, con leve calentura. Vinieron a avisarme que había sesión secreta y que se trataría en ella de un asunto grave y doloroso. Al oír tales novedades, me vestí, y como pude me encaminé al lugar donde celebraba sus sesiones el Congreso; pero yendo para allí me encontró con diputados que de él venían, los cuales me informaron de que se había levantado ya la sesión, de lo ocurrido en ella y de no haberse resuelto ni propuesto cosa alguna. Sabidas tan fatales nuevas, me volví a mi habitación y cama, triste e inquieto.

Estaba yo batallando con mis pensamientos a la mañana siguiente, y sin pensar en levantarme a causa de mi dolencia, cuando me informaron confusamente de que había, noticias de haber ocurrido nuevos desastres, a punto de ser ya indispensable que tomasen las Cortes una resolución propia y de la mayor gravedad. Me vestí apresurado y me puse en camino para mi puesto en el Congreso, y si bien tropezando en la calle con un facultativo me conoció éste en la cara no estar bueno, y pulsado que me hubo, y vístome la lengua, me mandó recogerme y tomar un vomitivo, desatendí tal consejo, y en mi mala situación física y moral me presenté en las Cortes.

Allí reinaba una confusión extremada. Corría la voz de estar ya cerca los franceses; de que tal vez estaba cortado López Baños, pues de él no había noticia alguna, y de que el rey había manifestado que no saldría de Sevilla a huir de los franceses, a quienes de oficio llamaba enemigos y a quienes en verdad esperaba como a libertadores. La sesión no se había abierto; el salón estaba vacío, y los diputados apiñados en una pieza pequeña, separada de él por una puerta, que, si bien cerrada, dejaba paso al ruido de la voz o de rumores, los cuales, siendo de muchas bocas, se dejaban oír a distancia. Los ministros estaban casi todos en la misma pieza que los diputados, conversando con ellos, confirmando las tristísimas noticias que corrían de la proximidad del enemigo, de ser probable que hubiese tenido un gran revés López Baños, de mostrarse el rey resuelto a esperar allí, donde se hallaba, la llegada de los franceses. Estaban llenas las tribunas y los vecinos corredores de un gentío crecido, curioso, alborotado, lleno de pavor y de ira, como que de él la mayor parte, por toda clase de afectos y hasta por el interés personal de su seguridad, tenía el mayor empeño en la índole y éxito de las determinaciones que se hacía forzoso tomar con urgencia y que eran con impaciencia esperadas. Miraban estas gentes al salón vecino, y como que querían penetrar con la vista las puertas de la pieza vecina, donde el ruido declaraba que estábamos los diputados. Nosotros nada acertábamos a proponer, y los ministros, y entre ellos Calatrava, cabeza verdadera de aquel Ministerio, decían que nada podían hablar ni hacer, pues siendo meramente representantes de la autoridad real, con otro título ni siquiera podrían entrar en el Congreso, y si entraban mal podrían declarar que Fernando obraba contra los consejos que le daban, porque diciéndolo declararían que no gozaban de la confianza de su majestad, y con tal declaración dejaban de ser ministros, y se verían obligados hasta a salirse del lugar de las sesiones. En tanto apuro, siendo racional lo que los ministros decían, faltando medios legales para salir del mal paso en que nos veíamos, y pareciendo justo y aun necesario salir de él de cualquier modo, todos hablaban, nadie discurría cosa oportuna o factible, ninguno era oído, porque a la par sonaban varias voces, y, además, estando todos en pie, hacíase imposible poner un poco de orden en aquella confusión increíble. Solía, de cuando en cuando, sonar más alta que otra una voz diciendo silencio, y repetida esta palabra por muchos en acento más o menos alto, resultaba, en vez del silencio pedido, un ruido como de mal sofocada gritería, que retumbaba en el salón vecino y zumbaba por él y por las tribunas llenas de gente como un murmullo aterrador, aumentando las generales ansia y angustia. En medio de todo esto se perdía tiempo, cuando valía mucho una sola hora para desperdiciarla. Entonces yo, conociendo que en un bullicio de gente agitada por pasiones de cólera y miedo es oído quien anuncia con osadía que va a decir algo importante, es creído quien declara haber tomado una resolución decisiva, y es seguido quien se arroga la facultad de guiar a todos, esforzando y ahuecando la voz, grité: ¡silencio!, y logré tener al momento a cuantos allí estaban callados y atentos a lo que iba a decirles. Sirvió en gran parte al logro de mi propósito el desdichado Riego, el cual, asiéndome de la mano, convidó a muchos de nuestros compañeros a darme oído, como si él supiese y aprobase lo que yo iba a proponer a mis oyentes. Empecé yo mi discurso declarando un plan que a toda prisa en aquel mismo punto había concebido y formado, y cuyo tenor era lo siguiente: 1.º Quería hacer constar de oficio el peligro grande en que estábamos, y cuánto urgía salir de él, y que no había Ministerio, pues el existente no gozaba de la confianza del monarca. 2.º Intentaba poner patente del mismo modo la resistencia del rey a salir de Sevilla, aun rogado por las Cortes a que así lo hiciese, lo cual quería decir su resolución descubierta de acabar con el Gobierno constitucional. Y 3.º Me proponía suspender al rey en el goce de su autoridad, ejercida según la Constitución que él se manifestaba sin rebozo determinado a abolir, poniendo a España a merced de su persona y a los pies de un Ejército de extranjeros invasores. Este plan, que después llevé a efecto, anunciado entonces, gustó quizá por no proponerse otro, pero puso a él reparos, algunos de ellos muy fundados, el señor Calatrava, siendo su principal objeción que de él no podía salir cosa contraria al rey, así por prohibírselo el decoro, como porque, no hablando él o sus compañeros a nombre de su majestad, nada representaban, y en política nada eran. Yo, que sé cuánto aferra en una opinión hallar quien la combata, en vez de disputar con el ministro, me mostré convencido de todas las objeciones que me hacía, prometiéndole tomarlas en cuenta y darles el valor debido, y le insté a que pasase a verse con su majestad y con sus colegas hiciese nuevo esfuerzo para vencer la resistencia del rey, enviándome aviso de lo que resultase hasta dentro de media hora, pues terminado este plazo y no recibiendo yo noticias suyas, comenzaría a proceder como me había propuesto y según lo tenía en parte declarado. Prometiómelo así Calatrava, y fuese al real alcázar, residencia de la real familia, mientras yo, firme en mi recién formado proyecto, aconsejé al presidente abrir la sesión, pues más valía entretener la pública impaciencia con el despacho ordinario de los negocios que trataban las Cortes, que dejar exacerbarse los ánimos en el silencio angustioso que producía la de estar ausentes los diputados del lugar de las sesiones.

Abrióse la sesión ya tarde, y pasaron tres cuartos de hora sin recibir yo noticia de Calatrava. Iba ya a hacer yo una de las proposiciones que había anunciado a mis compañeros en conversación privada, porque, pasado el término por mí fijado para saber lo que pasaba en Palacio, suponía con razón al rey tenaz en su resistencia a moverse, cuando me llegó del Ministerio un aviso, dando ésta mi suposición por realidad. No dudé ya, pues. Agobiado por una fuerte calentura, y juntamente por las sensaciones propias del momento, me levanté y propuse que fuesen llamados al Congreso los ministros. Aprobada al instante mi proposición, no tardó en presentarse en la sesión el Ministerio. Yo, con una serie de preguntas, intenté y conseguí poner de manifiesto lo urgente del peligro y del remedio, y ser personal la resistencia del rey a libertar a la patria del mal que le amenazaba. Lo primero era fácil, y así pronto lo hicieron patente los ministros; para lo segundo me valí de un raro medio y fue preguntarles si estimaban necesario y urgentísimo resolver la traslación a Cádiz de la real familia, Gobierno y Congreso, si habían dictado disposiciones para el intento, y si, en caso de encontrar obstáculos para llevar sin la menor demora a efecto el viaje, no se creerían obligados a renunciar sus cargos al instante mismo. Al primer punto respondieron conviniendo en la absoluta necesidad y suma urgencia de la retirada a abrigarse con las fortificaciones de la isla Gaditana; al segundo, que nada había dispuesto para tal intento, y al tercero, que harían inmediatamente su renuncia, como debían, si el viaje a Cádiz no era resuelto y ejecutado sin tardanza. Ya con esto pude, sin que los ministros declarasen cosa que fuese ajena de la voluntad del rey ni le acusasen, sacarles casi la declaración de oficio de la negativa dada por Fernando a retirarse de Sevilla. Dije, pues, a Calatrava y los demás ministros que nada añadiesen, pues no debían ni podrían tomar parte en el debate, y dirigiéndome al Congreso para hacer mi segunda proposición, reducida a que fuese nombrada una Diputación que, acudiendo a su majestad en derechura, le pidiese que pusiera en salvo su persona, las de su real familia y el todo del Gobierno constitucional. Fundé tal propuesta en la razón de que no había Ministerio, ni consentía el tiempo esperar a que hubiese uno responsable de las reales determinaciones, al cual se dirigiese el Congreso, siendo, pues, forzoso entenderse éste con la misma real persona. Alguna, aunque no porfiada oposición tuvo esta segunda proposición mía, y más debería haber tenido, porque había proyectos de varias clases que apadrinaban a Fernando en su intención de derribar la Constitución entonces y allí mismo. Furiosos los realistas puros, cuyo número en Sevilla era corto, creían llegado el de ellos ansiado momento, de restablecer la monarquía antigua; ciegos no pocos moderados constitucionales, estimaban ser aquélla la hora de ajustar con los franceses y con el mismo rey cautivo una paz decorosa, por la cual quedase asegurado en España un buen Gobierno, con formas de las llamadas representativas. De los primeros nada debía extrañarse; pero imposible parece que los segundos creyesen en la posibilidad de una avenencia, y más en la de uno hecha de prisa, y en medio del peligro. Pero ello era que tal creían, y así, en una sesión del Consejo de Estado, celebrada pocos días antes, como se hablase de ser probable que tuviesen que retirarse a Cádiz el rey y las Cortes, calificó de asesina tal proposición el capitán general don Joaquín Blake, uno de los del mismo Consejo, y se fundó en que sería exponer a las reales personas a ser víctimas de la fiebre amarilla; raro proceder y sentir, porque no lo era poco expresarse con calor Blake, a quien su taciturnidad y frialdad daban crédito muy superior al que él merecía, pasando por aciertos lo que con callar no erraba, y porque debía conocer el mismo general no ser endémica y de todos los años en Cádiz la enfermedad a que aludía, no habiéndose manifestado allí sino en los años 10 y 13, durante la guerra de la Independencia, y no habiendo aparecido después sino en el año de 19, y retoñado un poco en el de 21. Todo esto anunciaba que Fernando contaba para su resistencia a ir de Sevilla a Cádiz con más apoyos que los con que había contado para resistirse a venir de Madrid a Andalucía. Así, aunque fue poca la oposición a que las Cortes le estrechasen a pasar inmediatamente a la isla Gaditana, preví que respondería negándose a hacerlo. Lleno estaba yo de pena y ansias al salir del Congreso la Diputación que, según mi segunda proposición aprobada, iba a presentarse a su majestad para rogarle que se prestase a hacer el deseado nuevo viaje, cuando, por distraerme mientras volvía de Palacio la respuesta, pasé a sentarme al lado de don Agustín Argüelles. En este hombre famoso, dignísimo, entero y aun terco, pero juicioso a veces y hasta irresoluto, era grande el dolor, hasta el punto de tenerle perplejo. ¿Qué opina usted que responderá el rey a la diputación?, me preguntó. No tengo (le respondí) la menor duda de que rotundamente se negará a moverse de Sevilla.-Y entonces, ¿qué ha de hacerse?, me volvió a preguntar, afligido.-Suspenderle y nombrar una regencia, fue mi segunda respuesta.-Pero ¿no ve usted (replicó él) las consecuencias funestísimas de tal resolución? Bien las veo, y bien me duelo de ellas (repuse); pero ¿qué otra cosa puede hacerse en tal aprieto y sin tiempo de que disponer? ¿No ve usted que a todo están preparados el rey y sus consejeros, y que sólo es posible vencerle quitándole el poder de las manos, lo cual no espera? Mas al cabo discurra usted otro medio de salir de este ahogo.-No lo encuentro (me dijo después de meditar un minuto), y así haga usted la proposición que tiene proyectada. Pero (añadió volviendo a pensarlo) ¿no valdría más suspender al rey sólo por corto plazo, y para el acto de hacer la traslación de su persona, familia y Gobierno a la isla Gaditana, legitimando tal violencia la necesidad de zafarse del peligro presente?.-No me había ocurrido tal idea (respondí yo a esto), pero la aprueba y tomo por mía; porque sobre probar que sólo queremos la regencia para salvar la Constitución en esta hora de apuro, tendré la ventaja de ser apoyado por usted. Pues bien (dijo él volviendo a hablar), haga usted su proposición, y si hay quien se oponga, yo la sostendré hablando, además de votarla con mis amigos. Terminó con esto nuestra conversación, y yo me volví a mi ordinario asiento, contento cuanto estarlo cabía en lances tan amargos.

En breve entró en el Congreso, de vuelta de Palacio, la Comisión, trayendo la respuesta del rey, tal cual yo la esperaba. Refirióla don Cayetano Valdés, que había ido haciendo de cabeza, y con su cara y entono en que se pintaba un dolor profundo, nada ocultó del proceder desabrido y provocativo de Fernando, de suerte que su relación hizo más efecto por salir de un hombre entrado en años, veraz, y si constitucional, tan reverente y fiel servidor del monarca, que en todo cuanto hacía y decía daba a notar sus hábitos antiguos de lealtad y sumisión, haciéndose superiores a sus opiniones. Profundo y tristísimo fue el silencio que siguió a las palabras de Valdés; y por un breve rato no sonó en el salón el rumor más leve, no ya de los diputados, sino aun de los espectadores. Al fin me levanté yo, más rendido que antes por mi mal y mis emociones, y en un breve discurso apoyé la proposición que hacía de dejar al rey suspenso, fundándome en que la resolución declarada por su majestad era traición manifiesta, en que el rey no podía ser traidor, y en que en tal caso, determinarse su majestad entregarse a los franceses y acabar con la Constitución que había jurado observar, era un acto de alucinamiento o de demencia, producido tal vez por las calamidades públicas, y cuya duración era de esperar que fuese breve. Ningún aplauso sonó, penetrados todos cuantos me oían de lo grave de las circunstancias en que nos hallábamos. Pidieron hablar en contra o en favor de mi proposición algunos, bien que pocos, señalándose entre los primeros Vega Infanzón, diputado hasta allí de poca nota, aunque no necio ni ignorante, y entre los segundos don Agustín Argüelles. Por ambos lados corría peligro quien hablaba, siendo de temer, por lo pronto, que el impugnador de una proposición grata a las pasiones populares y encaminada a salvar de un grande ahogo al Estado y a no pocas personas excitase contra sí iras que podían serle funestas, y estando seguro el sustentador de la proposición propuesta en injuria de la majestad del trono, de quedar expuesto a la feroz venganza del rey y sus parciales, venganza cuyos efectos, según era la situación de sus cosas, no podían estar muy lejanos. Así, había diputados combatidos a la par por el temor del uno y el otro mal, que ambos amenazaban. En otros el furor podía más que el miedo, o este último provocaba rabiosa furia, como sucede con frecuencia. Empezó Vega Infanzón a hablar contra mi proposición, declamando con apasionadas frases y acento no más sereno, y en su acaloramiento divagaba y repetía lo que había dicho, y llevaba trazas de no hacer punto en su discurso. Con razón o sin ella, sospecharon algunos que trataba de ganar tiempo para dársele a los parciales del rey de intentar algo contra las Cortes o en defensa de la real persona. Así, hubo diputados que en su impaciencia trataban de atajar al difuso o malicioso orador, señalándose un eclesiástico llamado Burnaga, grosero, ignorante y violento, aunque no perverso, de quien se cuenta que en la cuestión que voy ahora aquí conmemorando, hasta-sacó un puñal, olvidando el decoro de la dignidad de diputado y más aún el de la superior de sacerdote, acusación, sin embargo, no probada, y a que hubo de dar margen la loca vehemencia de sus ademanes y voces. Yo, que noté estos descompuestos modos y gritos, corrí a aplacarle, haciéndole presente cuánto convendría a nuestros contrarios poder acreditar que en aquel tremendo lance usábamos de violencia en la forma los que tanta nos veíamos obligados a usar en la esencia. Al mismo tiempo, el general Álava, resuelto a votar mi proposición, como lo hizo, no obstante sus principios de reverente lealtad al trono, pero enemigo de todo desmán del bando popular, advirtió que veía desnuda una espada en una tribuna. No lo notamos otros, pero clamamos contra ello si era verdad, y si lo fue, avergonzado el delincuente o loco, envainó u ocultó pronto su arma. Con paz y libertad pudo, pues, seguir Vega Infanzón sus declamaciones inconexas y repetidas, hasta que paró no por coacción, sino por cansancio. Replicóle con sentidas y pocas razones Argüelles, hasta entonces muy su amigo, y su cortés adversario en aquella hora. Fue, pues, la discusión breve, y llegado el momento de votar, pidieron algunos que se hiciese nominalmente, a los cuales acudí yo a acallar, persuadido de que una votación nominal en tales circunstancias, exigiendo de demasiadas personas algo de heroísmo, compelería a no pocas a vergonzosas contradicciones de sus mismos pensamientos y deseos. Votóse, pues por sentados y levantados, levantándose casi todos los presentes, pero no todos, lo cual prueba que hubo libertad para votar contra mi proposición, pues en los pocos que así lo hicieron nadie hizo alto. Vi levantados a algunos de cuyas opiniones esperaba yo con fundamento que me fueran contrarios en aquel trance, pero a quienes tal vez movió el miedo a aprobar, o a quienes no se ocultó, ser lo propuesto un mal gravísimo, pero necesario, según el punto en que estaban las cosas. Otros, en corto número, se ausentaron del salón, y tres o cuatro se pusieron entre los últimos bancos y la pared, en donde no votaban, y donde aparecían como indecisos entre si votarían o no; espíritus pobres tan amedrentados, que hasta en salirse de aquel lugar veían peligro. Lo cierto es que por un cálculo hecho por mí y por otros, votaron hasta noventa mi proposición, aunque, andando el tiempo, resultaron en la apariencia ser bastantes menos, porque, como a su tiempo diré, recayó una dura sentencia contra quienes dieron este voto, y hubo más de veinte que valiéndose de no haber sido la votación nominal, negaron haber votado como hicieron, con gusto del Gobierno del rey restablecido en su poder, al cual acomodaba hacer ocultar, contra la misma verdad, que el atropellamiento hecho de su dignidad y persona, sobre haber sido un delito atroz, adolecía del vicio de haber sido aprobado por un corto número, no bastante a legitimar ni aun actos de poca importancia.

Aprobada mi última proposición, procedióse a nombrar la Regencia, cuya gobernación sólo se extendía al tiempo que tardase el rey en estar abrigado prisionero detrás de las fortificaciones que habían sido límite al poder de Napoleón en su victoriosa carrera. Una Comisión hizo la propuesta de las personas que habían de componerla, y lo que propuso fue aprobado inmediatamente. Procurando ajustarse algo a la Constitución que todos estaban violando, pero con la diferencia de que unos la violaban para acabar con ella y otros con sincero deseo de salvarla, fueron escogidos para regentes los dos consejeros de Estado más antiguos, como debía suceder en toda Regencia interina; pero se les puso por cabeza un diputado a Cortes, que fue don Cayetano Valdés, quien puso en un peligroso puesto el respeto con que era mirado y conocerse su valor, firmeza y calidad de súbdito leal y sumiso del monarca, al cual se veía obligado a desacatar y sustituir en aquel duro trance. Los dos corregentes consejeros de Estado fueron el general

de Marina don Gabriel Ciscar, y el de Ejército don Gaspar de Vigodet. El primero, constitucional antiguo y perseguido en 1814, propendía a ideas extremadas en política, y cargó con el peso que echaban sobre sus hombros, si no con gusto, sin repugnancia. En muy otro caso se hallaba Vigodet, que había privado con Fernando VII en los días en que este monarca reinaba no sólo sin Constitución, sino persiguiendo sangrientamente a los constitucionales, que después aún, portándose como fiel a la nueva ley política, no había con todo eso dejado de ser cortesano, que por ser caballero y agradecido debía tener y tenía empeño en no agraviar al príncipe, de quien había recibido favores, y que por su condición de hombre cauto, si bien distaba mucho de querer mudar de bandera, no quería ligar irremediablemente su fortuna a una cuya pronta caída todos consideraban infalible. Así, hubo Vigodet de consultar a Fernando sobre si aceptaría o no el cargo de regente que le hacía usurpador de la regia autoridad y carcelero de las personas reales. Respondióle el rey que aceptase, pues más convenía a su majestad caer en poder de amigos, que de contrarios. Aceptó, pues, Vigodet, y por ello fue perseguido andando el tiempo, sin que le salvase de una sentencia dura recordar la circunstancia del real beneplácito, obtenido en secreto, para aparecer en público delincuente.

Nobles y sentidas fueron unas pocas palabras que dijo Valdés al Congreso al encargarse de la Regencia. «Más de una vez-dijo-he sido vencido en mi carrera militar, pero he procurado siempre cumplir con mi obligación, y ahora prometo hacer cuanto esté de mi parte para desempeñar el cargo que acaba de conferírseme.» Daba realce a estas frases el aspecto de quien las decía, de fea persona y modo un tanto áspero, aunque cortés, como de cumplido caballero, de estilo singularmente llano al expresarse, con alta y merecida reputación de honrado y valeroso, y en la ocasión que voy ahora aquí conmemorando tan conmovido, que estaba a punto de derramar lágrimas, las cuales, cayendo por las mejillas de un anciano y valeroso militar, dan prodigiosa muestra de sus afectos, y los excitan iguales en todos cuantos le oyen y miran. Hasta daba más realce a tal escena estar ya medio cerrada la noche, y con muy poca luz el salón que era teatro de tan trágico drama. Saliéronse al instante los regentes a ejercer su autoridad para disponer con diligencia el viaje a Cádiz del rey cautivo. Quedaron las Cortes en sesión permanente; pero no habiendo de qué tratar, nadie hablaba y pocos estaban en el salón, dando sólo señal de que la sesión no estaba levantada seguir sentado en la silla de la presidencia el presidente, y en sus puestos los secretarios.

Afuera era grande la inquietud, pero ningún síntoma declaraba peligro de que fuese turbado el público sosiego. Los liberales extremados estaban contentos, y también se creían seguros, viendo a su cabeza al Congreso; los de la opinión opuesta no osaban moverse siendo probable que estaban dispuestos para cualquiera otra situación de las rosas que la que resultaba de estar el rey destronado. Sin embargo, en breve fueron sorprendidos en una Junta deliberando sobre los sucesos que a la sazón pasaban, y con trazas de intentar dar un golpe, varios parciales conocidos de Fernando, a cuya cabeza estaba el escocés don Juan Downie, súbdito inglés y general al servicio de España, señalado en la guerra de la Independencia por buenos servicios, y en su conducta por no comunes extravagancias, cuyo arrojo y caprichoso carácter le hacían propio para capitanear una empresa como sería la de alzar bandera contra el Congreso en aquella hora. No hicieron resistencia los que así fueron sorprendidos. Presos que fueron, sus aprehensores blasonaron de haber cortado en su principio un levantamiento temible que iba a ser llevado a efecto en aquella misma noche. No pudo probarse tanto, y aun hoy está en duda si Downie y sus cómplices pensaban er poner por obra, desde luego, sus planes, siendo indudable que los que estaban aún formando eran encaminados a volver a Fernando su autoridad, pero siendo muy de creer que, no viéndose con medios para recurrir a la fuerza en aquel instante, estaban entonces congregados, más para lamentar lo ocurrido con la persona de su majestad, que para poner a ello pronto y eficaz remedio.

La prisión de estos conjurados dio ánimo a los constitucionales todos, que supusieron haber dado ya con, el peligro principal, y desvanecídole por lo pronto. Así, fue la noche de menos congoja y susto que debería haberlo sido.

La Regencia había notificado al rey lo dispuesto por las Cortes, y Fernando había doblado la cabeza y dejado obrar a su gusto a sus dominadores. Iba tratándose del viaje, y aunque parecía fácil disponerle siendo de tan pocas leguas, todavía se levantaban contra que se emprendiese, desde luego, obstáculos imprevistos y no leves. Las Cortes seguían como quedaron desde el momento en que de ellas salió la Regencia. Pocas luces alumbraban el salón, pocos diputados estaban en los asientos, y pocos espectadores había en las tribunas: pero la opaca luz, la presencia del presidente en su silla, la de otros en los bancos hablando entre sí en voz baja, la alguna, aunque escasa concurrencia, compuesta de gente casi toda interesada en lo que estaba pasando, los rostros donde estaban retratadas la inquietud y tristeza, y sobre todo ello la consideración de lo crítico y doloroso de la amarga situación en que se veían la fortuna pública y la de no pocos particulares, formaban un espectáculo solemne y melancólico, que no carecía de grandeza ciertamente.

Yo, a quien la suerte había hecho el principal actor en los sucesos de aquel día, estaba en medio de esto luchando con mi calentura sobre las demás cosas con que batallaba mi pensamiento. Pasé la noche, y había pasado el día, sin tomar alimento alguno y bebiendo agua de limón con goma arábiga, ateniéndome al sistema médico de Broussais, de que era yo entonces muy apasionado, habiendo leído algo de medicina. Me sentaba a ratos, y otros ratos me tendía en el espacio que quedaba entre la espalda del dosel del trono y la pared, de la cual estaba aquél desviado algún trecho, y allí, descansando la cabeza sobre uno de los cojines que servían para hincar la rodilla los diputados al hacer su juramento de portarse leal y fielmente como tales, descansaba y aun dormitaba algunos minutos, pasados los cuales me levantaba y volvía a mi asiento, o me paseaba, o por detrás de los bancos en el salón, o en las piezas contiguas. Solían venirme con mensajes y avisos, porque habiendo yo sido quien había propuesto la gran resolución, aprobada en la confusión común de ideas, era mirado por algunos en aquellas horas como si en mí residiese la voluntad y la fuerza del Congreso. Pasóse de este modo la noche del 11 al 12 de junio, breve como las de aquel mes, y amaneció el siguiente día tétrico para los hombres que teníamos parte en el doloroso negocio político pendiente, claro y sereno para los indiferentes, si alguno había, y para la naturaleza toda, como suelen serlo los de aquella pura atmósfera y aquel cielo ordinariamente despejado.

Iban lentos los preparativos del viaje. Oponíase por principal impedimento a emprenderle la fuerza de inercia. Nadie desobedecía, pero tampoco había quien obedeciese a los regentes, y las órdenes que daban no eran cumplidas, por falta de ejecutores. De los generales llamados para ir mandando la crecida escolta que había de ir acompañando al rey, apenas hubo quien respondiese al llamamiento, escondiéndose unos y dando otros frívolas excusas para no aceptar encargo tan desabrido; de suerte que uno de ellos alegó para no ir que no tenía a mano su uniforme ni su faja. Prestóse al cabo don Carlos Espinosa, y aun éste, que había sido de los primeros en proclamar la Constitución en Galicia, y que en premio de esta hazaña gozaba de una pensión, estando por lo mismo en extremo comprometido en la suerte del Gobierno constitucional y de la revolución toda, no consintió en tomar a su cargo tal mando sin haberse negado a ello primero. En aquel día o en el anterior se había salido de Sevilla el capitán general de Andalucía, y encargado de la formación del Ejército de reserva don Pedro Villacampa, y al irse de allí, donde más falta hacía su presencia, había dejado un escrito dirigido al Gobierno, en que, ponderando las dificultades de juntar fuerzas contra los franceses, y declarándolas insuperables, venía a condenar la guerra, o a aconsejar la sumisión a los extranjeros y al rey; extraño proceder que hizo a quien así obraba sospechoso en grado superior al que merecía serlo, pues eran acordes su lenguaje y conducta con el de los que habían ya hecho traición, y con el de que a ojos vistas estaban comenzando a hacerla, cuando en Villacampa no hubo tal intento ni otra cosa que incapacidad, y quizá haberse dejado llevar de consejos cuya mala índole ignoraba y siguió ignorando.

Lo que en lo militar, y peor, sucedía en el servicio civil. Escondióse casi todo el Ayuntamiento constitucional de Sevilla, al cual tocaba dar los medios de conducción para emprender el viaje, quedando en su puesto sólo dos o tres regidores, entre los cuales se señaló don Francisco del Arco, hermano del marqués de Arcohermoso, y después heredero de su título, familia toda de constitucionales ardorosos, así como lo era de cabales caballeros. Hasta en la Milicia nacional local de Sevilla se notaba el desorden y desconcierto, pues de ella, unos pocos, se preparaban a irse a Cádiz con la de Madrid y parte de la de Córdoba, que había venido siguiendo al duque de Rivas, hermano de mi amigo Saavedra, que hoy le ha heredado, y otros muchos trataban de esconderse o de congraciarse, con deservicios al Gobierno moribundo, el favor del Gobierno cuya resurrección veían cercana. Así fue que, al mediar el día 12, había fundado temor de que el rey hubiese de quedarse. En el desorden reinante, hasta los milicianos locales de Sevilla que estaban de guardia en el Congreso se retiraron a sus casas, dejando sólo ocho o diez en el puesto; de modo que si los numerosos y rabiosos realistas de Sevilla hubiesen tenido un tanto de arrojo, facilísimo les habría sido disolver las Cortes y ponerlo todo en confusión, de lo cual habría resultado para el rey seguro y pronto el triunfo, y comprado sin sangre de sus parciales. Tal era la situación a las tres o cuatro de la tarde, y hombre hubo, amigo de la causa constitucional y de las personas de varios diputados, que contó después que, habiéndose asomado a la galería a aquella hora y visto el Congreso tan poco concurrido, sin quien le custodiase y como difunto, se retiró, y combinando lo que había presenciado con todo cuanto de afuera sabía y veía, traspasada el alma de dolor, nos daba por perdidos sin remedio, y con nosotros a la Constitución de que éramos representantes. Poco menos nos sucedía en aquella hora, pues mirábamos el gran golpe que acabábamos de dar como malogrado. Pero no era posible que los constitucionales, cuyo número era grande todavía en Sevilla, dejásemos que acabasen con nosotros, no siendo por haber aprovechado una o dos horas de descuido, y así comenzábamos a alborotarnos, de suerte que, si no se hubiera puesto el rey en camino, habrían venido los lances de feroz y sanguinario desorden, que cabalmente había sido encaminado a impedir, y logró estorbar, el nombramiento de la Regencia. Al notar los palaciegos y demás amigos del rey los síntomas de la furia que en algunos de sus contrarios se iba despertando y se manifestaba pronta a romper en atroces excesos, hubieron de dar avisos que decidieron a Femando a no diferir su partida. Así fue que, en una de las muchas veces que salí yo del Congreso y me encaminé hacia el Alcázar, oí a algunos amigos que no se iba el rey, y que ellos estaban resueltos a hacerle irse o quitarle la vida, y que de allí a poco, cuando menos lo esperaba, recibí la noticia de que iba ya de viaje, siendo esto cuando iba entrando la noche del 12. Comunicado que fue a las Cortes de oficio haber salido para Cádiz el rey, declaróse cerrada la sesión permanente, cuya duración había sido como de treinta y dos a treinta y cuatro horas. Entró entonces el mirar cada cual por sí, bien que para las Cortes en cuerpo estaba tomado el barco de vapor que había de salir para Sanlúcar de Barrameda el día siguiente, lo más temprano que la marea lo consintiese. El rey iba por tierra, acompañándole la Milicia nacional local de Madrid de infantería y caballería, reforzada con milicianos de la misma clase de Sevilla y Córdoba, y también alguna fuerza del Ejército, entre la cual iba parte del regimiento de caballería de Almansa. Riego quiso irse con el rey, como para cuidar de que no se escapase Fernando, como no fiándose en la Regencia que iba al lado de su majestad, ejerciendo la autoridad real. Esta oficiosa intervención de Riego dio margen a una imprudencia suya y de sus amigos, de la cual se originó una calumnia contra el mismo general y los constitucionales.

Tal fue el suceso de Sevilla en 11 y 12 de junio de 1823, suceso que dio motivo, y más que motivo pretexto, a crueles persecuciones, y que le ha dado y sigue dándole a amargas censuras. Le condenó tan decisivamente la fortuna, que el fallo de ésta ha sido confirmado por la opinión, a punto de ser difícil, por demás, no ya lograr una revocación de la sentencia, sino aun conseguir que una apelación de ella sea oída con detenimiento. Y, sin embargo, esta acción ruin es una de las de mi vida de que no estoy arrepentido; yo, que ahora hasta propendo a condenar mi propia conducta por haber contribuido al restablecimiento de la Constitución de 1819 y 1820, y que severamente condeno muchos de mis actos en mi carrera política, no considero hoy mismo ni delito ni locura haber suspendido al rey en el ejercicio de su autoridad en la hora y con las circunstancias en que fue discurrida y llevada a efecto tan dura, arrojada y extraña providencia. En verdad, lo hecho en Sevilla fue una consecuencia lógica forzosa de hechos anteriores, de estar al frente del Gobierno un rey que le era contrario, y de haber una guerra en que el mismo rey estaba de acuerdo con sus enemigos aparentes. Dejar a Fernando que intentara acabar con la Constitución en Sevilla habría sido, atendiendo a nuestras obligaciones de diputados, casi un delito, y mirando al interés de los constitucionales, al de las mismas reales personas, al de la Constitución, una locura insigne. Era inevitable, si se hubiese dejado al rey obrar a su antojo, que las pasiones de los constitucionales comprometidos los hubiesen impelido a acometer para defenderse; y como el acto de derribar la Constitución no podía ser hecho en paz ni en orden, es muy probable que, en el desorden y la refriega inevitables, las mismas personas reales hubieran sido víctimas de gente furibunda que se veía perdida, gente no poco numerosa en la residencia del Gobierno en aquellos momentos, y gente armada. Así, el general Álava decía, porque sinceramente lo pensaba así, que con votar en Sevilla el atropellamiento hecho con el rey había salvado la persona de su majestad y quizá algunas más de la real familia. Téngase presente que si cayó de allí a poco la Constitución, cayó, no en un tumulto, no en una pelea como habría caído forzosamente en el 11 de junio en Sevilla o en los días inmediatamente posteriores en la misma ciudad abierta, sobre la cual venían los enemigos, bastante seguros de entrar para que su próxima llegada no causase desesperados arrebatos de rabia y miedo, bastante lejanos todavía para que su presencia pudiese impedir excesos que después habrían castigado. Si dejar, pues, a Fernando con las manos libres en tal trance, siendo notorio que sólo habría de emplearlas en hacer todo el mal posible, provocando temibles resistencias, habría sido desatino, tampoco se acierta qué otro medio podría haber de sujetarle que el que por desdicha fue adoptado. A los ruegos respondía con duras negativas; a las amenazas habría respondido con la firmeza que le inspiraba tener cerca de Sevilla un Ejército francés, y dentro, a numerosos parciales. A un motín, habría intentado oponer su fuerza, y como rey algo habría podido y si no hubiese podido, era muy de temer para él un desastre. A todo estaban preparados el monarca y sus consejeros secretos; pero no a lo que se hizo, porque fue discurrido de pronto, y al instante puesto por obra.

Esto aparte, y aun cuando errase en lo que entonces hice, y yerre más gravemente en aprobarlo ahora, todavía no es justo suponer, como es costumbre hacerlo, el acto cometido contra la persona del rey como caso gratuito para mí, y lisonjero, y desde algún tiempo antes meditado. Protesto una y mil veces que lo miré como una necesidad dolorosa y como una grandísima desdicha, y que sólo pensé en él cuando, apremiando las circunstancias, no di con otro medio mejor de salir con urgencia del más grave apuro imaginable. Ajeno estaba entonces, como lo estaría hoy, de complacerme en ver ajada la majestad real, pues no era ni republicano ni de la escuela que, consintiendo en obedecer a reyes, los quiere faltos de la dignidad y autoridad necesarias en el trono y en quien lo ocupa. Ni tenía deseos de dar un golpe como el que en Sevilla di, pues antes bien habría hecho cuanto en mí cupiese para evitar lo que yo creía necesidad de darle. Propuse la suspensión del rey como quien escoge del mal el menos, mirándola como gravísima, pero como mal inferior a otros que amenazaban. No ignoraba a qué peligro me exponía, pues consideraba el triunfo final de los franceses y de Fernando como muy seguro. Pero opinaba que no estando seguro del todo, bien era hacer un esfuerzo para ver si al cabo España, humillada por la invasión, se movía contra los extranjeros invasores, para lo cual convenía tener en Cádiz el Gobierno constitucional al abrigo de una sorpresa. Bien conozco que éstas eran ilusiones, y que de lo que había pasado desde la entrada de los franceses en España dos meses antes debería haber colegido que los españoles en general estaban resueltos, o a mirarlos como amigos en vez de contrarios, o a sujetarse a ellos, aun siendo de mala voluntad, por no juzgar posible resistirles con buen éxito, o por no querer hacer sacrificio alguno por donde fuese larga y vigorosa la resistencia. Pero si así me alucinaba, condénese mi alucinamiento sólo en el grado a que llegó y de que es digno.