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ArribaAbajoCapítulo XXI

Relaciones con el ministro Labrador.-Venida a Cádiz de WeIlington, y obsequios que se le hacen.-Facultades que le conceden las Cortes, y artículo que el autor publica contra este determinación.-Providencias contra él adoptadas.-Labrador le defiende y conserva en su destino.-El artículo es absuelto judicialmente.-Abolición del Santo Oficio. Conflicto a que da lugar.-Las Cortes eligen nuevos Regentes.


Con la muerte de mi malaventurado periódico me di al descanso. Corrió algunos meses mi vida sin novedad. Sólo un disgusto tenía en mi destino, y era que el nuevo ministro, Labrador, se complacía en humillarme, portándose como superior grosero. Si entraba donde estaban los oficiales, no me hablaba. Convidaba a estos a comer, alternando, y a mí nunca extendió su convite. Parecía que me miraba como a un lacayo, si es que hasta a un lacayo, en su clase, no se debe tratar con buenos modos. Si me miraba en la secretaría como intruso, lo que debía hacer era despedirme. En cualquier caso debía saber que yo era un caballero, y que, por ser mi empleo el último en la escala, no estaba fuera de la categoría social que a todos los de una misma escala comprende. Sabía que era yo sobrino de uno de los regentes; pero él, entre sus faltas, carecía de la de adular, no consintiéndole que la tuviese su vanidad y orgullo fuera de toda medida, y aun de lo creíble. En medio de esto, me trató el mismo singular personaje, en una ocasión, con extremos de favor, pues poniéndose de mi parte en caso en que yo había cometido una falta, me salvó de una desgracia merecida. Razón será hablar de este acaecimiento, en que yo figuré algo más de lo que prometía mi situación; pero antes no vendría mal decir dos palabras, aun cuando parezcan dichas en mi elogio propio, de una cosa que tuvo grande influjo para salvarme del peligro en que me metí por mi imprudencia, y aun puede afirmarse por mi pecado, juzgándome sin severidad demasiada.

Desde muchos años atrás, codiciaban los angloamericanos nuestras Floridas, y más particularmente, y desde luego, querían hacerse con la occidental, que pretendían ser casi toda ella parte de la Luisiana, que la Francia les había cedido. Al empezar en 1810 en toda la América española a mostrarse conatos de declararse sus vastas provincias Estados independientes, también hacia la Florida occidental se mostraron síntomas de rebelión a la madre patria. Pero allí veíase con evidencia ser los extranjeros vecinos los que fomentaban disturbios y alborotos, a que apenas se manifestaba propenso a arrojarse el corto número de los naturales o residentes en aquellos puntos. Así, repetidas expediciones formadas en el territorio de los Estados Unidos, sin el menor respeto a la neutralidad, venían a caer sobre lugares pertenecientes a España. La isla Amelia, cercana a la Mobila, fue ocupada por una cuadrilla de aventureros de esta clase. En tanto, a unas tentativas seguían otras iguales. Coincidía en 1812 haber roto la guerra entre la República de los Estados Unidos y la Gran Bretaña, íntima aliada de España. Esto avivó más el deseo de hostilizarnos en los angloamericanos, cuyo Gobierno jamás había reconocido al nuestro, creado durante la guerra, aunque tampoco reconocía por rey de España al que se titulaba José I.

Grave negocio era éste, y hubo de llamar a sí la atención del Gobierno, o dígasela del ministro de Estado. Para resolver de cualquier modo la conducta que podría o debería seguirse, era menester presentar, formados en cuerpo y bien ordenados, los sucesos que hubieran traído las cosas al punto en que estaban en aquellos lugares, o lo que se dice en lenguaje de secretaría, hacer un extracto. Tocóme tal trabajo, y hube de desempeñarle, en juicio de mis superiores, con mucho acierto, siendo él dificultoso, por haber necesidad de hacer uso de varios papeles y de reducir a poco su contenido, presentando una narración clara y concisa, donde lo principal que había ocurrido y la situación en que se estaba apareciesen bien presentados. No nombraría tan cortos méritos como los contraídos por mí en esta ocasión, a no ser por razones que he dado poco antes.

Había yo concluido o estaba concluyendo este trabajo mío, cuando el general lord WeIlington vino a Cádiz. Un revés padecido en la ciudad de Burgos, siendo rechazadas sus tropas al querer ganar un castillo de no mucha fuerza, le había obligado a hacerse atrás en la carrera que seguía después de su victoria, y, cargando sobre él gran golpe de fuerzas francesas por diferentes lados, se había visto compelido a recogerse en Portugal, dejando de nuevo caer en poder de los franceses la capital de España. Pero estas desdichas no habían anublado su gloria ni puesto la causa de la independencia en nuevo grave peligro, porque Napoleón se veía muy apurado en Rusia, donde, internándose demasiado, sus mismas victorias, que esta vez eran costosas y poco decisivas, le aprovechaban poco, y aun haber entrado en Moscú, capital antigua del imperio moscovita, más que otra cosa le fue fatal, habiendo incendiado la población los mismos rusos, dejándole sin recursos en clima duro, entrado el invierno, a enorme distancia del territorio francés y aun del de sus aliados, con Prusia a su espalda, potencia más ofendida, si cabe, por tener que ser su aliada que por la opresión larga y dura que de su prepotencia había padecido; todo lo cual, con estar libre de enemigos la región meridional de España, retrocediendo tanto la oleada de invasión que amenazó vencer la resistencia que aún se hacía, llenaba de fundada confianza a los defensores de la independencia española. Fue recibido el ilustre capitán en Cádiz con festejos. Su hermano, el embajador inglés, que le hospedó, dio un lucido baile en su obsequio. Los Grandes de España, en cuyo número acababa de entrar el general, no obstante hallarse en apuros por haber los sucesos de la guerra diminuido sus rentas hasta lo sumo, determinaron manifestarle su aprecio con una fiesta del mayor brillo. Diose ésta en la casa del hospicio de Cádiz, y aunque fue dirigida por personas de la mayor inteligencia en disponer festines, y aunque en ella se gastó lo suficiente a hacer el acto uno de superior magnificencia, no correspondió por título alguno a lo que se esperaba, habiendo exceso en el número de convidados, causándose confusión hasta en la entrada; y tal, que hubo quienes pasaron más de una hora en lo alto de la escalera, no siendo menor el bullicio en la sala de baile, donde el duque del Infantado tuvo la singular ocurrencia de mandar entrar soldados con armas para que abriesen lugar a las contradanzas, disposición que se revocó al momento; y faltando en la cena lo necesario a los hombres, después de haber habido la rareza de que cenasen las señoras solas, a puerta cerrada, y con el lord entre ellas, a modo de gallo en corral, si ya no de sultán entre sus mujeres. Pizarro, que estaba conmigo, estuvo aquella noche, más que solía, acre y gracioso; pero nacían su malignidad y su chiste de la aversión con que entonces miraba al Gobierno de la Regencia, y aun al lord mismo, aversión de que yo participaba. Por aquí se enlaza la relación del baile con más graves sucesos.

El general inglés había sido objeto de los justos obsequios del Gobierno y de las Cortes. Éstas le habían dado entrada por una vez en el salón de sus sesiones, y asiento entre los diputados; honra, aunque grande, no excesiva atendiendo a sus servicios. Felicitóle en esta ocasión el presidente del Congreso en términos de ridícula hipérbole, y él respondió con la desaliñada sencillez con que solía producirse. Con la Regencia hubo de tratar más, y pidió, para proseguir con más aciertó y esperanza de feliz suceso las operaciones de la guerra, ciertos aumentos a sus facultades, que se las darían no sólo militares, sino aun civiles, en las provincias teatro de sus futuras campañas. Fue concedida tal petición, interviniendo en ello las Cortes. Esto pareció a muchos, y a mí entre ellos, gran mengua del decoro español, y más todavía un modo de asegurar al Gobierno británico una prepotencia funesta en todos los negocios de España. Tal idea era un notorio desatino. Yo la temía sinceramente y tomaba la cosa con apasionado empeño. Pizarro, o ya obrasen en su ánimo preocupaciones, o ya quisiese romper de cualquier modo con la Regencia, hizo renuncia del cargo de ministro de la Gobernación que desempeñaba, y que sólo sirvió poco más de cinco meses. Su dimisión hizo poco efecto, porque lord Wellington y el Gobierno británico eran los ídolos de los serviles, que no sin interesado motivo les daban culto, sabiendo ser bien acepto, y los liberales tampoco desaprobaban lo hecho con el lord, por ser cosa aprobada por las Cortes y conducente a la más pronta y feliz terminación de la guerra; pero en un reducido gremio de personas dominaban nuestras opiniones, contrarias a la influencia de la Gran Bretaña, a cuyo Gobierno, por otra parte, veíamos inclinado a proteger, de los dos bandos políticos contendientes en nuestra patria, el opuesto a las reformas. Se publicaba por aquellos días en Cádiz un periódico de ideas extremadas, cuyo título era El Tribuno, y teníamos mis amigos y yo relaciones con quienes en él escribían o influían.

En él di yo a luz un artículo en forma de carta dirigida a su editor, donde, sin poner mi firma al pie, pero no disimulando el estilo, así como en conversaciones particulares no negaba ser la obra mía, vituperaba amargamente la providencia favorable al general inglés, pintándola como acto de baja y fatal condescendencia de parte de nuestro Gobierno. Sin reparar que yo era empleado, ni que uno de los regentes era mi tío carnal, me desataba en invectivas contra la Regencia, no menos crueles por no ser expresadas en términos groseros, sino con desabrida sequedad y mal embozada perfidia. Así, hablando de los Gobiernos anteriores y del Consejo de Regencia que había precedido inmediatamente a la que a la sazón gobernaba, al hacer como una narración de su conducta en su política relativamente a los ingleses, añadía: sucedióle la actual Regencia, cuya parcialidad por los intereses británicos es bien conocida8. Cargo atroz y no menos que de traición, pues hecho a un Gobierno, lo era de sacrificar el interés de la patria al ajeno; y cargo cuya malignidad conocía yo, queriendo darle toda cuanta fuerza admite, porque en mi ceguedad le creía justo. Hizo ruido este papel, con el cual, más que otros, se alborotó la Regencia tan ferozmente insultada.

Pensóse en dar dos providencias en este negocio: una judicial, que se llevó a efecto denunciándose por el Gobierno el artículo a la Junta Provincial de censura, a la cual tocaba calificar los impresos acusados de cometer delitos, y otra gubernativa, que consistía en privarme de mi empleo. Accedió a esta última mi tío, o no respetando la relación de cercano parentesco, por mí antes no respetado, o no queriendo que influyesen en sus actos como hombre público afectos de familia, hasta llevarle a disimular una culpa grave y evidente. Pero encontró yo en este peligro un defensor donde menos podía prometérmele, siéndolo el ministro Labrador, el cual, como a él correspondiese dar la orden para separarme de mi destino, representó a la Regencia que mi acción, si bien vituperable y mala, era hija de las hervorosas pasiones de la juventud, y no de una intención perversa, y que algo debía disimularse a un empleado de pocos años y no bien enterado de su obligación en punto a la dependencia en que debía estar del Gobierno, aun siéndole contrario en opiniones; acompañando estas reflexiones con elogios de mi capacidad, fundados particularmente en el trabajo que acababa de hacer en la secretaría, a que poco antes me he referido. Desistieron, pues, los regentes del empeño de castigarme por la vía gubernativa con privación de mi empleo, y esperaron a que diese el fallo sobre mi denunciado artículo la Junta de censura, pues, si condenaba el escrito, mi castigo por la vía judicial era inevitable. Pero el artículo fue absuelto. Contra la costumbre hasta allí seguida, estando dudosa la ley vigente y dictando las máximas de jurisprudencia más ilustradas no volver a poner en juicio a quien ya lo ha estado una vez, apeló la Regencia del fallo de la Junta provincial de censura al de la suprema; pero como en esto hubiese dilaciones, perdió el asunto en importancia, aun a los ojos del ofendido Gobierno, el cual tuvo que atender a su defensa, olvidando la venganza, al verse acometido por más formidable contrario que un artículo de periódico, y éste no de primera nota.

Habían por aquel tiempo abolido las Cortes el Tribunal de la Inquisición, después de un debate ilustrado y prolijo. La Regencia miró este paso con poco gusto, si ha de juzgarse por las apariencias. Noasí el público gaditano, con rarísimas excepciones. El gobernador y jefe político de Cádiz, don Cayetano Valdés, el valeroso marino, amigo antiguo de mi padre, pasó al frente del Ayuntamiento de la ciudad, a felicitar al Congreso por la abolición del Santo Oficio, y desempeñó su comisión entre altos aplausos de diputados y espectadores, así como en las calles por la numerosa concurrencia que acudió a presenciar aquel acto. Pero no satisfechas, o tal vez demasiado satisfechas las Cortes con su triunfo, quisieron llevarle adelante, dando un paso inútil a todo juicioso propósito, que fue el de justificarse a los ojos de los parciales de la Inquisición, tirando, cuando no a convencerlos, a confundirlos con sus argumentos. Para colmo de desatino, y con la ridícula, aunque bastante común tema de la autoridad civil, cuando pretende de la eclesiástica que confiese o abone máximas repugnantes a su persuasión, o tal vez a su interés, se trabajó en el Congreso un escrito no poco pedante, lleno de máximas controvertibles, o cuando menos controvertidas entre los canonistas de opuestas opiniones, y se dispuso que esta obrilla fuese leída por los párrocos en la misa mayor a sus feligreses, añadiendo a la lectura algún discurso.

De la ejecución de este decreto, como de la de todos, quedó encargada la Regencia. De aquí había de nacer una ocasión en que rompiese la enemistad que entre uno y otro cuerpo existía, llevada en aquella hora al último extremo. Empezó a susurrarse que los regentes trataban de sostenerse contra las Cortes, no estimando su autoridad menos legítima que la del Congreso. Añadíase que el duque del Infantado contaba para cualquiera empresa con el regimiento de reales guardias españolas, de que por algún tiempo había sido coronel, parte del cual estaba de guarnición en Cádiz. Pasaba también por cierto que mi tío Villavicencio, con su natural violento y firme, procuraba alentar al desmayado duque su colega. Todo se volvían conjeturas, fundadas en rumores más o menos ciertos, siendo lo seguro que un rompimiento era inevitable y no podía diferirse. Así estaban las cosas en el día 7 de marzo de 1813, en el cual se supo que don Cayetano Valdés había sido privado del Gobierno militar y político de Cádiz, sucediéndole don José María Alós, reputado de las ideas antirreformadoras, en aquellos momentos sustentadas por la Regencia. El día en que habló, era el primer domingo de Cuaresma, que solía festejarse en Cádiz, como se hace ahora en Madrid, renovando en su noche las diversiones del Carnaval, con bailes de máscaras en que se rompía por un hombre con los ojos vendados y armado de un palo una olla rellena de dulces, a que se da el nombre italiano de piñata, nombre asimismo común a la fiesta, y aun al domingo en que se celebra. Merece particular mención este incidente, porque en aquella noche casi todos los diputados a Cortes, los regentes, los ministros y la mayoría de las personas residentes en Cádiz, asistieron a un baile y cena de no común esplendidez, que dio el comisario del ejército británico O'Meara, hombre que, habiendo adquirido alguna riqueza, la gastaba con profusión en su regalo y en hacer ostentación de su lujo.

Fue la fiesta de gran lucimiento y recreo, y se alargó, como suelen las de su clase, hasta entrar la mañana del siguiente día, apareciendo los concurrentes, aun en medio de los graves sucesos y cuidados que ocupaban los ánimos de la mayor parte de ellos, del todo y únicamente entregados a disfrutar de la diversión que se les proporcionaba. Concluida la fiesta, muchos nos recogimos a dormir a nuestras casas; pero no así otros, a quienes grandes atenciones no consentían descansar en aquellas horas. Al despertar yo algo tarde en la mañana del lunes, supe haber empezado y estar pendientes en las Cortes un debate acaloradísimo, del cual había de resultar la caída de los regentes o quedar vencido el cuerpo legislador y soberano, primero de su clase en España, y durante más de dos años omnipotente. Me vestí yo de prisa y me arrojé a la calle, donde encontré a las gentes alborotadas e inquietas. La contienda comenzada se había empeñado del modo siguiente. Comunicada por las Cortes a la Regencia la resolución para que se leyese en las parroquias y durante la misa el manifiesto relativo a la supresión de Santo Oficio, expidió el Gobierno las órdenes competentes para el cumplimiento de lo dispuesto por el Congreso, cuya ejecución le correspondía; pero en éstas sus disposiciones procedió como quien manda cosas que desaprueba y aun desearía ver desobedecidas. Resistiéronse los párrocos a leer el documento que se les enviaba, y representaron para excusarse de la obediencia, no expresando que aprobaban o desaprobaban el manifiesto, sino resistiéndose a cumplir el mandamiento de leer una obra profana entre los oficios divinos.

La Regencia, no obstante serle grato el proceder de los curas, no se atrevió a favorecerlos a las claras en su resistencia a las Cortes; pero usó con ellos de contemplaciones equivalentes en su índole y en sus efectos a una aprobación de la desobediencia manifestada. Con éste y otros hechos tenía trazas de llamar al Congreso a una lid, si bien se veía que al provocarla hermanaba no poca timidez con su atrevimiento. Pasada a las Cortes por la Regencia la representación de los párrocos, sin expresar si la apoyaba o no, pero con la seguridad de no declararse resuelta a llevar a ejecución lo determinado por el Congreso, como debía, hubo de dar motivo a una agresión en respuesta a la suya, y en que su contrario entraba con ventaja, por tener, sobre otras, la de acometer más clara y directamente.

Así Argüelles, a quien tocó hacer el principal papel en aquella sesión, después de un largo y violento discurso, propuso la destitución de la Regencia y sustituirla con otra nueva, compuesta de los tres consejeros de Estado más antiguos en el mismo cuerpo de este nombre, creado por la Constitución, y de dos diputados a Cortes. En esto último encontró oposición, y tan fuerte, que no pudo salir con su empeño, tal vez por recelar algunos de sus colegas envidiosos que él aspiraba a ser uno de los regentes. Pero en lo relativo a la mudanza de la Regencia encontró poca oposición, y ésta no formidable, no siendo dudoso que habría de ser suya la victoria.

Con todo esto, alargóse algo el debate. Mientras estaba pendiente, como en las Cortes era notorio que la Regencia habría de salir vencida, la expectación pública atendía a si había o no apariencias de ir a empeñar la lid en otro terreno. Yo, que nunca concurría mucho al Congreso, pasé en este día pocos minutos allí, porque a mi llegada había concluido su discurso Argüelles, y estaba hablando contra él el cura de Algeciras, diputado, cuya pronunciación ceceosa y gutural, aun entre andaluces, daba que reír, y cuya extravagancia en modos, gestos, pensamiento y frase, era recibida con carcajadas, que, en el instante a que ahora me refiero, sonaban ruidosas e irreverentes cuando el orador, terciado el manteo, llevándose las manos a la cabeza o manoteando descompasadamente, decía defendiendo a los párrocos, más que a la Regencia: Zeñó, zi no izen que no quieren, zino que no pueen. Salíme, pues, a la calle, donde era aquel día el espectáculo más entretenido.

Aunque los liberales, arrebatados, estaban furiosos, y algunos de ellos llenos de aliento, otros tenían miedo de veras, y no poco. A quien más se temía era a mi tío, cuya cara adusta hacía parecer su condición más violenta que lo que era real y verdaderamente. Acuérdome que, estando yo en un corrillo con mi amigo Jonama, llegó un conocido, lleno al parecer de ansia y congoja, a preguntarnos si habíamos pasado cerca de los cuarteles y notado o sabido si estaba formada la tropa, a lo que respondió mi amigo: «Lo que sé de cierto es que ya éstá formada la comunidad del Carmen», aludiendo con esto el notorio ascendiente ejercido por un religioso carmelita sobre Mosquera, uno de los regentes, personaje algo ridículo por su pedantería y hasta por su corpulencia; ascendiente del cual habían hablado los periódicos, burlándose de él con exceso.

Lo cierto era que adelantaba la tarde y que la Regencia, según se veía, iba a caer después de haberse manifestado mal preparada a una lid a que había provocado, no sin arrogancia, a su adversario, dando muestras en su vencimiento de falta de dignidad y haber sido imprudente más que valerosa. Empezó entonces a correr por cierto que el duque del Infantado, dispuesto primero a resistir, había dicho a mi tío, firme en el mismo propósito, que él no quería comprometer un lance, pues al cabo, si perdía ser de la Regencia, duque del Infantado se quedaría siendo.

No me fue posible entonces, ni me ha sido después, averiguar si hubo esta conversación según va referido, o cosa que se le pareciese. La verdad es que la Regencia esperó tranquila su suerte de lo que resolviese el Congreso. Éste, casi al ir cerrando la noche, aprobó una parte de la proposición de Argüelles, nombrando la Regencia sólo de tres, y ninguno de ellos diputado; de suerte que quedaron elegidos, en calidad de consejeros de Estpdo más antiguos, el cardenal de Borbón y los señores Císcar y Agar; estos dos últimos corregentes con el general Blake catorce meses antes, y que venían a suceder en su cargo a aquellos por quienes habían sido sucedidos.

Pasaron al Congreso los nuevos regentes, prestaron allí el juramento que para ejercer su alto cargo debían prestar, y salieron ya muy de noche hacia el edificio que servía de palacio a sus antecesores depuestos, que los estaban esperando. Acompañábalos una comisión de las Cortes para la formalidad de darles posesión de su destino, y los seguía un tropel poco numeroso de gente de todas clases, en que estaban en mayor número los de la media y decente, llevando hachas de viento los más humildes, y poblando todos el aire de vivas a la Regencia nueva. En calidad de curiosos, y no más, y callados, pero satisfechos, seguíamos a la turba a alguna distancia Pizarro, Jonama y yo, siendo en mí fea esta acción, porque asistía con gusto a ver caer, y en cierto modo insultar, al hermano de mi madre.

Como parecía extraño ver tanta alegría por el encumbramiento de dos regentes a quienes poco más de un año antes había declarado la voz pública personas, si bien muy dignas, no las más aptas para su destino, razón por la cual se les había nombrado sucesores, había quien procurara encontrar justificación a una contradicción tan evidente. Mi amigo Pizarro, con graciosa, pero injusta malignidad, tuvo la ocurrencia de decir que aquellos vivas eran como el Tedéum que suele cantarse después de pasada una epidemia, el cual es una celebración no porque sobrevenga un bien, sino porque ha cesado un mal.

Con más motivo podía explicarse de otro modo el gozo de quienes sentían y mostraban el suyo apasionada y estrepitosamente. Lo que aquellas gentes celebraban era la victoria del Congreso y de su bandería política, victoria que así era de las doctrinas como del interés del partido y de quienes lo formaban. Aplaudían en los regentes, vueltos a serlo, la seguridad de que serían dóciles ejecutores de cuanto resolviesen las Cortes, esto es, los que en ellas dominaban. Verdad era que Císcar y Agar eran hombres dignísimos, y el primero de singular honradez y entereza, en lo cual sólo podía decirse algo inferior el segundo, dotado de las mismas calidades, pero no en grado tan alto; ambos instruidísimos en las matemáticas, y Císcar también en las letras humanas; ambos de corto alcance y no mucha profundidad en sus ideas políticas, no permitiéndoles sus ocupaciones extenderse a ahondar más, pero uno y otro traídos, tanto cuanto por sus inclinaciones y convencimiento, por las circunstancias de su anterior y renovada elevación, a representar el papel que les había señalado la serie de los sucesos.




ArribaAbajoCapítulo XXII

Da el autor cuenta de ciertas particularidades de su vida privada, y expresa las razones que a ello le mueven.-Pasa a Medina Sidonia a restablecer su salud.-Estancia en el campo.-Epístola a Martínez de la Rosa.-Trato y descripción de los parientes del autor establecidos en Medina Sidonia.-Pasión amorosa.-Vuelta a Cádiz.


La caída de mi tío en nada varió, por lo pronto, mi suerte. Continuó Labrador siendo ministro, siendo de extrañar que se conservase en su puesto, cuando no sin razón pasaba por allegado a la parcialidad entonces caída. Siguió tratándome con ofensivo despego, pero sin pensar en echarme de la Secretaría. Así, tenía yo, por un lado, que agradecer un favor, y, por otro, que resentirme de una ofensa constante e insufrible y por mí no provocada. Por este tiempo, sintiéndome yo algo quebrantado en mi salud, por padecer del estómago, pedí y conseguí licencia para pasar un mes en el campo, determinando irme a Medina Sidonia, lugar donde había nacido mi madre y donde residía su parentela, en la cual tenía yo algunas personas muy queridas. Enlazóse este viaje con el principio de mis disidencias privadas, de las cuales algo, y aún mucho, me será forzoso decir. Estoy escribiendo mis MEMORIAS, y no la historia de mis tiempos; trato de pintarme a mí a la par que a otros hombres, y de hablar de mis sucesos propios, a la par que de otras cosas. En mi persona, como en muchas, y más que en casi todas, el hombre político ha salido en gran manera del hombre privado. Mirando, por otro lado, las cosas, tiene mi vida lances crueles. No los hay en la más singular novela. No puedo, sin embargo, contarlos todos específicamente; y con quitarles algo los despojaré de gran parte de lo que tienen de entretenidos y dramáticos. Tal vez así me haré blanco, y, lo que es más, blanco justo de opuestas reconvenciones, habiendo quien me culpe de pesado y necio por hablar al público de insulsas anécdotas personales, y quien me vitupere de traspasar en mis revelaciones las leyes del decoro en lo relativo a mi familia y hasta a mi propia persona.

Vivía yo con mi mujer en buena paz, corriendo los años de 1811 y 1812. Con la entrada en mi casa de su madre, había cesado el motivo que podía tenernos en desavenencia. Mi conducta, como puedo protestarlo, era de lo mejor que cabe en un marido joven. Ningunos amores míos podía citar que le hubiesen causado escándalo o pena. Ningún gasto con extraños había redundado en menoscabo, aún leve, de mi familia. Amaba tiernamente a mi hijo. Lo único que su malignidad después me culpó, fue concurrir demasiado a una casa donde había señoras, si de clase muy decente, de nada ejemplar conducta. Pero en esta casa, como ella sabía, estaban todas (según es la frase común) ocupadas, y mi asistencia allí, como la de otros muchos tan inocente como la mía, era por haber en la misma casa una constante y entretenida tertulia, en su mayor parte de hombres, que, como en un café, hablaban, bebían, jugaban o veían jugar un tresillo a tanto bajo; en suma, disfrutábase de una franqueza excesiva. Era aquello a modo de lo que hoy son los casinos o círculos, con la diferencia de haber señoras y de no pagarse por los socios. Si atraía, como atraen tales concurrencias, no me distraía del cumplimiento de obligaciones. Fuera de esto, las disculpas que alego son respuestas a acusaciones hechas después, para sincerarme de justos cargos, achacando con falsedad otros algo parecidos. En los días de que hablo comencé a notar en mi mujer ciertas ligerezas, que tuve por mudos indicios de desarreglos futuros y aun presentes. Fui disimulando, conllevando, a la par averiguando; y si nada grave descubrí contra mi honor, algo vi que, desde luego, no era conforme a las rígidas reglas del decoro, ni podía, siendo consentido, dejar de parar en actos menos tolerables. Así, próximo a salir para mi propuesto viaje a Medina, hube de tener un disgusto doméstico de los más graves. Desaprobé en mi mujer la idea de ir a ciertas diversiones algo alegres, adonde no sólo no iba, sino que ni siquiera era convidado su marido, y donde la llevaba su madre, cuya conducta me era, con harta razón, sospechosa. A mi insinuación, más con trazas de consejo que de precepto, se dio una respuesta desabrida y grosera, insistiendo en el derecho de hacer lo que le agradase. Le negué yo, y ella, entonces, desatóse en las más violentas invectivas contra mi madre, inocentísima en aquel suceso. Oíales esta señora, modelo de prudencia, y callaba. Pero el plan de la que voceaba era producir un rompimiento por donde hubiésemos de separar casa mi madre y yo, y para esto doblaba y aumentaba sus insultos y calumnias. Llegó a lo sumo mi enojo, y en mi deseo de poner corto a aquel desafuero, haciendo callar a quien así se excedía, procuré suavemente ponerlo la mano en los labios. Entonces, alzando ella la voz, me acusó de poner las manos en una mujer. Tal acusación me dejó parado de asombro e ira. Cuadraba tan mal con mi educación y con los ejemplos que había visto en mi vida la idea de un caballero pegando a su mujer, que ser acusado calumniosamente de hacerlo me hirió como podía haberlo hecho un rayo. Entonces mi cólera mudó de carácter, haciéndose reconcentrada, profunda, de las que se muestran bajando la voz y tomando cierto ceño sereno y lóbrego el semblante. Díjele que, puesto se empeñaba en hacer su gusto y sustentaba su propósito con injurias a personas a quienes debía respeto, y calumnias a mí, en adelante no habría de mirarme como a marido. Riguroso hubiera sido este proceder, si sus ya graves culpas, aunque no patentes, no hubiesen justificado mi resolución, provocada, además, por quien, debiéndome mucho, me pagaba con cargos mentirosos, ofensivos a mi honor, en los puntos en que le tenía yo más delicado. Al siguiente día, sin volver a hablarle, emprendí mi viaje, y ella fue a la diversión campestre a que yo le había prohibido ir, acompañándola gentes a quienes miraba yo con recelo y disgusto, porque, con razón o sin ella, no estimaba su conducta la más recomendable.

Llegado yo a Medina Sidonia, dime primero a respirar con placer el aire campestre. Estaba poco más que mediado marzo, y sentíase en aquel país, temprano, tibio ya y deleitoso, el ambiente de la primavera. La ciudad está situada en un elevado cerro, y en una de las vecinas hondonadas abundan arboledas amenas y prados cubiertos de flores. Siempre he sido loco apasionado del campo, que habla a mi espíritu con voz poderosa, haciéndome, en épocas de desventuras, menos punzantes y crueles las mayores penas. Hoy es, y con más de cincuenta y siete años, agobiado por el recuerdo de pesares antiguos y por el peso de los presentes, lleno de amargos desengaños, dedicado a ver y analizar fríamente las cosas, y privado de casi todo elemento poético en mi mente, todavía templo mis dolores frecuentes y agudos con salirme al aire libre, con ver la amenidad y verdura, en una palabra, con el espectáculo de la naturaleza, sobre todo si se me presenta lejos del bullicio de la ciudad.

Allí, pasear solo es mi recreo, porque así nada me distrae de mis pensamientos ni de doblar mi gozo o minorar mis penas, con sólo la callada comunicación que entablo entre los hermosos objetos de la creación y mi propia alma. En la época a que ahora me voy refiriendo, estas mismas aficiones existían en mí con más viveza que hoy, pero no tan profundas. Procuré pintarlas en una epístola en verso a Martínez de la Rosa, que va copiada al pie de esta página, juntamente con algunos trozos de su respuesta9, siendo mi intento al recordarlo no hacer gala de mis malos versos ni recomendar los superiores de mi amigo, sino consignar una memoria de una amistad antigua, por algunos supuesta haber nacido en 1836, cuando en esta época sólo se renovó, terminadas con una sincera, y, según confío, perenne reconciliación, las discordancias de opiniones que nos dividían.

También disfrutaba yo de los placeres de la sociedad, y quizá tan bien cuanto en población más principal y culta, aunque aquélla no sea de las menos ilustradas, por dar la casualidad de que casi toda la gente de superior esfera en ella se dedica al servicio en la marina real, donde estudiando y viendo mundo se adquieren conocimientos y fino trato. Vivía yo en la casa de un hombre de mucho mérito y de singularísimo carácter, admirado por cuantos le conocían, así por su ingenio y no corta instrucción como por sus rarezas. Era éste un primo segundo mío por parte de madre, llamado don Francisco de Paula de Laserna, de familia en la cual, por dos o tres generaciones, había estado vinculado el talento; bisnieto, como yo, de don Luis, celebrado por el padre Feijoo, de gracia extraordinaria; gran latino, muy instruido en los autores franceses y en los antiguos castellanos, y con todo esto muy estrafalario en sus gustos, ni más ni menos que lo era en sus modos. Había hecho una traducción de El asno de oro, de Apuleyo, que conservaba manuscrita y encuadernada, obra notable por la inteligencia del enrevesado texto del autor, y también por la dicción castiza, suelta y familiar con que estaba puesta en castellano. Sabía mi pariente de memoria casi todos los versos de Quevedo, incluso muchos de los menos conocidos, y admirándolos excesivamente, los comentaba con originalidad, haciendo resaltar sus primores, a menudo con acierto. Me quería mucho, y hallaba singular recreo en mi conversación, y yo en la suya. No era ésta la única cosa que me hacía grata mi residencia, aunque sí contribuía a ello mucho, por ser la conversación de aquel hombre capaz de hacer amena la situación, por otra parte, de más fastidio. Pero aun fuera de su trato, le tenía yo propio para entretenerme. Pasaban el tiempo por lo común juntas tres parientas mías, dos de ellas muy jóvenes, y la otra no en la primera juventud, pero sólo con pocos años sobre los veinte, ésta última casada con un anciano enfermo, y las otras dos solteras. Las de más años, sin belleza regular, pero con graciosísima presencia y hermosos ojos; las de más tiernos años, con diferentes clases de mérito, lindas ambas, muy sobre lo común, aun en su edad, entre las de su sexo. Hablo de estas prendas corporales, aunque no pensé entonces en mirar con pasión amorosa a ninguna de las tres, porque tratándose de señoras, es digno de tomarse en cuenta el mérito de la figura, y porque aun no poniendo la belleza a la par con las calidades del espíritu, todavía la más pura amistad con las bonitas tiene otro atractivo que si es con las feas. Pero mis primas tenían algo más en su abono que su presencia, pues eran finas cuanto cabe serlo en señoras criadas en provincia y de no poca lectura. Sucedía también que, habiendo estado en Medina Sidonia por espacio de más de dos años y medio tropas francesas del ejército que bloqueaba a Cádiz, mis parientas habían tenido mucho trato con los oficiales, por lo cual pasaban por afrancesadas, acusación en aquellos días no poco peligrosa, en particular para las del sexo femenino. La verdad era que estaban prendadísimas de los franceses, a punto de mirar con disgusto a sus paisanos; pero yo hube de agradarles en extremo, pues aún siendo nada galán, circunstancia que importa poco en quien no se les presentaba como amante o pretendiente a tal título, aparecía a sus ojos vivo, bien criado, instruido, hablador, poseyendo bien el idioma francés; en suma, según me decían, con más cosas semejantes a los extranjeros, a quienes echaban de menos, que a lo común de los españoles. Ello fue que los cuatro teníamos la mayor satisfacción en estar juntos. A ratos les leía yo alguna obra, a veces extranjera, y en este caso, traduciendo a libro abierto, puntos ambos en que pido perdón a mis lectores, por decir que de veras sobresalgo. También nuestra conversación festiva, y por lo común burlona, nos servía de común recreo.

Me detengo tanto hablando de mi estancia en Medina, porque escribo mi vida, y en ella esta temporada, que es una de las que me han dejado recuerdos más agradables y vivos y profundos. Pero otra cosa hubo que fue entonces mi principal encanto, si bien no tan sin mezcla de algo doloroso, como sucede con todo lo que no es puro. Aludo a una pasión que, si no fue la mayor de mi vida, fue, en el breve plazo que duró, la más vehemente y la más loca, y cuyas consecuencias, por más de un título, me fueron fatales. La persona de quien tan ciegamente me enamoré no era de la ciudad donde residía. Su nacimiento no era alto; su puesto en la sociedad era dudoso, y casada con un hombre viciosísimo, se había separado de él y vivía con su madre, sospechando ser ya viuda, pero sin saberlo de cierto. Nada particular tenía su presencia, aunque tampoco pudiese llamarse fea; pero la gracia de su figura, de sus modos y de su conversación eran causa de que tuviese con los hombres lo que se dice en la expresión vulgar mucho partido, pues tratada oscurecía a la más hermosa. Era claro su talento, y aprovechaba con extraña habilidad lo que había leído, que, sin ser mucho para una española, no podía decirse poco. Poseía el francés perfectamente. Pero en lo que más descollaba era en su habilidad para escribir cartas, siendo en ellas viva, amena, ingeniosa o de verás apasionada, o diestra en aparentarlo; hasta correcta, hasta castiza. Desearía conservar sus cartas, porque el elogio que de ellas hago está exento de ponderación, como lo juzgo aun pasado el tiempo en que mis afectos me las recomendaban, habiéndolas leído muchas veces cuando ya de mi pasión no quedaba ni huella. Con las cualidades que he dicho, juntaba la misma señora otras mucho menos recomendables. Su conducta, aunque tal vez por efecto de su desdicha, no había sido ejemplar, y era entonces tachada por atribuírsele amores con más de un francés.

Era, además, hipócrita, según tenía que serlo en su situación, afectando sensibilidad, para dorar con este pretexto sus viciosas pasiones. Presentóme a ella Laserna, mi pariente, el cual gustaba de ella mucho, no para enamorarla, sino en calidad de amigo, siendo ciertamente el trato de aquella mujer, para el pueblo en que estaba, de superior hechizo, y para cualquier pueblo y aun para una corte, de no común agrado. Empecé a visitarla, y ella hubo de formar el proyecto de convertirme en su amante quizá, porque en aquel día era yo quien hacía más viso en Medina Sidonia. Mozo yo todavía, pues aún no había cumplido veinticuatro años, dotado de una extremada sensibilidad, indispuesto gravemente con mi mujer, poetizado (si es lícito expresarse así) por las escenas campestres a cuya observación me dedicaba con regalo, estaba en situación la más adecuada para concebir una pasión violenta. La concebí, la manifesté, se me oyó con benevolencia, se mostró corresponderme, pero fingiendo vergüenza; en suma, se pusieron en uso artificios harto patentes, pero cuyo efecto era seguro en mí, novato y fogoso. Fuime empeñando más y más. A nada serio tenía que atender más que a mi pasión. Si no dejé el trato de mis lindas y graciosas parientas, sólo las veía a horas a que me estaba cerrada la puerta de mi querida, la cual, poco celosa, no llevaba a mal que pasase yo parte del tiempo entre otras personas, segura de que yo le daba la preferencia. Había entrado abril y expirado el término de la licencia que me había sido concedida. Había mejorado y seguía mejorando tanto mi salud, que esto me sirvió de pretexto, aun ante mi misma conciencia, para pedir una prórroga. Concedióseme, y por más de otro mes si lo creía necesario. Vi abierto el cielo, o por decirlo como se debe, vi que no tendría que traspasar tan pronto las puertas del paraíso en que vivía en inefable deleite, para lanzarme al triste mundo que se me presentaba en Cádiz, no obstante estar allí mi hijo tierno y mi madre adorada. Otro mes voló, y mayo estaba mediado. Pocas veces he tenido dolor más agudo que el que hube de sentir al prepararme a salir del encanto en que me hallaba, y en la hora terrible en que emprendí mi viaje de vuelta. Pero en parte se mitigó mi pena porque mi querida me ofreció que dentro de pocos días pasaría a Cádiz a vivir a mi lado.

Al fin me puse al lado de mi madre. Quiso mi mujer reconciliarse conmigo; pero yo la rechacé con dureza. Esto fue quizá un yerro, quizá un delito. Témome que influyó en mi conducta mi pasión nueva tanto cuanto mi anterior resentimiento. Cuando suelo yo decir, como con frecuencia lo hago, que es un caos o una sima, a la cual no se halla fondo, la conciencia del hombre, hablo así, porque más de una vez, procurando hacer examen de la mía, ajeno ya de la pasión que en algún caso me impelió a obrar, y deseoso del acierto, no puedo hallar a mis dudas una solución satisfactoria a mi propio juicio. Volviendo a lo de que ahora trato, si me acuso, tampoco debo llevar la acusación a más que lo debido. Mi resolución de dar a conocer a mi mujer cuánto desaprobaba su conducta había sido anterior a la reprensible pasión que después concebí. Había precedido notificarle mis determinaciones, y ella despreciarlas; señales ciertas que indicaban haber echado ella por mal camino, y aun estar ya adelantada algún tanto en la senda que llevaba a su perdición. Así, aún cuando yo en esta circunstancia procediese mal, faltando a mis rigurosas obligaciones o a las reglas de la prudencia, estoy seguro de que no por eso me atraje la desgracia que algo después me sobrevino, ni falté a mi rigurosa obligación por no perdonar, sino por tener un amor ilícito al mismo tiempo. La verdad es que entre mis propósitos fírmes, uno ha sido no tolerar la menor ofensa a la fe conyugal, porque el papel de sufrido, pareciéndome indecoroso hasta lo sumo, es cosa que empecé a mirar con aversión desde el punto primero en que empecé a reflexionar. Baste por ahora de esto, sobre lo cual por fuerza habla un hombre en cuya vida la infidelidad de su consorte no ha tenido poco influjo.

El verano de 1813 para la causa de España fue un período de triunfos, tanto más de aplaudir, cuanto que no había ya peligro de caer de nuevo bajo la dominación francesa, pues Napoleón en Alemania, si no vencido, caía abrumado bajo el número de sus contrarios, esta vez no ya sólo los gobiernos, sino los pueblos, furiosos por haber sentido demasiado el yugo de sus dominadores. Para mi fortuna particular fue señalado con pocos incidentes. Mi criminal pasión acabó pronto, porque el objeto de ella no tardó en acreditarme su indignidad con pruebas irrefutables, tales, que me causaron más de un dolor, con rabia mía, con asombro, con tormentos crueles, sin acertar a comprender cómo una unión fundada en tantos afectos sublimes, tiernos, arrebatados, poéticos, en gran número espirituales, expresados en frases no menos sentidas que bellas, terminase en dolencias materiales, que hacían el convencimiento de la infidelidad de mi amada vergonzoso y aun ridículo para mí, a la par que completo.




ArribaAbajoCapítulo XXIII

El autor es nombrado secretario en Suecia.-Pormenores íntimos que precedieron a la partida.-Iniciación en la masonería.-Navegación a Inglaterra.-Estancia en Londres y personas que allí trata.-Enfermedad que contrae.-Conocimiento con Madame de Staël. Opinión del autor sobre los acontecimientos políticos de aquellos días.-Agravación y crisis en la enfermedad que padecía.


Mientras esto pasaba, apenas veía yo a Pizarro, que había cambiado mi amistad por otra, aunque me trataba, cuando nos veíamos, con muestras de afecto. De resultas de haberse declarado enemigas del Gobierno francés varias potencias, habían contraído con el Gobierno español relaciones de amistad y aun de alianza. Nombrado ministro plenipotenciario de España en Rusia don Eugenio Bardají, bastante después, y en agosto o septiembre de 1813, recibió el nombramiento para igual destino en la corte de Prusia don José Pizarro. Éste me encubrió algún tiempo la noticia y pidió para su secretario, contra su expresa promesa para si llegase ocasión semejante no a mí, sino a don Mauricio Carlos de Onís, mi compañero, como agregado a la embajada de España en Inglaterra, pero que estaba sirviendo su plaza en Londres. Irritóme, como era de suponer, una acción que no quiero calificar. Levantóse contra ella un clantor bastante violento entre las gentes que atendían a tales cosas. Hízoseme entonces la proposición de que aceptase un cargo igual al de Onís. Tocó hacérmela al ministro de Gracia y Justicia don Antonio Caño Manuel, que desempeñaba interinamente la Secretaría del Despacho de Estado, habiendo salido de ella Labrador de resultas de un voto que dieron las Cortes desaprobando su conducta en un negocio de competencia entre los embajadores de España y Rusia en la corte de Londres, resuelto de un modo conciliatorio en aquella capital, y en Cádiz por el ministro de un modo contrario, no sin destemplanza y arrogancia. Dióseme, pues, la Secretaría de la legación de España en Suecia, expidiéndoseme el nombramiento creo que a fines de agosto de 1813. Llevaba yo, pues, entonces, más de año y medio de empleado de servicio en la Secretaria, y como se puede notar, aún desde mi ascenso a secretario de legación hasta el día presente (abril de 1847), van corridos treinta y tres años y medio sobrados. Parece, cuando vemos tantas carreras hechas con velocidad, que de la mía era justo notar que mi elevación presente no es superior a lo que debía ser en circunstancias ordinarias, si hubiese ido subiendo escalón por escalón con paso lento, pero constante y seguro. Y a decir verdad, escalón por escalón he ido suhiendo, pues ni uno solo he saltado; sólo que lo violento, y a veces lo ruidoso de la subida, ha dado apariencias y hasta concepto de salto a lo que no excedía una línea del paso ordinario en quien sube. De esto se verá un ejemplo claro en un caso de que hablaré por extenso, y en el cual el error común me atribuye haberme elevado más que lo debido, y por méritos muy diferentes de los que causaron mi ascenso. No tardé mucho en salir de Cádiz. Al momento de mi partida determiné reconciliarme con mi mujer, cuyas culpas, aunque graves en lo que me estaban manifiestas, no encerraban una ofensa directa a mi honor; y en lo que podían encerrarle, si se probasen, aparecían dudosas. Acuérdome que le encargué que se llevase bien con mi madre, y que quitándome del dedo una sortija de pelo con un brillante de mediano tamaño, se la entregé para que la guardase en prenda de nuestro renovado afecto, y en calidad de memoria mía. Hasta a tal circunstancia me refiero, porque la sortija fue vendida a poco de estar yo ausente, sin que a ello compeliese necesidad de alguna clase, pues vivía a costa del fondo común, sin que en mi casa faltase lo necesario para el sustento y gastos más indispensables. Iba a separarme de mi madre con sumo dolor. La dejaba con muy mala salud, agravándosele la dura y prolija enfermedad que al cabo dio fin a su vida. Antes de irme, cuidé de remediar en lo posible un mal que había sobrevenido a la familia. Mi hermana, aún de pocos años, se había casado, siendo no menos desabrido a mi madre su matrimonio que el mío. Su marido era don Mariano Lassaleta, amigo antiguo mío, de mi misma edad, de gallarda presencia y de buen talento, así como instruido, pero dependiente, a la sazón, en una casa de comercio angloamericana; de modo que ni por sus bienes ni por su esfera podía ser mirado como un partido conveniente, y sí muy al revés, sobre todo para mi madre, muy llena de preocupaciones aristocráticas y muy pagada de su nobleza. Hubo mil incidentes en este negocio, que se dilató mucho. Al fin declaró mi madre que quería que su hija fuese sacada por la justicia y depositada, hecho lo cual no le negaría su licencia para contraer matrimonio con el sujeto a quien prefería, porque sería constante que la licencia había sido dada contra su voluntad. Efectuóse el casamiento, previa la diligencia del depósito, en junio de 1813. Siguióse no verse madre e hija. Fue mi cuidado dejarlas reconciliadas y bien avenidas antes de emprender mi viaje.

Casi mediado octubre, di la vela de Cádiz. Asolaba entonces a la ciudad de nuevo la fiebre amarilla. En los dos días anteriores al de mi partida, en medio de mis cuidados propios de tales horas, di un paso de importancia para mi vida futura. Éste fue el de iniciarme en cierta famosa y antigua sociedad secreta. En Cádiz, durante la Guerra de la Independencia, semejantes reuniones habían tenido poco influjo. Aún estaba mirado el ser de ellas como semiprueba de adhesión a la causa de los franceses, los cuales las protegían y extendían en los lugares ocupados por sus tropas. Movióme a ser de ella asegurárseme que esto me atraería grandes ventajas viajando, porque encontraría hermanos en todos los países del mundo. Esta hermandad, que vino a ser real y verdadera en España entre los que la reconocieron algunos años después, entonces ya entre los extranjeros no existía sino para el acto de algunas comidas, y tal vez para en caso de necesidad recibir algún socorro, a modo de decorosa limosna. En España se creía entonces de aquella asociación mucho más en lo malo y en lo bueno que lo que ella merecía, y aun reinaba la persuasión de que en tierras extranjeras estaba muy respetada o era muy útil para las relaciones de la sociedad. En mi recibimiento y posterior inmediata elevación, sin pasar entre lo primero y lo segundo arriba de veinticuatro horas, encontré entre los hermanos concurrentes algunos de nota, o que llegaron a tenerla, y otros de escaso concepto entonces y que tampoco después vinieron a adquirirle muy grande. Entre los primeros estaba el diputado Mejía, de quien ya he hablado alguna vez, conocido mío aún de trato, aunque nunca había sido el nuestro estrecho ni frecuente, cuyo más íntimo conocimiento no pude aprovechar en otra época por haber él fallecido de la epidemia muy pocos días después de éste que voy hablando; don Francisco Javier de Istúriz, joven aún y no muy conocido, que había de estar largos años unido conmigo en la más estrecha amistad, así privada como política, y don Mariano Carnerero, mi introductor en aquel conciliábulo, de gran talento en su juventud, literato y mediano poeta, después dado a los negocios políticos, escritor cuyo estilo, sin cosa particular vituperable ni recomendable, empezaba ya a distinguirse por tener carácter político más que literario; de habilidad para las marañas cortesanas y para toda especie de maquinaciones; de moral laxa, en que la teórica no blasonaba de una severa virtud, que habría sido mal justificada por la práctica; liberal dudoso, si bien no del bando contrario, sino falto de religión política y capaz, o de profesarlas todas, o de vivir con ellas, que me había desbancado en la amistad de Pizarro y a quien con frecuencia traté después y nunca quise mucho, por tenerle yo en menos por lo poco rígido, y él a mí por lo torpe para buscar mi provecho.

Recibido ya en la afamada sociedad, llegó la hora, como antes he apuntado, de mi salida de Cádiz, que se verificó el 11 ó 12 de octubre de 1813, en el buque, correo inglés, Diana. La navegación tuvo alguna parte de agradable y mucha de enfadosa, porque fue larga, soplándonos a menudo contrario y en algunas ocasiones furioso el viento, como suele así a los equinoccios, y se nos picó el buque de la enfermedad reinante en Cádiz, muriendo de ella un pasajero, por lo cual, a nuestra entrada y estancia en el puerto de La Coruña, donde pasamos dos días, estuvimos rigurosamente incomunicados, y a nuestra llegada a Inglaterra, al puerto de Falmouth, fuimos puestos en cuarentena, haciéndonos pasar después a Standgate Creek, en el río Medway, hasta cumplir un mes de observación. Lo que suavizaba el fastidio era ser muchos los pasajeros, y varios de ellos de festivo trato, y llevar a bordo una señora de Cádiz, aunque no en su primera juventud, bien parecida y amable, a lo que, agregándose abundante buena comida, pudo pasarse no muy mal aún la enojosa inmovilidad de la cuarentena. Desembarcamos al fin 4 ó 5 de diciembre.

En estación tan rigurosa era difícil pasar inmediatamente al norte, habiendo de hacer por mar el viaje. A pesar de haber sido vencido completamente Napoleón en Alemania y compelido a meterse en Francia, ocupando aún sus tropas a Hamburgo por largo tiempo, y continuando en serle fiel aliado el rey de Dinamarca, ni por haberse sublevado Holanda contra el poder francés, llamando a gobernarla a la casa de Orange, como en tiempos antiguos, quedó abierto paso por tierra de la costa opuesta a las islas británicas a las orillas del Báltico. Así, tenía yo que embarcarme y pasar por la parte septentrional de Dinamarca a entrar en el Cattegat, que, por ser mar ceñido por tierra, en el invierno suele quedar helado. Bien lo quedó a poco de llegar a Inglaterra, apretando aquel año los fríos de un modo rara vez visto. Tenía, por consiguiente, que ser larga mi detención en Londres. El conde de Fernán Núñez no podía verme con gusto; pero, como criado en la corte y hombre atento, me recibió con urbanidad. Comía yo con frecuencia a su mesa y asistía a las fiestas que daba, aun a las de confianza, como una, por ejemplo, que hubo a uso español en la Nochebuena del año de 1813, en que después de oír misa, dicha en la misma casa, para lo cual había licencia, pasadas ya las doce de la noche se nos sirvió una opípara cena, donde por primera vez probé la célebre fruta de entretrópicos, llamada piña, no sin admirarme de comer en la rigurosa estación productos propios de los climas cálidos, que, ayudando al arte el hermoso y caliente sol de España, podrían tenerse en ella con menos trabajo y a muy inferior costo. Alguna vez tuve la honra de comer en aquella casa con el duque de Clarence, hijo del rey, anciano, a la sazón, loco y enfermo; príncipe que después vino a reinar con el nombre de Guillermo IV, limitado, algo tosco y aun presumiendo de serlo, por afectar modales de marino británico, pero de cierta afabilidad y de lo que llamamos los españoles, con expresión vulgar, francote. Otros personajes conocí allí. Fui, como era natural, presentado muy particularmente al conde de La Gardie, señor sueco que venía de ministro plenipotenciario de su corte a la de España, hombre de concepto como entendido e instruido en su patria, y que en la nuestra mereció ser de la Real Academia Española, por la afición que mostró a nuestras cosas y literatura. Este caballero, hombre amabilísimo, se acreditó de serlo conmigo. Llevaba en su compañía al recién nombrado secretario de legación, que hoy es encargado de negocios de su Gobierno en Madrid, habiendo continuado sin intermisión desde entonces sus servicios a su patria en España, de donde sólo ha salido alguna vez con licencias temporales. Bien merece llamar la atención de mis lectores esta circunstancia, que ha llamado la mía tantas veces y aun con frecuencia la sigue llamando. La persona de quien hablo y yo teníamos el mismo empleo en aquel tiempo, siendo él de su Gobierno en mi patria, lo que yo del mío en la suya. Cuánta ha sido después la diversidad de nuestra suerte, inmóvil casi él y si adelantado en su carrera, sin variación en la naturaleza o el lugar de sus servicios, y yo juguete constante de la fortuna, ahora encumbrado, ahora caído, pasando más de un destierro, y alguno muy largo, mudando de carrera como de fortuna, ahora diplomático, ahora intendente, ahora consejero, ahora ministro, pero de Marina, algunas veces aplaudido y con más frecuencia vituperado, ídolo un día de lo que se llama pueblo y desde mucho tiempo blanco de su odio, con poca felicidad aun en los momentos de mi elevación nada tranquila, y al entrar en la vejez, pobre como no lo fui en mis años primeros, lleno de desengaños, lastimado por los tiros de mis enemigos, sin poder estar satisfecho de lo presente y temiendo peor situación para lo futuro. Alguna vez suelo encontrarle, aunque ya no se da por mí conocido, y admiro y envidio su destino superior al mío en todas cosas, aunque no lo sea en honores y fama.

Mientras esperaba el momento en que pudiese pasar a Suecia, que no podía estar cercano, el rigor de la estación tuvo en mi salud fatal efecto. En los primeros días del año de 1814 cobijó y envolvió a Londres una niebla densísima, de la clase de las que son allí comunes, pero muy superior a las ordinarias. Acompañábala una helada cruda. Pasmóme aquel espectáculo, pero no me arredró de salir a la calle, aunque el tránsito por las de aquella ciudad se había hecho peligroso y difícil, pues a dos palmos del punto en que se estaba nada distinguía la vista. Daba la casualidad de que sintiéndome indispuesto del estómago, cargado el mío de resultas de la larga estancia a bordo, comiendo mucho y no haciendo ejercicio, un médico a quien consulté me había recetado un vomitivo, y al día siguiente de tomarle fue cuando salí a arrostrar el rigor de la atmósfera fría y nebulosa. Sucedió también que mal acostumbrado yo a andar por encima del hielo, escurriéndoseme en él los pies, di una gran caída, de la cual, aunque sin recibir lesión visible, sentí la máquina toda de mi cuerpo muy quebrantada. Fuese por lo que fuese, aquella noche me sentí calenturiento. Hice cama al siguiente día, y aún alguno más; llamé al médico, que no entendió mi mal, y en breve en la apariencia restablecido, salí con anuencia del poco acertado doctor fuera de casa, cuando seguían los fríos terribles, aunque sin nieblas, pero interpolados con las nieves los hielos. Recaí no mucho después, y otra vez me levanté y pisé las calles, y de nuevo hube de verme postrado. Ya en esto, el pecho daba señales de estar resentido el pulmón, aumentando la sospecha de grave dolencia interior, volver con suma frecuencia la calentura. Lo cierto es que a fines de enero era lastimoso mi estado y daba serios temores, así a los facultativos, como a cuantos me veían. Con la imprudencia propia de los pocos años, y queriendo negar a todos y aun a mí mismo la enfermedad, por no descubrir al fin de ella la tremenda imagen de la muerte de tisis pulmonar en la juventud, no bien sentía yo alivio, cuando, creyéndole mayor, procuraba probar mi mejoría con hacer la vida de sano. Así, en el primer día de febrero no dejé de asistir a un espectáculo singular y no visto por lo general de los nacidos entre los habitantes de Londres, pero espectáculo impropio para que fuese a verle un hombre de salud delicada; era éste el del río Támesis completamente helado, a punto de poder llevar el peso de innumerable gentío. Sólo la fama contaba de cerca de un siglo antes haber habido sobre el mismo río una feria en que fue asado un buey entero sobre el hielo, entre general algazara. En esta vez no hubo semejante ocurrencia, pero sí vi una cosa que me dio idea de lo que discurren los industriosos extranjeros para sacar ganancias de cualquier suceso de bulto. Un hombre, con una prensa pequeña, de la que puede hacer uso una sola persona, la había plantado en la helada corriente del río, y provisto de competente número de pedazos de cartón, imprimía en ellos lo siguiente: Impreso sobre el río Támesis, helado el 1 de febrero de 1814, siendo infinito el despacho que tenían sus papeles, los cuales, andando el tiempo, serían una cosa curiosa, especialmente para los ingleses, muy aficionados a esta clase de muestras de pasados acontecimientos. Vi yo aquello, y desee tener uno de los papeles; pero eran tales los empellones que se daban las gentes por lograr hacerse con ellos, que hube de desistir de meterme en el bullicio, no estando yo para luchar con gentes fornidas. Así, hablo de los tales papeles por haberme enseñado el suyo uno de los que los llevaban, y por haber por mis propios ojos presenciado su impresión y venta.

La diversión me salió cara por el pronto. Sin embargo, ya corriendo el mes de febrero, sentí considerable alivio. Volví a ver gentes, y entonces me deparó mi fortuna conocer y aun tratar algo, si bien muy por encima y sólo en dos o tres ocasiones, a una de las personas más singulares y célebres de aquella época, y aun puede decirse que del mundo en todos los tiempos.

En una de mis breves salidas, al volver a mi casa, me hallé un paquete de mediano bulto, y que al parecer contenía algunos libros, con un papel que expresaba venir dirigidos a mí, y una carta pequeña, con sobrescrito, asimismo, a mi nombre. Abrí primero la carta, y, según costumbre, me di prisa a mirar la firma. Juzguen los lectores instruidos cuál sería mi sorpresa al leer en letras menudas: Necker de Staël Holstein. No había duda. Mad. de Staël me había escrito; era yo dueño de una carta suya autógrafa, a mí, Antonio Galiano. La célebre autora, cuyas obras y celebridad me eran muy conocidas, estaba cabalmente entonces en el punto más alto de su fama. La moda en Londres, donde es caprichosa tirana, le daba cultos a la par políticos, literarios y de mundo. Hacía poco que había salido a luz su obra De l'Allemagne recibida con apasionado aplauso por los ingleses, hasta entonces muy injustos al apreciar el mérito de autora tan eminente, y entonces pasando, si cabe, al extremo contrario, quizá por celebrar en la obra las alabanzas dadas a su patria y a la nación como la inglesa, sajona de origen, no sin ofensa de los franceses, en su pretensión de la supremacía literaria e intelectual; quizá por la persecución de la ilustre señora, donde se ponía de manifiesto la tiranía de Bonaparte; quizá por la filosofía recomendada por el libro, tan acorde con los pensamientos del pueblo británico, por lo contrario al frío materialismo, y sin quizá, sino de cierto, en gran parte por el mérito nada común de la singular producción objeto de tanta alabanza.

Mientras los críticos así juzgaban a Mad. Staël, los políticos la consideraban, entre las personas contrarias a Napoleón, una de las más enemigas, y cuyo acérrimo odio era sobre manera temible en aquella hora en que el entusiasmo oponía sus arrebatos al talento y recursos del hasta entonces siempre victorioso guerrero. Por último, las gentes a quienes lleva consigo la voz popular, habiendo también esta voz en las clases más encumbradas de los pueblos, y también turba que ciega y apasionadamente la siga, ensalzaban en la mujer y escritora célebre todas sus diversas prendas en confuso conjunto, y en el trato o consideración de la sociedad la tenían puesta en el pináculo, según poco antes he referido. Yo, en mi pequeñez, con algo de literato, con no poco de político, lo cual en mí era profesión, y asimismo con mis deseos de ir con la sociedad de que por mi empleo y aun por mi clase era parte, admiraba como quien más al objeto de tan general admiración, ya como a la autora de Corina, ya como a la perseguida por Savary, ya como al ente alzado entre la encopetada aristocracia inglesa, los monarcas a la sazón patriotas del continente y los pueblos llenos de ideas ilustradas y generosas. Con estos afectos ardientes empecé, conmovido, la lectura de la carta.

Me pesa mucho de haberla perdido, como todos mis papeles, aunque la conservé muchos años. Sus primeras frases eran de una vanidad ofensiva a aquel a quien iban escritas, y vanidad candorosa de la común en aquella mujer singular, y en donde se pintaba el ímpetu y la naturaleza de su carácter. Decía así, porque la tengo fielmente conservada en mi memoria: Il est peut-être indiscret, monsieur, de vous prier de vous charger de tant d'exemplaires de mon ouvrage pour la Suède, mais chacun vous fera une lettre de recommandation, dont il est vrai que vous n'avez pas besoin. «Muy señor mío: Quizá es indiscreción rogar a usted que se encargue de llevar tantos ejemplares de mi obra a Suecia; pero cada uno de ellos le servirá a usted de carta de recomendación, aunque es cierto que usted no las necesita.» (Ya se entiende que esto se refería al paquete que me enviaba con la carta, el cual estaba compuesto de doce tomos, o sea, cuatro ejemplares de la obra sobre la Alemania, que remitía a Suecia para algunos de los numerosos amigos que allí tenía.)

La idea de que sólo llevar un ejemplar de su obra, como podría cualquier mandadero, o cuando más cualquier viajante, equivalía a una carta de recomendación, siendo yo un empleado diplomático que podía y debía ser atendido por algo más que por la calidad de portador aun de las mejores obras, excedía los límites de la vanidad ordinaria, o cuando menos de la que se confiesa, y hasta este exceso era manifestado de un modo no común; y el aunque es cierto que usted no las necesita, era pobre correctivo del arranque primero. Yo no dejé de notar, ni aun de extrañar, lo ofensivo en cierto modo, o dígaselo descortés en su sinceridad de las expresiones que cito; pero fuese como fuese, me alegré de tener tal carta, y según me dictaban la cortesía, mi inclinación y también mi vanidad, quise poner en respuesta una frasecita donde luciese mi manejo de la pluma y de la lengua francesa. Comencé, pues, mi carta con las siguientes frases:

J'ai reçu, madame, la lettre que vous m'avez fait l'honneur de m'écrire, et le paquet qui contient quelques exemplaires de votre ouvrage. Veuillez croire qu'il est d'autant plus volontiers que je me chargerais de la tâche d'en être porteur à Suède, que c'est à elle que je dois l'honneur d'avoir reçu quelques lignes de la main de la baronne de Staël. «Muy señora mía: He recibido la carta con que usted me ha favorecido y el paquete que contiene algunos ejemplares de su última obra. Ruego a usted que crea que tomaré a mi cargo el llevarlos a Suecia, con tanto más gusto cuanto que debo a este encargo la honra de haber recibido algunos renglones del propio puño de la señora baronesa de Staël.»

Aunque el cumplimiento era común y no dejaba de ser rebuscada la frase, al modo que dispone Cervantes del hijo de don Diego de Miranda, que se holgó de oírse alabar como poeta por D. Quijote, aun teniendo a éste por loco, la famosa Mad. Staël hubo de llevar muy a bien que yo me diese por tan honrado con recibir cartas suyas. Así es que en breve volvió con otra carta, llamando a la mía charmant billet, y convidándome a tomar el té con ella en confianza, y aun suprimiendo en su cartita los cumplimientos, si bien no los que se usan por la gente de más cultura y mediana educación entre personas un tanto amigas. No permitió el estado de mi salud que me aprovechase de aquel convite, pero fui a ver a la insigne escritora una mañana. La encontré en casa y la consideré con la atención y el respeto con que era natural y debido mirar a una de las personas más singulares de su siglo, en quien concurría, además, la circunstancia de ser mujer y de notarse en sus obras, a la par con algunas pocas cosas propias de su sexo, en las de él que mejor han manejado la pluma, dotes de juicio profundo, sólo comunes en las producciones de los hombres.

Nada diré de la presencia de Mad. de Staël, de la cual se ha hablado mucho, y sólo me referiré a su conversación, objeto de celebridad y alabanza tan extremadas. Así, reconociendo cuán de inferior valor es mi voto cotejado con el de miles de sus admiradores, entre quienes se cuentan nombres de los más ilustres en la edad moderna, diré sin rebozo que no me satisfizo su trato. Bien es verdad que el que con ella tuve fue muy corto para juzgarla, y por su parte tan de superior a inferior, que no daba lugar a ponerse en casos donde se manifiestan todas las calidades de los interlocutores. Impetuosa y viva me pareció, y de ello es buena prueba citar alguna de las primeras palabras que me dijo. Trayendo ella la conversación a nuestra nueva Constitución de 1812, a la sazón vigente en España, desde luego me dio sobre ella su dictamen en las siguientes expresiones: Savez-vous, monsieur, que votre Constitution est bien mauvaise? «¿Sabe usted, caballero, que su Constitución es muy mala?»

No la creía yo muy buena, como algunos de sus apasionados, ni tan poco mala al punto de merecer tanto vituperio, no obstante ser quien la condenaba juez competente en la materia; pero al cabo yo era un empleado español y la ley tachada de tan mala, la que regía en mi patria. Por esto hube de responder con frases de poco o ningún sentido. Siguiendo la conversación y expresando ella sus ideas constantes, me dijo: Oui, il vous faut une aristocratie. «Sí, necesitan ustedes una aristocracia»; a esto repliqué yo exponiendo las dificultades que se presentaban para tener en España una Cámara de verdaderos padres, alegando para sustentar mi opinión varias razones, buenas unas y malas otras, y casi todas de las corrientes en mi patria en aquellos días, muchas de las cuales eran de muy poco peso. Después de oírme Mad. de Staël, aludiendo a la Inglaterra, en que estábamos, exclamó: Voici un pays de vraie liberté! «Éste sí es un país de verdadera libertad»; en lo cual no la contradije, por ser mi parecer el mismo que el suyo.

Pasó de allí la conversación a hablar de Suecia, adonde yo iba, y me dio muchas y buenas noticias de aquel país y de sus gentes, haciéndome, sobre todo, una pintura del ministro plenipotenciario de España, el coronel don Pantaleón Moreno, a cuyas órdenes iba yo a servir, y que era amigo suyo; pintura hecha con viveza, fidelidad y gracia. Despedíme en breve. Dos o tres veces más vi a aquella mujer célebre, y de una de ellas quiero hacer circunstanciada mención, porque la pinta bien, aunque no por su lado más favorable. Convidóme a una gran tertulia a prima noche, en su casa. A pesar de ser mala mi salud, asistí al convite. Era la concurrencia numerosa y compuesta de lo más granado que a la sazón encerraba Londres de pares célebres, así del partido ministerial como del de la oposición, de miembros de la Cámara de los Comunes de ambas opuestas parcialidades; de otros ingleses de distinción, de extranjeros de no menos nota, y de casi todos los diplomáticos entonces residentes o de paso en la Gran Bretaña, razón esta última porque estaba yo entre personajes de tanto brillo.

Por aquel tiempo estaba invadida Francia por los numerosos ejércitos aliados, a los que resistía Napoleón con denuedo, tesón y habilidad admirables, y al mismo tiempo en Chatillón estaban juntos en congreso embajadores, ministros y aun monarcas de las varias potencias beligerantes para tratar de un ajuste decoroso y seguro entre los contendientes. Discordaban mucho los pareceres sobre si convenía hacer paz con el emperador francés, o no desistir de la guerra hasta derribarle de su trono. Estando así los negocios, en aquella noche Mad. Staë1 en su sala iba llamando sucesivamente aparte a personajes de cuenta, y con particularidad de los que tenían influjo en los negocios políticos, y les hablaba con vehemencia en secreto, o a media voz, y les decía de modo que era oída, o ya desease serlo, o ya la forzase su impaciencia a expresarse en tono más alto: Point de paix avec cet homme-là! «¡Nada de paz con ese hombre!», refiriéndose a Napoleón.

En esto, aquella mujer de tan superior entendimiento y aun de tan buen corazón daba muestras de dos de sus flaquezas, siendo la primera llevar al extremo su rencor vengativo contra el varón extraordinario de quien había recibido grandes ofensas; y la segunda, su manía de querer persuadir y estar persuadida de que a las resoluciones principales de la política de los gobiernos contribuía ella en gran manera con su voto. Apenas volví a ver a Mad. de Staël, por haber tenido que separarme todo cuanto podía del trato de las gentes, primero por 1a agravación, y después por la nueva calidad de mis males.

Y aquí no vendrá mal que declare cuál era mi sentir sobre los negocios de que era espectador interesado. Me alegraba de ver a Napoleón vencido; pero no deseaba que cayese de su trono, y menos que en él fuese sustituido por la rama antigua de los Borbones.

En este punto, al leer los periódicos de España, por lo común nada conformes a mi opinión, no podía comprender cómo constitucionales españoles deseaban en Francia una contrarrevolución que forzosamente habría de extenderse a España y de ser en ella más completa y fatal que en el país vecino, donde el interés y la opinión de muchos la tendrían que contener en términos un tanto estrechos. Por otra parte, supe con disgusto el tratado firmado por Fernando VII con Napoleón en Valençay, y los sucesos que siguieron hasta que, puesto en libertad el rey de España por el mismo emperador francés, se encaminó a ocupar su trono. Pero también culpaba en más de un punto la conducta de las Cortes liberales de España en el curso de los mismos sucesos, pareciéndome que habían obrado imprudentes por diversos y aun contrarios lados, sujetando demasiado al rey, hasta el punto de humillarle y poniéndole a merced del Gobierno británico, con desechar de pronto el tratado de Valençay, que le era tan hostil y podría serle tan funesto, sin estipular en cambio algo que asegurase a la causa de las reformas en España algún linaje mayor o menor de apoyo.

No quería yo que Fernando VII no reinase; y si deseaba que Napoleón no cayese, era por estimar que, manteniéndose en el solio el emperador francés, el rey de España no podría proceder sin respetar freno alguno. Aunque de poca edad, no dejaba yo de ver claro; pero ver el mal y remediarlo son dos cosas distintas, y aun ahora mismo, pensando en lo que sobrevino, no acierto a discurrir cómo habría sido posible estorbarle.




ArribaAbajoCapítulo XXIV

Agravación y crisis en la enfermedad del autor. Entrada en Londres de Luis XVIII, ya proclamado rey de Francia.-Viaje a Suecia.-Llegada a Gotemburgo.-Noticias políticas de España que allí recibe el autor, e impresión que le producen.-Don Pantaleón Moreno, ministro de España en Suecia.-Ligeras impresiones de Suecia.-Bernardotte y su hijo.-Llega la licencia pedida, y el autor emprende el viaje de vuelta a España.-Peripecias del viaje.


Mientras así corrían con violento ímpetu los acontecimientos políticos, tenía yo harto que atender a mi situación privada. Hacia los primeros días de marzo me sentí muy agravado en mis males. Volví a tener calentura casi sin interrupción por algunos días; empecé a arrojar esputos sospechosos; sentí diarrea, perdí carnes, hasta llegar a ser un esqueleto.

Postráronseme las fuerzas corporales y no se mantuvieron más firmes y enteras las mentales, agobiándome, sobre todo, verme amenazado de una muerte lenta a tal distancia de mi patria, de mis amigos y de mi familia, sin un consolador de mi espíritu en mis padecimientos. Los facultativos que me vieron me creyeron amagado y tal vez atacado de una tisis, y ésta ejecutiva. Divulgóse mi estado entre los españoles, y habiendo quien enviase a Cádiz noticias de mi enfermedad, abultándose lo que se comunicaba, llegó a correr la voz de mi muerte.

Entre tanto, un suceso raro y para mí nada lisonjero, si no lo fuese lo que salva la vida de cualquier modo, vino, no a volverme la salud, desde luego, pero sí a darme casi seguridad de recobrarla en época algo lejana, y aun por el pronto a darme alivio. Como dos años antes, siendo de muy tierna edad mi hijo, su madre, que le daba el pecho, sintiéndose mala, tuvo, por consejo de los facultativos, que entregarle a una nodriza. Buscóse con precipitación la que había de serlo, y se presentó una con los correspondientes buenos informes. Pero a los tres o cuatro días de estar en casa, mi madre le notó manchas y granos en las manos, y preguntándole qué era, y cortándose ella y diciendo necedades y contradiciéndose, entró la fundada sospecha de que tenía una erupción cutánea, asquerosa y pegadiza. Despidiósela al instante, y vino otra en su lugar; pero el daño estaba hecho, a punto de tener mal remedio; así el niño en breve apareció con la erupción y se la comunicó a su ama nueva, a su madre, y aun a la mía; en suma, a casi toda la gente de casa.

Yo escapé del mal, pero no tanto que no tuviese algunos granos, los cuales ataqué con fricciones fuertes, que los extirparon al instante. Los demás enfermos padecieron algún tiempo, logrando su curación a fuerza de remedios prolijos. Había pasado más de un año del completo establecimiento de los de mi casa, en la hora de mi salida para Inglaterra. Cinco meses después, y cuando apretaban más mis males, comencé a notar muchos granos en mi brazo derecho. Los enseñé al médico del embajador, que un español ido con él, y le insinué mi temor, o mi esperanza, de que fuese aquello principio de la fea enfermedad padecida por mi familia, y que yo hahría hecho retroceder con remedios fuertes. Respondióme que no lo creía posible; que sería raro mantenerse oculto un mal tanto tiempo; que, por otra parte, no era en aquel sitio donde solía manifestarse o cargar la erupción que yo recelaba, y concluyó su parecer con un ojalá fuese lo que yo creía. Pero contra el dictamen facultativo, fuese cual fuese el origen, la enfermedad salió conforme a mi sospecha, pasando pronto los granos a cubrirme la muñeca, y aun a aparecer entre los dedos, y también en la mano izquierda y otros lugares. Volví a ver al médico, le enseñé el estado de mi cutis, y él prorrumpió con alegría: «Es lo que usted se figuró, y puede usted considerarse como hombre vivo, de muerto que era hace poco.»

Vi, pues, una perspectiva más feliz, pero a la cual era preciso llegar por camino muy desagradable, no siéndolo poco para quien vive entre gentes de alta clase, y sobre todo para un diplomático en activo servicio, como iba yo a estar en breve, hallarse, para usar de la expresión propia y que hasta ahora sólo he querido decir por rodeos, sarnoso. Lo peor era que, consultados varios médicos, todos convinieron en el dictamen de que debía alimentar aquella repugnante dolencia, pues su retraso o una tardanza en salir fuera, me traería la muerte infalible y dentro de término corto. Así, hube de resignarme, pero no pensé en continuar mi viaje a mi puesto en Suecia, sino en volver a España, aunque diferí poner por obra mi propósito.

Iba muy aliviado, gracias a mi erupción, y por algunos días atendí a los negocios políticos, siendo los que entonces ocurrieron de extraordinaria magnitud: la ocupación de París por los aliados, el destronamiento de Napoleón, y volver a sentarse en el trono de Francia la estirpe de sus reyes antiguos. Vi yo esta mudanza, ni con dolor ni con gusto, con sorpresa sí, y con confusos afectos que no acertaba a explicar, parecido a otros muchos liberales, aun entre los franceses, que se esforzaban por creer, y aun creían, pero con fe tibia y medrosa, posible y hasta llegada una era enteramente nueva, en que iban a hermanarse la llamada legitimidad y la competente fuerza en el poder, con el mantenimiento de las reformas hechas al amparo de los derechos de los particulares, y, en suma, el goce, bajo un Gobierno conforme a la ilustración del siglo, de una libertad moderada y bien entendida. Hicieron efecto en mi ánimo los festejos de que era testigo. El pueblo inglés aparecía embriagado de orgullo y gozo. Los numerosos emigrados franceses que aún vivían en Inglaterra, y de ellos la mayor parte en Londres, no manifestaban menos alegría. El día 20 de abril hizo su entrada pública en la capital de Inglaterra, desde el retiro campestre en que por algunos años había vivido, último lugar de descanso entre los muchos que había ocupado en sus varias peregrinaciones y destierro, Luis XVIII, que con este título, ya reconocido por la nación francesa, iba a ocupar el trono vacante, donde se habían sentado por siglos los príncípes de su familia. Fue vista magnífica la del espectáculo de que ahora hablo, y de aquellas en que yo mismo me alegré sin saber por qué, comunicándoseme el alborozo del innumerable gentío que me rodeaba. El hermoso campo de Inglaterra, con su reluciente verdura y rico arbolado, poblado de lindas casas campestres, estaba aquel día alumbrado por un sol de primavera, si no resplandeciente como el de los demás climas meridionales, con alguna belleza en su luz un tanto apagada. Poblaba el camino adonde yo salí en carruaje de alquiler tal número de coches y gente a caballo, que, sin contar la de a pie, había de la primera un verdadero bullicio y aun tropel, cosa que no se ve fuera de la populosa y rica Inglaterra. Apareció el monarca francés, notable por su excesiva gordura, yendo a su lado el príncipe regente de Inglaterra, su igual en carnes o poco menos, y fueron recibidos con aclamaciones mezcladas con cierta benévola risa, al ver que no cabían juntos en un coche bastante ancho. Casi todos los concurrentes llevaban enormes escarapelas y lazos de cinta blanca, por ser costumbre de los ingleses ponerse en algunos casos los distintivos de naciones extrañas y amigas. La vista de aquel color, como el de la bandera blanca resucitada, no me fue muy agradable; pero vencí el involuntario movimiento de repugnancia que había sentido, y hasta logré olvidarle pronto. Volvíme a casa, y por algunos días nada supe que pudiese causarme gozo o pena en lo tocante a negocios políticos.

Entre tanto, la estación benigna era ya sentida en sus efectos; el mar del Norte se había despejado de hielos; mi salud, sin ser buena, me consentía viajar, y me veía ya precisado a elegir entre la vuelta a España o la ida a Suecia. Como había elegido lo primero, pasé a ver al embajador, conde de Fernán Núñez, y le rogué, que pues tenía cabal conocimiento de mis graves dolencias recién pasadas y presentes, tomase a su cargo darme licencia para volverme a mi patria, participándolo al Gobierno para que lo aprobase. Pero él, con asombro mío, respondió a mi petición con una cruel negativa, y aún me insinuó que de no ir a Suecia era muy posible que se me siguiese la pérdida de mi empleo. Vi yo, no sé si con razón, en su dureza una prueba de mala voluntad, hija del desabrimiento que entre los dos había habido años antes. Entonces manifesté que, aún con riesgo de mi vida y con notable molestia por mi situación, estaba pronto a pasar a mi destino; pero que iba a pedir licencia para volverme a España al Gobierno supremo de mi nación, y que confiaba en que él apoyaría mi solicitud, por constarle cuán justa era y cuán fundada en razones graves. Me prometió hacerlo así, y según supe después de cierto, faltó a su promesa, pues con un oficio que leí la remitió, pero sin recomendarla con una palabra sola. Enviada la instancia, dispuse mi viaje. El 11 de mayo, por la tarde, salí de Londres para Harwich, puerto de la costa oriental de Inglaterra, desde el cual iban al de Gotemburgo, en Suecia, los buques de corto porte que llevaban la correspondencia, y también la mayor parte de los pasajeros que iban del uno al otro país. Llegué a Harwich, y encontré contrario y recio el viento, a punto de no permitir la salida, y tan mudada la estación, que de benigna que era, se había vuelto mala y como de invierno. Sentí las consecuencias de la mudanza, y pasé en cama, o poco menos, tres días y medio que me detuve en aquel pueblecillo. El 15 de mayo, al fin, dimos la vela. Al salir yo de Inglaterra, las noticias que tenía de España era haber entrado en ella el rey Fernando; pero nada positivo podía saber en punto a su determinación respecto a la Constitución hecha en su ausencia, a las Cortes y a sus parciales. Tampoco de Francia había seguridad de si Luis XVIII se presentaría a gobernar con la Constitución que al declarar depuesto al emperador había hecho deprisa el Senado. Ignoraba yo, pues, cuál iba a ser el estado de mi patria y el del país vecino.

Mi viaje fue largo para lo corto de la travesía que hay desde Inglaterra a Suecia. Fuera de esto, el tiempo estuvo apacible y como de mayo, y los pasajeros, en mediano número, eran gente de buen humor y modos corteses, siendo uno de ellos un comerciante ruso de Arcángel, muy instruido, que hablaba inglés con perfección admirable. Esta lengua era la que sabíamos, entendiéndola los extranjeros que allí navegábamos juntos. También llevábamos un sujeto raro de quien burlarnos, que era un judío prusiano parlanchín y necio. Pero mi salud no era la que desde un mes antes había sido en Londres, sino mala. Tuve en los doce días que duró la navegación calenturas bastante fuertes. Tras de cada una de ellas crecía mi sarna. Tenía que huir de mis compañeros. Habíame provisto de guantes, y los usaba dobles: a raíz del pellejo unos de seda color de carne, abiertos por arriba, pero sólo para la uña y parte superior de la yema de cada dedo, y sobre estos unos de cabritilla. Quitándome éstos, me quedaba con los otros, con los cuales, desde lejos o poca luz, parecía que tenía desnuda la mano. Así, mi situación asquerosa no era sabida, aunque sí sospechada, y de nadie era vista. No por esto era poca mi mortificación. Llevaba conmigo un criado recién entrado en mi servicio. Era éste un irlandés, que, ausente de su patria desde edad muy tierna, había corrido mucho mundo y aprendido mal varias lenguas, entre ellas la italiana y la francesa, con bastante olvido de la inglesa, en la cual cometía las faltas comunes en sus paisanos, y aun algunas más: hablador eterno, embrollado en sus ideas, aun de las de su tierra; y con estas faltas, dotado de algunas buenas cualidades, siendo servicial, activo y de tanta ley a sus amos, cuanta cabía en hombre de vida tan baja.

El 27 de mayo aporté a Gotemburgo. Sentíame ya mejor y habíame aprovechado el aire del mar, estando benigno y agradable el tiempo, a pesar de hallarnos en climas bastante crudos. Diome golpe el aspecto de Suecia con su tierra montañosa, pero no árida en aquella estación, si bien no igual a la inglesa en la calidad de su hermosura. Desembarcado, me alojé en una fonda y me preparé a emprender mi viaje a Estocolmo. Noticié mi llegada al cónsul de España en Gotemburgo, M. Tauche, suizo, sobrino o primo de un Tauche Borel, célebre por las tramas en que había tomado parte para restablecer en el trono de Francia a los Borbones; agente principal en la seducción primera del general republicano Pichegru, y de quien corren impresas unas Memorias muy curiosas. No se le parecía al cónsul su pariente, hombre pacífico y amable.

Recién llegado estaba yo a Suecia, cuando una mañana, atravesando uno de los puentes echados sobre el canal que divide por medio la calle principal de Gotemburgo, me avisté con el cónsul, el cual, preguntándome si había yo recibido cartas de España o leído los periódicos extranjeros de aquel día, y siendo mi respuesta que nada había visto o sabido relativo a sucesos recién pasados en mi patria, me enteró en breves términos, y como hombre mal informado de las cosas de que hablaba, de los actos del rey Fernando, aboliendo la Constitución y declarándose contra sus parciales, y su entrada en Madrid después de disueltas las Cortes, y preso a los diputados más inquietos les plus mutins, todo lo cual me daba como una feliz noticia, pero no como de importancia superior, añadiendo que no había habido efusión de sangre ni serios disturbios. Quedé como herido de un golpe súbito que me hubiese lastimado, dejándome embotados los sentidos. No era yo, como he referido, parcial muy acalorado de las Cortes y de las nuevas leyes, a punto como otros de aprobar todo cuanto las segundas disponían; pero era sincero y ardorosísimo en mi adhesión a las reformas y en mi odio al despotismo, el cual conocí, aun por lo poco vago y confuso que acababa de anunciárseme, que había alcanzado en España una victoria completa. En breve, mejor enterado de los sucesos, me confirmé más en mi opinión primera, y me sentí abrasado por las más furiosas pasiones. Aun el hallarme enfermo a larga distancia de mi patria y sin comunicación alguna con personas con quienes pudiese desahogar mis pesares y enojo, contribuyó a hacer mi rabia contra el rey más violenta. En mi pequeñez y apartamiento del teatro de nuestras discordias, juré vengar en el restaurado e ingrato príncipe las ofensas y los daños que, según mi modo de ver las cosas, había recibido España, creyendo una causa misma la de mi patria y la del bando en ella vencido y maltratado. El famoso decreto de 4 de mayo de 1814, dado en Valencia, fue a mis ojos un tejido de calumniosos insultos contra los constitucionales, y un anuncio del establecimiento de la más odiosa tiranía. Ni siquiera notaba que entre las acusaciones falsas o abultadísimas puestas en boca del monarca contra los hechos del partido del cual se declaraba contrario había algunas bastante fundadas y nada sacadas de quicio, en las cuales había convenido yo mismo cuando estaba en España viendo de cerca las cosas. De las promesas contenidas en el mismo decreto, relativas a dar a los españoles un Gobierno templado, tan distante del absoluto cuanto del meramente popular, no hice el menor caso, reputándolas engañosas, a punto de no creer posible que hubiese quien ni por un solo instante creyese en su cumplimiento; suposición muy juiciosa y en que me ratifico hoy mismo, estando tan mudado de lo que entonces era y pensaba.

Las noticias que sucesivamente fui recibiendo me ratificaron en mis opiniones y en mi propósito, haciéndome tan tenaz cuanto vehemente en la defensa de una causa condenada por la fortuna, pero santificada por la bárbara y loca injusticia de sus contrarios triunfantes. Hasta una circunstancia, que en otros habría o templado o mudado las pasiones políticas que me dominaban, contribuyó, al revés, a hacer las mías más vivas e intensas. Los dos parientes más cercanos varones que me quedaban eran mis dos tíos carnales, paterno y materno; y el primero, don Antonio Alcalá Galiano, había sido de los jueces comisionados para prender a varios de los constitucionales, como había ejecutado, y para juzgarlos, como estaba haciendo, al paso que el segundo, don Juan María Villavicencio, el que había sido regente, había ido, con orden del restablecido Fernando, a encargarse del mando importante de la plaza de Cádiz, donde con bastante motivo se temía que el pendón constitucional se mantuviese alzado y rebelde, comisión que desempeñó con diligencia, tino y buena fortuna. Esto, en vez de llamarme al bando en que veía tan empeñada a mi familia, por el contrario, me irritó contra ella, excitando en mí pensamientos de un patriotismo muy feroz, del que hace gala de sacrificar los respetos privados a la causa pública.

He dicho que en Suecia no podía encontrar personas que participaran de mi modo de pensar respecto a los negocios de España. Por mi fortuna, tampoco tenía el disgusto de estar sirviendo bajo el mando de uno que fuese del bando contrario. El ministro plenipotenciario de España en Suecia, don Pantaleón Moreno, no tenía opinión formada sobre los negocios de su patria, de que por largos años había estado ausente, ni tampoco abrazaba con calor las doctrinas políticas de uno u otro de los partidos que entonces dividían, como ahora, al mundo civilizado. Era un oficial que mucho tiempo antes había salido a una comisión de su Gobierno en Suecia, y allí se había quedado tranquilo. Al hacer la paz el Gobierno sueco con el español, en 1812, había recibido el nombramiento para el destino que estaba desempeñando, sin duda porque se hallaba a mano, y porque hubo de prestar servicios para concluir el mismo ajuste. Había olvidado las cosas de su patria en el dilatado período que de ella había pasado ausente. El cargo de ministro de España en Suecia daba poco que hacer, y así él podía, sin faltar en un ápice al cumplimiento de sus obligaciones, vivir a su gusto, que era el de tratar de política lo menos posible, y el de mezclarse en la sociedad del país, donde estaba muy estimado, mirándosele casi como a sueco. No me acuerdo de si era soltero o viudo, pero sí de que no tenía familia. Su talento no se distinguía por lo grande ni por lo corto; su instrucción era escasa; su amabilidad y bondad sumas, y muchas y muy notables sus singularidades. Hablaba mal varias lenguas, y según me dijeron, tan mal cuanto la que más, la sueca, siendo la del país donde había hecho una residencia tan larga. Siendo coronel, se ponía, además de los galones con su uniforme español, las charreteras, como hacen los coroneles extranjeros, a pesar de que en España sólo las llevaban entonces los subalternos, y él me aconsejó que me las pusiese sobre mi uniforme de maestrante de Sevilla, porque sin ellas decía él que parecía poca cosa. Aunque su vestido no fuera muy a la moda, ni su figura de las mejores, siendo, además, entrado en años, y acaso representando más edad que la que tenía, era fama, no sé si fundada, que se daba color en las mejillas para aparecer sonrosado. En una palabra: era un ente original, pero muy querido por cuantos le trataban. Me recibió muy bien, llevando yo por recomendación que su hermano, el general don Tomás Moreno, residente en España, era amigo de mi familia. Con su franqueza rara me dijo que mirase la casa como mía, que viviríamos bien, que recibía con bastante irregularidad sus pagas, y que estando obligado a darme casa y mesa, podía hacer bien lo primero, siendo su habitación espaciosa y buena, pero no así lo segundo, por faltarle dinero; que por esta última razón, teniendo muchos y buenos amigos en el país en que residía, solía comer fuera de casa convidado,.y que me proporcionaría gozar del mismo beneficio, lo cual sería muy fácil, y para ambos sería cómodo y divertido. Me cayó en gracia aquel buen señor, y a mí no me habría disgustado su plan de vida, si hubiese podido seguirle; pero el estado de mi salud no me permitía regalarme en los convites, y mi asquerosa enfermedad me obligaba a huir del trato de las gentes, salvo en los casos en que excusarme de concurrir a ciertos actos era imposible. En estos casos llevaba yo mis guantes dobles puestos, y al quitarme los de encima, encubrían la mano para darle el aspecto de desnuda, pero a veces tenía que enseñarla, y entonces mi guante interior de seda, si acusaba extrañeza o recelos de que encubría algo feo, a lo menos no movía a asco. Mi vida, sin embargo, era insufrible, y sólo me consolaba estar esperando mi licencia por horas, y hallarme resuelto a irme aun si no venía, lo cual parecía muy puesto en razón al mismo ministro, quien me dijo que, en caso de hacerlo, me disculparía con el Gobierno español diciendo, como era verdad, que no podía yo hacer de otro modo. En tanto, poco observaba el país; pero no tan poco que de algo de él no me enterase.

Quise aprender la lengua, pero mis males obligaron a suspender las lecciones que empecé a tomar. Así, mis conocimientos en sueco se redujeron a decir: vacra flicka, que quiere decir: bonita muchacha, palabras que me enseñó, recién llegado, una moza de posada, haciéndome fiestas a que yo no podía corresponder, ni traté de hacerlo: Jay cunna tala suenska: «No puedo o no sé hablar sueco», y a otras pocas frases, no pudiendo decir ahora si están expresadas con corrección las que acabo de escribir. Tenía la injusticia de no gustar de las gentes, que son bonísimas en general, ni del país, que con su aspecto de región septentrional tiene muy poca hermosura. Disgustábanme por su aspecto las mujeres, muchas de ellas pelirrojas y de cutis blanco, y pecosas; pero me disgustaban más porque de nada me servían, ni aun de hablar con ellas, salvo las que sabían el inglés o el francés, y a más, siendo señoras, me acercaba poco en razón de mi estado. Admiré la hermosa presencia de las tropas, aunque no su traje. No menos extrañé oírles cantar los salmos en tono como de iglesia, según costumbre antigua de la nación, devota en su fe luterana. Vi el lucido ejército que traía de Francia y Alemania el a la sazón príncipe heredero de la corona, Bernardotte, que con aquellas tropas pasaba a Noruega, cedida por Dinamarca a Suecia en virtud de tratados recién hechos, en que todas las potencias europeas habían tenido parte, pero cuya toma de posesión parecía que iba a verifícarse con la fuerza de las armas y con vehemente resistencia del pueblo, traspasado de uno a otro dueño sin consultar su voluntad para el traspaso, habiéndose entonces levantado los noruegos y declarádose resueltos a no ser de Suecia, cuya dominación consideraban un pesado y afrentoso yugo. Más todavía que el lucido ejército del príncipe, hube de admirar su persona, de tanta nota en aquellos días, y tan digna de tenerla en todos tiempos, único de los soldados a quienes encumbró a tronos la revolución de su patria, que supo mantenerse en el que había adquirido, viviendo aún hoy dueña de la corona de Suecia su estirpe. Recibióme el príncipe gascón, trasformado en sueco, tan amable y cortés como solía serlo con todos. Sabiendo ser yo sobrino del general de marina español Villavicencio, me dijo que había conocido a mi tío en Brest, y sido muy su amigo. Añadió que él era casi español, y por eso miraba con singularísimo afecto a los españoles, cuya buena opinión anhelaba; y que por eso quería, si yo, según había manifestado, me volvía pronto a mi patria, que llevase a ella manifiestos donde declaraba sus benévolas intenciones respecto a Noruega. Hablando de Moreno le llamaba «su amigo», por afectar un tono medio entre su situación de príncipe y la de los tiempos pasados. Salpicaba sus frases con frecuentísimos «entendez-vous?», pronunciados muy a la bearnesa, o como dicen impropiamente en Francia, a la gascona. Su hijo Óscar, muy joven todavía, o bien puede decirse muy niño, me recibió con frialdad que podía interpretarse de tiesura, de distinción o de encogimiento. Este último era entonces poco querido, no así su padre, al cual amaban mucho los soldados, sabiendo él con poquísimas palabras mal pronunciadas, que era cuanto entonces sabía de la lengua sueca, acertar a darles satisfacción. Contaban también por aquellos días que su hijo, como subido a tanta altura en edad más tierna, y falto del disimulo con que la experiencia y la reflexión aprenden a cambiar la soberbia, no se portaba tan bien cuanto deseaba su padre, en cuanto a buscar el aura popular, y que en un baile dado en un lugar pequeño por aquellos días, al pasar por él la nueva real familia, como hubiese el príncipe Bernardotte dicho al príncipe Óscar que sacase a bailar a una joven, hija de un hombre conocido en el orden de labradores, allí muy considerado y que formaba brazo aparte y el cuarto en la Dieta, y como el mancebo hubiere hecho un gesto donde indicaba no serle grato llevar por pareja a persona de tan poca suposición, el padre le había empujado, no sin trazas de aplicarle algún leve castigo.

Cabalmente, hacia la época en que fui presentado al príncipe real de Suecia, y no al rey, que achacoso no gobernaba y vivía en el campo, me llegó la anhelada licencia de España, siendo ella tal, que venía bien a mi situación, pues no era ceñida a tiempo o lugar señalado, sino que me permitía estar todo cuanto necesitase para el restablecimiento de mi quebrantada salud, en el lugar que para ello eligiese. No quise perder tiempo, aunque algunos días tardó en emprender mi viaje por habérmelo impedido unas recias calenturas que me tuvieron postrado en cama. Salí, pues, de Suecia, país en que pasé tristísimos días, mirándolo, no sin alguna razón, como destinado a ser mi sepulcro. Pocas novedades ocurrieron en mi regreso. Hícele por mar a Inglaterra; desde allí le empecé a emprender por Francia a Madrid para pasar luego a Cádiz; pero, por un lado, temeroso de que resistiera mal mi salud a los trabajos de tan largo camino, y por otro, sintiendo repugnancia a pisar la corte de España en aquellos días, retrocedí, y pasando al puerto de Portsmouth, busqué en él pasaje para el mediodía de España en un convoy numeroso, próximo a la sazón a hacerse a la vela. Aun en esto no me fue propicia la suerte, deparándome incomodidades y hasta peligro. Se me presentó ofreciéndome pasaje cómodo y agradable un escocés, capitán de la balandra; acepté, aunque a precio muy subido; envié a mi criado a bordo a llevar mis chismes y ver mi alojamiento; no le consintió entrar el capitán, alegando varios pretextos; sonó la pieza de leva, después de algunos días de detención en el puerto, debido al viento contrario, y al negar al buque, cuando ya no tenía remedio, me vi en un estrecho y sucio zaquizamí, único lugar que había en el barco, no muy grande, y sí muy lleno de carga. Dimos la vela, y saliendo ya a mar ancha, se nos presentó al costado, en una embarcación de mediano porte, un sujeto, para mí desconocido, pidiendo se le diese entrada para pasar también a Cádiz. No se negó a ello el codicioso capitán, pero yo me opuse, aunque tuve que ceder, con lo cual tuve compañía. Fue el viaje larguísimo; y como las provisiones igualaban en lo malo y corto a la cámara y cama, y estaban, además, calculadas para una travesía de mediana duración, nos vimos apurados por el hambre. Mayor disgusto tuvimos. La balandra había sido construida para corsario, y de tal había servido, y recibiendo un gran cargamento, para llevar el cual no estaba bien dispuesta, se resintió el casco, y al avistar el cabo de San Vicente, al cabo de veintiséis días de navegación, empezó a hacer agua, creciendo ésta con rapidez espantosa. La tripulación se componía de cinco hombres, incluso el capitán, y faltaban brazos para dar a la bomba, por lo cual tuvieron que aplicarse mi criado y compañero de viaje a tan dura faena, de que mi debilidad no me consentía participar. Con todo, a cada instante había más agua en la bodega, y el viento estaba más fuerte del este; esto es, soplaba contrario, y era gruesa la marejada. Presentábase, pues, si no muy inminente, grave el peligro. Discurrimos de pronto mi compañero y yo un medio de salir de aquella situación, incómoda cuando menos. Cerca de nosotros venía un buque de buena presencia, con bandera mercante española. Fuímonos, pues, al capitán, y le intimamos que nos diese un bote para trasladarnos a aquel buque. Respondió él que era difícil, que la mar no estaba para que un buque la resistiese con seguridad, y que él no tenía gente que darnos, quedándose con la suficiente a bordo. Replicámosle que podía acercarse tanto al otro buque, que con poco esfuerzo de los remeros, podríamos pasar de uno a otro en breve rato y sin exponernos mucho; y añadimos que, si no accedía a nuestras instancias, llegados a Cádiz nos quejaríamos al cónsul británico del mal trato que habíamos recibido, y exigiríamos y lograríamos la devolución de parte de la crecida suma que para pasarlo tan mal habíamos pagado. Esta amenaza hizo efecto en el escocés. Nos dio el bote con cuatro hombres, quedándose él solo con otro a bordo; y como se había acercado mucho al otro barco, según nuestro consejo, fue el tránsito que hicimos brevísimo, aunque peligroso. El capitán español, al vernos saltar a su cubierta, no adivinó a lo que veníamos; y sabido que era para quedarnos con él, alegó, para no admitirnos, muy buenas razones; pero era de los hombres de mejor pasta que pueden encontrarse, y al cabo accedió a nuestro deseo. Así, en los actos más ordinarios de mi vida se atraviesan incidentes por donde a veces tengo motivo de alabar la bondad de los hombres, si bien los que se me presentan para quejarme de su perversidad son mucho más frecuentes.

Cambiando el tiempo, no bien mudamos nuestro domicilio por uno en todo superior, sólo tardamos dos días en fondear en la bahía de Cádiz. Al llegar resultó, de habernos transbordado de súbito, un inconveniente, y fue que, no constando en el buque donde veníamos nuestra entrada y existencia en él como pasajeros, por no estar apuntados en el papel o cuaderno llamado rol, y sabiéndose además que el mismo barco era procedente, en su origen, de la Habana, aunque había hecho una larga estancia en un puerto de Inglaterra, se nos sujetó a cuarentena de observación, aunque sólo de dos días. Por una rareza de las comunes en España, y que también suelen ocurrir en otros países, estando en aquellos días recelosos en Cádiz de haber habido algunos casos de fiebre amarilla, y viniendo nosotros de país muy sano, los de la ciudad tomaban precauciones para que su estado de salubridad dudosa no recibiese daño del de la nuestra evidente.




ArribaAbajoCapítulo XXV

Llegada a Cádiz.-El autor conoce la culpa de su esposa.-Consecuencias de este acontecimiento.-Noticia del alzamiento de Porlier. Agravación en sus padecimientos, y muerte de la madre del autor.-Desinteligencias con su hermana y arreglos domésticos.


Era aquélla para mí una hora feliz. Volvía a mi patria, que por algún tiempo no esperaba volver a ver; volvía con mi querida familia, y volvía, si quebrantado en salud, con grandes esperanzas de convalecer. Templaron por algún momento el exceso de mi gozo no leves cuidados. Hacía cerca de cinco meses que no sabía de mi familia, y el estado de mi madre era propio para causar susto a toda hora, y la edad de mi hijo, de aquéllas en que la vida corre peligro frecuente. Pronto se desvanecieron mis ansiosas dudas. Recibióse en mi casa la noticia de estar yo en el puerto, inesperada en verdad, porque también faltaban noticias mías, siendo general en Cádiz suponerme muerto, y si no creyéndose tanto entre los míos, recelándose alguna desdicha. No perdieron tiempo en venir a ponerse a nuestro costado en un bote mi mujer, mi hijo, mi hermana y aun mi madre, no obstante el mal estado de su salud, objetos todos para mí de tierno cariño, aunque en diferentes grados. Los tenía delante de mí, si bien no podía abrazarlos, y el corazón no me cabía dentro del pecho, y los ojos se me arrasaban en lágrimas de ternura. Noté, aun en medio de mi felicidad, cierta señal como agorera de alguna desventura, y era que mi mujer no aparecía alegre, y sí atónita y turbada.

Al día siguiente desembarqué en Cádiz. Por algunas semanas en nada pensé más que en disfrutar de mi dicha. Los sucesos políticos eran para mí tristes; pero atendía poco a ellos. El conde de La Bisbal había sucedido en el Gobierno de Cádiz a mi tío, llamado a Madrid, y ejercía su autoridad con rigor desatinado y ofensivo, más que cruel; pero nada tenía que ver conmigo, empleado venido a disfrutar de una licencia. A pesar de mi apartamiento del teatro de los negocios, no dejé de ir a visitar a algunos liberales presos en el castillo de Santa Catalina, y con ellos me dolí y con ellos maldije; pero semejantes murmuraciones no eran notadas, a pesar de la severidad de los tiempos. Tuve también que atender a mi salud, muy mejorada, pero no buena. Mi mal cutáneo seguía horroroso. Para disfrutar de aires mejores que los de Cádiz, pasé en el mes de noviembre al Puerto de Santa María, donde me detuve una larga temporada. A mi regreso a nuestra ordinaria residencia, dispuso mi madre levantar su casa, con el objeto de trasladarnos a Madrid luego que se adelantase la próxima primavera, y si, como era de esperar, la salud de ambos nos lo permitía. De aquí podían haber nacido disgustos, porque mi repugnancia a ir a la corte era excesiva y feroz, así como mi resolución de no servir bajo un Gobierno que detestaba, al paso que mi madre, como todos mis parientes, con rara excepción, era firme y aun ardorosa. realista. Pero no entramos en estas materias, esquivando venir a terreno donde no nos encontrásemos acordes los que entonces vivíamos en unión tan deliciosa. Fuimos, pues, a ocupar provisionalmente parte de la casa de mi hermana, que con su marido vivía en una sin otros vecinos, según suelen en Cádiz las gentes de un pasar más que mediano.

Allí, en mi nuevo domicilio, me esperaban grandes tragedias. Una vino pronto, y fue cruel, y acompañada de circunstancias, no menos que horrorosas, singulares. Poderosas consideraciones me prohíben referirlas circunstanciadamente, y eso que la narración igualaría a la más peregrina inventada en drama o novela. Tuve una prueba de la mayor desgracia que puede suceder a un marido, y era horrible, atroz, convincente, y aun pública puedo decir, porque a todos los de mi casa estuvo patente mi afrenta. Yo sólo la ignoré por cuatro días. Mi madre la sabía y ninguna providencia daba, temerosa de dar con ella un golpe cruel a mi salud; yo me hallaba en cama con algunas calenturas leves de las que solían acometerme de tiempo en tiempo. Salí a la calle, y el inglés, mi criado, me siguió, y sin contemplación, sin rodeos, obedeciendo a una preocupación brutal que me declaró, la cual era que mis crueles padecimientos en Suecia e Inglaterra eran hijos de estárseme haciendo alguna grave ofensa y traición a gran distancia, con el descubrimiento de la cual maldad recobraría mi salud completa, me enteró del horroroso lance que tenía ocupados los ánimos de todos los de mi casa desde el momento en que ocurrió. Casi no pude tenerme en pie al recibir tal golpe; pero corrí a mi casa, de la cual me había alejado muy poco. Viéronme entrar, conocieron en lo demudado de mi semblante que algún grave pesar traía, no siendo difícil adivinar cuál podría ser; me rodearon, me preguntaron, dije algo, noté confusión en los rostros al responderme, y seguro ya de la verdad de la narración del criado, corrí a coger mi espada, y llegué a asirla, determinando furioso ir al aposento, algo lejano, donde estaba la culpada, resuelto a lavar mi ofensa en su sangre, como en mi sentir lo requería mi honor en la inaudita gravedad de aquel caso. Mientras porfiaban por detenerme, mi hermana había acudido al cuarto de mi mujer, y dádole aviso de estar yo enterado de todo, aconsejándole que huyese si quería evitar los efectos del primer ímpetu de mi justa ira. Como nada se hubiese hablado antes con la culpada respecto a su delito, no obstante constarle a ella que lo sabían todos, aparentó ignorar qué pudiese causar mi rabia. Pero repitiendo mi hermana que lo llegado a mi noticia era lo que mal podía ocultarse con un necio fingimiento, hubo de aceptar mi mujer el consejo que se le daba, y huyó precipitadamente, sin que haya yo vuelto a verla, sino de lejos, en más de quince años que duró después su vida. Mi resolución en aquel punto fue pronta, pero inflexible, sujetándome con dolor, pero con convencimiento de que conservaba pura mi honra y daba justo castigo a un delito, a las tristes consecuencias de la vida de un divorciado.

No bien salió de casa mi mujer, cuando ya no hubo para qué ocultarme la verdad. Entonces, después de entregarme al dolor y a la cólera, por breve rato concebí y declaré mi determinación tal cual acabo de expresarla. Quedé en seguida sereno, cuanto cabe estarlo en tan amargo trance. Volvíme a mi madre y a mi hijo, y procuré hallar en ellos consuelo. El pobre inocente niño, que tenía cerca de cuatro años de edad, ni acertaba a comprender su desgracia, ni dejaba de verla en confuso. Así pasaban las tristes horas. Al día siguiente recibí una carta de la fugitiva. Decíame que habiendo ido a darle aviso de que yo iba a matarla por haber recibido alguna noticia de no sé qué ofensa que suponían haberme ella hecho, había apelado a la fuga; pero que solicitaba ser acusada y probar su inocencia, así como que pasase yo a vivir con ella lejos de mi madre, su enemiga. Creía aquella mujer que sería difícil probarle su culpa, porque la excesiva indulgencia de las personas a quienes calumniaba, o tal vez el aturdimiento producido por una escena de singular novedad y horror, le había facilitado sacar, por medio de su madre, de mi casa la prueba que bastaba a convencerla no sólo de adulterio, sino de más cruel clase de delito. Mi respuesta a tal carta fue el silencio. Vino otra al día siguiente, y ésta traída por un eclesiástico, quien después de entregármela y leerla yo, comenzó a hacerme exhortaciones en que manifestaba ser corto de talento y estar mal enterado de las circunstancias del caso de que hablaba. Respondíle yo haciéndole presente la inutilidad de sus esfuerzos y cuán poco conocía el negocio en que se había mezclado y notificándole mi resolución, que era la siguiente: no volver a ver a mi mujer; darle veinte reales diarios para su preciso sustento, y quedarme con mi hijo. Despidióse descontento el buen cura, y pasaron tres o cuatro días sin que nada supiese de la ausente. Sospechoso era el silencio; pero yo me ceñí al papel de estar en expectación.

En esto, salí a la calle a dar un paseo de aquellos con que divertía mi tristeza. Encontréme con una amiga mía, cuya residencia era entonces en la isla de León, y que había venido a Cádiz por pocos días, y preguntándome por mi salud, me dijo que había hecho la misma pregunta a mi mujer, con quien había tropezado en la casa del gobernador, conde de La Bisbal, al cual iba a hablar, acompañada de su madre, para presentarle una instancia. Fue esta noticia un rayo de luz que me descubrió por qué parte estaba amenazado. Corrí a casa y tomé una determinación propia de aquel apuro. Fui a verme con el provisor o juez eclesiástico, que era entonces don Mariano Martín de Esperanza10

, sujeto muy mal tratado de palabra y aun de obra por los liberales y muy amigo de mi tío Villavicencio cuando éste era regente. Recordé al provisor esta amistad y le dije que venía a hablarle como un caballero a un personaje de respeto, a la par que como un juez probable, y que desentendiéndome de que me podría juzgar, me atrevía a consultarle sobre mi situación, por tener justos temores de que ante el Tribunal del gobernador estaba entablada contra mí una injusta demanda. Correspondió el señor Esperanza con benévola franqueza a mi manifestación, moviéndole, tanto cuanto otras consideraciones, las de la injusticia que en mí veía, me dictó la conducta que había de seguir, hablándome no como juez, sino como amigo y consejero. Díjome, pues, que presentase un pedimento pidiendo que se hiciese una información sumaria por el juzgado eclesiástico sobre la culpa de mi mujer, sobre la cual información me reservase mi dicho de hacer de ella el uso competente, o para tomarla por fundamento de un litigio, o para guardarla. A esta súplica me encargó que agregase un otrosí pidiendo que en caso de establecerse contra mí procedimientos en otro Tribunal que el eclesiástico, éste oficiara a aquél prohibiéndole mezclarse en un pleito de divorcio, que era de competencia privativa de la Iglesia. Y añadió el buen canónigo, no sin cierta sonrisa, aludiendo al poder superior del clero, tan favorecido por el rey en aquellas horas: «Déjelos usted venir, que a buen seguro que con la autoridad eclesiástica ahora nadie puede.» Retiréme yo, pues, satisfecho del buen éxito del paso que había dado, si buen éxito se puede llamar, por huir de algunas desdichas, pasar por otras, aunque menores, todavía graves.

Hecho mi pedimento, pasado al provisor, y con la seguridad de que sería decretado como yo deseaba, y obrando en todo esto con celeridad suma, a poco recibí un aviso del gobernador, citándome a comparecer en su presencia.

Obedecí y me presenté a aquel hombre de quien sabía que por equivocación o por voluntaria parcialidadera todo de la parte a mí adversa. Él tampoco lo encubrió, tratándome, desde luego, como a culpado, y amenazándome, si no me reunía con mi inocente, calumniada y maltratada mujer, o si a lo menos no consentía en verla allí mismo. Neguéme yo con soberbia acaso destemplada, pero a la cual daba suficiente provocación con su proceder y su tono aquel magistrado. Él entonces dejó caer una insinuación sobre mis opiniones políticas, como para dar a entender que siendo yo conocido por liberal, debía temblar en aquellos momentos. Tal villanía encendió más mi furia; pero acerté a manifestarla con entereza. «Si alguna acusación se me hace, dije, responderé a ella; pero la condenación, por dura que sea, no será que me porte como marido sufrido, y ahora digo a usted, añadí, que si tiene la osadía de ponerse delante mi mujer, naciendo su atrevimiento de la protección que este lugar le daría, aquí mismo la atravesaré con mi espada.-Se le estorbará a usted, dijo el asesor, y si lo hace, llevará por ello la pena.-Bien lo sé, repliqué, y la llevaré, y culpa será de un Tribunal que dé la escandalosa providencia de sujetar a un hombre a lo que llama su deshonra, antes de probarle que al considerarla tal, obra equivocado o miente.» Poco después me retiré y supe que al asesor había dado golpe verme tan resuelto. Falló, sin embargo, contra mí, dando por dictamen que se me intimase la orden de reunirme con mi mujer, y de que, en caso de no hacerlo, pasase inmediatamente preso a un castillo. Pero yo había corrido de casa del asesor a la de Esperanza, en quien ya había empeño de protegerme. Así, fue escrito y firmado al instante un oficio donde el juez eclesiástico decía al civil que, habiendo yo entablado en el Tribunal del primero demanda de divorcio, y sabedor de que ante la autoridad del gobernador había incoado algún procedimiento sobre el mismo asunto, se notificaba a este último que dejase la jurisdicción eclesiástica expedita. Así, pues, quedó frustrada la maligna tentativa hecha hasta contra mi libertad; pero quedé yo metido en un pleito odioso, que hubo de renovar con frecuencia mi pena.

A una desdicha siguió otra. El mal grave de que adolecía mi madre desde muchos años atrás se agravó considerablemente. Acaso contribuyó a acelerar sus trámites lo que hubo de conmoverla la tragedia ocurrida a su hijo: como aun sin esto ya se acercaba a su término fatal su peligrosa y cruel dolencia, que era un tumor escirroco muy adentro en la matriz, sospechado antes con graves indicios, entonces patente y próximo a llevar a lo sumo su estrago. En enero fue la tragedia que he referido; a mediados de febrero, la postración en cama de mi madre; en abril, pudiendo levantarse un poco, pasamos a la villa de Chiclana, por si el aire del campo podía contribuir en algo a su alivio. Pero nada valía uno u otro aire con un mal como el suyo; y así, no bien llegó al pueblo donde esperábamos que padeciese menos, cuando dio muestras de sí su dolencia, con padecimientos cruelísimos.

Eran agudos, por demás, sus dolores, que mitigaba, pero no del todo, con frecuentes y copiosas dosis de opio. Al cabo, el 7 de mayo mandósele que se dispusiera para su fin inevitable. Así iba yo a perder a aquella criatura idolatrada, a quien amaba entonces con más extremo que en las épocas anteriores de mi vida, e iba a perderla, viéndola padecer hasta lo sumo en lo físico y en lo moral, agobiada por penas de que mi conducta loca y reprensible en el acto de mi matrimonio había sido la primera causa. Cuatro meses se dilató aquel estado, siéndole administrada en tres ocasiones la eucaristía, y vaticinando los médicos un fin breve, que contra su opinión se demoraba. Por la locura humana celebrábamos ver diferido el trance inevitable, entrándonos las locas y confusas esperanzas que contra todas las probabilidades se apoderan aun de las personas más juiciosas cuando van las cosas contra su deseo, hasta el punto en que se convierte la terrible seguridad de lo futuro en la dolorosa certeza de lo presente o pasado.

Todo era, pues, en mí, en el funesto año de 1815, motivo de la más amarga pena. Hasta la política vino a aumentarlas. El alzamiento de Porlier en La Coruña llamó mi atención aun en los últimos días de la vida de mi madre. Concertéme con otros para coadyuvar a otro igual en Cádiz; mero proyecto sin consecuencia, pues para llevarle a ejecución no dimos paso alguno que pudiera comprometernos, aunque no el temor, sino la imposibilidad de hacer cosa importante, fue lo que nos contuvo. Poco tardó en llegar la noticia de que el general atrevido, entregado por los sargentos de los cuerpos que le seguían en su alzamiento, había pagado su tentativa con morir en la horca, sin que la consideración de sus anteriores servicios alcanzase, no ya a lograr su perdón, o sea, la conmutación de la pena capital en otra más suave, sino un género de muerte menos acompañada de ignominia. La que cayó sobre Porlier no fue mucha. Para los de su opinión fue un mártir ilustre; para los de la opuesta, una víctima desgraciada, aunque delincuente, y la horca perdió parte de la infamia en que era tenida al ser aplicada a sujetos tan dignos.

Gran dolor me causó esta muerte, que además traía conmigo el malogramiento de locas esperanzas. Pero había poco lugar en mi alma para otras penas que la mayor de todas que entonces estaba sintiendo. Al fin llegó la hora fatal, no menos dolorosa por estar viéndola venir de un momento a otro por largo plazo. El día 17 de septiembre de 1815 falleció mi madre. En mi azarosa y desdichada vida he tenido grandes pesares; pero si alguno ha igualado al que me causó esta pérdida, lo cual dudo, sé y de cierto puedo decir que ninguno le ha excedido. Aún recordado, produce en mí más cruel efecto que la memoria de otras desventuras menos naturales y más inesperadas. Tenía mi madre cincuenta y cuatro años y medio cuando murió, y había sobrevivido cerca de diez años a su marido. Asimismo podía llamarse temprana su muerte; aun siguiendo su curso natural las cosas, podía contar con tener algunos años más tan grato arrimo, que vino a faltarme cuando más lo necesitaba.

Todavía no estaba cerrado el proceso de mis infortunios, pues el año de l816, si no me los trajo tan graves como el anterior, fue para mí señalado con uno de especie nueva. Pero antes de referirlo debo contar incidentes que con él tuvieron algún enlace, y en los cuales se pinta mi carácter, y si esto me sale favorable, la pintura, si al cabo es fiel mi jactancia, es digna de perdón, debiéndose tener presente que si no falto a la verdad para encubrir mis faltas, tampoco debo disimular algunas buenas acciones que las compensan.

Poco antes de morir mi madre, era yo objeto de su más tierno cariño, quizá más que lo que había sido antes, y acaso más que lo era mi hermana. Ésta en su niñez era un tanto preferida, si bien algo y no más por la difunta, así como lo había sido por mi padre. Pero como digo, variaron las cosas, siendo causa de ello así mis desdichas como otras circunstancias en que no fui yo el culpado. Sin embargo, mi madre era justa. Así, al morir, tratando de testar, quiso igualarnos en sus favores; pero para hacerlo buscó un medio en que salía yo ligeramente aventajado. Fue éste dejar a mi hermana varias alhajas, si no de gran precio, de alguna consideración, por vía de mejora en el quinto, pero poniéndole por condición que fuera de esto partiésemos lo que nos dejaba por igual sin cargarme en cuenta los gastos hechos por mi mujer e hijo cuando vivimos del fondo común indiviso durante los seis años corridos desde mi matrimonio; y en caso de no conformarse mi hermana con esta disposición, el importe de los mismos gastos había de ser mío, como mejora también en el quinto, o si excedía de esto, en el tercio. Es de advertir que cuando yo había tenido sueldo durante más de año y medio, le había gastado en mi casa. No se supo esta disposición testamentaria hasta dos o tres días después del fallecimiento de mi madre. Mi hermana levantó sobre ella el grito, y la afeó, no sin insinuar que podía yo haber tenido parte en una disposición que me era ventajosa. Sentíme ofendido al oírlo, y más sentí que se tachase aun en lo más mínimo la venerada y querida memoria de la digna mujer a quien lloraba; así anuncié que al momento mismo iba a extender y firmar un documento donde renunciaría a lo dispuesto por mi madre en mi favor, y por otro lado me conformaría con la ventaja hecha a mi hermana. Ésta blasonó de que no sería menos desprendida y generosa, y de que haría igual acto por su parte. La diferencia entre estas dos promesas estuvo en que la mía fue cumplida puntual e inmediatamente, y la suya no; de modo que habiendo ocurrido al cabo de un año no cabal entre nosotros serias desavenencias, como referiré, algunos meses después, al hacer las particiones, quedó mi hermana con sus ventajas, sin disputárselas por mi parte, y yo tan sin las mías, que por la suya hubo de cargárseme en cuenta los gastos hechos en los seis años por mi familia, los cuales, además, fueron tasados en valor más alto que lo debido.

Antes que las desavenencias a que acabo de referirme sobreviniesen, y no obstante la disputa sobre el testamento, terminada pronto y aun olvidada con haber cedido en lo mío, y mi hermana prometido (dejándolo para mejor ocasión, que nunca llegó) hacer otro tanto con lo suyo, mi familia, compuesta de mi tía materna, mi hijo y yo y la de mi hermana, compuesta de ella, su marido y una hija, determinamos vivir juntos. Esto fue acaso un yerro; pero lo fue mayor, hijo de mi desinterés, que llegaba a ser loco descuido, dejar todo cuanto tenía en poder de mi cuñado. No era entonces grande nuestra riqueza, pero tampoco era corta. Diez años habían pasado desde la muerte de mi padre, y durante ellos habíamos vivido holgadamente y aun con algo de lujo, sin recibir del Gobierno más que mi sueldo, de doce mil reales desde 1812. Al casarse mi hermana, su marido tenía junta alguna corta cantidad, pero la gastó pronto en establecerse con más aparato y regalo que debía y además su mujer que, dando un grave disgusto a mi madre, se había casado con él siendo un mero dependiente de una casa de comercio, ya no llevó tan bien en su marido lo que no le había parecido mal en el novio, y exigió y logró, con grande imprudencia de ambos, que saliese de la casa en que tenía provechos, y cuando no otros, su paga. De este modo, al pie de la letra, en breve, el marido de mi hermana vino a mantenerse de lo nuestro. Me acuerdo que en el año de 1815 recibimos de la Habana, de la herencia de mi padre, azúcares, que, vendidos, nos valieron de trescientos ochenta a cuatrocientos mil reales, con lo cual, si pagamos deudas de atrasos del año anterior, todavía nos quedamos con una cantidad crecida. Entrado 1816, nueva remesa de los mismos frutos nos dio hecha la venta sobre trescientos mil reales. Teníamos, además, una partida de brillantes sueltos, adquiridos por vía de especulación cuando manejaba nuestros negocios Quilliet, y cuyo valor estaba tasado en cuatrocientos mil reales, habiendo habido, en 1809, quien nos ofreció por ellos trescientos ochenta mil, y no queriendo mi madre darlos por este precio, bien que ya las ofertas de los que se presentaban por compradores eran muy bajas. A todo esto, había que agregar una caja de oro esmaltada, dada por el rey de Nápoles a mi padre, con el retrato del monarca en medio, con un óvalo cercado de treinta brillantes bastante gruesos, teniendo la joya otro círculo de más de cincuenta de muy menores dimensiones, y siendo su valor de entre sesenta a ochenta mil reales. Todo esto fue a poder de mi hermana y mi cuñado, sin hacerse particiones, sin llevarse cuentas, y comiendo y vistiendo mi tía e hijo del fondo común, modestamente, al paso que yo, cual si fuese hijo de familia, pedía de cuando en cuando cortas cantidades para mi bolsillo, cortas en verdad, pues ni tenía el vicio del juego, ni hacía gastos con mujeres. Entre tanto, el lujo de la casa común fue haciéndose extravagante. Adornóse con tanto más aparato y costo que lo ordinario en Cádiz y en aquel tiempo. Tomóse cocinero, sobre tener ya bastantes criados. Rara vez comíamos solos, y hasta al cenar teníamos compañía: pero de esta vida alegre y lujosa, que era el camino de nuestra ruina, si participaba yo, era con muy poca ventaja. Mi hermana vestía con mucho rumbo, y quiso tener casa de campo en Chiclana, lo cual se llevó a efecto, porque así lo hacen las gentes de tono. En medio de esto, hice yo un viaje a Medina con mi criado inglés, y en dos temporadas pasé allí sobre mes y medio, gruñéndoseme mucho lo que había gastado, aunque en un pueblo falto de toda distracción y diversión costosa, poco hubo de haber sido. No se crea, sin embargo, que por estas cosas me indispuse yo con mis parientes más cercanos. Miraba entonces con fatuo desprecio mi propio interés. Así, sólo cuando ofensas de cierta clase vinieron a hacerme pensar en estos locos sacrificios, y cuando se me mostraron interesados con exceso los que tan desinteresado me encontraban, hube de pensar en esto que ahora recuerdo.




ArribaAbajoCapítulo XXVI

Amistad que contrae el autor con un sacerdote americano.-Favores que a éste dispensa.-Desavenencias domésticas, e intervención que en ellas tiene el cura agradecido.-Situación dolorosa.-Vida libertina.-Estudios y maquinaciones revolucionarias.-Epitalamio que el autor escribe con motivo del casamiento de Fernando VII con la infanta de Portugal, y fama que con esto adquiere.


Sin atender yo mucho todavía a los negocios polítícos, les daba tal parte y peso en mi consideración y tal influjo en mi conducta, que había resuelto valerosa y desatinadamente no pisar el suelo de Madrid ni reconocer la tiranía de Fernando; y si no renunciaba a mi empleo, cosa no estilada entonces y que podía haber sido peligrosa, le tenía en el nombre solamente, siguiendo en disfrutar de mi licencia y no cobrando mi sueldo. El Gobierno, por otra parte, apenas necesitaba secretario en la legación de Suecia, y dejaba serlo a uno que, si no servía, tampoco cobraba. Mi vida era, en lo poco que la pasaba lejos de mi familia, con los de mis opiniones, y prefería a los más acalorados. Tenía particular trato con algunos americanos que, por ser adictos a la causa de su patria, sublevada a la sazón contra la tiranía del rey de España, y sustentando las doctrinas y el interés del Gobierno popular, me eran en grado sumo agradables; habiendo yo sido, además, desde mucho antes, en lo relativo a los negocios de América, de muy otro modo de pensar que los constitucionales españoles, inclinados a usar con los de Ultramar de la fuerza, no con mucha justicia en mi sentir, y según debía pensar toda persona juiciosa y no alucinada con escasa esperanza del futuro triunfo. Además, miraba yo con cariño fraternal a los de la sociedad secreta a que me había afiliado, ennoblecida entonces y pasada a tener grande importancia por ser blanco de una persecución sañuda.

No obstante el peligro que había en celebrar ritos masónicos, no dejábamos de cometer la imprudencia de juntarnos alguna vez en logia. Eü una de éstas, y también en el trato que se entabla en las calles, me hice amigo de un clérigo, en quien concurrían las circunstancias, para mí recomendabilísimas, de americano celoso de la independencia de su nación, de liberal y de hermano de la secta, faltándole todas las calidades propias de su profesión sagrada. Era de muy corta estatura y de algo linda presencia en su pequeñez, con la audacia común en personas de su tamaño. Atildado en sus modos y traje, y aun vistiendo con rigor a la moda, siguiendo las de Inglaterra, donde había pasado algún tiempo; no sin talento, aunque de corta instrucción; incrédulo y jactándose de serlo, y, en fin, de mil maneras vicioso. Sólo por el fanatismo político puede darse razón, si no disculpa, de haberme yo unido estrechamente con sujeto digno de tan poco aprecio. No era aún de larga fecha nuestra amistad, cuando un día recibí aviso de estar preso el tal cura, sospechándosele con harto motivo de estar en maquinaciones con sus paisanos para coadyuvar, en cuanto él podía, a su propósito de sacudir el yugo de España. Preso ya aquel hombre, vino a ser para mí un mártir de la santa causa de la libertad. Bien es verdad que, aún siéndolo, no lo era de la de España; pero esto me importaba poco, pues al fin de los americanos, así como de los españoles, sus hermanos poco antes, era Fernando VII el común enemigo. Acudí, pues, a dar consuelo y socorro al triste encarcelado, que bien había menester lo segundo, pues según me descubrió estaba sin recursos de clase alguna. Atendíle yo conforme a mi obligación de hermano, por tantos que se llaman así desatendida, y por mí en aquel caso necia y excesivamente guardada. Duró poco la rigurosa prisión de mi nuevo amigo, y, según costumbre, empezó a consentírsele por los oficiales de la guardia que de noche saliese, volviéndose a hora avanzada a su encierro.

Venía, pues, a pasar la prima noche en la casa donde vivía yo con mi hermana y cuñado, y aun a cenar nos acompañaba. Pasado otro breve plazo, ampliósele él arresto hasta dejársele la ciudad por cárcel, corto favor para quien no tenía con qué pagar un alojamiento. Sabiendo el apuro de este desgraciado, mis hermanos y yo, de común acuerdo, le ofrecimos hospedaje en nuestra casa, bastante espaciosa. De la mesa ya disfrutaba. Así pasó a ser uno de la familia. Entrado en lo más interior de ella, no tardó en enterarse de mi descuido en punto a interés, y de que en poder de mi hermano político estaba todo. Tomó, pues, el plan de lisonjear a éste y a su mujer, y adquirida la confianza de ambos, de indisponerlos conmigo si yo llevaba a mal su predominio en nuestra casa, y aun de echarme fuera de ella, haciendo que, por el pronto a lo menos, se alzase con el caudal de los dos el que le tenía en su posesión absoluta. Favoreciéronle las circunstancias. Mi tía y mi hermana se miraban casi con aversión, teniendo la primera todo su amor puesto en mí y después en mi hijo. Hubo en mi casa disputas domésticas, de las que en todas suele haber, y en ella no faltaban, pero hiciéronse más frecuentes que antes; terció en ellas el malvado cura; empezó a mirar a éste con odio imprudente mi tía, señora violentísima de condición y hecha a gobernar nuestra casa con poder absoluto en vida de mi madre. Al cabo hube yo de intervenir en las disputas, e irritado de la conducta de nuestro huésped, le manifesté por ella mi descontento. Tomó su partido con loco calor mi hermana, a quien mi tía había exasperado. El paradero de esto hubo de ser salirme yo a la calle con mi familia; pero en tal situación, que apenas llevaba lo suficiente para mantenerme por pocos días, quedándose con todo lo mío, y hasta con los cubiertos de mis padres, mi cuñado, y con él regalándose en su casa el cura, mi tierno y favorecido amigo. Verdad era que, entablando una demanda judicial, habría yo recobrado mis bienes; pero los trámites de la justicia son largos y costosos; mi cuñado estaba en posesión de todo, y yo careciendo de lo necesario para los primeros gastos del pleito; además, por falta de papeles y cuentas, era difícil justificar lo que me correspondía. Vime, pues, en la más apurada situación posible. Por casualidad se me procuró un medio inesperado por donde pudiese reclamar lo mío con más desahogo, pues gané en la lotería moderna diez mil reales.

Pero los intereses no eran los que habían causado mi seria riña con mi única hermana, aunque en ello viniesen a mezclarse. Otra cosa, pues, me dolía más que mi situación pecuniaria, la cual había de tener y al cabo tuvo remedio, si bien a costa de salir yo exorbitantemente perjudicado. En el alma era donde había yo recibido crueles heridas, de aquellas que infaliblemente se enconan. En año y medio había sido víctima de la traición de una mujer, por cuyo amor había hecho enormes sacrificios, perdido a mi madre idolatrada, experimentado la más viva ingratitud de un ente a quien favorecí con exceso, y enemistádome con mi única hermana, que tiraba a reducirme a pobreza, con quebrantamiento de las leyes de justicia en punto a respetar lo ajeno, así como desatendiendo y conculcando los primeros afectos naturales. Mi tristeza fue profunda, pero acompañada de odio a la naturaleza humana. También las cosas políticas engendraban o fomentaban en mí iguales amargos sentimientos y afectos, viendo, según mi modo de juzgar los sucesos, triunfante la causa de la tiranía en sus malvados secuaces. Aunque era mala mi situación, no pensé en remediarla buscando aumentos en mi carrera, para lo cual me sería forzoso servir a un Gobierno aborrecido. Pensé seriamente en el suicidio, como buena salida de existencia tan dolorosa; pero, o me faltó valor, o hubo en mí el necesario juicio para no llevar a efecto mi propósito. Abracé, pues, otro remedio poco mejor para distraerme de mis penas; remedio por el cual he llevado aun más que el merecido castigo, quedando sujeto por todo el discurso de mi vida a negras calumnias, fundadas en hechos muy abultados, aun considerando la época en que algo tenían de cierto, y en tiempos posteriores supuestos de todo punto. Me entregué a una vida desordenada y licenciosa. Privado de las relaciones que pueden tenerse con las mujeres, ya por mi calidad de casado, aunque divorciado, ya por no prometerme mi presencia triunfos amorosos, ya por estar persuadido de mi fatal estrella, me di al trato de las mujeres de mala vida, haciendo de ello gala con desvergüenza, y sacando de mi mala práctica una teórica en la apología del vicio, con lo cual hacía harto más daño que mis compañeros de desorden, meros libertinos por rutina, y en quienes fomenté, así como en otros desperté, malas inclinaciones, persuadiendo por regla a hacer lo que unos ejecutaban por costumbre, y otros se preparaban a copiar sólo como mal ejemplo.

Añadíase a esto tener frecuentes convites y grescas en que cometíamos excesos de bebida, que en vez de encubrir manifestábamos, y aun ponderábamos, siendo hipócritas y aun fanfarrones del vicio, como los hay de la virtud con más razonable y no peor conducta. Es con todo falso que aun en este período, el peor de mi vida, y cuya duración fue de tres años con algunas interrupciones, fuese yo dado a la embriaguez como vicio permanente, falta que se me ha achacado, por unos con infame impostura y por otros con reprensible ligereza, en época en que mis costumbres han sido arregladas, o cuando menos mi modo de vivir decoroso y sobrio. En los días de que hablo, había en Cádiz y en sus inmediaciones cuadrillas llamadas de manzanilleros, por ser su ocupación constante hartarse del vino llamado allí de manzanilla, que bebían en las tabernas a todas horas, alternando los tragos con cortas cantidades de comida de chucherías estimulantes. A estas pandillas jamás me agregué, y aun en mis excesos rara, si alguna vez, los imité, cometiéndolos, cuando de ello era culpado, en comidas de mejor gusto y en más decentes lugares; pero con ellos era confundido, sin que haya razón para quejarme de que la gente de juicio y buena conducta no hiciese la distinción debida entre varias especies de viciosos. Al revés, sin estimar ni imitar a los manzanilleros, los respetaba como aliados y los temía como a contrarios, no fuese que haciéndome fuerza me colocasen entre los hombres de vida arreglada. Así, llevaba mi locura hasta a seguirlos en alguna, bien que rara ocasión, a las tiendas donde concurrían, y hasta detenerme en ellas, aunque breve tiempo, y a probar en corta cantidad su licor favorito; pero como procuraba hacerme visible en mi entrada, nadie sabía que la hacía con poco gusto y no de continuo y para detenerme poco tiempo. De otro desorden, sí, era más culpado, aunque no se me haya echado tanto en cara; pues mi trato con los entes despreciables que viven de la prostitución era constante, y vino a ser mi recreo.

He expuesto con lisura, y sin el menor disimulo, mis faltas. Por lo mismo, y desafiando a los bien enterados de ellas me prueben que algo oculto o atenúo soy acreedor a que se reconozca por verdad lo que tal declaro. No extraño, sin embargo, que lo contrario suceda. Mis extravíos merecían grave pena, y la han llevado con haber dado motivo a que se me calumnie y a que sea creída la calumnia. Razón es que ni el arrepentimiento acompañado de la enmienda goce de las ventajas dignas y propias de la virtud en ningún tiempo desmentida, y bien está que sirva para retraer de la carrera del desorden saber que de las manchas en ella contraídas queda tan mal parado el concepto del hombre, que no se limpia del todo ni aun con largos años de vida buena y juiciosa.

En medio de mi desorden, ni abandonaba la lectura, pues antes la seguía con empeño, ni me desviaba del terreno de la política, sino que, al revés, me entraba en él hasta exponiendo a graves peligros mi persona. Dediquéme algo a la filosofía y metafísica, y me volví materialista no porque cuadrase tal doctrina con mi vida de libertinaje, sino porque el estudio de los sensualistas, y especialmente de Destutt y de Tracy y Cabanis, produjo en mí convencimiento. En efecto, el deísmo al modo de Voltaire lleva a este paradero, así como al de la religión el de la escuela de Rousseau. Abrazada mi nueva creencia, la predicaba con fervor, aunque con la correspondiente prudencia, porque la Inquisición vivía. Con mayor riesgo declaraba más opiniones políticas. En este último punto, mi conciencia, a la par reconviniéndome por mis extravíos y esforzándome por disculparlos hasta a mis propios ojos, me sugirió una idea en abono de mi perversa conducta, idea ingeniosa y que, teniendo bastante de falsa, tenía no poco de verdadera. Figuróseme que pasando yo por un calavera y casi un perdido, aunque exento de trampas o de acciones contra el honor, nadie me sospecharía de acérrimo y activo liberal, y aun de conspirador tenaz y osado, con lo cual podría con más seguridad desahogar mis opiniones y contribuir a la caída del Gobierno tiránico que oprimía a mi patria. Como se verá, estos cálculos no salieron enteramente errados. Si no hubiese yo tenido tan mala fama, mal podría haber escapado sin llevar algún duro castigo por mi conducta política, y menos podría haberla seguido hasta tener parte considerable, tras de años de continuo trabajar, en la mudanza que rompió en manos del rey el cetro del monarca absoluto.

En el verano de 1816, cuando iba dando principio a mí mala vida, pero no habiendo aún llegado a adquirir mi nada envidiable celebridad, en los días en que mis sinsabores privados tenían más exarcebada mi condición, ocurriendo el casamiento de Fernando VII con la infanta de Portugal, doña María Isabel, fue este suceso solemnizado con grandes festejos hasta por los liberales gaditanos, ensoberbecidos de dar a la reina en su ciudad el primer hospedaje a su llegada a tierra española, y celebrado por varios de los poetas de España, si bien casi por ninguno de los de gran valía, a la sazón presos o desterrados o de otro modo perseguidos. Indignéme con esto, y empuñando la pluma compuse, con el título irónico de Epitalamio, una tremenda invectiva contra el monarca, tal que, probándoseme ser yo el autor, corría gravísimo peligro de llevar hasta la pena de muerte11. Nadie compone sino para ser leído; y, además, quien hace un acto de valor gusta de ostentarle, y quien aboga por una parcialidad caída, se envanece de serle ardorosamente fiel en la mala fortuna. Enseñé, pues, mis versos, y gustaron sobre manera, no tanto por su mérito poético, si bien tenían alguno, aunque corto, cuanto por los pensamientos y vivo afectos que expresaban; por donde sus aprobantes, sobre darles un precio alto como efusión patriótica, les encontraban belleza literaria no poco subida. Ello es que los versos empezaban a correr mucho más que lo conveniente a mi seguridad. Cuando de ellos me hablaban, me confesaba su autor, y me engreía de serlo, moviéndome a la par a tan loca osadía orgullo de patriota indómito y vanidad de aplaudido poeta.

Acuérdome de que en septiembre de 1816 ocurrió con este motivo un incidente, que a la par lisonjeó mi vanidad y me infundió justo, aunque no excesivo miedo. Don Juan Nicasio Gallego, el afamado poeta, diputado que hahía sido en las Cortes Generales y extraordinarias, estaba confinado, en castigo de su conducta como constitucional, en la Cartuja de Sevilla.

Al llegar la nueva reina a Cádiz, y pasar de allí a Madrid, mandó el Gobierno que todos los presos principales que lo fuesen por su adhesión pasada a la causa constitucional se separasen del lugar donde estuviese residiendo, aun de paso, la real persona, hasta distancia de algunas leguas. Así, salida la reina de Cádiz, y pasando a estar un día en Sevilla, hubo de salir de su prisión Gallego, consintiéndole venir a Cádiz en compañía de un lego que le servía como de guarda de vista. De este modo, la desvariada persecución, intentando un rigor más, hacía una gran merced, siéndolo dar a un preso libertad, aunque por término breve. Acudí yo a verle como a conocido y casi amigo, inspirándome compasión su suerte, y veneración y ternura su persona y la causa por que padecía. Recibióme con cariño y estrechamos nuestra amistad, estando yo frecuentemente con él en los días que permaneció en Cádiz, y oyéndole con gusto referir, con su sal nada común, sus padecimientos y los de sus compañeros, en que por parte de sus perseguidores se había mezclado lo ridículo con lo atroz. Pero lo que importa a mi propósito presente es referir lo que ocurrió cuando fui a verle por la vez primera. Recién entrado en su cuarto, y hallándose en cama por estar indispuesto, me había sentado a su cabecera, cuando entró, con el abate don Juan Osorio, conocido antiguo mío y celoso constitucional, don Tomás González Carvajal, literato antiguo y célebre poeta, de algunas y grandes dotes en la poesía religiosa, ministro que había sido de Hacienda en 1813, y, aunque devoto, acérrimo partidario de la causa de la Constitución, y como tal, aunque levemente, castigado. Éste, como no me conociera de vista, al entrar y entablar la conversación, se volvió a su compañero como preguntándole con el gesto quién era yo, y si delante de mí podría hablarse con franqueza. A esto dijo Osorio: «Es Galiano», a lo cual, levantándose él, se acercó a hablarme y dijo que se alegraba de conocerme. Hecha general la conversación, dijo González Carvajal a Gallego: «Por ahí han corrido unos versos que atribuimos a usted, no sabiendo quién otro hubiese por estos lugares capaz de haberlos compuesto.» Mucho halagó mi vanidad que pudiesen equivocarse mis versos con los de Gallego, pues no dudé que se trataba de los míos. «Hombre, no, dijo asustado Gallego, y ya los he visto; y si por un lado me alegraría de haberlos escrito, por otro, en mi situación, siento mucho que se me atribuyan. No, repuso Carvajal; pierda usted ese cuidado, porque ya se sabe que son del señor», lo cual dijo señalándome. Terrible era aquel «se sabe», cuando el saberse podía costarme tan caro. Así pareció a Gallego, que, incorporándose en la cama como agitado, pareció sentir el peligro en que me veía. No fue tanto mi temor cuanto mi orgullo al ver el papel que en aquel momento estaba representando, aunque delante de un número tan corto de espectadores. Desde aquel día, el ser autor del famoso epitalamio me puso en un puesto respetable entre los constitucionales vencidos.




ArribaAbajoCapítulo XXVII

Pizarro, ministro de Estado.-La masonería española.-Propósitos que llevan el autor a Madrid.-Entrevista con el ministro de Estado y vuelta a Cádiz.-Asuntos políticos y particulares del autor.-Regreso a Madrid.-Conducta de Pizarro.-Polémicas literarias que algo degeneran en políticas.-Estado de los negocios públicos.


A fines de 1816 fue nombrado ministro de Estado Pizarro. Nuestra amistad antigua estaba concluida y hasta olvidada, gracias a la perfidia, según yo la calificaba, de que usó conmigo al salir nombrado ministro para Prusia. Por otra parte, haber aceptado el ministerio del rey Fernando no le recomendaba a mis ojos. Bien es verdad que nunca había sido constitucional ardoroso, pero sí de doctrinas reformadoras e ilustradas. Esto conocido, y la circunstancia de no serlo menos la claridad y agudeza de su entendimiento y su experiencia de los negocios, dio que esperar de su ministerio, llegando algunos a prometerse que daría un sesgo a las cosas por donde, si bien no era de esperar el establecimiento de una Constitución semejante a la derribada, había casi seguridad de que cesaran las persecuciones y se gobernara con arreglo a lo que exigía el siglo. No esperaba yo tanto, pero sí mucho de su talento. No se cumplió ninguna clase de esperanzas, pues Pizarro, pudiendo más que él la situación de los negocios domésticos y extranjeros, se acreditó poco, si bien hubo injusticia en el exceso con que fue tachado. Yo, para mi interés particular, nada esperaba y nada quería. No le escribí, porque desde nuestro rompimiento en 1813 no estábamos en correspondencia. Sin embargo, a poco de elevado al ministerio, mi tío paterno, don Antonio Alcalá Galiano, me envió a decir que le había preguntado por mí, manifestando grande empeño en mi suerte y conservar vivos los afectos de nuestra amistad pasada, sin acordarse de los disgustos que la habían terminado. Con este motivo me exhortaba mi tío a que le escribiese. A ello me negué; se insistió, reiteré mi negativa, y después de algunas disputas por cartas, cedí, contra mi ordinaria tenacidad en casos de igual o parecida naturaleza. Pero tuve el disgusto de ver que había acertado al principio y no al fin, pues mi carta a Pizarro quedó sin respuesta.

Poco me importaban, sin embargo, desvíos de un ministro en la doble vida que vivía, ya de hombre entregado a continuos y feos deleites, ya de liberal mal contento y aun entrado en la senda de las conjuraciones. En efecto, en 1817 ya existía una vasta en toda España; yo tardé poco en ser miembro de los más activos y diligentes en el cuerpo gigante que se extendía por toda la Península, pronto a obrar allí en donde se presentase la ocasión. La sociedad masónica era la forma que la conjuración había vestido. Por una singularidad, la cabeza no estaba en Madrid, sino en Granada; de la provincia de este nombre era capitán general el conde de Montijo, cuya natural inquietud después de haberle llevado, entre el general asombro, a figurar como delator oficioso de los perseguidos constitucionales en 1814, ahora le tenía de caudillo en las filas de los enemigos del Gobierno, al cual estaba sirviendo en puesto importante y de confianza. Hasta entonces la sociedad masónica con mayor valimiento entre los afrancesados que entre los liberales en sus logias en España, era dependiente de autoridad suprema extranjera, obedeciendo unas a la de Francia, otras a la de Escocia y algunas a la de la República angloamericana. En el tiempo de que hablo fue creado un supremo gobierno de la hermandad, la cual pasó por una leve mudanza, llamada regularización, que consistía en añadir señas nuevas de reconocimiento entre los masones españoles, sobre las que tenían comunes con los demás del mundo. Constituida esta sociedad en oposición directa al Gobierno, por el cual estaba anatematizada y perseguida en lo civil y en lo religioso, tenía que ser una máquina cuyo juego principal y constante se encaminase a la ruina de su enemigo.

Era, en efecto, propia para empeñar vivamente las pasiones la sociedad masónica española de aquellos días. Cada vez que nos juntábamos en logia, corríamos gravísimo peligro, de los que entonces tenían el atractivo de la novedad entre otros varios. Aún así, teníamos nuestro aparato, aunque pobre, y nuestros adornos, con que celebrábamos nuestros misterios. Aún fuera de trabajos, el peligro nos seguía; pero estaba compensado con satisfacciones y aun con algunas ventajas. Lo que la sociedad prometía en otras partes sin cumplirlo, en España tenía puntual cumplimiento, reinando entre los hermanos afecto casi fraternal, o dígase amistad ardiente y sincera; circunstancia nacida del fanatismo de secta qué nos poseía, y de saber que todos estábamos en un empeño que podía costarnos la existencia.

Sin embargo, en 1817, la masonería española aún no estaba resuelta a obrar activa e inmediatamente contra el Gobierno. A ello iba, en verdad, pero con lento paso, con cautela, contando en su gremio hombres que querían detenerse tanto, que la detención equivalía a que darse en el camino, y aun no faltaban quienes, si bien en corto número, o deseasen o creyesen no pasar de la celebración de ritos ociosos. Viose esto en un suceso notable ocurrido en la época a que me refiero. Había intentado el general Lacy enarbolar el pendón constitucional en Cataluña, y al empezar a poner por obra su intento, había visto desbaratado su proyecto y caído prisionero de un Gobierno nada misericordioso. Varios de sus ayudadores en la malograda empresa habían logrado ponerse en salvo y llegado a la plaza de Gibraltar, de paso para América, a donde se dirigían. Sabedores de ello los masones de Algeciras, acudieron a darles auxilio.

Creíanles a todos hermanos; pero como se encontrasen con que muchos de los fugitivos no lo eran, al momento los recibieron en la sociedad, como si cierto instinto les dijese que masón y conjurado eran en aquellos días en España una misma cosa. Llegada a Cádiz la noticia de esta ocurrencia, discordaron en nuestra logia los pareceres en punto a aprobar o reprobar la conducta de los hermanos de Algeciras. Un personaje que se daba grandes apariencias de celoso y miraba mucho por sí, cuya conducta posterior, en una hora de prueba, fue débil a punto de obrar activamente en pro de lo que llamábamos tiranía contra los partidarios de la libertad ya armados y sublevados, siendo masónica tanto cuanto patriótica su empresa, cuya profesión actual es figurar en las filas de la gente de opiniones extremadas y calientes, y cuyo nombre no quiero citar, con voz hueca y campanuda procuró disfrazar consejos tímidos, y afectando llorar con voz casi ahogada por la pena, manifestó a la par, con un vivo y profundo dolor por nuestro hermano Lacy, a la sazón ya muerto en un suplicio, que había sido mal hecho comprometerse en dar auxilio a sus compañeros desgraciados o en formar con ellos relaciones. Contra este dictamen clamé yo, acalorado, con otros varios, sustentando que si nuestra sociedad no se empleaba en favorecer a cuantos algo hiciesen para derrocar el Gobierno, nuestro contrario, nuestra existencia era ridícula, sobre inútil. Prevaleció este dictamen mío, pero no se pasó a más que a aprobar lo hecho en Algeciras, no habiendo posibilidad de otra cosa por entonces.

A la entrada del otoño de aquel año hube de ceder otra vez a ruegos repetidos, hasta prestarme a ir a Madrid y ver a Pizarro. Pero mi principal objeto era trabajar en la logia de la capital, la cual, si bien subalterna por el lugar de su residencia, no dejaba de tener superior importancia. Además, mi entereza empezaba, si no a doblarse, a resistir menos al impulso de pasiones y fuertes consideraciones. En mi método de vida gastaba locamente, y si bien era rígido en punto a no contraer deudas, en lo cual más fui de alabar en los días de mala conducta que lo he podido ser en los de buena, por eso mismo iba desperdiciando lo mío con tanta prontitud como alegría. Verdad era que entre mis vicios no era contado el del juego, pues aun viviendo con muchos jugadores, si alguna vez aventuraba sumas, nunca cuantiosas, lo hacía por complacerlos y con repugnancia, y rara vez; pero aun esta buena prenda mía, si me libertaba de arruinarme pronto con grandes pérdidas, me privaba de ganancias. Comía de mi capital. Una avenencia con mi cuñado en el mismo año de 1817 había puesto en mis manos bastante menos que la mitad de los bienes heredados de mis padres. A mi mujer no daba más que el corto auxilio de un peso fuerte al día; pero ya esto era algo. Me había olvidado decir que con esto había evitado el pleito, prestándose a ello indirectamente el provisor, sucesor del señor Esperanza, y alcanzando yo cuantas ventajas podrían haberme resultado del fallo más favorable, salvo declararse legalmente el divorcio, en lo cual no insistí yo, ni ella en lo contrario, porque fue tal su imprudencia, que llevada adelante la causa, habría sido forzoso juzgarla, aunque no con bastante fundamento, por infanticida; delito de que no fue culpada, aunque sí de haber causado la muerte de una criatura por abandono y deseos de encubrir su nacimiento. Sea como fuere, este pleito había quedado suspenso para siempre, pero dejándome una carga constante. Tenía un hijo ya de seis años de edad, y con él a mi tía, ya anciana, que cuidaba de ambos. Traté, pues, si no de servir activamente en la esfera del Gobierno interior de España, de continuar mi carrera en las embajadas. Entre tanto, si se me presentaba ocasión de proceder en la obra de derribar al Gobierno, estaba resuelto a no desaprovecharla, aún jugando en ello la cabeza.

Con estos vanos propósitos pasé a Madrid, donde llegué próximo a terminar octubre.

Encontré disuelta la logia de la capital, de cuya existencia había tenido el Gobierno alguna noticia, procediendo contra varios de los que la formaban y obligando a los otros a precaverse y aun a suspender sus trabajos. En una parte, pues, del objeto de mi viaje, mis esperanzas habían salido fallidas. Quedábame ver al ministro, antes mi amigo. A mi llegada a la capital, estaba en El Escorial con el rey, pero vino muy en breve. Al. pasar a verle, batallaban en mi interior encontrados y vehementes afectos: recuerdos de nuestra antigua vida en estrecho y frecuente trato, memorias de la ofensa de él recibida, empacho al ir a encontrarle ministro del rey, yo liberal confirmado, y por esto último y por otras causas, recelos de no ser recibido, sino como lo es por un ministro un secretario de legación, lo cual sería en verdad repugnante, por desdecir tanto del pie en que habíamos estado el uno respecto al otro durante algunos años de nuestra vida. En esta inquietud de mi ánimo, de repente formé una resolución de aquellas a que, aún ahora viejo y desengañado, soy propenso, a saber: la de provocar mi mal, atrayéndomele por la entereza, en vez de esperar sumiso o resignado a que llegue; en suma, la de mostrarme con una persona cuya enemistad podía ser temible, altivo, y de aquella altivez que más ofende, porque con su aparente humildad tiene aspecto de ironía. Estas resoluciones, sobre otros inconvenientes, llevan consigo el de justificar en los poderosos la mala acción contra el inferior antes su amigo, que tenían pensada, pero oponiéndose a ella la vergüenza, a punto de estorbarles llevar a ejecución su pensamiento. Lo que de súbito resolví, al punto ejecuté, que fue, al presentarme al ministro y al preguntarme éste cómo estaba, responderle: «Para servir a usted, excelencia.» Demudóse Pizarro, sintiendo cuánto encerraba en mí el hecho de darle tratamiento. ¿Qué es eso de excelencia?, dijo, y murmuró otras palabras, entre las cuales oí algo de los muchachos, que era alusión a la temeraria imprudencia, común en los de mi edad. No era, con todo, tan poca la mía, pues contaba veintiocho años. Duró poco la visita, conservando el ministro apariencias del mayor despego. Desde entonces, mientras gobernó, me trató con frío desdén, bien que rara vez tuvo ocasión de hacerlo, manteniéndome yo muy alejado de su persona.

Por esta y otras causas pensé detenerme poco en Madrid. Mandóse que se me pagasen mis sueldos devengados de tres años, favor sin duda, pero entonces no grande, pues mis males habían sido contraídos en el servicio, y yo tenía aún mi empleo, y los gastos de mi viaje a Suecia, que a tanto alcanzaban. Hecho esto, a los cuarenta y cinco días de mi arribo a la corte, le volví la espalda lleno de gozo para restituirme a mi querida mansión de Cádiz, a la cual me llamaban deseos vivos de volver a mis diversiones reprensibles, y también ansia de desviarme del Gobierno, y justificando aun para mí esta segunda consideración lo mucho que en mi anhelo y determinaciones influía la primera, no para confesada.

A mi vuelta a Cádiz, los trabajos masónicos andaban lentos. Así, sólo lo que era vituperable y me dañaba fue lo que encontré, a saber: modo de continuar mi vida, en la cual no sólo el desorden era perjudicial, pues otros me aventajaban con mucho en excesos, sino la afición que cobraba a una vida de ocio, en la cual si proseguía en el cultivo de mi entendimiento, solía emplear hasta mi ingenio y conocimientos en defender y sustentar en tono de burlas, con demasiadas veras, la teórica de la mala práctica a que me abandonaba.

Pero al cabo pudo algo la voz de la razón. Como blasonase yo mucho de rumboso, y también de delicado, y no sin motivo de lo primero, ni hasta entonces de lo segundo, me convencí de que, según iba, al cabo de pocos años daría fin de mi caudal, y tendría que contraer deudas, contra mi propósito, a que se agregaría la ruina de mi pobre hijo. Parecióme, pues, que continuar mi carrera de empleado no era indecoroso. Las logias estaban, o disueltas, o faltas de poder y de esperanzas en toda la extensión de la Península. La de Granada, autoridad suprema de la orden o secta, estaba disuelta asimismo. Ya he dicho que eso había sucedido a la de Madrid. Además, varios de los hermanos habían sido presos. De los que así cayeron en poder del Gobierno, dio más cuidado que otros don Juan Van Halen. Este sujeto, famoso porque habiendo entrado al servicio de José Napoleón había vuelto al de su patria con un acto de singular atrevimiento y travesura, cual fue el de apoderarse de la firma del mariscal Suchet, y con órdenes supuestas poner en manos de los españoles fortalezas guarnecidas por los franceses. Caído en manos de la Inquisición, según fama, había podido comparecer ante la persona del rey y alcanzado lo que solicitaba. Decíase también que, sin negar su culpa, había aconsejado al monarca que se hiciese cabeza de la masonería.

Pero fuese lo que fuese de estos rumores, según estaban las cosas, el instrumento de la masonería ni podía servir ni estaba aplicado en aquellas horas a la obra de la revolución a que aparecía destinado. Con otra máquina no había que pensar en derribar la fábrica del poder absoluto. Todos se ocultaban, y no siendo lícita la oposición, estaba cerrado el palenque donde en los Gobiernos llamados libres es preciso guerrear contra una autoridad que se desaprueba. Volvíme, pues, a Madrid a mediados de 1818, esta vez levantando mi casa en Cádiz y acompañándome mi tía e hijo.

A mi llegada pasé tres o cuatro días sin presentarme a Pizarro. Al cabo de ellos fui, y en la portería de la Secretaría de Estado encontré un oficio que me estaba dirigido, cuyo sobrescrito tenía un rúbrica, como llevan los que se envían a personas residentes en Madrid. Le abrí y leí, y vi que se reducía a preguntarme nuevamente si me hallaba o no en estado de pasar a mi destino en Suecia. Era justo no dejarme con licencia por más tiempo; pero tuve la injusticia, común en los hombres, de reprobar lo que no me convenía. Además, un hombre que había sido tan amigo mío, podía haber procedido con más suavidad en el modo de tratarme. Leído el oficio, entré a ver al ministro. Recibióme frío, y con todo en el tono de familiaridad antigua, y fingió extrañeza al verme, suponiéndome en Cádiz, a lo que agregó decir que allá me había enviado un oficio para saber si no trataba de irme a Suecia. Respondíle con más descomedimiento de lo que debe usarse con un superior, y con más despego que lo que correspondía, aún en nuestra situación de aquella hora, que mal podía creerme fuera de Madrid, cuando el sobrescrito de su orden acreditaba saberse mi estancia en la corte. A esto nada respondió, conociendo que era fundado por mi parte, y también atrevido. Separóme, pues, de mi destino, pero diciéndome que para darme colocación en mejor clima, dejándome, entre tanto, sin sueldo. Hasta allí nada podía ofenderme. En adelante se negó a recibirme siempre que de él solicité audiencia. Hízome hacer larga antesala, y yo tuve gusto en ello, y en que se notase, porque le hacía una amarga reconvención sólo con aparecer en clase de pretendiente humillado. Aun solicité que me diese el Consulado de España en Marsella, colocación ventajosa en punto a interés, pero entonces considerada para un diplomático como una caída, pues era salir de su carrera, renunciando a su elevación futura. Ni aun me fue posible entregar a Pizarro esta instancia en su despacho, y se la di en la mano al paso, mirándome él con disgusto. En verdad, si él me trataba mal, yo le hacía no leve perjuicio en su reputación. Sus enemigos, numerosos, como lo son los de todos cuantos gobiernan, citaban su conducta conmigo como una prueba escandalosa de su mal proceder. De la culpa mía nadie se acordaba, o diciéndolo como es debido, nadie quería averiguar si había habido culpa en el inferior, siendo cómodo a la malicia encontrarla patente en el poderoso. Muy en breve perdió el ministerio Pizarro, siendo enviado a un destierro, según se usaba, intimándole la orden de noche, y teniéndole el coche a la puerta, para que sin demora emprendiese su viaje. No me dio la menor pena su desgracia, porque abrigaba contra él vehemente y enconado resentimiento. Fue su sucesor el marqués de Casa Irujo. A él me presenté como debía, y encontré afable recibimiento. Era moda, a la sazón, entre los que atendían a los negocios políticos, compadecerme de los desaires que había padecido de Pizarro. Se sabía en Madrid tan poco de lo que pasaba en Cádiz, que el autor conocido del Epitalamio, en la corte ni por liberal acérrimo era tenido. Sin embargo, yo no encubría mis opiniones, y aun llevé el manifestarlas a los términos de temeridad insensata.

Venido a Madrid, no vivía como en Cádiz. Mi trato principal vino a ser con don José Joaquín de Mora, mi amigo antiguo, y compañero en la Academia literaria que en mi primera juventud me había sido de tanto entretenimiento. Mora, después de varios vaivenes en la suerte, venido a pobreza, y casado, había vuelto a la carrera de las leyes, seguida en su mocedad, e interrumpida por la militar en la Guerra de la Independencia. Pero más que letrado era literato; y, además, no pudiendo practicar aún como abogado, con tareas literarias se buscaba el sustento. Había emprendido un periódico titulado Crónica Científica y Literaria, que salía a luz dos o más veces en cada semana. Cabalmente en aquella hora se hallaba enzarzado en una reñida disputa, en la que se mezclaban animosidades personales con el deseo de sustentar opuestas doctrinas críticas. Residía en Cádiz un caballero, dado a la profesión del comercio, y cuyo nombre era don N. Böhl de Faber, nacido en Hamburgo, criado en parte en España, entendido, de mucha erudición, de gusto raro y tan aficionado a los autores castellanos, de él muy conocidos, que su amor rayaba en idolatría. Calderón era el objeto de su preferencia. Por entonces Schlegel, en Alemania, admiraba al mismo ingenio español, y ensalzaba sus obras juzgándolas con una crítica severa y atrevida. Böhl sostuvo con su ilustre paisano la misma causa, y trajo a España la disputa que en Alemania se estaba siguiendo. Ayudábale en la contienda con empeño su mujer, instruida también, pero no mucho, ingeniosa, singular, algo afectada, de buen parecer, aunque ya no joven, de vehemencia suma, antes muy amiga de Mora, y reñida con él en la época de que voy hablando. Mora se presentó a defender opiniones contrarias a las de este matrimonio, volviendo por la escuela clásica francesa y por la española de las mismas doctrinas, desacreditando a Calderón, aunque no sin confesarle perfecciones. Empezó violenta esta lid, y siguió tenaz y enconada. Mezclóse con ella un tanto de política. Böhl y su señora eran acérrimos parciales de la monarquía al uso antiguo. El primero había dejado la religión protestante, en que se había criado, por la católica; y siendo sincero en su conversión, era hasta devoto. La mujer afectaba la devoción como pasión. Mora no había sido liberal, pero en algo se inclinaba a serlo, aunque no lanzándose por entonces en la política, campo donde no había entrado por hallarse prisionero en Francia cuando empezó y ardió la guerra entre liberales y serviles. Trabada esta contienda, me arrojé yo a ella, más por celo de la fe del clasicismo profesada entonces por mí en su pureza, que por otras razones. Escribí algún artículo en la Crónica; respondiéronme desde Cádiz; volví a escribir, y me volvieron a responder, estando entonces más adversa que favorable a nosotros la opinión de los gaditanos, nuestros jueces en tales materias, y a cuya ignorancia había yo aludido con expresión maliciosa y con inoportunidad, si bien con justicia. Ya más ardiente la disputa, entró por parte de nuestros contrarios el acusarnos de jansenismo y de amor a las reformas, cargos infundados si era como consecuencia de lo que en el litigio literario pendiente habíamos dicho, aunque en lo tocante a mi persona sobrados de fundamento. Pero esto nos dio gran ventaja, pues pasando así a la clase de liberales acusados, vino el aura popular a soplarnos favorable. Preparamos Mora y yo un folleto de medianas dimensiones en respuesta a los impresos con que desde Cádiz nos acometían. Pero al pedir licencia para imprimirle en Madrid, nos fue negada no por razón alguna política, ni por desaprobación de nuestra conducta u opiniones en la disputa, aun considerándola literaria pura, sino porque estando el juez de imprenta de humor de no gustar de contestaciones, nos impuso silencio dentro de los términos de la corte y los lugares inmediatos. Pero esta prohibición no estorbó que, llevado a Barcelona el manuscrito por un amigo de Mora, fuese allí impreso, dando con un censor benévolo que nada vio en él contra el Gobierno o contra nuestra santa fe y las buenas costumbres. Algo, con todo, podía traslucirse contra el primero, por quien hubiese visto claro o tuviese sobre ciertas alusiones del escrito luz que lejos de Cádiz faltaba. Blasonaba yo en él de ser amigo de Martínez de la Rosa, a la sazón confinado en Melilla, y sobre declararme su amigo, ensalzaba su nombre como glorioso. También, como la señora mi contraria, olvidando en la impetuosidad de su enojo que el papel de delatora no convenía a su clase ni aun a sus principios, hubiese dicho por impreso que yo sólo tendría talento, cuando más, para componer Epitalamios, me arrojé a decir también en letras de molde que «por el lado donde me disparaban aquel tiro, si me sentía indefenso, me creía. invulnerable; que me gloriaba de lo que se me acusaba ser mi culpa, y que si de ello me venía desgracia, no me cambiaría por mi acusador.» Por mi fortuna, nadie entendía esto en Madrid o en Barcelona; nadie se cuidó de averiguarlo, y nadie, en los lugares donde se entendía, quiso hacer sobre ello una delación discreta y clara. Literariamente juzgaba mi parte en el folleto de que trato, fue muy aplaudida. Hasta el mismo Böhl, contrario cortés, me elogió por mi estilo, por mi moderación, y por mi aliño, fluidez y gracia, siendo éstas las expresiones de que se valía. Recobré algún concepto con mis paisanos, viendo que el mozalbete loco y malo no había olvidado sus estudios ni desistido de su adhesión a la causa constitucional, muy popular todavía en Cádiz.

Con todo, mi estancia en Madrid me era poco agradable. Habíame conformado a tolerar al Gobierno; pero mi resignación estaba acompañada de una repugnancia suma. En las personas que trataba, inclusas las más contrarias a la caída Constitución, notaba disgusto de lo presente, y ser tenida la persona del rey en poco aprecio. Un observador de tal cual sagacidad, forzosamente había de conocer que a la monarquía restaurada en 1814 faltaba lo que constituía la antigua, de que aspiraba a ser una continuación no interrumpida, como si la época del Gobierno popular, ya habiendo, ya no existiendo todavía la Constitución, no hubiese estado en medio de los días en que perdió Fernando su cetro en Bayona y de los en que volvió a empuñarle El carácter personal del monarca contribuía a aumentar lo que, fuese él quien fuese, no habría dejado de existir como consecuencia forzosa de grandes sucesos. El respeto a la real persona estaba menoscabado.

Con más irreverencia todavía eran mirados los que ejercían la autoridad. En mi niñez, hasta en conversación privada, nadie nombraba a un ministro sin anteponer el señor a su apellido, y en el periódico de que hablo habría parecido ridículo decir el señor Lozano de Torres, hablando de la persona de este nombre que desempeñaba el Ministerio de Gracia y Justicia con grande escándalo, y, lo que era peor, con grande befa de todos y con grande valimiento con el rey, quien, sin embargo, se burlaba de él manteniéndole en su puesto y privanza. Tengo presente una observación que sobre el estado de las cosas me hizo mi tío Villavicencio, a quien veía con mucha frecuencia, y que ya con el grado de capitán general de marina, ocupaba un alto puesto en la corte, aunque con poco favor, a pesar de sus servicios a la marina, observación aguda y profunda para dar a conocer los tiempos puestos en cotejo con los pasados. Era costumbre en el rey salir disfrazado de noche, a modo de los sultanes de las novelas orientales, para averiguar por sí el estado de los negocios, así como para entregarse a diversiones ajenas de la dignidad real. Culpábasele mucho por esto, y con razón; pero con bastante injusticia se achacaba sólo a vicios comunes lo que era en general equivocado modo de ejercer su poder vigilando en lo que pasaba. Odiaba Fernando los juegos de azar y quería que fuesen puestas en ejecución con todo rigor las penas señaladas por las leyes a los jugadores. Con todo, era común jugar como siempre; pero lo que sí era nuevo era jugar los oficiales en el mismo cuerpo de guardia en que la estaban haciendo al Real Palacio. Con motivo de estas cosas, decía mi tío, en tiempo de Carlos III, en que se observaban las reglas de la etiqueta en toda la nimiedad de su decoro, tan imposible era que bajase el rey de noche al cuerpo de guardia de su palacio, como que la luna o una estrella se hubiese caído a la tierra; y, sin embargo, siendo esto notorio, nadie era atrevido a jugar en aquel sitio, al paso que entonces, habiendo continuo peligro de que asomase Fernando de repente a sorprender a los jugadores, no por eso faltaba el juego prohibido en los mismos lugares antes tenidos por sagrados. No cabe explicar mejor la diferencia entre la monarquía antigua y la nueva, aunque, según las pretensiones de la última, ambas eran una misma.




ArribaAbajoCapítulo XXVIII

El autor es nombrado secretario en el Brasil.-A su paso por Sevilla sabe los nuevos proyectos revolucionarios.-Conocimiento con Mendizábal.-Llegada a Cádiz.-La conspiración y la actitud del conde de La Bisbal. Los dos Istúriz y el Soberano Capítulo.-Propaganda masónica en el Ejército.-Taller sublime.-Proyecto de La Bisbal, que el autor combate.


Fuesen las que fuesen mis opiniones, ya estaba, como llevo dicho, dispuesto a servir al Gobierno que despreciaba y aborrecía, y así acepté con gusto la secretaría de la legación de España en el Brasil, con que fui agraciado en noviembre de 1818. Mi nuevo empleo apenas era un ascenso del que tenía en 1813. Sólo ganaba algo en sueldo, teniendo el de dieciocho mil reales anuales, con casa y mesa. Me preparé a salir para mi destino. Hubo, sin embargo, algunas dilaciones. Besé, como era debido, la real mano por la merced recibida y ofrecí mis humildes servicios a la reina, al lado de cuyos padres, que también lo eran de la infanta mujer de don Carlos, iba a servir mi empleo, circunstancia que hacía aquella legación más importante o apetecible que otras, siendo posible por medio de aquella corte adquirir favor en la de España. En esto no pensaba yo, siendo mi único deseo servir alejado de la política interior de mi patria. Antes de emprender mi viaje, en los últimos días del año, murió de repente la reina, próxima a parir, y con ella la criatura que llevaba en sus entrañas. Causó general y verdadero dolor tal suceso, prometiéndose las gentes del real alumbramiento cercano y del carácter atribuido por la opinión a la difunta grandes facilidades, cuya índole y extensión nadie explicaba, y entre ellas actos de clemencia con los perseguidos. No participaba yo de estas esperanzas, ni les daba gran valor, porque todo cuanto no llegase al establecimiento de un Gobierno constitucional, aún no siendo el de 1812, no alcanzaba a satisfacerme, y era mirado por mí con alto desprecio. Con motivo del fallecimiento de la reina, casi todos cuantos solían manejar la pluma, ya en jocoso, ya en serio, expresaron el dolor que sentían o aparentaban, menos yo, aunque no faltaron quienes me indicasen que hacerlo sería conveniente. Al revés, habiendo caído malo mi amigo Mora, y necesitando decir algo en su periódico del trágico suceso de que todos hablaban, me rogó que le escribiese el artículo, y yo consentí, pero poniéndole por condición que guardase el más profundo secreto sobre ser obra mía lo que sobre el asunto se escribiese; de suerte que hubo la singularidad de que, habiendo salido el escrito a luz, y agradado más que otros relativos al mismo trágico acontecimiento, llamó la atención del rey y le inclinó a favorecer al supuesto autor, al paso que yo me asustaba, no fuera que llegase a saber que la composición era mía y pasase mi servicio a mi amigo por un acto de rendimiento a la corte.

Mediado enero, emprendí mi viaje a Cádiz. Llegado a Sevilla, hube de detenerme allí dos o tres días. Como antes he dicho, las máximas de la masonería estaban a la sazón en tan puntual observancia, que tenía allí amigos íntimos a quienes trataba y que me trataban con la confianza y aun con el afecto de tales, no obstante ser la segunda o tercera vez que en nuestra vida nos habíamos visto.

Entre estos se señalaba don José Grases, capitán de Artillería, con el grado de teniente coronel, persona de notable valor, de grandes prendas de caballero, de vivo ingenio, aunque de corta instrucción, de alguna, vivo, por demás gracioso, franco, y a quien cobré una amistad muy estrecha después y conservada por largos años de mi vida, siendo una de mis penas que, habiendo los dos llegado a diferir considerablemente en opiniones políticas, esta amistad esté, si no acabada, poco menos. Así, la persona de quien acabo de hablar, como otros hermanos y amigos, me dieron noticias de la mayor importancia. Los trabajos masónicos, suspendidos en la mayor parte de España, estaban en completa actividad en Andalucía, y esta vez no eran mero juego, sino conjuración crecida y numerosa, cuyo efecto en cuanto a romper en rebelión contra el Gobierno era seguro y estaba cercano. La crecida expedición, reunida en aquelldo lugares con destino a Ultramar, era el instrumento que había de acabar con el despotismo. De su oficialidad, la parte superior, si no en número, en influjo, era ya nuestra. Los soldados, llenos de repugnancia a embarcarse, favorecían con celo y sostendrían con tesón y fidelidad una empresa que les asegurase su permanencia en el suelo patrio, y lo que importaba, sobre todo, el personaje encargado del mando de aquel ejército, y también de la capitanía general de Andalucía y del Gobierno de Cádiz, que era el famoso conde de La Bisbal, acreditado en la guerra, querido de las tropas y con grandes calidades militares, siendo masón antiguo y ya regularizado, conocía el proyecto, le favorecía con poco disimulo, y llegado el momento de su ejecución, estaba dispuesto a ponerse al frente del alzamiento meditado. En todo aquello apenas había ilusión; y yo, que no habría dudado en arrojarme a participar de más dudosa empresa, me precipité gustoso en aquélla, lleno de fe, esperanza y ardiente celo. Hablamos entre nosotros de los futuros sucesos como llegada ya la hora, si no del poco dudoso triunfo, de la segura contienda, cuyo principio y cuya ejecución excitaban nuestro entusiasmo. En nuestro trato íntimo, sólo los hermanos eran admitidos, y así reinaba entre nosotros la mayor franqueza; pero solía mezclarse, en las conversaciones que teníamos sobre otros asuntos, un hombre singular, de quien supe que no era masón, y de quien, sin emhargo, se recataba poco el proyecto que se seguía, aunque no se le descubriese de lleno. El tal personaje se distinguía hasta por su alta estatura, siendo a proporción fornido, por la suma singularidad de sus modos, por su viveza, por su imprudencia en hablar, por la originalidad de sus ideas y hasta por sus gestos. En el primero y segundo día que me vio, llamándome aparte, me dijo que lo mejor sería volver a poner en el trono al rey padre Carlos IV, todavía vivo y residente en Italia, como dando por supuesto que se trataba de destronar a Fernando VII y que él y yo estábamos en la conjuración encaminada a este fin. Yo le oí y me admiré y callé, porque con aquella persona, para mí extraña y no de la sociedad masónica, no debía franquearme. En seguida, desviándome de él, pregunté a uno de mis amigos quién era aquel sujeto que tanto golpe me había dado, y recibí por respuesta que era un dependiente o socio de la casa de Beltrán de Lis, en la cual teníamos muchos amigos y hermanos, y entre ellos el joven don Vicente, hijo del principal del mismo nombre, que era dueño de la mayor confianza de la casa en sus negocios de comercio, que había estado empleado en las provisiones del ejército durante la Guerra de la Independencia, y que tenía por apellido Mendizábal. Tal fue el principio de mi conocimiento con el hombre después célebre y entonces del todo oscuro, a quien estaba guardado influir tanto en la suerte de su patria y en la mía propia, siendo mi amigo privado y político por largo tiempo, dividiéndonos a veces la profesión de contrarias opiniones y de contrapuesto interés, hoy puesto en las filas de un bando con el cual estoy compelido a seguir constante guerra, y a quien como hombre particular debo y profeso aprecio y aun cariño, hijos del recuerdo de pasados favores, y mantenido por la consideración de sus buenas calidades, ante las cuales, y aun a los ojos de todos sus enemigos, muchas de sus faltas como político y ministro, o desaparecen, o sólo excitan una oposición sin mezcla de odio vivo o rencoroso.

Después de mi corta detención en Sevilla me trasladé a Cádiz. Allí fui recibido por amigos de distintas clases, y a los de ambas probé que no en balde celebraban la venida de un compañero antiguo que ayudaría con celo a sus trabajos o entretenimientos, ya en la carrera política, ya en la del vicio ruidoso. Podría, y aun debería haberme apartado de la segunda, porque estaba restablecido mi concepto con la gloria que entre mis paisanos había adquirido con terciar en la recién concluida contienda literaria. Además, venía en calidad de empleado en servicio, pues si no era el que había de hacer en aquel lugar, de camino iba para un puesto donde me sería forzoso guardar con escrupulosidad las reglas del decoro. Pero había cobrado malas mañas, de que sólo fue poderoso a desprenderme el estímulo constante de la vida política en el estado posterior de España y mío.

El estímulo de que trato existía, sin embargo, en la hora en que yo llegué a la ciudad donde estaba el general del ejército expedicionario, que tenía, asimismo, el mando de la provincia y el particular, así político como militar, de la plaza. Los trabajos; seguían con viveza. El conde de La Bisbal estaba muy bienquisto con los gaditanos, cuyo odio se había acarreado, en 1815, hasta el grado más alto, y cuyo amor acertó a granjearse en esta nueva época, haciendo para el intento esfuerzos notables, en que acreditó ser diestro. Veían, aun los no participantes en la conjuración, pero devotos sinceros y ardientes de la causa por la cual se conjuraban, que algo se estaba trabajando en favor de sus opiniones. Ni faltaban entre los conjurados aquellos olvidos de la debida reserva que tan comunes son en tales casos, y de donde nace malograrse los bien concebidos proyectos, cuando el deseo general de verlos conseguidos no los protege, y al revés, llevarse a feliz remate propósitos que necesitando secreto para su completa ejecución, se siguen en público, por hacerse el secreto de todos, menos de aquellos en cuyo daño se trabaja. Para los conjurados, la cooperación del conde a su proyecto era más evidente y descansaba en pruebas, aunque por otro lado se creía más clara y llevada más adelante que lo que estaba hasta entonces. Sin embargo, no era posible negar que él sabía la existencia de las logias, su incesante trabajar, y el fin directo e inmediato a que iban sus esfuerzos. Por otra parte un hecho de no gran valor en sí, mirado bajo cierto aspecto, pero que considerado por otro le tenía grandísimo, servía de prenda dada a los conjurados por el general, que le comprometía con ellos, haciendo común al uno y a los otros la infidelidad al Gobierno en una materia grave. Al expirar el año 1819, había sido descubierta en Valencia una trama de las que se estaban de continuo urdiendo para el restablecimiento de la Constitución caída. Noticioso de ella el capitán general de la provincia, Elío, hombre de extraordinario celo en el servicio de la monarquía absoluta, por haberse comprometido gravemente en su restablecimiento, y además diligente, osado y severo hasta ser cruel, en vez de proceder por los medios ordinarios contra los culpados en la hora en que le constó que estaban juntos, se arrojó en persona a prenderlos, seguido de una escolta de su confianza, compuesta de soldados conocidos con el nombre de miñones. Cogió el general de sorpresa a los conjurados celebrando su conciliábulo, asombrólos con su vista, infundiéndoles, a la par que terror, deseo de hacer una resistencia desesperada viéndose perdidos; entró con ellos en una refriega, en que se peleaba cuerpo a cuerpo; atravesó con su espada al que era cabeza en la Junta, hiriéndole mortalmente; prendió a los demás, y al siguiente día los envió a todos al suplicio, pereciendo los infelices arcabuceados por la espalda, salvo su caudillo, a quien le destinó a la horca, a cuyo pie llegó moribundo o muerto, y en la que fue colgado siendo ya cadáver. Entre las víctimas, mereció particular atención y lástima un Beltrán de Lis, hermano de mi amigo Vicente. Pero de los que formaban el conciliábulo, uno logró escapárse en la confusión del combate, y se vino de pronto a Cádiz, de camino para lugar más seguro, dándole asilo la casa de Beltrán de Lis, como compañero en la empresa, si no en la desdicha, de la persona querida, cuya suerte lloraban. Supo el conde de La Bisbal la venida de aquel hombre, y declaró a los hermanos de más cuenta que no había para qué huyese más el perseguido, pues allí donde él mandaba podía considerarse seguro. Cumplió fielmente esta promesa, y el que, en otra porte de España descubierto, sin duda habría ido a participar de la suerte de sus compañeros, vivía libre y en paz en Cádiz, y hasta se paseaba, aunque con alguno, pero no mucho recato. A esta prueba de la complicidad del conde añadía otras de clase diversa. Sin embargo, su trato con los conjurados era reservadísimo y tal, que la naturaleza y extensión de sus compromisos a nadie estaba patente, pudiéndose creer que él mismo en su interior la ignoraba y aun no quería explicársela del todo.

La conjuración estaba ordenada del modo siguiente: un cuerpo supremo y misterioso, de cuya existencia había noticia, suponiéndole dueño de gran fuerza y activo y celoso en sus trabajos, tenía la autoridad superior en la provincia, y estando a la sazón sin cabeza la masonería española regularizada, obraba como Gobierno de potencia independiente. Era fama que celebraba sus juntas en la casa de la familia de Istúriz, familia muy respetada en Cádiz, de las de más nota y antigüedad en la clase superior del comercio, enlazada con militares, de los cuales algunos llevaban a sus pechos las cruces que eran distintivo de nobleza rica y decaída, con concepto de caudal superior al que le había quedado; ostentosa en su modo de vivir, con algún entono en su lujo, y por esto mirada con envidia por los más humildes, pero de la envidia que reconoce superioridad en el objeto envidiado. De esta familia, uno se había señalado ya en la carrera política, y otro, dueño de bastante concepto en la ciudad donde vivía, era conocido y aspiraba ya a señalarse. Era el primero don Tomás Istúriz, diputado que había sido en las segundas Cortes, o dígase las ordinarias de 1813 y 1814, y que en ellas había hecho de los primeros papeles, antes síndico del Ayuntamiento de Cádiz en la hora en que se presentaron los franceses a ponerle sitio, origen de la creación de la afamada Junta de la misma ciudad en 1810, y uno de los miembros más activos del cuerpo que se había creado, de talento, de instrucción, si no profunda, varia, de temple de alma fuerte y aun violento, condenado a la sazón a presidio, pero sin padecer la condena, por haberse puesto en salvo a la caída del Gobierno constitucional, cuando vio venir encima la persecución con la llegada a Madrid del mal dispuesto Fernando. Su hermano, don Francisco Javier, residente en Cádiz, tenía con él mucha semejanza y le amaba entrañablemente, siendo también de condición violenta, aunque cortés por extremo, de vivo ingenio, de varia si no bien extensa lectura, de gran conocimiento de los hombres, perseverante en sus propósitos, blasonando de su ambición lícita y de su poca ternura, salvo en lo relativo a su familia, y con algo de indolencia, hasta entonces mezclada con su deseo de distinguirse, como hombre dado a una vida muelle, generoso con fausto y todavía poco señalado, a no ser por lo que se extremaba en darse a deleites, si bien conocido por su ansia de tener a su lado a su hermano, y asimismo de vengarle. Conocía yo a este personaje, con quien después me han ligado las más estrechas relaciones de amistad política y privada, sólo por haberle visto con frecuencia, y hablado alguna vez en las calles, y porque, como en su lugar dejo dicho, cuando fui recibido masón le encontré entre los que formaban la logia. A su alrededor estaban otras personas de cuenta en Cádiz, pero fuera de corta fama, de cierto saber, no muy exacto ni profundo, de ideas políticas más o menos extremadas, pero todas favorables al Gobierno popular, cuando no a la Constitución de 1812. Figuraba de los primeros entre ellos don Juan M. de Aréjula, facultativo de bastante fama, si bien no de grande instrucción y de pocos alcances en política, aunque constitucional conocido. Éste era el conducto principal entre los conjurados y el conde, al cual, por su profesión, podía acercarse con frecuencia sin ser notado. Pero el cuerpo que tanto concepto merecía a quienes bajo su dirección obraban era un embrión, y, además, desidioso y de poco arrojo. En verdad, no pasaba de ser una tertulia donde se trataban de cuando en cuando negocios políticos, y entre la cual y el general había algunas y no frecuentes comunicaciones. Entre tanto, las activas logias procedían muy persuadidas de la importancia y magnitud de los trabajos de aquella su autoridad suprema, y esta equivocación resultaba provechosa, porque daba bríos a los conjurados creer que dependían de un poder escondido, hábil y robusto. Corría en tanto el tiempo, y veíase estar reacio el conde; los preparativos de la expedición no cesaban, bien que no se descubriese cercano el temido momento del embarque. A la imprudencia de algunos que empezaban a engendrar en sus ánimos sospechas de la sinceridad del general, respondían, queriendo negarla, otros que estaban o aparentaban estar, o por fiar en informes para ellos fidedignos, se creían bien enterados de la situación de las cosas, que el de La Bisbal no encontraba el ejército bastante trabajado para poder lanzarse a tan audaz empresa con seguridad de pronto feliz suceso, por lo cual encargaba extender las afiliaciones en la sociedad masónica entre los ofíciales. De esto nadie descuidaba, y así fueron recibidos en el gremio de la sociedad personajes a quienes recomendaba su mérito y a quienes dieron grande importancia los sucesos de allí a poco ocurridos. Entre ellos se contaba el segundo comandante del batallón de Asturias, don Evaristo San Miguel, de aventajados estudios y conocimiento literarios de no común extensión, y de algunas singularidades en sus hábitos. También le acompañó en ser afiliado su hermano y superior el primer comandante del mismo batallón, don Santos, oficial de buen concepto como tal, pero de pocas letras. Andando el tiempo, también vino a las logias don Antonio Quiroga, coronel graduado y comandante del batallón de Cataluña, entonces notable por su buena presencia y por ser muy querido de sus oficiales, sargentos y soldados. Al tiempo mismo que se hacía la conjuración con estos elementos, pensábase en emplearlos de una manera ventajosa. Las logias no paraban de practicar los ritos masónicos. Verdad era que se les daba un significado que en otros tiempos y países algunos 1es suponen, otros los niegan, y nadie se mete a explicar; verdad que mil insinuaciones, aun dentro de los conciliábulos, mostraban irse a un fin político no sólo en general y para tiempo remoto, sino en derechura y con poca demora; verdad que a muchos traía a ser sectarios la certidumbre de no tardar en ser campeones de la libertad contra el despotismo, en seria contienda. Pero al fin nada se hacía que llevase adelante el gran proyecto, en cuya ejecución sabían todos que se trabajaba. Suponíase que el cuerpo supremo, llamado Soberano Capítulo, hacía maravillas; y como la obediencia era voluntaria y grandes las esperanzas y la fe, pocos dudaban de la aptitud o del celo de la autoridad encubierta a que servían.

Pero este cuerpo supremo, que trabajaba poco y conocía el estado de las cosas, determinó crear otro que preparase el levantamiento cercano. Hízose según dispuso la autoridad, y fue creado un cuerpo intermedio entre las logias y el Soberano Capítulo, dándosele el nombre de Taller sublime, lo cual era y no era hablar el lenguaje masónico, pues tal cuerpo, aunque las palabras con que se le señalaba y la acepción en que eran usadas fuesen de la secta, al cabo no existía entre los conocidos en la masonería extranjera o la española regularizada.

De este Taller fui yo, con el título de su orador; de éste eran San Miguel y otros personajes de concepto. Empezóse, desde luego, en él a trabajar sin rodeos, sin embozar con palabras las cosas, en el levantamiento del ejército contra el Gobierno para derribarle. Hiciéronse planes de movimientos de tropas y de Gobierno para las primeras horas del alzamiento; extendiéronse hasta manifiestos y proclamas. Nada se hablaba de la Constitución de 1812; nada, tampoco, de república, en que no se pensaba; nada del rey o de persona con quien pudiese sustituirsele, dejando todo esto al voto de la nación para hora posterior a la de la pelea y la de la victoria. El fin era declarar que en España había de haber un Gobierno de los llamados libres o populares, esto es, un cuerpo de representantes de la nación que compartiese con la potestad ejecutiva el poder político; un Gobierno donde gozasen de latos derechos individuales los gobernados, viviendo bajo el amparo de las leyes, y no sujetos a la voluntad de los gobernadores. Ya se entiende que hablo el idioma de aquellos tiempos, el cual, habiendo hoy más experiencia de los sucesos y más conocimiento de las doctrinas, ha variado algo, pero no mucho, a no ser en aquellos en quienes los desengaños han venido a producir una incredulidad que da por falsos todos los dogmas, y por ilusiones todas las esperanzas y las promesas; situación de ánimo de que yo, desengañado como quien más y lleno de dudas, no enteramente participo.

La hora en que había de romper la guerra no era segura, ni tocaba al Taller sublime señalarla, ni aun saberla a punto fijo, hasta que estuviese cercana. De esto trataba el Soberano Capítulo con el general. Pero las comunicaciones entre ambos eran poco frecuentes y nada claras. En verdad, el Soberano Capítulo hacía poquísimo y no por culpa suya, sino porque, según estaban dispuestas las cosas, nada tenía que hacer, por mucho que fuese su celo. Empezamos a traslucir esto varios de los que, siendo de un cuerpo inferior, le andábamos muy próximo. Pero el descubrimiento sirvió sólo de estimularnos a obrar con más actividad para hacer lo que de otros se suponía que tenían hecho.

Corrió la voz por entonces de que el conde de La Bisbal pensaba en comenzar su empresa haciendo al rey una representación donde le pidiera que cumpliese las promesas que a la nación había hecho en su decreto de 4 de mayo de 1814, dándole un Gobierno constitucional y juntando Cortes para el intento. Tal representación, salida de quien mandaba un ejército, el único crecido y bien dispuesto que había en España, era un acto de rebelión mal embozada. Agradaba, sin embargo, al general comenzar así, y muchos aplaudían su idea, y otros, sin aprobarla, consentían que fuese llevada a ejecución, suponiendo que, una vez comprometido con semejante paso, habría de dar los que del primero eran consecuencia forzosa. Sabedor yo de esto, lo desaprobé altamente. Sin pedírseme consejo, tuve por conveniente dar uno oficioso. Trabajé un escrito de medianas dimensiones sobre la cuestión, y le envié, por mano de un amigo, a los del Soberano Capítulo. Con escrúpulos más honrados que juiciosos, vituperaba que por liberales fuese invocado el execrable decreto de 4 de mayo, manifiesto del despotismo contra la libertad. Con buenos argumentos probéles que la representación sería un acto, por parte del general, tan de rebelde como cualquiera otro de más violencia, y con todo eso de menos eficacia. Declarábame, además, contra reconocer, desde luego, a Fernando por rey. Mi deseo era una mudanza de dinastía; pero no lo manifestaba de lleno, y, lo es peor, yo mismo no tenía en la mente un candidato para el trono que anhelaba y proponía dejar vacante. Ocioso parece decir que este escrito sirvió de poco. El general no lo vio, y el Soberano Capítulo nada resolvió sobre su contenido.




ArribaAbajoCapítulo XXIX

Relaciones de La Bisbal con el gobierno de Madrid.-Tratos de los conspiradores con Sarsfield.-Desconfianza del Soberano Capítulo y otros conjurados.-Un viaje de recreo a Sevilla.-Calaveradas del autor.-Conducta de Sarsfield.-Gran reunión masónica.-Discurso y juramento solemne.-Muda La Bisbal la guarnición de Cádiz.-Sale de noche con las nuevas tropas para el Puerto.-Irresolución de los conjurados.-El autor consigue avisar a los oficiales afiliados.-Estos deciden aguardar los acontecimientos.-El general los prende en el Palmar del Puerto.


Había ya adelantado la estación, yendo casi próxima a su fin la primavera de 1819. La hora de embarcarse y salir la expedición no podía diferirse. El Gobierno, en Madrid, sabía algo de lo que estaba sucediendo en Andalucía, pero creía ponderado lo que le aseguraban del conde de La Bisbal, quien por su parte no dejaba de dar visos de que algo se tramaba; pero estando él tan bien enterado de las cosas, que cortaría la trama a su tiempo con su fuerte brazo.

No quedaban por esto ni enteramente satisfechos ni del todo disgustados el rey y sus ministros; pero el poder del general no permitía que usase contra él de rigor una corte débil. Él, hablando con los conjurados con quienes se comunicaba, lejos de encubrir esta situación de los negocios, la ponía de manifiesto, y en contemplarla y exponerla a la vista ajena se recreaba, dando con esto alimento a su orgullo, o si ha de usarse la voz correspondiente, a su vanidad, no poco pueril. Jactábase de que el Gobierno le sospechase y le temiese, y se complacía en esta situación de árbitro entre la opinión y el interés de los más grandes partidos que dividían a España.

Pero no podían continuar así las cosas largo tiempo, y el conde tenía, o que intimar a los conjurados que desistiesen de su propósito, vigilándolos después por si no cumplieran sus propósitos, o que echarse sobre ellos, desde luego, y castigarlos, convirtiendo en diestro manejo para descubrir los planes de los conspiradores la tolerancia que con ellos había tenido, o que dar principio a la rebelión, fuese haciendo la representación al rey, según se había propuesto, fuese con acto más violento y alzándose, desde luego, en guerra. Mientras se resolvía, pues según acreditó poco después, entre todo cuanto podía hacer estaba vacilante para la elección, llegó de segundo general don Pedro Sarsfield, que en la Guerra de la Independencia había adquirido alto nombre en Cataluña, de familia irlandesa, así como el de La Bisbal, cuyo apellido era O'Donnell, que había servido con él, siendo subalternos ambos en el regimiento de Ultonia, y que seguía siendo su amigo, cuando menos en la apariencia. Nada se sabía de las opiniones políticas de Sarsfield, que acaso ningunas había formado tocante a si debía o no haber en España Gobierno popular, y que por sus hechos no había tenido ocasión de mostrarse ni parcial ni contrario de la Constitución caída. Sabíase que entre él y Lacy había reinado mutuo y vivo afecto, lo cual daba a suponer, con poco fundamento, que desearía volver por la causa en que su amigo había caído. No dijo tanto el conde, quien sólo expresó a los conjurados de su confianza que era necesario ganar a Sarsfield, pues conquistarle (según manifestó) equivalía a tener un ejército. En la misma opinión concurrieron, desde luego, todos cuantos estaban en lo más interno de la trama. Fueron, pues, diputados a verse con el general, el coronel Grases, antes citado, el teniente coronel de artillería don Bartolomé Gutiérrez de Acuña, sus amigos antiguos, y don José Moreno de Guerra, uno de los del Soberano Capítulo, avecindado en Cádiz, donde vivía de las rentas de su mujer, de la misma ciudad, y de las cortas propias suyas de un lugar mediano de Andalucía; hombre que llegó después a cobrar grande fama, y la mereció, por su extravagancia e inquietud, de no corto ingenio, pero cuya claridad en ciertos casos se confundía en otros con las ideas más singulares; de alguna instrucción, bien que poca, y en la cual iba labrado, sobre cimientos de educación mediana escolástica, el edificio poco sólido y no bien compuesto de una doctrina extremada en política, que hermanaba el lisonjear a la plebe y declararse por su predominio, con el blasonar mucho de caballero, siendo así que su linaje, sin ser humilde, tampoco correspondía a sus pretensiones; tosquísimo en modales, aunque hecho al trato de gente fina; alto, membrudo y de expresión feroz y acento bronco y gutural andaluz; y con tan terrible aspecto, si a veces audaz en su hechos, y con más frecuencia en sus dichos, en los apuros a que le llevaban sus temeridades, flojo casi siempre y desmayado. Puestos estos dos embajadores en presencia de Sarsfield, el que era su amigo le enteró del proyecto de la conjuración muy por extenso, oyéndole el general sin interrumpirle, hasta que al concluir dio éste por respuesta, con tono seco, aunque atento, que, portándose como caballero, nada descubriría de lo que le había sido revelado; pero que a la ejecución de tal plan se opondría como soldado con toda la resolución posible.

En tan singular lance, se turbaron, como era de presumir, los dos reveladores del proyecto, conservando el uno cierta serenidad en su turbación, y temiendo, más que por su propia suerte, por la de la empresa en que estaba empeñado, y perdiendo el otro la cabeza a la vista del privado y común peligro, como lo acreditó con sus gestos, pareciendo más raro el terror en hombre tan corpulento y de presencia tan varonil. Hubo un momento de suspensión, durante el cual, recapacitando Sarsfield, hubo de discurrir, como es razón suponer, vistas las circunstancias, que convenía más acabar con aquel proyecto que contenerle con amenazas; y así, determinándose a hacer un papel nada digno de hombre, en sus demás acciones de tanto honor, fingió volverse atrás de su determinación primera, y ofrecer su ayuda a los conjurados para deshacer la conspiración y darles el debido castigo en tiempo oportuno. Dijo, pues, que su amenaza anterior había sido hecha para poner a prueba el valor de los que habían venido a convidarle a participar en el proyectado levantamiento, en el cual, pensándolo mejor, se había resuelto a tomar parte activa. Con esto y con algunas palabras más, amistosas todas, terminó aquella conferencia. Salieron de ella ni del todo bien ni mal satisfechos los embajadores, pero tan persuadidos de que era Sarsfield incapaz de tratarlos con engaño, cuando menos hasta el punto de entregar sus personas al ofendido Gobierno, a pesar de su promesa, que la idea de la traición de que fueron víctimas no les ocurrió sino como un temor confuso de peligro de incierta clase. Sabido en Cádiz lo ocurrido, fue grande la confusión en el Soberano Capítulo, donde Sarsfield fue mal sospechado. Hasta hubo un personaje del mismo cuerpo, cuyo nombre se calla, debiendo sólo decirse que era americano, hombre violento, muy admirador de Maquiavelo y que hace muchos años que reside en su patria, que llevado por pasiones políticas a pensamientos de que en las cosas privadas era incapaz, aconsejó deshacerse del general, dándole un veneno que fue a buscar, y tuvo pronto, creído en que convenía sacrificar a un hombre, aun siendo de mala manera, a la seguridad de muchos, y con estos al éxito de una empresa, cuyo fin estimaba justo y provechoso. Horrorizó la propuesta a muchos, y sobre todos a aquél a quien tocaría dar al general la ponzoña, si hubiese quedado resuelto que se le administrase. No siguió este asunto, y sí el peligro común, procurado olvidar entre motivos de esperanzas, pero apareciendo siempre, por no faltar causas que justificasen el recelo.

Tal era el estado de los negocios adelantado el mes de junio de 1819, siendo ya forzoso que conjuración tan pública, o rompiese, o fuese deshecha con castigo de quienes en ella figuraban. La situación más rara era la del conde de La Bisbal, porque aún queriendo volverse atrás y pintar su conducta como nacida de un deseo de salvar al Gobierno de un gravísimo peligro, dejando madurar los proyectos de sus contrarios para destruirlos, llegados a sazón, con más seguro efecto, todavía el general, sobre echar una mancha a su reputación con haber seguido una conducta tan poco noble, habría de quedar expuesto a terribles reconvenciones, y probablemente a castigo por haber dejado tomar cuerpo y robustez a un partido capaz ya de producir una alteración notable en España. Noticias particulares de Madrid anunciaban, sin poderse dudar, que el Gobierno le odiaba, le temía creyéndole su enemigo, aunque irresoluto, y que no procedía contra él por falta de atrevimiento, por verle al frente del ejército, y seguro de tener en él un formidable apoyo en el día en que la consideración del propio peligro le precipitase en la realización definitiva que se resistía a tomar, valiéndose de pretextos para abonar sus dilaciones.

Por un momento es fuerza que desvíe la consideración de nuestros lectores de la atención a sucesos de tanto empeño, para llamarla a mi humilde persona. Cabalmente, cuando al verme de nuevo en Cádiz la conjuración me ocupaba tanto, sirviéndola yo con sumo celo, me había extremado en mis locuras. No era la menor la de mis gastos, particularmente en quien se había propuesto no tener deudas, y hasta entonces lo había conseguido. Recién llegado de Madrid a Cádiz, sabiendo que en Sevilla iban a hacerse honras fúnebres por el alma de la reina difunta, con gran pompa, juntándome con un amigo mío, loco como yo, y como yo altivo y con pundonor en sus desvaríos, determinamos ir a ver aquella fiesta; y aunque podríamos haberlo hecho gastando poco por el barco de vapor, desde cerca de tres años antes establecido entre Sanlúcar de Barrameda y Sevilla, resolviendo el viaje de pronto, lo hicimos en silla de posta, corriendo con desatinada velocidad, y pagando propinas crecidas a los postillones. Nuestra estancia en Sevilla fue señalada, por mi parte, con excesos. Parecerá ponderación, o, diciéndolo claro, mentira, que en nueve días que tardamos en volver a Cádiz, nuestro gasto fue de nueve mil reales; inclusos, es verdad, los de la posta, que de Sevilla al Puerto de Santa María son pocos; suma que apenas se acierta cómo pudo ser gastada por dos hombres solos en Sevilla, donde nada compramos de lujo, ni había regalos u objetos que pudiesen comprarse a alto precio. La principal razón de citar este viaje es por lo que nos pasó en la vuelta, que fue estrechar mis relaciones con un personaje famoso y notar sus rarezas, que hubieron de manifestarse mucho después, empleadas en sucesos de primera magnitud en más importante teatro. Anduvo mucho con nosotros Mendizábal. En la noche en que debíamos salir, nos prometió prestarnos una silla de posta cómoda y linda. Aceptamos el préstamo, y como mi compañero, aficionado al juego, reparase, entre otras singularidades de nuestro novel amigo, que hablaba mucho de dinero y sacaba oro del bolsillo a cada paso, le propuso una partida de monte, que fue luego aceptada, y a la que yo asistí y tomé parte, por más que ni entonces ni nunca me haya dominado tal vicio, y sólo en rara ocasión como ésta recuerde haberme entregado a semejante exceso. Empeñóse, pues, el juego, y se prolongó por muchas horas con fortuna varia, sin que a la postre resultase grave daño para el peculio de ninguno de los tres que, con otros, habíamos formado la partida.

Venía con esto el alba, y no aparecía la silla de posta prometida. Salió Mendizábal a buscarla, y volvió diciendo que no la había, por lo cual dejaba encargado en la casa de postas que nos trajesen una de alquiler de las que entonces se mudaban en cada parada, donde era obligación tener dos prontas para los viajeros. En cuanto a él, dijo que vendría con nosotros a la ligera, contándonos portentos, si abultados, no falsos, de su dureza en resistir la fatiga viajando como correo. Salimos, y la figura de nuestro conocido nuevo, vestido con una extrañísima y muy pelada zamarra, no fue lo que menos nos divirtió. Admirábamos a criatura tan singular, a quien había de admirar España entera dentro de algunos años. Llegados a Alcalá de Guadaira, y al mudar caballos y salir de la casa de postas, en un portazgo que está vecino, salió el cobrador, y tras de pedirnos lo que debíamos, y recibirlo, hizo igual petición al jinete Mendizábal, recordándole que, de las frecuentes veces que pasaba por allí a caballo, había dejado de pagarle algunas. Metióle a burlas nuestro novel conocido, enfadóse el del portazgo, siguió breve tiempo la disputa con risa nuestra, y de súbito, dando Mendizábal recios espolazos a su caballo, le hizo dar un salto furioso y arrancar a escape, yendo detrás, a carrera, el cobrador con desaforados gritos y volviéndole el jinete la cara en medio de la velocidad con que iban él y su cabalgadura, para hacerle muecas las más raras imaginables. En otras cosas nos divirtió sobre manera el mismo sujeto, que juntaba grandes prendas con sus singularidades, y a quien desde entonces empecé a tener amistad, y aún hoy conservo afecto mezclado de agradecimiento vivo y profundo, habiéndole sido deudor de favores, así como de males, pero personales los primeros, y los segundos sólo consecuencia de estar en opuestos bandos.

Volvamos de estos insignificantes negocios particulares a los públicos, que se presentaban con harto dudoso aspecto. Cercana ya la hora del rompimiento o de la ruina de la conjuración, dio mucho en qué pensar la llegada del general Sarsfield a Cádiz. Este personaje ya parecía tan ardoroso en la conjuración, que estimulaba a sus compañeros, en vez de contenerlos, lo cual, no obstante, no inspiraba completa confianza a los conjurados todos, y aun hubo de temerse, sabiendo ser el objeto de su venida a Cádiz tener con el conde de La Bisbal una conversación reservada. Viéronse, en efecto, ambos generales en secreto y deteniéndose mucho en la conferencia, de la cual nada pudo averiguarse a punto fijo. Fue fama después que Sarsfield había hecho presente al conde que, llevando adelante su intento de rebelarse contra el Gobierno, sobre faltar a su obligación de militar, a la larga se labraría la ruina en los vaivenes y trastornos de una revolución; idea ésta que hizo mella en el ánimo de aquél a quien iba dirigida, hombre de condición, así como ligera, irresoluta y recelosa. Lo cierto es que entre ambos generales quedó resuelto que no triunfase la conjuración, pero no todavía el modo que habría de emplearse para desbaratarla y castigar o contener a los que en ella tenían parte más activa.

Esto parecía ya difícil. Sobre el deseo de no embarcarse, común en tropas que veían forzosa su partida a América, si el levantamiento de que tenían muy confusa noticia no se efectuaba, y sobre el deseo vehemente de muchos oficiales y paisanos de derribar un Gobierno objeto de su odio, había la consideración de ser muchos los que se creían amenazados, sucediendo, como siempre, que la vanidad personal aumentaba el miedo, por creerse hasta los últimos conjurados tan comprometidos en la empresa, que, con malograrse ésta, alcanzaría a ellos, así como a los principales, el más severo castigo.

Daba fundamento a estos temores una escena de grande aparato y efecto representada a principios de junio, en la cual hube de hacer uno de los primeros, si no el principal papel. Creyóse llegado el tiempo en que las logias simbólicas, esto es, las ceñidas a practicar ciertos ritos sin enterarse claramente de su significación, hubiesen de recibir terminante noticia del gran fin a que se las destinaba, en ceremonia medio masónica, medio política, donde el levantamiento se declaraba como objeto a que servía de instrumento la masonería española. Fueron convocados al intento representantes de las varias logias cercanas, que eran muchas, habiéndolas en todos los regimientos, así como de la de Cádiz, en que había, juntamente con militares, paisanos. Asistió por completo el Taller sublime, tocándole presidir aquella Junta, y siguiendo el Soberano Capítulo, embozado, con lo cual, más que se recataba del peligro, encubría su ocio y aumentaba su importancia. Era la reunión de noche. Si bien, mudadas las cosas, no había, como en 1817 y 1818, razón para creer que exponían los concurrentes su vida con su asistencia, todavía en aquel conciliábulo había algo misterioso y solemne, propio para infundir pavor al mismo tiempo que respeto, y de todos modos para excitar arrebatado entusiasmo. Empezó la Junta en lugar estrecho, con pocas luces, atestado de gentes el aposento, llenos los ánimos de los asistentes de expectación, no obstante saber todos a qué objeto habían venido. En calidad de orador del Taller, di yo principio a una arenga algo declamatoria, aunque llena de verdadera pasión, comunicando la que sentía a mi auditorio, o excitando la que ya consumía a todos cuantos me escuchaban. Fuime acalorando más y más al ponderar los yerros y delitos que suponía en el Gobierno del rey y al hablar de las glorias anejas a la alta empresa de rescatar la patria de un yugo duro y afrentoso; empresa que iba a acometerse en breve y de que era preliminar aquella Junta, y de que tocaba servir de instrumento a los congregados. Con encendido rostro, pecho anhelante y ojos arrasados en lágrimas, asiendo de una espada que, según ceremonia, estaba sobre la mesa: «Jurad, exclamé, jurad contribuir a la obra que sois llamados sobre esta espada, símbolo del honor, que no en balde es el primer objeto que se os presenta a la vista al ver la luz.» A esta frase siguió un grito universal, aunque reprimido, de los concurrentes, lanzarse todos a la mesa y a la espada, trémulos y llorosos, y prestar como en frenesí el juramento que se les pedía. En mi vida he tenido que asistir a varias escenas de entusiasmo, pero ninguna he presenciado de tanto efecto; y si hay quien dude mi aserto, o quien tenga hasta por ridículo lo que yo todavía considero y declaro sublime y tierno, será porque no se hace cargo de nuestras circunstancias en aquella hora. Ni con esto pretendo abonar nuestra empresa o disculparla, y sólo, sí, explicar que obrábamos con fanatismo sincero, y, lo que es más, con fanatismo joven; debiendo advertirse que las vehementes pasiones, aun en causas que no se aprueben, si merecen vituperio, no pueden con justo título ser ridiculizadas ni aun rebajadas del carácter que les corresponde. Así, yo creo que no procedía bien entonces, y, sin embargo, atendiendo a la pureza del celo excesivo que me guiaba, no me avergüenzo de este paso de mi vida, aun cuando le condene.

Terminada la Junta, la conjuración habría crecido con haberse celebrado. Así, en los días que siguieron eran vivas las ansias en quienes creían su suerte pendiente de la conducta del conde de La Bisbal, más que antes misteriosa, especialmente por notarse dilación, cuando ya se creía funesta y apenas parecía posible. A falta de saber lo que había pasado entre él y Sarsfield, no escaseaban las suposiciones. Afirmábase que el segundo, restituido a su residencia en Jerez, había dicho a sus amigos antiguos, los oficiales de artillería Gutiérrez Acuña y Grases, con quienes más particularmente andaba en tratos, que él conocía a Enrique (así llamaba familiarmente por su nombre a La Bisbal) y le tenía por incapaz de grandes empresas; pero que él se pondría por caudillo de la que ya estaba tan adelantada, si se retraía de su propósito el hombre que la había tomado a su cargo.

Tal era la situación de las cosas al entrar el mes de julio. En sus primeros días ocurrió una novedad de mal agüero. Fue mudada de repente la guarnición de Cádiz. Esta providencia era al doble sospechosa, porque antes de tomarla no se había dado aviso de ella a los conjurados, y porque los cuerpos mandados salir eran los que tenían logias más numerosas y activas, y, además, comprometidos los oficiales que los mandaban en la conjuración, en la cual figuraban algunos en los primeros puestos, al paso que los batallones llamados para sustituir a los salientes eran de los menos bien dispuestos en el ejército todo. Bien era cierto que aquellos cuerpos de confianza no iban a alejarse, pues tenían orden de establecerse en el Puerto de Santa María; pero importaba que en Cádiz, lugar de tanta fortaleza y donde el vecindario, con raras excepciones, era constitucional acérrimo, hubiese tropas de las más comprometidas en favorecer el propuesto levantamiento que dentro de aquellos muros había, o de tener su principio, o de encontrar, cuando menos, su principal apoyo. Al saberse tales nuevas, todos hacían reconvenciones al conde. Por desgracia o por necesidad, eran tan ocultas las comunicaciones entre él y los conjurados, que era difícil averiguar hasta qué punto habían sido hechas presentes al general las generales quejas y dudas, y con cuál clase de disculpas, o si acaso con algunas, había él procurado desvanecer las segundas o dar satisfacción a las primeras. Todo se había vuelto confusión ansiosa; pero si, no habían muerto las esperanzas, la desconfianza y el temor prevalecían, aunque resistiéndose la razón a creer una desdicha que, por otro lado, veía próxima y casi segura. Era el 7 de julio, había entrado la noche, y cerrándose, según costumbre, las puertas de la plaza de Cádiz. De repente nótase movimiento en la tropa y corre la voz, pronto acreditada de cierta, de que casi toda cuanta había en la plaza iba a salir con el conde de La Bisbal a su frente, encaminándose al Puerto de Santa María. Sospechoso, por demás, era aquel paso, siendo dado a hora en que, interrumpidas las comunicaciones entre Cádiz y el Puerto, los que estaban en esta última ciudad no podían recibir aviso de que iba sobre ellos el general con apariencias de intención de cogerlos por sorpresa. Ésta fue la idea que dominó a la mayor parte de los conjurados en Cádiz. Otros no auguraban tan mal, pero tampoco se atrevían a hacerlo bien, no acertando a explicarse ni explicar qué clase de próspero suceso podían prometerse de aquella misteriosa salida que con secreto, aunque a vista de todos, se estaba efectuando. Difundióse al mismo tiempo una agradable noticia, y era que el conde, al resolverse a salir, había llamado a conjurados de su confianza y encargándoles que lo tuviesen todo preparado para proclamar la Constitución en Cádiz al día siguiente, mientras él hacía otro tanto, puesto al frente de sus tropas. Nunca he podido averiguar a punto fijo si e1general se expresó así clara y terminantemente, o si sólo con medias palabras dejó ver que tal era su intención a los que deseaban interpretar sus palabras y acciones del modo más favorable. Creyóse esta noticia agradable, pero no con viva fe. Sin embargo, había apretarse la mano los conjurados, decirse a media voz: ¡Viva la patria!, grito primero discurrido entonces, y prepararse a un grande acontecimiento. Afanábanse hasta los que no eran de la conjuración por saber qué pasaba, y designarse, así como los hermanos a los concurrentes a casa de Istúriz, donde sabían, unos, por sus relaciones de obediencia al Soberano Capítulo allí congregado, cuándo se juntaba, y, otros, por la fama común de ser aquella concurrencia la que dirigía el grave negocio pendiente y ya declarado. Pero el cuerpo gobernador supremo de la masonería y de la empresa estuvo como difunto en aquel momento, estando, sin duda alguna, muy dividido en pareceres, por ver algunos la conjuración malograda y haber quienes la creyesen triunfante, suposiciones contrarias, que llevaban a concurrir en la opinión de ser inútil cuanto se pudiese hacer para impedir el revés o contribuir a la victoria.

En esto me desesperaba yo con otros de no ver claro, y de que nada se dispusiese. Me pareció oportuno que nuestros amigos y compañeros del Puerto de Santa María supiesen la salida de Cádiz del conde y de las tropas, pues ahora fuese hacia ellos como amigo o como contrario, bien sería estar dispuestos a recibirle según creyesen conveniente y hacedero en ambas suposiciones. Pero no tenía yo autoridad para dar órdenes. Valióme en aquel apuro una casualidad. Mi primo tercero, don Antonio Valera, oficial de marina, mandaba un correo que había de dar la vela para la Habana al amanecer del siguiente día. Tenía, pues, franco el paso por la Puerta de Mar para sí y los de su buque. Fuime a él, que era de los hermanos y conjurados, pedíle un bote, que me dio con la promesa de que volvería a bordo en la misma noche. Hecho esto, busqué un mensajero y le encontré en un oficial de las brigadas de artillería de montaña, llamado don Benito Larraiga o Larraigada, que me fue recomendado por mi íntimo amigo y compañero en la conjuración, don Olegario de los Cuetos. Salió, pues, Larraigada por los muelles, siendo ya sobre las doce de la noche, y embarcóse en el bote de Valera. Llegado al Puerto de Santa María, le despidió. Las noticias que dio a los conjurados no llevaban carácter de orden ni aun de instrucciones, pues sólo eran observaciones, y quedándose en ser un aviso, mal podían servirles de regla en su conducta. Juntáronse, y aunque recibieron la noticia como infaliblemente fatal, nada hicieron para oponerse al mal que les sobrevenía, determinándose a esperarle resignados. Tal vez no podían otra cosa; tal vez, contando como podían contar con sus tropas, si se hubieran resuelto a resistir y disputar el paso del puente de barcas al conde de La Bisbal y la entrada en el Puerto por la parte opuesta a la caballería de Sarsfield, empresa poco difícil a una infantería numerosa, abrigada en una población y defendida por un río, hubiesen triunfado; tal vez la voz del general, respetada por las tropas, hubiera podido más que el deseo de no embarcarse en los soldados, y la resistencia habría sido funesta. Pero en ella nadie pensó, estimándola imposible. Recogiéronse, pues, todos, y al rayar la aurora se levantaron y pasaron a un Palmar situado en el camino que del Puerto va a Jerez, donde, como era uso, estaban formados los batallones para hacer el ejercicio. En, esto, adelantaba el conde por un lado, y por otro venía de Jerez Sarsfield al frente de la caballería, fuerza en la cual los conjurados eran muy pocos. Llegado el de La Bisbal a Puerto Real, donde estaba la artillería expedicionaria, la incorporó a sus tropas. En esta fuerza, su comandante graduado de coronel, don Miguel López de Baños, y el mayor número de los oficiales, eran de la conjuración, y en ella de los más celosos; de suerte que, trabada una pelea, según estaban las cosas y las ideas en aquellos días, el general no hubiera encontrado en los artilleros ayudadores, y sí, quizá, contrarios. Pero siguieron dóciles los que no veían resistencia. Iba asimismo con el conde uno de los conjurados, a la sazón todavía de muy escasa nota entre los suyos, llamado don Rafael del Riego. Éste trató de hacer algo para avisar a los del Puerto que iban contra ellos, y aun para invitarlos a que resistiesen. Todo fue inútil. Poco adelantado el día, sonaron a vista de las tropas situadas en el Palmar, por una parte Sarsfield con sus jinetes, y por la otra el conde de La Bisbal con su infantería y cañones. Fueron recibidos en paz y como sin extrañar la venida. Mandó el general venir ante sí a los primeros y segundos comandantes de todos los batallones que allí estaban, y a todos declaró que estaban presos, sin decirles por qué delito. Hecho así, dio la voz de ¡viva el rey!, a que respondieron los soldados. Concluido este acto, retiráronse las tropas, y el conde de La Bisbal siguió con ademán de confuso y pesaroso; no así Sarsfield, que sentándose en un poyo del paseo llamado Alameda de la Victoria, cercano al lugar donde se había verificado la prisión de los oficiales culpados, tuvo la crueldad de reírse, como celebrando su hazaña. En verdad, aquellos dos hombres, atendiendo cada cual a su propio interés, debían sentirse en situación muy diferente. El conde, culpado de traición a la corte y del mismo delito respecto a sus cómplices en la conjuración sofocada, hubo de pensar en que tenía igualmente que temer la venganza del partido triunfante y la del vencido. Sarsfield había hecho el papel de delator; pero su conducta, a los ojos del Gobierno, forzosamente había de aparecer recomendable. Éste último acababa de coronar sus hechos con uno superior a todos en perfidia. Antes de salir de Jerez había dado orden para que fuesen presos Gutiérrez Acuña y Grases, con quienes en la noche anterior había estado chanceándose, suponiendo la rebelión ejecutada con feliz fortuna. Así, en tan pocos momentos, y sin asomo de resistencia, quedó deshecha una conjuración formidable. Pero los elementos de ella quedaban en gran parte intactos, siendo posible, como probaron las consecuencias, con un poco de atrevimiento, juntarlos, darles orden y vida, y usarlos con próspero suceso.




ArribaAbajoCapítulo XXX

Consternación de los conjurados al saber las noticias del Puerto.-Varios huyen o se esconden.-El autor celebra una reunión con otros pocos.-Determina salir para Río Janeiro.-Va a Gibraltar a buscar pasaje.-Habla allí con varios conjurados.-Sale de Gibraltar resuelto a continuar los trabajos revolucionarios.-Al llegar a Cádiz se encuentra incomunicado por la epidemia reinante.-Estado de la conjuración.-Proyectos de Mendizábal.-Reconstitución del Soberano Capítulo.-El autor es comisionado para visitar los cantones del Ejército.


La noticia del suceso del Palmar del Puerto llegó a Cádiz a pocas horas de haber ocurrido. Cayó como un rayo sobre nosotros, pues, aun los que más recelábamos, distábamos mucho de creer tan seguro, tan completo y tan fácil nuestro vencimiento. Entró al instante la consideración del peligro de cada cual, siendo muchos quienes temían correrlo grave. No era yo de los menos, y en verdad tenía motivos fundados de temer un severo castigo. Había yo hecho una parte muy considerable de los trabajos del Taller sublime, relativos al propuesto levantamiento, y aun escrito proclamas que existían de mi propia letra. Hube, por consiguiente, de esconderme, pensando en mí y viendo delante de mí la perspectiva de un largo destierro, si una desgracia mayor no me imposibilitaba la fuga. Empezamos los escondidos a averiguar unos de otros nuestro paradero y proyectos, y qué pasos adelantaba la persecución que con tanto fundamento considerábamos inminente. Por lo que llegaba a nuestra noticia, nadie estaba mandado prender en Cádiz. Súpose haberse puesto en salvo algunos con destino a Gibraltar, y entre ellos Moreno Guerra e Istúriz, el primero temiendo con razón a Sarsfield, y el segundo al conde. De otros de los conjurados de más nota se supo no haberse movido de Cádiz, al paso que varios de los menos comprometidos, si bien en corto número, se creyeron bastante expuestos para ponerse en salvo. Yo fui de los que creyeron oportuno no precipitarse. Bien tuve razón, pues en breve me constó que el conde, inconsecuente en su mala acción, blasonando de caballero cuando tan escandalosamente había faltado a su palabra empeñada y procediendo de veras con una generosidad loable, aunque en las circunstancias necia, aseguraba que no tenían motivo de temor los conjurados hasta entonces no presos. Así lo había dicho a uno de ellos, oficial que servía a su inmediatas órdenes, y a quien notó cabizbajo y pensativo. Tuve, pues, bastante atrevimiento para presentarme en un lugar público. Hubo quien, al verme, manifestase extrañeza; pero en breve otros me imitaron. Tal era la seguridad de los que habíamos quedado libres, y tal nuestro fanatismo, estimulado por el furioso deseo de venganza, que a los tres o cuatro días de la tragedia nos atrevimos a juntarnos unos pocos, alimentados con la esperanza loca de poder renovar la empresa malograda. De los concurrentes a esta junta, ninguno era de los principales en la conjuración, porque los del Soberano Capítulo, nunca muy diligentes ni arrojados, estaban llenos de pavor, y, además, no eran hombres que juzgasen posible hacer algo sin contar con el general del Ejército. Los pocos que nos juntamos, fuimos don José María Montero, del comercio de Cádiz, de muy pocos años y de escasa nota hasta entonces, destinado a hacer a la causa a que se dedicó los mayores sacrificios, que ni poco después, ni hasta ahora, han recibido el premio de que eran merecedores; don Olegario de los Cuetos, oficial de marina, subido bastante después hasta a ser ministro, hoy difunto; un don N. Costa, oficial de Artillería, cuya vida posterior fue oscura sin que sepa yo mismo ahora si es vivo o muerto; don Ramón Ceruti, que hoy ocupa el puesto de inspector del cuerpo de la Administración civil, después de haber sido diputado a Cortes y jefe político de varias provincias; yo, y uno o dos más, cuyos nombres se han borrado de mi memoria. Era ridícula nuestra reunión, estando faltos absolutamente de poder, de modo que en el exceso de nuestro arrojo, bien mirado, a nada nos exponíamos, por no ser posible que de nuestro conciliábulo resultase cosa capaz de comprometernos. Una proposición se hizo, no me acuerdo por quién, y fue saltear al conde de La Bisbal en el camino del Puerto de Santa María a Cádiz, por donde con frecuencia transitaba, y hacerle preso o dejarle muerto; pero pronto se vio que este proyecto, con las fuerzas de que éramos dueños, sobre ser reprensible, era descabellado. La Junta sirvió sólo para convencer a quienes a ella asistimos de nuestra debilidad, y en breve cada cual hubo de mirar por sí, dejando las cosas políticas en la a nuestros ojos funesta situación en que habían caído.

Yo traté de indagar si en la corte se había resuelto algo contra mi persona. Pero recibí informes fidedignos de que estaba tan mal enterado el Gobierno de los sucesos, que mi participación en el desbaratado proyecto, pública en Cádiz cuanto cabe serlo, estaba en Madrid de. todo punto ignorada, creyéndome de viaje al Brasil a servir a mi destino. A hacer esto me resolví, y para el intento me fui a Gibraltar, donde esperaba encontrar buque que me transportase a Río Janeiro. Dejé tras de mí a mi familia, compuesta de mi tía, entrada en años, y de mi hijo, que contaba poco más de ocho, dándoles encargo de pasar a Medina Sidonia y detenerse algunos días en casa de nuestros parientes, para venirse a Gibraltar no bien les enviase aviso de que había encontrado donde embarcarme para nuestra larga travesía. Si he de decir la verdad, no era sólo a embarcarme a lo que yo iba a Gibraltar, pues para encontrar pasaje al Brasil, mejor habría sido irme a Lisboa; siendo lo cierto que quería verme con mis cómplices fugados, y juntos en la ciudad inglesa, en número considerable, no habiendo perdido del todo la esperanza de volver a la empresa, cuyo logro era mi vivo anhelo y el sueño más grato a mi fantasía. Hice mi breve viaje, y a mi llegada al punto a que me dirigía, supe con gran sentimiento que en aquel mismo día, o en el anterior, había salido de allí para Lisboa Istúriz, con quien, más que con otro alguno, contábamos los conjurados, suponiéndole dueño de recursos muy superiores a los que real y verdaderamente poseía. En cambio de esta noticia desabrida, tuve la agradable de que estaban dentro de Gibraltar Gutiérrez Acuña y Grases, escapados de su prisión en Jerez, lo cual, si de poco podía servir para nuestros proyectos, me aseguraba que me encontraría allí con dos amigos y cómplices, con quienes podría desahogar mi rabia y pena por lo pasado, y formar proyectos para lo futuro, cosa de singular consuelo para quienes acababan de ver frustrado un proyecto en que fundaban grandes esperanzas. Entrado en Gibraltar, me presenté al cónsul de España en mi calidad de diplomático, y como encaminándome al lugar a que había sido destinado. Nada sospechó aquel empleado de mí, y sólo me dijo que venía mal, porque no había buques en aquel puerto preparados para ir al Brasil, ni solía haberlos, sino muy de tarde en tarde, faltando comercio u otra causa para que se navegase del uno al otro punto. No me fue desagradable esta noticia, porque me proporcionaba ganar tiempo, y si bien me ocasionaba gastos, esto era cosa a que yo atendía muy poco, teniendo aún bastante de lo mío y continuando en gastarlo imprudentemente, ya hiciese la vida de calavera, ya la de hombre juicioso, a que me dediqué desde aquellos días. Pasé, pues, a vivir con los desterrados, portándome con necia temeridad, pues, o fuese mi intento, como todavía era, aunque de mala gana, pasar a servir mi empleo, o quisiese, como poco después hice, volverme a España a trabajar en la conjuración, en ambos casos, mirando no sólo por mi propia seguridad, sino por el mejor éxito de los proyectos en que trabajaba, debía haber procedido con reserva y no mostrarme en público compañero de los que acababan de huir por haber participado en una conjuración sofocada. Fue gran fortuna mía y de la causa por mí servida con ardoroso celo que el cónsul de España en Gibraltar, no obstante ser persona recomendable hasta por su instrucción, fuese de tanta bondad, y también de tanto descuido, que no reparase en mi conducta, más que sospechosa, ni diese de ella el menor aviso a su Gobierno. Así, yo iba y venía a Algeciras y Gibraltar, nunca observado por las autoridades españolas. En Algeciras había su correspondiente logia; pero los hermanos estaban tan amedrentados, que ni hablarme querían, siendo yo un empleado del Gobierno y no un proscripto; pero empleado tan conocido en aquellos lugares por mis fechorías políticas y mis intentos mal disimulados, que tratarme parecía peligroso. En la misma plaza inglesa supimos con satisfacción suma que el conde de La Bisbal, habiendo sido agraciado, en pago de su mala acción, con la Gran Cruz de Carlos III, distintivo en aquellos días no prodigado, había sido privado del mando del Ejército y llamado a la corte a trueco de la recibida merced, con lo cual quedaba a la del Gobierno por él tan gravemente ofendido. Súpose que él agradecía poco el favor, aunque grande; y al revés, temía mucho las resultas del llamamiento, constándole que, siguiéndose la causa contra los oficiales presos, resultaría su complicidad en la trama, y tan clara y tal, que se excedía mucho de los límites a que se ciñen quienes, como Sarsfield, sólo juzgan entrar en una conjuración para enterarse de ella y desbaratarla de un modo seguro y completo. Las ansias de aquel hombre que tan cruel había procedido con nosotros, con el rey y con la patria, causaban en nuestros ánimos la satisfacción que da la venganza aun a hombres de pensamientos nobles cuando están padeciendo, y con ellos los objetos de su aprecio y amor, de resultas de algún hecho inicuo. Yo serví al vengativo rencor de mis amigos y al mío propio, insultando al conde en su desventura y angustia, en un soneto que Grases y Gutiérrez Acuña imprimieron en Gibraltar en una hojita suelta y que corrió por toda España, aunque haciéndose en él alteraciones. Copio la tal composición, como hago con todas las mías que aclaran mal mi carácter y se refieren a sucesos de importancia en mi vida, y por eso, repito, las doy al público en esta obra, como por vía de ilustraciones a mi texto, y no en prueba de un talento poético del cual sé que es escaso, aunque no despreciable12

. Al cabo de un mes de residencia en Gibraltar llegaron a los desterrados noticias vagas de que algo se trabajaba en España y en el Ejército mismo expedicionario, con la mira de llevar a efecto. el levantamiento. Tratóse, pues, de coadyuvar desde allí en lo posible a planes de cuya grandeza y calidad se sabía poco. Al momento me brindé yo a volver a meterme en España, sacrificando esta vez, de seguro, mi carrera, y acaso, y aun según era muy probable, mi vida. Aplaudieron mi determinación y me excitaron a llevarla a efecto sin demora dos o tres de los desterrados, para quienes era mucho la causa común y nada mi suerte particular; no así Gutiérrez Acuña y Grases, que mirándome con afectos de compasión y amistad y asimismo creyendo inútil mi arrojo, no procuraron alentarme, y sí retraerme de mi propósito, viéndome, según después me dijeron en el momento de mi partida, realizada muy pronto, como a hombre que camina a su perdición segura. Salí de Gibraltar en los primeros días de septiembre y pasé a Algeciras, donde me detuve una semana. Allí, no observado, tomé pasaje para Cádiz en un pobre barco carbonero. Acompañábame una muchacha que había venido a verme a Gibraltar, y con quien tenía yo relaciones amorosas, y siendo, por sus modales, del pueblo, aunque de lindísimo parecer, contribuía a darme las apariencias de persona de poca cuenta, creyéndome su marido la pobre gente de la tripulación del barco. Sin embargo, llevaba mi pasaporte en la debida forma, porque al salir de Gibraltar dije al cónsul que, vista la imposibilidad de encontrar allí buques para Río Janeiro, iba a buscar pasajes en Lisboa tocando antes en Cádiz, todo lo cual creyó él buenamente, y me refrendó mi pasaporte, sin dar noticia a Madrid de mis idas y venidas y compañías singulares para persona empleada en servicio del Gobierno. Llegué a Cádiz mediado septiembre, y al tiempo de echar el ancla en la bahía, supe una novedad del mayor bulto, que hacía mi viaje por lo pronto, inútil, y mi situación bastante apurada. La fiebre amarilla, que desde los días últimos de julio había empezado a ejercer crueles rigores en la ciudad de San Fernando o isla de León, se había comunicado a la población de Cádiz. De resultas, en el día anterior había sido evacuada la ciudad por las fuerzas de la guarnición, quedando sólo en ella el batallón de Soria, del Ejército expedicionario. Estaba yo, pues, encerrado por algunos meses, porque entrando en Cádiz, como ya me era forzoso hacer, me sujetaba a la estrecha incomunicación que, según el curso común de la enfermedad reinante, no podía cesar hasta que estuviese el mes de diciembre algo adelantado. Por otra parte, en las tropas estaban los conjurados principales y el instrumento con que la rebelión había de llevarse a efecto, y las tropas ya no estaban en lugar donde yo pudiese tratar con los amigos y cómplices que entre ellas tenía. Parecióme desesperada mi situación, y no sin causa. Pero era tal en mí entonces la fe que producía una tenacidad increíble en mi conducta, y si bien aun entonces mi condición me llevaba a pensar de lo futuro, prometiéndome más desdichas que felicidades, no por eso desistía de un empeño en que estaba resuelto a sacrificarme. Bajé, pues, a tierra en Cádiz, sin saber dónde me hospedaría. La suma bondad de un amigo y hermano13

me sirvió bien en este punto. Don José María Montero, de quien he hablado, me ofreció asilo en su casa. Aceptéle, y fui allí recibido con afecto verdaderamente fraternal. Las noticias que mi amigo me comunicó eran importantes. Efectivamente, los rotos hilos de la desbaratada trama habían vuelto a anudarse, y si bien faltaba un brazo omnipotente como el del general antes, que emplease con seguridad de feliz éxito el instrumento firme y capaz de ponerse en juego, en compensación, quien se encargase de usarle no habría de ser, como el conde de La Bisbal, un hombre irresoluto y doble. De los hermanos antiguos de las logias y del Taller sublime, casi todos habían renovado los trabajos masónicos, y si bien los del Soberano Capítulo se habían retirado del campo, eso dejaba libre su puesto para que en él se situasen los atrevidos que, sin más derecho que su propia voluntad, se arrojasen a titularse sus sucesores. Había masones nuevos que en el fervor de su noviciado excedían en celo a los antiguos. Estaba en trabajos un veterano de las intentonas revolucionarias y de la sociedad masónica, a quien temas de personajes principales de Cádiz habían mantenido separado de la masonería española o regularizada. Este último era don Domingo Antonio de la Vega, anciano ya y de natural fogoso, y también pertinaz; mil veces perseguido y castigado en su vida, y que escapando de una persecución, venía a buscar otra, de buen talento y de gran conocimiento del mundo, hábil y con recursos, aunque también con preocupaciones y temas iguales a las de que él era objeto, cuyo valor, por desgracia, flaqueaba en la hora de ejecutar lo que con audacia concebía y seguía, pero en quien esta falta, sólo sensible en cierto momento crítico, no quitaba que fuese de gran servicio en los anteriores. Gozaba Vega de reputación entre varias gentes, y la suya se había difundido entre los oficiales del ejército que le conocían poco. Pero si la fama y experiencia de Vega daban alguna fuerza a la conjuración, ésta había recibido empuje y poder notabilísimos de resultas de haber sido recibido masón Mendizábal. Por qué no lo había sido antes, es cosa que aún ignoro. Ya por lo que de él he dicho algo atrás en esta obra, al llegar yo a Sevilla, en enero, y conocerle, me había hablado como quien tenía noticia de haber una conjuración y estar resuelto a entrar en ella. No bien, con ser iniciado en la masonería, pasó a participar en la empresa entonces abandonado, cuando empezó a trabajar con su viveza portentosa. Viose que era tan fecunda su imaginación en encontrar arbitrios, que siempre tenía más de uno dispuesto. Él buscó un oficial superior que se comprometiese a capitanear el alzamiento, siendo una de las mayores dificultades con que se tropezaba la resistencia a encargarse del mando supremo, porque muchos se declaraban prontos a seguir a quien se pusiese a su frente, y ninguno a presentarse como adalid primero. Por desgracia, el que había consentido en tomar tanto peso sobre sus hombros murió de la epidemia en la ciudad de San Fernando, estando recién iniciado en la masonería y en la conjuración y destinado a ocupar en ellas el puesto primero. Otra cosa dispuso Mendizábal, donde se acredita la extensión y singularidad de su osadía; siguiendo los conjurados militares en la tema de que nada podía hacerse sin un general, porque, según decían, sólo a un general seguirían obedientes los soldados, discurrió apelar al siguiente arbitrio. Los de la conjuración que tenían más influjo en sus respectivos cuerpos habían de hacer correr entre las tropas la voz de que se esperaba a un general, cuya llegada se verificaría muy en breve. Del nombre nada había de decirse, contentándose con, repetir mucho el general; de suerte que la idea de este personaje tuviese muy ocupados los ánimos de la gente. Entonces habría de presentarse vestido de general Mendizábal, cuya corpulencia y modos harían que el recién llegado y no conocido caudillo produjese un efecto grande, aun de extrañeza en las tropas. Seguiríase gritar ¡viva el general! los que estaban en la trama, juntar él los soldados, anunciarles que ya no se embarcarían, y dictar otras providencias, con las cuales se encontrarían metidos en la rebelión sin saberlo. Como la ejecución de este proyecto sería dentro de Cádiz, la alegría del pueblo, con que de seguro y no sin harta razón se contaba, vendría a excitar en los militares entusiasmo en favor de la causa que habían abrazado casi a ciegas, entusiasmo de los que más seguridad prometen, por contribuir mucho a ciertos fines en el ánimo de las clases inferiores de la milicia ver acorde con ellas al paisanaje que las rodea. No era el plan, aunque ridículo, de muy difícil ejecución en aquellos momentos. Lo que tenía de sainete desdecía tan poco de la situación de las cosas, que del mismo vicio adoleció en mucha parte de su ejecución la empresa poco después acometida, y no por esto dejó de ser llevada a efecto cumplido.

Circunstancias que no tengo presentes impidieron la ejecución de esta tramoya, y muy en breve hubo la tropa de salir de Cádiz. Fuese con ella Mendizábal, que tenía un cargo importante en las provisiones, lo cual le facilitaba ir de un lugar a otro y tratar con diferentes personas del Ejército sin hacerse por ello notable. Aprovechaba él sus ventajas con diligencia acompañada de tino. Hacía algunas cosas que no venían a cuento, pasando por exceso de actividad; pero esto debía disimulársele en atención a los servicios que prestaba.

Como se ve por lo que antecede, no me encontré con Mendizábal a mi entrada en Cádiz. Reuníme sólo con Vega, con don Sebastián Fernández Vallesa, antes del Taller sublime, abogado hasta entonces poco conocido y de grande mérito por su honradez, por su entereza, por su valor firme y hasta por su entero y buen juicio, aunque le deslucía un encogimiento miserable, con el citado Montero, en cuya casa residía con Cuetos y con algún otro. Inútil era cuanto hiciésemos, por ser la obra en que estábamos empleados una que sólo podía ser llevada a efecto por el Ejército, con el cual no teníamos roce alguno. Correspondíamonos, sin embargo, con nuestros amigos militares empeñados en la renovada trama; supimos primero que, acantonados en lugares diferentes y entre sí distantes los cuerpos, faltaba entre ellos comunicación, siendo por esto difícil adelantar con algún provecho los trabajos. Este mal no era tan grave cuanto parecía, porque al fin, disperso así el Ejército, no era de pensar en que se embarcase hasta dentro de largo plazo, y se ganaba tiempo, cosa muy necesaria para nosotros, y el ganado no se desperdiciaba enteramente, pues los conjurados, en sus respectivos batallones, soltaban quejas y dejaban traslucir repugnancia a pasar el mar, y a arrostrar los peligros que al Ejército esperaban en América, todo lo cual se comunicaba a los sargentos y a los soldados. De pronto hubo orden de reunir el Ejército en un campamento que se formó en un lugar llamado las Correderas, en las tierras que median entre Jerez y Alcalá de los Gazules. No había, con todo, que temer el embarque, que estando los pueblos de la costa invadidos por la epidemia en toda su fuerza a la sazón, ni tampoco era posible, aun cuando, por otro lado, fuese hacedero efectuar el levantamiento, porque no querían las tropas acercarse a los lugares infestados. La reunión en las Correderas sirvió de juntar a los hermanos, de dar actividad a los trabajos de sus logias, de concertarse entre sí los que las formaban, de proponerse y hacerse, o desde luego, o a su tiempo, nuevas iniciaciones. Todo esto lo sabíamos, y por ello no desmayábamos, aunque nada viésemos que diese margen a concebir alegres esperanzas. Por nuestra parte hicimos poco, reduciéndonos a ser una tertulia de amigos; pero como de toda situación es dable sacar partido, se sacó de la nuestra, acomodando la conjuración a los elementos con que contaba, si no todos nuevos, de otra manera dispuestos que durante el plazo corrido entre haber tomado cuerpo el proyecto y haber sido desbaratado con mano airada. Antes, pendientes todos del general, no tenían otra cosa en qué pensar que en obedecer a los órdenes que de él se estaban esperando. El Soberano Capítulo era tenido en aprecio y reverencia, reinando entonces en los masones la devoción de sectarios, que implica cierto grado de fe y la observancia en la práctica y aun en el deseo de lo que deben a los superiores los inferiores. Pero al cabo, la suprema autoridad de la orden se entendía con el general, cuyo poder era legítimo y de quien habían de venir los mandamientos, en cuya ejecución tocaría a cada cual desempeñar la parte que le estuviese señalada. No sucedía así cuando había desaparecido la autoridad reconocida. La empresa venía, pues, a ser de cada conjurado o del conjunto de ellos. En una palabra, estaba trocada en república con voto universal la conjuración que antes tenía forma de monarquía. Pero esta república, como todas, había menester Gobierno, y mal le podía formar, y era de presumir que se contentase con uno que le presentasen formado, si le creía merecedor de aprecio, dueño de algún poder y por ambos títulos digno de confianza. Lo que sabía la generalidad de los oficiales del Soberano Capítulo antiguo, era con ideas ciertas en parte, y en otra parte equivocadas, que estaba compuesto de la gente principal de Cádiz, y entre ella casi toda de comerciantes, a quienes suponían de gran riqueza, prontos a emplearla en el levantamiento, y por ésta y por su consideración personal con influencia preponderante y aun omnipotente entre los gaditanos. Tratamos, pues, los que estábamos en Cádiz, para decirlo sin rodeos, de engañar a nuestros compañeros de fuera fingiéndonos el Soberano Capítulo, y en verdad siendo tal con igual derecho con que lo había sido nuestro antecesor, sólo que, en vez de estar compuesto de la gente antigua y pudiente, lo estaba de otra rica sólo en celo y arrojo. Algo se decía en el Ejército de haber en el cuerpo gobernador miembros nuevos, y se citaba a Vega, suponiéndole extraordinarios recursos mentales y gigante reputación, y a mí, cuya actividad y resolución estaban probadas en las logias y en el Taller sublime. De los demás, ignorándose quiénes eran, como antes también sucedía, sólo seguía dándose por supuesto su poder nacido de su riqueza y de otros medios de ejercer influjo. Nuestro cálculo, al valernos de este engaño, no debía de ser errado, pues lejos de salirnos fallido, al revés, correspondió plenamente a cuanto podíamos prometernos. Era, pues, nuestro modo de pensar que estaba tan endeble la fábrica de la monarquía española, que el menor viento bastaba a derribarla, y que, conseguido de un modo o de otro el alzamiento del Ejército expedicionario, por seguro debería tenerse que terminaría en su triunfo. Ahora, pues, persuadidos los conjurados militares de que la plaza de Cádiz, con su fortaleza y recursos, sería suya, bien tenían motivos para arrojare a un hecho que, llevado a feliz término, había de acarrearles gloria y ventajas.

Procediendo con arreglo a estas ideas, conseguimos alimentar en el Ejército la creencia de que la conjuración tenía en Cádiz poderosos auxiliares. Pero no bastaba esto, y era necesario que el supuesto cuerpo gobernador diese alguna muestra de sí, apareciendo ante los gobernados a dirigirlos y a concertar sus esfuerzos. Para el intento dispusimos que saliese yo al Ejército a presentarme en sus logias con el título de visitador. Proveíme de documentos donde sonaba mi alta dignidad en la masonería, que en realidad de verdad era de las superiores, y donde se hablaba del Soberano Capítulo, que no era un fantasma, pero sí un cuerpo raquítico, que sólo no sería digno de risa viéndose a distancia y alargada su sombra. Había dificultades para mi viaje. Por todas partes abundaban los cordones sanitarios, quedando prohibido traspasarlos, bajo pena de la vida. Este, sin embargo, no era el mayor inconveniente, por ser tal pena un mero espantajo, y común burlarse de las precauciones sanitarias, especialmente en la estación del año en que la enfermedad epidémica o contagiosa estaba ya en su decadencia. Pero el toque de la dificultad consistía en tener en algún punto reunidos, si no a los conjurados todos, lo cual en cualquiera caso era imposible, a varios de ellos de suficiente influjo para poder obrar como legítimos representantes de sus compañeros, siendo por lo que resultase considerados como tales, y en que de esta Junta viniese a salir quién había de capitanear el movimiento de las tropas y ejercer la autoridad suprema en los días primeros del alzamiento. Nótese cuan poca fuerza llevaba yo para superar tales obstáculos, y téngase presente que, si no los vencí, puse las cosas en el camino por donde ellos quedaron allanados, lo cual no digo en mi alabanza, sino en prueba de cuan flaco poder alcanzaba a hacer aquello a que las circunstancias y los hombres se prestaban con facilidad portentosa14.