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Memorias de D. Antonio Alcalá Galiano publicadas por su hijo

Antonio Alcalá Galiano




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Cuando en 1878 publiqué, coleccionados en forma de libro, los artículos que con el título de Recuerdos de un anciano escribió el autor de la presente obra, en la revista llamada La América, dije al lector, entre otras cosas, lo siguiente:

«Más tarde, cuando las circunstancias lo permitan, se publicará la obra póstuma del autor, que es como la fuente y origen de donde proceden estos episodios; sus memorias inéditas, en que se presentará al público el personaje en la vida política y privada, desnudo de todo atavío, tal como fue en sus propósitos y en sus hechos, y derramando cual brillante antorcha la más viva luz sobre los sucesos de los dos primeros períodos de la revolución española.»

Hoy, que ha llegado el momento de cumplir esta promesa, que era a la vez mi más vivo deseo, perdóneme el público el retraso con que ante él presento la obra anunciada entonces, y permítame que le precedan algunas ligeras aclaraciones por parte mía.

Al dar a conocer en toda su integridad el manuscrito original de las MEMORIAS de mi padre, del cual ya publiqué varios capítulos en los suplementos literarios de El Día, creo necesario acompañar ahora alguna, si bien sucinta advertencia, encaminada a explicar los motivos que me mueven a entregar a la imprenta esta obra póstuma del que, al par que era y es objeto constante de todo mi amor y veneración, logró ser considerado por sus propios contemporáneos como orador eminente, repúblico íntegro y escritor castizo.

Su repentina muerte no le permitió dictar en aquella hora sus últimas voluntades; pero cuando en el seno de la familia hablaba de lo que debería hacerse en el día en que faltase, idea que en la avanzada edad a que había llegado era natural que se presentase con frecuencia a su imaginación, alguna vez me indicó su deseo de que, no bien transcurriese algún tiempo de su fallecimiento, tratase yo de publicar el manuscrito de sus MEMORIAS, por estimarlo así necesario a la verdad histórica, y a la honra y buena fama de su nombre. Efectivamente, en este escrito, donde a cada paso se ve claramente la sinceridad con que el autor se expresa y la severidad con que a sí propio se juzga, desvanece diversas e injustas acusaciones de que fue a menudo víctima durante su larga carrera política. Nunca podré sentir bastante que el tercero y último tomo de estas MEMORIAS, que, según le oí, comprendía desde el año 24 al 40, haya desaparecido casi por completo, pues sólo me restan fragmentos del principio, que se refieren a su emigración en Inglaterra, y otros muy inconexos del 34 al 36. Perdidos no sé cómo ni cuándo, pero completamente perdidos, por desgracia, sobre ser materiales preciosos para reconstruir la historia de aquella accidentada época, eran a la vez, según le oí afirmar, una vindicación de su conducta política en los días en que naturalmente, por la fuerza de los sucesos y de las enseñanzas adquiridas con su notable espíritu de observación, se fueron modificando sus ideas, y pasó de las filas liberales a las conservadoras, sin que en esta evolución le guiasen miras mezquinas, sino la fuerza del convencimiento y los mandatos de su severa conciencia.

Aparte, pues, del mérito que encierre la presente obra, de que no cabe pueda creerse juez imparcial ni competente el que estas líneas escribe, presentar la que consideraba el autor vindicación de su conducta, y cumplir el encargo solemne y sagrado de hacerlo, dándola a conocer al público, entendía yo que debía ser para mí el más imprescindible de los deberes. Así es que, pasados los primeros momentos en que me entregué al acerbo dolor causado por tan irreparable pérdida, pensé no sólo en dar a luz estas MEMORIAS, sino en reunir sus muchos y diversos escritos para publicar una colección de sus obras, lo más completa que me fuera posible, creyendo prestar así un tributo de cariño y un homenaje de respeto a mi padre, a la par que un servicio a las letras españolas. Pero no era pequeña tarea la que me había impuesto, porque siendo mi padre, como es sabido, hombre en extremo descuidado, y sobre todo en lo que a sí propio se refería, nunca conservó, o por lo menos desde que yo alcancé la edad de la razón, he visto que tuviese un solo ejemplar de ninguna de sus obras. A pesar de este inconveniente, valiéndome de la recapitulación de lo que había escrito, hecha en los apuntes biográficos que Ovilo y Otero publicó en la época de su fallecimiento, pude reunir no poco de lo allí citado, con alguna otra cosa inédita que en mi poder conservo, y el manuscrito de las MEMORIAS; y coleccionado que hube estos materiales, traté de buscar medios con que realizar la publicación.

Pero si al desaparecer mi padre del teatro del mundo no se le escasearon en el momento elogios, y aun honores, nadie encontré propicio para facilitarme los medios materiales con que pudiese cumplir éste que yo entendía deber mío. Y aquí estará bien que diga que, habiéndome dejado mi honradísimo padre, por única y para mí muy preciada herencia, un nombre intachado e intachable, cosa bien rara en los tiempos que corren, en que tantos han sabido desmentir el antiguo refrán de que honra y provecho no caben en un saco, no me fue entonces posible, por falta de recursos, hacer la impresión de estas obras.

De todas las amargas contrariedades en que ya abunda, por desgracia, mi vida, ninguna me ha sido tal vez tan penosa como la de ver mi impotencia para llevar a cabo el encargo de mi padre. No cabiéndome otro recurso, he esperado con resignación, y hasta ahora en vano, que se me presentase oportunidad para realizar mi propósito, siquiera fuese limitándole a la publicación de las MEMORIAS.

Hoy que puedo contar con los medios necesarios para la publicación de esta obra, gracias al generoso concurso de mi querido primo el conde de Casa Valencia, que, entre las dotes intelectuales y morales que todo el mundo le reconoce, cuenta la singular y para mí tan preciada de tener en mucho cuanto se refiere al glorioso apellido que ambos con el mismo orgullo, si bien con desigual brillo, llevamos, tocándome a mí ser rama desgajada y marchita del añoso tronco, al par que de la suya lozana brotan con vigor los retoños del frondoso árbol que lleva ya dados a España tantos hombres ilustres en la ciencia, en las armas, en la tribuna y en la prensa, séame lícito decir al público lo que debo al cariñoso pariente; al consignar en este lugar el testimonio de mi gratitud, rogar al que tal apoyo me presta que acepte esta expresión de mi reconocimiento, apreciándola en lo que vale no por quien la ofrece, sino por la sinceridad y efusión con que procura manifestársela una inteligencia, en sus medios humilde, pero puesta en este momento al servicio de un corazón agradecido.

El manuscrito de las MEMORIAS va a ver la luz pública tal cual lo escribió su autor, no habiéndome permitido hacer en su texto la menor alteración ni supresión (que hubiera sido a mi ver un atentado), salvo el dividirle en capítulos y poner al frente de cada uno de ellos un resumen que facilite su lectura y consulta. Esto mismo se notará fácilmente por el lector, porque escrita la obra toda seguida y sin más división que la de tomos, por más cuidado que haya querido emplear en la repartición de capítulos, resultan estos desiguales, y las materias tratadas en cada uno no forman un cuadro completo y armónico, como en las obras en que el autor dispone ya de esta manera su producción. También sucede a veces que el primer párrafo de un capítulo, que por su asunto principal se aparta por completo del último del anterior, forma con él un enlace de referencia gramatical; pero si esto hubiera sido posible enmendarlo sin gran trabajo, fiel a mi propósito de no tocar al original, lo he dejado tal cual estaba, recordando, además, en aquel momento, el conocido principio de un capítulo de El Quijote: La del alba sería...

Otra de las imperfecciones de que podrá adolecer esta obra es la nacida de ser su manuscrito de dos letras, cada una en su clase bien confusas; la del autor, que no peca de clara, y la de su escribiente, que, sobre tenerla mala, cometía graves faltas de ortografía, y aun suprimía palabras, escribiendo, según parece, al dictado, y no corrigiendo el autor la tarea realizada.

Esto ha hecho a veces difícil restablecer el sentido de oraciones truncadas por el inexperto amanuense, y otras imposible, o punto menos, adivinar los nombres propios, a menudo citados en el texto.

También debo añadir, a título de indicación necesaria para la inteligencia de estas MEMORIAS, que fueron escritas en los años de 1847 al 49.

Aun cuando casi todos los personajes a que las MEMORIAS se refieren han dejado ya de existir, preveo que el juicio emitido en ellas sobre algunos, y la narración de ciertos hechos, pueden dar lugar a reclamación de parte; y por si tal caso se presentase, debo declarar anticipadamente que, no poseyendo yo papeles ni documentos que sirvan de comprobación a los asertos del libro, no me hallo en el caso de contestar ni refutar a quienes se crean mal juzgados.

Sólo sí debo decir que quien con tal severidad se trata a sí mismo; quien no escasea la más rígida censura para sus propios actos; quien revela en toda su desnudez hasta los más íntimos y tristes pormenores de su vida privada, dando por momentos a su obra el carácter de verdaderas Confesiones, no es de creer que le falte serenidad de juicio para juzgar a los extraños.

Tal vez haya quien piense que publicación de tal índole debería haber sido precedida de un prólogo o introducción de algunos de nuestros más notables escritores; pero yo entiendo que una obra como ésta, de autor reputado, referente a sucesos curiosos y mal conocidos hasta ahora, se basta a sí misma para llamar la atención del público, sin necesidad de pedestal que la levante.

¿Será ésta presunción excesiva? Tal vez; pero ha de encontrarse disculpada por el amor filial que la dicta.

Pronto el público será juez, y a su fallo lo someto.

Antonio Alcalá Galiano (hijo).

Madrid, 1º de febrero de 1886.






ArribaAbajoPrimera parte


ArribaAbajoCapítulo primero

Propósito de la obra.-Linaje, hechos y condición de los parientes del autor.-Su nacimiento.-Embarco de su padre para dar la vuelta al mundo.-Carácter y prendas de su madre.-Educación que recibe y precocidad que demuestra.-Visita a su abuelo en las líneas de Gibraltar.


Voy a referir los sucesos de mi vida, con los cuales están eslabonados muchos de los más importantes de mi patria. Razón esta última que me disculpará en alguna manera de la nota de presuntuoso que justamente se me podría poner por el hecho de ocupar la atención pública en negocios de mi pobre persona, pues con la grandeza de un objeto quedará compensada la pequeñez suma del otro, con él tan audazmente apareado. Bien que tampoco se debe extrañar que algo diga de mí propio, cuando tanto, y no en mi honra, han dicho y dicen varios escritores; pareciendo muy justo que, si bien de chica estatura moral o intelectual, pero levantado sobre un pedestal enorme, habiéndome dado a conocer en grado superior al de mis merecimientos, quiera manifestarme tal cual soy, o cual me creo yo mismo, y no según me pintan la malquerencia de mis contrarios o la equivocación de otros a quienes estos alucinan. Razón hay para que se defienda un hombre a quien agravian, para que se sincere un sujeto al cual hacen cargos completamente injustos muchos, abultados otros, y unos pocos, si justos, de los que admiten disculpa; y por eso procuraré refutar calumniosas acusaciones, desvanecer errados supuestos, vociferar flaquezas cuando en mí las conozca, ya se trate de lo presente, ya de lo pasado, reducir a sus verdaderas dimensiones culpas que, siendo veniales, han sido pintadas o son tenidas por gravísimas, todo ello sin darme por menos falible ahora que lo he sido antes, convencido de lo posible de ser nuevo yerro el que estimo desengaño, pero con intención sana y con lisura, no mereciendo censura severa si me engaña o descamina el celo de mi propia honra.

Al hablar de mí, debo decir algo de mi familia. Esto no está al uso ahora, al menos en España, donde las ideas democráticas predominan. Sin embargo, aquí mismo, y ahora, no dejan de manifestarse vanidades aristocráticas, ya reliquias de antiguas ideas y costumbres, ya nuevas y a imitación de lo que pasa en los pueblos extraños. No es tan nueva la doctrina de la igualdad que no esté predicada por autores antiguos, aun de época en que éramos los españoles muy linajudos. Cervantes dice que, haldados puede haber caballeros, y cuando más, que cada uno es hijo de sus obras; y Cervantes tenía en mucho las circunstancias de la cuna más o menos ilustre. En la democrática Francia de nuestros días, o en la República angloamericana, donde impera la muchedumbre y falta clase alguna de privilegios, todavía se atiende a la casualidad del nacimiento, y son, si no en el gobierno, en la sociedad tenidos en estima los que pueden blasonar de corresponder a familias de grande o siquiera mediano lustre. Lo cierto es que esta ventaja, como todas, es apreciada por quienes la poseen, y rebajada por quienes de ella están faltos; y que ventaja es, lo declara la opinión de todos los pueblos en todas las edades.

No tengo yo la honra de llevar uno de los nombres o dígase apellidos señalados en la historia antigua de mi patria, y contados entre los principales de estos reinos. Pero tampoco soy un aventurero elevado por la revolución, como se figuran muchos, que sólo saben de mí que hablaba en la Fontana de Oro de 1820, suponiendo que fue la tribuna de aquel café la base del edificio de mi fortuna y fama. Si consulto antiguos documentos, desciendo, por el lado paterno, de un Guillén de Alcalá, personaje de cuenta en el siglo XII. Este apellido se unió en el siglo XVI con el de Galiano, que lo era de familia ilustre del reino de Murcia. En el mismo siglo se fundó mayorazgo por mis antepasados en la villa de doña Mencía, provincia de Córdoba, donde está mi casa solariega, quedando hecho de Alcalá y Galiano un solo apellido compuesto, que había de tomar quien heredase la vinculación de la casa.

Mi madre llevaba el apellido de Villavicencio, de la rama de los Fernández, y no de los Núñez, y era prima en tercer grado del duque de San Lorenzo, padre del que hoy lleva este título; esto es, descendía del mismo tatarabuelo, siendo hermano su bisabuelo de una Villavicencio, marquesa de la Mesa.

Por el apellido de Pareja, también ilustre, era mi madre prima segunda de mi abuelo paterno, con otro parentesco más, por lo cual, para casarse con mi padre, hubo menester doble dispensa. Por fin, el apellido de la Serna, segundo de mi madre (pues Pareja era el cuarto), tenía, sobre ser antiguo y bueno, cierta clase de ilustración, que era ser los que le llevaban, por lo común, agudos e instruídos, mucho más que lo común en caballeros o señores de provincia. De mi bisabuelo materno, o abuelo materno de mi madre, habla el padre Feijoo con motivo de haber tenido con él correspondencia sobre un niño bicípite, nacido en Medina Sidonia, y le menciona diciendo de él: «Don Luis de la Serna y Espínola, regidor de Medina Sidonia, que es un caballero muy discreto.»

Pero dejando antiguas alcurnias, no estará demás hablar de la situación de mis padres y familia cuando yo nací, porque esto ya influyó en mi situación en mis primeros años. En verdad, en la hora en que vine al mundo, los míos estaban, si no en grande encumbramiento, en situación bastante ventajosa para mi futura carrera, situación que los llevó a adelantos notables, según apuntaré ahora mismo.

Mi abuelo, don Antonio Alcalá Galiano y Pareja, era teniente coronel del regimiento de milicias provinciales de Bujalance. Poseía el mayorazgo de la casa, y servía en milicias, como solían en aquella época los caballeros de tierra adentro. Después pasó a coronel del regimiento provincial de Écija. En la guerra del Rosellón, en 1793 y 1794, se distinguió por su valor y tuvo la fortuna de contribuir a la gloriosa defensa de Bellegarde, a la par casi con su gobernador; siendo ésta una de las pocas defensas honrosas al nombre español hechas en aquellas campañas de poco lustre y muy mala fortuna. Siguióse de ahí ascender a brigadier de ejército, y al fin de su vida a mariscal de campo, y obtener una buena encomienda en la Orden de Alcántara, de que fue caballero, así como mi padre, su hijo y los dos hermanos de mi madre, mirando yo siempre por esto la cruz verde con singular respeto y cariño.

El primogénito de mi abuelo, y hermano mayor de mi padre, que nació cuando el suyo contaba ya cabales dieciséis años de su edad, servía también en milicias provinciales como mayorazgo de provincia, y en la misma guerra de Francia se señaló tanto por su bizarría, que hubo de ascender a coronel en breve tiempo, cuando no se andaba largo en premiar, como es ahora costumbre. Cortó la muerte su carrera, cayendo en una de las derrotas que hicieron tan funesto a España el año de 1794. Dejó varios hijos, con los que ha sido dura la fortuna, salvo el que heredó el mayorazgo de la casa, tampoco muy feliz, bien que por culpas propias, habiéndose acarreado temprana muerte con vituperables excesos.

El segundo hermano de mi padre contribuyó al nombre y a los adelantos de la familia. Llamábase don Vicente, y entrando a servir en el Real Colegio de Artillería de Segovia, dio desde luego muestras de muy aventajado en sus estudios; de forma que, salido a oficial, hubo de quedarse de maestro. Dedicóse en tanto a otra clase de estudios, sin olvidar los científicos de su profesión. En literatura adquirió buenos conocimientos, llegando a ser escritor de mérito en sus días; pero a lo que más atendió y donde más llegó a sobresalir, fue en las cuestiones económicas. Hízose dueño de lo que se sabía en Europa en su tiempo, y más especialmente de la obra de Adam Smith, sobre la riqueza de las naciones, a la sazón no vulgarizada. A esto agregó después un conocimiento profundo del complicado antiguo sistema de la Hacienda de España, en lo cual de pocos ha sido igualado y por nadie excedido, conservándole aún mucha admiración los que se dedicaban al estudio del mismo ramo. Empezó mi tío a señalarse con obrillas que daba a la Sociedad Económica de Amigos del País, de Segovia, en la cual figuraba como uno de los socios más celosos e ilustrados. Con esto, soliendo estar cercana la corte, que pasaba todos los años al Real Sitio de San Ildefonso, llamó su persona la atención del conde de Lerena, ministro que era de Hacienda, reinando todavía Carlos III. Pasó mi tío de capitán de Artillería a comisario de guerra, y de ahí a oficial de la Secretaría del Despacho de Hacienda, llegando a privar con Lerena hasta lo sumo; y cuando a éste sucedió en el ministerio don Diego Gardoqui, no sólo manteniéndose, sino recibiendo aumentos en su privanza. Por algún tiempo era quien más podía en su ramo, y habría sido de hecho ministro, si no le hubiesen malquistado con la corte ciertas rarezas, porque a un tiempo era cortesano en lo sumiso, e independiente en lo censor de los desórdenes de sus días, señalándose por lo íntegro, a la par que por lo encogido y falto de mundo. Dio también en ser republicano en teórica, aunque en la práctica fiel y reverente servidor de su soberano. Resta decir que murió siendo tesorero general en Cádiz, sitiada por los franceses en 1810, trayéndole la muerte la fiebre amarilla, cuando contaba pocos años sobre los cincuenta.

El tercer hermano fue mi padre.

El cuarto, cuyo nombre era Antonio, así como el mío, nombre muy común en la familia, y que sigue siéndolo, dando margen a equivocar los dichos y hechos de unas personas con otras, estudió leyes, y no bien concluyó sus estudios, cuando, a uso de aquellos días, en los que raras personas distinguidas hacían de abogados, vistió la toga, siendo nombrado alcalde del crimen en la Chancillería de Valladolid, muy mozo todavía. Éste llegó a ser consejero de Hacienda, y murió en 1826. Empezó una obra titulada Máximas de legislación, que algunos me han atribuido. En su juventud fue también de ideas innovadoras y democráticas; pero con los años mudó, y el último período de su vida fue señalado por su celo de la causa del trono.

Tuvo mi padre dos hermanas. La una vivió y murió en un convento. La otra se casó con un brigadier de Artillería, don Antonio Valcárcel, que después, por fallecimiento de sus hermanos mayores sin hijos, heredó el título de marqués de Medina, ilustre, pero pobre en rentas. Mi tía falleció en 1813, en el mar del Sur, donde su marido había sido nombrado capitán general de Chile, siendo teniente general de ejército, pero las revueltas de aquellas tierras no le consintieron ejercer su cargo, y trasladándose ambos consortes de uno a otro punto de aquellas costas y de las vecinas del Perú, acometidos en el buque en que iban de una enfermedad pestilente y aguda, fallecieron, mediante poquísimos días de la muerte del uno a la del otro, con lo cual tuvo algo de tierno y novelesco un fin, por otra parte, ordinario. Dejaron tres hijos, que todos murieron en edad temprana, y una hija, que aún vive, casada con don José Gener, oficial que ha sido de la Secretaría del Despacho de Hacienda. El primogénito, aunque murió joven, se había ya casado con una hija del marqués de la Regalía, y dejó una niña heredera de su título, pero apenas de su hacienda, la cual ha venido casi a nada.

Resta decir de la familia de mi madre, con la cual particularmente me crié.

Mi madre era la última entre sus hermanos, de los cuales, habiendo muerto algunos, vivían dos varones y cuatro hembras. Aquellos entraron a servir en la Armada, habiendo venido su padre y mi abuelo materno, don Antonio Villavicencio, a circunstancias, si no de pobreza, tales, que precisaban a sus hijos a buscar carrera. Ambos entraron a un tiempo en el Real Colegio de Guardias Marinas, siendo forzoso fingirles la edad, por tener el primero más y el segundo menos que la necesaria para ser admitidos. Fue muy desigual la fortuna de estos hermanos, aunque la mala e injusta del mayor de ellos mejoró algo, poco, antes de su muerte. Don Rafael de Villavicencio, que es el de quien hablo, era de regular talento, de alguna cultura y buen oficial de marina; pero con su honradez y valor hermanaba encogimiento, darse demasiado a su casa y familia, y ser de poco brillo, aunque de festivo humor y chistoso. Siguió su carrera sin reveses, pero sin los aumentos debidos. En las desdichas de la Armada española no tuvo parte hasta 1805. Vivía, sin embargo, pospuesto, y era simple capitán de navío cuando su hermano, don Juan María, menor que él en siete años, e igual en antigüedad en el servicio, ceñía ya la faja de jefe de escuadra. En 1799, habiendo salido con el navío que mandaba en la escuadra combinada que al mando del almirante Bruix navegaba para Brest, fue separado por el temporal de sus compañeros, y vecino a las costas meridionales de Portugal, se vio en medio de una escuadra inglesa. No perdió con todo eso ánimo; entróse en un puertecillo portugués, y allí se abrigó malamente. Los orgullosos ingleses, acostumbrados a tratar a Portugal como tierra propia, o como sierva, se dirigieron a apresarle allí, sin respetar la neutralidad del territorio. Mi tío entonces envió a decir a los del pueblecillo vecino al lugar de su fondeadero que abrasaría la población con el fuego de sus cañones si no encontraba en ella la protección que le era debida. Surtió efecto la amenaza, y los portugueses convencieron a sus prepotentes amigos o dominadores a que dejasen libre el navío español. A poco, aprovechando mi tío una ocasión favorable, se hizo a la mar, y se metió en Cádiz. Ni aun por esta acción alcanzó premio. Años después, en el combate dado enfrente del cabo de Finisterre, en julio de 1805, cayendo sotaventado entre la escuadra enemiga, y mal socorrido por los franceses, que no acertaron a sustentar bien la pelea en que entraron los pocos españoles unidos con ellos, hizo una vigorosa defensa, y si bien hubo al cabo de arriar bandera y entregarse, alcanzó con su resistencia honra y gloria. Por este revés honroso fue al fin hecho brigadier. De ahí a poco, obtuvo la faja cuando su hermano menor la tenía desde más de cinco años antes, ya con el segundo bordado. Murió este tío mío en 1810, de sesenta y tres años, muy sentido por mí, que lo traté acaso más que a mis otros parientes varones, y a cuyas dos hijas mellizas, mis primas hermanas, he mirado siempre con cariño fraternal.

Muy diversa vino a ser, como dejo dicho, la suerte del otro hermano de mi madre, personaje notable y a quien siempre tuve yo la consideración de que disfrutaba en la familia, siendo, además, mi padrino de bautismo. Don Juan María Villavicencio, a quien me refiero, tenía en verdad singular talento y calidades no comunes; chistoso por demás, en su gesto serio y aun desabrido, satírico, a veces cáustico, buen marino, aunque no de los eminentes en la parte científica, de muy varia instrucción, si no profunda, con habilidades de cortesano, si bien a menudo con repugnancia a serlo, principalmente antes de la vejez, con don de gentes para el mundo, a pesar de ser duro y caprichoso, reverente y murmurador, pero fiel y puntual; con tales cualidades adelantó rápidamente en su carrera en la Armada, sin dejar de hacer navegaciones largas y peligrosas; pisó con frecuencia, no sin concepto ni sin ventaja, los términos de la corte, y paró en tener las más altas dignidades, hasta la de Regente del Reino en la regencia más calificada entre cuantas hubo cuando, cautivo Fernando VII en Francia, sustentó la nación española la causa de su honor e independencia. Los libros de este tío mío, que eran algunos y escogidos, sirvieron en gran manera a mi enseñanza, y de su conversación y ejemplo tomé mucho, siendo él muy amado de mi madre, aunque debo decir que en lo mucho que le traté más le tenía de consideración que de cariño.

De las hermanas de mi madre, ésta y una más se casaron; las dos mayores quedaron solteras. Cada una de las primeras. tomó consigo a una de las segundas. La que tocó en suerte a mi madre me profesó amor maternal arrebatado. Fue su destino en edad avanzada tener que seguirme a climas septentrionales, donde tierra, lengua, costumbres, todo era para ella muy ajeno de sus hábitos y aficiones, y esto no obstante, resistió a nueve años de destierro en Inglaterra y Francia, y hubo de alargar sus días hasta morir, ya de ochenta y dos años, a los cinco de haber vuelto a España, causándome su pérdida un dolor de los que se sienten cuando pierden las criaturas el último lazo que las liga a su vida antigua, esto es, a sus mejores años.

Tiempo es ya de hablar de mí mismo, y confío en que se me disimularán las noticias que anteceden, en fuerza de la razón que me mueve a hacerlas; pues representado por algunos con malicia y por otros con equivocación, y creído por muchos un aventurero político, cuya fortuna es debida a las revueltas y desdichas de su patria, como la de tantos de quienes hay abundantes ejemplos, he estimado justo decir las que, aún siendo verdades impertinentes, no por esto pierden su carácter de verdades. Fuera de esto, si hay quien me culpe de vanidades pueriles y fundadas en poco, doblaré humilde la cabeza a su sentencia, estimándola en parte justa, aunque pecando por severa, y alegando en mi defensa que merece algún perdón quien habla de sí propio, sobre todo en la vejez, amiga de parladurías, y en situación no ventajosa en que suelen los hombres abultarse a sus propios ojos, aún más que en otras ocasiones, sus merecimientos de cualquiera clase1.

Mi padre, nacido en la villa de Cabra, en octubre de 1760, era teniente de navío cuando yo vi la luz en Cádiz, a 22 de julio de 1789. Más de una vez, con las supersticiones de que nadie está exento, he meditado en la rara circunstancia que me hizo nacer a mí destinado a vivir entre revueltas e inquietudes y a tomar una parte considerable en las de mi patria, en el mes y año en que empezó en el mundo la más importante y grave mudanza que han visto todas las edades. En efecto, ocho días había de la caída de la Bastilla en París, lance primero de la gran tragedia que tanto conmovió a Francia y ha venido a dislacerar, a madurar y a renovar el mundo, cuando vi yo la luz primera. Confieso, por otra parte, que esta reflexión es impertinente, porque en los mismos días hubieron de nacer miles destinados a vida más pacífica y oscura que la mía, casi todos ellos a mejor fortuna, y los que a mala, aun de otra clase que la que me ha tocado en suerte.

En la hora de mi nacimiento vivían mis padres con un pasar mediano, tan distante de la riqueza cuanto de la estrechez, y con muy fundadas esperanzas de aumentos en su fortuna. Mi padre gozaba ya de alto concepto en su carrera. No bien concluyó sus primeros estudios, comunes a todos los oficiales de la Real Armada, cuando hubo de dedicarse a los que se llamaban mayores, o sea astronómicos, seguidos por pocos, y estos los más aprovechados de la marina española, a la sazón floreciente. Había ido en la expedición de don Vicente Tociño a levantar las cartas marítimas de las costas de España, obra muy honrosa a nuestra nación y de gran mérito para su tiempo, cuando ninguna otra poseía una colección de la misma clase tan completa y tan bien hecha, y obra en la cual trabajaban casi todos los oficiales de saber y buen concepto de aquellos días. En ella estaba empleado mi padre cuando resolvió el Gobierno español hacer un reconocimiento del estrecho de Magallanes para ver si era posible efectuar por él el tránsito del océano Atlántico al Pacífico, hecho por allí en la vez primera en que se dio la vuelta al mundo, y abandonado después de resultas de haber sido descubierto y doblado el cabo de Hornos, si bien en el siglo XVIII desgracias ocurridas a varias expediciones, y nacidas de la mala práctica, de tener miedo a la tierra y de engolfarse en altas latitudes, eran causa de ser mirada con cierto horror la navegación por las inmediaciones del mismo cabo que hoy se lleva a efecto con tan poco cuidado y peligro. De la relación impresa de este viaje casi infructuoso, por haberse reconocido que no convenía de modo alguno volver al paso del estrecho, consta que fue destinado a ella mi padre con don Alejandro Belmonte, ambos sacados de la expedición de Tociño como oficiales de superior inteligencia para la parte propiamente facultativa de aquella empresa. A ella fue mi padre a poco de haberse casado; y a su vuelta, efectuada en breve, fue cuando empezó mi existencia. Las navegaciones en la época de que trato proporcionaban algunas, bien que no grandes ventajas, a los oficiales de marina, entonces todavía bien pagados. Así es que, como dejo dicho, en el día de mi nacimiento vivía mi familia desahogadamente. Estaba entonces con mi madre la suya, y también su hijo don Juan, a la sazón capitán de navío, y juntos los bienes de todos, podía pasarse con más anchura.

Fui yo el primer fruto del matrimonio de mi padre, habiéndome precedido sólo un mal parto de mi madre. No por esto podía haber esperanzas de que heredase el mayorazgo de mi familia, pues el hermano mayor de mi padre estaba ya casado y tenía hijos, y el segundo era joven y robusto. Celebróse, con todo, mi nacimiento como si estuviese yo destinado a mejor suerte que la que entonces se me presentaba. Fui bautizado con pompa superior a la común, y me echó el agua el canónigo lectoral de la catedral de Cádiz, don Antonio Frianes y Ribero, predicador elocuente y hombre entendido y de alto concepto en Cádiz, celebrándose la ceremonia en la parroquia del Hospital Real, que era la castrense.

A los ocho días de haber yo nacido, hubo de dejarme mi padre para una ausencia de algunos años. Había sido destinado a una expedición cuyo encargo era dar la vuelta al mundo. Los viajes del inglés Cook y otros navegadores, y el que a la sazón estaba haciendo el francés La Pérouse, cuyo fin fue tan desdichado, tenían muy ocupada la atención de los gobiernos y pueblos europeos, y el Gobierno español, muy celoso entonces del lustre de su marina, no quería quedasen atrás en la carrera corrida a la sazón con tanta gloria por los extraños. El mando de esta expedición fue dado a don Alejandro Malaspina, italiano de nacimiento, aunque oficial al servicio de España desde el principio de su carrera, entendido en su profesión y de instrucción varia, hombre muy de mundo y cortesano travieso además, y que, como en su lugar se dirá, metido en enredos y marañas de corte, hubo de causar a su amigo, mi padre, algún daño y mayor peligro. La partida de mi padre, aunque dolorosa, prometía algunas ventajas, no siendo leves las que resultaban en los oficiales de marina de ser empleados en semejantes expediciones; sin contar con que, ganando en ellas en crédito los que le merecían, le proporcionaban notables aumentos en su fortuna.

Quedado yo solo, y según las apariencias por algunos años, al cuidado de mi madre, bien corría riesgo mi educación de haber sido descuidada, mayormente siendo yo mirado con extremos de cariño. Pero no fue así, aunque tal vez el equivocado amor materno, según referiré, proporcionándome algunas ventajas, no dejó de acarrearme inconvenientes de los que a ellas suelen ir anejos. Contaba yo sólo ocho meses, cuando nos trasladamos de Cádiz al pueblo contiguo, llamado la Real Isla de León, y hoy la ciudad de San Fernando, primero y principal departamento de marina. Esta población, hoy tan decaída, estaba a la sazón por demás floreciente, y eso que tenía pocos años de existencia, pues a mediados del siglo próximo pasado no había en el lugar donde hoy está más que uno o dos caseríos, y en la época en que yo en mi infancia pasé a habitar allí, don Antonio Ponz, en su Viaje de España, le supone un vecindario de más de cuarenta mil almas, cómputo exagerado, pero prueba de la repentina grandeza de aquel lugar, tanta era la a que había llegado entonces la Real Marina de España;

grandeza, por desgracia, fugaz y de brevísima duración, debiéndose el haber desaparecido en parte a culpas posteriores del Gobierno, y en parte a ser aquella fábrica desproporcionada a sus cimientos, no estribando sobre los de una numerosa marina mercante. Ello es que al abrirse los ojos de mi entendimiento vi el espectáculo de un pueblo, aunque pequeño, lucido, componiendo su lustre el de la oficialidad de marina. Natural era, pues, que mis primeros pensamientos y afectos fuesen todos de amor y respeto a un cuerpo lucido e ilustrado, que por todas partes me rodeaba y en el cual servían mis más cercanos parientes, mi padre y los dos hermanos de mi madre, con otros varios de mi familia. La carrera de marina era la que yo habría abrazado, si hubiese podido seguir mi gusto.

Pero conviene tratar de tiempos muy anteriores a los en que podía presentárseme la ocasión de elegir. Mi madre, desde mis más tiernos años, cuidó de mi crianza intelectual con esmero y aun con celo excesivo. Era señora bastante instruida para criada en una provincia de España y en aquella época; y no lo era menos su madre y mi abuela doña Juana de Laserna, que vivía a nuestro lado, que me amaba con idolatría, y a la cual pagaba yo mi afecto como suele hacerse en la primera infancia. Una y otra sabían bastante de historia, especialmente de la de España, leída, como es de suponer, en Mariana y otros autores castellanos de menos nota; una y otra habían leído mucha poesía, y señaladamente nuestro teatro antiguo, siendo idólatras de Calderón, y una y otra atendían algo a los sucesos políticos de su tiempo, en lo poco que en aquellos días se mezclaban en las cosas de Estado los meros particulares. No tenían, como era de presumir, el mejor juicio crítico o filosófico, aunque no careciesen de cierto gusto literario, si no el más acrisolado, tampoco torpe. De esto, ciertamente, no podía yo ser juez entonces; pero he venido a serlo después, conservando fidelísimamente en mi memoria mucho de lo que entonces oí de boca de personas tan queridas y veneradas, y una de las cuales, mi madre, vivió hasta tener yo edad en que pudiese formar juicio sobre esos conocimientos e ideas.

Lo cierto es que, recién cumplidos los tres años, había yo aprendido a leer, y lo hacía con perfección, para aquella edad, asombrosa. Contribuyó a que adquiriese estas dotes haber yo sido, naturalmente, lo que se llama adelantado, pues anduve y hablé antes que lo común en los niños; progresos físicos que, como se verá, no se sostuvieron. Sabiendo ya leer, fui puesto a escribir también muy prematuramente. Resultó de esto último cobrar malas mañas, que después no he podido remediar, aun en un modo singular de coger y llevar la pluma, con otros vicios en el carácter de mi letra. Pero en los estudios meramente intelectuales siguieron siendo notables mis progresos. A poco más de los cuatro años sabía de memoria gran parte de las fábulas de Samaniego, muchas de las de Iriarte, con los malos versos sobre la Historia de España, por el padre Isla, anejos a su traducción del compendio de Duchesne. Sin contar otras obras de igual o parecida naturaleza, en que estaba incluido el Catecismo de Fleury, porque cuidaban mucho de enterarme de la Historia Sagrada y de las doctrinas de la religión, mi abuela, que era devota, aunque no fanática, y mi madre, cuya piedad religiosa, sin ser tan ardiente e intensa, era, con todo eso, cabal y sincera. La verdad es que empecé a ser mirado como un prodigio chiquito, abultando fuera de toda medida mis méritos el tierno amor de los que me rodeaban, y aun la necesidad o la lisonja de algunos, entre los extraños, que me conocían. Mi crianza en la parte moral no era señalada por extremos viciosos de indulgencia, y, sin embargo, venía yo a ser completamente lo que se llama un niño mimado, aunque con una clase especial de mimo. Cuidábanse particularmente de no exponerme al calor ni al frío, y atendiéndose a mis estudios, materia de gusto y también de vanidad inocente, y de ellas no conocida, para mi madre y abuela, se me criaba apartado de otros muchachos, con maestros en casa, en vez de enviarme a la escuela, y según la expresión común, entre las faldas. Aunque en mis primeros años sólo tuve una enfermedad grave, y aun escapé de las entonces comunes de las viruelas y el sarampión, sin duda por mi crianza recogida, aún cuando en ello tuviese parte mi complexión natural, era yo un niño enteco y desmañado. Quizá de ahí viene que he carecido enteramente durante mi vida de fuerzas y de agilidad corporal, hasta un grado nada común. En verdad, son tales mi desmaño y flaqueza, que a todo se extiende; así ni corro, ni salto, ni lo he hecho en mis mocedades, sino muy mal, y al aprender a bailar con buenos maestros, hube de dejarlo, viendo cuán pocos progresos prometía, y resignándome a no tener este recreo, antes que tenerle, siendo ridículo y molesto; y soy pésimo jinete, y no he podido adelantar en la esgrima, ni en el dibujo, a que se agrega tener mala letra y andar como tropezando, pudiendo tal vez achacarse al mismo origen el aumento, si no la causa, de la cortedad de mi vista y de flaquearme las piernas y temblarme todo el cuerpo, con otros accidentes nerviosos, de todo lo cual sacan motivo harto cierto para ridiculizarme quienes me profesan mala voluntad, y hasta muchos indiferentes. No sé si atribuir al mismo origen mi sensibilidad extremada y viva, la cual batalla en mí con un genio propenso a analizar y a juzgar fría y desapasionadamente; mezcla de encontradas cualidades que me pasman cuando me examino a mí propio. No puedo oír una buena música, ni referir una acción grande, sea lastimosa o, por otro lado, tierna, ni oír o leer la expresión de pensamientos o afectos que conmueven, sin arrasarme en lágrimas los ojos, o aún sin que el llanto, procurado en balde reprimir, me bañe las mejillas.

Del modo que antes va referido pasaban mis niñeces, siguiendo en la isla de León, de la cual sólo salí para un corto viaje a la Línea de Gibraltar, donde estaba a la sazón mi abuelo paterno, con el regimiento de su mando. Vi a este pariente cercano y respetable, y no le cobré buen afecto. Era mi abuelo, llamado, como yo, Antonio, hombre duro, severo, quisquilloso, poco instruido, aunque no necio, lleno de rarezas y recomendable en medio de todo como hombre entero y de pundonor, principalmente como soldado. Chocáronme sus costumbres, señaladamente una que tenía igual a la que cuentan del francés duque de Vendôme y de su hermano el gran prior, que era recibir a sus subalternos sentado en vaso nada limpio, donde pasaba largos ratos, presentándose a las gentes para cosa en que casi todos se esconden. También me chocaron los extremos de respeto exterior con que pretendía ser tratado, obligando a sus nueras, ya crecidas, a que le besasen la mano, y a éstas y a sus hijos a sumisión, como a la que se tiene a los mayores solamente mientras duran los años de la niñez. Mi madre, a quien yo profesaba, sobre tanto amor, tanta consideración, llevaba a mal tantas singularidades de su suegro, que en mí hubieron de infundir escaso afecto a una persona a quien debía tenerle muy señalado.




ArribaAbajoCapítulo II

Regreso de su padre.-Viaje a la corte.-Presentación a los ministros de Hacienda y Marina.-Nacimiento de su hermana.-Grave enfermedad, en que está a punto de sucumbir.-Estado de los ánimos en la corte.-Convalecencia.-Afición creciente a la lectura y primeros libros que maneja.-Obtiene gracia de cadete de Guardias españolas.-Salida de Madrid para la isla de León, y causa que la motivó.


Vuelto a la isla de León, había yo cumplido cinco años y aún un mes o dos más, cuando regresó mi padre de su largo viaje. En él se había distinguido no poco. Había trabajado una Memoria sobre un descubrimiento suyo de un método de hallar la latitud de un lugar por dos alturas de sol; y si hay quien pretenda que, sin haber él comunicado su pensamiento, otros al mismo tiempo le tuvieron, mal se puede negar que aún eso siendo, sólo acertó por su parte con lo que otros, por lado diferente, acertaron, había con esto y otras cosas aumentado su fama de astrónomo y marino. Dejando de completar su viaje alrededor del mundo, había sido enviado desde las costas del Perú a las occidentales de Méjico a una expedición cuyo mando se le encargó, la cual tenía por objeto buscar el paso del Atlántico al Pacífico por un estrecho llamado de Juan de Fuca, a que había dado nombre el de un navegador antiguo, no de los de renombre más alto, paso buscado en balde por allí, como después lo ha sido, aunque con mejores probabilidades sin fruto alguno, por hábiles navegantes modernos. Llevó mi padre a esta comisión dos goletas, la Sutil y la Mejicana, mandando él una y llevando ambas a sus órdenes, al paso que el mando inmediato y subalterno de la segunda fue dado al capitán de fragata don Cayetano Valdés, sobrino del bailío don Antonio Valdés y Bazán, ministro que era de la Marina, muy querido de su tío, y que empezó entonces a adquirir fama que después supo dilatar y remontar a bastante altura. Aunque este viaje, cuya relación está dada a luz, no trajo provecho notable a las ciencias, sirvió de aumento al concepto de mi padre.

Volvióse éste atravesando por tierra el virreinato de Nueva España; y después de pasar algunos días en Méjico, su capital, de cuya grandeza quedó prendado, siguió a Veracruz, donde, embarcándose, tardó poco en pisar el suelo de su patria. Vile yo como extraño, y como tal me hubo él de ver, porque cinco años contados desde los ocho días de nacido, son tan largo período, que en él se ha formado una existencia. Presentóme a él mi madre con orgullo, enumeró mis méritos y dotes adquiridas, ponderó mi instrucción, no corta para mis años, y esperó de su marido aplausos sin mezcla de censuras al encontrarse con un niño tan sabio. Pero mi padre, sin dejar de aplaudir mis progresos intelectuales, hubo de notar que en la parte física me hallaba yo pobre y endeble, con trazas de «para poco», si ya no de enfermizo, tampoco de sano; en suma, como una planta falta de fuerza, por haber carecido de aire. Le dolió mucho verme en tal estado, y pecando por el extremo opuesto al que había llevado a dar atención excesiva y casi exclusiva a mi adelantamiento intelectual, no sin admiración ni aun sin algo de disgusto de mi madre, manifestó, o cuando menos apareció tener en poco mi instrucción desproporcionada a mis años, y aun dijo que era su deseo que yo soltase los libros, que me diese a jugar al aire libre, a correr y hasta hacer diabluras, y que si fuese necesario, tomase un palo y rompiese cuanto encontrase delante.

Me han contado que yo, cediendo a los impulsos ignorantes de mi corta edad, más que a mi ciencia temprana, fui a tomar tan a la letra el paternal precepto, que asiendo un palo me encaminé a romper con él un espejo, alegando, cuando se me reprendió e impidió poner por obra mi intento, que obraba por complacer y obedecer a mi padre. El nuevo método de crianza que éste había discurrido para mí no pudo, sin embargo, ponerse en práctica. Le llamó muy en breve a la corte una orden superior, y hubimos de separarnos otra vez, cuando tras de tan larga ausencia habíamos llegado a reunirnos. Recobré, pues, mi vida pasada, a la cual, por otra parte, había yo cobrado afición, entreteniéndome más la lectura que juegos de niños en que no tenía compañeros ni me mostraba por otra parte muy aventajado.

Pocos meses después habían corrido cuando una disposición de mi padre fue causa de que nos trasladásemos mi madre y yo a la corte, donde era de esperar que fuese larga nuestra residencia. Había dispuesto por aquel tiempo el Gobierno hacer buenos mapas de España, semejantes a las cartas marítimas de Tociño, y muy superiores a los que existían hechos por el geógrafo don Tomás López, obra a todas luces incompetente. Mi padre, por el alto concepto de que gozaba, y también por el valimiento en que estaba su hermano don Vicente, fue el encargado de dirigir tan importante trabajo. Le ocupaba también el cuidado de publicar su Memoria ya citada, sobre hallar la latitud de un lugar por dos alturas de sol, y otra sobre hallar las longitudes en el mar, estando muy ufano del descubrimiento que había hecho, explicado en la primera, y prometiéndose de esto ventajas a la ciencia y aumentos de consideración a sí propio.

Verificóse nuestro viaje a mediados de abril de 1795, contando yo, por consiguiente, poco menos que seis años. Iba yo muy engreído de mí mismo, como es natural en tan pocos años, y oyéndome celebrar tan fuera de medida, y no menos vana de mí estaba mi pobre madre. Hasta me atrevía a hacer versos, y me acuerdo de que durante nuestro viaje, habiendo en un día festivo llegado tarde a la posada y estando mi familia pesarosa por creer ya difícil oír misa, como se expresase esperanza de poder todavía conseguir esto último, metiéndome yo en la conversación, salí con la siguiente cuarteta:


Ni los clérigos querrán
decir misa por la tarde,
pues no es cosa regular
sin que la Iglesia lo mande.

Admiróse y conservóse en la memoria tan pobre coplilla, en verdad no del todo propia de un niño de cinco años y medio, pero tampoco asombrosa aún para mi edad, habiendo ejemplos, si bien pocos, de muestras de superior capacidad aún en más tiernos años.

Terminó por el pronto nuestro viaje en Aranjuez, donde a la sazón residía la corte, como solía por la primavera. Recibiéronme allí mi padre y su hermano y mi tío don Vicente. Este último, que entonces, siendo oficial de la Secretaría del Despacho de Hacienda, tenía tal influjo con el ministro del ramo, don Diego Gardoqui, que dirigía todas las operaciones del Ministerio, me cobró el más tierno afecto, y siendo hombre, como ya he dicho, de vasta lectura y poco mundo, empezó a mirarme como a un portento. Presentóme al ministro, que también me acogió con singular aprecio y cariño, concediéndome grandes libertades en su casa y mesa, a que era admitido con frecuencia, no obstante mis pocos años. Creció con esto mi vanidad, que hubo de ser verdaderamente ridícula. Quien se acuerde o tenga noticia de lo que eran en aquellos días los ministros, tan diferentes no sólo en poder, sino en representación y consideración de los de la hora presente, bien puede hacerse cargo de cuánto envanecería y ensoberbecería a un chiquillo verse pisando con tal soltura las superiores regiones cortesanas. Así, lo que puede decirse aurora de mi vida, prometía que su mediodía fuese brillante y aun tranquilo y cómodo, y lleno de dignidad su ocaso. Harto diferente ha venido a ser mi destino, tocándome vivir en épocas revueltas y calamitosas, donde si he alcanzado algunas prosperidades y aun glorias han sido cortas y fugaces las primeras, y muy disputadas las segundas; compensándose ambas con grandes trabajos y padecimientos, y resultándome una vejez llena de amargos desengaños y de pesares, en gran parte no merecidos, tan menoscabada mi fortuna, que bien puede decirse impropia, no ya de mi posterior elevación, sino de lo que debía esperar para el último período de mi vida en la hora de mi nacimiento.

Pasado algún tiempo en Aranjuez, nos trasladamos por pocos días a Madrid con la corte, y con la misma pasamos en breve al Real Sitio de San Ildefonso, donde estaban los reyes todos los veranos. Seguía yo en tanto gozando de cierta celebridad. El bailío don Antonio Valdés, ministro de Marina, de quien, como oficial de la Armada, dependía mi padre, un día le manifestó deseos de conocer a un chiquillo de cuya viveza y saber tanto se hablaba. Me llevó mi padre a presencia de este personaje, que, siendo orgulloso, seco y hasta desabrido, y habiendo declarado deseos de conocerme sólo por movimiento de curiosidad pronto olvidado, me recibió con entono y distraído, no más que como debía mirar a un juguete, quien tenía puesta la atención en muy superiores cuidados. Fue cosa de risa cómo se ofendió mi vanidad pueril de tal recibimiento. Sabedor de ello el ministro Gardoqui, no muy afecto a su colega, se divertía en hablarme de este asunto, y aún me hacía que remedase al bailío en su postura, ademanes y palabras, al tiempo de recibirme, cosa que ejecutaba yo con gusto, acompañando mi remedo con necios vituperios al ministro de Marina, no sin risa de los que presenciaban tal escena, y para divertirse me azuzaban. Cuento estas anecdotillas por lo que hubieron de influir en formar mi carácter.

En los pocos días de mi residencia en Madrid me nació una hermana. Era para mí gran pena que la ausencia de mi padre por más de cinco años me hubiese privado del gusto de tener hermanos. Cumplióseme éste entonces, y sólo me resta decir que tuvieron después mis padres dos hijos varones, los cuales murieron ambos de corta edad, no habiendo cumplido ni un año el último, y cuando estaba cerca de cumplir tres el antes nacido. Quedamos, pues, solos mi hermana y yo, viviendo esta última, aunque apartada de mí por residir en tierra extraña, en la hora que escribo estas MEMORIAS. Residiendo yo en La Granja, o dígase en el Real Sitio de San lldefonso, una enfermedad aguda, producida, según las apariencias, por una insolación, me puso casi a las puertas de la muerte. Lloraba tanto cuanto mis padres mi tío, creyendo malogrado un fruto en cuya conservación tenía él vivo y tierno empeño. Pasó pronto el peligro, aunque grave, pero no recobré cabal salud, y aun, como diré después, una enfermedad lenta dio a creer casi seguro el término de mi vida dentro de breve plazo.

Por aquel tiempo se ajustó la paz entre Francia y España, paz venida a ser necesaria, aunque mal hecha, corriendo sobre esto rumores probablemente calumniosos en todo o en parte respecto al ministro y privado de Carlos IV. Era éste, como todos saben, el famoso don Manuel Godoy, duque de la Alcudia, creado entonces Príncipe de la Paz por haber concluido el ajuste a que me voy refiriendo. Era el tal ministro generalmente odiado, y mucho más que lo que merecía, no obstante sus desaciertos; y participaba la reina, su querida y autora de su elevación, del desconcepto y aborrecimiento general de que en grado superior era digna. Mi tío, aunque empleado celoso y sumiso y hombre de tan poco trato que compartía el tiempo entre su bufete y el retiro de su casa, murmuraba del Gobierno como casi todos en aquella época, y tal vez más que muchos, por ser, como llevo dicho, republicano en teoría, aunque fiel servidor del Estado en la práctica. Sus conversaciones, oídas y contadas, es fama que fueron causa de que no se le diese el Ministerio de Hacienda después de dejarle Gardoqui, juzgándosele generalmente superior a otro alguno en España en capacidad y conocimientos para desempeñar semejante destino. Acudió también, por este tiempo, al Real Sitio mi tío don Antonio, muy joven aún y alcalde del crimen en la Chancillería de Valladolid, el cual, siendo de las mismas ideas reformadoras y democráticas que su hermano, extremándolas más y hermanando con esto tener condición más fogosa y hábitos independientes de magistrado, en vez de los de cortesano, no andaba parco en sus censuras del Gobierno y de la corte. Mi madre, entendida y dada a ocupar su atención en los negocios públicos, aunque de doctrinas ciertamente no democráticas ni innovadoras, tampoco se quedaba corta en censurar a la reina y al valido, porque estos últimos eran ambos blanco de odios nacidos de diversas y aun encontradas causas, habiendo conformidad en vituperarlos en quienes en todo lo demás estaban entre sí disconformes. Sólo mi padre, atento a sus tareas científicas, nada o poco se mezclaba en conversaciones sobre política. Oíalas yo, aunque tan niño, con la atención propia de chiquillo adelantado y presuntuoso, y en ellas empecé a beber la aversión al Gobierno, general entonces en casi todos los españoles. Los que no han alcanzado otra época que la presente suelen figurarse que la oposición no existe, faltándole los medios por donde ahora se declara y obra. Verdad es que había entonces más respeto y sumisión a toda clase de autoridad no sólo en lo aparente y externo, sino en lo real y verdadero y en el trato íntimo y aun en el interior de las propias conciencias. Pero los excesos de la reina, y sobre todo sus liviandades, aunque en los actos de la corte no faltase al decoro, habían menoscabado mucho el concepto en que antes eran tenidas las reales personas. Esto sin contar con que aún en los días del venerado y amado Carlos III murmurar de los ministros y aun maldecirlos en conversaciones privadas era ocupación de no pocas personas, y, en general, entretenimiento sabroso; pero en la época de que voy tratando, otras cosas tenían ofuscado el lustre y debilitado el poder del trono, aún cuando se ostentase con todo su antiguo brillo y apareciese con su robustez constante. Los sucesos de la vecina Francia habían manifestado cuán fácil era tronchar los cetros en la apariencia más fuertes, y reducir a los reyes a condición peor y más afrentosa que la de los súbditos más humildes. Lo que pasaba en España entre desórdenes de la reina, debilidad y descuido del rey y soberbia de un privado, demostraba que la autoridad real puede, por culpas de quien la ejerce, desdorarse a sí propia e irse achicando y enflaqueciendo hasta causarse daño igual o superior al que nace de la oposición más violenta, o aún de rebeliones declaradas. Estas consideraciones son en verdad una digresión, porque no las hice yo, ni es de creer que las hiciese, ni aún ocurriríanse a hombres hechos, aunque fuesen de los agudos e instruidos, en las horas a que me voy en estos instantes refiriendo. Baste decir que en los días de que trato, maldecir al Gobierno era general costumbre, a la cual daba él bastante motivo, y que yo aprendí a hacerlo desde luego, reservando para época posterior y muy diversa dar a mi oposición otro carácter que el de meras maldiciones.

A una cosa me referiré, porque pinta las costumbres de aquel período. No fue lo que menos ofendió en el valido que tomase el título de príncipe. No los había en España, fuera del de Asturias, heredero de la corona; y si uno u otro español de ilustre casa llevaba este título, era por serlo del Sacro Romano Imperio. Al primogénito del rey, que entonces contaba escasos once años de edad, desde luego, y más todavía andando el tiempo, pareció la nueva dignidad conferida al ministro y privado de sus padres una pretensión insolente de ponerse a la par con la Real Familia, idea que fue común a los cortesanos y al vulgo, lo cual, a su vez, aumentó en el alto personaje de quien trato la celosa desconfianza que él por propio impulso, o con inspiración ajena, bahía concebido.

Volviendo a mí, diré que, después de haber pasado con la corte a San Lorenzo del Escorial, hube de venirme de allí a Madrid antes que se viniese el Gobierno. Seguía yo residiendo en la capital con medianas conveniencias y aún con el regalo de coche propio mantenido entre mi padre y mi tío, con casi segura esperanza de que continuara siendo próspera nuestra suerte. Pero en la mía personal hubo una desdicha que la prometió mayor, la cual fue, como poco antes he dicho, venir mi salud a un estado muy lastimoso. Sin causa aparente tenía casi sin interrupción calentura, de que se siguió enflaquecer sobre manera y perder las fuerzas hasta estar casi postrado. Por fortuna no se notaba que tuviese dañado el pulmón u otra entraña de las principales, como parecía que daba a recelar la fiebre con trazas de hética que me consumía. Dolíanse, como era natural, los míos y exclamaba con desesperado dolor mi tío que muchachos tan adelantados como yo rara vez llegan a hombres, siendo frutos precoces a los cuales toca, antes de llegar a completa madurez, marchitarse y caer hechos polvo. Ésta era la opinión general. Mimábaseme entre tanto más que antes, gastándose locamente en satisfacer mis caprichos. La ventajosa situación de mi tío era causa de que no faltasen quienes le hiciesen la corte, los cuales lisonjeaban a su persona en la mía, regalándome con abundancia ricos juguetes. De mi larga enfermedad nació quedar yo cada vez más débil, así que, aún recobrando la salud, no llegué con ella a cobrar robustez: del mimo de que era objeto, aumentóse mi engreimiento; a pesar de ambas cosas, seguía siendo, a la par que estudioso, encogido. Pasado algún tiempo mejoró un tanto mi situación, dando esperanzas la circunstancia de no agravarse, aunque no cesasen mis males, y de no presentarse indicio de un daño interior de que debiese resultar mi muerte.

Casi por aquellos días perdió el Ministerio de Hacienda don Diego Gardoqui. Coincidió con esto, sin que yo me acuerde si fue antes o después, salir mi tío de la Secretaría de Hacienda y pasar a ser director de rentas provinciales, destino entonces de gran poder y aun de lucimiento. No se acertaba, con todo, si era favor o desgracia esta mudanza. Si fue lo segundo, fue desgracia corta, porque no empeoró la situación del nuevo director, el cual además conservó el gobierno del Real Sitio de San Fernando, que le era de alguna distinción y provecho. Por los mismos días regresó de Francia mi abuelo, caído prisionero después de haber hecho la gloriosa defensa de Bellegarde, y ascendido a brigadier, con lo cual pasaba del servicio de milicias provinciales al del Ejército permanente. Por causas de que no hago memoria separaron entonces casa mi padre y mi tío, sin que esto naciese de haber habido entre ellos desavenencia, debiendo además el segundo residir en Madrid, en vez de seguir a la corte en su casi continua estancia en los sitios reales. El estado de mi salud, aunque no empeorado, no mejorado, aconsejaba probar para mi alivio, entre otros remedios, el de mudar de aireo. Pero no siéndonos posible salir de la capital, se creyó que la mudanza de barrio podría serme conveniente, pasando de los bajos en que hasta entonces había vivido a los altos, que por su mayor ventilación tenían fama de más sanos. Así, dejando a mi tío en la hasta entonces nuestra casa común en la calle del Duque de Alba, pasé a habitar en la del Clavel, donde tomó mi padre una habitación reducida. Fuese por concurrir con esta mudanza la de ir adelantando la benigna estación de la primavera, fuese por ser mayor en realidad la pureza del aire en el barrio a que me trasladaba, o fuese por llegar ya mis dolencias a su término, siendo éste favorable, lo cierto es que en breves días me vi no sólo convaleciente, sino hasta sano, volviéndome con la salud la alegría.

En medio de los padecimientos corporales, mi estado intelectual había variado poco. No estaba perdida en mí la afición a leer, pero mi padre me la contenía, y aún andaba escrupuloso en punto a los libros que yo escogía para mi entretenimiento. Corría entonces con gran valimiento por las antesalas de las casas, sirviendo de recreo y enseñanza a los lacayos, un libro intitulado, si mal no me acuerdo, la Historia de Carlo Magno y de sus doce pares, donde en pésimo estilo están recopiladas muchas de las invenciones de los libros de caballerías y las relaciones atribuidas al arzobispo Turpin, que sirven de base a los poemas románticos de Italia, y particularmente al Orlando furioso, de Ariosto, así como en parte al Orlando enamorado, de Bojardo, y al Morgante mayor, de Pulci. Dime con increíble afición a leer el tal libro, y notándolo mi padre, se enfadó y tomó singular empeño en prohibirme su lectura. Ello es que por un lado me le quitaban y por otro cogía yo diferente ejemplar de los que abundaban, llegando casi a aprenderle de memoria, y sucediéndome con este libro lo que cuentan de Racine en su juventud con el cuento de los amores de Teágenes y Cariclea. Al paso que mi padre me quitaba una lectura, trataba de darme otras. Ocurrióle poner en mis manos un Quijote; pero, pensándolo mejor, no lo estimó oportuno ni fácil que yo comprendiese el mérito de tan insigne producción, en la cual, por otra parte, hay lances no para puestos en manos de un niño. Resolvió, pues, darme una obra festiva que trocase en risa las melancolías de mi enfermedad, y hubo la singularidad de que recayese la elección en la historia de Bertoldo y Bertoldino, con las aventuras de su nieto Cacaseno. No se crea por esto que era mi padre un hombre ignorante fuera de las materias de sus estudios, ni aun de gusto grosero; era, sí, poco atento a otras lecturas que las de matemáticas, y propenso a tener en poco cuanto salía de la esfera de las ciencias exactas, y, además, creía que a un niño no cuadraban obras cuyo mérito no podía llegar a conocer aún estando algo instruido. La verdad es que yo merecía algo mejor que Bertoldo. Le leí, con todo, causándome diversión y risa sus groseros chistes, pero no con gran satisfacción ni sin gusto bastante para conocer lo despreciable de aquella obra. Muy poco después fue puesto en mis manos el Quijote, y sería presunción decir que conocí su valor aunque le leí con placer extremado.

Cumplí siete años en medio de esto, y en el mismo día empecé a disfrutar de la gracia que había obtenido para entonces de vestir el uniforme de cadete de las Reales Guardias españolas, para que a los doce años cumplidos empezase a correr mi antigüedad, tocándome desde entonces hacer el servicio, privilegio de que disfrutaban los hijos de oficiales, de coronel inclusive para arriba, y que me comprendía por ser mi padre capitán de navío ya hacía tres años, siendo la de dieciséis la edad a la que los hijos de paisanos o de subalternos comenzaban a servir con antigüedad en el mismo cuerpo. El de Guardias españolas era entonces de los más distinguidos. Llamábanlos por apodo los divinos los Guardias de Corps, muy sus contrarios, y ellos se envanecían del mote. Aunque por abusos comunes en España entraban cadetes algunos de poca o dudosa nobleza, no siendo raro eludir con falsos documentos el rigor de las pruebas que se exigían, eran las Guardias españolas y walonas cuerpos muy aristocráticos. En las primeras, cuyo uniforme empecé a llevar y donde estaba destinado a servir, ocupaba el puesto de comandante de uno de sus batallones, que era de gran distinción, el brigadier don Juan José Galiano, primo de mi padre, y de los queridos. Todo esto indicaba estar ya resuelto cuál había de ser mi carrera, si determinaciones tomadas con tanta anticipación no fuesen rara vez llevadas a efecto cumplido.

Pero vino a lanzarnos de Madrid un concurso de circunstancias desagradables, que bien podían haber acarreado a mi padre peores consecuencias que las de salir de Madrid a un departamento de Marina. Había venido a la corte Malaspina, el cual, según antes va dicho, se señalaba por su inquietud y travesura entre sus buenas calidades. Estaba unido con mi padre en bastante amistad, desde que le tuvo a sus órdenes en su viaje de la vuelta al mundo. El italiano ambicioso aspiró a no menos que a derribar de su privanza y poder al Príncipe de la Paz, para lo cual empleó muchos medios, procediendo con suma imprudencia. Iba acorde con él en este empeño el padre Manuel Gil, de clérigos menores, instruido literato, elocuente predicador, revoltoso y de escaso juicio, a quien tocó, andando el tiempo, hacer un gran papel en sucesos de la mayor importancia. Hubo de descubrirse esta maraña; cogiéronse cartas donde de ella se trataba, y llenas además de amargas burlas del valido. Vino, como era de suponer, el castigo a los urdidores de la trama, no excesivamente duro, por no ser costumbre en el Príncipe de la Paz extremarse en rigores con sus mayores contrarios. Mi padre ninguna parte había tenido en estos sucesos; pero su intimidad con Malaspina hubo de hacerle sospechoso, y así fue de recelar que saliese desterrado, y aún hubo quien le anunciase que tal suerte le estaba dispuesta. Por el mismo tiempo, hechos ya grandes preparativos para el trabajo de los mapas, y vuelto de Inglaterra el capitán de fragata don Juan Vergnacer, ido allí a traer instrumentos para las necesarias operaciones científicas, un abate Jiménez, geógrafo de profesión, y de corto saber, se quejó de que oficiales de marina le viniesen a usurpar su oficio, haciendo los mapas de España. Admitióse por fundada esta queja, quizá contribuyendo a ello el suceso de Malaspina. Quedóse España sin mapas, o a lo menos con unos despreciables por todos los títulos, y mi padre, a quien ya nada quedaba que hacer en la capital, recibió orden de pasar a Cádiz. Amagaba ya entonces la guerra imprudente que poco después vino a romper con la Gran Bretaña, declarándola el Gobierno español, compelido a ello por el francés, su aliado. Hicimos nuestro viaje en septiembre de 1796, a establecernos de nuevo en la isla de León. No fue de tanta pena para mi familia este suceso. Mi madre era idólatra de Andalucía, y amaba volver al lado de su madre, objeto de su viva ternura. Mi padre tenía el noble orgullo de creer que, en su profesión como distinguido oficial, estaba seguro de adelantar con gloria en su carrera. Yo, pobre muchacho, aún entendía poco de las diferencias de pueblo a pueblo, e iba participando del gusto que notaba en mis padres.




ArribaAbajoCapítulo III

Escuadra armada en Cádiz, contra Inglaterra.-Escuela en la Isla.-Combate del cabo de San Vicente.-Bombardeo de Cádiz.-Mazarredo, jefe de la escuadra.-Trasládase el autor a Cádiz, y ya a la escuela.-Amenaza de un castigo corporal.-Efecto que le produce y cólera de su padre.-La academia de don Juan Sánchez.-Maestros de francés y latín, y progresos del discípulo.-Su padre va a Méjico y vuelve a España con cargamento de plata, burlando la vigilancia de los cruceros ingleses.-Segundo viaje de su padre a Veracruz.-Sus tíos maternos salen para Brest en la escuadra.-Visita que hace a la librería de su tío don Juan María, y obras que halla y lee.-Afición que demuestra a las ceremonias religiosas.-Sermones que compone e improvisa, y efecto que produce en su auditorio.-Noticias que recibe de su madre.-Epidemia en Cádiz.-Incorporado al cuarto batallón de Guardias, continúa en su casa con licencia.-Paz general.-Regreso de su padre y estado de su fortuna.


Vueltos a nuestra vida antigua, y yo al lado de mi abuela y de la hermana soltera de mi madre, que me profesaba el más tierno amor, renovamos la vida de mis primeros años. No tardó en seguir a nuestra llegada a Andalucía la esperada declaración de guerra a los ingleses. Armóse una escuadra de algún lucimiento y bastante numerosa, no obstante estar ya en decadencia la marina, mirada con aversión por la reina y el privado. En efecto, aunque a fines del invierno, empezando marzo de 1796, había estado la corte en Cádiz, y aunque el rey había dado muestras de ver con satisfacción aquellos buques y su arsenal y navíos, la reina y el Príncipe de la Paz afectaron ver con disgusto y tratar con despego las cosas y personas en aquellos puertos, y todo cuanto tenía relación con la Real Armada. De este modo, valía poco el modo de pensar del rey, supeditado en todo por su mujer y su valido, y no contra su gusto, por acomodar su sujeción a su desidia y afición a pasatiempos, o groseros, o inútiles y hasta dañosos, señalándose entre estos últimos en el de la caza, en el que derrochaba cuantiosas sumas y se daba al olvido de sus primeras obligaciones. Armada la escuadra, fue dado en ella a mi padre el mando de un navío que hubo de ser el Vencedor, si no me es infiel mi memoria, aunque no estoy seguro de si tuvo otro antes.

Entre tanto, sabiendo yo desde muchos años antes leer con perfección y escribir medianamente, fui puesto en lo que se llamaba un estudio, esto es, en una escuela dedicada exclusivamente a la enseñanza de la lengua latina. Era la vez primera que yo salía a estudiar fuera de mi casa, y concurriendo con otros muchachos, y no me fue grata la novedad. El dómine (pues así solían llamarse los maestros de latinidad de aquel tiempo) era hombre grosero e ignorante, aunque, según es probable, entendiese y supiera del latín, o como entonces se decía, de la gramática, llamando así por antonomasia a la del idioma latino. Fuese como fuese, el maestro y mis condiscípulos fueron mirados por mí con disgusto. Era costumbre dar en aquel lugar, y con frecuencia, el feo castigo de los azotes, al que yo tenía inexplicable horror, no tanto por miedo al dolor, cuanto por la circunstancia vergonzosa de enseñar las carnes. Aunque había encargo estrecho de mi familia para que yo no fuese azotado, no bastaba esto a infundirme plena seguridad, viendo cuán poco ociosa estaba la disciplina. Me acuerdo que un día un muchacho ya mocetón fue sentenciado a esta dura pena, que, resistiéndose, hubo de venir a las manos con el maestro, que lucharon ambos a brazo partido, dando más de una vuelta por la clase entre los muchachos, atónitos y casi todos deseosos de que saliese vencido el dómine, y que contra casi el general deseo quedó éste vencedor, siguiéndose ser tratado con rigor el mal acostumbrado rebelde, atado por las manos y pies a un banco, y azotado en público, contra la práctica común y las reglas de la decencia y el pudor; espectáculo repugnante que lo fue para mí en grado sumo. Lo cierto es que por aversión a aquella casa hice yo en ella pocos progresos, contra lo que se esperaba, viendo lo que había hecho en mis estudios anteriores.

En medio de estas cosas, sinsabores domésticos, aunque no fuera de los sucesos ordinarios, causaron algunas amarguras aún en mi ánimo de niño. Fue una de ellas haberse separado de nosotros mi abuela y tía tan queridas, para irse a vivir con mi tío, que ya con el grado de general tenía un mando en la escuadra. Duró poco la separación de la segunda, pero no así la de la primera, que fue eterna, pues muy en breve le sobrevino la muerte, siendo muy llorada por nosotros y por mí como por quien más, si bien no debíamos extrañar la pérdida, por pasar ya de los setenta y cinco años. Muerta esta señora, volvió su hija con su hermana, mi madre.

Los negocios públicos también llamaban nuestra atención, estando nosotros cabalmente en el teatro donde pasaban los principales lances de la recién declarada guerra marítima, y teniendo en el servicio de la marina a las personas a quienes mirábamos con más vivo afecto. Un gran revés para la Armada española, en que padeció mucho su honor, señaló los principios del año de 1797. Venía de Cartagena a Cádiz una escuadra española, compuesta de un número considerable de navíos, pero mal pertrechada y nada dispuesta a sustentar un combate con esperanza de ventajas o gloria. La mandaba el teniente general don José de Córdoba, valiente y aún con crédito de buen marino, pero escaso de luces, temoso, iracundo y muy apegado a preocupaciones antiguas. Era su segundo general el del mismo grado conde Morales de los Ríos, tampoco largo en saber y señalado ya por una acción desgraciada, y que venía hasta desavenido con aquél a cuyas órdenes servía. Avistó la escuadra a Cádiz y se puso casi a la boca de su puerto, soplándole algo recio y contrario el viento del este, llamado en aquellos mares levante. Una prática añeja, y ya entonces poco atendida, persuadía de que intentar la entrada en la bahía de Cádiz con tal viento era empresa, cuando no imposible de conseguir, a lo menos difícil y temeraria. Atúvose a esta idea el general Córdoba, y desistiendo de hacerlo por el puerto, se fue a sotaventar hasta ponerse a la vista del cabo de San Vicente. Es de notar que un convoy que venía al lado de la escuadra entró en la bahía de Cádiz y en ella fondeó, a pesar del levante, y a pesar de que los buques mercantes suelen maniobrar con viento por la proa menos bien que los de guerra. Llegada la escuadra a ponerse junto al cabo de San Vicente, tropezó con una inglesa que navegaba por las mismas aguas, mandándola el almirante Gervis, marino viejo y hábil, y viniendo en ella, con el grado de comodoro, Nelson, cuya fama, después tan dilatada y subida, en aquel día tuvo su principio. Era el 14 de febrero, de aciaga recordación para España, que si en otras ocasiones tuvo mayores pérdidas, nunca vio tan lastimado el honor de sus armas navales. Los ingleses, no obstante ser bastante inferiores en número a los españoles, se prepararon a entrar con ellos en combate. También nuestra escuadra dispuso pelear, no muy a su gusto. Pero el general Córdoba apenas acertó a dar órdenes, y el conde de Morales cumplió mal con las que recibió, no bien comunicadas, y entró la confusión, sin saber qué hacer los comandantes de los navíos. Embistieron con habilidad y brío los ingleses, combatiendo con algunos de sus contrarios, mientras de estos otros se mantenían ociosos. Fueron tomados cuatro de nuestros navíos, entre estos dos de tres puentes, entrados casi todos al abordaje. El navío Trinidad, famoso por sus grandes dimensiones y por tener corrida una batería sobre cubierta desde el alcázar al castillo formando cuarto puente, yendo en él embarcado el general Córdoba, sostenía el combate con esfuerzo. Pero, a pesar de su valor, el general, viéndose mal parado, hubo de mandar arriar bandera, si ya no es que lo hicieron otros sin su orden, viéndose su aturdimiento, porque él, sin dejar de ser valeroso, perdió la serenidad, como sucede en casos de apuro y responsabilidad graves a hombres de denuedo, pero faltos de discurso, a quienes abruma no el miedo al propio peligro, sino el peso de su congojosa incertidumbre en medio de una general desdicha. En aquel trance, el capitán de navío don Cayetano Valdés, comandante del Pelayo, no recibiendo órdenes, discurrió que el puesto donde debía ir a ponerse era aquel en que era más vivo el fuego. Hizo, pues, rumbo hacia el navío Trinidad, que era el general, y viéndole próximo a caer en manos del enemigo, acudió a su rescate. Llegado con él a la voz, díjole que le siguiese; y como hubiese dudas de si estaba ya rendido, el alentado Valdés declaró que, si era así, le consideraría como a navío ya inglés, y le destrozaría con una andanada. Hizo efecto la intimación, y púsose el Trinidad en salvo, excusándose la afrenta de que cayese el general de la escuadra prisionero. Aunque no se agregó esta pérdida a las ya llevadas a efecto, no fueron éstas leves, siendo la del honor la más lastimosa. Sin embargo, los cuatro navíos perdidos habían combatido con bizarría, cayendo muerto en el San Nicolás su comandante Geraldino, y en el San José el general Wuithuysen, manco ya de herida recibida en otra sangrienta jornada, y que en ésta, llevándole una bala parte de las piernas y amputándosele lo que de ellas quedaba, vivió algunos minutos con sólo el tronco del cuerpo. Aún después de estas desdichas, quedando no inferiores en número a los ingleses los españoles, podrían los segundos haber renovado la acción con buenas esperanzas de mejor fortuna. Pero estaba perdido el aliento en los vencidos, y los vencedores, por su parte, no querían exponerse a perder en nueva refriega las ventajas que habían alcanzado casi inesperadamente. Hiciéronse, pues, los ingleses a la mar, y se dirigieron los españoles a Cádiz, donde a su entrada, con la noticia de su vencimiento, los recibió un destemplado clamor de ira injusta, por ser locamente apasionada. La preocupada rabia del vulgo, en el cual deben ser contadas muchas personas de no baja esfera, celebraba a Córdoba, ensalzando su valor y no teniendo en cuenta las graves faltas que había cometido, y, al contrario, pedía que en Morales de los Ríos se hiciese un escarmiento. Hubo un pasquín que decía:


Para alivio de nuestros males,
la cabeza de Morales,

y otros donde se denostaba en general a su previsión, tachando de cobarde a su oficialidad toda. Así, la ignorante furia popular contribuía con el Gobierno al descrédito y daño de un cuerpo cuya existencia era necesaria para el bien de España, ceñida casi toda por el mar y dueña entonces de dilatadas y ricas posesiones ultramarinas.

Fue gran fortuna de mi familia que estando ella en Cádiz, y con destinos y mandos en la escuadra mi padre y los dos hermanos de mi madre, ninguno de ellos se hallase en el funesto y poco glorioso combate del cabo de San Vicente, llamado entre los marinos del 14, no más que por haberse dado, como va dicho, en este día del mes de febrero. Pero aunque a los míos más allegados no alcanzaran ni las desdichas ni las más o menos merecidas deshonras de aquella arriesgada jornada, les alcanzó como a españoles, y como a oficiales del cuerpo infeliz y maltratado, no poca parte de dolor y enojo. Oía yo las conversaciones que pasaban, y de ellas he recordado mucho, sirviéndome, con noticias posteriormente adquiridas, para la que doy de aquella tragedia. Era común en la gente de la profesión y entendida, a lo menos en la que yo oía, sin disculpar enteramente al conde Morales, decir que no era tan grave su culpa cuanto la suponía la voz común, y al revés, acriminar mucho a Córdoba, si bien no negándole su calidad de valiente, pero ponderando sus torpezas. Así, cuando hubo consejo de guerra y Córdoba en él se mostró rencoroso contra su segundo, fue general aprobar la sentencia que a ambos les privó de su empleo, calificándola, aún cuando de rigurosa, de no injusta.

A poco de pasado este combate, se presentaron los ingleses, resueltos a hostilizar a la plaza de Cádiz y su bahía, donde estaba surta la escuadra española de más fuerza. Dirigía la empresa Nelson, en quien sus hazañas en el combate de San Vicente habían despertado una sed viva de lides en que se prometía triunfos, sed nunca apagada en posteriores ocasiones, aunque frecuentemente satisfecha durante su carrera de prodigiosa actividad y glorias extraordinarias. Redújose lo hecho por la fuerza naval británica en aquella ocasión a arrojar a la ciudad de Cádiz algunas granadas o bombas desde un queche habilitado para el intento, al cual bautizaron los gaditanos con el nombre de bombo, llamando el bombeo, y no, como es común, el bombardeo, a aquella ocurrencia. Causó gran terror tal suceso en los gaditanos, pues desde principios del reinado de Felipe V estaba aquella ciudad, asentada en la costa, libre de los peligros y estragos de la guerra, no viviendo, por consiguiente, quienes los hubiesen conocido. Llenóse la isla de León, donde yo vivía, de fugitivos, quebrantando hasta las monjas su clausura. Las cañoneras españolas acudían alentadas y hábiles a impedir el daño con feliz éxito, por estar probado desde el sitio de Gibraltar, en la guerra de 1779 a 1782, ser muy a propósito los españoles para esta clase de servicios. En las lanchas solían ir mi dos tíos y mi padre, siendo esto motivo de ansia y susto para nosotros, que desde la altura en que está situado el Observatorio Real, llamada Torre Alta, solíamos ir con toda la población a ver en el silencio y tinieblas de la noche bailar en el aire las espoletas de las granadas y los fogonazos de las piezas de artillería. Pero sólo dos noches hubo un tanto de recia pelea. Desistieron los ingleses de sus esfuerzos, de que ningún provecho sacaban, y se restableció la tranquilidad en Cádiz y los lugares comarcanos.

Por el mismo tiempo había tomado el mando de la escuadra el teniente general don José de Mazarredo, oficial del más aventajado concepto en la Armada española. Éste determinó sacar la escuadra a la mar como para mostrar que no se escondía, desanimada después del revés llevado junto al cabo de San Vicente. Hízose la salida, y como su objeto, más que otra cosa, era declarar que no se temía pasear los mares, y también adiestrarla en maniobras, y como no se presentasen a hacerle frente los ingleses, fue de breve duración y de ningunas resultas esta campaña. Los gaditanos, dados en aquella hora a hablar mal de la marina, no obstante profesar alta estimación a Mazarredo, no dejaron de ridiculizar una acción cuya índole no entendían, y cuyos efectos quedaron en nada. Así, cantándose por entonces unas coplas tontas y groseras llamadas el Cachirulo, se oía, entre otras, la siguiente:


El cachirulo
de Mazarredo
sacó la escuadra
y dio un paseo.
Y a los ocho días,
ya estaba Mazarredo
en la había.

Si en éstos, que mal pueden decirse versos, aparece ser ignorante y de humilde esfera el autor de la historia, la idea de ella bajaba a la ínfima plebe de gente de superior categoría. Todo ello lastimaba el pundonor de los marinos, y siendo el de mi padre extremado, le causaba pena ser de un cuerpo al cual por todos lados se declaraba adversa la fortuna. Cito esto por haber sido causa de que no se me consintiese seguir la carrera de la marina, a que yo tenía viva afición, prefiriéndola a otra alguna.

Pasado el bombardeo de Cádiz, coincidiendo casi con él la muerte de mi abuela, y estando con destino en la escuadra mi padre y tíos, con lo cual más trato tenían con Cádiz que con la isla de León, ya no había motivo para que mi familia siguiese residiendo en el departamento. Además, mi educación no podía adelantar en la isla, como mis padres deseaban. Mis progresos en latinidad eran muy cortos, porque ni valía mucho mi maestro, ni yo atendía a las lecciones, recibiéndolas en lugar que me repugnaba. Con todo esto, nuestra mudanza hubo de irse haciendo en breve. Algunos días pasamos en el navío Vencedor, del mando de mi padre, yendo durante el día a Cádiz, y pasando a dormir a bordo. Excitóse más con esto mi afición a la marina. Al cabo, tomamos una casa en Cádiz, pero por pocos meses. Determinándose que continuase yo el estudio de la latinidad, púsoseme de pronto en unos estudios que había anejos a la iglesia de Santiago en tiempos antiguos, y luego en posteriores cerca de los Jesuitas. Eran los tales estudios gratuitos, y su domine, don Antonio del Castillo, no mal gramático latino, pero pedante y severo. Hízosele el encargo de que en ningún caso me diese azotes, a que él prometió acceder; pero como no le moviese a respetarme el cebo del interés por no recibir paga, se olvidó o no quiso cumplir puntualmente su promesa. Aplicábase allí aquel feo castigo todavía con más frecuencia que en el estudio de la isla de León y con menos decoro, pues se llevaba a ejecución dentro de la misma clase, encerrada la víctima en un rincón, y teniendo delante de ella dos muchachos una capa levantada, a guisa de telón o cortina. Veía yo estas cosas con horror sumo. Un día, por un descuido mío, leve, no siendo yo travieso, sino al revés, hasta pacato y medianamente estudioso, faltando en algo a saber mi lección, fui amenazado con la aplicación inmediata de la pena que tanto me horrorizaba. Íbase ésta a llevar a efecto, cuando me entró tal congoja de vergüenza y susto, que estuve a punto de caer con un accidente, por lo cual hubo de desistir de su intención el brutal maestro, que mal podía comprender aquella sensibilidad extremada. Llegó la hora de volver a mi casa, a la cual llegué todavía abatido, confuso y verdaderamente enfermo. Preguntáronme mis padres la causa de mi situación, y yo no la encubrí. Encendido mi padre en ira, aunque me consentía menos que mi madre, y creyendo lastimado en mi persona su propio honor y el de todos los suyos, punto en que era excesivamente vidrioso, con la licencia que en aquellos tiempos todavía solían tomarse los caballeros, y particularmente los oficiales, tomó su sombrero y asió su espada, resuelto a ir a romper la última en los lomos del atrevido maestro. Más prudente mi madre, procuraba contenerle, porque de ejecutar su resolución, de lo cual era muy capaz, se habría seguido un escándalo grave. Citaba él con orgullo un caso de su hermano mayor que, siendo ya mocetón robusto y habiéndoselas con un maestro suyo en Cabra, le molió a golpes, quedando por ello impune, con las licencias que solían tomarse los caballeretes de provincias. Replicaba a esto mi madre que Cádiz no era Cabra, y que la acción de insultar a un maestro pagado por el Gobierno expondría a quien la cometiese a grave castigo. Por fin, terminó la disputa en prevalecer el consejo más prudente, determinándose que no volviese yo más al estudio. Cito este suceso como señal de las costumbres de la época, así como para muestra de los caracteres de los personajes que figuran en estas MEMORIAS.

Retirado yo del estudio, hube de volver por breves días a la isla de León, de donde efectuamos nuestra traslación definitiva para establecernos en Cádiz. Verificada ésta, se atendió a mi educación en lugar en que podía hacer más progresos, siéndome, por otro lado, agradable. Había a la sazón en Cádiz, entre varias escuelas de niños, dos de superior clase, que llevaban el título más alto de academias, donde se enseñaba, a la par con los rudimentos de leer, escribir y contar, la lengua latina y la francesa e inglesa. Gobernaban estos dos establecimientos, entre los cuales había decorosa rivalidad, un extranjero llamado Hever y un español cuyo nombre era don Juan Sánchez. En el de este último fui yo colocado, y desde mi entrada le vi con satisfacción. El principal maestro, sin ser hombre de instrucción vasta, la tenía mediana, y hasta sabía bien el francés, aunque le pronunciase mal, teniendo un mediano conocimiento del latín y bastante de la aritmética, y era además, por otro lado, hombre de condición blanda y cariñosa, que miraba a sus discípulos con tierno afecto. Tocó a este digno personaje vivir hasta verme haciendo un papel importante en mi patria, de lo cual se mostraba muy ufano, por considerarme principalmente educado en su academia, bien que, más que el orgullo, entraba el cariño en los afectos con que me miraba. No era él quien dirigía todos los ramos de enseñanza en su establecimiento, aunque sobre todos ejercía superintendencia. La clase de francés estaba puesta a cargo de un M. Montigni, mediano maestro, de quien no tuve por qué quejarme. Pero la persona a quien cobré más cariño continuado por largos años fue al maestro de latinidad, a quien llamaban M. Calegari, aunque no fuese francés, siendo allí común dar el nombre de monsieur a los maestros para que todo estuviese a la francesa y se conociese ser aquélla academia, y no escuela. Era el tal Calegari hombre entrado ya en años, nacido en Portugal, aunque de familia italiana, como, declara su apellido, habiendo sido su padre médico en Lisboa, y si mal no me acuerdo, facultativo de la corte. Había hecho sus estudios latinos en Italia, de lo cual no sin motivo estaba ufano, por ser allí, entre todos los pueblos modernos, donde se conoce y enseña la latinidad más pura. Tenía bastante instrucción, sobre todo en las cosas romanas, si bien no entendiéndolas al modo que los críticos filosóficos de nuestros días, sino enteramente al uso antiguo, esto es, recibiendo las narraciones de Tito Livio con fe casi igual a la que se presta y debe prestarse a la Historia Sagrada. Con estas calidades juntaba ser singularísimo en sus modos, pero de suma bondad, de lo cual resultaba reírse muchos de él y admirar y apreciar algunos pocos sus buenas dotes. Me cobró particular afecto, y en sus rarezas me llamaba su ovejita. Tenía mi madre extraordinario empeño en que fuese yo buen latino; y deseoso de complacerla y encontrando maestro tan de mi gusto, me dediqué al estudio de este ramo con grande esmero. Calegari no seguía la práctica general de los domines de su tiempo, que era, antes de poner los discípulos a traducir, tenerlos largos días haciendo lo que se llamaban oraciones de acción, de pasión, de infinitivo y otras. Decía él que la lengua latina debía aprenderse manejando los autores, y más que otra cualquiera de las vivas, porque en las muertas no hay la conversación ni el uso de quienes la hablan, ni otra guía ni norma que la de los escritos conservados.

Aunque atendía yo mucho al latín, me puse desde luego a aprender el francés, en el cual hice regulares progresos. Me iba acostumbrando a la vida de la academia, donde si bien se usaban las disciplinas, no se daba el feo castigo de azotes en las carnes desnudas, al cual tenía yo tanto horror. Empecé también a tener amigos entre mis condiscípulos. Me hice, es verdad, algo peor que era en punto a travesuras; pues cobrando los hábitos de otros muchachos, como ellos solía burlarme de mis superiores y hacer gala de ciertas maldades pequeñas.

Corría así mi vida, y en tanto me prometía aumentos de prosperidad la suerte. Mi padre, cuyo concepto de buen oficial se mantenía, salió destinado a una expedición, así como de grave responsabilidad y grande honra, con trazas de serle de no escaso provecho. Manteníase entonces en gran parte el Gobierno español con los productos de las ricas minas de sus posesiones americanas. Siendo casi absolutos dueños del mar los ingleses, tenían cerrado el paso a este recurso, y la empresa de traer caudales de América a Europa estaba con razón considerada como una del mayor empeño. Encargado de ella mi padre, dio principio a expediciones donde acreditó hermanar con lo hábil astrónomo lo marinero práctico, expediciones muy celebradas en sus días y hoy muy olvidadas, cuando acaecimientos posteriores de sin par magnitud y trascendencia no consientes que la atención, ni aún siquiera la memoria, se ocupen en cosas fuera de su hora presente, o cuando más de la inmediatamente pasada. Aprovechó mi padre con su navío una noche oscura del mes de noviembre de 1798 para echarse fuera de Cádiz con viento en popa, atravesando por la escuadra inglesa, que tenía puesto el puerto en estrecho bloqueo.

Llegó con felicidad a Veracruz, y allí embarcó los caudales, que eran de algunos millones de pesos fuertes. Salió para Europa con su preciosa carga, dándole, según costumbre de aquel tiempo, un derrotero, al cual había de atenerse, sin que pudiera hacérsele cargo si caía en poder del enemigo, a no ser que, tropezando con fuerza de poco poder, se entregase después de hacer floja resistencia. Pero don Dionisio Alcalá Galiano era hombre que no rehusaba echarse encima responsabilidad si juzgaba que con hacerlo podía prestar servicios al Estado y ganarse él reputación de un modo honroso. Así es que no haciendo caso del derrotero y sujetándose a llevar duro castigo si perdía el rico cargamento puesto a su cuidado, echó por rumbo rara vez seguido, dio el ejemplo de subirse a altas latitudes donde reinan y suelen soplar serios los noroestes, llegó casi a tocar al banco de Terranova, tuvo la dicha, o por decirlo como se debe, el acierto de encontrar los vientos que buscaba, navegó con ellos a un largo con velocidad, llevó de oculto, con su reloj, observada la longitud, siendo entonces costumbre calcularla por el método falaz de la estima, y al cabo, ignorando casi todos en su navío dónde se hallaban, vino a remanecer, en vez de en las costas meridionales de España y Portugal, donde era esperado por amigos y contrarios, en el mar Cantábrico, donde descubrió tierra casi a la boca del puerto de Santoña. En éste entró y desembarcó el importante socorro que a su patria y Gobierno traía. Tratóse de premiarle, siendo altas las alabanzas que se daban a su arrojo y pericia. Pero el ministro de Marina, don Juan de Lángara, salió con la singular ocurrencia de que harto había ganado en su viaje para necesitar premios; razón de poco valor, pues no debe negarse la recompensa debida a distinguidos servicios, aunque en ellos se hayan hecho lícitas ganancias. Fueron algunas, y aun de cierta consideración, las de mi padre. Cerrado a la sazón al trato con Europa el territorio americano, una navegación feliz a él iba acompañada de provechos seguros y considerables. Las pagas en América eran crecidas y puntuales, y los gastos cortos. Además, estaba de virrey en Méjico don Miguel José de Asanza, muy íntimo amigo de mi tío Vicente y de toda mi familia, y éste favoreció a mi padre, y entonces el favor de un virrey proporcionaba gran lucro en cosas permitidas y aun decorosas. Ganó, pues, mi padre dineros, pero era, además, pundonoroso, y aun algo ostentoso y rumboso, hasta tocar en derrochador, con lo cual hubo, por un lado, de adquirir menos que lo ordinario en casos iguales, y por el otro, de hacer gastos espléndidos que disminuían sus ganancias. Al cabo nos fue favorable su expedición, aunque con no haber él ascendido a brigadier tuvo razón de quejarse, como se quejó, de ser tratado con injusticia. Estaba ufano de su conducta, y tanto más cuanto me acuerdo de haberle oído decir que, si hubiese en su viaje de vuelta tropezado con los ingleses, estaba resuelto a no caer en sus manos vivo; resolución que su conducta en Trafalgar acredita de no haber sido mera fanfarronada.

Hallábame yo con mi madre y hermanos en Medina Sidonia, cuna de mi familia materna, donde habíamos ido a pasar la primavera de 1799, cuando tuvimos cartas de mi padre avisando su llegada a Santoña. Templaron tan grata noticia algunos pesares domésticos, haber fallecido mi último hermano Rafael en la tierna edad de cinco meses, y haber estado a punto de tener igual funesta suerte mi otro hermano Juan, que contaba cerca de dos años, y que desde entonces no recobró su cabal salud, viniendo algunos meses después a salir del mundo. En cuanto a buen pasar, era nuestra suerte ventajosa. Un oficial de marina de grado superior, embarcado, ganaba entonces bastante, y mi padre, como he dicho, tenía algunos bienes. Pronto supimos que el buen éxito de su expedición había llevado al Gobierno a encargarle otra de igual clase. Así, no hubimos de verle por entonces. Pasó de Santoña al Ferrol, y allí se preparó a volver a América. Tenía a sus órdenes, además del navío de su inmediato mando, otro de línea, y llegó a tener con estos dos algunas fragatas; de suerte que obraba ya como general, acreditándose de serlo antes de tener tal grado. En breve dio la vela y volvió con felicidad a Veracruz, constantemente perseguido por los ingleses, y con no menor constancia feliz en escapar de persecución tan activa.

Vueltos nosotros a Cádiz, seguí yo yendo a mi academia. En tanto atendíamos todos a los negocios políticos de España. Había venido a Cádiz una escuadra francesa, mandada por el vicealmirante Bruix. Soñábase que con ella iba a juntarse la nuestra, idea que causaba general disgusto, por estimarse que sería sacrificada nuestra marina al interés del Gobierno de Francia, nuestra poderosa y nada buena aliada. Salió lo que se temía, y hechas a la mar las dos escuadras juntas, fuéronse al puerto de Brest, donde estuvieron encerradas más de dos años, hasta que, ajustada la paz, les dio franca la salida. Allí iban mis dos tíos maternos. Entonces fue cuando a Rafael, el mayor, sucedió el lance honroso de que he dado noticia en las primeras páginas de estas MEMORIAS, de cuyas resultas se volvió a Cádiz. Habiendo seguido mi otro tío, su hermano, en Brest, quedó encomendada su casa a mi familia, por tener él su mujer e hijas residiendo en Madrid. Esta circunstancia hubo de influir en mi educación. Como era la persona a quien me refiero ilustrada y erudita, tenía una colección de libros bastante escogida, aunque no muy numerosa, y muy superior a lo que era común en hombres no dedicados especialmente a la literatura. En aquel tiempo, aunque existía la Inquisición, era muy común en la gente ilustrada tener los libros prohibidos por aquel tremendo Tribunal; y mi tío, aunque nada parcial de la revolución de Francia, distaba mucho entonces de ser devoto. Yendo yo a su casa, me dirigí a su librería, abandonada a mi uso por su ausencia, y echando la vista a unos libros rotulados por de fuera comedias de Calderón y de otros autores, los abrí y me encontré con que eran las obras de Voltaire, de Rousseau, de Montesquieu y de otros autores célebres, de la escuela filosófica francesa del siglo XVIII. Sin hablar de ello a mi madre ni persona alguna, y sabiendo yo bastante francés para entenderlos en gran parte, comencé a darme a su lectura, impropia en verdad de un niño de diez años. Al principio leí sólo la parte de las obras más divertida, como las tragedias y cuentos de Voltaire y su teatro; la Nueva Eloísa, de Rousseau, y las Cartas persas, de Montesquieu; y, ¡cosa extraña!, no vi bien en estos libros el veneno de la irreligión en ellos contenido, acaso porque no acerté a entenderlos. Sin embargo, cometí una culpa, quebrantando el precepto entonces estimado por mí sagrado, el cual me vedaba leer aquellas obras. Pocos años después volví a ellas, y ya con más fruto.

Pero en el tiempo de que hablo reinaban en mí otras inclinaciones, bien que contradictorias. Con mi estudio de la lengua latina había cobrado afición a las cosas de la Iglesia, donde se usa este idioma, y leía con ansia breviarios, semaneros santos, y, cuando podía haberlos a las manos, misales. También me entretenía con libros de milagros, siendo de los que más manejaba el Año virgíneo, con sus trescientos sesenta y cinco milagros duplicados, a dos para cada día del año, y la Luz de la fe y de la ley, o Diálogos entre Desiderio y Electo; obras monstruosas ambas, y con especialidad la última, donde la devoción se presenta a menudo como superstición bestial y escandalosa. Acompañó a esto haber en Cádiz un gremio de muchachos dados a decir misa, a tener altares, ornamentos y vasos sagrados de juguete, y a cantar misas solemnes, actos patrocinados por algunos clérigos que no veían en ellos un remedo indecoroso y casi sacrílego, mirado por cierto aspecto, sino un efecto equivocado de piadosas y aun devotas inclinaciones. Yo, a quien daba gusto en casi todo mi madre, tuve mi altar, mi cáliz y mi patena, mis ornamentos completos, y a más de una casulla, una capa pluvial galoneada, con todo lo cual cantaba, ya misa, ya otras partes de los oficios divinos, ora solo, ora acompañado, habiendo aprendido muy bien muchos salmos divinos y no pocas oraciones de la Iglesia. Otros de las mismas aficiones, que también tenían altares, convidaban a misas que solían decirse con mucha solemnidad. Una circunstancia hace notables estos juegos para la historia de mi vida. En las funciones de que hablo había sus correspondientes sermones, y empecé yo a ser encargado de predicarlos, y a cobrar fama en este oficio. Unas veces hablaba de repente, otras escribía o componía parte de mi sermón con la perfección que podía esperarse de un muchacho de once años, aunque para su edad bastante instruido. Ello es que dieron en concurrir personas piadosas, principalmente mujeres y eclesiásticos, a oírme; que mis oraciones sacaban lágrimas, enfervorizándome yo a veces como el mejor misionero, y que era muy común en mis auditorios anunciar que yo sería, o manifestar que debía ser eclesiástico secular o regular, dado a la predicación, en cuya carrera me estaba segura una suerte brillante con gloria propia y aprovechamiento de las almas. Tuve yo entonces mis intenciones de trocar la sotana por el uniforme de cadete de Guardias, que aún vestía. Pero amigos de otra especie, con quienes jugaba a los soldados, me distrajeron de las misas. ¡Cuánto distaba yo entonces de prever que en España habría otros púlpitos que los de las iglesias y otras materias que tratar, en arengas dichas en público, que las religiosas, siendo mi destino ser orador y adquirir más dudosa y contestada fama, con momentos, si de placer y gloria, proporcionándose a mi vanidad algunos triunfos, pero acompañados mis esfuerzos y lauros de crueles sinsabores, de trabajos, de desdichas, en suma, de todo cuanto trae consigo la vida política, donde la ambición, siquiera sea noble y encaminada a justo fin, es el móvil principal de todos los afectos y de todas las acciones! Mientras esto pasaba, eran varios mis estudios y mis lecturas. En mi academia seguía el latín, en que llegué a ser muy aventajado, siendo de sentir que de él olvidase mucho. No fueron menores mis progresos en el francés, y empecé el inglés, aunque en algún tiempo adelanté en él muy poco, por no seguir con constancia su estudio. En mi casa leía también mucho, siendo mi afición a hacerlo suma, y tal, que nunca la he perdido, ni en mis locuras e irreflexión de chiquillo, ni aun en mis desórdenes de joven, cuando mi juventud llegó a ser borrascosa. Dime a leer de historia, y faltándome guía, no escogía bien mis autores ni acertaba a dar a cada cual su valor correspondiente. Pero ello es que a los once años tenía yo llena la cabeza de muchos hechos. Por entonces cayó en mis manos una historia de los dos triunviratos. Escrita en francés, sin nombre de autor, y, según me puedo acordar, no con mucha crítica, cosa que mal podía yo comprender entonces, me di a traducirla y adelanté bastante en mi versión, de la cual me atrevo a decir que salía en mejor castellano que algunas del día presente, por no haberse entonces llevado al extremo en que ahora está la corrupción de la lengua.

Pasáronse así dos años, sin ocurrir cosa que merezca contarse. Sabíamos de mi padre que había llegado con felicidad otra vez a Veracruz, que había embarcado caudales y que había logrado burlar la vigilancia de los ingleses, pero que al cabo se había visto precisado a encerrarse en la Habana, de donde le era casi imposible salir, estando estrechamente bloqueado por los enemigos, furiosos por codicia y por orgullo de no poder hacerse con tan rica presa. Era también público que mi padre había juntado un buen caudal, el cual se ponderaba hasta suponerle una riqueza considerable. No teníamos esperanza de verle pronto, y las noticias que nos daban sus cartas no declaraban cuál era su situación, aunque sí ser bastante próspera.

En 1800 vino a interrumpir el tranquilo curso de mi vida haberse declarado en Cádiz la terrible enfermedad conocida con el nombre de vómito negro o prieto en el continente e islas de la América española, y con el de fiebre amarilla en los Estados Unidos angloamericanos y las Antillas inglesas. Tuvo fortuna mi familia en este caso, pues huimos de Cádiz como la mayor parte de la gente acomodada, pero con mejor acierto que otros, pues escogimos para lugar de residencia la ciudad de Medina Sidonia, que en las inmediaciones de Cádiz y Sevilla fue aquel año la única población considerable a que no alcanzara el contagio. Cuatro meses pasamos allí, que para mí lo fueron de ocio, no habiendo clase a que concurrir ni maestros para darme lecciones; pero no por eso dejé de leer, aprovechándome de que tenía buenos libros mi primo don Francisco de Paula de Laserna, hombre singular, instruidísimo, lleno de rarezas, de no común chiste, latino como pocos, y una de las personas con cuyo trato, cuando llegué a ser hombre, más me he recreado en mi vida.

Restituidos a Cádiz, empecé a seguir mi vida pasada, yendo como antes a la academia. Perfeccionábame en el latín y en el francés, y emprendí con más empeño el inglés, aunque entonces faltaba buen maestro de esta lengua, por haber fallecido el que lo era en la recién pasada epidemia, y ocupar su lugar un español que de él lo había aprendido, sin llegar a saber mucho. También, habiendo acabado la aritmética, empecé la geometría, no en mi academia, donde no se enseñaba, sino en los estudios nocturnos y gratuitos abiertos en la academia de las nobles artes.

Llegó en esto el 22 de julio de 1801, día en que cumplí doce años, y en que, por consiguiente, me tocaba empezar el servicio. Recibí un oficio de mi coronel el duque de Osuna, participándome habérseme destinado a la primera compañía del cuarto batallón, pero concediéndome al mismo tiempo licencia para seguir en Cádiz, por plazo por entonces limitado; favor debido a los ruegos y el influjo de los de mi familia residentes en la corte. Estaba a la sazón terminada la campaña que se había abierto aquel verano en Portugal, guerra galana, generalmente mirada como de burlas, y apellidada de las naranjas, por haber regalado el generalísimo, Príncipe de la Paz, a la reina, como trofeo de sus victorias, un hermoso ramo de esta fruta, cogida en las inmediaciones de Olivenza, al ganarse esta plaza sobre los portugueses. No pensé en ir a esta campaña, ni la falta de asistencia a ella se miraba como desdoro en un militar: ¡tan persuadidos estaban todos de ser cosa poco formal aquellas hostilidades!

Ser ya militar verdadero y con antigüedad en el servicio, en nada varió mi plan de vida. No se estimó necesario ni conveniente sacarme de la academia mientras mi licencia durase. Pasóse el año de 1801, y al terminarse trajo consigo la deseada paz de Francia y España con Inglaterra. Para mí fue más que para otros fausto este acontecimiento, porque me aseguró la pronta venida a España de mi padre. No se verificó ésta, sin embargo, tan pronto cuanto era de esperar. Fue enviado a América a recoger los primeros caudales que de allí habían de venir y traerlos a España el brigadier don José Justo Salcedo, que gozaba de valimiento en la corte. Ofendióse de esto mi padre, y con muy justo motivo, pues habiendo él salvado en medio de los azares y peligros de la guerra los tesoros cuya conducción se le encargó, y aún traídolos en una ocasión a España, según poco antes va referido, tenía a desaire que otro viniese delante trayendo al Gobierno y nación española aquel anhelado y grato socorro y como ganando por ello albricias, aunque, bien mirado, ni honra ni provecho se ganaba con venir en tiempo de paz, trayendo a Europa algunos millones. Muy poco después que Salcedo llegó mi padre a Cádiz, portador también de caudales, pues había tantos en América, que bien daban carga a algunos navíos. De gran satisfacción nos fue ver a mi padre después de más de tres años de ausencia. Supimos entonces a punto fijo que estaba rico, y si no al punto que le suponían, lo bastante para prometer a mi familia una vida acomodada. Había, sin embargo, gastado mucho, y vendrá bien aquí hablar de una ocasión en que se portó con lucimiento, porque da una idea de su carácter. Había, como se ha visto, recibido grandes favores del virrey Asanza, con quien también le unía antigua amistad, común a la familia entera de los Galianos. Este personaje fue separado de su empleo y mandado pasar a España, donde se le señaló por residencia la ciudad de Granada, quedando así en una especie de destierro o confinamiento, por lo cual se acreditaba lo que por otras noticias se sabía, que era haber caído en completa desgracia con la corte. Acertó en su vuelta a Europa este personaje a detenerse en la Habana, donde estaba mi padre con su navío. Quiso éste entonces manifestarle su aprecio con ostentación, estimando decoroso hacerlo así con una persona caída, obsequiando a la cual se acreditaba de amigo y de agradecido, sin poder pasar por lisonjero, y aun obrando con un tanto de generosa imprudencia. Para llevar a efecto su intención, dispuso un magnífico baile y banquete en el buque de su mando. Tres mil velas en faroles iluminaban el aparejo. Relleno el hueco de la escotilla, desde el palo mayor al de trinquete se presentaba un lindo salón de baile. Corrido para servir de comedor, un entrepuente estaba ocupado por una larga mesa de popa a proa, en que hacían de piezas de ramilletes cargados de adorno los tres palos. En suma, por cuanto oímos de esta fiesta, celebrada a tanta distancia de nosotros, nos consta que fue magnífica. Decía mi padre que en ella había gastado ocho mil duros, y otros suponían en la Habana que hasta veinte mil; siendo lo probable que no llegase a ser, esta última suma, y que excediese de la primera, no queriendo confesar el convidador a su familia todo lo que había gastado. Pero algo peor que estas esplendideces agrió el contento causado por las ciertas nuevas del buen estado de mi padre en punto a bienes. Había dejado la mayor parte de los suyos en la Habana, puestos en verdad a buen rédito y con un ingenio por hipoteca, pero en manos de personas que se hallaban con poco desahogo. Han correspondido los sucesos a lo que debía temerse. Mucha parte de esta deuda aún está por cobrar, y de los réditos se ha recibido poco, costándonos gran trabajo ir arrancando suavemente cortas sumas del principal de los deudores. Así aparezco pobre, aunque algo conservo, o a lo menos a algo tengo fundado derecho. No es la menor singularidad de mi fortuna que entre estos trabajos de mi vejez sea común ignorar, no que no me he aprovechado en mi carrera, sino que entré en ella mejor que ahora estoy, y que aún no debo ser mirado como hombre que nada tengo, si bien lo que tengo está en malas manos2.




ArribaAbajoCapítulo IV

Embarca con su padre en el navío Bahama, con destino a Nápoles.-Peripecias de la navegación.-Cambio de rumbo.-Fondean en Argel, y después en Túnez.-Zafarrancho de combate.-Vuelta al punto de partida.-Estancia en Cartagena.-Trato con Solano y Císcar.-Fama que adquiere y consecuencias desagradables de su intemperancia de lenguaje.-Navegación a Nápoles.-Estudio de la lengua italiana.-Un suceso a bordo.-Descripción de Nápoles y sus alrededores.-Estado político del país.-Navegación de vuelta a España.-Reales nupcias y festejos en Barcelona.-Presentación al coronel de Guardias y causa que impide realizarla a Su Majestad.-Ascenso a brigadier de su padre.-Ofrécesele entrar en la Armada con gran ventaja, pero su padre no lo consiente.- Regreso a Nápoles.-Sepárase de su padre y vuelve a España.


Recién llegado a Cádiz mi padre, tocóle ir a un viaje nuevo. Éste no era de trabajo ni de gloria, sino de mero recreo, y en él me cupo en suerte acompañarle y no separarme de él, aunque sí hube de hacerlo de mi madre, por la vez primera en mi vida. Iba a casarse el heredero de la corona española, Fernando, príncipe de Asturias, con una infanta de Nápoles, su prima hermana, y al mismo tiempo había de contraer matrimonio con la infanta de España, Isabel, el príncipe a quien tocaba heredar el cetro de las Dos Sicilias. Mandóse salir una división naval en busca de los príncipes napolitanos. A este viaje fue destinado mi padre, dándosele el mando del navío Bahama, feo en su exterior, aunque hecho de soberbio maderaje de cedro con tablazón de enormes dimensiones, encogido de proa, y de popa mal configurada, así como airoso de costado, muy velero navegando a un largo, aunque ciñendo el viento no de los más finos, y buque, por otra parte, destinado a servir, al que en esta ocasión tomaba su mando, de glorioso teatro de sus hazañas y muerte, en un memorable y funesto combate. No era, sin embargo, en el pacífico viaje que en la hora a que me voy refiriendo se preparaba, en el que había de suceder la tragedia a que aludo.

A él determinó llevarme mi padre para que viese mundo y me formase, y mi madre consintió en ello, aunque con pena. Obtúvose la competente licencia de mi coronel, y el día 4 ó 5 de julio de 1802 zarpamos del puerto de Cádiz. Componíase la escuadra de los navíos Príncipe y Reina Luisa, de tres puentes, y del Bahama, en que yo iba, de setenta y cuatro cañones, con otras dos fragatas. Siendo el viento del tercero y cuarto cuadrante en la hora de nuestra salida, se mudó al este cuando embocamos el estrecho de Gibraltar. Aunque algo entendido yo en cosas de la mar, sólo dentro de la bahía de Cádiz había estado a bordo o navegando en botes. Era el día siguiente al de nuestra salida; soplaba fuerte el viento, como suelen allí los levantes, aunque no tempestuoso por ser verano, y supe que la escuadra intentaba pasar el estrecho bordeando o de vuelta y vuelta, y que por haber viento fresco se estaba en la maniobra de tomar rizos. De repente, estando yo en la cámara, noto un movimiento desusado a bordo, con trazas de inquietud; veo correr furioso y agitado a mi padre hacia el timón; seguirse huir la tripulación despavorida como a refugiarse bajo cubierta, agolpándose atropellada por las escaleras, y luego, tras de un extraño ruido, asomar como rascando con nuestro navío otro cuyo bauprés apareció por nuestra popa. Había pasado el peligro, en verdad grande, pues habíamos tenido un abordaje de la peor especie, si bien, por fortuna, no llegó a ser completo, pues siéndolo según se presentaba, habría traído la ruina de uno de los dos navíos, o, lo que es probable, de ambos. Mandando el general tomar rizos, lo ejecutó con prontitud el Bahama, y hecho que fue, izando sus velas, se puso de nuevo en viento. Tardó más el navío general, que era el llamado Príncipe de Asturias, en la misma maniobra; yendo el Bahama ciñendo el viento, o poco menos, iba a pasar por la proa del general, a la sazón casi inmóvil.

Violo mi padre, y siendo muy dado a guardar las mayores consideraciones a sus superiores, estimó, como en verdad lo era, descortesía pasar por delante del general de la escuadra. Mandó, pues, arribar cuando soplaba fuerte el levante embocado por el estrecho. Tomó grandísima salida el Bahama, que con el viento al largo era de los buques más andadores; pero el timonel, sin saber por qué, como impelido de locura, dio de orza al timón casi de súbito, de suerte que puso la proa al Príncipe, yendo con terrible ímpetu a embestirle cuando él no podía maniobrar para evitar el choque. Notó el desatino mi padre cuando aún era tiempo, pero habiendo ya muy poco. Corrió entonces él mismo a la rueda del timón, y con sus propias manos le dio vuelta con ímpetu, de modo que obedeciendo su navío al impulso, ya no fue a darse con el otro proa con proa, de lo que habría resultado una tragedia. Había dado a huir, con todo, la tripulación, no calculando lo que mal se podía conocer, y era que no llegarían a chocar los buques. Pasando, sin embargo, el uno casi cosido al otro, con gran empuje uno de ellos, se tocaron por el costado, pero sin hacerse avería, salvo haber caído en el nuestro un hierro llamado zuacho de la verga de velacho, que hizo un agujero en la cubierta, pero sin tocar a persona alguna. Así escapamos. Parecía para mí mal estreno ver tal peligro cuando pocos podían recelarse en aquellos mares en estación tan benigna. No me inspiró esto horror al mar, como podía haber sucedido; al revés, al instante fui a enterarme de las circunstancias del lance ocurrido, haciendo que se me explicase. Crecía, desde la hora en que me vi en alta mar, mi afición a la marina. Hasta tuve la fortuna de no marearme ni poco ni mucho, con lo cual, no sin motivo, me juzgué con disposición para marinero.

Después del suceso que he referido, el general, que era don Domingo de Navas, no se obstinó en pasar el estrecho con viento por la proa, y mandó ir de arribada a ponerse al abrigo del cabo Espartel, que está en la costa de África, formando el último punto de esta parte del mundo hacia el noroeste. A su abrigo pasamos pocas horas, viniendo pronto el viento a ser oeste bonancible, con lo cual pasamos al Mediterráneo. Entendíase que nuestro destino era a Cartagena de levante, donde había de detenerse la escuadra, de agregarse navíos nuevos y de prepararse los buques que la formaban para alojar de un modo decente y lujoso a las reales personas que en ellos habían de venir a España, así como a los señores y señoras principales de su comitiva. Siguiendo favorable el viento, avistamos el cabo de Gata, y entonces, en vez de poner la proa algo más hacia el norte para gobernar al puerto de Cartagena, puso señal el navío general de hacer rumbo al sudeste. Causó esta mudanza sorpresa, pero empezó a susurrarse que íbamos a ponernos sobre Argel, a fin de ajustar desavenencias pendientes entre aquel Gobierno y el de España. Resultó ser cierto este rumor, pues al cabo de algunos días de navegación, larga y enfadosa, por habérsenos vuelto contrario el viento, que soplaba flojo, como de verano, dimos vista a la ciudad de África, para España de tanta y tan funesta fama, nido todavía de piratas, y hoy capital de una floreciente colonia europea. No puede explicarse hasta qué punto nos hechizó el aspecto exterior de Argel, al el cual es fama que de ningún modo correspondía el interior en aquel tiempo.

Apareció la población con sus casas blanquísimas, como una sábana de no común limpieza, sobre una colina puesta en gracioso declive y verdeando alrededor el campo cubierto de numerosas huertas. Era en nosotros grande y general el deseo de entrar en aquel pueblo y de ver las extrañas costumbres de sus habitantes. Pero no se nos logró lo que anhelábamos, siendo sólo el navío general el que comunicó con la tierra, viéndose que mediaban entre él y los argelinos y nuestro cónsul y encargado de negocios cerca de aquel Gobierno vivos tratos. Al mismo tiempo arboló el general señales mandando al navío Bahama enviarle un bote. Fue al instante obedecido, y el bote, de regreso, nos trajo la orden de que pasásemos a Túnez a desempeñar una comisión importante del real servicio, acompañándonos la fragata Sabina. Por lo que a mí toca, no me fue desagradable ver que, además de las diversiones que me prometía el viaje a Italia, empezaba visitando desconocidas regiones. Tenía esperanzas de que desembarcásemos en Túnez, con lo cual conseguiría ver una ciudad africana, esperanza que también me salió fallida. Siguió nuestra navegación siendo pesada, por continuar los vientos del este. En ella hubo un incidente que influyó en la futura suerte de mi padre. Como al promediar la distancia entre Argel y Túnez, a corto trecho de la costa, está una isla pequeña o mero peñasco árido e inhabitado, y de muy poco bojeo. Acababan de publicarse por el Real Depósito Hidrográfico de Madrid dos cartas del Mediterráneo, señaladas con los números 1 y 2, y en la segunda de éstas se hallaba situado el islote a que me voy refiriendo. Aficionado mi padre, por demás, a las observaciones astronómicas, trató de averiguar de paso si la situación de la isla Galita estaba o no puesta con exactitud en la recién publicada carta. Resultó haber alguno y no muy leve error, de lo cual creyó mi padre conveniente dar aviso al Gobierno, como lo hizo a su vuelta a España. A mí aún fue de diversión este suceso, porque oí hablar de la tal isla, me dio curiosidad de verla y para ello hube de pasar una noche sobre cubierta, muy envanecido de hacer la guardia llamada a bordo marinera; y como aquella noche acertase a ser la de San Juan, esperé ansioso a la salida del sol, esperando desengañar de su preocupación a un contramaestre que me sostenía que el astro principal bailaba al tiempo de salir aquella mañana. Esto muestra cuánto me gustaba hablar con la marinería, con lo cual, en verdad, hacía más que lo debido, siendo muy querido a bordo. También pasaba mi tiempo en la cámara baja con la oficialidad, donde aprendía más cosas malas que buenas, y trocaba el encogimiento de mis primeros años por un desahogo extraordinario en un chiquillo que iba a cumplir trece años. Casi todos los oficiales del Bahama acababan de venir de Brest, donde habían pasado cerca de tres años y blasonaban muchos de hacerlo y pensarlo todo a la francesa y según iban las cosas en la Francia, todavía republicana, aunque pasada durante aquel período a ser regida con poder absoluto por Bonaparte, con el título de primer cónsul. La escuela, pues, en que yo me iba formando pecaba, entre otras cosas, de irreligiosa, y en ella hube de perder mi afición a cantar misa y a componer sermones.

En breve entramos en el golfo de Túnez, fondeando a vista del famoso castillo de la Goleta, gran recuerdo de hazañas y desdichas de la historia de nuestra patria. Pero, contra nuestra esperanza, no hubimos de bajar a tierra, pues sabiendo mi padre que, de ponernos en comunicación con los africanos, se seguiría sujetarnos a cuarentena a nuestra vuelta a España, determinó que sólo los de la fragata entrasen en trato personal con la población, y aun envió a la misma fragata desde su navío a un oficial portador de sus instrucciones, conforme a lo que el Gobierno por conducto del general le había mandado. Tuvimos así el enfado de pasar dos o tres días al ancla en aquel golfo, cuya vista dista mucho de igualar a la de Argel, pero no deja de tener belleza, a que se agrega ser, como he notado, rica en memorias para los españoles. Éstas nos entretenían mirando a la Goleta, con refrescar especies de las historias de España y aun de la novela de El Cautivo, inclusa en el Quijote. obras de que tenía yo muy cabal conocimiento, y de otros varios a bordo no ignoradas. Un incidente vino a sacarnos del fastidio que nos consumía. Mediante comunicaciones escritas entre la fragata, la tierra y el navío, en las cuales usaba mi padre de la debida reserva, empezó a sonarse que las desavenencias que habíamos venido a arreglar, lejos de componerse, se habían hecho mayores y exacerbado. Contábase que el bey de Túnez había dicho que no temía a España, la cual en vano intentaba asustarle con sus grandes navíos.

Hasta empezó a susurrarse que los tunecinos pensaban hacer una tentativa contra nosotros, probando a coger por sorpresa nuestros buques en las tinieblas de la noche, y antes que pudieran levantar anclas y maniobrar, echarles encima enjambres de gente embarcadas en faluchos y jabeques, y en el abordaje suplir con el número y valor feroz la falta de pericia. Hasta creyó advertirse movimiento en las embarcaciones de inferior porte, surtas muy dentro del puerto y pegadas a tierra, movimiento que, o sólo existió en nuestra imaginación, o que, habiendo sido cierto, nada significaba. Ello es, sin embargo, que mi padre, bien enterado del estado de los negocios, al caer de una tarde, mandó hacer zafarrancho de combate para la próxima noche. Hízose así, y pasamos algunas horas preparados a la pelea. De este modo tenía trazas de traer lances de guerra y peligros un viaje emprendido sólo para diversiones y pompas. En mí, aunque hubiese algo de temor, era mayor la curiosidad de presenciar una escena como la del singular combate que se temía, del cual, estando nosotros preparados, había casi certeza de salir sin grave daño. Desvaneciéronse estos temores con la luz del nuevo día. En él quedaron amistosamente arregladas las desavenencias pendientes, a lo cual se siguió, sin pérdida de tiempo, hacernos a la mar con rumbo a Cartagena. Nos fue muy grato salir de aquel fondeadero, insufrible por el calor bochornoso que reinaba, siendo los días últimos de junio y primeros de julio. Nuestra navegación a Cartagena fue breve y feliz, y llegados, fuimos admitidos a libre plática desde luego, poniéndose en cuarentena a la fragata.

Con mi llegada a Cartagena empezó para mí una vida nueva de todo punto. La mía, hasta entonces, había sido pasada al lado de mi madre en sujeción. También había seguido en la Academia hasta el día anterior al de mi embarque. Pero en la situación de que ahora hablo me veía libre, pues mi padre, ni gustaba de tenerme muy sujeto, ni podía, llamándole su atención otros cuidados, y particularmente los del servicio. Usaba yo de mi libertad, no muy bien, como debía presumirse, aunque sin entregarme a vicios tempranos. Hallábame muy celebrado en Cartagena. Notábase como singularidad mi presencia en aquella expedición entre los oficiales de marina. Aunque cabalmente entonces (julio, 1802) cumplí los trece años, mi estatura y presencia eran de ser todavía más niño. Vestía, como es sabido, el uniforme de cadete de Guardias, y siendo uso de aquel tiempo llevar plumeros en los sombreros y sables colgantes, me conformaba yo a la moda, aunque la ordenanza del cuerpo nos prohibía seguirla, debiendo ser cosa de risa verme pasear con gran desenfado, levantando tan poco del suelo aún, con mi chica pluma y golpeando el empedrado con mi sablecillo. Al paso que muchos aplaudían o censuraban las rarezas de mi porte de muchacho, aspirando a hombrear, personas ilustradas y benévolas descubrían y aun ensalzaban en mi pobre persona algunas dotes naturales y adquiridas. Habían dado el mando de la escuadra destinada a ir a Nápoles al teniente general marqués del Socorro, y su hijo don Francisco Solano, general de ejército, con el grado de mariscal de campo, había resuelto venir a la expedición como pasajero. La circunstancia de ser él y yo los que del servicio terrestre íbamos en aquella escuadra, aunque mediando de uno a otro la inmensa distancia que va de general a cadete, fue causa de que él reparase en mí y gustase de entrar conmigo en conversación, llamándome desde entonces, como continuó en llamarme, compañero. Era este personaje mozo aún para el grado que tenía, aunque no estaba ya en su juventud, siendo entonces común ser viejos los generales.

Tenía, además, sobre las ventajas de una presencia hermosa y marcial, con muy alta estatura, pero gallarda, y cuerpo membrudo, y la de su acreditado y no ordinario valor, las prendas de un tanto instruido y amante de las letras y de las artes, aunque su saber no pasase de corto. Su conversación era agradable y le servía la mía de entretenimiento gustoso, creyéndome instruido, como lo era en efecto, para mis años. Otra persona de no inferior valer me favoreció asimismo con su concepto. Era éste un oficial de marina, a la sazón capitán de navío y bastante amigo de mi padre, cuyo nombre era don Gabriel de Císcar, al cual tocó después hacer papeles de los principales en los grandes sucesos de que fue teatro nuestra España; muy distinguido matemático y astrónomo, y, además, dueño de varios conocimientos, hasta en letras humanas, y muy particularmente en la lengua y poesía latinas.

Mi afición a la latinidad, y ser yo entonces en ella algo aventajado, fue una de las cosas que me recomendaron al digno sujeto a quien me voy refiriendo, enlazándome, por otra parte, con él el trato estrecho que tenía con mi padre, el cual era muy apretado en aquella hora, por unirlos sentimientos contra el ministro de Marina Grandallana, que acababa de publicar una orden deprimiendo a los oficiales de marina astrónomos, en favor de los meramente marineros. Mucho hablábamos Císcar y yo, con gran susto de mi padre y no corta vanidad mía. Ésta se alimentaba por varios lados.

Los oficiales de marina me celebraban por lo vivo y travieso de condición, llevándome casi siempre consigo. Los cartageneros de ambos sexos me aplaudían, mirándome las señoras como un gracioso juguete. Tanta celebridad, y mis propias culpas, me atrajeron un suceso más amargo que fatal, aunque bien podía haber tenido consecuencias muy desagradables. Empecé yo a hacer gala de irreligioso, achaque común de aquellos tiempos. Coincidió con esto saber yo de memoria algunos sermones muy ridículos de aquellos que dieron margen a la composición del Gerundio, cosa en que nada había de impiedad, pero que junta y trabucada con otras, contribuyó a darme concepto de deslenguado en materias piadosas. También conté algunos cuentos, no indecentes, pero sí picarescos, entre ellos uno sobre monjas deseosas de casarse. Como me llevaban a muchas casas y en ellas me hacían hablar, hubo de hallarse en una, donde yo daba rienda a mi locuacidad desvariada, una señora que, o escandalizada desde luego, o sintiendo después escrúpulos por haberme aplaudido u oído aplaudir, pasó a delatarme a la Inquisición. El presidente de este Tribunal que desempeñaba este cargo en Cartagena debía de ser hombre de mediano juicio, y así ni desestimó del todo la delación, ni juzgó conveniente proceder en regla contra un ente de tan pocos años, y se contentó con llamar al capellán de nuestro navío, y encargarle que dijese a su comandante, mi padre, que me enseñase bien la doctrina cristiana y me pusiese freno.

Sintió mi padre este suceso como una grande afrenta, y desahogó su enojo sobre mí con ímpetu excesivo, aunque sin pasar de duras palabras, apellidándome, entre otras cosas, borrón de mi familia, y asegurando que en ella, por largos años, nadie había sido acusado; extremo del pundonor y aun en parte también de la vanidad, impropio de una época en que en la vecina Francia habían estado pobladas las cárceles de los principales nobles y hasta de las reales personas, y extremo que lleva a serias reflexiones considerando cuán en breve las revueltas de España habían de causar que personajes de la primera nota se vieran en ella, con raras excepciones, en el alternar de los sucesos, sujetos a juicio y aun castigados con duras penas. Yo me rendí al más agudo e intenso dolor, viéndome así maltratado, y en mi concepto sin haber para ello suficiente motivo. Resolví, pues, encerrarme a bordo a pasar allí los días que quedaban hasta la hora de nuestra salida de Cartagena, y cumplí mi propósito con rigor inflexible. Aún tuvo este lance otra consecuencia dolorosa. Había yo tratado poco a mi padre, del cual, en los trece años que llevaba de vida, había estado separado cerca de nueve, y la ocurrencia de que acabo de hablar produjo entre nosotros cierto mutuo desvío, que no llegaba en mí a ser irreverencia y desamor, pero sí queja y tibieza, y en él pasaba de ser cierto menoscabo de mi concepto, que enfriaba un tanto su cariño. Réstame decir que, como un año antes de su muerte, estos afectos cedieron a otros ardientes y tiernos, acabando por añadir la estimación al cariño.

Mediando agosto efectuamos nuestra salida para Nápoles. En la navegación y en los días de mi encierro a bordo que inmediatamente precedieron, me dediqué al estudio de la lengua italiana, aunque sin maestro alguno. Cogí para el intento la gramática italiano-española de Torrasi y la italiano-francesa de Veroni, haciendo uso de ambas; y como sabía ya muy bien el francés y estaba muy fuerte en el latín, no encontré dificultades en el nuevo estudio. Encontré también a mano las poesías de Metastasio y me di a leerlas, acompañado de las referidas gramáticas y de un diccionario, y en muy poco tiempo logré entenderlas perfectamente, sucediéndome traducir la poesía italiana antes que la prosa. Esto, que parecerá difícil a los que creen que por el artificio del verso y las consiguientes inversiones y los giros a que él da margen, así como por diferenciarse en alguna parte el lenguaje poético del prosaico, lo más duro de entender en una lengua extraña es la poesía, es, sin embargo, cosa común, y si no tanto en la lengua francesa, no poco en la inglesa e italiana. Así Metastasio casi en todo, y aun Tasso, con excepción de algunas palabras, son autores más claros para quien principia a estudiar su idioma, que Maquiavelo o Guicciardini, cuya prosa abunda en inversiones, apareciendo a los no italianos como cosa enmarañada.

Nuestro viaje a Nápoles sólo se señaló por lo largo, siéndonos constantes los vientos por la proa. Fuera de esto, no hubo más que un incidente notable de que hago mención, por haberme dado golpe cuando ignoré la causa de que procedía. Había en el Bahama un marinero muy travieso y hábil de manos, que había trabajado un buque pequeño con bastante perfección, y por esto y otras cosas se daba a conocer, no siempre favorablemente, pecando de entremetido y aun de insolente, en cuanto podía consentírselo la disciplina. Era una noche serena de principios del mes de septiembre, y hallándonos a vista de la isla de Cerdeña, estábamos sentados muchos sobre cubierta gozando de la grata frescura. Acababa de rezar la tripulación el rosario, cuando oímos descompasados gritos, que al principio nos sonaron decir fuego, y después resultaron ser hombre al agua. Mi padre había discurrido una guindola (instrumento para que, arrojado a la mar, puedan agarrarse de él los caídos al agua), y estaba de ella muy ufano, porque se diferenciaba mucho de las comunes, a su entender con notoria ventaja. En esta ocasión probó bien, pues echada a la mar, se asió de ella el caído, poniéndose en salvo, a lo cual contribuyó estar la mar muy serena y, por haber calma, no moverse el navío. Pero aún está por referir lo raro de este suceso. Resultó ser el marino recogido el tal sujeto travieso de quien poco antes he hablado. En breve noté que mi padre cuchicheaba con el segundo contramaestre y algún otro oficial, no sin traslucir yo que era sobre el recién pasado lance. Al día siguiente vi formarse la tripulación y tropa y subir sobre cubierta, en calidad de preso, el recogido de las aguas, al cual se le dio inmediatamente un cañón, que en lenguaje marinero significa una tanda de recios golpes en la parte trasera, dados con cabos o cuerdas de más que mediano grueso. Me pareció aquello una injusticia horrible, y no podía yo conciliar con lo justo, ni siquiera con lo razonable, aun tomando en cuenta lo severo de la disciplina en la marina militar, la aplicación de tan dura pena por un descuido o acaso por una mera desdicha, mayormente cuando estimaba harta pena en la culpa, si la había, haber estado a punto de ahogarse. Pronto cesó mi extrañeza, habiendo sabido la causa verdadera de aquel rigor. El picarón castigado, entre sus muchas malas mañas, tenía, según resultó, un feo y repugnante vicio, harto común en lugares donde faltan mujeres, y hallándose en el lugar llamado mesa de guarnición, que es una tabla saliente fuera del costado, al cual estaba pegada, con un pajecillo de escoba, solicitando al segundo el primero, y resistiendo éste, forcejease, de que vino a resultar írsele al picarón un pie y caer en la mar redondo. Así vino a ser muy justo el castigo que a mí me parecía lo contrario; de lo cual saqué yo por lección buena que no deben juzgarse las cosas sin conocerlas cabal y exactamente, y por mala, enterarme de la existencia de ciertos vicios de que yo, sin noticia, no sabía que fuesen tan ordinarios.

Pocos días después, al amanecer de uno hermoso, nos encontramos a la boca del golfo de Nápoles. Dejónos pasmados y embelesados el magnífico espectáculo puesto delante de nuestros ojos, con el cual pocos en el mundo pueden compararse. A la izquierda, después de los verdes collados de Pozzuolo, se levanta en anfiteatro la magnífica capital, coronando la cima del collado, en cuyo declive se asienta el castillo de San Telmo, mientras a la derecha le hace frente el Vesubio con su doblada cumbre, negra y como quemada la parte superior del monte, y rica la falda en deliciosa verdura, con que hacen bello maridaje el caserío de Portici y otros pueblos vecinos, formando el fondo del golfo una tierra alegre, amena y bien sembrada de casas, y quedando a la espalda o a los costados las islas de Isquia y Caprea, lindas, por demás, y frondosas, a todo lo cual da realce lo despejado de su atmósfera, la brillantez del sol y las rojas tintas con que en el crepúsculo aparece en lontananza el horizonte; vista que hasta a un español, acostumbrado a viva luz y cielo sereno, no deja de causar admiración y encanto. Grande era el nuestro, que a la vez dábamos a aquel cuadro un accidente que le realzaba la hermosura. Entraban en bien dispuesta formación, favoreciéndolos el viento de hacia la popa, los tres navíos y las dos fragatas, en medio el general, el Bahama y Guerrero a sus costados, y algo atrás, de suerte que iba a la par con las aletas del primero la masa de ambos, y siguiendo a alguna mayor distancia, una a cada lado, las fragatas. Los napolitanos celebraban esta vista, siendo en ellos todavía costumbre tener las cosas de España en estima, aunque no tanto cuanto nuestra vanidad se figuraba y daba por cierto.

Tardamos poco en desembarcar. Mi padre, contra su costumbre en Cartagena, en Nápoles trató de tenerme siempre a su lado, o ya encontrase un escarmiento en su anterior confianza y en las malas consecuencias de mi pasada libertad, o ya creyese que en ciudad extraña, y con fama de corrompida, estaba mal un niño en los límites de la adolescencia, con sólo desviarse del arrimo paterno. Nápoles me fue muy agradable. Durante mi estancia allí todo se volvió fiestas, gastándose abundante pólvora en salvas. Dio el embajador de España en su casa un magnífico baile, al que asistieron las reales personas, lo cual dio golpe a los españoles, acostumbrados a la etiqueta de Madrid, más rígida. A esta fiesta, a los besamanos, a bailes en el palacio del Real Sitio de Portici tenía yo entrada, donde daban golpe los trapos o alamares de hilo de mi uniforme, contrastando con los galones de los marinos. Vi también casi todo cuanto de ver era en Nápoles y el país comarcano. Aunque muy niño, hicieron en mí efecto, y han quedado grabadas en mi memoria las reliquias del arte antiguo y las maravillas de la naturaleza de aquella tierra, por un lado privilegiada, y por otro sujeta a ciertos males; las antigüedades de Herculano y Pompeya, las lavas del volcán, sepultadas bajo éstas algunas poblaciones, como la Torre del Greco, destruida en la furiosa erupción de 1795, el lago de azufre de la Solfatara, la Grotta del cane, con su aire mefítico que mata a corta distancia del suelo. Admiróme la magnificencia del teatro de San Carlos, y la elegancia del Fondo, y me recreaba con las compañías bufas de los de Fiorentini y Nuovo, señaladamente con la última, a que cobraron grande afición los españoles, por ser graciosísima la operilla La Pastorella nobile, que allí se cantaba.

También, aunque en mi corta edad, supe algo del estado político de Nápoles. La reina estaba muy generalmente aborrecida, aunque entre muchos, con poca razón, pasaba por ser de superior talento. No menos malquisto vivía, aun siendo omnipotente, el ministro y privado Acton, nacido en Francia, aunque con apellido inglés, y oriundo de Inglaterra, cuyo valimiento se atribuía a profesarle pasión amorosa su soberana. El rey, descuidado y flojo, era muy amado de la ínfima plebe, cuyo modo de vivir imitaba, halagándola en sus preocupaciones y pasiones. Quedaba allí rencorosa memoria de las bárbaras crueldades del Gobierno, al ser restaurado en 1799, cuando fue derramada a ríos la sangre de centenares de sujetos ilustres por su saber y aun por su nacimiento. Mi padre hizo amistad con la duquesa de Monteleone, de quien era íntimo el secretario de la embajada española, don Pío Gómez de Ayala. Esta señora había sido republicana, cuando en 1788, ocupando a Nápoles los franceses, fundaron allí la República partenopea, de breve vida, y su marido había estado a pique de perder la cabeza por haber sustentado iguales opiniones. Vivía en ella ardiente y enconado el odio a la corte, y alguna vez se entretuvo en contarme a mí, muchacho, con gran ponderación, las crueldades del cardenal Ruffo, del presidente del tribunal de sangre llamado Speziale, y de sus satélites. Por entonces leí yo por primera vez una historia de la revolución de Francia, siendo la escrita por Autonio Fautín Des Odourds, entonces algo estimada, hoy caída en desprecio y olvido. Leíla con curiosidad y no con pasión, y aún no formó un juicio sobre los graves sucesos en aquella obra narrados. Más que la política me llamaban la atención otras cosas, y sobre todas la poesía. Leí la Jerusalén libertada en la patria misma de su inmortal autor, y Tasso vino a ser uno de mis ídolos, continuando aun ahora en profesarle culto, y culto cariñoso, si bien no teniéndole en concepto tan superior como el que entonces me mereció. También leí el Orlando enamorado, y me divertí con él sobre manera, pero sin conocer el extraordinario mérito poético que ahora en él admiró. No pasé a Dante, que en aquellos días no estaba mirado por lo general de las gentes con la admiración con que hoy es considerado.

No duró mucho nuestra estancia en Nápoles, urgiendo llevar los reales novios a Barcelona. Embarcáronse, pues, en el navío Príncipe de Asturias el heredero del cetro de Nápoles, que venía a buscar esposa en nuestra corte, y la que estaba destinada a princesa de España. En el navío de mi padre se embarcaron señoras y señores de la real servidumbre, y, además, varios pasajeros de distinción, a quien convidó a hacer el pasaje en su buque el comandante. Aquí como cuando más, se acreditó mi padre de rumboso y atento. Había tomado un cocinero francés de grande habilidad, y le agregó un repostero napolitano, en su ramo de mérito sobresaliente. Hizo abundante rancho, aun de cosas delicadas, y llenó de nieve la bodega, parte de la cual ocupaba una colección escogida de vinos. Dimos la vela, fuenos propicio casi de continuo el viento, y la navegación a Barcelona, donde nos esperaba la corte de España, fue sobre agradable, breve, no excediendo su duración de ocho días. Era regaladísima la mesa, y de tiempo en tiempo se servían deliciosos strachinos o quesitos helados, siendo los de Nápoles de superior fama, y los de nuestro repostero Pascale de los mejores de su tierra. No era menos sabrosa la sociedad. Amenizábanla una señora de Trieste, casada con un oficial de la marina española, llamada doña Juana Butler, diestra en el canto y del mejor gusto músico de su tiempo, el señor y la señora de Bourke, el primero nombrado ministro plenipotenciario de Dinamarca en España, y que pasaba a desempeñar su cargo, y la viuda del coronel napolitano Minútulo, doña Matilde Gálvez, famosa por su hermosura y gracia, española, de raras aventuras y fino trato cortesano, cuyas prendas mentales y corporales tenían embelesado a mi padre, aunque no llevase a términos de un galanteo, en su situación reprensible, y que habría sido hasta ridículo, su admiración de aquella celebrada hermosura. Era, en suma, aquel viaje una partida de recreo y lujo por las azules aguas del Mediterráneo, alumbradas por un sol resplandeciente, y en estación en la cual, aun entrado ya el otoño, todavía no se dejaba sentir en la atmósfera tibia y serena. ¡Raros contrastes han sido los de mi agitada vida! ¡Qué ocasión he tenido de pensar en el viaje de que ahora trato, cuando, fugitivo de España en 1823, pobre ya y desvalido, hube de pasar desde Gibraltar a Londres, pagándome el pasaje la caridad extranjera, en un buque al cual, por la situación en que íbamos los allí embarcados, se dio por apodo el de negrero! En la primera época, todo me vaticinaba aumentos en la ya no corta prosperidad de que disfrutaba. Un padre cuya edad no pasaba de cuarenta y dos años, y si no tan adelantado en su carrera cuanto estar debía, atendidos sus méritos, con segura esperanza de que su postergación no sería larga, y sí compensada con nuevos favores, por otra parte, legítimamente ganados; un padre cuyo concepto le tenía preparada grande elevación en el término de su carrera, y que ya la tenía no poca, riqueza mediana, pero con trazas de crecer con cuantiosos sueldos, ser yo aún tan joven, celebrado ya y atendido, pasarse los principios de mi vida en la sociedad principal, disfrutando de las conveniencias, de los placeres, de las consideraciones que a tal situación van anejas: tal era la perspectiva halagüeña abierta en mis ojos juveniles. Séame lícito quejarme, no de mi dura suerte, no de haber venido de más a menos, como a muchos sucede, no de la prosperidad ajena, llevándola a mal con despecho hijo de la envidia, sino de la injusticia humana, que a tantos aventureros felices trata con indulgencia, al paso que a mí, poco digno de odio por mi situación o por mis hechos, o me trata con feroz y enconada saña, o no me ampara cuando me ve blanco de las envenenadas saetas de mis enemigos. Cúlpeseme, en hora buena, de quejarme demasiado; pero véase cuál ha sido mi vida, y qué es mi fortuna, y habrá de convenirse en que me asiste razón sobrada para dar salida a los afectos amargos de mi alma, llena de duelo3.

Al empezar octubre, llegó la escuadra a Barcelona. Hallábase en esta ciudad, como va dicho, la corte de España, habiéndose de solemnizar allí los reales matrimonios. Poco después de nuestra llegada, otra división naval, salida también de Cartagena, y cuyo mando tenía don Domingo de Navas, a cuyas órdenes habíamos salido de Cádiz, aportó asimismo a Barcelona, trayendo consigo al rey y reina de Etruria, esta última la hija predilecta de María Luisa, y que había dado a luz una criatura durante la corta travesía. Era imponderable en aquellos días el brillo de Barcelona. Aun a los que veníamos de la hermosa Nápoles hubo de agradar sobre manera aquella ciudad de provincia de España. Nuestra corte, aunque no con lujo del mejor gusto, ostentaba entonces cierta riqueza antigua y sólida, si bien ya, por efecto de su derroche en los negocios de la Casa Real y del Gobierno, se hallaba en grandes apuros. Los pueblos, alegres en aquellos días de breve paz, disfrutaban de una felicidad y contento cuya duración fue breve. No obstante estar aborrecido el Gobierno, hubo en aquel momento treguas en el odio, presentándose a las provincias donde no es común ver la majestad real, todavía acatada, aunque hubiese quien vituperara con amargura y justicia culpas de los presentes reyes. Se casaba el príncipe Fernando, en quien la opinión popular, llena del disgusto que corría, y también de ilusiones gratas para lo futuro, empezó a ver un modelo de perfecciones. Todo ello contribuía a hacer aquellas horas alegres. Los barceloneses, apasionados a festejos y hábiles en hacerlos de un modo singular, obsequiaban a la Real Familia con repetidas procesiones y danzas de máscaras vestidas de raros, pero vistosos disfraces. Igualaba la noche al día en claridad, siendo continuas las iluminaciones. Lo único que faltaba era el estruendo de las salvas, habiéndose prohibido hacerlas por respeto a la delicada situación de la reina de Etruria. Una concurrencia numerosa de todas las provincias de España hacía que el espectáculo presentado por aquellas fiestas fuese más animado por el bullicio; entre tanto, la gente de superior esfera y más posibles añadía a los regalos generales el de suntuosos banquetes. En esta ocasión lucieron la generosidad y el gusto de mi padre. Entre las opulentas y delicadas mesas de la corte, ocupaba un lugar preeminente la del Bahama. Como vivíamos y comíamos a bordo, allí eran los convites casi diarios, asistiendo a ellos las personas más distinguidas que entonces contenía Barcelona. Nació de esta vida mi afición a los buenos bocados, que han llegado a hacerme lo que se llama en tiempos modernos un gastrónomo con presunción propia y con concepto de tal entre los buenos jueces en la materia; calidad que suele conservarse en la vejez, y que en mí existe, pero sin uso, no consintiéndome el regalo del paladar... ni el estado de mi estómago, ni el de mi bolsillo.

En Barcelona estaba el coronel de reales Guardias españolas, duque de Osuna. También se hallaba allí mi tío don Juan José, comandante de batallón en el mismo cuerpo. Este último insistió en lo que, por otra parte, era natural y debido, a saber: en que yo me presentase a mis jefes y besase la mano a sus majestades y altezas, solicitándose, asimismo, la prolongación de la licencia de que gozaba. Pensóse, pues, en lo primero, lo cual era cosa que no carecía de dificultades. Estaban a la sazón en completo divorcio la moda y la ordenanza, y yo, ausente de mi cuerpo, seguía, como era muy común, la primera, sin atención a los preceptos de la segunda.

Aquélla mandaba llevar el pelo cortado por detrás, y por delante caído sobre la frente; pantalón y sable colgado, y era puntualmente obedecida. Ésta obligaba a tener el pelo cortado a raíz, por la frente, formando lo que se llamaba cepillo, a llevar por detrás coleta más o menos larga, y usar chupa, calzón corto y espada ceñida, a lo cual sólo se ajustaban los oficiales y cadetes en las horas del servicio o de presentaciones a sus superiores, esto es, cuando no podían otra cosa. Costó trabajo aviarme como debía estar para ponerme delante de mi coronel, y sobre todo del rey, que en este punto nada perdonaba. Hizóseme un calzón corto, con que saqué a lucir mis delgadísimas piernas. En punto a coleta, se me compró una hecha, atándoseme con una cinta que tapaba el pelo por los lados. Así me encaminé a Palacio en compañía de mi padre, a que allí mismo se hiciera mi presentación al duque de Osuna y a los reyes. Efectuóse en cuanto al primero. Recibióme bien, miróme escrupulosamente, me hizo dar vueltas, y parecía satisfecho de mi porte, cuando, ¡oh dolor!, notó que se me caía el pelo sobre la frente. Procuró con sus mismas manos remediar tan grave mal, echándomelo atrás y aplastándomelo; pero los rebeldes cabellos, estando largos, volvían a ponerse como antes. Desesperado al cabo mi coronel de su trabajo, vuelto a mi padre le dijo: No le aconsejo a usted que le presente así a su majestad, si no quiere tener un disgusto. Accedió mi padre a un consejo que era precepto, y hube yo de volverme cabizbajo y mohíno de las antesalas de Palacio, sin ser admitido a la real presencia. Quien hoy asista a la real cámara, por fuerza ha de ver cuánto han mudado las cosas en el espacio de menos que medio siglo. Vicioso era, en verdad, aquel extremo; pero no lo son menos los que presenciamos, si ha de conservar su debido decoro la real dignidad, siendo justo que cada clase de gobierno satisfaga a sus condiciones, y hasta que en los mismos republicanos haya algo de pompa y etiqueta al lado de la autoridad que dirige y representa al Estado.

A más serios sucesos, aun para mi interés personal, dio motivo mi estancia en Barcelona. Hubo entonces una promoción en la marina, así como en el ejército, y entre otros agraciados fue ascendido a brigadier mi padre, así como a teniente general el hermano de mi madre, don Juan María, no habiendo ascenso para mi otro tío materno, don Rafael, mayor en años, a pesar de haberlo merecido. Como estas gracias alcanzaron a todos los que venían en las escuadras destinadas a traer las reales personas, quedó muy lastimado el pundonor de mi padre al recibir el premio de no comunes servicios, como gracia general dispensada por razones de corte. Siendo altivo, no disimuló su queja. En el día de la promoción comió a la mesa del Príncipe de la Paz. Este generalísimo de marina, que le tenía en alto aprecio, le dijo en público: -Galiano, no le doy a usted la enhorabuena.-Quien me la diera me ofendería, fue la respuesta algo atrevida, dada a este cumplimiento. No se ofendió de ella el generalísimo, y acabada la comida, sacando aparte a mi padre, le dijo que no pudiéndosele dar dos grados seguidos para remediar su anterior postergación, él cuidaría de recomendar a su majestad que en breve término se le atendiese; que entre tanto iba a encargársele una comisión de la mayor confianza, y por demás honrosa, y que aún más podría hacerse en su obsequio, pues teniendo un hijo de pocos años, cadete, se le pasaría al servicio de la Armada, no en clase de guardia marina, sino de alférez de fragata, y con la circunstancia de que hiciese sus estudios a bordo, y de que su padre le enseñase y examinase, pasando el fallo paternal, en punto a su idoneidad, por competente. Era esta propuesta ventajosísima y de grande honor, y cuadraba el aceptarla con mis aficiones, rayando en aquella hora en frenesí mi amor a la marina. Pero mi padre no aceptó tan generoso ofrecimiento. Me contó lo ocurrido, y casi con lágrimas en los ojos encarecidamente le rogué que se volviese atrás, e hiciese por mí cosa que tanto me convenía y agradaba. Fue notable su respuesta, reducida a decirme «que me dejaba dueño de escoger de entre todas las carreras la que fuese más de mi gusto, con excepción sólo del servicio en la Real Armada». Amaba, sin embargo, mi padre a su profesión y a su cuerpo, pero creía, con razón, este último vergonzosamente desatendido, y por esto desdichado, y con seguridad de serlo más cada día que pasase. Hube, pues, de resignarme al precepto paternal, no sin extrañeza y disgusto.

Teníamos que volver a Nápoles sin tardanza, habiendo de regresar a su patria el príncipe de Nápoles, que se había casado con la infanta de España doña Isabel: matrimonio de que, como se sabe, ha sido fruto la reina Cristina, que con tan varia fortuna, pero con tal felicidad para su hija y tanta honra para sí, ha regido al pueblo español en días de peligros y trabajos extraordinarios, con la autoridad de regente y el título de gobernadora. Pero mi padre no había de venirse a España inmediatamente. De resultas de haber comunicado a Madrid sus observaciones sobre el error con que estaba situada la isla Galita, en la costa del Mediterráneo, señalada con el número 2, se le había encargado de corregir esta carta y de hacer los trabajos correspondientes al número 3, la cual había de comprender el archipiélago de Grecia y aun hasta Constantinopla. Para el intento, llegado que fuese a Nápoles, había de dejar el mando del navío Bahama para tomar el de la fragata Soledad, buque más a propósito para el trabajo que iba a hacer que un navío de 74, aunque inferior a lo que por su categoría de brigadier le correspondía. Aún estaba dudoso si había yo de acompañarle a este viaje. Mi amor a mi madre, que ya estimaba demasiado larga nuestra separación, me movía a desear volver a su lado; pero a mi deseo de navegar y de ver mundo, brindaba con increíble satisfacción la idea de visitar la Grecia y Constantinopla. Inciertos aún mi padre y yo de lo que en punto a mi ida o regreso se resolvería, salimos de Barcelona. El viaje de vuelta duró exactamente el mismo número de días que el de la venida, y no fue menos feliz ni de menos regalo corporal, pero sí mucho menos alegre, no volviendo ni tan acompañados, ni con sociedad tan dulce. En Nápoles nada singular nos pasó. Una carta de mi madre en respuesta a la noticia que había recibido del futuro viaje de mi padre a Grecia y Turquía, rogaba con empeño que yo me viniese a España. La principal razón de este deseo era el temor a la peste. Tenía mi madre muchas noticias de Constantinopla, por haber estado allí sus dos hermanos y don Juan María repetidas veces, habiendo allí comprometídose a casarse con la que poco después fue su mujer, hija del ministro plenipotenciario de España en aquella corte, don Juan Bouligni. Acordábase también de que en el último viaje de mi tío, cuando en una fragata que mandaba trajo consigo a su futuro suegro con su familia, se inficionó su buque de la peste en los Dardanelos, siendo su fortuna haber llegado pronto a Malta, donde hizo larga cuarentena, separándose en el lazareto los enfermos de los sanos. No se atrevió mi padre a cargar con la responsabilidad de llevarme consigo a un peligro, aunque no grande, al cabo real y verdadero, y así me separó de su lado, y púsome en el Bahama con un criado de mucha confianza, recomendándome además eficazmente a don N. Quesada, a quien había dejado el mando del navío. Doloroso me fue este viaje de vuelta. Habiéndose transbordado a la Soledad con mi padre casi todos los oficiales, en la nueva travesía perdí el consuelo de tener conmigo personas con quienes me unía el afecto de un antiguo trato. Si bien el comandante me atendía en todo, al fin no estaba a bordo con los privilegios de hijo del que mandaba. Había adelantado algo noviembre, y vuéltose el tiempo borrascoso y oscuro. Dio en soplarnos contrario el viento, viniendo en recios temporales del sudoeste. Alargóse la navegación desde Nápoles a Cartagena, hasta emplear en ella de veintinueve a treinta días, gran dilación para travesía tan corta. Aportamos a Cartagena entrado ya el mes de diciembre.

En aquel pueblo, teatro anterior para mí de muchos triunfos y de un revés, me vi solo, dueño de mis acciones, con dinero a mano, cuando aún no tenía trece años y medio. No hice calaveradas, pero sí derroché, queriendo imitar a mi padre en lo rumboso, y haciéndolo, como muchacho inexperto, con poco tino. Citóse alguna acción mía generosa y hecha con singularidad, pero que me dio concepto. En medio de esto me daba a las diversiones, que allí eran muy frecuentes en el invierno, usándose, como en Cataluña, hasta en el teatro público los bailes de máscaras, en lo demás de España prohibidos. Un mes hacía que residía yo en Cartagena, cuando llegó al mismo puerto mi tío don Rafael de Villavicencio, encargado del mando de un buque para dejarle desarmado en aquel arsenal y restituirse a Cádiz. Traía encargo de recogerme y llevarme consigo a su vuelta. Hízose así, embarcándonos de pasajeros en la fragata Atocha. Salimos de Cartagena, y llegados al cabo de Gata, un furibundo temporal del sudoeste nos combatió con tal rigor, que después de capearle, hubimos de volverle la popa y correrle, entrando de arribada en el puerto de nuestra salida. De allí a poco nos hicimos otra vez a la mar, y de nuevo tuvimos que volvernos, habiendo adelantado poco trecho con vientos contrarios y desatados. Al cabo, el día primero de febrero de 1803 empezó un levante, y entablándose con mediana fuerza y constancia, dimos la vela y en poco más de veinticuatro horas ya habíamos pasado el estrecho de Gibraltar, y en algunas más anclamos en la bahía de Cádiz. Con esto volví a los brazos de mi amada madre y de mi poco menos querida tía, y al mismo tiempo renové mi modo de vivir antiguo.




ArribaAbajoCapítulo V

Estudios en su casa.-Conocimientos que adquiere.-Reunido con otros jóvenes, fundan una Academia y allí empieza sus ensayos literarios.-Vuelta de su padre del viaje científico a Levante.-Segunda epidemia en Cádiz.-Causas que traen de nuevo la guerra con Inglaterra.-Opiniones reinantes sobre aquellos sucesos y juicio que de ellos formaban el autor y otros individuos de su familia.- Prosigue sus tareas literarias.-Contrae amistad con Mora y entabla correspondencia con Martínez de la Rosa.


Después de mi viaje a Nápoles no había yo de volver a la Academia. De pasar a incorporarme a mi regimiento no se trató, siguiéndome la licencia. No se creyó, con todo, oportuno que abandonase mis estudios. Prosiguiendo mi madre en su empeño de que me perfeccionase más y más en la latinidad, fue llamado a casa el buen Calegari, que seguía profesándome fino cariño. También hube de tomar maestro de geometría y de intentar enterarme de los rudimentos del griego. Todos mis estudios eran domésticos, pues debe notarse, como cosa singular, que de cuantos hombres han hecho papel de cierta importancia en España, como oradores o escritores, soy yo el de carrera menos literaria, entendiéndose lo que por esto se entiende entre nosotros. No sólo no tengo siquiera el grado de bachiller, sino que ni he cursado lo que se llama filosofía. De ella, en verdad, he leído algo en mis lecturas vanas; pero estos pasatiempos, o díganse ocupaciones de aficionado, no constituyen lo que se califica de ciencia.

Pero si no estudiaba en aulas, leía, puede decirse, con voracidad. Busqué además otra clase de cultivo a mi entendimiento, juntamente con muchachos de mi edad o algo mayores. Había yo formado estrecha amistad de niño en la academia con don José de Rojas, hijo que había de ser heredero del conde de Casa-Rojas, despierto, agudo, violento en la niñez, robusto y tirano de sus condiscípulos, y de mí como de quien más, de aventajadísima disposición para la pintura y aun para las letras, lleno de rarezas, y que con todo prometía mucho, si bien, siendo hombre, en poco o en nada llegó a realizar las esperanzas de él concebidas en sus primeros años. Su padre, muy corto de luces, aunque brigadier de marina, y mezquino por demás, le tenía en mucha estrechez, aunque le amaba. Su casa vino a ser el lugar en que nos reuníamos los amigos antiguos de Academia. Entonces concebimos la idea de formar una asociación en que escribiésemos censuras de obras conocidas y discursos en prosa u obrillas en verso, estos últimos en competencia por un premio, tocando ser jueces del respectivo mérito de las obras hechas en competencia a personas extrañas, crecidas ya y con concepto de saber, que habían de dar su fallo sin conocer el nombre de los autores. Tuvimos la arrogancia de dar a esta reunión de muchachos de muy escasa instrucción el nombre de Academia de Bellas Letras, a imitación de la que en Sevilla habían fundado con el nombre de Academia de Buenas Letras, algunos años antes, literatos de mérito más que mediano. Bien podrá vituperársenos de atrevidos; pero, como en su lugar se dirá, después de algún tiempo, favoreció hasta cierto grado la fortuna nuestra osadía. En el primer certamen, que fue de obras en verso, no quedé yo muy airoso, ni merecí quedarlo, habiendo sido el premio de Rojas. Desmayaron nuestros trabajos; pero no quedaron del todo interrumpidos.

A fines del año 1803 regresó mi padre a España de su comisión, aportando a Cartagena de Levante. De allí pasó a Madrid, donde pensaba detenerse. Pero durante su breve estancia en la capital tuvo una seria desavenencia con el ministro de Marina, Grandallana, con quien nunca había estado bien avenido; y a esta circunstancia se agregó haber disgustado al Príncipe de la Paz por algún caso privado y no de materias del servicio, ocasión en que acreditó mi padre lo noble y entero de sus pensamientos y conducta, pero de la cual me prohíben hablar con claridad altos respetos. Vínose, pues, mi padre a Cádiz, donde tuvo orden de hacer sus cartas con arreglo a las observaciones hechas en sus últimos viajes. Empezamos, pues, a vivir tranquilos y con bastante esplendidez, aunque ya se notara que las personas a quienes había dejado mi padre lo mejor de su caudal en la isla de Cuba, o por no querer o por no poder, no andaban puntuales en la entrega de los réditos del capital que se les había confiado.

Así andaban las cosas, cuando rompiendo de nuevo la epidemia en Cádiz en 1804, huíamos otra vez, encaminándonos en esta ocasión a Sevilla, donde la hermana de mi padre, marquesa de Medina, residía, teniendo allí su marido el cargo de subinspector del departamento de artillería y una casa magnífica de la familia del mismo. Diósenos entrada en la ciudad; pero a poco, arrepintiéndose los que la gobernaban de esta condescendencia, se nos mandó salir a hacer cuarentena al campo, donde hubimos de pasar de un lugar a otro y tuvimos singulares aventuras; habiendo venido y siguiendo en nuestra compañía mi padre, no había para qué se quedase apartado de nosotros.

Ya cumplida nuestra cuarentena, estábamos dentro de Sevilla en la espaciosa casa de mis tíos, cuando sucesos políticos de gran magnitud influyeron en nuestra tranquilidad y dicha doméstica, separando de nuestro lado a mi padre y trayendo los acaecimientos de que fue parte su pérdida dolorosa.

La paz de Amiens había durado poco entre Francia y la Gran Bretaña. Rota otra vez la guerra entre estas poderosas rivales, receló el Gobierno español que sería metido en ella muy contra su gusto, y no menos contra su interés y el del pueblo que regía, porque Bonaparte, su prepotente y soberbio aliado, gustaba poco de tener a su lado neutrales, y sólo llevaba bien que ocupase un trono su vecino la familia de Borbón, a trueque de que desde él le sirviese como sierva sumisa y celosa. Logróse con todo la neutralidad que aparecía difícil, pero fue para que la hubiese sólo en la apariencia. No dio España a Francia el auxilio de sus armas terrestres o navales, pero le franqueó con larga mano el de sus tesoros, proporcionando además cómodo y seguro abrigo en sus puertos a los buques franceses, así de guerra como mercantes y hasta a los corsarios. Esto acomodaba al Gobierno de París, porque su aliada, sin peligro y aun sin molestia, traía de las ricas minas de América cuantiosos caudales, de que le daba una parte crecida. Para España era esto un grave mal, pero menor que el de la guerra. Pero a Inglaterra convenía poco semejante manejo, y sólo lo toleró mientras estuvo gobernada por un Ministerio débil. Vuelto a ser ministro en 1804 Mr. Pitt, ya empezaron las cosas a tomar otro aspecto. Intimóse con más o menos claridad y mayor o menor comedimiento al Gobierno español que cesase de dar ayuda al de Francia. Bien habría querido la corte de Madrid complacer en esto a la Gran Bretaña, pues al cabo no sin dolor se desprendía de su riqueza, no sacando el menor provecho de pasar a las ajenas manos; pero temía al poder francés, y con harto motivo. Con esta razón el rey Carlos IV, y con él la reina y sus ministros y el Príncipe de la Paz, que sin ser del Ministerio gobernaba y hasta reinaba, apenas sabían qué hacer, tirando a contentar a todos o cuando menos a aplacar enojos de opuestas partes, a desarmar con evasivas a brazos fuertes que amenazaban descargar golpes duros, y a ganar tiempo, cuando otra cosa mejor no fuese posible. Pero esto tampoco lo era, porque no consentían dilaciones ni efugios los franceses ni los ingleses. Determinó, pues, Pitt arrojarse a cometer un acto de violenta injusticia y tirano insulto, de aquellos de que da ejemplo la historia de su nación, pero de que no dio ejemplo igual (ni con mucho) al que va a referirse. Expidió el Almirantazgo británico órdenes de detener y llevar a los puertos ingleses a todos cuantos buques españoles fuesen encontrados surcando los mares. Venían a la sazón navegando del Río de la Plata a España cuatro fragatas de guerra con cargamento rico de pesos, producto de las minas de la América meridional, pertenecientes así al Gobierno como a particulares. En esta presa tenían puestas los ingleses la mira; por su orgullo o por su descuido, destinaron cuatro fragatas suyas a echarse sobre estas cuatro y apresarlas. Agravó esta circunstancia la iniquidad de aquella acción, pues claro está que habiendo caído, como bien podían los ingleses, sobre las fragatas españolas con muy superiores fuerzas, la resistencia habría sido imposible o poco menos, con lo cual se habría excusado la efusión de sangre, por apéndice del robo, al paso que siendo los agresores iguales en número y en la apariencia a los acometidos, mandaba el honor con voz irresistible defenderse, sin que por eso fuese dudosa la victoria, ni hubiese generosidad en los provocadores a la lid, no pudiendo cuatro buques desprevenidos, navegando con la seguridad que la paz inspira, competir con otros, aunque en el mismo número y del mismo porte, infinitamente superiores en poder, por venir preparados al combate.

Sucedió lo que debía preverse, pues los españoles, al verse salteados por buques de nación con la cual no estaba la suya en guerra, quedaron cogidos por sorpresa; pero advirtiendo que no había en sus contrarios superioridad de fuerza bastante a disculparlos de arriar bandera sin pelear, hubieron de resolverse a una defensa inútil. Fue sangrienta, aunque desigual y corta la pelea, y en ella se voló la fragata Mercedes, cargada, así como de plata, de

pasajeros. Causó, entre otras pérdidas, gran lástima la de la familia del oficial de marina don Diego Alvear, porque al darse a la vela él con su hijo primogénito se embarcó en otra de las fragatas, dejando a su mujer con sus demás hijos en la Mercedes, por lo cual hubo de verlos perecer de un modo tan horrible y lastimoso. El acto de piratería de que acabo de hablar llenó de pena y de rabia a los españoles. No tuvo poco de una y otra el Gobierno; pero, aún así, entre el inglés y él siguieron por breve plazo las negociaciones, aunque terminaron, como debía presumirse, en una declaración de guerra por parte de España, no necesitando declararla con escritos la potencia que ya con obras la había comenzado. El manifiesto del Gobierno español en este caso estaba bien pensado y no mal escrito. De otra clase fue una obra que vio la luz muy pronto.

El Príncipe de la Paz, como generalísimo de las fuerzas de tierra y mar, aunque no ministro, creyó oportuno no guardar silencio en ocasión semejante, y publicó una alocución a las tropas y a la nación entera, poniéndole al pie su firma. Cualquiera cosa hecha o pensada por él habría parecido mal a la generalidad de los españoles, cuyo odio a su persona estaba fuera de todo límite razonable; pero tal gbrilla merecía la risa que excitó, aun versando sobre materia mirada con harta formalidad, por ser violenta y casi universal la indignación contra los ingleses en aquella hora. Sin embargo, ¿quién no se había de reír de frase como la siguiente, en que, hablando el Príncipe de la Paz de los enemigos, nación manufacturera y comerciante, decía de ellos: «Perezcan rabiando sobre sus fardos»?

Declarada la guerra, marchóse mi padre con celeridad a Cádiz, tardando nosotros algo en seguirle. Trasladámonos allá, por fin, mediado enero de 1805, año para mí aciago. Los preparativos para las hostididades se estaban siguiendo con grande actividad. Mi padre tenía el mando de un navío en la escuadra que se iba a armar. Mi tío Rafael, el de otro. Mi tío Juan María estaba embarcado en ella como general. Todo respiraba guerra; por una rara casualidad, en parte de mi familia eran vistos con gran disgusto estos preparativos.

Dividíanse entonces, como ahora y como antes, los españoles en partidarios de los ingleses y de los franceses. Eran los últimos muy numerosos, y más cortos en número los primeros, componiéndose éstos de algunos enemigos de la Revolución Francesa, de otros al revés, que, por afecto a ella en sus primeros tiempos, aborrecían a Napoleón, no como a usurpador, sino como a tirano y destructor de la libertad, de algunos por considerar que la ambición francesa, y señaladamente la de su emperador, amenazaba a la independencia de España con grave peligro. A todos estos llamaban en Cádiz mamelucos sus contrarios, los amigos de los franceses, sin que sepa yo o pueda conjeturar de dónde vino darles tal nombre. Entre los parciales de Francia se contaba, además de varios apasionados de la Revolución en todas sus fases, y de las reformas, la turba inmensa de la gente ignorante, y aun la parte más crecida del clero. Nació esto de que todo cuanto en España se leía era en alabanza de Napoleón, ponderando sus méritos y contando entre ellos el de restablecedor del orden y del culto.

Ahora, pues, mi tío Juan María y mi madre eran mamelucos apasionados y tenaces. Aborrecían a Napoleón como podrían a un personal enemigo. Mi madre en política era enemiga de la Revolución Francesa, como persona religiosa; mi tío no tanto, pues sin ser impío entonces, no era devoto. El uno y la otra, como toda la gente de sus opiniones, vituperaban la acción infame de la toma de las fragatas; pero no dejaban de traer a cuento y ponderar las razones que tenían los ingleses para quejarse de la conducta del Gobierno español por el favor que daba al francés, su enemigo.

Al cabo (decían, y su opinión no iba muy fuera de razón), si España había llevado de Inglaterra una grave afrenta y un daño, no menor culpa era en gran manera de la Francia, por habernos tenido en mal encubierta hostilidad a un Gobierno con el cual no había para qué entrar en guerra. Pero, dado que la emprendida contra Inglaterra después de su atentado fuese justa y necesaria, no por eso dejaba de ser (en sentir de los mamelucos) una grave calamidad, y así la veían seguir con sentimiento.

Mi padre no era mameluco, pero tampoco parcial apasionado de los franceses; no llegué a averiguar su doctrina política en punto a alianzas o clase de gobiernos, pero entiendo que eran materias en que no se mezclaba demasiado. Atendía mucho a sus estudios científicos; mucho a las obligaciones de su profesión. Era buen español, algo linajudo, y, por consiguiente, aristócrata: pero de la Revolución de Francia aprobaba una parte. En medio de esto, tenía grande admiración y pasión a todo lo inglés. Estimaba a sus matemáticos más que a los franceses, preferencia injusta. Miraba a la marina inglesa con reverencia, sabía un poco el idioma inglés, y como este conocimiento fuera entonces nada común, estaba muy ufano de tenerle. Con todas estas cosas, había visto la violencia e insultos hechos a la marina y nación españolas con horror e ira, y aprovechando la guerra recién declarada, contribuía a ella con buena voluntad y celo, en la parte que le tocaba de servicio.

También tenía yo mi opinioncilla, y era de mameluco acérrimo y pertinaz; concurrían a hacerme de esta parcialidad muchas. y muy diferentes razones. Había vivido mucho con mi madre y tío, amando y estimando infinito a la primera, apreciando en valor muy subido el talento y los conocimientos del segundo. Así como a éstos, oía a varios de sus amigos de las mismas opiniones, muchos de ellos personas entendidas, siendo común en los que concuerdan en doctrinas políticas y religiosas tener entre sí frecuente trato. De mi padre nada tomaba en este particular directamente, pero indirectamente sí, porque de él había aprendido a apreciar y a amar a la Inglaterra, a sus obras y a sus hombres. Mis estudios en el idioma inglés, primero lentos, fueron después seguidos con vivo empeño y fruto. En una presa que había hecho mi padre en sus navegaciones a América se había quedado con un marinero inglés del barco apresado, tomándole a su servicio. A éste hacía que leyese y hablase para que yo me acostumbrase a entender la lengua al oírla. En 1804 tuve un maestro de inglés, llamado Mr. Fosh, instruido y hábil, que por desgracia murió en la invasión de la epidemia de aquel año. La consecuencia de todo fue entrarme una anglomanía de las más vivas e intensas. Aún al leer obras de historia sentía empeño por los ingleses, y me alegraba cuando leía que vencían a sus contrarios; siendo la guerra con los españoles, ya estaba yo por mis paisanos; pero, aún así, miraba a los ingleses con mejores afectos que a otros enemigos. Desde muy niño tenía yo en casa los Comentarios de la guerra de Sucesión, por el marqués de San Felipe, y al leerlos ya crecido, por la décima o quizá la vigésima vez, me daba el parabién de las victorias de Almansa, de Brihuega y de Villaviciosa; pero veía con gusto que en la segunda se hubiese defendido con tanto esfuerzo Stanhope, no sucediéndome lo mismo al tratarse de los alemanes, holandeses o portugueses. Embelesábame que en la batalla de Poitiers, 8.000 ingleses, capitaneados por el Príncipe Negro, hubiesen desbaratado a más de 60.000 de sus contrarios y hecho prisionero al rey de Francia. Esta manía creció en mí con los años, y también dejó de serlo, convirtiéndose en opinión justificada por muchas y buenas razones. En mi destierro en Inglaterra he encontrado allí amigos cuales no se pueden encontrar en otro país alguno del mundo. He admirado cada vez más a aquel pueblo singular, aun conociendo y confesando sus faltas. He llegado a empaparme en sus pensamientos y afectos, a punto de decir de mí varios ingleses, sin haberse comunicado unos a otros su pensamiento, que no habían visto extranjero que tanto se les asimilase en pensar y sentir, o que los comprendiese tanto; hoy es, y si bien los sucesos me han puesto entre los partidarios de la alianza francesa, y si la conducta del Gobierno británico respecto a España en tiempo novísimo me ha parecido y parece digna de la más severa y vehemente reprobación, todavía amo a aquel pueblo, y mi gratitud a no pocos de él no ha padecido, ni por asomos, menoscabo. Pero dejando sucesos posteriores, que es una digresión traer a cuento, y volviendo a la época de que iba tratando, diré que en ella mi afición a las cosas inglesas tenía harto influjo en mis doctrinas políticas en lo relativo a alianzas. Miraba, pues, con mala voluntad a Napoleón por su prepotencia y orgullo y ambición insaciable, a la cual consideraba que servía el poder británico de útil valladar o contrapeso. Era yo reformador, porque ya me había alistado en la secta filosófica y volteriana, y de la Revolución Francesa aprobaba no poco, si bien no llegaba a ponerme con los jacobinos. Así, en mi aversión a los franceses y a su emperador, no entraba desvío de las doctrinas francesas del siglo XVIII, las cuales deseaba yo ver introducidas y dominantes en mi patria, ni me arredraba saber que mi madre y otros de mi bando aborrecían en Francia y en su influjo no sólo a su emperador, peligroso a la independencia y felicidad y gloria de otros Estados, sino a los principios de novedad y reforma de que era Napoleón coronado, armado y victorioso campeón y representante. Al cabo, en Cádiz, donde yo vivía, pasaba por el más violento entre los mamelucos don José Garricoechea, que cabalmente era republicano, y ya desde los tiempos en que sirvió en la campaña contra la República Francesa siendo oficial del ejército sin que desde entonces hubiese habido mudanza en sus opiniones. Así, con puerilidades, con preocupaciones, con pasiones, y también con motivos hijos del raciocinio, me había yo alistado en la parcialidad antifrancesa, sin que el estarlo sirviese de algo, por no poder yo todavía representar papel en el mundo. Y con todo, la infame acción de los ingleses me había causado enojo; pero la achacaba a su Gobierno, y me irritaba por ella, a la par, contra los franceses.

Esta atención mía a la política no era muy viva ni constante, como no podía serlo en mi edad, ni solía serlo en aquel tiempo la de quienes no tenían la política por oficio. La literatura me ocupaba y embebía entonces; sobre todo vuelto de Sevilla, encontré con que la Academia de Bellas Letras, de una existencia endeble y amodorrada, iba pasando a otra de alguna robustez y actividad. El conde de Casa-Rojas nos había concedido juntarnos en su sala principal, donde, como algunos títulos de Castilla, tenía el retrato del rey, bajo dosel y con sillón vuelto, y hasta friolera tal daba aspecto más grave a nuestras sesiones. Había ya algunos más académicos, y, sobre todo, se había dado mejor giro a los trabajos. Dispúsose que hubiese juntas semanales, las cuales se celebraban por lo común los domingos. En ellas habían de leerse dos disertaciones, una sobre retórica y otra sobre poética, sirviendo de texto a los disertadores sobre ambas los principios de literatura de Batteux, traducidos por Arrieta. Había de haber académicos de mérito, así de los residentes en Cádiz como de ausentes. Las competencias por el premio habían de ser dos veces al año: una en verano y otra, infaliblemente, el día de la Concepción, bajo cuya advocación es la Virgen Patrona de España.

Al Certamen habían de concurrir solamente los académicos, y los jueces habían de ser de afuera, yéndose escogiendo para cada ocasión. Puesto en ejecución este pensamiento, empezó a dar de sí buenas resultas. Las disertaciones semanales, por lo común, valían poco, pero fueron mejorando. Empezaron los disertantes a consultar el curso de retórica y bellas letras del escocés Hugo Blair, usándole casi como segundo texto a la par con el Batteux. Recibiéronse nuevos académicos, uno de ellos don José Gutiérrez de la Huerta, maestrante de Ronda, mayorazgo de Cádiz, a la sazón acomodado y aun rico, que pasaba sólo por ser, como en verdad lo era, destrísimo y gallardo jinete, y hombre raro, que acreditó, sin embargo, ser de buen talento e instrucción no escasa. Tenía éste una mediana librería, de que disfrutábamos todos los académicos, y especialmente yo, que me unía con él una amistad muy estrecha, y que por otra parte tenía en mi casa bastantes y buenos libros, aunque no puestos en orden. Ambos unidos, cobramos grande ascendiente en la Academia, acreditándonos de habladores y aun de burlones, por lo cual solíamos darnos el nombre de Momo y Momito, siendo yo el diminutivo, por ser siete u ocho años inferior en edad, y no poco en estatura. Otro académico ganamos que nos fue de grande utilidad. Era éste don José Joaquín de Mora, gaditano, que estaba cursando leyes en Granada, pero que pasaba temporadas en Cádiz, de vivo y agudo ingenio, de no común instrucción, ya de veintitrés o veinticuatro años de edad, todavía con un buen pasar, que pronto desapareció, reliquias de la riqueza de su padre. Adquiriendo más lucimiento las juntas, diose entrada en las del domingo o literarias (porque las había económicas, como era forzoso) a algunas personas extrañas que venían a oírnos. Gobernaba entonces a Cádiz como gobernador político y militar, agregando a esta autoridad la superior de capitán general de Andalucía, el teniente general don Francisco Solano, que por su mujer llevaba el título de marqués de la Solana, y poco después lo fue del Socorro por fallecimiento de su padre.

Había sido mi compañero en la expedición a Nápoles, y seguía tratándome con afecto cariñoso y protector. Por esto y por ser amante de las letras, y gustar de hacer de ello alarde, miró con gusto los trabajos de nuestra Academia de casi chiquillos, y nos dio muestras de su aprecio. Llegó la hora de adjudicarse y darse los premios por el primer certamen. Celebróse con bastante solemnidad la junta en que se repartieron. Los vencedores fueron, por un discurso en prosa, don José Gutiérrez de la Huerta, y por una crítica en verso, don Francisco de Paula Urunceta. Concurrí yo a este último certamen escribiendo mi crítica, pero quedé vencido. Sin embargo, hice mucho en la junta, tocándome en ella disertar, y leyendo además una oda compuesta al asunto del día, con el título de Emulación, que, con ser mala, fue aplaudidísima, gracias al poco gusto de los oyentes y a que salía de labios tiernos, pareciendo yo además de menos edad que la que tenía, yendo por aquellos días a cumplir los dieciséis años. Asistió, entre la numerosa concurrencia que nos favoreció en aquella ocasión, mi padre, al cual dieron vanidad y placer las alabanzas que de mí oía. Comenzaba entonces a ser vivo y entrañable el cariño con que nos mirábamos. Aun en aquellos días hubo de cesar un motivo, si no de positiva desavenencia, de discordancia en nuestras opiniones y miras. Veía mi padre con disgusto mi excesiva afición a las letras humanas y a la poesía, y pretendía que me dedicase a las matemáticas, las cuales, en su concepto, eran el estudio de los estudios, y, según solía decir, la escuela de la lógica verdadera; sin ser yo de índole muy rebelde o dada a contradecir, cobré, sin embargo, repugnancia a tareas que me dictaban violentando mi voluntad, y descuidé mucho las matemáticas, cosa de que ahora me duelo, y más porque con mi afición a analizar y a buscar lo positivo, debería haberlas cultivado con gusto y salir en ellas aprovechado. Pero al verme lucir en materias de mi gusto, ya mi padre empezó a ceder de su empeño y aun a mirar con más consideración ejercicios intelectuales en que con disculpable ilusión se figuraba que su hijo habría de distinguirse.

A una circunstancia de aquellos mismos días conviene también que haga yo referencia. El académico Mora tenía en Granada relaciones estrechas con los estudiantes de allí de mejores esperanzas y más brillo. En el día del Corpus, en Granada es costumbre adornar una de las plazas principales, de cuyo nombre no me acuerdo, con flores y colgaduras, e imágenes y altares, en los cuales se ponen composiciones poéticas donde se ensayan y lucen los ingenios que en aquella ciudad más se señalan. En esta solemnidad del año 1805 fueron los versos de que trato muy superiores a los compuestos en los años antecedentes, y de no corto mérito para quien los juzgue sin extremo de severidad y de mayor, aplicando a su juicio las reglas críticas a la sazón dominantes. Componíase la colección de varias odas con buenos versos e imágenes no originales, pero sí bellas, todo en el dialecto poético a que había dado fama y autoridad Meléndez. El autor era un joven que aún no había cumplido diecisiete años, esto es, mayor que yo algunos meses. Mora nos entregó esta coleccioncilla impresa, y nosotros, admirándola mucho, despachamos al autor el título de nuestro académico de mérito. Siguióse de ahí empezar a cartearnos el tal poeta y yo, y llegó a entablarse entre los dos amistad sin conocernos personalmente, lo cual sólo cuatro años después llegó a verificarse. Era el sujeto de quien hablo don Francisco Martínez de la Rosa, con quien el trato personal vino a unirme en amistad estrecha, después unas veces renovada y otras interrumpida, causando esta última desgracia nuestras multiplicadas discordias; ahora existente y sentada en firme base, sirviéndole de tal no solamente la conformidad de principios, sino el mutuo aprecio, hijo de habernos conocido bien en el discurso, harto próximo a su terminación, de nuestra varia y afanosa vida.

Todo, pues, continuaba para mí próspero; pero se acercaba la hora en que una desdicha iba a traer en pos de sí una cadena de desventuras, a prepararlas y a interrumpir desde luego el curso de mis felicidades.




ArribaAbajoCapítulo VI

Aprestos militares y marítimos.-Los buques españoles se unen a la escuadra francesa de Villeneuve.-Combate del cabo de Finisterre.-Conducta de los franceses.-Llegada a Cádiz de la escuadra combinada.-Consejo de guerra convocado por Villeneuve.-Acuérdase no salir a la mar.-Pasa el autor a Chiclana con su madre, enferma, y sepárase por última vez de su padre.-Inesperada salida de la escuadra.-Vuelve apresurado a Cádiz y sabe los motivos de la determinación de Villeneuve.-Presencia desde Cádiz el combate de Trafalgar.-Borrasca.-Carencia de noticias.-Vuelta a Chiclana.-Regresa con su madre a Cádiz.-Conoce el triste, pero heroico y glorioso fin de su padre.-Elogio a la memoria de aquel ilustre y sabio marino.


Prosiguiendo en la narración de los acaecimientos políticos en la parte que a estas MEMORIAS corresponde, me toca decir que en Cádiz continuaban los preparativos para llevar adelante con actividad la guerra. La terrestre no era de temer; pero siendo Cádiz punto contra el cual puede hacer una tentativa una nación poderosa en los mares, de lo cual daba ya testimonio haber sido sitiada y saqueada por los ingleses mandados por el conde de Essex, reinando Felipe II, y haberse intentado de nuevo ganarla con su puerto en los años primeros del reinado de Felipe V y de la guerra de Sucesión, sin contar otros proyectos posteriores, el marqués de la Solana, cuyas prendas militares iban acompañadas de cierto amor de fausto y aparato teatral, andaba muy solícito visitando las baterías de la plaza y costas, revistando a las tropas que las guarnecían, y proyectando nuevas defensas, todo con más apariencia que la necesaria, aunque no haciendo poco. Acertaba a estar a su lado, venido entonces a destierro, el famoso general Moreau, próximo a pasar al territorio de la República angloamericana, que le estaba señalado por el Gobierno francés para residencia. El general español había servido a las órdenes de este ilustre guerrero en Alemania por breve plazo, y aunque deseaba complacer a Napoleón, a quien servía sumisa España, todavía, aun a riesgo de disgustar al emperador francés, no escaseó obsequios al insigne desterrado. Ya que entré en esta digresión, diré que Moreau fue muy celebrado en Cádiz, señaladamente por los llamados mamelucos, que mi madre fue a visitar a su señora con entusiasmo, que el general francés pareció hombre muy sencillo y común, como lo era fuera de campaña, que la mujer se distinguía por su lujo, y que las atenciones tenidas con ambos causaron que de Francia viniesen quejas mezcladas con indignación, por lo cual hubo el proscripto personaje de efectuar su partida por largo tiempo demorada. Moreau veía aquellos preparativos guerreros ostentosos sin enemigo al frente, con su frialdad ordinaria, que a ojos maliciosos tenía apariencias de burlona, cuando el marqués de la Solana hacía más fastuoso alarde de sus fuerzas.

Pero en la marina iban los negocios con más tremenda formalidad. Aparecióse de pronto a la vista y boca del puerto de Cádiz una escuadra francesa de considerable fuerza, mandada por el vicealmirante Villeneuve, viniendo a recoger y a llevarse consigo las fuerzas españolas prontas para hacerse a la mar, las cuales eran pocas todavía. Fueron con él dos o tres navíos, en uno de los cuales estaba el teniente general don Federico Gravina, a cuyo mando estaba la escuadra española; siguieron en breve a juntarse con la misma fuerza aliada otros, entre los cuales iba el Firme, cuyo mando llevaba mi tío carnal materno, don Rafael. El otro hermano de mi madre, don Juan, recibiópor el mismo tiempo orden de pasar a encargarse del mando del apostadero de la Habana y toda la fuerza naval de la isla de Cuba, mando entonces de la mayor confianza, y por esto del mayor lustre. Tuvo mi tío que embarcarse con nombre supuesto, e ignorándose quién era, en un buque angloamericano, y pasando en él de Cádiz a los Estados Unidos, tomando desde allí nuevo pasaje, llegó a su destino sin tropiezo. A mi padre no tocó salir, por no estar listo su navío. El haberse quedado nos fue de gran consuelo, porque sobre temerse un encuentro con el enemigo, cuya superioridad era tal que de un combate con él pocos se prometían otra cosa que una derrota, hasta se recelaba de ir a Francia con los franceses, pareciendo aún a los más confiados ver en ello, aunque en confuso, cierto peligro. Anduvo el tiempo, y las noticias recibidas de la escuadra anunciaban haber alcanzado grandes e inesperadas ventajas en las Antillas, falsedades halagüeñas que abultaban el feliz suceso de alguna empresa de poquísima magnitud, siendo lo único bueno y lo cierto que no había habido reveses. Pero los daba a temer, y de los mayores, saberse que andaba en busca de los aliados franceses y españoles el formidable Nelson, cuyo nombre, como el de Napoleón en la campaña, era estimado seguro nuncio de victoria para sus amigos, y para sus contrarios de vencimiento. De repente súpose que había recalado la escuadra combinada junto al cabo de Finisterre; que allí había tropezado con una inglesa, mandada por el almirante Culder, que se había empeñado el combate por los españoles, no acertando a entrar en él los franceses, salvo uno u otro de sus navíos, entre ellos el Plutón, cuya conducta fue muy alentada; que los franceses casi cantaban victoria por no haber sido derrotados, si bien lo lograron no combatiendo, y que dos navíos españoles, sotaventándose, habían caído entre sus contrarios y sido apresados después de una resistencia gloriosa, y en situación en que defenderse más hubiera sido un sacrificio inútil, siendo uno de los buques a los cuales cupo esta desdicha y esta honra el Firme, mandado por mi tío, que en esta ocasión fue hecho prisionero con aumento de su reputación, que esta vez le sirvió de adelanto en su carrera. No conocía límites la indignación de nuestros marinos, la cual llegaba a hacerlos injustos, suponiendo que los franceses no habían querido combatir, y adrede los habían abandonado. Corrió una décima no muy limpia contra Francia y Napoleón, y aún contra los generales españoles, por su servil condescendencia con los aliados, y se citaba con aplauso, por ser chistosa, no obstante su poco mérito, y más todavía por ir acorde con los pensamientos y afectos generales. Ésta era la situación, cuando creyéndose que la escuadra combinada, o habría ido al canal de la Mancha, y al intentar proteger el proyectado desembarco de Napoleón en Inglaterra, habría encontrado allí su ruina, o habría pasado a encerrarse en Brest u otro puerto de la costa occidental de Francia a pasar en él años, bloqueada por los enemigos, y por los malos amigos tenida como en rehenes, asomó de súbito y entróse en Cádiz Villeneuve con sus navíos. Poco después de su llegada comenzó a susurrarse que Nelson, después de haberle perseguido en balde por diferentes y apartados mares con asombrosa diligencia, pasado a su patria y recibido órdenes de su Almirantazgo, con aumento de fuerzas venía a acometer la empresa de destruir la escuadra combinada, aun dentro de la bahía donde había buscado abrigo. Recordábase que el osado y hábil marino inglés había intentado acciones de igual arrojo; pero teníase presente que no le habían salido bien o cuando más sólo le habían dado imperfectas y costosas ventajas, pues su ínclita victoria de Aboukir, aun siendo contra buques anclados, no fue forzando la entrada de un puerto verdadero y bien defendido. Así los marinos unánimes, o poco menos, temían a Nelson en ancha mar, y no mucho dentro de la bahía. Multiplicábanse las defensas de ésta por mar y tierra; hacíanse continuos ensayos del alcance y estado de las baterías de Cádiz misma y de la vecina costa; aumentábase el número de cañoneras, cuya utilidad en más de una ocasión estaba probada. El marqués de la Solana no descansaba, y si en su actividad o en el aparato de ella había exceso, nadie dudaba de su valor y su pericia. Gravina había pasado a Madrid, donde se detuvo pocos días, y vuéltose a Cádiz, trayendo sin duda instrucciones de obedecer a los franceses, dadas a despecho, pero no por esto menos precisas y fatales.

Entre tanto yo, por los meses de julio y agosto, había acompañado a mi madre, aquejada por grave dolencia crónica, a que tomase los baños de Gigonza, lugar entre Jerez de la Frontera y Medina Sidonia. Coincidió nuestro regreso a Cádiz con la venida de la escuadra. Siguióse acometer a mi madre unas calenturas intermitentes de mala especie, que hubieron de dar cuidado. Convaleció, y mandósele mudar de aires, y para el intento tomamos una casa en Chiclana. Antes de salir de Cádiz, tratamos de enterarnos bien del estado de los negocios, que era como sigue:

Napoleón estaba en el último punto de enojo con su almirante Villeneuve. Poco entendido aquel esclarecido varón en las cosas de la mar, no obstante su superioridad en todo, llevaba a mal no sólo que no alcanzasen victorias sus escuadras, sino que sus preceptos no fuesen puntualmente obedecidos. Por esto él y su ministro de Marina, Decrès, abrumaban a reconvenciones al malaventurado almirante, aumentando la no pequeña confusión y congoja que le tenían combatido el ánimo, de suyo propenso a la incertidumbre.

En estos apuros había Villeneuve convocado un consejo de guerra, compuesto de los almirantes franceses y generales de marina españoles, pero al cual fueron llamados mi padre y don Cosme Churruca, aunque sólo eran de la clase de brigadieres; distinción hecha a la superioridad de sus conocimientos, que daba gran peso a sus dictámenes, en lo cual se olvidaba su grado. Celebróse esta reunión, y estuvieron discordes los pareceres, sustentando mi padre, entre otros, que, según lo probable, si intentase Nelson destruir la escuadra, forzando para ello el puerto, saldría vencido con no poco destrozo, cuando al revés, saliendo a la mar, había casi seguridad de ser de los ingleses la victoria, por las mejores condiciones marineras de sus navíos, sobre todo maniobrando en mar ancha. Entre los contrarios a esta opinión se señaló el contraalmirante francés Magon, de poca edad para su grado, valeroso y petulante, y descomedido más que suelen serlo los de su nación, tan propensos a estas faltas. Hubo de enredarse la disputa, siendo la impetuosidad del francés hasta insolente, y mi padre nada sufrido, por lo cual corrió grave riesgo de ser remitida a las armas en lance privado aquella desavenencia. Sosegaron a los dos contrincantee; los demás vocales del consejo, y votándose la cuestión pendiente, quedó resuelto que no se saliese a la mar por entonces. Lo mismo que mi padre pensaba Villeneuve, según consta de su correspondencia con el ministro de Marina francés, y según constaba entonces a quienes por allí se encontraban y estahan enterados de lo que ocurría. Pero en el ánimo del almirante francés batallaban encontrados afectos, pues sabía que su emperador le culpaba hasta de cobarde, afrenta insufrible a su pundonor, y aún tenía noticia de que le sería nombrado sucesor en el mando de la escuadra combinada, lo cual era dar más fuerza a su deshonra, no merecida. Aparentó, sin embargo, atenerse a lo resuelto.

Dionos mi padre noticia de lo sucedido, y se apresuró nuestro viaje a Chiclana. Llevónos allá en el bote de su navío, y al separarse, dijo que, pues era ya cosa determinada que no se hiciese la escuadra a la vela, volvería muy en breve. Así la separación entre nosotros, que iba a ser final, no fue acompañada de pena, ni aún de cuidado.

Dos días habría que estábamos en Chiclana, cuando paseando yo por el campo vecino tropecé con un hombre de condición humilde, y entrando con él en conversación, como suele hacerse con los extraños en despoblado, le oí decir con asombro si no había subido al cercano montecillo, llamado el cerro o el alto de Santa Ana, a ver desde aquel lugar salir la escuadra. Creí que se equivocaba, y le hice repetir la pregunta, a la cual, contestando yo con otra sobre si era cierto que la escuadra se hubiese hecho a la mar, me afirmó haberla él visto ya a la vela, y en parte fuera del puerto. Corrí desalado a mi casa a dar tan graves y dolorosas nuevas. Ningún aviso habíamos recibido de mi padre, y ninguno tuvimos. Nuestra casa en Cádiz, puesta a su cuidado, debía de haber quedado en el abandono. Dispuso mi madre que mi tía y yo fuésemos a Cádiz al día siguiente, y así lo ejecutamos. Era el día 21 de octubre de 1805, funesto para España, y para mí en grado sumo. Preferimos el viaje por tierra al por mar, y nos fuimos en un mal calesín, no habiendo entonces muchos medios más cómodos de trasladarse de una parte a otra. Al pasar la isla de León e irnos acercando a Cádiz, dejamos, según era costumbre, rebasada ya Torregorda, el arrecife, y nos encaminamos por el liso suelo de la playa. Descubríamos desde allí la extensión del mar por la parte del sur, abarcando la vista allí hasta el estrecho de Gibraltar, y las aguas vecinas del cabo de Trafalgar, que es uno de los extremos en la tierra que le forma. Veíanse a lo lejos buques de gran porte; pero no se veía humo ni señal de refriega. Pronto entramos en Cádiz, donde supimos las circunstancias que trajeron aquella salida repentina. Llegó de pronto a Villeneuve la noticia cierta de que el almirante Rosily-Mesros no sólo estaba nombrado para sucederle, sino dentro de España y próximo a llegar a Cádiz. Cegóse con esto, y prefirió su ruina y la de la escuadra española y francesa al borrón que echaría sobre su nombre habérsele desposeído del mando, castigándole por la supuesta falta de no atreverse a aventurar un combate con los ingleses. Así, aún sin dar aviso previo, con loco ímpetu, de pronto dio la señal de dar la vela sin demora. Tanto apretaba su orden y venía tan corto el tiempo, que mi padre, como otros, antes de salir, no tuvo lugar para avisarnos de que iba a hacerlo.

No muchos instantes hacía que estaba yo dentro de Cádiz, e informado de lo que acabo de referir en punto a la salida de la escuadra, cuando me fui a casa de mi amigo Gutiérrez de la Huerta. Con él había empezado a hablar cuando, entrando precipitado un amigo de los dos, sin reparar en mi presencia, dijo que era menester subir a la torre, porque había combate a la vista, según el vigía había indicado. Entre las muchas torres que sirven de recreo a los habitantes de Cádiz, cuya mayor distracción es ver el mar que rodea su ciudad y los buques que por él navegan, era la de aquella casa donde estábamos de las más altas y de las puestas en mejor situación para extender la vista sin obstáculo a larga distancia. Aunque sobrecogido yo y traspasado con saber cosa que debía darme susto, y a pesar de que tuvo algo de presentimiento el dolor que me acometió, llevado por un impulso de los que no acierta el hombre a explicarse, subí con los demás a la torre.

Las infinitas que tiene Cádiz estaban llenas de gente, que ansiosa asestaba sus anteojos al mar inmediato a la embocadura del estrecho. No consentía enterarse bien del estado de las cosas la distancia a que estaban los combatientes. Notábase, sí, ser el humo denso, y hubo de advertirse que algunos navíos estaban desarbolados, señal cierta de haber sido dura la pelea y de llevar algún tiempo de comenzada. Esto era cuanto se podía averiguar, y sobre ello labraba suposiciones la imaginación, trabajando como la que más la mía, y presentándoseme sólo visiones de horror y desconsuelo. Iba ya muy adelantada la tarde. De repente, una llamarada tremenda apareció en el horizonte, y parecía como dibujada entre su funesto resplandor la figura de un navío. Pasó la llama, y llegó el sonido de la explosión, siendo el estampido como lejano y fuerte. No cabía duda de que aquello fuese haberse volado un navío. Como era natural, aunque sin fundamento y equivocándome, hube de creer que era el de mi padre aquel al cual había tocado tan horrorosa desgracia. Eché a huir por la escalera de la torre abajo, horrorizado y despavorido. No tardó en venir la noche, y sus tinieblas nos encontraron, como era fuerza que sucediese, en congojosa incertidumbre. La tarde había sido serena, pero el horizonte estaba cargado de negras nubes y con señales de borrasca. Rompió ésta con furioso ímpetu en el discurso de la noche, bramando a la vez el viento y el mar alterado. Nada podía saberse, pero todo parecía triste y funesto. Fue corto e interrumpido mi sueño, y poco después de amanecer estaba ya levantado. Vestíme y salí a la calle. Era el temporal de los más recios, zumbando el viento con ráfagas terribles y cayendo copiosa lluvia. Fuime hacia el paseo de la Alameda, lugar desde donde se descubre la boca y parte de la bahía, y largo espacio de mar hacia el noroeste. Diome en rostro un espectáculo terrible y lastimoso. Estaban anclados en paraje muy poco seguro, combatidos por la marejada y el viento, sin que de ellos nada los abrigase, varios navíos, con señales evidentes de venir muy destrozados del combate. Empecé con curioso afán a hacer averiguaciones. Ya se sabía que el combate había sido tremendo, y grande el destrozo de nuestra escuadra y de la francesa, si bien se afirmaba con poca verdad haber sido mayor el de los ingleses. Aún corría la voz de haber sido nuestra la victoria. Nombrábanse los navíos presentes a la vista, entre los cuales no estaba el Bahama, ni, por lo que pude averiguar, se tenía noticia de su suerte; supe que acudía presurosa la gente al muelle, donde estaban desembarcando algunos heridos, si bien el mal estado del mar hacía difícil comunicarse en embarcaciones menores con los buques de alto bordo, especialmente estando estos fondeados tan afuera como estaban. La población de Cádiz, llena de lástima y de inquietud, se esmeraba en dar asistencia a los heridos del combate. Las principales familias tenían personas puestas en el muelle, encargadas de traer a sus casas a los enfermos, ofreciéndoles buen hospedaje y todo linaje de esmerados y afectuosos socorros. Cansado yo de no saber lo que deseaba, y no viendo posibilidad de lograr por entonces mi deseo, vuelvo a casa, y consultando con mi tía, encomendada ya la casa y cuanto encerraba a persona segura, vinimos a resolver irnos con mi madre, harto necesitada de consuelo cuando iba a llegar a su noticia las de las recién pasadas tragedias, dejándole en incertidumbre sobre cuál habría sido en ellas la suerte de mi padre. Fuimos a efectuar nuestro propósito, pero nos encontramos con que todos los carruajes en la ciudad estaban embargados para la conducción de los heridos desde el muelle al Hospital Real o a otros alojamientos. Acudí, pues, a verme con el general marqués de la Solana, a fin de pedirle un pase para un calesín en que fuésemos mi tía y yo al lugar donde debía estar consumiéndose de pena y dudas mi madre, y también a fin de si, mejor enterado de las cosas, sabía algo del Bahama, objeto de mi curiosidad afanosa. Logré el pase del general, quien me mostró un buen afecto y solicitud en punto a mi suerte, pero estaba ignorante de otra cosa que lo que sabían los de los buques venidos al puerto; poco, en verdad, porque a la confusión de la derrota siguió inmediatamente la causada por los elementos embravecidos. Pusímonos, pues, en camino, azotándonos el viento y los aguaceros constantes, encapotado el cielo y triste, como estaban nuestras almas. Largas horas tardamos en andar la corta distancia que separa a Chiclana de Cádiz. Llegamos a nuestro destino cerrando la noche. Ya mi afligida madre tenía noticia del combate, pero no de sus resultas, y poco podíamos añadir a lo que ya sabía. Tres o cuatro días pasamos aún en Chiclana en las mismas dudas. Lejos de haber amansado la furia del temporal, subía de punto, o cuando mejor era, se mantenía en el que tuvo el día primero. Solía yo subir al cerro de Santa Ana, no obstante el furor del viento y la lluvia, y desde allí veía la mar furiosa y algunos navíos combatidos por la borrasca, en peligro, con señales de tener fuertes averías, y quería como preguntar a aquellos objetos lejanos por mi padre, de quien nadie quería o podía traerme nuevas, aunque a todos acosábamos con preguntas. No pudiendo mi enferma y desolada madre tolerar tal situación, determinó trasladarse a Cádiz, donde creía poder averiguar la verdad desde luego, o conocerla más pronto. Nunca olvidaré aquel viaje, ni de olvidar es, porque el espectáculo que presenciamos era de nada común horror, aun para indiferentes, y de imponderable espanto y pena para quienes tenían o juzgaban casi seguro tener parte principal en aquellas tragedias. Entre la isla de León y Cádiz, al bajar, según costumbre, a la playa, se descubrían las olas altísimas rompiendo en la orilla, y mar adentro, negras y amenazadoras las nubes y cubierto el suelo de destrozadas reliquias de buques arrojadas a tierra por el empuje de las aguas y del viento, de modo que a cada paso embarazaban el tránsito al carruaje trozos de jarcia, de arboladuras, de cascos, todo hecho trizas por las balas, y de trecho en trecho algunos cadáveres en el estado doblemente horroroso que da llevar días de muerto, serlo por balas y haber pasado en el agua largas horas.

Mi madre cerraba los ojos y gemía, figurándose a cada instante que iba a ver ante sí el desfigurado cuerpo de su marido, como sin tener ya duda de que había perdido la vida, en lo cual, por desgracia, acertaba. Poco diferente era mi modo de sentir en aquella hora de angustia. Entramos al fin en Cádiz, seguimos nuestras averiguaciones, y hallamos con que de veras nadie podía satisfacer nuestras dudas. Fue tal la confusión del combate, y la furia de la borrasca inmediata aumentó de tal modo el estrago, que de muchos navíos no se sabía, y entre ellos estaba el Bahama. Habíanse ido a la costa no pocos; había perecido el Indomable, francés, estrellándose en los bajos que hay en la boca del puerto; habíase hecho pedazos en la costa de enfrente el Neptuno, del cual una acción arrojada de un guardia marina había sacado al comandante don Cayetano Valdés, el amigo de mi padre, cuando estaba ya abandonado a muerte segura, porque, sobre sus heridas, un golpe recibido en la cabeza le tenía desde el momento del combate privado enteramente de sentido. Llegónos al cabo la hora de cambiar nuestra incertidumbre por la seguridad de nuestra desventura. Hubo de ser el 30 ó 31 de octubre, esto es, nueve o diez días después del combate, cuando mi hermana de poca edad, que asistía a una academia de niñas, al volver a casa nos dijo que, teniendo por costumbre la directora del establecimiento preguntar a las niñas que tenían parientes cercanos en la escuadra si de ellos habían recibido noticias, al hacer la pregunta a las hijas del teniente de navío don Roque Buruceta, había recibido por respuesta haberse sabido aquel mismo día de su padre; y como también averiguase en qué navío iba éste embarcado, respondieron las niñas que en el Bahama. No perdimos momento en enviar a casa del citado oficial a un criado, el cual volvió muy pronto con las fatales nuevas que debían presumirse. La muerte de mi padre, hoy olvidada ¡porque todo se olvida en España!, y también porque los gravísimos sucesos de que poco después fue, ha sido y sigue siendo teatro esta infeliz nación, llamaron y llaman la atención pública a otras hazañas y desventuras, en aquellos días dio motivo a hablarse mucho en su alabanza. Contábase su resolución de perecer, como si estuviese seguro de su tragedia. En efecto, tocando a nuestro pariente el guardia marina don Alonso Butrón estar en la bandera al hacer un ligero almuerzo, cercano ya el enemigo y próximo el combate, mi padre le había dicho con disculpable arrogancia: Cuida de no arriarla aunque te lo manden, porque ningún Galiano se rinde, y ningún Butrón debe hacerlo. Encargo cumplido en todo, pues herido el joven, tuvo que retirarse, y tocó a otro guardia marina hacer la dolorosa señal que ponía al navío en manos del enemigo victorioso. Sabíase que antes de la herida mortal había recibido mi padre dos, y que siendo una de un astillazo en la cara, corrió de ella tanta sangre, que se le aconsejó y aun encargó como necesario pasar abajo para restañarla por algunos instantes, a lo cual se negó él con obstinación, no queriendo desalentar a la tripulación con su ausencia.

Referíase asimismo otra prueba de su delicado pundonor, y fue que en lo recio del combate, estando ya deshecha y doblada la línea de los aliados, como combatiese su navío con dos enemigos, vino uno más a situársele por la aleta de sotavento, desde donde le acribillaba a balazos, no pudiendo apenas ser ofendido, y que por lo mismo mandó arribar un poco para devolver sus fuegos a su contrario; pero que viendo que con la arribada llevaba el navío trazas de huir hacia Cádiz, dio orden de arriar, sujetándose a los inconvenientes que traía consigo tal maniobra en aquellas circunstancias, acción seguida en breve por el golpe que puso fin a su vida. Otra circunstancia, si no realzaba su valor, daba a su trágico fin cierto color dramático y tierno. Sabíase que, estando con el anteojo en la mano, el viento, fuertemente movido por una bala, se lo derribó sobre cubierta; que había acudido a recogerlo y dárselo el patrón de su bote, muy querido de él, como lo había sido de mi tío Juan María, cuya falúa había gobernado algunos años; que un instante después una bala había partido por medio a este infeliz patrón, salpicando con su sangre y despojos a su comandante, y que muy en breve otra bala había acertado a éste en la cabeza, llevándole la parte superior y dejándole muerto en el acto, con lo cual, cayendo de nuevo el anteojo, dijeron los circunstantes, con el humor festivo que aún en tales trances de peligro y amargura no falta a los militares, que no convenía cogerlo, por ser de mal agüero tenerlo en la mano. Recogióse el cadáver de mi padre y llevóselo abajo, cubierto, para ocultar su muerte a los que la ignoraban, temiendo que con saberla entrase el desaliento. Pero todo fue inútil, pues herido el segundo comandante y recayendo el mando en el citado Buruceta, tuvo éste que dar orden de arriar la bandera, porque en el estado del navío persistir en la defensa era inútil y casi imposible. ¡Tal fue el trágico fin de don Dionisio Alcalá Galiano, cuyas prendas y heroicidad no parecerá mal que recuerde y encarezca un hijo ufano de serlo! Del concepto en que era tenido da testimonio más de un recuerdo de aquellos días, citándose, al tratar de la aciaga jornada de Trafalgar, su pérdida y la de Churruca, como de las mayores des gracias de aquella grande y común desventura4




ArribaAbajoCapítulo VII

Situación de fortuna y recompensas solicitadas por la muerte de su padre.-Relaciones con Quilliet.-Viaje a Gibraltar y a Madrid.-Avístase nuevamente con su tío don Vicente. Estado de la política al llegar el autor a la corte.-Trato con diversas personas de su familia.-Es presentado en casa de Quintana, donde conoce a las celebridades literarias de la época.-Recuerdos que tiene de Cádiz, de su familia y amigos.-Fría recepción de los reyes y del Príncipe de la Paz.-Piensa en volverse a Cádiz.-Va a Aranjuez a felicitar al Príncipe de la Paz, nombrado almirante.-Festejos en Madrid.-Disgustos de familia y regreso a Cádiz.


Bien se puede suponer cuál sería el dolor de mi familia. Si miras interesadas pudiesen tener cabida entre semejantes agudas penas, podía considerarse que nuestra fortuna había recibido un duro golpe. Acababa mi padre de cumplir cuarenta y cinco años en la hora de su muerte. Su salud era robusta y endurecida por los trabajos, y le prometía larga vida. Pocos días antes de su desgracia había sido nombrado comandante general de pilotos, cargo que sólo se daba a un general, y esperaba en breve la faja, que debía llevar ya hacía algún tiempo. Su caudal, viviendo él, se habría conservado y tenido aumentos, sin contar con los buenos sueldos que tenía y esperaba; pero con su imprevista muerte quedaba en mal estado, o, cuando menos, en uno no tan ventajoso como el que era justo prometerse. Aún para mi carrera hacía falta aquel arrimo. Estas consideraciones hubieron de ocurrir luego, porque tal es la condición humana, en que el interés-ahora grosero, ahora decoroso, más o menos indirectamente y mejor o peor conocido de aquellos en quienes en grande o corto grado influye- en todo se mezcla.

Así, de disculpar es que atendiésemos a que los servicios de mi padre fuesen recompensados en su familia. Algunos meses antes de su muerte, visto que en mi carrera de Guardias españolas sólo podía adelantar lentamente en tiempo de paz, había pensado en buscarme mejor destino. Su primer deseo fue que entrara en los pajes del rey, y sobre ello escribió al Príncipe de la Paz; pero había yo cumplido ya la edad requerida para entrar en este servicio, y el Príncipe de la Paz respondió que el rey no admitía dispensa de las leyes en semejante punto, concluyendo su carta con las siguientes expresiones, con que suavizaba su negativa: Deseo ver premiados en el hijo los méritos del padre recomendable. Pidióse después que se me concediese la gracia de agregado a la embajada, o, según entonces se decía, joven de lenguas, y a esto último se prometió acceder; pero como no se solicitase el nombramiento inmediatamente, se aplazó hacerle para la época en que mi padre estimase oportuno reiterar su pretensión para que tuviera efecto cumplido. Así estaban nuestros negocios en el día de nuestra desdicha.

A todos ellos tuvimos que atender. Hízose un cálculo de nuestros bienes. Componíanse estos, bien o mal tasados, de algo más de dos millones de reales, menos que lo que se nos suponía, pero lo suficiente, sin embargo, para asegurarnos un mediano pasar en lo restante de nuestra vida, si hubiese estado colocada con seguridad esta suma. Los herederos, siendo los bienes gananciales, éramos: mi madre, mi hermana y yo, correspondiendo una mitad a la primera; pero era, desde luego, nuestro lo que tocase a una madre desinteresada por demás y amorosa. Mi padre murió con un testamento militar, hecho pocas horas antes de empezarse el combate en que perdió la vida, testamento reducido a pocas palabras; a declarar repartido cuanto poseyese, por mitad a su mujer, y por la otra mitad a sus dos hijos, y a instituir a la primera en albacea y testamentaria, con facultad de testar, y todas las más latas que permiten las leyes conferir a una viuda y madre. Después de estos cuidados domésticos, se pensó en lo que del Gobierno debía solicitarse.

Tanto celebraban entonces las gentes a mi padre, tal efecto había producido el combate de Trafalgar, y tan dispuesta se mostraba la corte a dar con largo mano recompensas por una derrota estimada honrosa, que hubo de creerse oportuno por mi madre y las personas con quienes se aconsejó subir mucho de punto nuestras pretensiones. Yo, aunque muchacho, fui de contrario parecer. Decían los que conmigo estaban discordes que convenía pedir mucho, para sacar algo, y aun bastante, aprovechando la ocasión en que estaban bien dispuestos y apiadados de nuestra situación el rey y sus ministros, y el Príncipe de la Paz, que todo lo podía. Replicaba yo que lo abultado de las pretensiones suele causar extrañeza y disgusto, por donde, haciéndose forzosa la negativa, ya tomada la resolución de negar, es de temer que se extienda a todo. Fue desestimado mi parecer, como de muchacho inexperto, pero tuve la desdicha de haber acertado. Chocó lo mucho que pedía mi madre para sí y en nuestro nombre, reducido a que se le diese el goce del sueldo de su marido difunto, a mí un nombramiento de oficial agregado a la Secretaría de Estado, y a mi hermana la gracia de camarista. Lo único que conseguimos fue participar de las gracias comunes a cuantos habían estado en el combate de Trafalgar, fuese cual hubiera sido su conducta guerrera: dar un grado a los vivos, y a las viudas o hijas de los muertos la viudedad de dos grados más que el que tenía el marido o padre de quien habían quedado privadas. Tocaba, por consiguiente, a mi madre la viudedad de teniente general, lo cual sonaba mucho y era poco, y harto menos que lo concedido por lo común en casos semejantes. Así, se había dejado por viudedad a la familia de los que murieron en el combate del cabo de San Vicente, o del 14 de febrero de 1797, con ser aquella jornada, con más o menos razón, estimada vergonzosa, y al revés la de Trafalgar, el goce del sueldo entero de los difuntos. De lo mismo había habido ejemplos. Ahora, pues, el sueldo de mi padre era de veinticuatro mil reales, y la viudedad de teniente general de diez mil; por donde se ve que salíamos harto menos aventajados que otras familias en casos iguales o parecidos. Hasta en esto hubo un aumento de desgracia, acompañada de injusticia. Estando en América, había tomado mi padre alguna cantidad anticipada a cuenta de sus sueldos, como solía entonces hacerse. Pero en los viajes entre Barcelona y Nápoles había hecho crecidos gastos para obsequiar a las personas de la real comitiva, y una orden superior dispuso que se le hiciera un abono por las tales sumas. Solicitamos, pues, que lo que había tomado anticipadamente mi padre se aplicase a cubrir el abono que debía hacérsenos. No hubo respuesta a esta nueva pretensión, y sobreviniendo en breve graves sucesos de revueltas, guerras, gastos y apuros, vino a suceder que, en diez años que sobrevivió mi madre a mi padre, no cobramos un maravedí de tesorería, siendo éste el premio dado a los celebrados servicios y sacrificios de don Dionisio Alcalá Galiano, tenido por una de las glorias de la marina española. En una sola cosa alcanzamos favor de la corte, y fue en un acto de arbitrariedad del Gobierno. Como, según va dicho en su lugar, mi padre había dejado gran parte de sus bienes en la isla de Cuba, en manos de personas que ya en la hora de su muerte empezaban a mostrarse deudores morosos, obtúvose una real orden declarando preferente nuestro crédito a cuantos pudiera haber contra las mismas personas, orden todavía vigente por no haberse extendido el sistema constitucional a las posesiones de España en América y Asia.

Mi orfandad, cuando sólo contaba tres meses sobre los dieciséis años, me dio cierta independencia temprana. Estaba, en verdad, bajo la tutela y curación de mi madre; pero la autoridad de ésta era ejercida con suma blandura. No abusaba yo, sin embargo, de mi situación, siendo entonces buenas mis inclinaciones. Aún de mi desahogo y desenfado durante la expedición a Nápoles, había perdido ya las malas mañas. Era, más que otra cosa, estudioso. Ya algún amorcillo ligero empezaba a turbar la paz de mi alma con mezcla de placer e inquietud; pero era amor de los inocentes y de aquellos en que causa una dicha inefable oír por la vez primera que nuestra pasión es correspondida; dicha mezclada de vanidad, porque declara deber estar ya mirado como hombre hecho quien la goza, cosa en que pone el hombre su principal ambición cuando está pisando los límites de la niñez con la edad adulta.

Por cerca de un año después de la muerte de mi padre, nada que merezca contarse ocurrió en mi suerte. Pero las relaciones que entonces contraje con una persona tuvieron algún influjo en mis estudios y hábitos en lo posterior de mi vida. Vivíamos en Cádiz una casa grande y donde no habitaban otros vecinos, según es costumbre entre la gente acomodada. Como pagásemos por ella dieciocho mil reales al año y constase, como las de su clase en aquella ciudad, de cuatro pisos, incluso el bajo, destinado a almacenes, subarrendamos el que se llama entresuelo. Vino a ocuparle una persona singular, que, según he apuntado hace poco, se unió con nosotros en estrecho trato. Era el tal un francés llamado Federico Quilliet, comerciante que trataba en varios objetos de lujo de diversa especie, hombre vivo y osado, más que suelen serlo aún los de su nación, de instrucción varia, pero superficial, que hacía versos, si no buenos, tampoco del todo malos, y que tenía muchas relaciones, que se daba por enemigo de la Revolución Francesa y de Napoleón, y adicto a la monarquía antigua, y con todo eso blasonaba de incrédulo, cuya inteligencia en varias cosas era sin duda más que mediana, y en pintura alguna, aunque no supiese dibujar ni un ojo. Desde su entrada en casa, este sujeto empezó a tratarnos con confianza, lo cual se le hubo de disimular, siendo su trato por demás agradable. Tanto estrechamos, que hubo de persuadir a mi madre a que le fiase en gran parte el manejo de sus intereses; cosa que se le tachó de imprudencia y que no lo vino a ser, pues, al contrario, un comerciante pacato con fama de honrado, y hasta muy devoto, de quien sacamos fondos nuestros porque no los hacía valer lo suficiente, andando el tiempo vino a quebrar con todo cuanto de nosotros quedaba en su poder, sin que del concurso de sus acreedores hayamos sacado un maravedí siquiera. Volviendo a Quilliet, diré que me cobró vivo afecto, si en algo aparente, en mucha parte real y verdadero, gustándole mi no común conocimiento de su lengua, entre otras calidades. Infundióme afición a la pintura, enseñándome con observación a conocer un poco el mérito de los cuadros y los estilos de las diferentes escuelas y aun de los varios pintores. Tenía yo ya entonces grande afición a las artes, pues solía recrearme leyendo repetidas veces el pesadísimo Viaje a España, por don Antonio Ponz; pero mi gusto principal y mi mayor conocimiento era en lo tocante a los monumentos de la arquitectura.

Este comerciante francés tenía que hacer un viaje a Madrid, adonde, antes de venir a habitar en nuestra casa, había enviado a su mujer, la cual se decía ser de una casa ilustre del apellido de Baslaimont, y era fina, graciosa, de gusto en el vestir, y aficionada a tener adoradores, aunque no, al parecer, de mala conducta, habiendo quien dijese no ser su mujer legítima. ¡Tan misteriosa era la vida de aquel hombre! en unirnos con el cual hubo imprudencia, pero sin resultarnos de ello el más leve perjuicio. Dispúsose, pues, que fuese yo con él a esforzar mis pretensiones, entonces reducidas a entrar en la carrera diplomática. En que siguiese la militar ya no pensaba mi madre, por serle de infausto agüero que, entre los hermanos de mi padre, los dos que habían servido con las armas habían muerto en la guerra.

Además, estaba sujetándose a una reforma a los dos regimientos de Reales Guardias españolas y valonas, por donde sus batallones, de ser seis, iban a quedar en tres, y agregándose los oficiales y cadetes de los suprimidos a los subsistentes, se dificultaban sobre manera los ascensos, con particularidad para los últimos. Fuera de esto, mi licencia había expirado, y aunque se me hubiese tolerado mucho al entrar en el servicio, podría tropezar con inconvenientes. Muchas razones aconsejaban mi ida a la corte. Si recién muerto mi padre, cuando la tragedia de Trafalgar estaba haciendo su efecto, y se hallaba en su más alto punto la fama de ciertas ilustres víctimas, nos hubiésemos presentado a los reyes y ministros mi madre, mi hermana y yo, arrastrando luto y llorosos, probable es que nuestra presencia e instancia, hecha de viva voz, hubiesen conseguido lo que no pudieron memoriales enviados desde larga distancia. Pero el estado de salud de mi madre entonces no le consentía ponerse en camino, y su amor, en algo descaminado, le impidió separarme de sí en un período de amargura. Perdióse, pues, tiempo, y si bien en el de que trato se tiró a remediar el antiguo yerro, era ya para ello tarde.

Con todo, la separación se efectuó. Antes hice yo con el mismo francés un corto viaje a Algeciras y Gibraltar, consintiéndosenos, a pesar de estarse en guerra, la entrada en esta última plaza. En Algeciras nos hospedamos en casa del cónsul francés, hombre atento y amable. Fui allí presentado al general Castaños, célebre por la cortesía y tino en el mando, que me recibió con su solícito agasajo, en cuanto podía a un muchachuelo. La vista de Gibraltar me fue grata. Admiré el aseo de la tropa inglesa y el continente singular y bello de un regimiento de montañeses de Escocia que componían parte de aquella guarnición, con su traje entre celta y romano antiguo. Regresando a Cádíz, me detuve allí muy poco. Esperé a la llegada del 21 de octubre de 1806, primer aniversario de la tragedia de Trafalgar, y en el siguiente día, en silla de posta, salimos Quilliet y yo de Cádiz mismo. Hubimos de tocar en Sevilla desviándonos dos leguas del camino para que él viese la catedral, que admiró mucho, y las pinturas de los varios maestros de las escuelas sevillanas, de que no quedó menos prendado. Para mí no eran nuevos aquellos objetos y le serví en cierto modo de cicerone.

Sin más accidente que el de un famoso vuelco dado el día de nuestra llegada a Sevilla, sin recibir lesión alguna, el 28 de octubre, antes de mediodía, llegamos a la capital de España. Conservaba yo de ella poca, pero sí alguna memoria, habiéndola visto por la última vez diez años antes, cuando acababa de cumplir los siete. Habiendo entrado por la puerta de Atocha y subido por la calle de Alcalá y la del Caballero de Gracia, donde paré, quedé agradablemente admirado del hermoso aspecto que Madrid ofreció a mi vista con el Botánico, el Museo, las fuentes y calles que en este punto desembocan. Mi madre gustaba poco de Madrid, y solía pintármele como feísima población, lo cual era entonces seguramente, si bien en ella duró el mal efecto producido a su primera entrada por hacerlo por la puerta y calle de Toledo, de más fealdad en aquel tiempo que en el presente. Descansando yo minutos en casa de la señora de Quilliet, pasé a la de mi tío Vicente, con quien iba a vivir, la cual estaba situada en la calle de Jardines.

Vime, pues, en teatro para mí del todo desconocido. No era un extraño mi tío, pero habían mediado muchos años del tiempo en que le traté al en que le volvía a ver, para que conservásemos uno de otro vivos recuerdos. Se había casado con una mujer, si no de regular hermosura, de lindísima presencia y gracia sin par, citada en Madrid como de las personas de su sexo que más genteralmente agradaban. Entre esta señora y yo se formaron relaciones de buen afecto, que duraron lo que la vida de ella, no obstante algunas interrupciones. Mi tío me había oído celebrar y se acordaba de lo que yo era en mi tierna nidez. Aun había leído con ternura versos míos compuestos para lamentar la pérdida de mi padre, a que él había correspondido escribiéndome otros de su propia composición, algo por el estilo de los de don Tomás de Iriarte5

En casa de este cariñoso pariente estaba yo, pues, bien hospedado, pero varias causas contribuyeron a hacer mi estancia en Madrid desagradable, entrando en ellas culpas mías propias.

Y ahora vendrá bien pintar cuál apareció la corte a mis ojos, y cuál estaba respecto a los negocios públicos y a los míos particulares. Para estos últimos era circunstancia fatal que la memoria de Trafalgar estuviese algo borrada, habiendo en el Príncipe de la Paz cuidados que le llamaban la atención contra el poder francés, al cual mostró él intenciones de oponerse, pero obrando con la más reprensible imprudencia.

Habíase en el verano de 1806 empezado a negociar la paz entre Francia y la Gran Bretaña. Muerto tempranamente Mr. Pitt, se había formado en Inglaterra nuevo Ministerio, compuesto de sus contrarios, en el cual hacía su rival constante Mr. Fox el primer papel, si bien no, por supuesto, por su influjo. Tanto había este hombre insigne, pero poco avisado político, abogado por la paz con el Gobierno francés, ya cuando era republicano, ya cuando pasó a ser imperial, que tomando a su cargo los negocios, o alucinado queriendo ser consecuente o queriendo sólo pasar por serlo, y viendo claro, entabló tratos desde el principio, con escasas apariencias de poderlos llevar a feliz remate. Pero como uno de los obstáculos al ajuste de las desavenencias pendientes entre potencias tan poderosas fuese sobre qué resarcimiento podría darse por el trono de Nápoles, cedido a la rama de la casa de Borbón, allí antes reinante, patrocinada por Rusia e Inglaterra, el Gobierno de Napoleón, nada escrupuloso en punto a disponer de lo ajeno, aun siendo de amigos débiles, discurrió despojar a España de las islas Baleares para darlas por regalo a los príncipes desposeídos. La noticia de este intentado robo, para llamarle con el nombre que merece, colmó en el Príncipe de la Paz la ya llena medida del stifrimiento por afrentas y perjuicios sin número de parte del Gobierno francés al honor y al interés de España. Así, pensó en tratar recatadamente con los ingleses y rusos; pero contra su propósito de guardar reserva, dio a luz una mal escrita y peor pensada proclama al Ejército y pueblo español, tirando a excitar entusiasmo y a lograr esfuerzos contra un enemigo no nombrado, pero tan claramente indicado, que bien se veía ser el poder de Francia. Admiró tal arranque inesperado, y a casi nadie agradó, inclusos los menos parciales de Napoleón y de la Francia. Por el mismo tiempo se habían roto las negociaciones entre ésta y el Gobierno británico, suceso a que precedió la muerte de Fox, ocurrida pocos meses después de la de Pitt, de donde viene todavía a algunos franceses apasionados ciegos de su famoso emperador, como bien a casi todos los de su nación en el tiempo de que ahora voy tratando, suponer que, si hubiese vivido algo más el nuevo ministro de la Gran Bretaña, la paz habría sido llevada a efecto, siendo al revés la opinión de los ingleses más entendidos y enterados de los negocios, conforme, además, a lo que arrojan, bien examinados los sucesos, que Fox, así como su antecesor, habría continuado la guerra, por no poder ponerla fin sin detriniento de la gloria y de la felicidad de la patria. Al propio tiempo que veía Napoleón acabada la esperanza de avenirse con la Gran Bretaña, iba a entrar en guerra nueva con la Prusia, y a continuar con la Rusia la que había seguido el año antes. Ni aún estas consideraciones alcanzaban a justificar la conducta del Príncipe de la Paz al dar su famosa y desvariada proclama, cabalmente en aquel tiempo.

Bien es verdad que en todo cuanto el Príncipe de la Paz hiciese, ya fuese acierto, o ya desvarío, tenía contra sí la opinión universal, empeñada en aborrecerle mucho más que lo que él merecía. Por la misma razón, empezaba a mirarse con mayor amor y empeño en su suerte al príncipe de Asturias. Habría como un año escaso que éste había perdido a su mujer, en quien también se obstinaba el general capricho en figurarse un dechado de perfecciones, siendo así que era mujer, si de algún talento y amante de su marido, de condición violenta y desabrida. Dio en creerse que la casualidad de haber tenido dos malos partos no lo era, sino al revés, efecto de abortivos que le habían sido suministrados por disposición de la reina o del Príncipe de la Paz, o de ambos, acordes. Hasta se achacaba a haber bebido un veneno de los que matan lentamente, la enfermedad que la acabó, la cual había sido una tisis muy clara. Y no se crea que tales patrañas eran creídas sólo por el vulgo ignorante, pues al contrario, pasaban por verdades averiguadas entre gentes de superior esfera y buena educación, en la cual, sin embargo, suelen dominar las preocupaciones vulgares, sobre todo en épocas de pasiones vehementes.

Éste era el modo de pensar en Madrid cuando yo llegué. Supe pronto, con agradable sorpresa, que mis dos tíos eran de las opiniones de los conocidos en Cádiz por el apodo de mamelucos. En cuanto a aborrecer al Príncipe de la Paz y a la corte, estaban en el caso en que la mayor parte de los españoles de sus días. Yo, acorde con ellos en odiar a Napoleón y en vituperar la alianza de España con los franceses, pronto hube de convenir en sus afectos de mala voluntad al omnipotente privado de Carlos IV y María Luisa. Poco podía pensar entonces que me habría de llegar el caso de implorar para este personaje favor, o diciéndolo con propiedad, justicia en su avanzada vejez, tras largos padecimientos, con muchos años, decaído, pobre ya y víctima todavía de una venganza vergonzosamente rencorosa.

No eran las materias de que he tratado de las únicas en que hablaba yo con mis tíos. Ya he dicho que el don Vicente, en cuya casa vine a vivir, era hombre de instrucción muy varia. En sus doctrinas políticas seguía siendo republicano tan acérrimo y duro, que una vez me dijo que Luis XVI había sido condenado a muerte justamente, como quebrantador de las leyes que juró, y traidor, amigo y cómplice de los enemigos de su patria; y el mismo hombre que profesaba y propalaba doctrinas tan violentas, era un empleado sumiso, y fue incapaz de entrar en manejo alguno contra sus superiores. En materias religiosas oí una vez de sus labios, hablando de Rousseau, a quien tenía en el más alto concepto, que habiendo leído detenidamente su obra del Emilio, meditándola bien, y con la pluma en la mano para extractarla y anotarla, no le había encontrado una sola proposición falsa ni un solo raciocinio erróneo; y el hombre que esto decía con tal fallo se acreditaba de ello, no dejaba de oír misa en domingo alguno o día festivo, sin que tuviese esta su piedad la menor cosa o traza de hipocresía. En literatura era de doctrinas clásicas, únicas dominantes en su tiempo. Entendiendo mucho de economía política, era un admirador ciego del sistema de rentas de España. Su vida era singular. Amando mucho a su mujer y a sus hijos, acompañaba poco a la primera. De la corte conocía bien el gobierno, y poco o nada el trato social. Era en los días de que hablo, y desde mucho antes, consejero de Hacienda, y repartía su tiempo entre ir al Consejo por la mañana, en coche, y vuelto a casa lo mismo, sentarse en su sillón, donde leía o se estaba quieto, y pasaba las noches de invierno al lado de la chimenea, haciéndole compañía constante un amigo suyo antiguo, capellán de honor, y dormitando o durmiendo ambos a una en sus asientos hasta que adelantaba la noche, se separaban citándose para tener el mismo entretenimiento en la siguiente. En la hora de comer, que era entonces sobre las dos de la tarde, y en la de cenar, lo cual estaba todavía en general uso, era cuando teníamos nuestras conversaciones filosóficas, políticas y literarias, y también sobre las ocurrencias del día, oyéndome él con gusto y oyéndole yo con estimación y respeto; pero sucedía alguna vez que discordábamos en opiniones, y esto no lo llevaba con mucha paciencia, aún cuando no mostrase enojo, teniendo la vanidad e impaciencia de contradicción, propias de hombre de mucha lectura y poco trato, y también ciertas ideas peculiares de mi familia, que sacaban de quicio la extensión de la deferencia que deben a los superiores los inferiores en edad o categoría de parentescos. Así y todo, gustaba yo de él, y él me quería, lo cual no impedía que nos desuniésemos un tanto por puerilidades.

Mi otro tío, su hermano, que vivía aparte con su familia, era persona de otra especie. No carecía de talento ni de instrucción, pero era muy inferior en claridad y agudeza de entendimiento y en conocimiento de libros, aunque de las obras filosóficas modernas tenía cabal noticia, profesándolas aprecio. En lo republicano igualaba a su hermano, pero mostraba su sentir con más vehemencia, siendo más violento de condición y estando menos acostumbrado a la vida cortesana. Ocupaba entonces el puesto distinguido en la magistratura de alcalde de la Real Casa y corte. En el vivir, este don Antonio se diferenciaba mucho de don Vicente, siendo más mundano y distraído. Por sus cualidades de arrojado y entero, acompañadas de integridad, era muy de mi agrado, como lo fue de mi madre cuando le conoció por la vez primera.

También vivía a la sazón en Madrid mi abuelo. Este señor, a quien nunca profesé buen afecto, aunque sí trataba con el respeto debido, era mariscal de campo y general empleado en la plaza de Madrid. Habiéndose casado por la vez primera cuando tenía poco más de catorce años, con su prima hermana, mi abuela, muerta ésta, había pasado a segundas nupcias con una hermana de la difunta, y perdida su segunda mujer, y contando bastantes años sobre los sesenta, por tercera vez había contraído matrimonio, para salir del trato ilícito en que vivía con una criada, no obstante su mucha edad y un asma rebelde, habiendo tomado por última mujer a una hermana del conde de Guadiana, cuarentona pelirroja, de muchas carnes, con trazas de buena pasta y cualidades de mal carácter; casamiento costoso a mi familia, por haber mi abuelo, a fuerza de ahorros, juntado bienes que a su muerte no parecieron. Veíale yo poco, no pudiendo avenirme con sus singularidades. Tampoco él me miraba como uno de sus nietos más queridos. Era cortesano por demás, pero con todo eso tenía prendas de caballero, como las había tenido de pundonoroso y valiente.

Volviendo la atención a los sucesos políticos, coincidió casi con mi llegada a Madrid saberse la victoria de Napoleón sobre los prusianos en Jena, y haber caído disuelta, así como el Ejército, la monarquía prusiana de resultas de una sola derrota, aunque considerable. Fue esto de gran pesar para mis tíos como para mí, pero era sabido en España con casi universal arrebatada alegría, viendo los pocos de nuestra opinión en las creces del poder francés bajo Napoleón un peligro o un daño seguro para España dentro de plazo no largo, y creyendo los de contrario parecer que las victorias de nuestro esclarecido y poderoso aliado redundaban, así como en su propio provecho, en el de nuestra patria. Pero todos conveníamos en volver a vituperar la proclama del Príncipe de la Paz, y hubo poca discordancia de opiniones en punto a afear los actos de sumisión con que procuró aplacar la ira del emperador francés cuando debía suponerle resentido, aunque desdeñándose manifestarlo por desprecio, y le veía victorioso y prepotente. A poco se supo haber entrado en campaña los rusos con los franceses en Polonia. Según la opinión de cada cual era la que se formaba de las hostilidades pendientes. Así, la sangrienta batalla de Eylau, en que estuvo dudosa la fortuna y no fue completa la derrota de los rusos vencidos, fue un revés de Napoleón para los que creíamos poco en noticias que llegaban sólo por sus boletines.

Pero tiempo es de que deje de tratar de sucesos políticos, en que yo ninguna parte tenía, para hablar de los míos propios, en cuanto sirvieron de formarme y prepararme a hacer los papeles que después he representado en los negocios de mi patria. Cuando me vi en Madrid, me encontré privado de los amigos con quienes vivía en sabroso trato, cultivando, aunque con corta habilidad, la literatura. Sociedad igual no podía encontrarla en Madrid, no porque en la corte faltasen jóvenes deseosos de estudiar, y ya aprovechados, abundando harto más que en Cádiz, ciudad a la sazón de poquísimas letras, y donde, por ser académicos, se nos mofaba y escarnecía, sino porque en la confusión de una población mucho más numerosa, y falto yo de relaciones como recién venido, me era difícil dar con gentes semejantes a mí en edad y aficiones. Pero otra cosa, sí, debía buscar y hallar, que era capitanes y gente superior en la república literaria, bajo cuya bandera y en cuya compañía, en clase de inferior, comenzase mi carrera. Deparóme la suerte una ocasión para que lo hiciese con ventaja. Mi compañero de viaje, Quilliet, había traído cartas de recomendación para don Manuel José Quintana, entonces en el cenit de su gloria, y de cuyas poesías y juicios críticos era yo grande apasionado. Rogué, pues, a Quilliet que me presentase al famoso poeta, y él, deseoso de complacerme, lo hizo con gusto. Muchas personas de distinción, como autores y eruditos, asistían allí por las noches, hora en que se celebraba la reunión de hombres solos, no concurriendo a ellas las señoras de la casa. Allí eran casi perennes Blanco (después llamado Blanco White), magistral de la capilla real de San Fernando en Sevilla, mediano y artificial poeta, grande escritor en prosa, de instrucción vasta y extensa, de carácter singular y extremado, acreditado después en las singulares variaciones de su conducta; el penitenciario de Córdoba, don Manuel María Arjona, poeta asimismo de la escuela sevillana, de robusta expresión, y en quien igualmente obraban más los preceptos que la inspiración natural; don Juan Nicasio Gallego, entonces capellán de los reales pajes, conocido sólo por una oda a la reconquista de Buenos Aires, donde ya aparecían el gallardo concepto poético y la expresión lozana en que después ha sobresalido; don J. Aleas, traductor atildado del Pablo y Virginia, de Bernardino de Saint Pierre; don Antonio Capmany, laborioso erudito y purista, a quien rivalidades de fama, a la par con diferencias de gusto literario, convirtieron en encarnizado enemigo de la persona a cuya casa iba con apariencia de amistad; don Manuel Viudo; don Jerónimo de la Escosura, y algunas veces don Juan Bautista Arriaza, separado por toda clase de pensamientos y afectos de los demás concurrentes, con otros cuyos nombres y méritos no ocurren en este instante a mi memoria. No me acuerdo de haber visto allí a Cienfuegos, a quien no conocí personalmente, pero que literaria, filosófica y políticamente considerado, era de los primeros capitanes de la hueste cuyos reales estaban sentados en aquella tertulia. Saben muchos que nuestros autores estaban por aquellos días divididos en dos bandos, que se profesaban y mostraban uno a otro enemistad ardorosa y enconada. El uno, capitaneadopor Moratín, Estala y Melón, a los cuales daban sus contrarios por apodo el nombre de El Triunvirato, contaba con el patrocinio del Príncipe de la Paz, y siendo Melón juez de imprentas, ejercía con sus adversarios la tiranía más dura. En el otro, en cuyas últimas filas podía mirárseme como entrado, llamándome a ellas todas mis inclinaciones, predominaban las doctrinas reformadoras y filosóficas, debiéndosele considerar como constituido en vehemente oposición al Gobierno, aunque la oposición de entonces sólo se conocía en desahogos privados, en expresivo silencio, sobre todo en punto a abstenerse del elogio, o, cuando más, en tímidas insinuaciones. Era, pues, de extrañar que Arriaza no sólo elogiador constante del privado, sino unido en relaciones estrechas con los suyos, y enemigo de innovaciones, así como parcial de la monarquía antigua, anduviese entre gentes de que debía alejarle, si no nuestra aversión, nuestra desconfianza.

Recibióseme bien entre aquella gente, dando golpe verme allí con tan poca edad, y representando yo menos aún que la que tenía. Mi presentador Quilliet pareció hombre muy extraño, y por eso mismo fue más notado. El amo de la casa, el señor Quintana, comenzó a mirarme con afectó por largos años continuado, si bien trocado en alejamiento y hasta enemiga: ¡tan fatal es el afecto que causan las discordias civiles! Y ya que a esto aludo, añadiré una desabrida verdad; y es que los odios políticos, así como los religiosos, son más vivos en aquellos en quienes hay fe, siendo la tolerancia hija, cuando no de la duda, a lo menos de la tibieza. Razón es la que acabo de expresar no bastante a disculpar la ferocidad de costumbres, ni a ello encaminada, pues, al contrario, sirve para probar que en materias políticas aún la fe, por tantos ensalzada a costa del escepticismo, es punto en que cabe y aún hay exceso, soliendo ser productora de daños cuando tiene la calidad de firme y profunda.

En la tertulia de Quintana hube yo de confirmarme en la creencia y el celo de las doctrinas políticas y literarias que había abrazado. En punto a nuestras relaciones con los extranjeros, no estaba allí la opinión muy unánime, ni se presentaba muy declarada; pero no reinaba el ciego y apasionado bonapartismo, tan general entonces entre los españoles ignorantes o cortos en instrucción y luces.

Lo que aprendía en trato tan agradable no bastaba, sin embargo, a hacerme llevadera mi existencia en Madrid. Anhelaba verme al lado de mi madre, a quien amaba a cada hora con más extremo. Suspiraba también por verme entre mis amigos y en la Academia de Bellas Letras, donde encontraba satisfacción mi vanidad en mi lucimiento; bien que en las tres reparticiones de premios, habiendo entrado en competencia dos veces, hubiese sido de otro el triunfo, aunque en la segunda, por el voto de los mejores jueces y por mi propio concepto, era yo quien le merecía, siendo la composición en que le disputábamos una invectiva en verso contra el egoísmo. En las tres juntas donde, o se proclamó la victoria de mis competidores, o no habiendo yo competido, como sucedió en la tercera, careciese del lustre del triunfo aún no llevando el desagrado del vencimiento, lo cierto es que repitiendo mis odas a la emulación, con ellas, no obstante su corto mérito, y con otros trabajos ligeros, hacía en aquellas solemnidades uno de los principales papeles. La Academia había crecido mucho en concepto. Literatos distinguidos de fuera de Cádiz habían aceptado el título de sus académicos de mérito, que llevaban. Sin dudar, los más ilustres literatos sevillanos, y hasta el conde de Haro, hoy duque de Frías y afamado entonces por haber compuesto, siendo muy joven, una buena elegía llorando la temprana muerte de su mujer, no tuvo a menos, desde Madrid, corresponder a nuestro gremio como podían hacerlo los ausentes. En esto, llegado diciembre, había de celebrarse en Cádiz la cuarta solemnidad de distribución de premios, no habiendo yo esta vez tampoco entrado en competencia. Causóme gran dolor el estar lejano de un espectáculo que para mí tenía singular hechizo, sobre todos los del mundo. Expuse mi pena en sentidas cartas, y en una epístola6

en versos sueltos, que llevó grandes aplausos aun por el voto de uno de los laboriosos literatos de Sevilla, que acertó a estar en la junta pública donde fue leída la tal composición, siendo éste don Manuel María del Mármol, poeta no bueno, aunque no de los peores, y censor indulgente. Aquí vendrá bien, ya que tanto he hablado de mis versos nada conocidos y muy poco dignos de serlo, aunque de ellos algunos hayan merecido aprobación a aquellos a cuya noticia han llegado, decir que para poeta me ha faltado la imaginación, y, en gran parte, el estro natural, habiendo sido cuanto he compuesto obra de hombre que hace versos por entender de la materia y saber cómo se hacen; pero que, en la parte de la poesía dedicada a expresar afectos profundamente tiernos, no he sido tan inferior, porque en ella era y es mi inspiración espontánea. Esto sucedía cabalmente en la elegía a que me refiero. Sobre las causas que he referido y que me llevaban a desear vivamente verme en Cádiz, había también una pasioncilla amorosa, no tan bien pagada que debiese darme pura satisfacción, ni tan mal que me retrajese de alimentarla, viniendo a suceder, según la frase añeja, que adoraba mi martirio. Por otro lado, me desviaban de Madrid muchas razones. Había sido yo recibido en la corte con suma tibieza, olvidada ya la memoria de mi padre. Pasé al Escorial a besar la mano a los reyes, ya sin vestir el uniforme de cadete de Guardias, sino con traje de serio, de casaca, chupa, calzón corto y espadín, con el cual estaba muy ridículo, sirviéndome esto a mí de molestia, entre cosas más graves, pues en la primera juventud, y hasta en la edad madura, suelen disgustar tanto cuanto las cosas importantes las mayores pequeñeces. Recibióme Carlos IV con sus modos acostumbrados; pero al anunciarle quién yo era, soltó la expresión: «¡Pobrecillo!» Nada dijo, ni aun me miró la reina, cuya mano pasé a besar en seguida, no pudiendo llamarle la atención ni mi edad ni mi figura. Al Príncipe de la Paz me había ya presentado en Madrid, y seguí yendo con frecuencia a su corte sin que él se acordase de las promesas hechas en mi favor a mi padre, ni aun accediese a mi ya modesta pretensión de ser agregado a una embajada, colocación para la cual puedo decir sin jactancia que era yo muy idóneo, siendo, además, por los servicios de mi padre, de ella muy digno. Miraba yo con el general desvío al privado, y teníale, además, la aversión nacida de un justo resentimiento; pero no por eso dejaba de concurrir en los días en que recibía corte a sus salones, poblados de casi todas cuantas personas eran en Madrid notables por su cuna, por sus empleos, por su riqueza o por su reputación de cualquier modo adquirida; de prelados y religiosos de cuenta en sus respectivas órdenes; de señoras bien parecidas, o preciadas de serlo, que iban allí a lucir sus galas y quizá procurar atraerse la atención del valido omnipotente, propenso a oír benigno pretensiones reforzadas por una buena cara mujeril, y aun a concederlas a trueco de cierta mala clase de favores; de galanes jóvenes que también concurrían a aquel sitio a hacer alarde de sus personas y vestidos y a buscar conquistas en amorosas empresas; de personas de dudosa reputación, o llevadas por el deseo de mezclarse entre las mejores, o esperanzadas por dominar allí la caprichosa fortuna de sacar de alguna casualidad ventajas más o menos considerables. Era, en suma, aquél un lugar de paseo, y a él iba yo principalmente por este motivo, no mirando al Príncipe de la Paz sino como la causa de estar junta tan lucida concurrencia. En verdaol, había yo perdido toda esperanza de mi adelantamiento. Agregábase a esto que, siendo mi madre lo que se llama acérrima realista,era, con todo, mala cortesana; que yo, no siguiendo sus opiniones en lo primero, las abrigaba con ardor en lo segundo, y que por esto tenía y declaraba pensamientos de juvenil pedantería en punto a abominar la corrupción y aún la mansión de la corte. Por todo ello empecé a abrigar la idea de restituirme a Cádiz. Era yo, además, un mozalbete vano y engreído, en algunas cosas derrochador. Chocóme la economía de mi tío, y por fruslerías le falté al respeto. Oyendo un día que criticaba que por leer hasta muy tarde en mi cama hacía mucho gasto en luces, compré gran número de velas de cera, y a vista de los criados iluminé mi cuarto, dando un escándalo en la casa. A este tenor, fueron otras cosas no menos vituperables, por ser frívolas. En suma, por mí estaba dispuesta mi vuelta al lado de mi madre.

Hubo en tanto de ocurrir una gran novedad en el teatro político, que se tuvo esperanza de aprovechar para mis pretensiones. De repente, estando la corte en Aranjuez, empezó a susurrarse por Madrid que el Príncipe de la Paz había sido nombrado almirante con tratamiento de alteza serenísima. Poco admiraban aumentos en la privanza de quien ya lo podía y era todo; pero esta merced nueva hecha al valido, dio motivo a hablillas y sospechas. El tratamiento de alteza, aun con el aditamento de serenísimo, no añadiéndose entonces lo de real ni aún para el príncipe de Asturias, declaraba resolución de ponerse a la par de la Real Familia, de donde se auguraban sucesivos y mayores atrevimientos. Ya cuando se había casado el mismo personaje con una señora de la casa de Borbón, aunque no infanta o hija de España, se había mirado con temor y disgusto que tanto se acercase al trono, como si pudiese pensar en ocuparle. Como era desde algunos años antes generalísimo de mar, así como de tierra, no se veía que, con ser almirante, adelantase cosa alguna, a no hacer esta dignidad escalón para la subida a puesto más alto. A pesar de murmuraciones y descontentos, fue general, con todo, el deseo de ir a dar la enhorabuena más rendida por su nueva elevación a personaje tan poderoso.

Mis tíos así lo determinaron con repugnancia, y tomando por motivo llevarme y aprovechar la ocasión para sacar algo en mi favor, según se estaba pretendiendo. Resuelto dar el paso, con razón se pensó en darle bien y pronto. Tan diligentes anduvimos, que tuvimos fundadas esperanzas de llegar los primeros, no sin prometernos ventajas por vía de albricias. Apostáronse tiros de mulas, según costumbre de aquella época. Hasta mi abuelo quería ir con nosotros, y no consintiéndoselo sus achaques de anciano, encargó que le disculpásemos, como si importase a tan elevado personaje un nombre más de mediana nota entre los muchos de igual o superior que venían a hacerle rendimiento. Pusimos al fin por obra nuestro proyectado viaje, poco después del mediodía, en uno de los de enero. Estaba entretenido y aun vistoso el camino de Aranjuez, no obstante estar desnudos los árboles y marchito el campo en aquella rigurosa estación, poblando la carretera numerosos tiros de mulas, todos aguardando coches, con sus mayorales solícitos de ver llegar el que aguardaban, y acudiendo gente de los vecinos pueblos a presenciar aquel espectáculo de lisonja cortesana, en que la pequeñez de los espectadores no les permitía tomar parte.

Volábamos nosotros, ufanos de llevar la delantera a gentes de primera nota. Llegamos por fin al Real Sitio, y tuvimos el dolor de saber que otros habían arribado primero al puerto de nuestra esperanza. Pasamos a casa del almirante un tanto cabizbajos, por haber perdido el lauro de anticiparnos a todos los felicitantes. En la antesala del Príncipe de la Paz nos recibió el inquisidor general y patriarca don Ramón de Arce, hombre que privaba mucho con el privado de sus reyes, muy cortesano, no poco ilustrado, de modos corteses, blando y suave de condición, impropio sucesor, en suma, de los Torquemadas y Luceros, y que estaba unido con mi tío Vicente con amistad bastante estrecha. Hablando del negocio del día, nos contó el señor Arce una ocurrencia singular, que poco antes había habido allí mismo. Los primeros llegados a dar la enhorabuena al almirante, inciertos en punto a si con el tratamiento de alteza había adquirido los privilegios de persona real, prefirieron extremarse en la sumisión, a quedarse cortos, y le besaron la mano, doblando la rodilla, no desaprobando él ni aprobando el acto, o ya por estar con él halagada la soberbia, o ya por quedarse cortado del exceso de humillación de sus aduladores. No veníamos nosotros preparados a tanto, ni lo hicimos, siendo doble desgracia, tras de haber llegado los segundos, quedarnos inferiores a los primeros en muestras de acatamiento a aquella nueva grandeza. Recibiónos el Príncipe de la Paz afable, pero distraído, con superior entono, como era propio de su elevación, y sin hacer caso de mí ni de las disculpas de mi abuelo por no habérsele presentado en aquel caso. Cedimos, pues, el puesto a los que venían detrás, y dispusimos volvernos a Madrid sin demora, no muy satisfechos de nuestra jornada. No tardamos en ponernos en viaje, con menos buen humor a la vuelta que habíamos llevados a la ida. Con ser de noche, y ésa fría y oscura, no paraban de pasar carruajes llenos de gente de elevada esfera, que iba a Aranjuez a hacer lo mismo de que veníamos nosotros, algo malcontentos y corridos. Mi tío Vicente, como respondiendo a reconvenciones de su conciencia por el paso que acabábamos de dar, decía entre dientes, pero sin hablarnos a sus compañeros de viaje: ¡Vaya, a lo menos no le hemos besado la mano! Yo, soñoliento y mal satisfecho, venía dando cabezadas; pero como llevase entre las piernas una espada con empuñadura, por cierto de finísimo oro, que remataba en una perilla con aguda punta, solía caer sobre ella y herirme el labio inferior, lo cual no contribuía a hacer muy divertido mi regreso.

Vueltos a Madrid, pronto nos siguió el almirante a lucir en la capital de la monarquía su dignidad nueva. Acudimos a su casa a estar presentes en el momento de su entrada, no con esperanza de ser notados, sino meramente por no hacer menos que otros. Poblaba una numerosa concurrencia de gente principal y de mediana jerarquía los varios salones y hasta la magnífica recién construida escalera de aquella casa, donde, más que en el palacio de los reyes, residía la autoridad suprema del Estado. Llegó el Príncipe de la Paz y atravesó aquella turba, congregada en su obsequio, deteniéndose poco. Festejósele con dos funciones de teatro, la primera en el de la Cruz, y la segunda en el del Príncipe. Diósele casi el tratamiento de persona real; echáronse a volar palomas al asomar en su palco, y se presentó su busto haciéndole rendidos obsequios una numerosa comparsa, y cumplimentándole un autor en versos de poco mérito, aunque obra de ingenio, que en mejor ocasión acertó a acreditarse de buen poeta. Hubo la singularidad de recibirle el público con palmadas, cosa a que él no estaba acostumbrado, naciendo esta demostración de buen afecto de un ímpetu irreflexivo que llegó a celebrar una pompa hecha en consideración a los locos favores de la fortuna. Fue perjudicial este aplauso al personaje a quien le hizo, porque le imbuyó en la equivocada persuasión de habérsele vuelto favorable el viento del afecto popular, que hasta allí constantemente le había soplado contrario en su navegación por el borrascoso y peligroso mar de la privanza.

Acabadas estas fiestas, volvieron las cosas todas, públicas y privadas, a su ordinario asiento. Yendo cada día a menos mi esperanza de adelantar, y a más mis disgustillos caseros, renové con más empeño mi pensamiento de retirarme de la corte. Ofrecióse a acompañarme el francés, mi amigo, a quien también llamaban a Cádiz algunos negocios. Hubo de suscitarse un obstáculo al cumplimiento de mi propósito. Mi abuelo, que tenía ideas singulares sobre la autoridad de la cabeza de una familia, y pretendía hacer en la suya lo que en su reino los reyes más absolutos: sabedor de que yo pensaba irme con mi madre sin haberle pedido para ello licencia, e informado asimismo de que no me había portado con gran sumisión con mi tío, determinó hacer uso de su poder para compelerme a estarme en la corte con mi familia paterna. Me puse furioso al tener noticia de esta resolución, y determiné resistir denodado y hasta violento, a lo que consideraba odiosa tiranía. Celebróse sobre este punto uno a modo de consejo de familia, pero sin mi asistencia. Al cabo, considerando que mi madre estaba nombrada en el testamento de mi padre tutora y curadora de sus hijos, hubo de parecer aventurada empresa el intento de separarme de su lado, mayormente cuando era notorio que yo me pondría de su parte con vehemencia y tenacidad. Dióseme, pues, para volver a Cádiz una licencia que yo no había pedido, por no creerla necesaria. En breves días me puse en camino en silla de posta, a mediados del mes de marzo de 1807. No deteniéndonos en lugar alguno, tardé poco en dar un abrazo a mi madre.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Viaje a Sevilla.-Su madre trata de casarle.-Obtiene un doble premio en el certamen de la Academia de Cádiz.-Entra en la Maestranza de Caballería de Sevilla.-Pasa con su familia a establecerse en Madrid.-Proyectos políticos del Príncipe de la Paz.-Prisión del príncipe de Asturias, y efecto que produjo en la opinión.-Entrada de los franceses en la Península.-Absolución de los cómplices del príncipe de Asturias.-Murat es nombrado jefe de las tropas francesas de la Península.-Anécdota del último día en que recibió corte en Madrid el Príncipe de la Paz.


No mucho después de vuelto yo a Cádiz estimóse necesario que pasase toda la familia a Madrid para no abandonar nuestras pretensiones. No iban bien nuestros negocios en la isla de Cuba, viéndose ya que no cobraríamos fácilmente los réditos ni el capital de las sumas que allí había dejado mi padre. Verdad era que algo teníamos en Europa; pero no lo suficiente para asegurarnos a mi hermana y a mí una subsistencia acomodada y decorosa por nuestras vidas, si yo no me ayudaba tomando una carrera antes de llevar a efecto nuestro propósito. Como los padecimientos de mi madre siguiesen siendo crueles, y como se hubiese ofrecido a curarla un médico francés, no poco charlatán, que pasando por Cádiz fue a establecerse en Sevilla, con la credulidad con que los enfermos o las familias de estos acogen lisonjeras promesas cuando no producen efecto los métodos ordinarios, resolvimos trasladarnos a aquella ciudad, siguiendo al presuntuoso facultativo. Este viaje, que produjo mi residencia en Sevilla por más de tres meses, aumentó sobre manera mi amor a las artes. Acompañóme mi inseparable Quilliet, que empezó a ver y examinar detenidamente las muchas bellas pinturas que adornaban aquellas iglesias; seguíale yo, y viendo y oyéndole y juzgando con las obras de Ceán Bermúdez en la mano, iba adquiriendo inteligencia, a la par que encontraba recreo. Una casualidad hizo más agradables estos entretenimientos. Vino a Sevilla un francés llamado M. Lebrun, casado con una señora que pasaba por pintora de mérito eminente en aquellos días, y pintor él también, aunque de menos fama, así como autor de una obra en que juzgaba a los maestros de la escuela flamenca, siendo su venida con objeto de hacer lo mismo respecto a los de la española. Este tal hizo conocimiento con su paisano Quilliet, y los tres juntos nos dimos con empeño a recrearnos en la contemplación de las pinturas de Sevilla. Así se pasaba el tiempo agradablemente.

De otro modo pensó mi madre aprovechar mi estancia en aquella ciudad, pues nada menos trató que de casarme cuando yo sólo estaba cercano a cumplir los dieciocho años. La que se me destinaba tenía poco más de catorce, y era bien parecida, vistosa más que regular, de blanquísimo cutis, algo abultada para sus años, de familia ilustre emparentada con la mía; huérfana de padre y dueña de una vinculación de más de treinta mil reales de renta, con el señorío de un lugar y sobre doscientos mil reales de una vez, que durante su menor edad su tutor le había ahorrado. Estas buenas circunstancias estaban en ella compensadas por otras, porque era cortísima de luces y descuidada por demás en punto a limpieza, a que se agregaba tener una madre tampoco muy aguda y de conducta nada juiciosa. Me presté, sin embargo, dócil, aunque con repugnancia, a complacer a mi madre, contrayendo el enlace que ella me proponía. Pero sabedores de lo que se trataba varios jóvenes de Sevilla con quien yo solía asociarme, tantas y tan crueles burlas hicieron de la simpleza y porquería de mi novia, que lograron infundirme horror a ella y al proyectado casamiento. Hube de hacérselo presente así a mi madre, que desistió de su empeño, no sin sentirlo.

Desde Sevilla atendía a los trabajos de la Academia, en la cual iba a haber la quinta competencia y distribución de premios, siendo el verano de 1807. Era cosa singular que gozando yo en aquel cuerpo, y entre los extraños que de mis trabajos tenían noticia, del más alto concepto, merecido o no, hasta entonces ni un solo premio hubiese conseguido, aunque dos veces hubiera escrito para alcanzarle, y aunque en la segunda ocasión fuese voto de otros jueces que quienes fallaron sobre el respectivo mérito de las obras presentadas, que en no darme la palma había habido injusticia. En esta última ocasión, aspiré a doble victoria, buscándola en ambas competencias, la en prosa y la en verso. En una y otra salí favorecido por la fortuna, pues ambos premios fueron míos. El de poesía era por una Invectiva contra el fanatismo; el de prosa por un discurso sobre la utilidad moral de la tragedia. Ni en éste ni en aquélla había gran mérito; pero era menos malo el discurso, cuyo lenguaje y estilo tenían ya algo de elegancia y corrección, y en que había no poca erudición para mi edad, al paso que la invectiva, compuesta en versos sueltos, pecaba por extremar lo que llamábamos dialecto poético en aquel tiempo, pecado sobre todo de la escuela sevillana, cometiendo el cual se juzgaba hacer mucho cuando se vestía con ciertas frases convenidas pensamientos comunes y pobres. Mucho pesar tuve en no estar en Cádiz cuando hubo la junta en que se proclamaron mis dos triunfos. Con ellos concluyeron mis trabajos en la Academia, que hube de abandonar por irme a residir permanentemente, según creía, fuera de Cádiz, muriendo pronto este cuerpo, como suele suceder a los de su clase, cuya vida se debe a circunstancias de poca duración.

También en Sevilla entré en la Real Maestranza de caballería. Mi objeto al pretender ser de este cuerpo, era, más que el de tener el tal cual lustre aristocrático que daba llevar su uniforme, estando entonces el de la de Sevilla menos prodigado que el de las otras de su clase, excusarme de usar el vestido de serio cuando volviese a la corte. Es sabido que los maestrantes eran objeto de muchas pullas y que gozaban de poco concepto literario; injusticia fundada en algo, por ser la mayor parte de los caballeros que formaban estos cuerpos señores de provincia acomodados y no instruidos. Tiene, pues, algo de raro que en país en que por lo común sólo hacen papel los que han cursado las aulas le haya hecho principal un hombre sin más carrera en la primera juventud que la de cadete y maestrante, una y otra poco literarias y hasta con injusta fama de serles ajeno el cultivo del entendimiento.

Retirado ya de Sevilla, y pasado poco tiempo en Cádiz, levantando de esta última ciudad mi casa, vine a establecerme en Madrid con mi familia. Durante algún tiempo, mi vida en la capital nada tuvo de notable. Presentóse mi madre conmigo más de una vez al Príncipe de la Paz, por quien fue recibida con extremada tibieza e indiferencia. Esto aumentó en nosotros el odio a tan elevado personaje, odio que a la sazón llegó a ser de loca vehemencia entre los españoles, por causas políticas que influyeron en la fortuna común, y aun en la de todos los particulares.

El Príncipe de la Paz había tratado, después de su imprudente provocación al emperador francés, viéndole vencedor de prusianos y rusos y al cabo en paz, y hasta en la apariencia en estrecha alianza con el gran Alejandro, de aplacar su enojo a fuerza de condescendencias. También procuraba sacar partido para sí de los sucesos pendientes. Habíase dicho que don Luis Viguri, intendente retirado de Ultramar y muy de la confianza de don Diego Godoy, hermano del privado, con sospechas de obrar por encargo de su amigo, había tanteado el ánimo de un brigadier Jáuregui, coronel de un regimiento de caballería, sobre ser posible la ocurrencia de que el rey Carlos IV, acosado de molestas enfermedades, renunciase al ejercicio de su autoridad real, y que entonces, siendo el príncipe de Asturias de mala condición, y opuesto a la política seguida por el Gobierno de su padre, tal vez convendría dar el Gobierno de la nación, para común provecho, con cualquier título, al Príncipe de la Paz, ya enseñado por la experiencia a dirigir los negocios del Estado. Esta conversación, verdadera o supuesta, o con algo de lo primero y lo segundo, y sólo ponderada al repetirla, ya nacida de oficiosidad de Viguri, ya de ajeno y superior influjo, propalada y creído, dio margen a grandes sospechas y temores, y a ciega furia. No hubo de ignorar el valido el rumor que corría y sus fatales efectos, y esto hubo de confirmarle en el intento de mirar por sí, poniendo a salvo su fortuna, en caso de ocurrir alguna gran mudanza en España. También en el príncipe de Asturias y sus allegados produjo enojo y susto la noticia de la tal conversación, si bien es probable que de entre ellos había salido referida, si no fingiéndola enteramente, ponderándola. Fuese como fuese, el público en general la creyó.

Sonó al mismo tiempo que se había celebrado un tratado entre España y Francia, para que las tropas de ambas potencias ocupasen juntas a Portugal; tratado en el cual se susurraba que se había procurado algunas ventajas personales el poderoso valido. Ignorábase entonces, como se supo después, que el Príncipe de la Paz, valiéndose de don Eugenio Izquierdo, su agente privado en París, aunque también empleado público, había autorizado a éste para celebrar y firmar, en nombre del Gobierno español, un tratado con el francés, y que en el pacto así ajustado había un artículo por el cual se aseguraba a don Manuel Godoy una soberanía independiente en la provincia portuguesa de los Algarbes. Lo que estaba a la vista de todos era que se aproximaban tropas francesas, formadas con cuerpos de ejército preparados a salir a campaña, a las faldas de los Pirineos y a las márgenes del Bidasoa, con señales de pasar pronto a territorio español, y que en España se movían hacia los confines de Portugal las pocas tropas que en el reino habían quedado, pues de las no muy numerosas con que contaba a la sazón España, una parte considerable había pasado al norte de Europa, a cooperar a los proyectos de Napoleón, guerreando unidas con las francesas. Al vulgo no causaba miedo ni disgusto esta perspectiva, entendiéndose que sólo iba a invadirse a Portugal, cosa siempre grata a los españoles, y más por ser los portugueses poco encubiertos amigos de los aborrecidos ingleses, y suponiéndose que, una vez conquistado el reino menor de la Península, quedaría agregado al mayor, con beneplácito del generoso y prepotente así como fiel aliado de España. Otra cosa pensaba la gente entendida; pero no acertaba a formar juicio, faltándole datos para ello en medio de sus dudas y temores.

De repente, un grave suceso de la política doméstica vino a juntarse con las ansias que causaba la extranjera, con la cual se descubrió pronto que estaba enlazado. Súpose en Madrid, estando residiendo la corte en El Escorial, como solía en noviembre, que el príncipe de Asturias había sido preso, y que su padre y rey le acusaba de participación en una trama dispuesta para quitarle el trono y la vida. Nunca olvidaré el efecto que semejante acaecimiento produjo. Súpelo yo a prima noche en casa de mi tío Vicente, y de boca de éste, el cual me dio la noticia con furor de que no habría creído capaz a hombre tan moderado.

De tal ejemplo puede colegirse lo que por todos pasaba. Era general suponer al príncipe inocente, y autores de la calumniosa acusación a la reina, su madre, y al valido; suposición sólo en alguna parte fundada. Al publicarse el decreto dado por el rey para la prisión de su hijo y heredero y la alocución del monarca a su pueblo que le acompañaba, vituperaban con razón lo mal pensado y no mejor escrito de semejante documento, y con menor motivo lo calumnioso de su contenido, si bien es cierto que en él había calumnia, siendo el príncipe evidentemente culpado, pero aunque de grave delito, no del enorme de que se le acusaba. Pasaron breves días sin aplacarse la furia contra el Gobierno, ni el vivo empeño en la suerte del ilustre cautivo. Algo empezaba a decirse de tratos entre el príncipe y Napoleón, en donde el primero solicitaba por esposa a una princesa de la familia imperial del segundo. Aún esto no llegaba a disgustar a los enemigos del influjo francés, porque, puestos en pugna dos odios, pudo más el que se profesaba al enemigo interior que el de que era objeto el extraño, y para los apasionados a Napoleón, querer enlazarse con él era un mérito más en el príncipe Fernando, por donde contribuiría a la felicidad de España. Poco tiempo había pasado, cuando salió a luz nueva alocución del rey, acompañada de segunda disposición soberana, siendo este segundo documento más desagradable todavía que el primero.

En efecto; esta producción tenía graves errores, poniendo la voz venganza donde debía usarse la justicia, y humillando, además, al príncipe con publicar cartas a su padre, donde en ridículo estilo le pedía perdón de un modo vergonzoso, no sin que la inadvertencia de sus contrarios pusiese al rey en fea contradicción consigo mismo, pues confesaba el príncipe, en las recién publicadas cartas, que nada debía haber hecho sin conocimiento de su padre, y esto no podía referirse al proyecto de que había sido acusado de despojar al monarca de la vida, o cuando menos del trono. Reparando el preocupado y descaminado juicio popular en estas contradicciones, y atendiendo a las pasadas culpas y faltas de la corte, sólo veía en Fernando una víctima inocente y digna, sin advertir que, por confesión de sus mismos confesores, había entrado en tramas más o menos vituperables, pero nunca del todo inocentes, y siendo súbdito y heredero del trono, había estado en tratos con un soberano extranjero, aunque aliado de su padre, vecino peligroso por lo prepotente y por el interés que de la casa de Borbón le separaba; y aunque el hecho mismo de haber firmado las ridículas cartas dadas a luz nacía del deseo de recobrar su libertad y redundaba en descrédito de sus perseguidores, no dejaba de desdecir de la entereza con que deben llevarse desdichas no merecidas, sobre todo cuando son las víctimas personajes encumbrados. Hasta llegó a celebrarse que, al salir el príncipe de su prisión para volver a su habitación ordinaria, acudiese a felicitarle con destemplado vocerío una turba casi amotinada, compuesta, en su mayor parte, de criados de la real casa, alterándose por la vez primera con gritos sediciosos el recinto del Monasterio del Escorial, emblema de la monarquía de Felipe II. Así, en España como en otras partes, nacían los primeros desacatos a la autoridad real, de gentes cuyo interés era conservar sin menoscabo la reverencia debida al trono, bien que la misma Real Familia, por opuestos lados, pero con igual yerro, tuviese parte en culpas que resultaban en su propio daño, a la par que en el del Estado todo. Ni dejó la aprobación de hombres sesudos en lo común, pero en esta ocasión enloquecidos por el general frenesí, de aplaudir actos del más fatal ejemplo y de las peores consecuencias. A tal punto llegaba la universal manía de celebrar a Fernando, que hubo de citarse como cosa singular, pero chistosa, que al ser preso hubiese hecho uso de las expresiones más soeces y obscenas, no acertando cómo podía haber aprendido a emplearlas un príncipe criado con tanto recogimiento y sujeción, siendo así que su padre, con ser grosero en sus acciones y modos, era decoroso, o cuando menos casto, en el lenguaje.

A más pasaba la preocupación de las gentes. Los cómplices del príncipe habían sido presos y se deseaba y aun solicitaba como cosa justa no ya su absolución, sino su triunfo. Así fue que, al saberse que el fiscal de la causa, don Simón Viegas, había pedido contra ellos la pena capital, fue vituperado su acto no como exceso en la severidad, sino como vil extremo de la lisonja, sirviendo al poder contra la inocencia, sin considerar que iba ya levantándose otro poder que exigía adulaciones y las encontraba, y el cual reprobaba el acto del magistrado no por lo injusto, sino por lo contrario a sus pasiones, no menos imperiosas y deseosas de verse satisfechas, que la de los reyes. Inútil es decir que yo participaba entonces del error general, el cual no llegué a descubrir hasta muy tarde, y que participaban de mi equivocación las personas que me rodeaban y a quienes oía yo con más reverencia y aprecio. Mientras estas cosas pasaban, otras de no menor cuantía se iban sucediendo con prodigiosa rapidez. Habían entrado en España ejércitos franceses, y había sido ocupado Portugal, huyendo al Brasil la Real Familia. No por esto había cesado la entrada de tropas extranjeras en España, sin que se viese claro el motivo que las traía. Fuese sabiendo que habían ocupado casi todas las fortalezas de la frontera, y que lo habían hecho valiéndose de una mezcla de artificio y violencia, contra la voluntad del Gobierno español y con desprecio de los generales que en aquellos puntos tenían el mando. No acertándose a dar una razón satisfactoria en abono de tal conducta, empezó a corrrer una suposición la más desvariada e imaginable, pero que, por serlo, no dejó de encontrar ciega y apasionada creencia no meramente en el vulgo, sino en personas de muy superior esfera, cuyo entendimiento tenían ofuscado las vehementes pasiones dominantes; pasó, pues, por cosa sabida que los franceses venían a proteger al príncipe de Asturias contra el de la Paz, castigando a este último por haber, en 1806, tenido y declarado el intento de separarse de la amistad de Napoleón, y premiando en el primero el acto con que procuró estrechar sus relaciones con nuestro leal y magnánimo aliado, premio del cual sería parte concederle la mano de la señora de la familia imperial francesa que había pretendido. No podíamos mirar las cosas bajo este aspecto los que odiábamos y temíamos a Napoleón, siendo en nosotros natural temblar y acongojarnos al ver cómo inundaba a España con sus tropas, e irse así realizando nuestros aciagos pronósticos sobre lo que haría en nuestro daño el poder de tan falso amigo; pero procurábamos atolondrarnos y aún con extraña contradicción y desatino culpábamos al Gobierno porque así diera entrada en España a los franceses, cuando, por otro lado, nos poníamos de parte de quienes celebraban su venida.

Así corría el tiempo hasta estar bien entrado el año, juntamente glorioso y fatal, de 1808. En los primeros meses de éste fue fallada la causa contra los cómplices del príncipe de Asturias, siendo la sentencia una de absolución completa. Admiró a algunos este fallo, porque los acusados habían sido juzgados por un tribunal especial, cuyo único objeto y origen y existencia era para entender en su causa, siendo común que los tribunales de este modo compuestos, sirviendo a la autoridad que los nombra, condenen a los procesados, haciendo mera ociosa formalidad de juicio. Pero los que veían más claro no vieron la sentencia con la casi general extrañeza. El Ministro de Gracia y Justicia, Caballero, era quizá el personaje peor entre cuantos malos contenía en aquella hora la corte de España, tirano cruel como quien más, y adulador; pero como diestro y sin más Dios que su propio interés para adular, calculaba dónde estaba o estaría pronto la prepotencia, y divisando que iba a trasladarse a otro lugar diferente del que estaba ocupando en éste, puso la mira para dirigir allí sus obsequios y sus servicios. Así, al nombrar los jueces cuya jurisdicción sujetaba a los complicados en la famosa causa del Escorial, escogió personajes devotos del privado. Al fin, fuese esperada o no, la sentencia a que me refiero fue celebrada universalmente como un acto de integridad y entereza; estando tan equivocada la idea de la justicia, que se reputaba tal lo que era acto de oposición a la corte, aunque fuese para absolver a personas evidentemente culpadas de haber participado más o menos en tratos del príncipe con un Gobierno extranjero. El furor del Gobierno al llegar a su noticia esta sentencia fue destemplado e imprudente; pues aún teniendo de su parte la razón, debía haber tolerado la injusticia de los jueces y contemporizado con la preocupación dominante. Más desatentado todavía estuvo el Príncipe de la Paz, que, presentándosele los jueces, como si hiciese negocio suyo propio la condenación de los amigos del príncipe de Asturias, les reprendió severamente, hasta rayar su severidad en insulto. Siguióse desterrar a los recién absueltos, y aun confinarlos; actos comunes en los gobiernos de entonces, sin preceder formación de causa, pero en el caso presente vituperable al doble por lo injusto y por lo necio, pues venía tras de una sentencia favorable en un solemne juicio, y cuando todo prometía victoria segura, y no distante, a los maltratados. Ocioso parece decir que estos, así como los jueces, fueron mirados como mártires y confesores de una fe cierta, cuyo triunfo era esperado con ansia.

En breve, prosiguiendo su camino las tropas francesas, se pusieron cerca de Madrid, siendo ya muy numerosas. Súpose que venía a mandarlas, y aun que ya había entrado o estaba cercano a entrar en España, el cuñado de Napoleón, Murat, príncipe soberano de Alemania, con el título de gran duque de Berg y de Cléveris. Venir tal personaje al frente de tantas fuerzas era una señal más, sobre otras gravísimas, por donde se declaraban grandes proyectos. Veíase claro estar inminente una catástrofe para la Familia Real de España. Divulgóse la noticia de que el Gobierno había mandado que las tropas españolas empleadas hasta entonces en la ocupación de Portugal, a las órdenes del marqués de la Solana, y ya del Socorro, y salidas del vecino reino, se juntasen como para amparar al Gobierno contra un poder enemigo. Aun esto se vituperaba: ¡tal era la ceguedad reinante! Andaban todos solícitos, averiguando, no la certeza del gran suceso que sobrevendría, pues aquélla era indudable, ni su calidad, pues sobre ella la preocupación vulgar estaba segura, creyéndola feliz, y la previsión quería quedarse incierta, temiéndola fatal, sino el día en que habría de verificarse.

Como siguiesen así las cosas en su estado antiguo, tenía el privado su corte semanal, y concurría a ella la gente no ya para lisonjearle, sino para rastrear por su semblante cuánto distaba o se aproximaba la hora de su ruina. Acuérdome que en el último día en que recibió estuvo yo presente, y tengo por digno de recordarse lo que le oí, porque pinta el estado de su ánimo y el de las cosas. Hallábamonos juntos mi madre y yo, y teníamos a nuestro lado dos frailes, sin duda personas de alguna suposición. Pasó el Príncipe de la Paz, y bajando la cabeza sin hablarnos, entró en conversación con los dos religiosos: ¿Conque el Espíritu Santo (les dijo), de paloma se ha vuelto perdiz? No entendíamos nosotros a qué aludía este que, pretendiendo ser chiste impío o incoherente, nada tenía de gracioso ni de ingenio, y que provenía de haberse sabido la ocupación de Roma por tropas francesas, mandadas por el general Miollis, y haber sido despojado de su soberanía temporal el Papa. Nada, o sólo algo, casi entre dientes, respondieron los frailes, a quienes hubo de sonar aquella expresión a casi blasfemia, por chancearse con las cosas sagradas, ya supiesen, ya ignorasen qué significaba aquella singular salida. Sí, señores (siguió él); perdiz con patas coloradas. Yo (añadió) estoy con lo que pasa tal, que querría vestirme no un hábito como ése que ustedes llevan, sino un saco, e irme a un rincón. Poco o nada más dijo, y fuese adelante. Pasmáronnos tales palabras, y las referimos, sacando de ellas agüero de estar ya inmediata su caída. No nos engañamos, bien que no se necesitaba sagacidad para prever cosa tan notoria.




ArribaAbajoCapítulo IX

Anuncios de la retirada de la corte.-Motín de Aranjuez y caída del Príncipe de la Paz.-Desórdenes en Madrid.-Saqueos y quemas en las casas de los partidarios de Godoy.-Su descubrimiento y prisión.-Abdicación de Carlos IV.-Estado de los ánimos.-Empieza el autor a descuidar las ocupaciones literarias y a entregarse a vida disipada.-Carácter y condición de sus nuevos amigos, y excesos que cometían.-Sociedad de la época.-Principio de los amores del autor con su primera mujer.


Poco más que en el día inmediatamente posterior al de esta conversación, pasando el privado a Aranjuez, vino de allí orden a las Reales Guardias españolas y valonas residentes en Madrid, así como a todos los escuadrones de guardias de corps, de pasar sin demora al Real Sitio. Viose ya claro que el Gobierno trataba de huir de los franceses, protegidos por sus tropas. Contra tan cuerda y justa determinación, se alzó un clamor general, en que también participaban los enemigos del poder francés, sin que nadie, al culpar la resolución tomada, propusiera o acertase a discurrir otra por donde se hiciese frente al mal que sobrevenía, o de cualquier modo se le eludiese. En el universal frenesí se contó que la oficialidad de los diferentes cuerpos de la Guardia Real, y aun todos los Guardias de las reales personas, contrajeron entre sí el compromiso, bajo palabra de honor o con juramento, de estorbar que saliese de Aranjuez la corte, aprobándose por los extraños paso tan desacertado y criminal a un tiempo mismo. Salieron, en fin, los guardias, llegaron al Real Sitio, y se esperaba en Madrid con ansia qué saldría de allí y de la venida de los franceses, ya casi a las puertas.

Pronto llegaron del Real Sitio noticias graves. En la noche del 17 de octubre, habiendo ya manifestado la corte deseos de ponerse en camino y notándose síntomas de rebelión encaminados a impedírselo, y hecho el rey una declaración de que no se movería, mentira vergonzosa y de nadie creída, como anduviesen patrullando por un lado los guardias de corps y por otro los cazadores de la guardia particular del Príncipe de la Paz, tropa lucidísima y por las demás mirada con envidia, así como por el pueblo con odio, hubo de soltarse un tiro, cuya procedencia no se pudo averiguar, pero que sirvió de señal para la sedición muy de antemano proyectada. Empezáronla turbas del pueblo, guiadas, según fue fama, por algunos personajes de alta categoría, disfrazados; tomaron parte en ella los empleados de la Real Casa y de los jardines, en Aranjuez muy numerosos, y siguió la tropa con ausencia de sus oficiales. Presentóse al regimiento de Guardias españolas de que era coronel don Diego Godoy, y fue su legítima autoridad desobedecida y desconocida, no sin sujetarle a insultos. Procedióse enseguida a allanar la casa del Príncipe de la Paz, a entrar a saqueo, a destruir cuanto en ella se encontraba, blasonando la ferocidad como de virtud del desinterés que, en vez de robar, llevaba a destrozar y quemar, jactancia no en todo fundada, común a varios pueblos en diversas ocasiones, y la cual prueba, aun en lo que tiene de veraz, haber casos en que se sobrepone a ruines pensamientos la furia del odio. Buscábase al privado con el no disimulado intento de quitarle la vida. Los reyes, entre tanto, vacilando entre la ira y el miedo, no acertaban con la resolución que podrían tomar; y no sin razón, aunque tampoco con bastante fundamento, achacaban aquellos excesos a su hijo, a quien había llegado la hora, por largo tiempo apetecida y con diversas maquinaciones buscada, de derribarlos del trono y ocupar el puesto vacante. Es falso, sin embargo, lo que han dicho algunos historiadores sobre que desde luego se tratase de dar al príncipe de Asturias la corona, o que él mismo pretendiese ceñírsela. La verdad es que en aquellos momentos de confusión y locura, cuando nadie sabía a punto fijo lo que quería y se pretendían cosas entre sí contradictorias o de todo punto imposibles, se aclamaba al rey con resolución de faltarle al respeto y a la obediencia; se aclamaba al príncipe heredero con deseo e intento de darle gusto sin pretender por esto que reinase; el mismo Fernando estaba determinado. a hacer su voluntad, auxiliado por los rebeldes, sin darse razón a sí propio del punto a que llevaría su resistencia a la voluntad de su padre y soberano; y los reyes padres, resueltos a salvar a todo trance la vida de su valido y a ceder cuando no pudiesen mandar y a recobrar lo de que hubiesen sido despojados, cuando de hacerlo se les presentase ocasión, variando de parecer y conducta según mandaban las circunstancias, no perdían de vista la idea de llegar, aun por la vía de la más ignominiosa sumisión, al logro de su anhelo. Así, sabiéndose en Palacio lo ocurrido en las calles y en la casa del Príncipe de la Paz y no constando quién mandaba la sedición, reinase todavía quien reinase, expidió el rey un real decreto en que declarándose resuelto a gobernar por sí, exoneraba al Príncipe de la Paz de los cargos de almirante y generalísimo, y le permitía retirarse a Granada. Del proyectado viaje de la corte nada se decía, siendo así que en él estaba lo principal de las grandes cuestiones pendientes. Tan equivocadas eran las ideas reinantes en punto a la obediencia debida a la autoridad legítima en aquella hora, que, con seguirse aclamando al rey, nadie pensaba en cumplir sus mandamientos en punto a la suerte del privado caído, pues la real voluntad, solemnemente declarada, era que se fuese en paz a su retiro, y la ocupación de oficiales, soldados y paisanos, andarle buscando para hacerle preso. A todos había dado golpe su desaparición repentina, pues dentro de su casa estaba al romper el motín, y nadie le había visto escaparse, estando todas las salidas guardadas. Creíase haber registrado bien la casa, sirviendo de guía las pasiones más furiosas; pero, con todo, se hacía guardia a las paredes de aquel edificio casi vacío.

A fines del día 18 llegaron a Madrid las nuevas de lo ocurrido en Aranjuez en la noche antecedente. Fue general el alborozo. Dábanse las gentes sentidas enhorabuenas, sin considerar que, a pesar de los yerros y delitos del Príncipe de la Paz, aun suponiéndolos tan patentes y graves cuanto la opinión popular se los figuraba, y hasta concediendo ser los peligros presentes consecuencia de los hechos de aquel hombre o de los reyes, sus protectores, con caer sobre la persona culpada y vengarse, no quedaban destruidas las resultas de sus desaciertos o crímenes. Pero estaban los españoles en uno de aquellos momentos en que no hay lugar a la reflexión, teniendo los pueblos, así como cada individuo de por sí, períodos en que la pasión, llevada al extremo, no consiente el raciocinio.

La mañana del 19 de marzo de 1808 fue alegre en la capital de España, pero exenta de desórdenes. No fue tan pacífica la tarde siguiente. Poco después del mediodía, algunos recibieron de Aranjuez la noticia de que el malaventurado Príncipe de la Paz había sido descubierto en el lugar en que estaba escondido, y en seguida puesto preso, no sin correr antes grave peligro su vida. O porque se difundiese esta noticia, llegando desde luego a conocimiento del vulgo, o por estar preparados los ánimos de la gente inquieta a entregarse a algunos desmanes, sólo con saber los cometidos en Aranjuez en la noche del 17, lo cierto es que a la caída de la tarde ya había empezado en Madrid un motín como no se había visto en largos años.

La generación presente, para quien ha sido frecuente espectáculo el de los tumultos, mal puede comprender el efecto que hizo en nosotros en 1808 ver por primera vez campante la sedición, interrumpido el público sosiego y faltando el orden constante con que la autoridad mandaba y los súbditos obedecían. Pero lo que es de notar es cuán diestras están las clases ignorantes e inquietas de una población en llevar adelante un motín, aunque ni la teoría ni la práctica les haya enseñado el modo de hacerlo. Sea como fuese, los que cerca de la noche del citado día bajamos al paseo del Prado, oímos extraordinaria algazara y vimos congregado un confuso tropel enfrente de la casa que hoy es Inspección de Infantería y poco ha lo era de Milicias Provinciales, donde habitaba entonces don Diego Godoy, siendo propiedad suya. En breve apareció debajo de las ventanas la luz de una hoguera. Notóse en seguida asomarse a las mismas ventanas hombres de la peor traza posible y arrojar por ellas al fuego todo cuanto encontraban. Acompañaban esta acción gritos furibundos, vivas a la destrucción y mueras a los objetos del público odio. Acercándose más al teatro de aquella violencia, se notaba venir de allí algunas personas rescatándose y con bultos, como que traían objetos robados; prueba de que si no fue acción común la de apropiarse los objetos encontrados en las casas saqueadas, tampoco hubo el nimio y general respeto a la propiedad que tanto se ensalzó para disculpar los cometidos excesos.

¡La vista primera del desorden aterraba; pero, considerándolo mejor, se vio que no había peligro, salvo para la parentela y amigos íntimos del Príncipe de la Paz; y como estas gentes eran pocas y malquistas, no era común dolerse de ellas, y faltando motivo de temer lo horroroso del tumulto, se hizo menos repugnante. Dilatóse éste por Madrid, encaminándose a destruir lo contenido en varias casas. De las de los ministros alcanzó la destrucción a la de don Miguel Cayetano Soler, Ministro de Hacienda, no particularmente relacionado con el Príncipe de la Paz, y, sin embargo, blanco del público odio, cuando nadie pensaba en hacer daño o insulto a la casa del malvado marqués de Caballero. Don Manuel Cleto Espinosa, empleado de mérito, pagó con la pérdida de sus muebles y dinero y el peligro de su persona, no su particular privanza con el hombre objeto de la furia popular, sino la circunstancia de haber sido favorecido por su superior en premio de sus servicios. Al revés, a un canónigo llamado Duro, que ningún empleo tenía, sirvió de delito a los ojos del pueblo tener relaciones de amistad particular con el privado, por lo cual alcanzó a su casa el saqueo y la quema. Toda la noche pasó en estas ocupaciones la furia de la plebe. No cesaban de oírse gritos de mueras al privado, ahora nombrándole con su por muchos años olvidado apellido de Godoy, no haciendo caso de sus títulos, ahora señalándole con el apodo de Choricero, por ser natural de Extremadura. También sonaban vivas al rey, que, siendo todavía Carlos IV, salían dados con tibieza. A media voz había quien mentase el nombre de la reina, y no ciertamente para vitorearla. Las tropas y los que gobernaban a Madrid estaban parados, callaban y consentían, como si se ignorase qué había obligación de hacer, o quién mandaba.

Mientras por las calles triunfaba no resistido el desorden, que visto y oído al principio impuso miedo a la gente decente y acomodada, y, continuando como ejercido en conformidad a las opiniones y los deseos dominantes, era considerado, si no con gusto, a lo menos sin pena y tal vez con risa, empezaron a llegar circunstanciadas noticias de lo que había pasado y seguía pasando en la residencia de la corte. Súpose que el Príncipe de la Paz había estado más de veinticuatro horas oculto en una buhardilla de su casa, sirviéndole de pantalla y refugio un lío de esteras viejas; que después de padecer en aquel lugar todo linaje de tormentos, miedo, rabia, hambre, frío y sed, cediendo a esta última, se había resuelto a exponerse a la muerte, a trueque de beber un poco de agua; que apareciéndose delante de un centinela, e había pedido favor y prometídole recompensas si callaba y guardaba silencio; que el soldado, incurriendo en el yerro general, creyó que le mandaba su obligación descubrir y prender a aquel hombre infeliz, en lugar de protegerle; que recibido aviso de haberse dado con el personaje a quien tanto se buscaba, acudió primero a verse con él el oficial subalterno de reales guardias valonas don Vicente Quesada, en época posterior tan afamado por sus hechos y su final desdicha, y procediendo con arreglo al mismo equivocado concepto, no obstante distar mucho de la intención del monarca reinante que fuese puesto en prisión el personaje poco antes dueño de su confianza, obedeciendo, en vez de a la voluntad del rey, a cierta autoridad ignorada que era de todos y de ninguno, entregó al perseguido en manos de sus perseguidores; que divulgada la noticia de estar ya hallado el objeto del furor popular, acudieron numerosas y enfurecidas turbas a saciar en él su saña; que el príncipe de Asturias, al frente de bastante crecida fuerza de guardias de corps, corrió, por encargo de los reyes, sus padres, a salvar aquella vida que tenían en tanto precio; que cumplió el heredero de la corona con su misión, pero sin poder excusar al preso no sólo denuestos y ultrajes, sino golpes y pinchazos, y, por fin, que yacía el ex Príncipe de la Paz en un encierro, defiriéndose su muerte, pero prometiéndosela segura después de una engañosa apariencia de proceso, en que influjos diversos y poderosos harían la absolución imposible. Poca lástima causó tal tragedia en el feroz vulgo, pero alguna hubo de excitar en ánimos generosos; y sin pretender que lo fuese en alto grado el mío, sé decir que me corrían las lágrimas al oír contar tales cosas, dando motivo a mi llanto considerar los trabajos presentes y peligros futuros del malaventurado cautivo; y hasta diré que mi madre, extremada en aborrecerlo, como yo le compadecía, a punto de llegar su conmiseración a ser ternura.

Así, y entrada ya la noche del 19 al 20, llegaron a la capital más noticias del Real Sitio, no menos importantes que las anteriores. Desesperado Carlos IV por no poder salvar al valido, viendo que aun la más o menos fundada sospecha de intento de sacarle de su prisión a lugar de más seguridad había ocasionado nuevo tumulto, y notando, no como él dijo y han dicho después otros, con quebrantamiento de la verdad, que iban a arrebatarle la corona, pero sí que no podía ejercer su autoridad real, cuyo ejercicio, aunque no su título, estaba traspasado a su hijo, el cual la ejercía de consuno con la sedición predominante, resolvió convertir por más o menos breve plazo en derecho aparente lo que era un hecho, renunciando a reinar en favor de su hijo, que ya gobernaba. Esta renuncia ni fue forzada ni voluntaria, no habiendo quien la pidiese, ni tampoco quizá quien tan pronto la esperase, pero haciéndola necesaria todos con sus procedimientos, si ya no es que la juzgaban formalidad inútil, resueltos a que uno mandase en la realidad y otro siguiese en el nombre rigiendo el Estado. La noticia de la renuncia de Carlos IV fue sabida en Madrid en la noche del 19 al 20 hasta por las alborotadas turbas. Éstas no habían descansado en su obra de hacer daño, empezando en aquel momento la plebe, por largos días sujeta, a hacer uso del poder que desde entonces, con raros intervalos de respiro, ha estado ejerciendo. A nadie dejaba dormir la no interruinnida gritería. Así fue que al amanecer todos los de casa estábamos asomados a los balcones. Teníamos enfrente de ellos una taberna, lugar de importancia en horas tan revueltas. Vimos en ella extrañas figuras, y entre otras la de un tamborcillo con su uniforme, y en la cabeza, en vez de sombrero, como entonces llevaba la tropa, un bonete de clérigo, producto del saqueo de la casa del canónigo Duro, situada a corta distancia de aquel sitio. Nótase aquí estar ya desmandadas las tropas, las cuales, no siendo empleadas en contener desórdenes, infaliblemente pasan a tomar en ellos parte, y nótase también que aun entre los pueblos más religiosos, y en los alborotos cuyo origen y objeto nada tienen de irreligioso, es común tratar con irreverencia las cosas en tiempos ordinarios respetadas. Los gritos de ¡viva el rey!, dados con mucho más calor que en la noche antes, descubrían haber alguna novedad por donde la persona reinante había ganado en el afecto del pueblo; misterio que se nos aclaró con oír decir a los voceadores: Ya tenemos rey nuevo, y de que llegamos a estar enterados según fue adelantando el día.

En aquél fue decayendo y sosegándose lentamente el tumulto. Sin embargo, en la misma mañana medio allanaron los amotinados una iglesia. Fue ésta la de San Juan de Dios, vulgarmente llamada de Antón Martín, y situada en la plazuela de este nombre; y la causa del hecho, que, agradecida la religión de San Juan de Dios al Príncipe de la Paz por haberle mostrado favor respetando sus bienes al venderse otros de obras pías, en consideración a la utilidad de su instituto, había resuelto poner en la iglesia su retrato bajo dosel, lo cual fue ejecutado. La tumultuaria plebe madrileña pidió, pues, con imperiosas y nada reverentes voces, la salida del templo de aquella pintura; y como se debe suponer, fue puntualmente obedecida.

Pacificado Madrid, entró el meditar sobre la situación de España. Pero no quería todavía reflexión la gente entendida, por tenerle miedo, supuesto que nada favorable podía dar por producto, y el a la sazón crecidísimo vulgo sólo pensaba en que había alcanzado una gran victoria, suponiendo de ello que no había razón de temer a los franceses, dueños con numerosas tropas de varias fortalezas y de vastas provincias en el centro y las fronteras de España. Si una voz sola convidaba a dedicar la atención al peligro anejo a la presencia de los temibles huéspedes que albergaba España, era oída con desabrimiento. Me acuerdo de que en una tertulia a que solía yo concurrir todas las noches, un oficial de Artillería, agudo e instruido, llamado don N. Sallajosa, hacia el 20 ó 21 de marzo, cabalmente en las horas de más alegría, cuando todos se estaban congratulando por las felicitaciones presentes, dijo: Señores, nos hemos curado del catarro y nos ha quedado la tisis, y que fue tan juiciosa observación oída como una blasfemia con enojo y vituperio, diciéndose que el desabrido desaprobador del general regocijo respiraba por la herida, porque el caído privado, tan malquisto entre los españoles, era querido entre los artilleros, a cuyo cuerpo había colmado de distinciones. Sallajosa era de los poco adictos a la alianza francesa, por ver en ella desdichas para España, desdichas llegadas ya, pero no advertidas en el momento en que él dijo las palabras oídas con tanto disgusto. Diéronme golpe, y si no las aplaudí, tampoco las censuré, y vuelto a casa, hube de repetirlas a mi madre, que no quiso detenerse en pensar en ellas, porque, si tenía aversión no disimulada a los franceses, estaba en estado como de locura con la alegría de tener por rey a Fernando.

En casi todos los lugares de concurrencia, las esperanzas concebidas del nuevo reinado eran no menos locamente halagüeñas. Abrigábanlas, como quienes más, los hombres de opiniones reformadoras. Acaso con sagaz previsión, calculaban que un rey subido al trono por el poder popular, por su propia voluntad o a despecho, habría de satisfacer a ciertas condiciones, o de sujetarse a ciertas consecuencias de su encumbramiento. Pues el pueblo había cesado de obedecer de continuo, augurábase de allí que había llegado la hora de oponer, a la hasta entonces desmedida autoridad del Gobierno, fuertes barreras.

Resta saber qué hacía y qué pensaba yo entonces, si bien desdice de la gravedad de las materias de que voy tratando mi pequeñez; pero al cabo memorias mías son éstas que estoy trabajando para el público, y fuerza es que yo aparezca en ellas; con lo cual, si con frecuencia habré de ser enfadoso, otras veces causaré diversión con el contraste, siendo como sombra que da realce a las luces, como objeto de poco tamaño, propio para hacer medir de pronto, con el cotejo, las dimensiones de los superiores, o tal vez como entremés que interrumpa, representado entre los actos al uso antiguo, la solemnidad de la comedia heroica.

Forzoso me es confesay que no era yo en aquellos días el muchachito estudioso y de admirable conducta, a quien censuraban sus paisanos solamente por lo pedante. Habíame, al revés, vuelto libre y hasta borrascoso, sin que por eso dejase de dedicar bastantes horas a la lectura. Ya rara vez concurría a la tertulia de don Manuel Quintana. Pagando tributo a mi edad, y pagándole tal vez copioso, por tener que satisfacer algunos caídos, me asociaba con gente moza, pero de la que suele llamarse de buen tono, que no siempre es la más arreglada o sesuda. Era yo de una pandilla que, sobre afectar superior gusto en el vestir y pretender distinguirse por sus modales, a un tiempo finos e insolentes, se hacía notable y no muy querida, pero en la cual había pensamientos nobles y conducta de caballeros, a la par con calaveradas. No se que viva más que yo de todos cuantos entonces nos asociábamos, o a lo menos de los que más constantemente íbamos juntos. Estos éramos: don José María Torrijos, recién salido de la casa de pajes del rey a capitán del regimiento de Teutonia, a la sazón con licencia en Madrid, estando el cuerpo a que pertenecía en Cataluña, apenas de diecisiete años, contando sobre dos menos que yo, despierto, aunque no instruido, por no ser estudioso, vivísimo de condición, ya de arrebatado valor y ansioso de acreditarle, de lo que después tuvo muchas ocasiones; el mismo, en fin, que llegó a hacer tanto papel en la historia de la patria, y cuya trágica muerte, siendo general, fue arcabucearle en Málaga, causando lágrimas su desgracia a sus mismos enemigos; don Manuel Tovar, hijo segundo de los condes de Cancelada, cadete de reales guardias españoles, notable entonces sólo porque con su persona, por demás pequeña, hermanaba ser bien formado, de linda cara, con singular aliño y aseo, a la par que lujo en el vestido y calzado, valiente con todo esto y pundonoroso, y con la petulancia que es común, o se hace más notable, en personas de muy pequeña estatura, el cual vino a morir, siendo capitán de guardias o coronel de ejército, de una larga enfermedad contraída durante la Guerra de la Independencia, en la cual había servido con lustre; don Martín de los Llanos, y un don José de Robles, andaluz, de incierto origen, que llamaba tío a un don N. Flores, capellán de las Salesas, tal vez por serlo suyo lejano o por haberle protegido en su niñez, así como a su madre, señora anciana y pobre, sin que esto, de modo alguno, implique, como podría sospecharse, la menor intención de dar mal colorido a la protección a que me refiero. La persona del tal Robles era fea y desgarbada; sus modales y su vestido, sin ser groseros ni raros, no tenían el gusto de los nuestros, correspondientes a más elevada clase de sociedad; en suma, sus imitaciones se resentían de serlo y lo exponían a algunas burlas, pero con sus singularidades era honrado, de buenos pensamientos, deseoso de instruirse en alguna lectura, y al cabo como quien, en sus conatos de subir y ponerse a la par con las gentes más elevadas, también aspiraba a igualarse con los que habían adquirido superioridad por su talento y ciencia. Así, cuando hablaba con todos nosotros de bailes, de tertulias, de fraques, de locuras y de pendencias, solía hablar conmigo de libros y de doctrinas literarias y políticas, ejercitando él su entendimiento y dando también al mío algún ejercicio.

Las ocupaciones de nuestra sociedad eran varias. Concurrir a los bailes era la principal, y no desdeñábamos los llamados de candil, en que solía armarse camorra, lo cual era uno de nuestros mayores recreos. También los cafés eran lugares a que asistíamos, particularmente al del Ángel, situado donde hoy está el del Espejo, y adornado por entonces con lujo que ahora sería llamado desaseo y pobreza. De aquel café salíamos con frecuencia a buscar riñas con la gente de los barrios bajos, y los solíamos encontrar, exponiéndonos a grandes peligros y mereciendo el mayor vituperio, así como procediendo con el atrevimiento y la superioridad que entonces daba vestir uniforme y llevar de continuo espada, lo cual podía hacer yo, usando a la sazón el traje de maestrante, al que iba agregado fuero militar en aquella época. Otras veces turbábamos e interrumpíamos los bailecillos de medio pelo, convirtiéndolos en confusión, donde empleábamos, si bien no de punta ni de tajo, de plano nuestras armas, y recibiendo golpes en pago de los que dábamos en nada noble ni justa pelea. Llegó a adquirir mala y merecida fama nuestra cuadrilla, siendo de admirar que no diese a nuestros feos hechos digno castigo, o el cuchillo de un manolo, o una providencia de las autoridades encargadas de mantener el orden público. Por nuestra fortuna, fue breve el período de este vivir licencioso y desatinado.

Al tiempo mismo que nos entregábamos a tal desorden, no dejábamos de frecuentar la sociedad fina y culta. Pero de ésta había entonces muy poco en Madrid. La corte vivía en los Reales Sitios, y en los últimos años del reinado de Carlos IV apenas fue a la capital de España. Así, al trasladarse del Escorial a Aranjuez en el invierno de 1806 a 1807, atravesó de prisa la Ronda, pasando el Manzanares por el puente de Segovia y volviendo a pasarlos por el de Toledo, formada la tropa en aquel trecho para hacer a la dignidad real los correspondientes honores, y en el invierno siguiente, ocurrido ya el proceso del Escorial, y llevado a los mayores extremos el público descontento, hizo el mismo viaje sin siquiera acercarse al Manzanares, yéndose por Valdemorillo. En los Reales Sitios apenas se consentía la estancia a los que allí acudían, siendo frecuente mandar salir de ellos a los pretendientes o a los ociosos. Los ministros residían al lado de las reales personas. Allí estaban también muchos Grandes de España empleados en el servicio de Palacio. La gente principal, cuya residencia era en Madrid, vivía en el mayor retiro. Toda concurrencia era origen de peligros, y, además daba sustos, recelos y desabrimiento a la corte, o porque la reina no gustaba en los demás de diversiones de que ella carecía, o por ser natural que estando juntas las gentes y siendo el Gobierno tan aborrecido, se comunicasen de unos a otros, sin poderlo remediar, las murmuraciones y las quejas. Por esto, sólo en algunas casas, y éstas, aunque de personas distinguidas, no de las de primera nota, se juntaba por las noches un número reducido de tertulianos.

Entre éstas recibía alguna gente la viuda del bizarro general de marina Winthuysen, de cuya gloriosa muerte, en 1797, en el combate del cabo de San Vicente, va hecha mención en estas MEMORIAS. Allí fui yo presentado, por ser casa a que concurrían mis amigos. Recibióme la señora con afabilidad y agasajo, como a hijo de la marina y a joven cuya familia conocía. Tenía una hija que estaba pisando los límites entre la niñez y la juventud, de persona graciosa, aunque no de verdadera belleza. A su lado asistía una señorita de algunos más años, en clase como de protegida, por ser, aunque decente, pobre; de suerte que, viviendo aparte, pasaba la mayor parte de su vida con su amiga. Esta segunda señorita, que vino a tener tanto y al cabo tan fatal influjo en mi suerte, era bien parecida, aunque tampoco regularmente bella; de blanca y sonrosada tez, de cuerpo gallardo, aunque no bien formado; de pie pequeñísimo, de cabello rubio, con la falta de tener encorvada la nariz, algo saliente la barba y hundida la boca; de grandes ojos azules, bellos, aunque algo saltones, con no poca gracia andaluza, aunque también con señorío en los modales; viva, alegre y con mañas de lo que suele llamarse coquetilla entre los muchachos. Al verla yo, me informé de quién era; y como me dijesen con jactancia que todos le habían dirigido obsequios y a todos había correspondido, aunque inocentemente: pues yo voy a enamorarla, exclamé; y al momento empécé a poner mi propósito por obra. La niña era despierta, y su madre, cuya conducta había sido depravada, deseaba buena suerte a su hija y a sí misma en su vejez, y yo, por desgracia, tenía fama de rico. Así, hubieron madre e hija de informarse de quién era el muchachuelo que se presentaba con pretensiones de granjearse el afecto de la joven; y entendiendo que yo era un buen partido, tomóse la resolución de recibir mis atenciones con benevolencia. Era la tal señorita bastante diestra en la música, aunque sólo la había aprendido asistiendo a las lecciones que tomaba su amiga, y por el mismo medio había salido aventajadísima en el baile. En la vez segunda que fui yo a la casa donde ella concurría y la vi, entablada ya entre nosotros, aunque pronto, cierta familiaridad, vino, chanceándose, a proponerme que bailase con ella, diciendo que invertía la costumbre de pedir contradanzas los caballeros a las señoras. Ya he dicho antes que conociendo ser torpísimo para el baile, aunque había tenido en más de una ocasión buenos maestros, los había dejado, viendo cuán poco aprovechaba sus lecciones. En esta ocasión tuve la debilidad de consentir en salir a bailar, haciéndolo por la vez primera y última en mi vida; circunstancia que más de una vez he recordado por ver en ella el primer eslabón de una cadena de desdichas. Portéme, como era de presumir, muy mal en el baile, tropezando en el paso y enredándome en las figuras, y hube de sentarme pronto, sin que por esto manifestase disgusto o risa mi diestra compañera. Al revés, desde aquella noche empecé a ser su obsequiante declarado. Con esto hube de ser algo más templado en mi mala vida, aunque no la abandoné, desde luego, del todo.




ArribaAbajoCapítulo X

Entrada en Madrid de los franceses.-Recepción de los madrileños a Fernando VII.-Descontento por la conducta de los franceses.-Viaje del rey.-Exacerbación de los ánimos.-Preliminares del levantamiento popular.


Contaban ya dos o tres meses mis amores, visitando al objeto de ellos en su propia casa con bastante frecuencia, cuando ocurrieron los grandes sucesos políticos, de la renuncia de Carlos IV, que algún efecto habían de tener en mi fortuna privada, como en la de casi todos los españoles. Atendía yo a ellos con doble solicitud, porque sentía empeño en el triunfo de ciertas doctrinas políticas, y porque esperaba adelantamientos personales. Por esto, con los afectos vivos de joven, tomé no leve parte de espectador conmovido. En esta calidad asistí a la entrada del ejército francés en Madrid, que se verificó en la tarde del 23 de marzo de 1808, presentando espectáculo singular verdaderamente. Hasta entonces, dondequiera que habían entrado aquellas tropas, habían sido recibidas con muestra de apasionado afecto, pues aún quienes las sospechaban de venir como enemigas del Gobierno las consideraban tales en calidad de aliadas del príncipe Fernando. En el día de su entrada en Madrid nada había desengañado de esta idea, y el general contento reinante, con ser subido y puro, declaraba no temerse peligros ni aun de parte de aquellos extranjeros. Vióselos, con todo, entrar con curiosidad y no con desabrimiento, pero con gusto tampoco. Admirábaselos; extrañábase en su infantería traer cubierta la cabeza con los llamados chacós, en vez de sombreros, la pequeñez de estatura de la mayor parte de los soldados, y cierta aparente falta de aliño en la formación y marcha; celebrábase en los cuerpos de caballería su diverso y lucido porte, y poníase la vista con atención y asombro en los mamelucos de la guardia imperial, con su traje de orientales, o, según la frase común, de moros, y con sus muchas armas, entre las que brillaba el corvo alfanje damasquino. En medio de esto no sonaba un viva o un murmullo de desaprobación, ni se advertía en los semblantes o ademanes indicio de placer o pena. Todo ello, sin embargo, denotaba mudanza, por haber cuando menos cesado la satisfacción causada por la venida de huéspedes tan notables. Bien podría decirse, siguiendo la atinada comparación o alegoría que poco antes he referido del artillero Sallajosa, que, libre ya España del catarro, cuando debía sentirse en cabal salud, se encontraba con un no sé qué interior, por donde se daba a temer la existencia de un mal más grave, sin que todavía hubiese certeza del daño oculto.

Muy otro espectáculo presentó la capital de España en el día siguiente. En él hizo su entrada en Madrid el rey nuevo. Venía Fernando a caballo con escasa comitiva, siguiéndole, formados, los guardias de corps y sin estar la tropa formada en la carrera, según es costumbre cuando hacen entradas o asisten a solemnidades públicas los reyes. Suplía lo que faltaba de pompa el público regocijo, llevado al punto más alto que puede imaginarse. En verdad, en las diferentes escenas que he visto yo de entusiasmo popular, ninguna, ni aun la entrada pública de los vencedores de Bailén, igualó a la de que voy hablando en este instante. Los vivas eran altos, repetidos y dados con animado gesto y ojos llorosos de placer; los pañuelos ondeaban en las calles y en los balcones, movidos por manos trémulas de gozo, pero sin que el temblor disminuyese la violencia del movimiento. Vi yo esta escena primero en el Prado, vila repetirse en las calles, y ni un momento disminuía el estruendo atronador del alegre vocerío, sin que un instante desmayase la pasión, según se manifestaba en los gestos y en las acciones. En medio de esto hubo de distraerse un tanto la atención a los franceses, porque ellos la llamaron a sí, con su conducta, o fuese por ceder a naturales ímpetus, o que quisiesen, por obedecer o complacer a sus superiores, ser notados. Lo cierto es que pasaban por entre las gozosas turbas con aspecto de desdén y falta de respeto. Díjose que algunos de ellos habían tropezado con el rey en un tránsito, sin dar a su persona las muestras de acatamiento debidas a la de los monarcas. De aquí tuvo origen el primer desabrimiento con los extranjeros. Fueron tan veloces las cosas, que dentro de breves días pasó el disgusto a ser odio, bien que justificando completamente el cambio las circunstancias.

Los primeros pasos de Fernando no aparecían guiados por el mejor tino, y, sin embargo, en esto no se reparaba. Estaba empeñada la corte en disuadir al pueblo que la amistad de NapoIeón con España no había tenido menoscabo, lo cual querían creer las gentes y no podían. Corrió de repente la voz de que ya estaba en España el emperador francés, y aun se le suponía cercano a Madrid, acreditándose el rumor de veras con verse adornados con colgaduras los balcones de la Casa de Correos, en la Puerta del Sol, adorno cuyo único objeto por fuerza había de ser la próxima entrada de algún personaje ilustre. También corrió la noticia de haber llegado y estar depositados en palacio un sombrero y unas botas del gran conquistador y monarca. Todo ello no desvanecía la pública confusión. Así, conviniéndose, todavía en que podía haber alianza y aún estrecho lazo entre el adorado rey de España y su poderoso vecino, había la contradicción de tratarse con desvío a los mirados antes como amigos y supuestos todavía tales. El príncipe Murat no acertaba a granjearse la buena voluntad de los españoles. Su traje raro y fantástico, por el cual se distinguía entre sus paisanos y compañeros; su persona, un tanto gallarda y agraciada; el lujo de que solía estar rodeado, con ayudantes galanes por su figura y por sus ricos adornos, y la ostentación que manifestaba en sus frecuentes revistas, todo ello parecía o cosa de teatro o jactancia acompañada de insulto.

Como para dar el Gobierno un golpe más a los buenos pensamientos y afectos del pueblo, dispuso una singular pompa, encaminada no a realzar las antiguas glorias, sino a hacer de ellas renuncia, acto a que podían obligar poderosas consideraciones, pero que debía llorarse y encubrirse, en vez de dársele aparato. Guardábase en la Armería Real la espada que entregó Francisco I al caer prisionero en la batalla de Pavía. A petición de los franceses, o por voluntad del rey y sus ministros, fue devuelto este trofeo no a los herederos del monarca francés, sino al intruso que, si bien a fuerza de clarísimos hechos, por voto general y con gloria y provecho de Francia, estaba ocupando su antiguo trono. Fue mirada, como debía serlo, aquella mala fiesta con muestras apenas reprimidas de dolor y enojo.

No por esto perdía el rey el favor popular de que gozaba. Y por cierto, bien digno le hacían de perderle muchas de sus providencias. Mandó suspender la venta de obras pías, en lo cual disgustó a la parte de hombres instruidos y reformadores que habían celebrado su advenimiento, si bien no al vulgo ni a quienes por gusto o interés tenían apego al sistema gubernativo y social de la España antigua. En otras cosas, en que obraban quienes le dirigían con extraordinaria falta de habilidad y concierto, daban más disgusto al público, siendo mejor comprendidos. Había acudido a la corte el canónigo don Juan Ezcóiquiz, antes preceptor del príncipe y su consejero en el loco y mal paso de implorar el patrocinio de Napoleón contra su padre, y empezaba a tomar parte en todo cuanto se hacía, siendo hombre vano, ligero, atento a su interés, mal poeta, poco mejor escribiendo en prosa, y peor político que autor, siendo así que en todo se creía a sí mismo eminente. Compensaba el ascendiente de este personaje haber nombrado el rey por ministros a uno o dos sujetos dueños de alta reputación y de mérito indudable, entre los cuales eran señalados don Gonzalo Ofarril, a quien fue encomendado el Despacho de la Guerra, y don José Miguel de Asanza, que tuvo el de Hacienda. Ya se acordarán los lectores las relaciones de este personaje con mi familia. Atendiendo a ellas, su elevación, tan bien vista por el público, fue un suceso felicísimo para mi persona, esperando yo de él, con plena confianza, que por su intervención se haría en mí a los méritos de mi padre la plena justicia negada por el Gobierno caído.

Casi seguro es que se habrían realizado mis esperanzas, a no habernos envuelto y dividido la terrible catástrofe por que hubo de pasar España de allí a poco. Presentéme yo a Azanza, quien me recibió con afectos aparentes de un pariente amoroso o de un tierno amigo, llenándosele de lágrimas los ojos al renovar la memoria de mi desgraciado padre. También a mi madre, que conmigo había venido, recibió con amistad cariñosa, prometiéndole para mí y mi familia recompensas del Gobierno en que iba a tener parte. No tuvieron consecuencias esta visita y estos ofrecimientos, pues cuando volvimos a ver al mismo ministro o a su familia, dado él ya al servicio de Napoleón, y empeñado yo con los míos en la parcialidad contraria, nos consideramos como enemigos entre quienes aun el recuerdo de amistad pasada sólo puede hacer el odio menos violento.

Pocos días pasó el rey Fernando en Madrid. A cada hora se iba haciendo más claro habérsele declarado contrario el emperador francés. Murat, no sólo afectaba no reconocerle por rey, sino que hacía alarde de estar en trato frecuente con los reyes padres. Don Carlos IV se sabía, aunque confusamente, que había dado por nula su renuncia. En esto llegó a Madrid el general Salavary, dueño en alto grado de la confianza de su señor. Súpose en seguida con general asombro que el rey iba a salir de la capital para recibir al emperador francés, ignorándose en qué punto habrían de verse. Poco antes había salido a visitar al emperador huésped, en nombre de su hermano, el infante don Carlos, no llamando mucho la atención su marcha. Más la habría excitado la del rey, a punto de ser probable que se hiciera alguna manifestación pública, aunque respetuosa, viva, para detenerle; pero pasó poco tiempo entre traslucirse que el monarca pensaba ponerse en camino y saberse que ya estaba de viaje, efectuándose en salida de la capital sin pompa alguna ni ruido. Acertó entonces a ser Semana Santa, y las festividades de la Iglesia fueron celebradas entre pena y miedo. Acuérdome de que el Jueves Santo por la tarde, estando yo en la iglesia de la Encarnación, donde concurría gran número de gente a oír cantar las Lamentaciones y el Miserere, por su entonces numerosa y escogida capilla de música, se difundió de repente un terror pánico entre cuantos llenaban el templo, corriendo la voz de que iba a haber una refriega entre los franceses y madrileños, con lo cual hubo de hacerse punto en los cánticos de la iglesia, cuyas puertas se cerraron a media tarde, contra la costumbre de tenerlas abiertas por la noche en tan solenme día. En todos los que siguieron reinó la misma inquietud. Nadie sabía de seguro, cuando el rey salió de Madrid, que llevaría su desatino hasta meterse en Francia; y, sin embargo, tanto adivinaba el instinto, que, previéndose sus futuros yerros o imprudencias, no obstante lo increíble de su enormidad, eran escasas las esperanzas de volver a verle pronto en su Real Palacio. Lo que se supo de haberse parado en Vitoria; de haber, después, resuelto salir de allí para el vecino reino, si bien las disposiciones de Napoleón más se le mostraban adversas que propicias, de que el pueblo de Vitoria intentó estorbarle su viaje, olvidando en el exceso de su amor y cuidado el respeto, a punto de cortar los tirantes con que estaban uncidas las mulas a su coche; de que el rey impuso severas penas a quien le detuviese, y de que al fin por su propia voluntad estaba precipitado en el abismo abierto delante de sus pies, fueron lances como los de una enfermedad mortal cuya terminación está prevista, y en que sólo excitan curiosidad dolorosa los incidentes que la han apresurado.

Pero si nadie pensaba en salvar al rey, por no juzgarlo posible, muy pocos tenían intención de sujetarse a quien le usurpase el trono, fuesen las que fuesen las desgracias anejas a una resistencia imprudente. Así, contar que el rey estaba en Francia; tenerse por cierto que de allí no saldría; ir llegando nuevas que daban por fundada esta opinión, y sonarse que estaba ya resuelto el traspaso del cetro español de las manos de la familia de Borbón a las de Bonaparte, si declaraban ser ya tardía e inútil una lid para mantener en el trono al rey, confirmaban en el propósito de venir a las manos con los franceses, no dudándose ya si habría de hacerse, sino meramente cuándo y cómo, ni podía diferirse mucho: tal era la rabia del pueblo, y tal la insolencia de los huéspedes, convertidos en dominadores.

El día 1 de mayo tenía Madrid un aspecto tétrico y amenazador sobre todo cuanto puede ponderarse, y sobre todo cuanto después se ha visto, aun en el discurso de nuestras bravas, furiosas y enconadas discordias. Estaba aquel día de guardia en el Principal, situado como ahora en la Puerta del Sol, tropa de los batallones de marina, de que había en Madrid alguna fuerza, y mandaba aquella guardia el oficial de la Real Armada don Manuel Esquivel, mi condiscípulo y amigo. Me encaminé a verle, tanto por visitarle cuanto por ser en aquel lugar donde mejor se advertía lo que pasaba. Encontréle acongojado, porque a cada minuto estaba esperando un rompimiento, y tenía su tropa sin cartuchos; tanto era el cuidado con que la Junta de Gobierno, compuesta de los ministros del rey, y que todavía en su nombre regía España, tiraba a evitar que a las provocaciones de los franceses respondiesen con actos de hostilidad los soldados españoles, o que en estos encontrase ayuda el pueblo si llegaba a romper un tumulto. Pero el alboroto temido estaba casi empezado. Rebosaba la Puerta del Sol de gente, pintándose en los rostros de todos los extremos de la pena y la ira, como esperando noticias de Francia, sin aguardar una buena, como contando los momentos que faltaban para dar desahogo y satisfacción a sus rabiosas pasiones.

Cada francés que pasaba recibía insultos y amenazas. En esto asomó el gran duque de Berg con su comitiva. Silbidos escandalosos, aullidos feroces, gestos de amenaza, dictados por un frenesí de cólera, saludaron a tan encumbrado personaje, el cual aparentó no entender o despreciar tan claras e insolentes demostraciones. Muy poco después viose venir el pobre y feo coche en que iba de paseo el infante don Antonio. Renovóse a esta vista el alboroto, siendo por otro estilo igualmente significativo. En aquel hombre tosco y limitado se veía representada la Familia Real de España y su sobrino, el monarca. Por eso le saludó la voz popular con extremos de amor delirante. Los altos y repetidos vivas del numeroso concurso eran dados como si desgarrasen los pechos de que salían. Al darse las aclamaciones, notábase que se daban con ojos encendidos y llorosos y rostros demudados, y volaron por el aire los sombreros arrojados con tal ímpetu, que dieron muchos con violencia contra el coche.

Aquella gritería y la anterior eran dos partes de una misma demostración de cruda guerra, destinada la primera a reto mortal al contrario, y la segunda de protesta a aquellos por quienes pensaba sacrificarse el pueblo, de estar no sólo dispuesto al sacrificio, sino ansioso de consumarle. Alma de hielo era preciso tener para no sentirse conmovido hasta lo sumo con tal escena. En mí hizo un efecto prodigioso, y por mi corazón juzgo de los ajenos; y lo que siguió acreditó no ser aventurado mi juicio. No pasó más, sin embargo, en aquella tarde, próxima ya a terminar cuando ocurrió el último alboroto. Cerró la noche, y vuelto yo a mi casa, fue la conversación de mi familia, como es probable que fuese la de otras, sobre el grande asunto que ocupaba todos los pensamientos. Veíase ya inminente una refriega y temiéndola, como era natural, nadie o pocos deseaban que se evitase.

Amaneció el día 2 de mayo, tan célebre en los anales de la nación española. Estaba yo vistiéndome para salir a la calle con la inquietud natural en aquellas horas, cuando entró azorada mi madre, y sólo me dijo estas palabras: Ya ha empezado. Vese, pues, que no se necesitaba designar el hecho que tenía principio, sino que se daba noticia de su llegada como de cosa conocida, y cuya tardanza daba golpe. Me asomé al balcón y noté correr las gentes. Al momento, vistiéndome de cualquier modo, me puse en la calle. Vivía yo en la calle del Barco, en la casa que tiene esquina a la de la Puebla Vieja, sitio no de los de mayor concurrencia, aunque tampoco de los más apartados del centro o de los lugares donde más ardió la pelea, en lo que hubo de verdadera pelea en aquel día. No bien salí, cuando vi algunas gentes de la plebe furiosa seguir a tres franceses, que, trabados del brazo, iban por el arroyo evitando las aceras, con paso firme y regular continente, si no sereno, digno, amenazándolos una muerte cruel y teniendo que sufrir ser blanco de atroces insultos.

Sin embargo, los que los seguían se contentaban con decirles injurias y prometerles acabar con ellos; pero no pasaban de las palabras a las obras, sintiendo repugnancia en acometer a aquella gente indefensa, circunstancia que faltó en algunos casos, pero que no fue tan rara cuanto se supone, pues si cayeron asesinados muchos del ejército invasor, al intentar trasladarse de sus casas a los cuarteles, no menos hubo que, sin recibir lesión, hicieron un tránsito tan peligroso. Los tres de quienes he hablado bajaron por la calle del Pez, y yo los vi a largo trecho seguidos y acosados, pero no tocados por sus perseguidores. Hasta hubo un hombre bien portado que tuvo valor para decir que no debía emplearse la furia española en hombres así desarmados y sueltos; siendo muy de notar que este consejo, sin ser atendido ni desestimado, no causase a quien le dio el mayor daño en aquella hora de efervescencia.

Oíanse, entre tanto, algunos tiros a lo lejos, pero no descargas. Íbanse juntando cuadrillas tan ridículamente armadas, que era locura en ellas pretender habérselas con soldados franceses. A una de ellas, capitaneada por un muchacho como artesano, que gritaba: ¡Muchachos, a reunirse, viva Fernando! me agregué yo, y echamos hacia la calle de Fuencarral. Pero unos insistían en que fuésemos a los cuarteles a juntarnos con la tropa y con ella pelear en orden, y otros querían que embistiésemos con los franceses, desde luego; esto es, que cayésemos sobre los que pasaban, como aquellos a quienes acababa yo de ver perseguidos poco antes. En suma, era la cuestión entre el ejército regular y las guerrillas. Pendiente la disputa, uno se volvió a mí, y me preguntó: ¿Qué hace usted? La mala traza de mis asociados me disgustó, y dije: No tengo armas, y voy a mi casa a buscarlas. En efecto, iba yo de paisano. Vaya usted, me dijo otro; pero de ellos, uno, parándome y notando mi complexión débil y mis apariencias de señorito y de tener menos que diecinueve años (que era mi edad), me dijo con desprecio: Usted no sirve para nada.

El cumplimiento, aunque tal vez merecido tratándose de la clase de obra que mis casuales compañeros me proponían, no me dio gusto, y sí la sospecha de que debía temerlos tanto cuanto a los franceses. Escurríme, pues, y estando cerca mi casa, me entré en ella, a donde, tomando mi sombrero con galón de plata y mi espada, volví a salir en traje que ahora sería raro, y no lo era entonces, cuando solía llevarse el sombrero de militar con el frac o la levita de paisano. Otra vez en la calle, tropecé con un oficial, a quien pregunté lo que había. Contestóme él con la pregunta del cuerpo a que yo pertenecía, creyendo por el galón de mi sombrero que era yo de las guardias de corps o de las españolas o valonas. Pero como le dijese que era maestrante, no más me dijo «que me volviese a casa», que los militares tenían orden de no moverse y de tirar a sosegar el tumulto; que éste había empezado hacia la plaza de Palacio, con motivo de ir a ponerse en camino para Bayona los infantes don Antonio y don Francisco de Paula; que el pueblo había caído sobre franceses dispersos, y dado muerte a algunos; pero que yendo juntándose los enemigos en grande y ordenada fuerza, ninguna había capaz de hacerles frente; que la rabia popular estaba en su más alto punto y era temible, y, en suma, que seguir yo por las calles no me llevaría a fin alguno bueno.

A pesar de mi entusiasmo, conocí lo juicioso de estas reflexiones, y puesto que las tropas no habían de entrar en la lid, determiné volverme a casa a esperar los sucesos, y si llegaba el momento de mezclarse en la refriega la gente decente y juiciosa. Entrado en casa, mi madre me prohibió que saliese mas; prohibición que habría yo quebrantado si hubiese visto que podía hacerlo para algún fin ventajoso. Pero sólo se veía en las calles paisanos furiosos, casi todos de las clases ínfimas, provocando, y uno u otro militar conteniendo. De los primeros, los hubo que mostraron ciego valor, abalanzándose a los franceses armados y juntos a buscar vencimiento y exterminio seguros; pero en casi ningún punto hubo verdadero combate, salvo en el Parque de Artillería. El 2 de mayo fue, pues, sublime por el valor temerario de algunos y por el propósito de declararse contra el formidable poder francés, casi general en todos, pero no fue un milagro; y eso habría sido si turbas de paisanaje, ninguna de ellas muy crecida, y con buenas armas, hubiesen intentado una lid con batallones, o siquiera con compañías del enemigo.

La pelea trabada en el Parque de Artillería fue de gran lustre para los que le defendieron. Las tropas tenían orden de no hostilizar a los franceses y de mantenerse encerradas, pero sin prevenírseles qué harían en el caso de venir a sus cuarteles los soldados extranjeros. Los franceses destacaron alguna fuerza a ocupar el lugar donde estaban los cañones que podrían ser empleados en su daño. Los artilleros y la poca tropa de Infantería que allí cerca estaba determinaron oponerse a la ocupación por fuerza extraña de puntos que guarnecían, sin que orden alguna autorizase a entregarlos. Hubo, pues, desde luego, hostilidades en que el superior número de los franceses les dio pronta victoria, con mucha honra de los vencidos. Murieron, como es sabido, con heroicidad, el capitán de Artillería don Luis Daoíz y el teniente del mismo cuerpo don Pedro Velarde, y cayó gravemente herido don J. Ruiz, oficial de Infantería del regimiento de granaderos del Estado. Varios soldados y paisanos tuvieron la misma fatal suerte.

Mientras esto pasaba, en lo demás de Madrid casi no había pelea, pero paz, tampoco. Algunas cortas cuadrillas, y aun hombres sueltos, insistían en matar franceses. Pero ya de estos no andaban muchos o pocos desperdigados por las calles. A los que formaban en compañías o piquetes ocupando algunos puestos, hubo hombres locamente arrojados que les hicieron fuego, pagándose casi siempre el atrevimiento con la pérdida de la vida.

Las gentes de clase superior estaban asomadas a los balcones en los puntos donde no había tiroteo, y desde allí viendo y oyendo procuraban enterarse de lo que pasaba. Los de nuestra calle hacíamos lo que en todas. Hubo ocasión en que creyendo empezada la lid y viendo pasar paisanos furibundos sin armas y pidiéndolas, acudí yo a juntar las pocas que había en casa y a echárselas desde el balcón, lo cual me estorbó hacer mi madre, no obstante su odio arrebatado a los franceses, y me estorbó con acierto, pues averiguado a alguno haber hecho lo que yo intenté, fue castigado con muerte pronta. Vivía enfrente de nuestra casa, por el lado de la calle del Barco, la señora condesa de Tilly, cuya madre habitaba en el cuarto segundo de la casa en que yo ocupaba el principal. Hablábase de balcón a balcón. En esto pasó por la calle, vestido de uniforme, don N. Morfi, oficial de los guardias reales de Infantería, y conocido nuestro de vista, por ser gaditano. Preguntándole qué había desde casa de la señora de Tilly, respondió vituperando el alboroto y tratándole de despreciable, así como aconsejando la tranquilidad, o por ser, como era, adicto a los franceses, o por creer oportuno aplacar el furor reinante y desvanecer ilusiones hijas de esperanzas locas. En efecto, poco antes o después, un pobre desharrapado había publicado a gritos que un gran cuerpo francés se había rendido todo, y la noticia de tal imposible, creída, había sido celebrada a palmadas desde todas las casas.

Así iban pasando las horas. La refriega en el Parque de Artillería, ocurrida bastante después de empezado el alboroto, había sonado con gran estruendo en nuestro barrio, del cual no distaba mucho el Parque, situado en la parte alta del de las Maravillas. Hasta había venido una bala de cañón, disparada no se acierta a qué objeto, a dar en la pared de la casa que forma la esquina de la calle del Barco con la plazuela de San Ildefonso, donde dejó una señal que duró por algún tiempo. Adelantaba ya la tarde; situóse una centinela junto a la pared de la iglesia últimamente citada, dominando desde aquel sitio la calle del Barco, que tanto ahonda hacia donde promedia. Esto dio origen a una escena graciosa, de las muy frecuentes en aquel día. Apostóse en la parte más baja de la misma calle del Barco, y cabalmente en el ángulo formado por nuestra casa, un intrépido manolo, resuelto, según parecía, a pelear, cuando ya pocos en Madrid seguían la desesperada contienda, y parapetándose con la esquina apuntaba al francés, el cual le correspondía con igual ademán, pero sin disparar uno u otro, aguardando cada cual a que lo hiciese antes su contrario; hasta que, pasado largo rato en bajar y subir el arma ambos enemigos, entre risas de los espectadores, retiróse el español y púsose a pasear el soldado extranjero, siendo de temer que el último cayese entre las víctimas sacrificadas en aquella tarde y la siguiente noche. Cesando ya el ruido del fuego y del vocerío del irritado pueblo, empezaron a aparecer patrullas en que iban mezclados soldados españoles con franceses, acompañándolas y guiándolas oficiales de ambas naciones, que en alta voz predicaban paz y sosiego, prometiendo olvido. Los guardias de corps patrullaban en compañía con los polacos de la guardia imperial, todos ellos de la nobleza, advirtiéndose en los rostros de los primeros el dolor y el disgusto, y en los de los segundos el enojo. También se sonó y publicó que el Gobierno español había solicitado e impetrado del príncipe generalísimo francés que no tuviese consecuencias el grave suceso ocurrido, pacto solemnemente hecho y escandalosamente quebrantado.

A las primeras horas de la tarde reinaba ya en Madrid una paz triste, aeompañada de terror y rabia. A poco más de las cuatro de la tarde salí yo con el sombrero de militar que me hacía ir más seguro. Encaminéme a casa de la señorita de quien he hecho mención, como objeto entonces de mi pasión amorosa, y residiendo ésta en un cuarto bajo de la calle del Pez, en su ventana me situé como tenía de costumbre. Veíamos pasar las patrullas por la calle casi solitaria. Pasado algún tiempo, advertimos una novedad, y fue que los que llevaban capa, que eran entonces casi todos, eran obligados a echársela doblada al hombro, para que debajo de ella no ocultasen armas. Así, había entre los vencidos españoles y los vencedores franceses miradas de indecible provocación, siendo las de los últimos de insolencia y enojo, y de más vengativo y reconcentrado rencor las de los primeros, como si aún en aquellas circunstancias desafiasen a sus dominadores. Íbase acercando la noche y nublándose el tiempo, amenazaba lluvia, habiendo sido serena la mañana. Por esta y otras razones me recogí a mi casa antes que anocheciese, acción imitada por casi todos, pues poquísimos fueron los que pisaron las peligrosas calles de la capital en aquella noche aciaga y terrible.

Apenas había yo entrado en mi casa y acabado de anochecer, cuando situándose en la esquina una patrulla toda de franceses, advertimos que detenía y registraba a todos los transeúntes, cuyo número era muy corto. Nada más supimos por entonces de las tragedias que estaban pasando. En el silencio, tinieblas y soledad, empezaron a oírse tiros y descargas, que no cesaron hasta el amanecer del nuevo día. Apenas se podía conjeturar de qué nacía aquel ruido. No oírse voces declaraba que no había pelea, lo cual tampoco era de suponer a tales horas y vista la situación en que la tarde anterior habían quedado las partes contrarias. Con la mañana vinieron las noticias que abultaban atrocidades demasiado graves. Los franceses, en la tarde y noche anterior, habían estado arcabuceando, o sin juzgarlos, o después de un juicio como de burlas ante el incompetente tribunal de una comisión militar, formado de ellos mismos, a los españoles a quienes habían hecho presos por suponerlos parte en el recién aplacado alboroto, que calificaba de rebelión su jurisprudencia de conquistadores. Había servido de prueba del delito de haber entrado en la lid la circunstancia de llevar armas, y como raro español de la clase baja deja de tener una navaja, cuando menos, para picar el tabaco, cuantos fueron cogidos y registrados en las calles resultaron convictos de traer armas ocultas y tratados como delincuentes. A muchos de ellos mataron los enemigos a tiros en el patio del hospital e iglesia del Buen Suceso, añadiendo el sacrilegio a la bárbara injusticia y crueldad; a otros, en mayor número, cupo en suerte regar con su sangre el Paseo del Prado. Continuaron en el 3 de mayo estos crueles suplicios. Llegaron por la mañana a noticia del público, que los ignoraba, como también otros lances lastimosos del día antecedente. Entre ellos merece especial mención el ocurrido en una casa de la Puerta del Sol, donde habitaba una familia unida con la mía por lazos de amistad antigua, y al lado de ella otra que le fue superior en la desgracia.

Cuéntase diversamente el origen del horroroso lance a que me refiero. Afirman algunos que desde las ventanas de la tal casa dispararon uno o más tiros a los franceses en el calor de la refriega, pues en aquel lugar la hubo, aunque breve, al paso que cuentan otros, y entre ellos los de la familia por mí citada, por la cual tuvimos la noticia, que no hubo por parte de quienes allí habitaban acto alguno de hostilidad, que habiendo caído herido en la calle un mameluco, fue recogido y entrado en aquel portal, y que otros de sus compañeros, viéndose allí, le creyeron asesinado por los mismos en cuya casa había tomado abrigo, y resolvieron vengarle sangrientamente. Fuese como fuese, aquella feroz soldadesca penetró en la casa donde, como en muchas de Madrid, había cuartos al uno y al otro lado. La familia nuestra amiga pudo ocultarse a tiempo en un rincón oscuro e incómodo donde salvó la vida, si no la hacienda, pues cuanto contenía la casa fue o robado o destrozado, buscándose a las personas para matarlas y causándoles dentro de su mal seguro escondrijo largas horas de agonía. Peor suerte fue la de la casa vecina, donde se quedó vivo uno solo de los que en ella moraban, haciéndose la misma obra de robo y destrucción con las cosas inanimadas. Todo el día estuvieron los asesinos dueños de la casa esperando a descubrir más víctimas en que ejecutar su furia. Abandonáronla entrada la noche, con cuyo silencio, y declarando la retirada de los invasores no sonar ruido de voces o pasos, probaron los escondidos a huir a lugar más seguro. Abandonando el en que estaban ocultos, se encontraron primero con su dinero y objetos de valor robados y con sus muebles hechos pedazos; después, aventurándose a abrir la puerta que daba a la escalera, con un cadáver allí tendido, destrozado por muchas heridas. Pusiéronse al cabo en salvamento, recogidos ya a otra parte con su botín y su venganza los autores de aquella tragedia. Divulgada ésta por Madrid, causó horror, a la par con los asesinatos del Prado. En la ínfima plebe, con ser extremado el odio a todos los franceses, fue muy singular el que se cobró a los mamelucos, a quienes no recomendaba llevar el traje de mahometanos.

Pero, si cabe, causaron más indignación los franceses con sus palabras escritas y con el alarde que hicieron de su severidad, que con sus mismas crueldades reales y verdaderas. Trataban ellos de infundir terror para asegurarse la sumisión de los vencidos; y si en parte lograban su intento, era en parte, y no más, y a vueltas con esto, despertaban ardiente sed de venganza que, reprimida, crecía, y empezada a satisfacer, necesitaba mucho para saciarse. Súpose que las repetidas descargas hechas en la noche del 2 al 3 de mayo, no sólo eran para quitar vidas, sino también para anunciar que se estaban quitando, infundiendo con ello terror a la población silenciosa. Además, un edicto o proclama del príncipe Murat, fijado en las esquinas el día 3, con aprobar los bárbaros rigores ejecutados y amenazar con su continuación, añadió al deseo de vengarse excitado por la crueldad el que causa haber recibido un insulto. Eran las disposiciones de tal edicto por demás severas y terribles, y con todo eso, infundieron menos terror y horror que ira causó el preámbulo del mismo documento, donde se calificaba el alzamiento de los madrileños de rebelión, como si debiesen fidelidad a sus huéspedes, y a los levantados, de asesinos, como si no se las hubiesen habido a pecho descubierto y a la luz del día contra adversarios poderosos, añadiéndose a esto anunciar que la sangre francesa vertida clamaba venganza, lo cual convidaba a buscarla por la de los españoles, derramada con muy superior injusticia. Quien conserve memoria de los sucesos de aquellos días ha de acordarse del estremecimiento de coraje con que era general leer aquel malhadado escrito.



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