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ArribaAbajoCapítulo V

Agitación en San Fernando al saberse los sucesos del 10 de marzo en Cádiz.-La Junta nombra generales a los jefes del alzamiento y reparte otras gracias y mercedes.-Quiroga y Riego mandan a Madrid emisarios a felicitar al rey por haber jurado la Constitución.-Organización pública y secreta del partido liberal después del triunfo.-Reorganización y aumento del Ejército libertador de la isla.-Premio que recibe el autor por su cooperación en el alzamiento.-Pretende ser diputado.-Habla por primera vez en la Sociedad patriótica de San Fernando.-Pronuncia en Cádiz un discurso en favor de la independencia de América.-Disgusto que esto produce entre sus conciudadanos.-Polémica con Rotalde y desafío frustrado.


Mientras caminábamos nosotros a Cádiz el 10 de marzo por la mañana, llegaron a la isla de León muchos gaditanos. Allí estaban cuando se recibió la noticia de lo ocurrido en Cádiz, abultada como suelen llegar tales nuevas y ponderándose lo sangriento de la matanza hecha, aunque en verdad la que hubo, como ejecutada en gente indefensa, debía excitar la indignación más viva. Además, a algunos que habiendo llegado a San Fernando, o no tan lejos, se volvían a la ciudad de su procedencia, obligó a retroceder, disparándoles cañonazos, la Cortadura, modo de anunciar el rompimiento nuevo de la guerra entre uno y otro campamento. Los habitantes de San Fernando y los gaditanos que con ellos estaban, al saber la atrocidad cometida por los soldados de la guarnición de Cádiz, dieron suelta a su enojo. Un tropel de gente acudió delante de casa de Quiroga pidiendo armas para vengar a sus hermanos asesinados. Bien es de creer que se habría enfriado tal ardor, si los que eran arrebatados por aquella llamarada se hubiesen visto con tropa regular y resuelta, pronta a hacerles frente. Pero lo que importaba era que la demostración popular indicaba no ser ya sólo el Ejército el restaurador de la Constitución en el lugar que ocupaba. Además, estas manifestaciones eran hechas con más desahogo, por verse en ellas menos peligro. Constaba ya estar tremolando el pendón constitucional en la mayor parte de Galicia, tan dilatada y populosa. Había casi certeza de que otro tanto sucedía en varios puntos. Hasta haber llegado a estar proclamada la Constitución en Cádiz por cerca de veinticuatro horas, declaraba haber motivos poderosos por los cuales hubieran consentido los generales en un acto de cierta gravedad, que a los ojos del Gobierno debía de ser un delito enorme.

En esto aparecieron en la misma ciudad de San Fernando, por la vía frecuentada de Sancti Petri, procedentes de Gibraltar, algunos personajes de mediana nota. Entre ellos estaba don Facundo Infante. Los que recordaban su negativa de unirse con Riego colegían que su venida al lado de Quiroga indicaba haber muchas más esperanzas de triunfo para la causa constitucional que había cuando la columna famosa visitó a Algecidas, sin que hasta entonces estuviese menguada en número o hubiese tenido sucesos adversos.

Hasta la amortecida Junta de San Fernando había empezado a vivir al mes y medio de nacida. Dióle importancia un lance de la mañana del 10 de marzo. Sabiéndose estar la Constitución proclamada en Cádiz y no todavía el suceso trágico que allí la volvió a derribar, se había juntado un número considerable de oficiales celebrando el recién conseguido e inesperado triunfo, cuando de repente salió de entre ellos la voz de que era necesario hacer generales a los principales caudillos del Ejército, que ya, sin serlo, hacían las veces y aun llevaban el título de los que tenían tal grado. Mezclándose con esta turba militar algunos paisanos, pensóse que no era decoroso ni posible que los destinados a llevar la faja se la ciñesen por acto de su voluntad propia, o que se la diesen sus oficiales. Hubo de ocurrir entonces la idea de que estaba creada una Junta con apariencias de ser hija de elección popular, y que constituida para ser Gobierno, nada había sido hasta entonces, y discurrióse hacerla servir de instrumento por donde, a nombre de la patria agradecida, fuesen premiados sus libertadores; no de otro modo que a Hernán Cortés confirmó en el mando el Ayuntamiento de Veracruz, por gustar todos los hombres en todos los tiempos de dar a la autoridad algún origen legítimo, ya del pueblo, ya del monarca, no viéndose legitimidad en la mera posesión de la fuerza. A la Junta, pues, se dirigieron, y no sé cómo o dónde la hallaron congregada. Mal podía aquel cuerpo negar tal pretensión, y menos viniendo hecha como vino. Dio, pues, la primera señal de vida nombrando mariscales de campo a Quiroga, Riego, O'Daly, Arco Agüero y López Baños. Conseguida la gracia, fueron los solicitantes a llevar la faja con toda pompa a Quiroga y O'Daly, únicos de los agraciados que se hallaban en la ciudad de San Fernando. El primero recibió la faja con gratitud, y aun se la ciñó, dando con esto una prueba de que la aceptaba. Después de este paso entró la murmuración, y con ella el escrúpulo sobre si estaría bien obrar como revestidos del nuevo grado, antes que el rey, puesto al frente del Gobierno constitucional, lo confirmase a los que lo habían obtenido de la Junta. Esperóse, pues, hasta la confirmación, que llegó dentro de un plazo medianamente breve. Hubo gran discordancia de pareceres sobre si habría valido más que los libertadores de la nación no se tomasen, casi por la propia mano, la recompensa de su hazaña, o indicasen cuál deseaban y se prometían, mayormente pareciendo a algunos que el grado de mariscal de campo, quitando a los caudillos del Ejército restablecedor de la Constitución el mérito del desinterés, les daba un galardón escaso para un servicio de extraordinaria grandeza. Otros opinaban que mirando por el bien de la causa pública, convenía, para abonada fianza de la conservación de la ley restablecida, que no dejasen de tener mandos importantes los caudillos del alzamiento, lo cual, en el orden común de las cosas, no podía ser sin llevar la faja de generales, cuando menos con el grado de mariscales de campo. Fuerza es negar, por un lado, que este argumento era poderoso, y también, por el contrario, que apareciendo interesada la conducta de los cabezas del Ejército, quedaban autorizados los de las clases inferiores a solicitar su propia elevación. Así fue que los que habían andado más solícitos en procurar las fajas, si bien no únicos, sino a la par con otros, anduvieron muy afanados por procurarse ascensos. Para esto servía la Junta, que vino a ser, en su existencia breve y sin poder ni lustre, una fábrica de grados, apurándola y quejándose de ella los que pretendían y aun los que lograban el género que ella, no sin profusión, despachaba. Tocóme parte en esta tarea desabrida. Recién vuelto de mi azarosa expedición a Cádiz, la Junta me nombró su secretario. Esto era bajar bastante, pues en el primer nombramiento anulado había yo sido electo de la Junta misma, y, además, mi categoría de empleado era superior a la de casi todos cuantos la componían. La vanidad, y aun quizá el orgullo, me dictaban no admitir el nombramiento, y a ello me resolví; pero pudo más que mi propósito mi docilidad a consejos de mis amigos, que insistieron en que aceptase, para hacer, según estimaban, no pocos considerables servicios. No puedo decir que los hice, porque, a la verdad, Junta de menos fuerza y brillo no ha existido entre las infinitas conocidas en España. Nunca pudo saberse quién la obedecía, salvo en el caso de aceptar sus mercedes.

Llegada la noticia de haber jurado el rey la Constitución, era menester que el Ejército acantonado en San Fernando pasase de su situación singular a otra más conforme al orden general de la monarquía. Pero este tránsito no era fácil. Para arreglar estos negocios, dispúsose que un oficial del Estado Mayor del Ejército pasase a nombre de éste a Madrid a felicitar sinceramente a su majestad por haber jurado la Constitución y a ofrecerle el rendimiento del Ejército que la había proclamado. Recayó este nombramiento en don Facundo Infante, recomendándole para el desempeño de tal comisión las relaciones que tenía en la capital, por haber sido de los más activos en la conjuración masónica de aquel punto dos años antes. Esta elección, sin embargo, disgustó mucho al Ejército, pareciendo mal que fuese a representarle en la cabeza de la monarquía ante el rey y el público un personaje, si de mérito, falto del de haber participado en los trabajos y peligros de la empresa, por cuyo feliz suceso iba a recoger aplausos en su persona. No dejaba de ser fundada esta queja, y tal elección fue muy desabrida para Riego. Pero éste, por su parte, no debía cuidarse de lo que se hacía en San Fernando, pues afectaba ser una potencia independiente, y por sí había mandado un personaje a Madrid que en su nombre hiciera a su majestad igual demostración de lealtad y reverencia. Riego, después de su derrota en Morón, había tenido la fortuna de entrar con poca gente en Córdoba y ocuparla, con lo que dio a su expedición, en sus fines, nuevo lucimiento; pero sólo pudo mantenerse pocas horas en la ciudad en que había penetrado, y salido de ella y persiguiéndole de cerca un crecido número, y ya con algún encarnizamiento las tropas reales, se vio precisado a dispersar su gente, quedando así deshecho en el momento en que su causa triunfaba. No supo él, desde luego, este triunfo, pues huía con pocos amigos por caminos extraviados, pensando ir a refugiarse a la isla de León; pero en el camino hubo de recibir la noticia de estar la Constitución jurada por el rey y reconocida en toda España. Entonces, estando Sevilla en su camino, fuese allí, y precediéndole la fama de su venida, hízosele una entrada un tanto solemne. No pensó ya Riego en pasar al lado de Quiroga. Estaba muy envanecido de las hazañas y glorias de su columna, con razón sobrada hasta cierto punto, pero con absoluta falta de ella llevando las cosas, como las llevaba, a desvariados extremos. A los que habían quedado en San Fernando, tanto cuanto a los suyos, era debido el triunfo de la causa común. Justo es decir que la opinión general contribuía a fomentar en Riego el error de su desvanecimiento, siendo común en los hombres preferir lo brillante a lo sólido, y el valor activo a la fortaleza que sólo en lo pasivo se acredita.

Si esto sucedía en la política pública y ostensible, en la oculta que había dirigido la conjuración y a la cual tocaba influir en el Gobierno del Estado, hasta llegar a dominarle y ejercerle, también había desarreglo y desconcierto completos. La sociedad masónica se creía obligada a continuar dirigiendo los negocios. En balde es tachar de descabellada una pretensión que era consecuencia forzosa de las circunstancias pasadas y presentes. Ni faltaban buenas razones a un poder, como todos, nada dispuesto a acabar consigo mismo, para justificarse a sus propios ojos en el intento de seguir vivo y obrando activamente. La revolución de España había sido obra de la conjuración de unos pocos y de la quietud y asombro de la muchedumbre, y la nueva forma de gobierno establecida no descansaba ni en la opinión general ni en el interés de clases poderosas, y antes teniendo mucho contra sí, había menester algo que la mantuviese trabada y sólida, y este algo podía encontrarse en el interés y aun en las pasiones de secta. Fuerza es aquí anticipar una opinión, no tanto encaminada a disculpar ciertos errores, aunque a ello también propenda, cuanto a explicar las causas de donde nacieron y que los perpetuaron, siendo bueno entender que sólo por medios forzados y vituperables se mantienen las situaciones violentas. En 1820, los constitucionales en España eran pocos, y para aumentar su número era indispensable crear un núcleo considerable de sectarios. Faltaba enteramente la ciencia de concertar los esfuerzos, tan necesaria en el juego de los partidos que llevan los negocios en los gobiernos apellidados libres, y este concierto se había de buscar y encontrar en una dirección oculta; y existiendo ya la de una sociedad fuerte y vencedora, no era de creer que se abandonase para sustituirla otra, yendo a sacarla de las regiones de lo futuro y desconocido.

Sea como fuere, las logias del Ejército de San Fernando, lejos de disolverse, trataron de unirse y dilatarse, creándose una autoridad de que dependiesen. Lo natural era que desde luego hubiese una en Cádiz. Pero no era menos preciso que existiese una cabeza del cuerpo preparado a crecer, a robustecerse y a llenar todos los ámbitos de España, procediendo en todas partes con acción simultánea y vigorosa. En suma, habiendo aún un Estado masónico, o, diciéndolo con propiedad, varios, era menester crear uno general en la nación española, más o menos federativo y con su Gobierno correspondiente. La residencia de éste por fuerza había de ser en Madrid, si no quería trasladarse a otro punto de la capital de la monarquía, o crear dos potencias, que sólo por residir en distinto lugar estarían, desde luego, en discordia y vendrían pronto a ponerse en guerra.

Ignorábase en San Fernando lo que pasaba en la capital de España. Bien se sospechaba que la sociedad masónica habría contribuido al movimiento que compelió al rey a jurar la Constitución, suposición sólo en parte fundada por lo relativo a Madrid, aunque justísima tratándose de la sublevación de otras provincias, de que resultó la alteración de la capital y, por consiguiente, la sumisión del monarca. De todos modos, que existía en Madrid una logia o Soberano Capítulo era indudable; y que aspiraría a ser más; esto es, a constituirse en Gobierno supremo de la Sociedad, con el título masónico de Grande Oriente, debía tenerse por seguro. De estas dudas vino en parte a sacarnos don Manuel Inclán, que llegó a San Fernando y Cádiz comisionado por nuestros hermanos en Madrid. Por lo que nos dijo, supimos, y todavía más colegimos, que la autoridad masónica de la capital existía, pero que era débil, no estando compuesta de personas de bastante nota. A hacerla mejor y más robusta encaminamos nuestros conatos; pero lograrlo había de ser obra de más tiempo. Entre tanto, quedaron las cosas a la ventura, así en lo público como en lo oculto, así en lo masónico como en lo profano; situación ésta muy común en las revoluciones, y más en las de España que en las de otra nación alguna, durante la cual suelen ir las cosas no peor que cuando se busca orden y sólo se acierta con uno muy imperfecto.

Procuraron entonces apoderarse de las facultades del Gobierno, en la parte que éste no las ejercía, algunos ambiciosos, empleando para ello un medio que al principio no probó, pero después, manejado por manos más fuertes y hábiles, adquirió grandísimo poder, manejándole, aunque no del todo, las asociaciones secretas. Era el medio a que aludo las llamadas sociedades patrióticas. Supimos que se había abierto una en Madrid, en el café de Lorencini, situado en la Puerta del Sol, que la novedad del espectáculo dado allí al público, atrajo a sus sesiones numerosa concurrencia; que de ahí nació cobrar la reunión no corto grado de importancia; que ante ella comparecieron personajes como el conde de La Bisbal, y por sí o por apoderado el ex ministro Pizarro, mi amigo de otros tiempos, a sincerarse de cargos que les hacían los oradores, y, en fin, que esta reunión se había perdido por su propia violencia, queriendo quienes en ella representaban los principales papeles hacer esfuerzos muy superiores a lo que sus pobres fuerzas consentían. Todo ello declaraba no estar aún en parte alguna el poder, siendo necesario formarle.

El que había de nacer tenía que constar de partes muy distintas. Como se ve, se necesitaba uno oculto y masónico; otro público y revolucionario; otro legítimo y que obrase por las vías legales; otro, en fin, material, y cuya fuerza consistiese en las armas. De lo primero habían de encargarse las logias del reino, concertándose para el intento; para lo segundo habían de contribuir las sociedades patrióticas, los impresos, y especialmente los periódicos y los cuerpos que con el título de Milicia nacional, con arreglo a la Constitución, debían formarse y se iban formando; lo tercero era obra del Ministerio y de las Cortes que iban a ser elegidas, y lo cuarto había de buscarse en la conservación y aumento de los Ejércitos, cuyo alzamiento había producido la mudanza del Gobierno, en la unión a ellos de otros cuerpos y en la cooperación de la Milicia nacional, que les serviría de poderoso auxilio. A esta última parte atendíamos con preferencia nosotros, escuchando la voz de nuestro propio interés, aunque también movidos con más justas y nobles consideraciones y procurando no conocer cuánto influía en nuestro ánimo el primer motivo.

Conseguimos en parte del Gobierno de Madrid lo que deseábamos en este punto. En vez de disolverse el Ejército libertador, se dispuso su aumento. Estaba confirmado el grado de general, dado por la Junta de la isla a sus principales caudillos. Riego mismo había sido reducido a aceptar la faja, no obstante haberla desechado más de una vez con sinceridad y aun con vehemente deseo de ver admitida su renuncia, así por los arrebatos de nobles y desinteresados pensamientos, en él muy comunes, como por tener a menos participar de una distinción que se extendía a cuatro de sus colegas cuyos merecimientos tenía él en muy poco, puestos en cotejo con los suyos. Lo que hubo de consolarle fue no quedar mandado por Quiroga. En efecto, el Ejército, aunque entero y aumentado, pasó a tener por cabeza a un personaje que no había tenido parte directa en sus anteriores hechos. Era éste el general don Juan O'Donojú. Su fama de general, y aun de mártir o confesor por la causa de la fe constitucional, eran causa de que no pudiera manifestarse repugnancia a obedecerle. Su calidad de masón antiguo le daba valor en las sociedades que seguían resueltas a dirigir los negocios del Estatado y en un Ejército cuya alma habían sido y continuaban siendo las logias. Haciéndose del Ejército dos divisiones, y dando el mando de una de ellas a Quiroga y el de la otra a Riego, se evitaba una rivalidad llevada a punto de hacer imposible la existencia de toda la fuerza bajo el mando de uno de sus anteriores caudillos. Venidas las cosas a un término regular, parecía bien que mandase un teniente general un Ejército considerable, en que servían y estaban al frente de las divisiones mariscales de campo. Por otra parte, O'Donojú merecía la confianza del Gobierno, y aun hasta cierto grado la del rey mismo, bien que la de este último como se quiere del mal el menos y en calidad de contrario presunto y casi seguro de sus peores y más aborrecidos contrarios. Éralo, en efecto, O'Donojú de los del Ejército de San Fernando por varias fortísimas razones: por su condición desabrida, dominante y envidiosa, por el conocimiento de que la superioridad de su propio mérito chocaría con la de los servicios novísimos a la causa común de las personas a quienes iba a mandar, por saber que debía estar y estaba mirado por los restablecedores de la Constitución como hombre tibio y cauto, que se había negado a cooperar activamente a su empresa, conservándose en situación tal que si ellos hubiesen caído vencidos habría él tenido que coadyuvar, aunque con dolor, a exterminarlos. Viose que estos cálculos no eran errados, porque O'Donojú hizo todo cuanto daño pudo, si no a la causa de la Constitución, a la de la revolución, bien que el mal no pudiese ser mucho en fuerza de las circunstancias.

Refiriendo tan graves negocios, me he olvidado de mi persona. A ella, sin embargo, tengo que volverme, porque tal es el objeto de las presentes MEMORIAS, si bien en ellas nunca perderé de vista la obligación de no tratar de mí sino para pintarme tal cual soy, y sacar de mis hechos cuando llegué a ser hombre político algunas reflexiones que sean o me parezcan oportunas. Restablecida la Constitución, en la cual me había cabido tanta parte, aunque siendo bastante ignorados mis servicios, no era de creer que pensase el irme a servir mi destino de secretario de la Legación de España en Río de Janeiro. Habíaseme abierto un teatro a mi ambición, no encaminada entonces tanto a elevarme como empleado cuanto a distinguirme personalmente. Nada quise pretender, y me resolví a esperar. Pero no tuve que esperar mucho tiempo. A los pocos días de haber jurado el rey la Constitución, y puéstonos en comunicación con Madrid, recibí una carta singular de don Joaquín de Anduaga, que había venido a ser oficial mayor de la Secretaría de Estado. Siento no conservar este documento, que tuve en mi poder hasta 1840, y que desapareció en la posterior y última destrucción de mis papeles, hijas de mis forzadas peregrinaciones, con repetido abandono de lo poco que he poseído, y lo siento, porque su contenido parece increíble y desearía poderlo comprobar con el escrito, si bien varias de las frases han quedado fijas en mi tenaz memoria. Me decía el señor Anduaga nada menos que se sentía ufano de ser diplomático, porque uno de su carrera hubiese tenido la parte que me había tocado en suerte en las glorias adquiridas por el establecimiento de la Constitución, a lo cual, y otras varias expresiones, donde llevaba a los extremos la alabanza, agregaba expresar su deseo, y el del Ministerio, de saber qué premio apetecía yo, no a fin de que me humillase a pretenderlo, sino (según sus expresiones textuales) para que el Gobierno se honrase anticipándose, pero no dándome lo que no me conviniese, único objeto que le movía a hacerme aquella consulta. Inútil es decir que este mismo personaje, pasado a ser acérrimo realista, fue uno de los que después se cebaron en mi reputación con más enconada saña. Mi respuesta fue la que debía ser; esto es, decía que recibiría el premio de que el Gobierno me juzgase digno. Tardó algunos días en llegar éste, y fue hacerme último, oficial de la Secretaría de Estado; esto es, darme un ascenso de escala, ascenso que con frecuencia habían obtenido quienes como yo llevaban ocho años de carrera, y a veces los que llevaban menos. Aun para probar esto último ocurrió entonces un incidente notable y no conocido. Diose al mismo tiempo otra plaza en la Secretaría, la inmediatamente superior a la que yo obtuve, a un señor Torréns, que contaba algunos meses menos que yo de servicio, y no obstante ser hombre de mérito, nada había hecho fuera de la esfera ordinaria. Claro está, pues, que, por haber sacrificado mi vida y empleo, no conseguí más que lo que se daba a quien seguía pacíficamente su carrera. No me sentí descontento, con todo. En aquellos días no se subía con la rapidez con que hoy se sube, y aun Riego, que había saltado tres o cuatro grados, parecía premiado exorbitantemente, siendo probable que tan bordado sólo pareciese hoy indigna recompensa de su acción esclarecida.

En otro punto tenía yo puesta la mira, que era en ser diptitado a Cortes. Y no se olvide que, con arreglo a la Constitución vigente, la diputación no abría camino a buenos empleos, ni menos al ministerio, por ser incompatibles con el cargo de diputado el de ministro o ascenso alguno, salvo los considerados de escala rigurosa. Íbanse a celebrar las elecciones, y con los méritos contraídos en el levantamiento, me creía yo casi seguro de ser nombrado. Dos circunstancias, sin embargo, me privaron por esta vez de una honra que tanto apetecía. Fue la primera haberse atravesado un competidor que una personal diestra en las manipulaciones electorales, me puso delante, sin que yo pudiese hacerle tiro sin faltar al decoro o a la amistad. Como se sentase por principio que en las elecciones de la provincia de Cádiz había de ser nombrado un individuo del Ejército libertador, aprovechando la ocasión antes que se mentase a otro, tan oficial de artillería que se había mezclado en el manejo electoral propuso al coronel graduado de su cuerpo, don Bartolomé Gutiérrez Acuña. Aceptóse desde luego la propuesta y contrajeron muchos el compromiso de elegirle, añadiéndose ser su familia antigua y de influjo en Jerez de la Frontera, partido de mucho peso en las elecciones de la provincia a que corresponde. Gutiérrez Acuña había sido, como en su lugar va dicho, de la conjuración primera, y, escapado de la prisión en que fue puesto, se había refugiado en Gibraltar y pasado después a Marsella con mi amigo Grases; pero no había venido como éste a encerrarse en San Fernando, no por faltarle valor ni adhesión a la causa común, teniendo el uno y la otra en alto grado, sino por sucesos particulares que ignoro. Fuese como fuese, no correspondía a nuestro Ejército, con el cual había yo corrido los días de mayor peligro. Era hombre casi falto de instrucción, salvo la necesaria para su arma; de no rudo entendimiento, y en ciertas ocasiones de razón despejada, con grande fama de virtud y de veras honrado y pundonoroso, pero en general preocupado; aunque corto en alcances, dotado de la habilidad de pasar, con cierto entono hueco, por muy superior a lo que real y verdaderamente era, pues hasta en su virtud, contra la cual nada había que decir, pero que no estaba señalada por hecho alguno extraordinario, pasaba por un semiprodigio. Era, pues, de los hombres a quienes no se podía hacer oposición con esperanza de feliz suceso, correspondiendo a la clase de las medianías respetadas, libres hasta de las saetas de la envidia. Yo, por otra parte, no le había disputado el puesto a que le querían elevar, porque para hacerlo me habría sido forzoso rebajar el valor de su mérito y servicios, en lo cual no pensé, estimándole y queriéndole mucho como amigo, aun sin contar con que, habiendo querido hacerlo, tendría casi certeza de quedar desairado. Érame, pues, necesario colocarme en otro hueco para ser diputado por la provincia de Cádiz, y esto no era fácil, siendo muchos los competidores. Acaso, sin embargo, lo habría conseguido a no ser por una circunstancia que se atravesó, que fue un discurso hecho en una Sociedad patriótica, sucediéndome el caso singular de ser lo mismo que dio principio a mi fama oratoria: un obstáculo a mi entrada en las Cortes.

Ahora es bien que refiera cómo hablé por la primera vez en público, y confío en que se me perdonará contar con sus menudencias cómo conseguí y estuve a punto de perder mi tal cual renombre, a adquirir el cual había yo aspirado en mi interior desde los primeros años. Siendo moda nueva abrir sociedades patrióticas, pareció oportuno que las hubiese en la ciudad de San Fernando y en Cádiz. La del primer pueblo, que era entonces la de mi ordinaria residencia, fue escogida para teatro donde yo hiciese el primer ensayo de mis fuerzas en el papel que anhelaba representar. Encargóseme por mis amigos hacer uno a modo de discurso inaugural, donde explicase la índole y el objeto de semejantes reuniones. Había yo hablado varias veces en juntas secretas masónicas, y en alguna ocasión, según he contado en estas MEMORIAS, con extraordinario efecto; y también en los primeros días de mi juventud, en la Academia de Cádiz, era el más parlanchín en las juntas, soliendo ganar con la lengua las votaciones. Esta práctica, unida a mi teórica y a lo que había aprendido por la lectura, me había convencido de que, un discurso escrito y aprendido de memoria, al pronunciarle es oído con poco gusto. Pensé, pues, hablar de repente, no sin meditar primero qué había de decir, ni aun sin formar ciertas frases que conservase en mi memoria para darlas salida en el momento del calor, en que, aun siendo meditadas, fluyesen espontáneas de los labios, como si en aquel momento brotasen de la vena del pensamiento. Preparado de este modo, esperé la hora, no sin agitación, pero con atrevida confianza. En la tarde anterior a la noche en que había de hacer mi discurso, habiendo una fiesta en Chiclana, a poca distancia de la Isla, unos amigos que iban allá me propusieron que los acompañase, habiendo casi seguridad de estar de vuelta a tiempo. Hice el viaje por agua, llegué a Chiclana, donde alborotamos bastante, pues si bien ya había yo dejado de cometer excesos, gustaba de la alegría bulliciosa, y sobre todo de cantar canciones patrióticas, y con especialidad el Himno de Riego, cosa muy al uso en aquellos días. Cumplido el objeto que nos había llevado a Chiclana, nos embarcamos para San Fernando. Iba a la sazón bajando la marea, y el barco en que yo entré estaba bastante cargado de gente. Juntándose con esto un descuido del patrón, varamos en el cieno, ocurrencia muy común en aquellos caños; y de tal modo nos hundimos, que después de varias tentativas fue forzoso resignarse a esperar que la creciente nos sacase de allí, pero no hasta al cabo de dos o tres horas. Eran ya más de las seis de la tarde, y las siete la hora señalada para inaugurarse la Sociedad y hacer yo mi discurso. Consumíame, pues, de impaciencia, llegada a ser desesperación. En tanto no perdía del todo la esperanza de llegar, porque veía pasar delante de mí barcos menos cargados y mejor gobernados, y me prometía que algunos de ellos me recogiese. Así lo pedía a gritos a los que pasaban, con tal empeño y súplicas que movía a risa a la gente, zumbona de suyo, y más en los botes de pasaje. Además, viniendo a sacarme de mi atolladero, se corría grave riesgo de participar de mi corta desdicha, en vez de remediarla. Por esto, de los botes que pasaban salían risotadas mezcladas con negativas en respuesta a mis ruegos. Al cabo hubo de pasar uno que llevaba almas compasivas, porque al oír mi nombre, y tal vez conociendo mi voz, persuadiéndose de lo justo del motivo que me impelía a pedir auxilio, el botecillo se llegó al mío, aun a riesgo de varar también, y pudo con felicidad recogerme a su bordo. Con todo, eran ya dadas las siete, y la ciudad de San Fernando, aunque no lejana, distaba de nosotros algún trecho, sin contar con que también había buen camino desde el desembarcadero hasta el lugar en que la Sociedad patríótica estaría a aquellas horas congregada. Todas estas cosas, aunque frívolas, me ocupaban el pensamiento, causándome inquietud y distrayéndome de meditar en mi discurso. Llegamos al fin y salté en tierra, pero con tal ímpetu que, cayéndome del salto, me rasgué el pantalón por la rodilla. No había que pensar en ir a casa a mudarme siendo tan tarde, y hube de atarme un pañuelo para tapar el desgarrón. Quien conozca lo que empacha presentarse al público dando motivo a risa, se hará cargo de que aun desgracia tan leve debía embargarme el ánimo, dividiendo mi atención entre tapar mi rodilla y discurrir lo que iría diciendo a mis oyentes. Entré, por fin, en la sociedad y hallé una numerosísima concurrencia, nada bien dispuesta en favor de quien la había tenido esperando tanto tiempo, por lo cual me faltó una de las principales ventajas del orador, que es la de encontrar benévolo a su auditorio. Agréguese a esto que la indiscreción de no pocos en aquel momento los trajo a hacerme reconvenciones por mi tardanza, a las cuales tenía yo que responder contando las tragicomedias que me habían detenido. Pasóse esto, y subí a la tribuna preparada. Desde ella tendí la vista, vi a la concurrencia con la atención puesta en mí; recapacité y me hallé con que nada tenía pronto para empezar mi discurso. En aquel instante decisivo un repentino movimiento de mi mente vino a representarme que tropezaba en el paso primero de la carrera en que anhelaba y prometía distinguirme. Sirvióme esta idea de inspiración, infundiéndome un ardor extraordinario. Como era dueño de la materia que trataba, aventuré las primeras frases y acerté, siendo, desde luego, saludado con grandes aplausos. Éstos, poderosos para alentar a todos, y que en mí solían hacer el mayor efecto dándome bríos, aumentaron en gran manera mis fuerzas. Siguiéronse unas frases a otras con rapidez y se repitieron los aplausos, que a la par me servían, interrumpiéndome, de darme respiro y espacio para pensar lo que en seguida diría, y de fuerte motivo a mi imaginación para que me proveyese de pensamientos y palabras propias para hacer efecto en la muchedumbre, a la cual cautiva un lenguaje de imágenes vivas y vehementes pasiones. Poco valió, sin duda, el discurso que fue tan aplaudido. Reducíase su argumento a decir lo que eran o debían ser las sociedades patrióticas, tomando yo por modelo a los meetings o debating societies de Inglaterra, o a los clubs malamente famosos de la Revolución de Francia. Pero tal cual fue mi arenga, me sirvió para adiestrarme en hablar en público, ocupación en la cual, desde aquella noche, no supe lo que era empacho, si bien hoy mismo no la emprendo sin sentir cierta agitación nerviosa.

Desde entonces hablé en la Sociedad de San Fernando y hablé con pocos compañeros y ningún rival. Pero ansiaba distinguirme en mayor teatro, y lo era, aunque no de la primera importancia, el vecino pueblo de Cádiz. Formada allí una Sociedad patriótica en el café llamado del Correo, no tardé mucho en presentarme en su tribuna. La presidía entonces don Manuel López Cepero, ex ministro y ex diputado a Cortes, de los perseguidos y castigados en 1814, y que iba a serlo de nuevo por la provincia de Cádiz, a la cual se presentó en la ocasión primera. Por mi desdicha, el asunto de que traté fue el estado de la América antes española, y abogué por el reconocimiento de su independencia, de que, en mi sentir, debían resultar a Cádiz misma algunas ventajas, visto que la reconquista de aquellas lejanas y vastas regiones era imposible. Fui aplaudido al hablar como cuando más, aunque acalorándome pinté con fuerza el nada favorable aspecto con que eran mirados por los americanos los soldados españoles enviados a sujetarlos. Pero los aplausos dados por los concurrentes no fueron ratificados por la población de Cádiz, ni aun quizá por varios de los mismos que los dieron cuando se les pasó el entusiasino con que me hubieron oído. Los gaditanos deseaban la reconquista de la América, en lo cual tenían razón, mirando sólo a su interés; y como la deseaban mucho, la creían posible. Habían aprobado el levantamiento del Ejército expedicionario en gracia de haber sido hecho para restablecer la Constitución, pero con cierto disgusto de que no hubiese ido a una empresa de que se prometían felices resultas. Sonábase que los americanos habían tenido parte en nuestra resolución de derribar al Gobierno, y hasta que nos habían auxiliado con dinero, de lo cual algunos de ellos se jactaban, siendo de todo punto falso que hasta el día en que fue jurada por el rey la Constitución nos hubiesen dado el menor socorro.

En esta situación de las cosas, sentó muy mal mi discurso, y juzgóse que me había sido, cuando menos, sugerido por los aborrecidos americanos, de quienes se me miró como agente, ya arrastrado a serlo por obcecación, ya movido por motivo menos disculpable. No había yo vivido entonces bastante para que se me conociese por incapaz de corrupción por dinero, cosa de que hoy no me acusan ni mis enemigos más encarnizados, que en otras cosas me calumnian. Ofendióme, como era debido, la ciega furia con que veía combatidas mis opiniones. Santiago Rotalde, que nunca me había querido bien, y que andaba entonces muy decaído de su valimiento con Quiroga, pensó en hacerme tiro y en recomendarse a los gaditanos. Ofrecióse a refutar mis razones en pro del reconocimiento de la independencia de varios Estados de América, y hubo gente ignorante que le auxiliase para el intento, no conociendo que, aun teniendo él razón, carecía absolutamente de los conocimientos necesarios para seguir por escrito una contienda sobre el punto disputado, y aun sobre cualquiera otro. El escrito primero que publicó mi opositor se reducía a decir cuatro trivialidades sobre cuán justo y conveniente sería reconquistar a América, todo ello sin la menor mira política que denotase capacidad para tratar tan grave cuestión, y asimismo en pésimo estilo y dicción incorrectísima, obra al cabo de persona falta enteramente de estudios, y que sólo manejaba la pluma por su atrevimiento. Llegó a lo sumo mi irritación, y escribí y di a luz un papel con el título de Carta a López Cepero, presidente de la sociedad patriótica, donde examinaba de nuevo el punto, contestaba y me ratificaba en mi opinión primera, si bien explanando mi dictamen. Hasta aquí no hacía mal, pero concluía mi carta con amarguísimos sarcasmos contra mi adversario, hasta dando por creíbles acusaciones que había oído hacerle sin bastante fundamento. Él no podía lidiar con estas armas, pero apeló a otras que están en manos de todos, respondiendo a mis sarcasmos acres con violentos insultos. Hasta hubo de mediar Quiroga, porque en las injurias de que yo era blanco estaban desfigurados ciertos hechos, y escribió y publicó una breve carta, donde tomaba mi defensa. Incapaz Santiago de doblarse, y teniendo afición a semejantes contiendas, volvióse contra el general, ratificándose con insulto en gran parte de las ofensas que me hacía. El asunto tenía que ser un lance personal. Elegí para él por mi padrino a don José Grases, el cual llevó a mi contrario mi desafío, que fue, desde luego, aceptado. Salimos al campo provistos de pistolas, armas con que habíamos de reñir. Llegamos Grases y yo al puesto antes que nuestros contrarios, y cuando los vimos venir, notamos que los seguía el teniente de rey de la plaza de Cádiz, acompañado de un ayudante. Como todavía estábamos en un lugar que suele ser de paseo, no hicimos alto en esto, aunque lo extrañamos; pero al desviarnos del camino para entrar en el terreno donde había de verificarse el desafío, el teniente de rey, echando detrás de nosotros, nos llamó por nuestros nombres. Volvímonos, y él, mostrándose enterado del fin que allí nos llevaba, nos mandó separarnos y nos exigió la promesa de desistir de nuestro intento. No la dimos ni le confesamos; pero él, llegándose a Grases, aunque no para registrarle, hubo de tentarle las pistolas, y, siendo amigo, sacó de ello una broma urbana. Fue, por consiguiente, fuerza remitir a otra ocasión el negocio que no hubo de verificarse. Réstame decir que el aviso de que fue resultas la aparición del teniente de rey no vino de persona alguna a mí allegada. Por el gobernador que era entonces de Cádiz, don Cayetano Valdés, supe después en Londres que le había llegado de persona conexionada con mi contrario, pero sin anuencia de éste, cuyo valor era conocido. Bien está, por lo mismo, que conste, debiendo añadirse que nadie me sospechó, ni remotamente, de una ocurrencia nacida de haberse hecho demasiado público el desafío antes de llevarse a efecto. Pero quedase yo bien o mal, la esperanza de ser diputado a Cortes por Cádiz estaba enteramente perdida. Sólo año y medio después lo conseguí para otras Cortes.




ArribaAbajoCapítulo VI

El autor sale para Madrid con una misión de Quiroga.-Aspecto de los asuntos públicos a su llegada.-Presentación al ministro Pérez de Castro.-Recibimiento seco de Argüelles y Martínez de la Rosa.-Afectuosa acogida de Toreno.-La Fontana de Oro.-El primer discurso del autor en aquella Sociedad. Sus otras arengas y conducta en el seno de la misma.-Verdaderas ideas políticas del autor en aquellos días.-Mal desempeño de su empleo en Secretaría.


Bien pensado, este suceso hubo de ponerme en camino para Madrid a servir mi plaza en la Secretaría de Estado. Tiempo había que debía haber hecho este viaje, pero sentía repugnancia a separarme del Ejército. Conocía, como me dijo una vez mi amigo Arco Agüero, estando en una de las bromas decorosas, pero alegres, que eran frecuentes, y en que ambos participábamos, que aquellos días inmediatos al triunfo eran los felices de nuestra vida, y que venían en pos muy diferentes. Además, mis amigos me detenían. Continuaba escribiendo la Garceta del Ejército, ya no leída con la atención que antes, ni de grande importancia, pero donde solía defender el interés de éste contra los muchos que le hacían tiro. De repente me llamó Quiroga y me dijo que era forzoso que fuese a Madrid sin tardanza. Nacía esta urgente necesidad de las desavenencias que tenía con O'Donojú, sordas, pero llevadas a extremos desagradables. Por desgracia, el general residente en Sevilla, siendo diestro, había adquirido no poca, influencia sobre Riego, y manejaba sus vehementes pasiones, aprovechando su rivalidad con Quiroga en daño del Ejército libertador. Con no menos habilidad había conseguido desunir a los que fueron en la columna de los que se quedaron en San Fernando. Los primeros ponderaban sus hechos y aun los anteriores de su caudillo en escritos donde se hacía injusticia a los segundos, y no habiendo éstos respondido, vino de aquí a conocerse mal lo que había pasado. Los cortos alcances de Quiroga y ciertas indiscreciones, en él frecuentes, daban a su rival grandes ventajas. Mi encargo, pues, era que en la residencia de los dos Gobiernos, legítimo y masónico, hiciese a ambos un fiel relato de lo que ocurría, para que se pusiese término a cuanto O'Donojú estaba haciendo en nuestro daño. Entiéndase que las pretensiones del Ejército eran subidísimas, y en gran parte descabelladas, porque pretendía seguir siendo una potencia, y lo era en efecto, lo cual procuraba impedir O'Donojú, sirviendo en esto a la causa de las leyes más que al interés de la revolución. Esto fue el origen de sucesos que trajeron en breve un rompimiento entre los ministros y sus parciales, y los proclamadores de la Constitución y cuantos a ellos se allegaban.

Salí, pues, de mi grata residencia en el Ejército, y tomando la posta llegué a Madrid el 10 de junio de 1820, que acertó a ser en aquel año día del Corpus.

El mundo de Madrid era para mí nuevo, pues aunque había pasado en la capital largas temporadas y aun años a veces, no había en ella representado papel alguno, y, además, estaba el teatro tan mudado en actores y situación, que presentaba novedad no poca, aun para los más acostumbrados a verlo o a hacer en él figura.

El Ministerio gozaba todavía de la confianza de todos los constitucionales, pero con una excepción sola, porque era general entre la gente acalorada, y aun bastante común en la que lo era menos, mirar con desvío al ministro de la Guerra, marqués de las Amarillas. Los demás eran pocos gratos al rey, el cual, sin embargo, todavía no les mostraba su aversión. Ellos, por su parte, estaban resueltos a ser fieles ejecutores de la prerrogativa real en toda su latitud, pero desconfiando también del monarca, no sin motivo, y además aborreciéndole, en lo cual, si no había injusticia, tampoco era razón decir que hubiese prudencia. La Junta de gobierno, sólo consultiva, estaba en pie con corto poder y no mucho lustre, estorbo a veces, y en alguna ocasión ayuda para el Ministerio.

Las elecciones para las próximas Cortes estaban hechas. Todos las aplaudían por haber recaído los nombramientos en liberales conocidos, y todavía raro era, si acaso había alguno, quien recelase que los liberales pudieran desunirse muy en breve.

El Gobierno masónico estaba a medio formar. Yo tuve asiento en el Gran Oriente, donde no estaba rigurosamente establecido el sistema de que se compusiese sólo de los representantes de los Soberanos Capítulos existentes en cada provincia, los cuales habían, asimismo, de constar sólo de representantes de las logias que en ellos trabajaban. En general, el Gran Oriente sólo pensaba entonces en derribar al marqués de las Amarillas, en lo cual había empeño, aunque no hubiese pasión violenta ni embozada contra el ministro cuya caída se pretendía.

El Gobierno legítimo o público estaba obedecido en toda España, menos en Galicia, donde era imperfecta la obediencia, por existir allí todavía formada la Junta, que, diferente de la de San Fernando, era una autoridad gubernativa real y verdadera, de la cual su Ejército estaba dependiente.

Los periódicos eran numerosos, pero ninguno de ellos tenía influjo preponderante. Como bien escrito, el titulado La Miscelánea era leído con gusto; pero el principal personaje que en él escribía, don Javier de Burgos, no era grato a los constitucionales, aunque en general siguiese su bandera. Había, además, mostrado algún empeño en defender al marqués de las Amarillas, lo cual iba llegando a ser un pecado.

La Crónica, de mi amigo Mora, en la cual había yo escrito algún artículo en 1818 y principios de 1819, también había empezado a ser política, de científica y literaria que antes era, porque de otro modo no habría sido leída. Era constitucional, pero sin corresponder a partido alguno de los en que empezaba a dividirse el grande antiguo, bien que entonces la división apuntaba, y no más.

Entre otros periódicos se señalaba uno titulado El Conservador, por su nada juiciosa violencia, estando, por otra parte, así como bastante mal pensado, nada bien escrito. Pero el blanco principal de las abundantes y emponzoñadas saetas que disparaba era el pobre gremio de los afrancesados. Injusto y nada cuerdo era el trato dado entonces a estos infelices. Al publicarse la Constitución como jurada ya por el rey, había salido a luz un real decreto mandando cesar los procesos y condenas de quienes padecían por causas políticas, y abriendo las puertas de España a los desterrados, cuya única culpa era haber pertenecido a bandos a los cuales había sido contraria la fortuna. Los embajadores y enviados de España en países extranjeros, y los cónsules de éstos dependientes, habían expedido pasaportes, así a los antes servidores de José Napoleón, como a los constitucionales fugitivos. Los primeros acudieron gozosos a pisar el suelo de su patria, si no arrepentidos de su pasada conducta, lo cual no era de presumir, persuadidos de que, en la era a la cual debieran el olvido de sus anteriores hechos, no se verían maltratados. Engañáronse, para vergüenza de España, y vergüenza doble porque mereció ser tachado de necio, tanto cuanto de injusto y cruel, el recibimiento hecho a aquella gente desventurada. Fue lo primero decir que no los comprendía el acto de olvido, por no ser su delito político, sino ordinario; esto es, de traidor a su rey y a su patria; singular doctrina, igual en la barbarie que en el desatino. Sin embargo, culpóse y aun se reprendió el acto de haberles dado pasaportes, y después de pensarse qué había de hacerse con ellos, no dejando ni siquiera de darse favor a la atroz idea de lanzarlos otra vez al destierro, hubo el singular pensamiento de señalarles por residencia algunas provincias de España, de las vecinas a Francia, donde quedasen como confinados hasta que dispusiesen las Cortes de su ulterior destino, como si, al ponerlos por fuerza en aquel país, se les diese con qué sustentarse en él o se esperase que viviesen sin recursos para su sustento. Según se debía suponer, tal disposición fue mal obedecida, resultando de ella dos escándalos; uno, el de darse providencia tan odiosa, y otro, el de que, dada, no se cumplía. El Conservador tomó a su cargo la defensa de este insensato rigor. Escribieron en él algunos del cuerpo gobernador supremo de la masonería, de donde vino suponer que en este punto llevaba la voz de la Sociedad, lo cual fue equivocación, aunque hija de conjeturas muy fundadas.

Tratados así los antes servidores del rey intruso, juraron odio al nuevo Gobierno, y mayor a la parcialidad acalorada, de donde salieron los tiros que tanto los dañaban. Fuera de esto, era necesario que gentes en su situación se uniesen entre sí con estrecho lazo. Fue grave yerro en los constitucionales no haber unido con el suyo este partido. Pero a la vanidad de los unos ofendía el orgullo de los otros, y, además, mediaban resentimientos, porque en el común destierro, los afrancesados habían tratado con desdén a los liberales, y aun a veces tirado a congraciarse con el rey a su costa. Yo, en mi escaso valer entonces, me declaré parcial de éstos, a quienes miraba tratados como a judíos o parias, entendiendo que para ello no había razón ni justicia. Con todo, no llegaba a aprobar su conducta en haber servido al enemigo de su patria, pero la disculpaba, y de cualquier modo creía que, buena o mala, debía darse ya a perpetuo olvido. Insistí mucho en esto, con poco fruto. Merecí por ello muestras de aprecio y gratitud de los interesados, y hasta un día fuí llamado a una como Junta que tenían, donde hallé congregados a muchos de ellos, algunos de los más principales en su parcialidad, y donde recibí grandes elogios por mi cuerdo proceder en defenderlos de sus enemigos. Andando el tiempo variaron tanto las cosas, que, sin haberlos deservido yo, los escritores de este partido fueron mis más acérrimos contrarios, cebándose en mi fama, y al morderme, haciéndolo con el veneno de la calumnia. Señaláronse en tan ruin proceder los escritores de un periódico titulado El Censor, obra en general escrita con talento y ciencia.

Había asimismo, en Madrid, una Milicia nacional medianamente numerosa. Este cuerpo, al cual había de tocar después, en razón de su índole misma, ejercer un influjo vicioso y predominante en los negocios del Estado, aún no era lo que vino a ser y, sobre todo, lo que ha sido desde 1834 en adelante. Al revés, en aquellos días blasonaba de portarse como firme sustentáculo de las leyes. La de caballería era, en alto grado, aristocrática. Figuraban en sus filas muchos grandes de España, y como el uniforme que hubiera tomado era de grande riqueza y lucimiento, pavoneábanse con él, ostentando, asimismo, los hermosos caballos que casi todos montaban.

Lo que se llama hoy el espíritu público era a la sazón en la capital de España satisfactorio hasta cierto grado. Sin embargo, en la plebe, el número de los constitucionales era cortísimo, reinando en ella vivo e intenso el amor a la monarquía antigua y a la persona del monarca reinante. Algunas excepciones había a esta regla, pero pocas. Al revés, había casi generalidad en el constitucionalismo de los comerciantes y de las personas de la clase media. De los empleados, los más habían abrazado la causa del nuevo Gobierno con cierto fervor, no muy sincero ni muy falso, hijo de su interés. Otros eran nuevos, y éstos debían a su amor a la Constitución antigua o moderna sus recién logrados destinos.

Al presentarme yo en Madrid, lo hice en la Secretaría del Despacho de Estado, donde iba a servir mi empleo de oficial último. Una circunstancia frívola me indispuso con el Gobierno desde la hora primera de mi presentación. Era entonces uso en Cádiz, y más en el Ejército, llevar aún en el sombrero redondo, y con el traje de paisano, la escarapela en que estaban casados los colores encarnado y verde. Traía yo en el mío una de harto mal gusto, formando estrella, y que saltaba mucho a la vista. Al ponerme en la presencia del ministro don Evaristo Pérez de Castro, hubo él de reparar en aquel mi adorno. Afeómelo, y en tono medio de consejo, medio de precepto, como de superior a inferior, me dijo que me quitase aquella divisa, pues la casualidad que me había hecho ser del Ejército libertador no me autorizaba a usar de tales distinciones. Hoy mismo, que estimo, quiero y aun respeto a este personaje benemérito, y que juzgo acertado y justo el hecho de condenar el uso de la tal escarapela, todavía opino que fue malo el modo de intimarme a que me la quitase. No era la casualidad, sino mi elección, lo que me había llevado a participar en la empresa de restablecer la Constitución, aventurando en ella mi fortuna y hasta mi vida, y parecióme y debía parecerme mal que personas encumbradas al mando de resultas de mis hechos y los de mis compañeros me tratasen con tal sequedad y menosprecio, y conmigo a la insignia conmemoradora de nuestra hazaña. Vi en esto, y no sin causa, una señal del algo fatuo encono con que los hombres de 1812, subidos a la más alta dignidad y autoridad, trataban a la pobre gente, que sin ser de su gremio antiguo había por casualidad restablecido en España el Gobierno constitucional, y puéstolos a ellos al frente del Estado. No me disculpo ni me acuso, pero sólo refiero la verdad cuando digo que este incidente leve y otros semejantes influyeron en mi posterior conducta de declararme contra el Ministerio. Lastiman las ofensas hechas al orgullo, mucho más que las que se hacen al interés, y lastiman a los hombres que no dejándose llevar del segundo, por mirarle como ruin, de ello se envanecen, y duelen y enojan más viniendo de personas de quienes con harto motivo se esperaba consideración, hija del agradecimiento. Yo estaba entonces engreidísimo con lo que había hecho y si no aspiraba a premio superior al corto que me había cabido, quería ser pagado, en la parte de deuda que no cobraba, en moneda más provechosa.

Peor recibimiento tuve de otro personaje. Al llegar a Madrid mi amigo, el diputado por Cádiz don Bartolomé Gutiérrez Acuña, me preguntó si conocía a Argüelles y si podía presentarle a él. Respondíle, que le había tratado algo en Cádiz, en casa de la señora doña Margarita López de Morla de Virués, donde concurríamos juntos bastantes noches. Quizá tan corto conocimiento no me autorizaba a hacer la presentación de otra persona; pero, siendo yo uno de los principales autores del alzamiento del Ejército, creí que tal circunstancia era un título para esperar del ministro un acogimiento afectuoso. En verdad, pensar así era presunción por la cual quedé bien castigado. Argüelles no se acordaba de mí, lo cual no es extraño, pero aun al decirle mi nombre y calidad no pasó de una urbanidad tan seca, que casi era un insulto, pues equivalía a tratarme como a una persona entrometida y no digna del mayor aprecio. Salí de su presencia resentidísimo, y mi resentimiento se enconó con circunstancias que sobrevinieron.

Hasta con otro personaje notable tuve en aquellos días poca fortuna. Había yo tenido estrecha amistad con Martínez de la Rosa, y lastimádome sobre manera de su suerte cuando estaba perseguido. Hasta le escribí estando en su prisión de Madrid una carta de afecto y no poco imprudente, porque expresaba la aprobación de su conducta y afecto a la causa que lo era de sus padecimientos. No me dio él respuesta; pero me envió a decir que no respondía a cartas, abonando con esta razón su silencio. Después, en 1818, me había atrevido, en un folleto impreso, a celebrarle coa extremo, acción en aquellos días un tanto arrojada. Llegando a Madrid, donde él estaba, le encontré una tarde en el paseo del Prado. Corrí a abrazarle con amistosa efusión, a que él correspondió con frío acogimiento. Aun me dijo: ¿Conque usted también se fue a la isla?, como podría haberse dicho a quien, oyendo gresca, va a meterse en ella en calidad de aficionado. No era eso lo que yo esperaba de personas que se hallaban en rigurosísimo encierro, del que habíamos contribuido a sacarles los mismos que éramos por ellos recibidos con protección casi desdeñosa. Lo repito, ahora, libre de antiguas pasiones y pronto a convencerme a mí propio, como hago con frecuencia, así como a disculpar a personas a quienes profeso tierno afecto, el modo de tratar a los restablecedores de la Constitución que tuvieron los perseguidos en 1814, subidos en 1820 a la cumbre de la consideración y del poder, fue en alto grado ofensivo, exceptuando sólo de su altivo desdén a los que se hicieron sus cortesanos.

A un personaje notable debo eximir de esta censura. Fue éste el conde de Toreno, cabalmente de los menos amigos míos entre los prohombres de la anterior época, pero en cuya alma noble y claro entendimiento había pensamientos y afectos generosos, e ideas políticas más vastas y atinadas. Éste, no bien llegó a Madrid, como hubiese sido nombrado ministro plenipotenciario de España en Prusia, cargo que no aceptó, pasó a la Secretaría de Estado, y cuando le rodeaban obsequiosos todos, él, sin falta de atención a otros, pero parando la consideración particularmente en buscarme, preguntó hasta dos veces: «¿Dónde está Galiano?», y señalándole mi mesa, vínose a mí, apretóme la mano, conmovido, y con botas y otras muestras acreditó conocer y agradecer mis servicios a la causa común y a las personas que como él la habían abrazado. Después de esto, he sido alguna vez injusto con este hombre dignísimo, pero me sirve de consuelo que en los días últimos de su vida le tuve y manifesté un aprecio y afecto a que él correspondió, siendo su pérdida uno de los sucesos que más lamento, así como por motivos políticos, por razones que me son personales.

Dejando estas menudencias relativas a mí no más, bien será pasar a otras cosas que deben empeñar la curiosidad de mis lectores.

Mientras el Gobierno masónico del Grande Oriente se iba robusteciendo, preparábase un poder que él había de manejar hasta cierto punto; y hasta cierto punto y no más, digo, porque nunca estuvo del todo a su disposición, y se le fue de las manos, siendo de más violencia que la que convenía a la sociedad, templada en su exaltación, a cuyo cargo estuvo parte de la opinión en un período, y en otro posterior el Ministerio. Hablo de la sociedad patriótica que se congregó en el café de la Fontana de Oro, y que de este lugar tuvo el nombre con que generalmente ha sido conocida. Llamóse, sin embargo, de los amigos del orden, y esto declara qué pensamiento movía a los primeros que concurrieron a formarla. Fueron éstos casi todos gente granada y de nota en el partido constitucional, aunque también hubo entre los primeros socios hombres de opiniones extremadas y de inferior nota. La idea que dominó al crearla fue establecer un lugar de debates templados y decorosos, en contraposición a los que había habido en el café de Lorencini, y que seguían en el de San Sebastián, aunque llamando poco la atención del público. Desearía tener una lista de las que se publicaron de los primeros socios, porque se leerían en ellas nombres que darían golpe a quienes, mal enterados de la época pasada, creen ahora que los formadores de la Sociedad de la Fontana eran una pandilla de locos sediciosos. No digo esto por disculparme, pues fui yo, como quien más, de los que torcieron aquella reunión de la senda por donde la querían encaminar sus fundadores; si bien nunca llegué a ser en ella un factor de asonadas y alborotos, ni asistí a sus sesiones, no hallándome en Madrid en los días en que vino a ser un teatro de sedición escandalosa. El tribuno de la Fontana fui en cierto modo, pero no el tribuno que se figuran o fingen quienes con este título me llaman, para vituperar a un tiempo mi conducta del tiempo antiguo y la del novísimo o presente.

Llegado el día de la primera reunión de esta Sociedad, acudió a su apertura una numerosa y lucida concurrencia; una barandilla partía en dos trozos el larguísimo salón del café. A la parte de arriba estaban los socios y varias señoras convidadas, a la de más abajo, el auditorio falto de derecho de hablar o de votar, aunque no de mostrar su sentir sobre lo que oía por medio de aplausos. Inútil parece decir que me brindé a hablar en aquella noche, y que fue aceptada mi oferta. Mi ambición toda era lucir como orador, y mi anhelo serlo en las Cortes, considerando que con adquirir fama en puesto inferior, me abría o me allanaba el camino al superior, de mí tan codiciado. No fui el primero ni el segundo que subió al alto púlpito destinado a los oradores. Llegándome mi vez, fuime a mi puesto, ya no encogido ni dudoso, sino lleno de la mayor confianza. Había meditado un tanto mi arenga, aunque sin escribirla, porque cosa escrita pronunciada sale pésima, salvo tal vez en algunos sermones. Con el mal instinto que guía a quienes hablan para granjearse el favor popular, había escogido para blanco de mi discurso al marqués de las Amarillas, malquisto entonces aún con los constitucionales moderados. Sabía yo que las vagas generalidades en que se entretuvieron quienes antes que yo hablaron, no eran propias para sacar aplausos en un lugar donde sólo agradan los que halagan pasiones de cualquiera clase. Mi discurso se redujo a lo siguiente: abogué por el uso de las personalidades, siempre que se hiciese uso de ellas con justicia y templanza. Probé, como es fácil probar, que las personas de los hombres que figuran en el teatro de la política, más que ciertas doctrinas, son lo que da más propio empleo a la pluma y a la voz en los Estados donde hay Gobiernos de los llamados libres, doctrina entonces un tanto nueva para los oídos españoles y que disonó a no pocos, cuyo deseo era oír en las sociedades patrióticas alabanzas de la Constitución y explicaciones de sus principios fundamentales. Pasé de aquí con artera malicia a hacer una suposición, dejando traslucir que la miraba como una realidad de aquellos momentos. «Supongamos -dije, sobre poco más o menos- que en un Estado sujeto por algunos años al yugo del despotismo, una revolución ha restablecido la libertad; supongamos que de resultas de esta mudanza han sido encargadas del Gobierno personas dignas de toda la confianza de los amantes de su patria y de las nuevas leyes, y supongamos, también, que entre estos personajes hay uno muy diferente de ellos en carácter y doctrinas, si no adicto a la causa del despotismo antiguo, apegado a una parcialidad aristocrática, lleno de aversión a la mudanza violenta de que nace la situación nueva, y de mayor todavía a los hombres que la han traído, y pregunto: en el caso de esta suposición, ¿estaría bien en los oradores de estas reuniones entretenerse en vagos elogios de la forma de gobierno existente, o en no menos vagas censuras de las propensiones aristocráticas o de sus inclinaciones contrarias a la revolución efectuada, o, al revés, no sería conveniente y aun necesario hablar del hombre cuya conducta se desaprueba, y señalarle y decir: ahí le veis; ésa es la nube que empaña y ofusca en esta hora la alegre serenidad del horizonte?» Una salva de palmadas estrepitosísimas respondió a estas frases, probándome que había acertado en mi tiro, y conquistádome renombre y poder futuro. Pocos sabían, y aun quizá no muchos saben hoy mismo, que ni el mérito de la novedad, o de ser mía propia, tenía la maligna acusación tan indiscreta, recibida con aprobación arrebatada, hija de no mejores intenciones que las que la dictaron. Había yo copiado un célebre discurso, pronunciado en la Cámara de los Comunes de Inglaterra, a mediados del siglo XVIII, por sir Guillermo Wiadham contra el ministro sir Roberto Walpole y aun contra el rey Jorge IV, oración que había yo leído copiada por varios historiadores ingleses.

Mi triunfo primero me llevó a buscarlos continuos, y a conseguirlos también, de suerte que en breve el salón de la Fontana fue el centro de mi gloria y la piedra angular de mi poder, en cierto grado. Hice mal uso de la fuerza que cobraba, o por decirlo con más propiedad, para cobrarla empleé malos medios, porque usándolos buenos no habría podido adquirirla. En una ocasión, picado con los que, si bien aplaudían el restablecimiento de la Constitución, vituperaban con bastante fundamento la sublevación del Ejército que para lograr nuestro fin nos había sido instrumento necesario, dije que los constitucionales alzados para restaurar la libertad nos creíamos superiores a los constitucionales «de real orden», aludiendo a la fórmula de oficio por la cual había mandado su majestad guardar y cumplir la Constitución después de haberla jurado. Cayó muy en gracia el dicho al oírle; pero meditado después, fue del gusto de muy pocos, siendo en verdad en extremo vituperable, pues daba por demérito la obediencia. Otro discurso hice para que la sociedad pidiese que se añadiese la orla verde a la escarapela encarnada española, y así se votó, cumplimentándome al acabar de hablar don Sebastián Miñano, aunque dijo no ser de mi dictamen, por la habilidad que supuso en mi arenga; testimonio éste de un hombre que, sin motivo personal, se hizo uno de mis más violentos enemigos.

Creerán muchos al saber esta época de mi vida, aun por lo que yo digo, y lo creerán más sí saben de ella por las desfiguradas relaciones escritas o comunicadas de boca en boca que acerca de mi conducta han corrido, que era yo en aquellos días un republicano, o cuando menos un aprobador o promovedor de desórdenes y bullicios. Sin embargo, nada distaba más de mis intenciones que el pensamiento de hacer tales papeles. Imprudentísimo y aun necio sí fui, pues, no queriendo ciertos fines, recomendé y aun abracé los medios que a ellos forzosamente llevan, y no profesando ciertas doctrinas, di fundadísimos motivos para dar a creer que las profesaba.

Cabalmente pocos meses antes había llegado a mis manos el curso de política constitucional, de Benjamín Constant, en su original francés y no sólo le había yo leído con gusto, sino que le había tomado por símbolo de mi fe política, teniendo por bueno y óptimo cuanto allí se sienta y recomienda en todas sus partes. Así, lejos de ser republicano, me habría aun entonces alegrado de ver en España una Cámara alta y una monarquía con más prerrogativas que las que le daba la Constitución de 1812, y unas Cortes menos poderosas; o dicho de otro modo, que no gobernasen. Pero con estas ideas mezclaba otras descabelladas, pues soñaba posible una libertad a la inglesa, con uso lato de hablar en reuniones numerosas. En la doctrina de la soberanía nacional como creen muchos whigs ingleses; pero si en sustentarla tenía tanto empeño era por una cuestión de interés de aquellas horas, porque, según los últimos sucesos, de que vino restablecerse la Constitución, reconocer al pueblo por soberano era eximirnos, los que tomamos su voz, de la nota de rebeldes. Fuera de esto, abogaba yo entonces por una política atrevida y de la llamada revolucionaria, por razones que no me parecen desatinadas hoy mismo. El rey era enemigo declarado de la Constitución, por lo que contra ella había hecho en 1814, y por lo que contra él, en nombre de ella, acababa de hacerse; de suerte que las leyes cuya ejecución le estaba encomendada con facultades, si muy restrictas para gobernar con común provecho harto latas para valerse de ellas en daño de la forma de gobierno por él jurada a la fuerza y aborrecida, eran para él un yugo insoluble y una afrenta que pedía venganza. Muchos pensaban como él en España, y si la empresa del alzamiento había al cabo salido bien, su triunfo era debido, más que al general consentimiento, al universal asombro. Fuera de España, la Constitución parecía mal a los reyes, y peor el modo usado para restablecerla. De todo ello resultaba que la política buena para otros tiempos, cuando el rey no tira a derribar la Constitución, ni cuenta para ello con la ayuda de las potencias vecinas, nada valía entonces. Hacíase, pues, forzoso seguir llevando las cosas revolucionariamente, tener amedrentado y sujeto al monarca, supeditados e intimidados asimismo los parciales de la monarquía, y a la nación en pie de guerra con un Ejército devoto de la revolución, pronto a combatir a los enemigos domésticos y extraños. Me dirán a esto, y yo me lo digo ahora a mí mismo, que tal estado de cosas mal podía sostenerse. Así lo confieso, y esto prueba que erramos restableciendo la Constitución como lo hicimos; pero hecho estaba ya, y como retroceder no podíamos, ni pararnos tampoco, se hacía necesario algo de violencia para ir de continuo adelante con más o menos pausado movimiento, y aún dudo que no se quisiese pasar del punto donde se estaba; para permanecer en él era forzoso amagar a los contrarios con la ofensiva, como único medio de hacer la defensa segura. Malas situaciones, sólo con malos medios se sostienen, y si bien los moderados de 1820 eran en muchas cosas superiores a nosotros, los del contrario bando, no era inferior al nuestro su desatino, ni si hubiesen seguido mandando habría dejado de venirse a tierra el edificio constitucional más o menos tarde, con mayor o menor vergüenza.

Con estos pensamientos obraba yo como tribuno en la Fontana, y como semiconjurado, todavía, en la sociedad masónica. Lo que es en mi destino de oficial de la Secretaría de Estado poco podía hacer, y nada hacía, ni desempeñarle bien siquiera, necesitándose para ello tan poco. Sé que dijeron de mí mis enemigos de allí que era en mi empleo menos que mediano, y digo que decían la verdad pura. Pero a esta humildad de mi confesión ha de seguir algo de jactancia, siéndome lícito recordar que en año y medio largo que, en 1812 y 1813, estuve trabajando como oficial de la misma Secretaría sin serlo, gocé concepto de aventajado. En los tres meses y pocos días que serví mi plaza en 1820, había cobrado a ella una aversión insuperable. Quedóseme como una espina clavada en el costado, fijo en el pensamiento el primer recibimiento que del ministro había tenido. Seguí mal con él, y al cabo no muy bien con mis compañeros, aunque con éstos no tuve desavenencias, pero sí hubo entre nosotros desvío. Además, me llamaban demasiado la atención los negocios revolucionarios para que pudiese atender a la rutina de un negociado, siendo el que se me dio de los de menos empeño. He dado las razones de mi culpa, aunque sea quitándome el mérito que contraigo con no negarla.




ArribaAbajoCapítulo VII

Los asuntos del Ejército libertador.-El Soberano Capítulo de Cádiz y el Gran Oriente en Madrid.-Entrada de Quiroga en la corte. Obsequios de que es objeto.-Descúbrese una trama del rey contra los constitucionales.-Alarma nocturna en el cuartel de Guardias, y sus consecuencias.-Apertura de las Cortes. Deciden los ministros disolver el Ejército libertador, y llaman a Madrid a sus jefes.-Excitación que produce la noticia en sus parciales.-Representan contra ella.-Difícil situación del Gobierno.-Toreno entra en tratos con Riego por intermedio del canónigo hermano de éste.


Andaban, entre tanto, las cosas de manera que ni había verdadera quietud o satisfacción, ni grande desasosiego o desconcierto. Los ministros hacían poquísimo, y con ello no eran aplaudidos ni vituperados. Los ojos de todos estaban puestos en las Cortes, próximas a abrirse.

Las cosas del Ejército libertador, que yo, entre otros, estaba encargado de negociar, no iban, ni como deseábamos en nuestras ambiciosas pretensiones, ni mal todavía. O'Donojú seguía con el mando, y hacía tiro a los del alzamiento, pero sin dominarlos notablemente ni recibir él el que por nuestra parte se le deseaba y procuraba. Quiroga había sido nombrado diputado a Cortes por Galicia, y se estaba disponiendo a venir a tomar asiento en el Congreso. Riego estaba destinado a tomar el mando vacante en San Fernando, lo cual daba al Ejército gran fuerza, porque acababa con la desunión que le enflaquecía y le ponía por cabeza un hombre más a propósito para empresas arrojadas que Quiroga. No aventajaba mucho a éste Riego en talento ni en saber, pero algo le excedía; y sobre todo, gozaba de muy superior concepto, habiendo llegado a tenerle altísimo y muy superior a sus merecimientos, no obstante no ser cortos. Además, nadie le disputaba la primacía, porque en los otros nuevos generales no había ambición del mando supremo. O'Donojú vino casi a desaparecer, si bien se ocupaba en hacer tiro a gentes a quienes las leyes militares tenían sujetas a sus órdenes y la opinión general puestas sobre él, y a la par con el Gobierno mismo. Íbase así creando una potencia en la isla Gaditana. El gobernador de Cádiz, don Cayetano Valdés, honradísimo, estaba algo emparentado con Riego, si bien ligado en estrecha amistad con Argüelles y los ministros; pero sin conocerlo, obedecía a la autoridad oculta revolucionaria de que estaba rodeado. Esta autoridad residía en el Soberano Capítulo masónico de la provincia. En él era el principal, por su influjo, don Francisco Javier Istúriz, cuya ambición y espíritu de predominio eran gigantes, caballero en sus tratos y modos, desinteresado muy fuera de su profesión del comercio, y aspirando ya desde entonces a mucho, lo cual es gran medio para llegar al cabo a conseguirlo, principalmente si, dedicadas todas las facultades a un solo objeto, en él se tiene la vista clavada en todas las acciones de la vida.

Que existiese semejante potencia, era un mal; pero lo era también, y no pequeño, anularla, porque la revolución mal sentada, y la Constitución de continuo peligrando, habían menester un apoyo robusto que, presente a sus contrarios, los retrajese de sus intentos.

El Grande Oriente, de Madrid, no veía con disgusto una potencia en el título y aun en parte en la realidad, dependiente de él, aunque con dependencia indócil, porque le superaba en fuerza, y aun en punto a interés había alguna, si bien leve discordancia entre el de la una y el de la otra. Sin embargo, lazos estrechos de amistad unían a los mismos que mandaban en Cádiz con los que influían en los negocios públicos y ejercían la autoridad suprema de la sociedad en Madrid.

Muchos eran los que componían este cuerpo gobernador. Empezó, desde luego, a dividirse, como todo cuerpo, en dos partidos; pero por algunos días la división apenas tuvo en qué manifestarse. Allegábanse particularmente al Ministerio el conde de Toreno, tan conocido que es inútil decir ya de él más que mentarle; don Juan Antonio Guardiola, de buen talento, de condición suave y conciliatoria, a quien daba celebridad haber sido preso por sospechoso de conjurado para el restablecimiento de la Constitución, y aun según fama, no muy averiguada, de haber sido puesto a tormento, pero cuyo concepto amenguaban voces cuyo fundamento no está probado, que le achacaban actos grandes de debilidad durante el destierro posterior a su prisión; don Domingo Torres, intendente nombrado del Ejército, de no mal entendimiento y de conocimientos en su ramo, que habiendo estado al lado del general Freire mientras éste tuvo sitiado a Quiroga, había sabido congraciarse con el partido al cual pertenecía, pero contra el cual se había presentado como enemigo; hombre tan devoto de la fe masónica como podría serlo el más celoso de una religión verdadera, y que en el gobierno público había venido a desempeñar la Tesorería general, y con estos personajes varios más diputados a Cortes, distinguiéndose entre ellos algunos de Galicia. Arrimábanse más al partido de la revolución el general don Manuel de Velasco, gobernador de Madrid, que había mandado la artillería del ejército de Freire, siendo de la parcialidad de los sitiados, y seguía en estrecha unión con aquellos a cuya ruina había contribuido; don Salvador Manzanares, de la logia o capítulo de Madrid en 1818, oficial de ingenieros, de buenas luces y alguna ciencia, aunque no profundo, valiente, que perseguido había huido de España y acababa de entrar con el general Espoz y Mina a levantar el estandarte de la Constitución en Navarra, antes que la firmase el rey; don Evaristo San Miguel, ya conocido; don Bartolomé José Gallardo, célebre como escritor satírico, hombre erudito, cáustico, de doctrinas extremadas, y, por rivalidades y resentimientos de otros tiempos, muy aborrecedor de la pandilla de que eran los ministros, que acababa de venir de Inglaterra, adonde huyó en 1814 de una persecución que tal vez hubiera llegado a costarle la vida; don Facundo Infante, de quien asimismo va tratado largamente en estas MEMORIAS, y mi pobre persona; no la que menos parlaba y bullía en las Juntas. Como aparte, aunque entonces muy unido conmigo, estaba otro sujeto, recién venido de Inglaterra, llamado don José Regato, médico o estudiante de Medicina, en otro tiempo escritor, aunque sólo mediano, atrevidísimo, de muy agudo y claro ingenio, sospechoso a muchos, y como acreditó el tiempo, no sin motivo; revolucionario de profesión y por afición, y con todo acusado de haber servido de espía del rey, acusación conocida por fundada, aunque se explicase suponiendo en Regato trato doble, en que el Gobierno de Fernando era el verdaderamente engañado. El espíritu de bandería, ciego y feroz, disimula estas acciones, aun cuando las condene la probidad más ordinaria.

Poco hay que decir de las cosas de este cuerpo hasta la hora en que le desunieron, a punto de hacerse crueles contrarios, el Gobierno y los autores y parciales del levantamiento, por el cual había sido la Constitución restablecida.

Acercándose a Madrid Quiroga, dispusóse festejarle en su entrada. Ya Infante, llegado a Madrid como representante del Ejército de San Fernando, recién consumada la revolución, había sido recibido con agasajo obsequioso, y Arco Agüero, que en breve le siguió, había hecho en la capital una entrada que no tuvo poco de triunfo, señalándola ser grande en aquella hora el entusiasmo, como sucede cuando acaba de alcanzarse una gran victoria. Al general del Ejército libertador eran debidas aún mayores honras, y tales se le dispusieron, pero sin grande arrebato, porque era la fortuna de Quiroga ser reputado en menos que su merecimiento, habiendo los parciales de Riego, diligentes en escribir, rebajado injustamente el precio de lo que él y los suyos habían hecho por la causa común. Además, se había gastado el entusiasmo del mucho usarle. No hubo, con todo, escasez en el aparente o un tanto violento. La Sociedad de la Fontana nombró una diputación para salir a recibir al general en la puerta de Atocha. El Ayuntamiento hizo lo mismo. Preparado todo, quedaba cuidar de que el obsequiado, viniendo ignorante del estado de los negocios en Madrid, ya no tan llano como dos o tres meses antes, no hiciese algo por donde se comprometiese, y consigo a los de su parcialidad, y la causa de que era representante. Solía Quiroga pecar por decir lo que no convenía, siendo en el hablar ligero y nada hábil. Salimos, pues, a esperarle algunos amigos suyos a Aranjuez, donde había de hacer una detención breve. Gutiérrez Acuña y yo éramos de esta Diputación amistosa, y no me acuerdo quiénes más nos acompañaban. Llegó Quiroga al Real Sitio y nos hallamos con que traía a su lado uno como ayo y guarda de sus palabras y conducta, siendo él bueno y dócil en general, y consintiendo en sufrir un pedagogo, aunque a veces se enojaba y daba que sentir, si bien no obrando con intención dañada. El mentor (para hablar a lo clásico) era don Manuel Núñez, oficial que había sido en el Regimiento de España, de muy claro talento, de alguna instrucción, muy resuelto y fogoso, conjurado de los antiguos, pero que no había podido venir al Ejército libertador, donde, sin embargo, no se extrañó que faltase, no siendo culpa suya su ausencia, la cual se perdonó en otros más comprometidos y a quienes habría sido fácil venir a dar ayuda a sus compañeros, puestos en trance de perderse. Era Núñez amigo nuestro, y concertamos con él nuestras opiniones, reducidas a adoctrinar a Quiroga. Pero éste, aunque de suave condición, no venía muy satisfecho de su maestro, que, por ser un tanto vehemente, no encubría, como era regular, cuál era el cargo que venía ejerciendo. De todos los suyos, a mí era a quien miraba Quiroga entonces con más consideración, por haber probado mi amistad que le había sido de apoyo en sus desavenencias con Riego. Pidióme, pues, hasta que le escribiese lo que había de responder en Madrid a los que se presentarían a cumplimentarle, y haciéndolo yo así, dejó caer por el suelo los apuntes en la posada, hasta que recogidos por algunos, vinieron a mi poder, siendo fortuna que no cayeran en manos de algún burlón o de un contrario del general, que iba a representar un papel de tanto lustre. Con eatos materiales tuvimos que trabajar, lo cual no era corto empeño. Otros que pasaban por mejores nos dieron más pena, porque, sin tener mucho más valor, se acreditaron de menos flexibles.

Salió bien la entrada de Quiroga: hubo mediana alegría, fue lucido el acompañamiento; pasó el general con su comitiva a las Casas Consistoriales; aplaudiéronle a su tránsito por las calles, no con exceso de gozo ni tampoco por afectación, y, si se notó tibieza, en cambio no apareció desaprobación acalorada, porque los constitucionales estaban acordes, y amedrentados los realistas.

A poco se agasajó al mismo personaje con un banquete patriótico, eligiéndose por sitio para celebrarle el campo, a la orilla del Manzanares, en la frondosa alameda vecina a la capilla de Nuestra Señora del Puerto, donde los altos y bien poblados árboles, los mejores que hay en Madrid, daban completa y grata sombra en un día de los calurosos del mes de junio. No hubo exceso en aquel convite, reinando en él decorosa alegría. En suma, todo lo perteneciente a obsequios hechos al general del Ejército proclamador de la Constitución pasó bien, sin contradicciones, pero con valor político muy corto.

Grande le tuvieron, por el contrario, dos sucesos que sobrevinieron muy en breve. Uno fue descubrirse una conjuración de que el rey mismo era parte, reducida a que se fugase Fernando de Madrid, y puesto en Burgos, donde era esperado por sus cómplices, enarbolase su pendón real, declarando nulo, como hijo de la fuerza, el juramento que a la Constitución había prestado. Este suceso prueba que se engañan o quieren engañar quienes suponen haber sido Fernando fiel guardador de su juramento, hasta que desmanes de los constitucionales le forzaron, como en propia defensa, a no respetar lo que por sus contrarios era poco o nada respetado. La verdad es que, desde luego, fue enemigo de la Constitución, y no podía ser otra cosa, lo cual sirve para disculparle, pero también debe ser disculpa de los que le sospechaban y querían tratarle como a enemigo. Los ministros sintieron este suceso, pero no lo extrañaron. Entre ellos y el monarca había odio mutuo y fundado por ambas partes. Sin embargo, el Ministerio en nada faltó al decoro debido a la real persona, y aun con la dignidad de ésta sostuvo constante las regias prerrogativas, como era su obligación, bien que obligación difícil de cumplir, siendo, por lo mismo, más digno de alabanza su cumplimiento. Los que no tenían sobre sí el peso que a los ministros agobiaba, consultando poco o nada, por otra parte, las reglas de la prudencia, clamaban contra el rey, pero sin señalar objeto útil o asequible a sus declamaciones, sucediendo, según suele en las dolencias morales, así como en las físicas, romperse en quejas del mal y reconvenciones al médico, sin reparar en si para la dolencia que aqueja tiene remedios la medicina.

De diversa especie fue otra ocurrencia no menos notable. Estando cercano el día de la apertura de las Cortes, y siendo público ya el proyecto del rey de escaparse para no ratificar en ellas, con más solemnidad que antes, el juramento prestado a Constitución, estaban inquietos los ánimos, y los constitucionales llenos de recelos. Los guardias de Corps estaban entre sí muy divididos. Cuando había sido forzado el rey a jurar la Constitución, ellos, así como los guardias reales de Infantería, habían aparecido unánimes en el deseo de que el monarca prestase el juramento; raro proceder en cuerpos de esta clase el de ayudar a que la fuerza popular venza al monarca, de cuya custodia están ellos particularmente encargados; pero la unanimidad que se notó era aparente, viniendo a ser que unos pocos concertados y resueltos supeditaron de pronto a otros más numerosos, a quienes quitó el aliento estar desprevenidos. Fueron éstos volviendo en sí, al principio no tanto que se determinasen a acto alguno por donde se deshiciese lo hecho, empresa para la cual se necesitaba más preparación, estando animosos y vigilantes los vencedores, pero sí lo suficiente para manifestarles una oposición ceñuda, pronta a resistir si se veía provocada por agresión nueva. Estando así las cosas, una noche, siendo imposible averiguar con qué motivo, hubo en el cuartel de Guardias de Corps un alboroto, llamando al arma. Los constitucionales tomaron las suyas y lanzáronse a las puertas a salir a hora indebida, persuadidos de que afuera había un tumulto en el cual la Constitución corría peligro. Los que guardaban la puerta, por mandárselo así su obligación los unos, y otros tal vez por ser de opinión contraria a las de los armados y alborotados, se dispusieron a estorbarles la salida... Armóse confusión, y teniendo todos en la mano las armas, salióse un tiro, del cual, por desgracia, resultó caer muerto el guardia que estaba de centinela del puesto donde se guardan los estandartes. Con esta tragedia inesperada, que a todos horrorizó, sosegáronse los alborotados. Restablecido el orden, entró con la luz del nuevo día el cuidado de averiguar los autores del delito de sublevación y homicidio, y castigarlos. Los parciales del rey desvariaban sobre lo sucedido, diciendo que todo ello era un proyecto para quitar la vida al monarca, proyecto por fortuna frustrado por el valor de los que defendieron las puertas. Locura eran estas suposiciones; pero que había habido delito, si bien el cometido nació de equivocado concepto, o tal vez de haber empezado los parciales del rey el movimiento que no pudieron dirigir según su deseo y que luego atribuían a los de la parcialidad contraria. Formóse causa a los presuntos delincuentes, entre los cuales estaba el cadete del cuerpo don Domingo Aguilera, hermano del marqués de Cerralbo, grande de España. Éste y su hermano don Gaspar eran constitucionales ardorosos, ambos jóvenes, de buen ingenio y esmerada crianza, hábiles en la latinidad, y el don Gaspar en toda la amena literatura, caballero cumplido, y con todo eso, según la costumbre de los tiempos, desafectos al rey que los había adelantado en su carrera, pero cuyo mal Gobierno anterior tenía descontentos a sus súbditos, y muy particularmente a los de las clases superiores. Entre estos dos hermanos había un amor entrañable, y al ver don Gaspar al don Domingo preso, siendo a la sazón hombre de vivísimas pasiones, hizo contra los que habían dispuesto la prisión una representación algo atrevida, y fuera de los límites que la subordinación militar prescribe. Resultó de ello que siendo impresa y publicada la representación el don Gaspar fue asimismo preso por haberla hecho o dado a luz. Alborotáronse los constitucionales con este nuevo rigor. Yo, que había formado lazos de amistad estrecha con el don Gaspar, lazos estrechados después, conservados largo tiempo y hoy no rotos, manteniéndolos firmes la estimación mutua, me afané en este negocio más que lo debido. La Sociedad de la Fontana, de la cual era el nuevo preso, representó contra el marqués de Castelar, autor de su prisión, acusándole de haber quebrantado la ley constitucional en una de sus disposiciones esenciales, castigando a escritor por haber publicado una obra, sin que ésta fuese calificada de digna de castigo por el tribunal competente. Hasta otra Sociedad más pacífica y sesuda, donde no se predicaba al público ni tenían entrada otros que los socios, acabada de fundar con el título de Ateneo literario y científico, y que renovado subsiste hoy con aumento de lustre, hizo una representación igual, contribuyendo yo con mis esfuerzos a que se resolviese a hacerla, porque, así como el interesado, pertenecía a esta Sociedad tranquila e ilustrada, igualmente que a la otra arrebatada y bulliciosa. Alargáronse los trámites de este negocio, que paró en ser puesto en libertad don Gaspar, y en juicio el marqués de Castelar, por resolución de las Cortes, ya juntas, y en salir a la larga absuelto don Domingo.

En medio de estos sucesos, la atención general se distrajo a otro mayor, que fue la apertura de las Cortes. Hízose ésta con solemnidad, aunque sin lujoso aparato. Reinó en Madrid aquel día el júbilo más puro, y aun el rey apareció satisfecho y llegó hasta cierto punto a estarlo. Renovóse en aquella ocasión el fenómeno que he notado más de una vez en mi vida y que he dado ya a notar en estas MEMORIAS, hablando del día en que fue jurada la Constitución en Cádiz, a saber: el de cundir la satisfacción general de modo que participaban de ella en no corto grado los desaprobadores del suceso que la producía; ocasiones éstas como de concordia, en que los vencidos piensan haber celebrado una avenencia de que pueden sacar algún provecho, y en que la vista del júbilo de sus contrarios infunde templanza, generosidad y aun deseo de unión a los vencedores, a punto de llegarse a olvidar y aun a borrar que había en el común regocijo gentes de la una y de la otra categoría.

Pero esta unión hubo de durar poco, y aun la de la parcialidad constitucional vencedora tuvo un término breve. En verdad, muchas causas contribuían a que no fuese duradera. Los constitucionales de 1812, o dígase sus cabezas, despreciaban a los de 1820 como a gente de menos valor, y éstos correspondían con envidia al desprecio con que se veían mirados. El restablecimiento de la Constitución había sido obra de los segundos; el fruto de la victoria por éstos conseguida, poco menos que exclusivamente de los primeros. Sin sentirlo en general, entró el arrepentimiento en los que habían dado a otros lo ganado por esfuerzos propios extraordinarios.

La señal de la pelea fue la disolución del Ejército libertador, acantonado en la isla Gaditana y sus inmediaciones; su permanencia en pie de guerra en medio de la paz general parecía un desatino, aunque no lo era ciertamente; pero la significación de aquella fuerza, si la constituía en amparo de la causa constitucional en hora de peligro, la tenía desde luego en carácter de potencia independiente, rival del Gobierno de la nación, su aliada hasta sumisa en algunos casos, pero en muchos más indócil en la obediencia y con no pocas probabilidades de volvérsele en alguno contraria. Para los que consideraban la Constitución restablecida como una ley suprema del Estado, divorciada de la revolución y aun a ella opuesta, el Ejército libertador era, si no un contrario, poco menos, porque era la revolución, continuando, si no en seguir las hostilidades con las armas en la mano y pronta, así como a la defensa, a la ofensa.

Atribuyóse la idea de disolver el Ejército, natural en los ministros, al de la Guerra, marqués de las Amarillas. Infundada fue la suposición, pues no salió de él tal pensamiento, aunque sin duda le aprobase y hasta le desease. Salió, al revés, del de Hacienda, don José Canga Argüelles, de todos los ministros el más arrimado a los revolucionarios, hombre de ingenio y vasta si no sólida instrucción, pero por su natural extremadamente ligero. Que obró obedeciendo a influencias de él no conocidas es casi evidente; pero lo cierto es que él, tratando como debía de disminuir los gastos del Estado, hizo presente que debían suprimirse los que ocasionaba un Ejército en pie de campaña, cuando no había en España guerra con los extraños ni entre los propios. Accedieron gustosos a la propuesta los demás ministros, y diéronse las órdenes competentes para la separación de aquella fuerza. Riego, que la mandaba, fue llamado a Madrid, extendiéndose la orden para que viniera, en términos sumamente honoríficos a su persona, lo cual no endulzó lo amargo de la disposición a los de aquel ejército o a sus parciales, ni aun al mismo agraciado, aunque en el ánimo de éste labró un tanto hasta servir de abrir camino por donde se acabó con su entereza, y a él y a sus amigos vino la ruina de que nunca llegaron enteramente a cobrarse.

Sabido que fue estar resuelta la disolución del Ejército de San Fernando, título que aún tenía, pusiéronse en movimiento para estorbarlo todos cuantos en la revolución habían tenido parte, y los muchos que con ellos habían hecho causa común, comenzaron a formar en el gran bando constitucional la parte que llevó por muchos años el nombre de exaltada. El Grande Oriente trató de tan grave negocio. Sostuvieron lo resuelto por el Gobierno, Toreno con sus amigos; opusímonos los de la contraria opinión, y fueron, corno era de presumir, muy reñidos los debates. También la Sociedad de la Fontana empezó a entender en el mismo asunto, declarándose, como bien puede suponerse, contraria a la disolución. En algunos periódicos fue sustentada la misma opinión con acaloramiento. Escribí yo sobre ella un artículo en términos de vituperable violencia, en que hablaba de los ministros como de personas que eran contrarias al poder militar cuando ya no mandaban los ejércitos los Elíos; doble yerro vituperar al general de este nombre, preso a la sazón, y achacar a quienes habían sido víctimas de su conducta en 1814 con sus parciales. Tanto clamor habría importado poco si, como sucedió, no se hubiese tratado de apoyar la resistencia en algo más que en artículos de periódico y discursos. El capítulo masónico de Cádiz supo lo dispuesto por el Gobierno con más disgusto que otro alguno, por ser el Ejército suyo; y tanto, que subsistiendo le constituía en clase de una potencia poderosa. Los gaditanos, aun los ajenos a las sociedades secretas, ya por instigaciones de éstas, ya por las de otros, se conmovieron, llenándose de necios temores, como si a la disolución del Ejército hubiese de seguir inmediatamente la restauración del derribado despotismo, figurándose allá en confusas visiones ver venir encima otro mayo de 1814 con sus rigores, u otro 10 de marzo de 1820, con sus bárbaras crueldades. Desde Madrid atizábamos este fuego con no poco fruto. Vino al fin a determinarse que el Ejército, la Diputación Provincial de Cádiz, el Ayuntamiento de la misma ciudad y otros de su provincia, así como varios particulares, representasen cada cual de por sí, pero a un tiempo, contra la real orden mandando separarse las tropas que habían dado libertad a la patria. Aun el general don Cayetano Valdés, con ser tan amigo de los ministros y como oficial antiguo y bueno, tan amante de la disciplina y de la obediencia, aunque constitucional ardiente y firme, fue vencido por el amor que tenía a los de Cádiz, cuya opinión era casi unánime en aquel punto a autorizar con su firma tales representaciones. Terrible se presentaba aquella resistencia, y los ministros, para vencerla, habían de verse en grave apuro. Bien es cierto que de su parte tenían las leyes, pero esforzarlas en todo su vigor contra tales adversarios habría rayado en locura. Emprender una guerra civil los ministos libertados y subidos a sus puestos por el restablecimiento de la Constitución contra los restablecedores de la misma ley era odiosísimo; pero si aun esta odiosidad hubiese sido estimada en poco por quienes, atentos sólo al riguroso cumplimiento de su obligación a él, estuviesen prontos a sacrificar cualesquiera otras consideraciones, aun las más poderosas, todavía razones de gran peso llevaban a temer una discordia, cuyas resultas forzosas serían el triunfo completo de un tercero sobre unos y otros combatientes. En efecto, vencido y sujeto el Ejército de San Fernando, cobraría tal fuerza el partido anticonstitucional o del rey, que nueva lid con él se veía inevitable, y su victoria, si no segura, poco dudosa. Conocíamos esto nosotros, y no temíamos, y así animábamos a Riego, a los del Ejército, a mantenerse firmes. No necesitaban ellos por su parte que los animasen, pues hasta su interés, a la par con sus pasiones, les dictaba persistir en la resistencia.

En este apuro de los ministros, Toreno, más diestro que todos ellos, discurrió un medio para salvarlos. Al ruido de las hazañas de Riego había acudido a Madrid un hermano suyo, clérigo, provisto en una canonjía o prebenda, aunque no ordenado de sacerdote, algo y aun bastante instruido, pero indigesto y de mal gusto en su ciencia; estrambótico en todo, si bien en medio de sus rarezas muy cuidadoso del propio interés; de vanidad hasta pueril; amante, por demás, de su hermano; como él codicioso de aplausos, pero más que él de ventajas sólidas, y el cual, en la arrebatada pasión que tenía al héroe de su familia, cuando atendía con solícito cuidado y constante afán a multiplicar las alabanzas del objeto amado, buscaba en ellas la gloria del nombre de su casa, y sacar de la misma gloria partido para sus parientes, y con especialidad para su persona misma. Este canónigo Riego (pues con tal nombre llegó a adquirir celebridad) no era entonces, como vino a ser después, extremado en ideas democráticas, que siguió mezclando con la devoción, bien que en su fe religiosa hubiese, como en todas sus cosas, extrañezas. Preciábase, al revés, en la hora de que voy hablando, de templado y hombre de razón, y hubo de persuadirse de ser verdad lo que le dijeron en cuanto a estar su hermano guiado por gentes de poco juicio. Prestóse, pues, el canónigo a ir a Cádiz y sacar de allí a su hermano hasta traerle a Madrid; no, cierto, con desinteresado celo, sino al contrario, con promesas de aumentos para sí y los suyos, habiéndoselas hecho Toreno tales, que él llegó a traslucir no menos que una mitra con que ceñirse las sienes.