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Mesonero Romanos ante la literatura de viajes romántica

Ana María Freire

Siempre se ha admitido sin discusión la afirmación de Mesonero Romanos, según la cual el motivo que le llevó a escribir sus escenas y cuadros de costumbres españolas y a pintar sus tipos fue la reivindicación de la imagen deformada que daban de España los extranjeros que nos visitaban en su época. Cuando en 1881 reeditó el Panorama matritense, recordaba en el Prólogo que el propósito de aquellos artículos

fue el de reivindicar la buena fama de nuestro carácter y costumbres patrias, tan desfigurados por los novelistas y dramaturgos extranjeros; oponiendo a ellos una pintura sencilla e imparcial de su verdadera índole y sus cualidades indígenas y naturales, sin exageración y sin acrimonia, enalteciendo sus virtudes, castigando sus vicios y satirizando suavemente sus ridiculeces y manías.


Menciona aquí Mesonero a «novelistas y dramaturgos», porque fueron los novelistas y dramaturgos, los escritores que viajaron a nuestro país, quienes con una visión romántica transformaron lo que vieron en una peculiar imagen de España que a nuestros costumbristas les costó admitir. Algunas novelas, algunos dramas y todos los libros de viajes de nuestros vecinos del norte contribuyeron a crear aquella España pintoresca y colorista. La literatura de viajes aportaba un plus de credibilidad al relato de aquellos escritores que, víctimas de aquella «manía del siglo», contaban a sus paisanos lo que habían visto con sus propios ojos. Viajar era, según Mesonero, una de aquellas manías, no siempre ocasionada por el deseo de conocer tierras distintas de la propia. Ciertos viajeros -se entrevé la alusión a los autores de libros de viajes- añadían a esa razón otra quizá más poderosa: poder contarlo después.

Hay [...] otro motivillo más para que en este siglo fugaz y vaporoso todo hombre honrado se determine a ser viajador. Y este motivo no es otro (perdónenme la indiscreción si la descubro) que la intención que simultáneamente forma de hacer luego la relación verbal o escrita de su viaje. He aquí la clave, el verdadero enigma de tantas correrías hechas sin motivo y sin término; he aquí la meta de este círculo; el premio de este torneo; la ignorada deidad a quien el hombre móvil dirige su misteriosa adoración.


Libros de viajeros españoles

El propio Mesonero incurrió en la manía que censuraba, ya que en su época no fueron muchos los españoles que viajaron al extranjero, aunque esta práctica se había generalizado en las décadas de los años veinte y treinta1. Lo que él conceptúa de «manía» afectaba sobre todo a los extranjeros: eran ellos quienes padecían de ese «deseo de agitación y perpetuo movimiento, ese malestar indefinible que sin cesar impele y bambolea moral y materialmente, sin permitir un instante de reposo»2. Y si contados españoles salieron al extranjero fueron todavía menos los que escribieron su viaje.

En los años románticos salió de España, por diversos motivos y con estancias más o menos largas, un buen número de nuestros escritores: José Joaquín de Mora, Francisco Martínez de la Rosa, Agustín Durán, el duque de Rivas, Antonio Gil de Zárate, Juan Eugenio Hartzenbusch, Espronceda, Larra, Antonio García Gutiérrez, José Zorrilla... Pero ninguno de éstos dejó constancia escrita de su periplo.

Otros libros de viajes de escritores españoles de la generación romántica, aunque no carecen de interés, no tienen carácter propiamente literario. Dentro del amplio marco de la literatura viajera pertenecen al capítulo de las guías. La diferencia entre estos dos tipos de obras la sintetizó en pocas palabras Emilia Pardo Bazán:

El viaje escrito es el alma de un viajero y nada más; que a los países y comarcas les infunde el escritor su propio espíritu (porque para libros de viajes objetivos, ahí están las Guías y las Descripciones geográficas, hidrográficas, arqueológicas e históricas)3.


Y guías son el Manual del viajero español, de Madrid a París y Londres (1851) de Antonio María Segovia o Italia: ensayo descriptivo, artístico y político. Primera parte4 (1857) de Joaquín Francisco Pacheco. En cuanto a Italia y Roma: Roma sin el Papa5, obra póstuma de Nicomedes Pastor Díaz o Portugal, su pasado y su presente6 de Antonio Alcalá Galiano, hijo, aun refiriéndose a países extranjeros, están más próximos al ensayo político que a la literatura de viajes.

En la España romántica no abundan las obras viajeras con carácter literario. Entre ellas están los Recuerdos de viaje por Francia y Bélgica en 1840 a 1841 de Mesonero Romanos, el Diario de viaje que Enrique Gil y Carrasco redactó sin ánimo de que se publicara, o París, Londres y Madrid de Eugenio de Ochoa, obra de la que se trata en este mismo volumen.

Libros de viajeros franceses

Los franceses que nos venían visitando desde principios de siglo fueron muchos más. Y Mesonero, cuando a comienzos de la década de los treinta emprendió su primer viaje por Europa, ya se quejaba de que

Los franceses, los ingleses, alemanes y demás extranjeros, han intentado describir moralmente la España; pero o bien se han creado un país ideal de romanticismo y quijotismo, o bien desentendiéndose del transcurso del tiempo, la han descrito no como es, sino como pudo ser en tiempo de los Felipes...7


¿Quiénes eran esos franceses, ingleses, alemanes y demás extranjeros que antes de abril de 1832 ya habían tratado «describir moralmente la España» y habían desfigurado su imagen?

La estudiosa francesa Gilberte Guillaumie-Reicher, en su obra Théophile Gautier et l'Espagne, opina que cuando Mesonero se queja de los franceses que deformaron la imagen de España se refiere a Gautier8, y lamenta que cuando los españoles se quejan de la imagen que dan de España los viajeros franceses de esta época los juzguen a todos por igual, siendo así que Gautier no cometió las tropelías que se atribuyen a otros como Dumas, pues entre las obras de ambos media un abismo9.

Pero en abril de 1832 Gautier todavía no había escrito su Voyage en Espagne10.

Tampoco se referiría Mesonero al emblemático Alexandre Laborde en su monumental Voyage pittoresque sobre España, una obra en la que se propuso inventariar nuestra riqueza monumental, publicada en 1806, 1811, 1812 y 182011. El calificativo pintoresco alude únicamente aquí a que la obra está ilustrada con láminas, no al pintoresquismo en sentido costumbrista.

Y ni siquiera pensaría Mesonero en el Itinéraire español (1808), también de Laborde, que tan útil resultó a las tropas napoleónicas que invadieron España el mismo año de su publicación en Francia, obra en la que sí apuntan algunos rasgos pintorescos, sin que pueda hablarse estrictamente de costumbrismo.

Algo más pintorescas eran las Mémoires d'un apothicaire (1828) de Marie-Sebastien Blaze de Bury, en las que relató su experiencia personal en España durante la Guerra de la Independencia, con una visión más costumbrista, sin que por ello llegue a deformar nuestra imagen12.

Atando cabos y fechas, parece que Mesonero aludía a las Lettres d'Espagne (1830-1833) de Prosper Mérimée y, sin lugar a dudas, al Voyage pittoresque en Espagne, en Portugal et sur la côte d'Afrique, de Tanger à Tétouan (1826-1832) del barón Taylor, lleno de curiosidades13, pues, aunque sigue de cerca la obra de Laborde, se detiene con más interés en lo pintoresco que en lo artístico. Pero Mesonero no lo nombra por prudencia, ya que Taylor había entrado en contacto con Eugenio de Ochoa, Federico de Machazo y otros jóvenes de la generación romántica -su viaje fue reseñado en El Artista-, y Larra había colaborado con él.

El costumbrismo de Mesonero en la literatura de viajes

El mismo espíritu vindicativo que dio origen a sus artículos de costumbres fue el que despertó en Mesonero el deseo de «salir a estudiar las costumbres públicas y el aspecto de las grandes capitales europeas», emprendiendo en agosto de 1833 su primer viaje a Francia e Inglaterra. Su propósito, como el de los viajeros franceses criticados por él, era escribirlo, aunque lo que vio por esos mundos no lo publicó en volumen hasta varios años después, cuando regresó de su segundo viaje europeo, que realizó entre agosto de 1840 y la primavera de 1841:

Mi principal objeto fue el de excitar con este pequeño ensayo el celo y patriotismo de nuestros viajeros españoles, que por excesiva modestia o desconfianza callan obstinadamente, defraudando de este modo a nuestro país de muchas obras de más valer con que pudieran enriquecerle; extremo opuesto y no menos fatal que el que con razón se achaca a los muchos viajadores extranjeros que diariamente fatigan las prensas con ridículas y absurdas relaciones14.


El núcleo de sus Recuerdos de viaje por Francia y Bélgica, publicado en 1841, primero en el Semanario Pintoresco y después en tomo por Miguel de Burgos, es el viaje que tiene más reciente, pero intercala episodios (que constituyen capítulos) del primer viaje. Y es en esta obra donde el punto de vista, el tono narrativo y los demás ingredientes del estilo costumbrista pasan a la literatura de viajes española, prestándole la agudeza de su visión crítica, su forma de expresión característica, y hasta su propia tipología formal, al incluir cuadros, escenas y tipos. El que más nos interesa ahora es el del viajero francés, que Mesonero convirtió en capítulo primero de sus Recuerdos de viaje en la segunda edición (1862), cuando en la primera (1841) ese texto constituía solo una Introducción al volumen15.

El viajero francés pintado por un español

Mesonero traza con ironía su retrato, casi su caricatura16. El viajero francés es víctima de ese «vértigo agitador» propio del siglo, que le impele a viajar para poder decir a la vuelta «Yo he viajado también». Ese viajero francés no necesita trazar a su regreso una pintura fiel y exacta de los países que ha visitado, como ocurría en otros tiempos, sino que

Viajará, correrá en posta a buscar nuevas impresiones que vender a su impresor; nuevas aventuras que contar en detalle al público aventurero; nuevas coronas de laurel y monedas de plata que ofrecer a la ingrata desdeñosa y al tirano caseril.


Es un viajero que, al instante de haber pasado los Pirineos, «empieza a trazar una serie de cuadros originales, traducidos de Walter Scott», apropiando a España todo lo que éste cuenta de Escocia. El viajero francés mezcla en su cabeza y en su relato leyendas y supersticiones con hechos históricos, se queja de «los caminos, las posadas y carromateros», confunde palabras y transcribe mal otras españolas y

Por este estilo siguen, en fin, nuestros gálicos viajeros daguerreotipando con igual exactitud nuestras costumbres, nuestra historia, nuestras leyes, nuestros monumentos; y después de permanecer en España un mes y veinte días, en los cuales visitaron el país Vascongado, las Castillas y la capital del Reino, la Mancha, las Andalucías, Valencia, Aragón y Cataluña [...] regresan a su país, llena la cabeza de ideas y el cartapacio de anotaciones; y al presentárseles de nuevo sus editores mandatarios, responden a cada uno con su ración correspondiente de España, ya en razonables tomos, bajo el modesto título de Impresiones de viaje, ya dividido en tomas, a guisa de folletín.


Esta no fue la primera vez ni sería la última que Mesonero se ocupase del viajero francés, un personaje que le dio mucho juego y al que no perdió ocasión de zaherir con ocasión o creándola. Todavía en sus Recuerdos de viaje volvemos a encontrarlo, ya sea para referirse a la exhaustividad de sus egocéntricos relatos de viajes:

Pero veo que insensiblemente voy cayendo en la moda de los viajeros contemporáneos, que no hacen gracia a sus lectores de la más mínima de las circunstancias personales de su viaje, y le persiguen hasta saturar sus oídos con aquel Yo impertinente y vanidoso que aun en boca del mismo Cristóbal Colón llegaría a fastidiar17,


ya para mofarse de la gran fantasía con que crea y propala falsedades:

Si yo hubiera de seguir aquí la cartilla de los modernos viajeros franceses, parece que era llegada la ocasión de tejer una historieta galante con alguna princesa transitoria o con alguna diosa de camino real, en que, repartiéndome graciosamente el papel de galán, al paso que diese algún interés a mi narración, rehabilitase en la opinión de las jóvenes mi ya olvidada persona [...] Pero en Dios y en mi conciencia (y hablo aquí con la honradez propia de un hijo de Castilla) que ninguna princesa ni cosa tal nos salió al camino; que ningún entuerto ni desaguisado se cometió con nosotros; que tampoco fuimos objeto de ningún especial agasajo; y que, en fin, entramos en la región Gálica con la misma franqueza que Pedro por su casa18.


En el capítulo dedicado a Bayona utiliza como contraste al escritor de viajes francés para justificar su propio estilo:

Tampoco llevo la pretensión al ridículo extremo de convertirme en mi propio coronista; achaque de que suelen adolecer algunos viajadores, que entienden dar al público lector tan grato pasatiempo como a ellos les produce el recuerdo de sus propias aventuras19.


Y en las Escenas matritenses no faltan alusiones al viajero-escritor transpirenaico:

Los autores extranjeros, que han hablado tanto y tan desatinadamente acerca de nuestras costumbres, al describir el aspecto de nuestros paseos y concurrencias han repetido que la capa oscura en los hombres, y el vestido negro y la mantilla en las mujeres, presta en España a las reuniones públicas un aspecto sombrío y monótono, insoportable a su vista, acostumbrada a mayor variedad y colorido20.


Mesonero, la literatura de viajes y el Romanticismo

Parece opinar Mesonero que a los españoles solo deben pintarlos los españoles. De ahí la oportunidad del título (importado, pero acertado) de la colección costumbrista Los españoles pintados por sí mismos. En esto sí que están de acuerdo españoles y franceses, en dar su propia imagen pintada «por sí mismos», no por otros. El costumbrismo, aquí y allí, admite el autorretrato y hasta la autocaricatura, pero no el pincel ajeno. Y es este componente nacionalista del costumbrismo lo único que éste tiene en común con el espíritu romántico que alienta en las obras de sus contemporáneos, también en las de los viajeros franceses que nos visitan. En la pintura de nuestros tipos no se admiten pinceles ajenos, aunque los nuestros se mojen en tinta extranjera, que no llegaron a patentar Jouy, Addison o Steele.

Pero volvamos a los Recuerdos de viaje por Francia y Bélgica, cuyo último capítulo en la edición de 1841 era el dedicado a «Amberes», porque en la segunda edición, en la de 1862, Mesonero, que convirtió en capítulo primero aquella Introducción de 1841 sobre el viajero francés, también añadió un epílogo. El artículo «La vuelta de París», publicado en abril de 1835 e incluido en el Panorama matritense, fue transformado en 1862 en «Epílogo» de los Recuerdos de viaje con el título «De vuelta a casa», convirtiéndose así en el cierre perfecto de este libro de viajes que, como todos los de su especie, nunca suelen dejar al viajero ni al lector en tierras extrañas, sino de regreso al punto de partida, cerrando el anillo de una estructura circular. Además, en cuanto a su contenido, este capítulo tiene un evidente engarce con el primero, por redondearse en él la imagen del viajero francés con que se abría el libro. La novedad con respecto a 1835 es que en 1862 Mesonero añade una meditada nota a pie de página en la que menciona con nombres y apellidos y títulos de sus obras a aquellos que hasta entonces habían sido en conjunto «los viajeros franceses en España»:

De esta ligereza y mala fe de los modernos viajeros transpirenaicos se dijo bastante en el artículo primero, que sirve de introducción a estos Recuerdos. Mas, a pesar de lo acerbo de aquella punzante sátira, no pudo el autor adivinar todos los dislates y chocarrerías que después habían de consignar en sus respectivas leyendas sobre España, MM. Charles Didier (Six mois en Espagne)21; Roger de Beauvoir (La Porte du Soleil)22; Theophile Gauthier [sic] (Tras-os-montes [sic])23; Alexandre Dumas (De Paris a Cadix)24; Chalamel (Un été en Espagne)25; Georges Bourrow [sic] (La Bible en Espagne)26; Giraud et Desbarolles (Deux artistas en Espagne)27, y otros muchos que sería enojoso recordar.


Todas estas obras se publicaron en la segunda mitad de la década de los años treinta y a lo largo de la de los cuarenta y, siendo muy diferentes entre sí, todas pueden considerarse literatura de viajes romántica.

¿Es posible que en tiempos de Mesonero ningún extranjero nos hiciera un retrato fiel? Él solo menciona una excepción, un autor que pintó con objetividad y precisión la España que visitó y que supo consignar sus muchas mejoras y notable crecimiento en los años transcurridos desde la primera edición de los Recuerdos de viaje. Ese autor es Alfred Germond de Lavigne, autor del Itinéraire de l'Espagne et du Portugal28 que, a juicio de Mesonero, «es sin disputa el mejor, o más bien el único de los extranjeros que han consignado una descripción completa y acabada de nuestro país en su estado actual»29.

¿Qué tiene de particular la obra de Germond de Lavigne?: Que no pertenece a la literatura de viajes romántica. Pertenece a esa otra literatura de viajes antes mencionada, que integran las guías, los itinerarios, los manuales. La obra de Germond de Lavigne es una guía exhaustiva que contiene rutas, planos y mapas, y en la que se proporciona a los viajeros avisos y consejos útiles sobre pasaportes, aduanas, medios de transporte (ferrocarriles, diligencias, posta, barcos de vapor), hoteles, monedas, sistema métrico, servicio de correos y telégrafos, datos precisos de carácter estadístico, un glosario de términos españoles y cuanto pueda parecer necesario que conozca el viajero transpirenaico que se interna en nuestro país. Una espléndida guía, en suma, que pretende la máxima objetividad, sin el menor atisbo pintoresco, costumbrista, humorístico o autobiográfico por parte del autor.

A escribir esos libros de viajes deberían limitarse los extranjeros, parece decir Mesonero. O a no escribir ninguno, como se desprende del elogio que hace, en el artículo de sus Escenas matritenses «La casa de Cervantes», del «caballero Roberto Welford, joven inglés de ilustre nacimiento, y uno de los poquísimos extranjeros que visitan nuestra España con sólo el objeto de verla».

En conclusión

Se hace así patente que la inquina de Mesonero Romanos hacia los viajeros franceses se debe a su personal incomprensión del espíritu que los inspiraba. Su apego a la realidad objetiva, que solo los nacionales tenían derecho a caricaturizar, le impidió comprender la subjetividad romántica y, en consecuencia, admitir que la literatura había cambiado: que venía cambiando desde finales del siglo XVIII; que los nuevos vientos que soplaban se estaban llevando consigo el antiguo ideal de un arte que reflejase fielmente la realidad externa al escritor, sustituyéndola por la pintura artística de lo que esa realidad suscitaba en el interior del artista; que esos vientos habían traído una bocanada de subjetividad que anteponía las vivencias personales a la imagen objetiva del mundo circundante.

En conclusión, que la razón por la que Mesonero atacó repetidamente a aquellos «viajeros transpirenaicos» que transmitieron una imagen de España creada por ellos mismos no fue solo patriótica o nacionalista (en este sentido podría hablarse de Romanticismo), sino que ese rechazo procedía de su incomprensión del espíritu romántico, que percibía la realidad objetiva a través del filtro de la subjetividad del artista y transformó el arte literario, al que también pertenece la literatura de viajes.

Referencias bibliográficas

  • BEAUVOIR, Roger de (1844): La Porte du Soleil, Paris, Dumont.
  • BORROW, George (1845): La Bible en Espagne [en francés, a partir de la 3ª edición inglesa], Paris, Amyot.
  • CHALLAMEL, Augustin (1843): Un été en Espagne, Paris, Challamel.
  • DESBAROLLES, Adolphe (1862): Deux artistes en Espagne [illustrés par Eugène Giraud], Paris, G. Barba.
  • DUMAS, Alexandre (1847-1848): Impressions de voyage. De Paris a Cadix, Paris, Garnier.
  • GERMOND DE LAVIGNE, Léopold-Alfred-Gabriel (1859): Itinéraire descriptif, historique et artistique de l'Espagne et du Portugal, Paris, Hachette.
  • GUILLAUMIE-REICHER, Gilberte (1935): Théophile Gautier et l'Espagne, Paris, Hachette.
  • OCHOA, Eugenio de (1843-1844): «El español fuera de España», en Los españoles pintados por sí mismos, Madrid, I. Boix, tomo II, pp. 442-451.