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ArribaAbajoLa compra de la casa


    «No todo lo que es brillante
Riqueza al avaro ofrece;
Oro la alquimia parece;
Vidrio hay que imita al diamante».


TIRSO DE MOLINA.                


Nada hay tan lisonjero para un honrado tendero de esta villa como la idea de invertir en una casita propia el resultado de sus cálculos y combinaciones sobre el queso de Rochefort y los barriles de Málaga. Mientras éstos sólo le produjeron el ahorro de un millar de pesos, limitó sus proyectos a enriquecer su almacén y dar mayor ensanche a sus negociaciones; lisonjeado por el éxito de éstas, alquiló una espaciosa tienda y la embelleció con cristales y columnas, al paso que abandonó la antigua manía de tener siempre el mejor género; los hombres son niños grandes y pagan más caro lo brillante que lo bueno.

Este cálculo se hizo nuestro almacenista, y una continua lluvia de plata y cobre, cayendo armoniosamente en el cajón del mostrador, fue trasformada por él, con el mayor sigilo, en sendas onzas de Carlos III, escudos y doblones de nuestro monarca actual.

¡Qué plenitud de contento equivale al de aquél cuando, cerrada la tienda y despachada la familia a una merienda en el Canal, se entregaba los domingos a sus anchuras al arqueo de su caja! ¡Qué invenciones tan peregrinas para ponerla a cubierto, no tan sólo de la vista de los extraños, sino de las sospechas de los propios! Porque a nuestro hombre no se le ocultaba que los enemigos domésticos son los más temibles para el caudal, y que las necesidades o exigencias de su esposa y de sus hijos podrían crecer al compás de sus talegos. Así que él mismo se los cosía y recortaba, colocándolos luego en los sitios más excusados; y hubiera deseado que existiese moneda equivalente al valor de todos ellos, para llevarla siempre consigo con el mayor disimulo; pero ya que esto no podía ser, las había reducido al menor número posible de fracciones, todas de ley y peso conveniente, y de sonido más grato a sus oídos que romance de Bellini cantado por la Meric Lalande.

Satisfecho, pues, con su incógnito monetario, aparentaba con todos la mayor escasez, negando siempre tener el menor fondo de reserva, si bien por otro lado no dejaba de calcular que su dinero, así arrinconado, nada le producía, y se hallaba además expuesto a un caso fortuito de incendio, robo o cosa tal. Así que, después de muchas noches de desvelo, vino a resolver que sería lo más conveniente emplear su capital en una casita asegurada de incendios, en el casco de esta villa, con lo cual se proporcionaría multitud de goces y privilegios, amén de un cinco o seis por ciento, rédito de su capital.

Vivamente afectado con tan feliz idea, se levantó una mañana, y su primera diligencia fue correr a suscribirse al Diario de Avisos, con el objeto de ponerse al corriente de todas las ventas a pública subasta, ya en virtud de providencia, ya a voluntad de sus dueños. Embebido desde entonces en esta grata lectura, solía pasar los dos tercios de la mañana; luego se ponía su sombrero, y envuelto en su astrosa capa, dirigíase a la casa en venta, y la miraba con disimulo desde el portal de enfrente; después subía la escalera y llamaba en todos los cuartos con cualquier pretexto para reconocer lo que podía del interior; en seguida iba a la escribanía por donde se verificaba la subasta a ver el expediente, y desde allí pasaba a la contaduría de aposento a reconocer los planos de Madrid; con cuyas noticias, malas o buenas, no dejaba de consultará un aprendiz de arquitecto, corredor de ventas, el cual siempre le daba las mejores ideas de la casa, aunque no fuese más que por cobrar su tanto por ciento de comisión; pero al tratarse de tocar a sus monedas, faltábale a nuestro hombre la resolución y dilataba el plazo para ocasión más oportuna.

Por último, llegó un día en que el anuncio de una venta en la calle de la Palma Alta vino a despertar sus ideas adquisidoras; la sola consideración de poseer una casa en la calle en que había nacido bastaría a decidirle, si las seguridades de su arquitecto, las invitaciones del escribano y los respetuosos homenajes de los inquilinos, que desde el primer día le saludaron como a su futuro casero, no hubieran añadido a sus deseos una fuerza irresistible.

La casa se vendía en virtud de mandamiento judicial y para pago de acreedores, los cuales en vano habían esperado postores que hiciesen subir su valor; si hubiera estado situada en la calle de Carretas, de Alcalá, o cosa tal, millares de comerciantes ricos, americanos emigrados, o compañías revendedoras se hubieran apresurado a doblar su tasación; pero como era en la calle de la Palma Alta, todos la desdeñaban, y solamente nuestro tendero tenía empeño en poseerla.

No dejó de conocerlo el escribano, el cual lo trasmitió a los acreedores, manifestándoles el único medio de sacar partido del entusiasmo de nuestro comprador; y con efecto, llegado el día de la subasta, verificada en el piso bajo de las Casas Consistoriales ante la presencia judicial, el honrado tendero, que creía hallarse solo, vio con sorpresa un banco entero de oposición, cuyos individuos se empeñaban en pujarle siempre mil reales más; y en los intermedios de los pregones, hablaban entre sí, ponderando las cualidades de la tal casa, y manifestando su empeño en llevarla; pero mi tendero, rascándose la frente y tentándose el garguero, pujaba más, y ya la mayor parte de aquéllos se iba retirando, fingiendo sentimiento por la derrota; sólo quedaba uno, más obstinado que los demás, el cual, fijo en sus mil reales más, hizo desconfiar al pujante tendero de vencerle, y por fin, con harto sentimiento se determinó a cederla; pero no bien habían salido de la subasta, cuando llamándolo el nuevo dueño de la finca, le hizo presente que él había hecho la puja por encargo; pero que si tenía fuertes deseos de la casa, estaba resuelto a cedérsela, aunque hubiera que dar algunos guantes a su principal, pues no podía ver padecer al prójimo. El buen hombre, que oyó que por un par de guantes tendría la casa, al momento iba a darle los suyos (que eran por cierto de punto de estambre azul con ribetes blancos); pero el otro le hizo ver lo que él llamaba guantes, y no hubo más remedio que transigir con él en medía docena de medallas de pelucón.

Después de éste vinieron los gastos de escritura, alcabala, hipotecas, arquitecto consultor, reconocimiento de títulos, etc., etc., lo cual iba haciéndose sentir terriblemente en el archivo numismático del tendero. Pero todo lo dio por bien empleado cuando con toda la solemnidad legal se vio investido con la autoridad de propietario, dándosele a reconocer a los inquilinos como único dueño de la finca, a quien debían acudir con el pago de sus alquileres, en seguida abrió y cerró puertas, y paseó las habitaciones, echando fuera las gentes que dentro estaban haciendo otros actos de dominio no turbado ni contradicho, con lo cual se le dio la posesión en forma.

Al siguiente día abrió su tribunal en la trastienda de su almacén, para oír y juzgar las reclamaciones de los inquilinos; las cuales estaban reducidas a pedir rebajas en los precios y varias obras de comodidad; sin embargo, el tendero, por un sistema de compensación, tuvo por más prudente desestimar las obras y sólo proveer a la subida de precios con arreglo al presupuesto de productos que él se había formado al comprar la casa. -En vano los inquilinos intentaron reclamar aquella violación de su derecho; la autoridad de un dueño nuevo es terrible, y nada pudieron lograr; pero deseosos de vengarse del todo, fueron tomando la determinación de dejar la casa quedando a deber dos, tres o más meses de alquiler; con lo cual tuvo el propietario que entablar tantas demandas como inquilinos eran, y luego otras tantas como plazos les señalaron para pagar, con cuyos gastos vino a duplicar el importe de las deudas. -Por otro lado, los vecinos, esparcidos por aquellos barrios de Monserrat y del Hospicio, desacreditaron la casa vieja y el casero nuevo en términos, que en vano éste había gastado ya cinco cuadernillos de papel para poner en los balcones la seña del alquiler, y diez pesetas en anuncios del Diario, porque nadie parecía a pretenderla, con lo cual su autoridad dominal venía a quedar puramente nominal.

Nada de esto sabía bien al nuevo propietario, tanto más, cuanto que el pago de la contribución de frutos civiles, regalía de aposento, farol y sereno, censos y demás cargas eran invariables, ya estuviese alquilada, ya no; y por otro lado, los actuales inquilinos (que eran los ratones), además de habitarla gratis, minaban los cimientos y destruían el edificio; así que, convencido por estas circunstancias, por el ejemplo general de refundición, por las invitaciones de su esposa, y más que todo, por los cálculos moderadísimos de su arquitecto, determinó reformar su casa, dándola el aspecto de la novedad y de la frescura.

Dicho y hecho; plan de tintas de colores, licencia, cálculo de ganancias, presupuesto de gastos; todo se formó en un instante, y la obra empezó bajo la dirección del consabido. Abajo el tejado; piso tercero, cuarto, buhardillas... Pero ¡qué desdicha! a los primeros golpes húndese una viga y el pavimento del segundo se desploma detrás; el principal, como si hubiese aguardado esta señal, verifica la misma operación. -Pues, señor, ya nos encontramos en la tienda sin necesidad de bajar escaleras. -¿Qué se hará? ¿Qué no se hará? -Y estando en esto, los cimientos flaquean, la fachada se inclina, y por mucha prisa que los obreros se daban para aligerar, una nube de polvo, deshaciéndose en las nubes, dejó ver al segundo día el ancho boquerón en que fue la casa, cubierto de vigas y de cascotes.

Ya tenemos a mi señor de obra en el caso de edificar una casa de nueva planta, cuando sólo pensaba reformar la antigua, para lo cual contaba con los fondos suficientes. Estos quedaron consumidos en sacar los nuevos cimientos; en vano acudió a la enajenación de efectos y alhajas; todo ello bastó para elevar el primer piso; empeñado en su empresa, recurre a los prestamistas, los cuales le adelantan lo suficiente para elevar el segundo, bajo la garantía e hipoteca del principal; por último, una comunidad de monjas se le opone a la elevación del tercero, por sobreponerse a las paredes de su huerta. No le queda más arbitrio al nuevo propietario que subdividir en muchas habitaciones los dos mil pies de terreno que posee, y siguiendo la regla de las monteras, asigna a cada una lo estrictamente necesario para poder vivir inquilinos liliputienses, si bien gastando en puertas y ventanas más de un año del alquiler.

Pero concluida que fue la casa, y colocada en el caballete del tejado la cruz de siete brazos y siete banderas, empezó a disfrutar los placeres consiguientes a la calidad de dueño que tanto había deseado.

Entonces observó la puntualidad y buenos mudos de los vecinos para pagarle su alquiler; la tolerancia de las contribuciones; las multas improvisadas; la sencillez y la moderación de las cuentas de los albañiles y vidrieros, carpinteros y soladores; la entretenida historia de las demandas de despojo, las divertidas comparecencias judiciales; los términos por equidad; los mandamientos de amparo; y tantos otros incidentes como dan grata ocupación a los caseros y campo al ingenio de los inquilinos de Madrid.

Mas lo peor del caso fue, que la señora tendera y las niñas, luego que se vieron con casa propia, dijeron con resolución: «No más mostrador»; y fue tal su energía, que consiguieron determinar al amo de casa a trasladarse a vivir al cuarto principal de la propia. Con todas estas bajas, los empeños contraídos, lejos de disminuirse, fueron en aumento con los intereses anuales, en términos que, a vuelta de algunos años, el hipotecario, observando que su crédito ascendía ya al valor de toda la finca, la reclamó judicialmente y le fue adjudicada.

De esta manera desapareció el tesoro del almacenista, cual precioso monumento extraído sin precaución de las ruinas de Herculano, que se deshace y evapora a la sola impresión del aire.

(Marzo de 1831)






ArribaAbajoLos paletos en Madrid


    «Juan Labrador, ¿qué os parecen
Los músicos?». -«Que son diestros;
Pero mejor me parecen
De mi exido los jilgueros».


MATOS.                


El aire de corte es semejante al tufo en una pieza cerrada, que sólo le perciben los que vienen de fuera. Esta fría atención, estos estudiados modales, estas palabras vagas, este cortés egoísmo que llamamos buen tono y bien parecer, desconciertan sobremanera a los forasteros, y hacen formar distinto concepto de nosotros a aquellos mismos que, si nos vieron fuera de Madrid, quedaron prendados de nuestra amabilidad y cortesía. -¿Y por qué esta diferencia? Porque en la corte la fantasma del poder nos persigue constantemente, obligándonos a estudiar y medir nuestras palabras y acciones, congójanos con el temor de aparecer hombres vulgares; llena nuestras mentes de proyectos quiméricos y de esperanzas ambiciosas, y adormeciéndonos con ellas, nos hace desdeñar los sólidos caminos de la fortuna, por seguir los engañosos atajos del favor.

Sea, pues, ejemplo de estas verdades la familia de D. Teodoro Sobrepuja. Este caballero, a quien sus importantes empleos y comisiones delicadas habían ocasionado una enfermedad de pecho, que le redujo en poco tiempo a un estado lastimoso, viéndose precisado a buscar en los aires nativos el recobro de su salud, pasó a la villa de Olmedo, llevando consigo a sus dos hijos Carlos y Luisa, joven aquél de diez y ocho, y ésta de catorce años de edad.

La amabilidad de D. Teodoro y de sus hijos, y las muchas relaciones de familia que tenía en el pueblo, les sirvieron en términos que muy luego fueron el objeto de las atenciones y obsequios generales; pero más particularmente de parte de la familia de Patricio Mirabajo, el más rico hacendado de aquellos contornos, compañero de infancia de D. Teodoro, y cuya amistad llegó al extremo, que no contento con prodigarle toda clase de atenciones, no paró hasta llevársele a vivir a su casa propia, a fin de atender con más cuidado al restablecimiento de su salud. La mujer de Patricio, Aldonza Cantueso, mujer de un excelente fondo, aunque rústica sobremanera, y sus dos hijos Braulio y Feliciana, contribuyeron por su parte a hacer grata a los forasteros la estancia del lugar, de modo que, dilatándose ésta más de año y medio, recobró D. Teodoro, no tan sólo su perdida salud, sino aquel apacible sosiego del espíritu que huye de las ciudades, y sólo se encuentra bajo los humildes techos de la aldea.

Los jóvenes, por su parte, cuya tierna edad era la más a propósito para recibir las primeras impresiones del amor no pusieron cuidado en resistirlas; antes bien, dejaron crecer a la vista de sus mismos padres una pasión inocente que éstos se complacieron en fortificar, disponiendo, en consecuencia, los matrimonios de Carlos con Feliciana y de Luisa con Braulio, pero como todavía eran tan jóvenes, señalaron el plazo para de allí a tres años, que deberían reunirse en Madrid; y consolados con esta esperanza, aunque penetrados de sentimiento, regresaron D. Teodoro y sus hijos a la capital.

Fácil es de concebir la firmeza que resolución semejante podría mantener en el pecho de un hombre en quien la ausencia de la corte no había hecho más que adormecer las ideas de orgullo y de elevación; como también los vaivenes que durante tres años sufrirían los corazones de nuestros jóvenes en aquella peligrosa edad, y rodeados de los atractivos y seducciones cortesanas. Con efecto, el recuerdo de sus amores se debilitaba de día en día; pesábales ya el momento de escribir a sus amantes, y en el interior de sus corazones temían ver llegar el plazo de la entrevista. Don Teodoro, por su parte, ocupado en sus ascensos y engrandecimiento, apenas recordaba ya su compromiso, cuando una mañana la ronca voz de la señora Aldonza vino a sacar a todos de su distracción, y vieron con asombro a aquélla y sus dos hijos que entraban por la sala con la algazara y contento propias de personas sencillas y satisfechas.

Tan inesperada invasión no pudo menos de sorprender a. D. Teodoro y su familia; pero sobreponiéndose luego al primer movimiento de extrañeza, recordó aquél los inmensos favores que debía a sus huéspedes, y haciendo una violencia a su fisonomía y a su lengua, procuró recibirles con muestras de regocijo. Las parejas juveniles, observándose con desconfianza y curiosidad, tardaron aún largo rato en manifestarse; pero un resto del fuego de su antiguo amor, encendido a la vista de aquellas facciones, en otro tiempo adoradas, les obligó por entonces a hacer abstracción de trajes y modales, y sólo mirar el objeto de sus primeros amores, con lo cual pudieron entregarse a las demostraciones de su contento, demostraciones que se prolongaron todo aquel día.

A la mañana siguiente fue preciso condescender con el deseo de los huéspedes de dar una vuelta por calles y paseos, con lo cual empezaron éstos muy de mañana a destapar cofres y maletas y sacar de ellos los trajes de día del Corpus para presentarse en Madrid con el decoro conveniente. Pero el elegantísimo Carlitos, a quien toda la noche había traído desvelado la consideración de lo mucho que iba a padecer su vanidad, no perdía de vista aquella operación: asustado con los tales preparativos, corrió al cuarto de su hermanita, y arrojándose en una silla: -¡Ay, Luisita mía -exclamaba-, tristes de nosotros, acompañando a los lugareños! ¡Si vieras qué vestidos, qué telas, qué peinados! Sin duda que vamos a ser la burla de todo el Prado. ¿Qué dirán tus amiguitas las de Yerba-vana, que tan sublime concepto tienen formado de mi elegancia, viéndome hacer el amor a una paleta con el talle bajo el brazo, mantilla hueca y recogida a la garganta, bucles cortitos y peineta de a tercia, zapatos de tabinete y guantes de color de rosa? Y tú, por tu parte, ¿cómo, has de sufrir la risa del alférez de la Guardia, mirándote acompañar por un frac del año 12, sombrero ancho de copa, pantalón de punto ajustado, y botas de campana a la tombé?

-Sin duda, Carlitos -exclamaba Luisita sollozando-, sin duda que haremos con ellos un buen contraste, tú con tu levita de fantasía, y yo con mi cachemir ternó.

-Y papá, ¿qué papel va a hacer con sus dos veneras, acompañando a la señora Aldonza, de vestido de estameña y moño de calabaza?

-¡Oh! eso es insufrible, y yo voy a fingirme mala.

-Y yo también -decía Carlitos-; pero al llegar aquí, abren con estrépito la mampara, y se adelanta el triunvirato olmedino, ofreciendo el anacronismo más disonante en aquel primoroso tocador Psiché.

Sin embargo, los jóvenes cortesanos disimularon su extrañeza; pero no así los paletos, los cuales rieron a carcajadas al mirar el ajustado talle de Carlos y el elegante prendido de Luisita, mortificando a éstos con sus preguntas y algazara, no menos que al padre, que se presentó después; pero no hubo más remedio que hacerse una fuerte violencia y acompañarlos a paseo.

Pongo en consideración de mis lectores la extravagante caricatura que ofrecerían las tres parejas, así como también dejo considerar el efecto que en los recién venidos produciría la vista de tantos objetos extraños. Éste, a la verdad, era singular e incomprensible; v. gr., pasaron sin hacer alto por delante del hermoso edificio de la Aduana, y les llenó de admiración la fuente de la Mirablanca; vieron sin entusiasmo el Salón del Prado, y en las fuentes de Cibeles, Apolo y Neptuno, lo que más les admiraba era la anchura del pilón. Cada coche que pasaba era para ellos un suceso: las mujeres, madre e hija, agarraban a sus parejas respectivas, temiendo que las atropellasen, aunque fuesen a treinta varas de distancia, y el mancebo se quitaba cortésmente el sombrero, creyendo que los que iban dentro eran todas personas reales. A cada lugareño que pasaba iban a hablarle, tomándole por paisano suyo, y la vista de cada elegante les producía risas convulsivas y dichos nada corteses. Su marcha en la confusión del Prado era oblicua y desigual; quejábanse de las apreturas; distraíanse mirando atentamente a las caras de los paseantes; dejaban caer el abanico, los guantes, el pañuelo, y a cada objeto que les chocaba llamaban la atención de los demás señalándole con el dedo. Mas, en fin, cansados a la segunda vuelta, quisieron sentarse, no sin grave alivio de los acompañantes, que vieron disimulada por un momento su enfadosa publicidad.

De vuelta de paseo manifestaron deseos de beber, y D. Teodoro, venciendo su repugnancia, les hizo entrar en un café, donde pidieron limón y leche, y luego chocolate con bollos; y habiendo querido obsequiar Carlitos a Feliciana con un queso helado, ésta pidió al mozo un cuchillo para partirle.

Pasaron después al teatro a ocupar un palco, tomado de antemano; allí se echaron de brazos en la barandilla, y dejaron caer un anteojo perpendicular encima de la cabeza de un alguacil, con lo que llamaron la atención de toda la concurrencia, no sin grave bochorno de los dos jóvenes madrileños, que se escondían lo mejor posible.

La desgracia hizo que aquella noche acertasen a hacer la ópera de L'último giorno di Pompei, y si bien al principio la vista de las decoraciones y el ruido de la música y de los coros los tenía agradablemente entretenidos, no tardaron en empezar a bostezar, y al caer el telón al final del primer acto, cayeron también sus párpados, permaneciendo en tan envidiable estado hasta que la erupción del Vesubio, al concluirse la ópera, les hizo despertar asombrados, y figurándosela verdadera, corrieron a la puerta temiendo ser víctimas de aquella catástrofe.

Sería nunca acabar el ir refiriendo una por una las escenas grotescas que ofrecía la naturalidad de nuestros paletos, contrapuesta a la afectación de los cortesanos; por mi parte tuve motivo de ser testigo de alguna de ellas, por haberles acompañado, en calidad de amigo de la casa, a ver las curiosidades de Madrid, y preguntándoles después qué era lo que más les había gustado de ellas, me respondieron que en el Palacio la pieza de porcelana; en el Museo, el cuadro del hambre de Madrid; la vajilla de plata en el Casino; la campana china en el Gabinete de Historia Natural; en el Retiro, el ídolo egipcio de la fuente del estanque, y en la Armería, el espejo para curar la ictericia. En punto a paseos, dieron la preferencia a la Ronda, y de funciones teatrales, ninguna les agradó como la Pata de Cabra; lo demás todo lo hallaron mediano, y de ningún modo preferible a las bellezas de Olmedo.

No hay necesidad de decir que la ilusión de nuestros jóvenes madrileños había ido desapareciendo a medida que observaban estas cosas; pero dudosos sobre su futura suerte, y aún confiados en que la permanencia en la corte obligaría a los otros a mudar de inclinaciones, formaron empeño en inspirarles otras ideas; -inútil intento; -la sencillez de los naturales venía a descomponer todos sus planes. En vano los sastres y modistas acomodaron a sus cuerpos todos los caprichos de los figurines parisinos; la cabeza erguida y los brazos caídos dábanles el aspecto de un maniquí sin animación; en vano les enseñaban a pronunciar bien las palabras; su lengua, no sujeta, les hacía traición a cada momento.

Por último, un día en que todos manifestaban su mutuo descontento por lo inútil de estas lecciones, saltó la señora Aldonza, y dando rienda suelta a su mal reprimido disgusto, -«No os canséis, chicos (les dijo), que pa golver en ca e vuestro padre Patricio Mirabajo con los mesmos pecaos que trujisteis, eso me da que igais aches como que igais erres; y Dios en mis adrentos, que lo demás son sotilezas, con que no hay sino dejallo y no andarme con aquí te la puse, que lo mejor sólo Dios lo sabe; y como esas cosas podría yo contarles a los de Madril cacaso no entienden... ¡No sino úrguenme un tantico, y verán como todos tenemos nuestro aquel!... Y dígolo porque yastoy cansáa de tanto pedricarles de la pulítica, y dale con las cortisías, y torna con los filís, que así Dios me perdone como parecen saltarines de los cantaño bajaron a mi puebro... ¿Sus paece chicos (añadió encarándose con los madrileños), que los mi mochachos pa casarse nesecitan deprender toas esas estilaciones de la corte? Pues náa menos queso; porque ellos mientras Dios dé vida y salú a Aldonza Cantueso y Patricio Mirabajo, no han de apartarse dellos, agora se casen, agora no, que pa eso les himos parío y criao a nuestros pechos, pa que tengan cuidiao de mosotros desque lleguemos a viejos, y si lo contrario hicieren, para ésta (y besó la cruz) que no habían de llevar un chavo, casi es nuestra última y postrimera voluntá. Y esto mismo cuento de icirle a vuestro padre, y que o herrar o quitar el banco; y vosotros ya sabéis el camino de Olmedo, con que allí aguardamos la rempuesta».

Corridos y confusos quedaron los dos jóvenes con aquella inesperada proclama, y luego que quedaron solos, empezaron a reflexionar sobre su suerte; vieron cuán ilusorios eran sus proyectos de enseñar a sus amantes el aire de corte, cuando ellos mismos se verían precisados a olvidarle, si habían de casarse y vivir en Olmedo: preguntáronse mutuamente sobre el estado de sus corazones, y hallaron que no quedaba en ellos una chispa del amor primero; observaron la tibieza de su padre en recordarles el empeño contraído; y por último, llamaron en su auxilio las gracias de la señorita de Yerba-vana y del alférez de la Guardia, que acertaron a entrar en aquel momento. Don Teodoro, por su parte, acalorado por las reconvenciones de Aldonza, no tuvo reparo en anular el contrato, y los jóvenes renunciaron con gusto a una renta de diez mil ducados, por no verse precisados a salir de Madrid, así como los aldeanos resolvieron olvidar un amor que les ponía en peligro de tener que aislarse de Olmedo.

(Marzo de 1833)12




ArribaAbajoLa filarmonía

«La dulzura de la música es el único hechizo permitido que hay en el mundo».


FEIJÓO.                


«La música compone los ánimos descompuestos y alivia los trabajos que nacen del espíritu».


CERVANTES.                


El entusiasmo melómano producido a principios de este siglo por la fecunda lira del Cisne de Pésaro halagaba las imaginaciones europeas, harto fatigadas por las combinaciones de la política y los desastres de la guerra. Las artes encantadoras, que sólo crecen a la sombra de la paz, tornaban a ejercer su influencia en los corazones generosos; y el privilegiado Rossini, aún no bien salido de la infancia, acababa de fijar la atención general presentando en la escena veneciana, en el Carnaval de 1813, su famoso Tancredi. A los acentos del nuevo Orfeo respondieron todos los corazones: «desde el Dux hasta el último gondolero repetían involuntariamente su armonía, y las orillas del Adriático resonaban a todas horas «mi rivedrai, ti rivedrò». «Ni paró aquí (añadían los periódicos de aquella época) el triunfo del compositor boloñés; en menos de un año su magnífica producción dio la vuelta a Europa; sus cantos se hicieron populares y admirados en todas partes; así se oían en la capilla Sixtina como en las revistas de Hydepark, en los conciertos de Petersburgo como en los bailes de París».

Desde entonces los teatros líricos de Europa quedaron como avasallados al sublime genio que incesantemente les alimentaba con nuevas producciones, llenas de riqueza y de armonía; y si bien el nuestro, aún no restablecido de los efectos de una guerra devastadora, no pudo ofrecernos tan pronto una producción del compositor del día, no por eso su música era desconocida en esta capital, en cuyos salones resonaba con el merecido aplauso.

-El ajuste, de las señoras Moreno y de otros artistas españoles para los teatros de Madrid vino a ofrecer la posibilidad del espectáculo lírico, y aun de la ópera Rosiniana, siendo La Italiana en Argel la primera de éstas que oyó el público madrileño en la noche del domingo 29 de setiembre de 1816, con motivo del augusto enlace de nuestro soberano con la reina doña Isabel de Braganza. El entusiasmo inexplicable que aquella brillante producción causó en esta capital fue un anuncio de los gratos momentos que el público matritense podía esperar del autor del Barbero de Sevilla; mas por entonces hubo de contentarse con algunas óperas de otros maestros, porque la escasez de la compañía lírica no permitía funciones de gran desempeño. Esta misma razón, sin duda, fue la que motivó que la señora Lorenza Correa, que acababa de contribuir en los teatros extranjeros a la gloria de Rossini, no se determinase a dar en Madrid ninguna de sus óperas, contentándose con hacernos conocer el Di tanti palpiti y Una voce poco fà, que colocó en las óperas tituladas Los Pretendientes y No se compra amor con oro.

Sin embargo de la escasez del espectáculo, no fue perdido para un público naturalmente filarmónico, y a medida que aquél iba adquiriendo vigor, veíase desterrar entre los aficionados el estilo monótono y amanerado de la antigua escuela, para dar lugar al sentimiento y vida de la nueva. La afición del público iba creciendo al par que sus conocimientos, y era menester complacerle si se quería dar calor a aquel movimiento. La empresa teatral de 1821 hubo de pensar sin duda de este modo, decidiéndose a volver a presentar a los madrileños el espectáculo de la ópera italiana, de que aun se conservaban reminiscencias, aunque remotas. Para ello contrató una compañía, compuesta de profesores distinguidos, tales como Mari, Capitani, Vaccani, etc., y a ésta fue a quien debió Madrid el conocimiento de las obras más escogidas de Rossini y demás célebres compositores modernos, cuyas bellezas acabaron de fijar su natural predilección por la música y le fueron un manantial de placeres. Muchos arios pasarán sin que olvide el delirio que la infundía Tancredo en la peregrina voz de la señora Adelaida Sala o García de Paredes en El Barbero de Sevilla.

Siguió así la ópera, más o menos boyante, hasta que en 1825 se ajustó la compañía Montresor, desde cuya época no fue una afición la del público, sino un furor filarmónico. El mérito de los cantantes, la nueva pompa con que se exornó el espectáculo, lo escogido de las funciones que se presentaron, fueron cosas de trastornar todas las cabezas, y llegó a tal punto el entusiasmo, que no solamente se les imitaba en el canto, sino en gestos y modales; se vestía a la Montresor, se peinaba a la Cortessi, y las mujeres varoniles a la Fábrica causaron furor todo aquel año. Tan poderoso es el prestigio de la novedad, y tan dominantes los preceptos de la moda.

La exigencia del público, creciendo desproporcionadamente, no se contentaba ya con artistas medianos. Fue preciso presentarle los de primer orden; y las célebres Corri, Cesarí, Albini, Lorenzani, Tossi y Meric Lalande, y los señores Maggioroti, Piermarini, Galli, Inchindi, Passini y Trezzini, con tantos otros como, siempre ascendiendo, hemos visto después, han necesitado toda la extensión de sus talentos y, la perfecta ejecución de las obras más clásicas de Rossini, Pacini, Meyerbeer, Mercadante, Morlachi, Carnicer, Donizzeti y Bellini, para sostener la afición del público y excitar su entusiasmo hasta el punto que, al concluirse el año cómico de 1831 con la despedida de la señora Adelaida Tossi, faltó poco para que los partidos encontrados de Tossistas y Lalandistas consiguiesen sembrar una eterna discordia en nuestra sociedad madrileña.

Tan imposible era ya hacer subir de punto aquella exageración, que necesariamente tenía que empezar a declinar; y así es que en el año último puede decirse que ha entrado la ópera en el período de su decadencia, de que sólo han podido retraerla algunos instantes los extraordinarios recursos artísticos de la señora Meric Lalande. En vano los entusiastas o intolerantes exclaman que los artistas no son nuevos y las óperas no bien escogidas; en vano buscan a su tibieza causas ulteriores; el mal está en su imaginación. Satisfecha ésta con el continuado alimento musical, y pasado también el influjo de la moda, ha llegado a mirar con indiferencia lo mismo que en otro tiempo la entusiasmaba; y por otro lado, después de escuchar Semiramide, Mosè, L'Ultimo giorno di Pompei, Il Crociatto, II Pirata y La Straniera, ¿qué otras composiciones podrían buscarse para excitar su admiración? Por esta sencilla razón sería de desear que la exigencia filarmónica hiciese un alto para mecerse agradablemente, sin un furor imposible de perpetuarse, en el ameno campo que la ofrece la rica fantasía de los compositores y la extraordinaria habilidad de los cantantes del día.

Esta dilatada educación musical, unida a la particular disposición de los filarmónicos españoles, han producido entre nosotros tan notables aficionados, que pueden hacerse oír con placer aun después de los célebres profesores que hemos visto en el teatro. Reconocida generalmente la superioridad de la música italiana sobre la insulsa pesadez de los romances franceses, que antes ocupaban nuestros salones de buen tono, viose en ellos campear la verdadera escuela de canto, si bien modificada cada año a la manera del modelo que se ostentaba en las tablas; así que alternativamente hemos observado reproducidas con una admirable fidelidad la arrogante determinación de la Albini, la tranquila corrección de la Lorenzani, la expresión romántica de la Tossi, y hasta la voz ahogada de Montresor, las prolongadas fioriture de Vaccani, y la tal vez nasal entonación de Galli.

Ocasión era ésta (si yo pretendiera tener vinculada la risa de mis lectores) para trazar un cuadro, si bien fantástico, si bien exacto, de nuestros filarmónicos de salón, poniendo de manifiesto las intriguillas que parecen anejas al ejercicio del arte, los desentonos de la armonía, las disputas de los acordes, las encontradas vociferaciones de los unísonos, y las intenciones menguadas de algunos virtuosos. ¡Qué festivos matices no podrían suministrar a mi bosquejo las ronqueras improvisadas, las pérdidas de voz y las recuperaciones repentinas, los descuidos con cuidado en más de un dúo, con el piadoso fin de perder al compañero; las expresivas miradas y suspiros en otro, las gratas palabras de «cara inmaggine; mio dolce bene; tenero oggeto; bel'idol'mio; abbi pietà di me», tan dulcísimamente deslizadas de ciertos labios como benévolamente acogidas por ciertos oídos; las imprecaciones a un padre tirano, prodigadas tal vez en su presencia, con notable entusiasmo suyo, o bien la letra de l'inutil precauzione, fuertemente aplaudida por un bondadoso marido, o emitida con intención por una virgen de diez y seis.

En segundo término, y como formando el coro de mi festiva composición, osaría presentar a aquella cohorte parásita de aficionados orechianti, que, sin haber saludado los principios del arte, elevan o rebajan a su antojo las reputaciones filarmónicas, formándose en comisión de aplausos, y para los cuales las únicas bases del saber suelen ser la pujanza de la voz o los atractivos de una hermosa figura. En este número colocaría a aquellos que se sientan entre los cantantes y están siempre solícitos, ya a volver las hojas del papel, ya a despabilar las luces del piano, o repartiendo programas por la sala, o trasmitiendo, más o menos desfiguradas, las expresiones del maestro; los notificadores del «hoy no está en voz, no es de su cuerda, está cortada», y otras muletillas con que suele disimularse el haber cantado mal; los que tararean sotto vace la misma pieza que se canta; los que dan la señal de los «bravo, soberbio, admirable, encantadora», y otras expresiones a este tenor; los que arrojan a las plantas de nuestras actrices coronas de papel, o rompen en su obsequio los asientos del teatro; que conducen del piano a la silla a la amable cantatriz, envaneciéndose con los elogios que al paso recogen para ella; y tantos otros indispensables como forman el claro-oscuro de nuestras reuniones filarmónicas. -Pero tales observaciones, dando un aire satírico ami discurso, me harían aparecer dominado por el deseo de encontrar ridículos, y no es ésta mi intención, tratándose de un arte que ha llegado entre nosotros a una altura regular.

(Marzo de 1833)




ArribaAbajoPolicía urbana


    «Si por la laguna Estigia
Juró el Tonante hasta aquí,
Hoy jura por la marea
De las calles de Madrid».


D. JUAN DE IRIARTE.                


Uno de aquellos días felices en que el perfecto equilibrio de nuestros humores, ocasionado quizás por una buena digestión, suele inclinarnos a la satisfacción y al contento, haciéndonos mirar todos los objetos por el lado favorable, salí de mi casa sin destino fijo, y con la sola intención de ponerme en movimiento, dando al mismo tiempo ocupación a mi tranquila mente con la variedad de cuadros animados que ofrecen las calles de Madrid. Y como aquel día por fortuna todo me parecía bien, no es fácil formarse una idea de las sensaciones agradables que a cada paso experimentaba.

El cielo sereno y despejado el sol brillante, el ambiente apacible, me trasladaban en imaginación al clima delicioso de las orillas del Betis; el bullicio y animación de las calles divertía mi fantasía; todos los hombres me parecían contentos y corteses; todas las mujeres bellas, amables y satisfechas; sobre todo llamaban mi atención por su picante fisonomía los jóvenes de veinte a veinticinco, y ajustando las fechas, hube, de observar que todos ellos debían haber nacido desde 1808 al 14, lo cual me condujo a sacar la consecuencia de que la guerra de invasión en nada perjudicó a las fisonomías.

Llamó luego mi atención la multitud y belleza de las casas nuevas o reformadas, si no con la mejor voluntad de los caseros, por lo menos con notable complacencia de los inquilinos; consideraba después la garantía que a estas mismas casas presta la filantrópica Sociedad de Seguros, causa principal del embellecimiento de la población; miré con complacencia los edificios públicos destinados a establecimientos útiles y de nueva creación; recorrí los paseos que por todos lados adornan diariamente nuestra capital; vi sus plazas públicas despejadas de la insalubre suciedad que ocasionaba la venta de comestibles; observé mejoras en la limpieza; buena arquitectura en las fuentes y puertas modernas; gusto y elegancia en la innumerable multitud de tiendas y cafés; admirable provisión de comestibles en los varios mercados; comodidad incalculable, proporcionada por la multitud de mercaderes ambulantes que bajo distinto diapasón entonan sus géneros por las calles; belleza y baratura en los objetos artísticos expuestos en los almacenes; prueba incontestable de que hay literatura, en la multitud de carteles con letras de a medio pie que adornan las esquinas; decencia y lujo en los vestidos, carruajes y habitaciones, y mil proyectos útiles, en fin, para lo sucesivo, tales como el del alumbrado, conducción de aguas, magnífico teatro, y otros semejantes, de los cuales espera esta capital su futuro engrandecimiento. -Y animado por la contemplación de tantas bellezas, no pude menos de rendir en el interior de mi pecho el más sincero tributo de admiración y gratitud a las autoridades matritenses, que tanto se desvelan por la prosperidad de este pueblo.

El entusiasmo que aquel paseo había infundido en mí fue suficiente a hacerme tomar la pluma, y llamando en mi auxilio la musa de Chateaubriand, tracé las siguientes líneas: «¡Levanta la cabeza, corte de los dos mundos; levanta la cabeza y sal del abatimiento a que una mano extraña te redujo; desecha los tristes lutos, hijos de una guerra desastrosa, para vestirte de nuevas galas y primores. Tú eres la joya de la España; tú eres la palma del desierto, la fuente del arenal y la estrella, de la noche; como el fénix renace de sus cenizas, así tú más hermosa y brillante te presentas después de tus escenas lastimosas; viuda desconsolada, que se adorna con preciosas galas para obsequiar al nuevo esposo; tu conquistada belleza y los nuevos encantos que ostentas forman la dicha de la enamorado ausente, que vuelve a sus lares y se admira de encontrarte más joven y más bella que a su partida... Permite, ¡oh Mantua! permite que mi débil voz entone tus loores; permite que, enajenado con el suave ambiente de tu eterna primavera...».

Pero al llegar aquí, el espantoso ruido de un aguacero y granizo improvisados súbitamente, no sin grave riesgo de mis cristales, vino a distraer mi atención, y aun a arrancarme de mi amable éxtasis. Viendo, pues, que por entonces no me era tan fácil volver a él, y conociendo, por otro lado, que mi estómago pedía a toda prisa el calor que había subido al cerebro, me puse a cenar al ruido del chaparrón; que no hay cosa como cenar tranquilamente mientras silba por fuera la furia del Aquilón y el bramido del Noto.

Consecuencia inmediata de la cena fue quedar rendido al sueño, del que no volví hasta bien entrada la mañana siguiente; el frío intenso que sentía me hizo mirar el termómetro y vi que, por una de aquellas bruscas transiciones tan frecuentes en nuestra atmósfera, habíamos pasado en pocas horas desde doce grados sobre cero a tres por bajo, con lo cual no extrañé la fuerte tos que me molestaba, y que sin duda fue presagio de las malas aventuras que me esperaban todo el día. Mas, halagado con el recuerdo del anterior, y a pesar del aguacero, que había durado toda la noche y amenazaba volver a empezar, púseme en la calle con la idea de continuar mi paseo, a fin de concluir mi empezada jaculatoria.

Lo primero que desconcertó mi intención fue el inmundo lodazal de las calles, que no sabía cómo evitar, pues si buscaba las estrechas y remendadas losas, iba haciendo pasos vascos, impelido por la suavidad del lodo reposado sobre ellas; y si me salía al empedrado, siempre encontraba el medio de poner el pie en las frecuentes hondonadas y charcos. Leía los bandos fijos en las esquinas, y alababa las disposiciones que previenen a los vecinos barrer los frentes de sus casas; pero al mismo tiempo observaba la indolencia general en este punto, y no podía menos de irritarme al considerar este descuido en cosa de interés común, cuya ejecución debía ser voluntaria; y estando en estas consideraciones, vi desfilar delante de mí una multitud de mendigos, los cuales venían de recoger el segundo desayuno de un convento o de una fonda, sin que a ninguno le ocurriese ofrecer su servicio a los vecinos para dar cumplimiento al barrido de las calles.

El cielo en tanto se iba cubriendo de nuevo, y no tardó en romper en otro turbión, que a todos nos hizo aligerar el paso, pero en vano; a la lluvia por igual y goteada sucedieron muy pronto los asombrosos surtidores de los canalones de los tejados, los cuales, describiendo una curva perfecta, cruzaban sus aguas en las calles estrechas, y en vano el mísero transeúnte intentaba evitar su golpe, pues al menor descuido veíase aplanado y oía resonar sobre su sombrero la cascada de Aranjuez. -Muy luego, arroyos, más ríos que el Manzanares, se formaban en las calles, y si bien algunos puentes improvisados ofrecían su socorro mediante una corta y aun voluntaria retribución, eran de suyo tan débiles y vacilantes, que había mía probabilidad más que mediana de caer en el arroyo, lo cual no dejaba de divertir sobremanera a los grupos de mozos de cordel repartidos por las esquinas, que cargarían con media casa si alguno se lo mandase, y formaban escrúpulo en alargar su mano ni ofrecer el menor auxilio a los pasajeros.

Yo buscaba el número 4 de la calle de para tomar puerto en casa de un amigo, y no bien le hube hallado cuando, sin reparar apenas en lo inmundo del portal, infestado por los vapores que exhalaban los dos depósitos que hasta la presente parecen indispensables en la mayor parte de los portales de esta corte, y sin mirar tampoco lo empinado, estrecho y oscuro de la escalera, subí a tientas, y llamé en el cuarto que me figuré ser el del amigo; pero se me dijo que no era allí, y que tal vez sería otro número 4 que había enfrente. Atravesé corriendo la calle, subí a la otra casa (cuyo número por cierto estaba cubierto con una enorme muestra que decía: Halmacén de acey-te-vinagre, velas de sevoy demás comestibles), pero tampoco era allí, y sólo pude sacar en limpio que aun había otros dos números 4 en la tal calle.

Mohíno y enojado contra la numeración de las casas por manzanas, que tanta molestia me ocasionaba, continué la calle abajo, y me entré por el primer portal que encontré con aquel número; seguí largo rato su estrecha lobreguez, y ni él se acababa ni yo encontraba la escalera; en esto siento pasos precipitados detrás de mí; redoblo yo los míos, acábase el callejón, y me encuentro en otra calle distinta; con lo que vine en conocimiento de que aquello era un pasadizo formado, como la mayor parte de los de Madrid, por la unión de dos portales accesorios, aunque sin adornos de cristales y primorosas tiendas como los pasajes de París.

Desesperado con mis azares, y con la lluvia que aún proseguía, no sé qué hubiera dado por hallar un coche que me volviese a mi casa; mas para encontrarle hubiera necesitado ir a casa de los alquiladores, y alquilarlo lo menos por medio día, mediante la cómoda retribución de cuarenta reales, lo cual era peor que aguardar a que pasase la lluvia. Tuve, en fin, que tomar esta última determinación; mas por fortuna no tardó en despejarse el día, y por una extravagancia del temporal, muy conforme con las anteriores, ostentar el sol su brillo natural.

Volvió la animación de las calles, pero no volvió mi alegría, pues mis desdichas no desaparecieron con las nubes; distraído con las cavilaciones a que ellas me conducían, iba a torcer una esquina, cuando me miré rodeado de una docena de ligeros jumentillos que, recién aliviados de la carga de los costales de yeso, y animados por la flexible vara del mancebo que los presidía montado en el último término del más proyecto, no me dio lugar a defenderme en regla, sino grotescamente con manos y pie; recordando de paso al mozo con palabras harto duras la benéfica orden que les previene conducir su ganado sujeto a fila; pero aún estaba yo dirigiendo mi filípica, cuando, blandiendo la vara sobre los lomos de los pollinos, formó una densísima nube de yeso y desapareció con ellos, dejándome entregado al coraje y a una violenta tos, que muy pronto conjuró contra mí a todos los perros que han sobrevivido a la persecución judicial del verano pasado.

Salveme lo mejor que pude de aquellos peligros, pero fue para tropezar en otro, enredándome en una cuerda atada a un palo que había delante de una obra, y por pronto que quise salir, sufrí gran parte de la lluvia de cascote arrojado desde el tejado; apartéme de allí, y fui a dar cerca de una docena de picapedreros que estaban labrando las piedras para una obra, los cuales acertaron a asestarme un guijarro a un ojo, en términos que hube de permanecer tuerto por todo el día.

Tantos y tan graves contratiempos irritaron mi bilis en términos que todo me incomodaba; los gritos de los vendedores, agudos y disonantes; el descoco de las naranjeras; las ropas nada limpias puestas a secar en balcones y ventanas; los tocadores al sol en calles no muy retiradas; el humo de las hachas que acompañaron al Santísimo Viático, impreso a propósito en el quicio del portal; las rejas salientes que amenazan los hombros de los adultos y las cabezas de los chiquillos; las riñas de los aguadores en las fuentes para tomar vez para llenar; las carretadas de bueyes cargadas de carbón; las interminables filas de mulas conductoras de paja; los inevitables serones de los panaderos ecuestres; los muchachos que venden candela y suelen arrimarla al que no la solicita; los que salen en tropel de las aulas, o convierten la calle en público anfiteatro imitando la corrida de toros; los fogosos caballos de la brillante carretela que se dirige al Prado; la eterna pesadez de los simones, la silenciosa embestida de los bombés facultativos, y la vacilante dirección de los calesines. Todas estas y otras cosas que se me fueron ofreciendo a la vista en calles y paseos durante todo el día, acabaron. de completar mi disgusto.

Llegada la noche, tomé puerto en el teatro, en el cual no tuve otro contratiempo sino unas cuantas gotas de aceite que perpendicularmente me cayeron de la araña; y al volver a mi casa a la luz de los faroles (que sólo sirven para hacer visibles las tinieblas), iba buscando las calles más acompañadas, por hallarse ya cerradas todas las tiendas.

Mi desgracia iba como siempre delante de mí; cuándo me hacía tropezar con una muralla provisional de cascotes apilados, procedentes de una obra, y colocados a tres cuartas de la pared, entre la cual dejaban un estrecho callejón apenas suficiente para el paso de una persona; cuándo me lanzaba de pie en un montón de cal recién apagada; ora me enredaba en una fila de basuras colocadas en medio del arroyo con ocho horas de anticipación al acto de recogerlas; ora me ponía delante ciertos avechuchos nocturnos, cuyo mal aspecto y repugnante desvergüenza ofenden al pudor y la moral pública; por aquí me salía al paso una vacilante tertulia arrojada de una taberna; por allá oía aproximarse el ruidoso tren encargado de aquélla, parte más sucia de la limpieza; huyendo de su olorífica influencia en el acto solemne de sonar las once, me acogía a la otra acera, a tiempo cabalmente de recibir el rocío con que una amable deidad alimentaba los tiestos de su balcón; por último, un sereno que venía detrás entonó a este tiempo su agudísima y prolongada canción, en términos que, por miedo de que volviese a repetirla, le invité a acompañarme a mi casa, y fue lo único que hice bien en todo el día, pues al aparecer su farolillo a la entrada de cierta callejuela que teníamos que atravesar, vimos echar a correr dos hombres, que sin duda no eran muy amigos de las luces.

Libre ya, en fin, de los pasados sustos, y procurando hacerme superior a las encontradas impresiones, reflexioné las inmensas mejoras que el aspecto de nuestra capital ha tenido en pocos años; reconocí que ellas son causa de la exigencia actual sobre los inconvenientes que aún observamos, y cuyo remedio en un pueblo grande no es obra de un instante, y me dormí contento con la lisonjera perspectiva que el celo de las autoridades nos presenta trabajando en hacerlos desaparecer de día en día.

(Marzo de 1333)

NOTA. -Esta sátira del abandono y desaseo en que, por un inconcebible aunque arraigado descuido, yacía la capital del reino en la época a que se refiere, parece ahora demasiado blanda después de comparar aquel estado con el que ofrece actualmente, y que responde a la cultura de la población y al celo y diligencia de la autoridad municipal. Seguramente que el más apasionado del antiguo régimen y de los Ayuntamientos perpetuos, de los Corregidores golillas, de los protectores, de las tasas, abastos, gremios, ordenanzas y cédulas del Consejo no podrá negar que con todo este aparato y balumba de leyes y autoridades la municipalidad perpetua, sea por las causas que fuesen, hizo poco, muy poco de lo que reclamaban las necesidades de la población; y que sus calles y caserío, su pavimento, su alumbrado, sus paseos, sus mercados, cárceles, hospicios, teatros y cementerios ofrecían el aspecto más repugnante; aspecto que no recuerdan hoy y que no concebirían ya posible los mismos que entonces lo toleraban y defendían. -Algo, sin embargo, empezó a mejorar en los años últimos del reinado anterior, merced a las mayores exigencias de la época, a los esfuerzos de los particulares y al impulso que no podían menos de seguir el mismo Gobierno y autoridad. Don Domingo María de Barrafón, corregidor en aquella época, abrió y plantó nuevos paseos exteriores; atendió con celo a la mejora del arbolado, disponiendo la formación de un hermoso vivero, orillas del Manzanares; hizo construir algunas fuentes, y protegió el ensayo de alumbrado por el gas, que por entonces no pasó de ensayo. -Pero la verdadera época de reforma en todos los ramos de la administración municipal de esta villa data indudablemente de 1834 y 35, en tiempo de los nuevos Ayuntamientos, y sobre todo, del celoso corregidor don Joaquín Vizcaíno, marqués viudo de Pontejos.

Este distinguido funcionario (cuyo nombre no olvidará jamás la población de Madrid) fue el que inició el movimiento de progreso verdadero, de civilización y de comodidad; y sin ser hombre de grandes estudios ni superiores conocimientos, bastole la energía de su carácter, la penetración de su buen instinto, y la influencia y atracción que ejercían sus modales simpáticos y caballerescos, para emprender y plantear con buen éxito mejoras radicales, no solamente en lo material de la villa, sino en sus establecimientos más útiles y morales; mejoras que hubiera desenvuelto seguramente a no haber sido tan corto el período de su administración (dos años escasos), pero que han servido, a no dudarlo, de base para todas las infinitas realizadas después.




ArribaAbajoEl día de fiesta


    «Sin que pase la tarde
Decir no puedes:
¡Qué día tan hermoso!
Muchos como éste».


***                


-¿Muchacho?

-Señor.

-¿Son campanas?

-Sí, señor.

-Temprano la han tomado; ¡si apenas es de día!

-Es verdad; pero como hoy es una fiesta solemne, ya usted ve...

-Y qué, ¿es a fiesta ese tañido?

-Mire V., de todo hay; ésas que se sienten a lo lejos son las de San Ginés, donde se celebra el santo del día, y por eso tocan a vuelo, y las de más cerca son las de Santa Cruz, y tocan a muerto, sin duda por aquel droguero gordo de la calle de Postas, cuyo entierro se verifica hoy.

-Cierra, cierra bien los balcones; que voy a escribir.

-¿A escribir, señor? No verá V.

-Tanto mejor; con eso no sabré lo que me escribo y entraré en la moda del día. Ahora, pues, leamos despacio mis notas y escojamos materia conveniente... pero han llamado.

-Muchacho.

-Señor.

-Mira quién llama.V.

-Es el vecino de arriba, que va a caza y viene por V.

-¿A cazarme a mí?

-Quiero decir, a que V. le acompañe.

-Buenos días, Sr. Postas.

-Buenos días, vecino. ¿Qué tal? ¿He cumplido la palabra?

-Sí; pero, hombre, salir así, tan de mañana...

-Pues mire V., por mucha prisa que nos demos, ya llevaremos por delante cien escopetas, que habrán estado esperando a que abrieran las puertas.

-¿Conque, es decir, que habré de vestirme?

-De cualquier modo; míreme V. a mí, ¡qué sencillo! zapato blanco, botines de estezado, pantalón gris, chaqueta corta, sombrero de calaña, mi morral, mi frasco y... y nada más; lo que importa es ir ligero para poder andar mucho.

-¡Ah! ¿Con qué, en eso consiste la diversión? Pero... ¡Calle! ¿Otro convidado más?

-No, señor; es el vecino de la tienda, el Sr. Liga, que viene armado con su caña y demás arreos de pesca, para ver si me corría la delantera en llevarse a V.; pero, amigo, por esta vez chasco se lleva.

-Ya escucha V., Sr. Liga, mi compromiso; el señor Postas es más madrugador que V.

-No consiste en eso, señor vecino, sino en mi maldita caña, que he tenido que prepararla con todo cuidado por si acaso pica alguna pieza grande.

-Una ballena tal vez; ¿no es verdad, Sr. Liga?

-Vaya, señor vecino hay que venirse con pullas; que a las veces donde menos se piensa salta la liebre.

-Eso de liebre (replicó vivamente el Sr. Postas) me toca a mí, y salte ella una vez, que así se me escape a mí como por los cerros de Úbeda.

-Pues, señores, ya estoy vestido y a la orden de ustedes.

-Ahora falta que escoja entre los dos elementos.

-El caso es que yo creo que ambos son a cual mejor, y si pudieran reunirse, no encuentro motivo para separarlos.

-Dice muy bien el vecino; ¿hay más que marchar juntos, y allí donde atravesare el aire algún bulto, lucir usted su habilidad, Sr. Postas, y donde toparemos agua, sacar yo partido de la mía?

-Vamos, señores, vamos, pues, a nuestra anfibia expedición.

Esto diciendo, nos dimos a luz por las pacíficas calles, donde sólo encontrábamos a tales horas cual o cual lechero o buñolera, que preparaban con sus expeditos manjares el camino de la tienda de la esquina, que acababa de abrirse, y cuyo amo enjuagaba ya las copas del aguardiente.

La campana de una iglesia inmediata nos recordó que la primera obligación era la de oír misa; entramos en el templo; su inmensidad y silencio inspiraban recogimiento y devoción; el sonido de la campanilla; los trémulos pasos de algún anciano; la tos de algún otro escondido en las capillas; los fuertes golpes de pecho de un mozo, o el silbado rezo de una anciana sentada en el suelo, eran los únicos objetos que alteraban tal vez aquella sublime tranquilidad; y penetrado por ella, no pude menos de comparar tal espectáculo con el que algunas horas después ofrecería el mismo templo, henchido de gentes de todos sexos y condiciones, mezclados sin distinción, y más ocupados en ostentar sus gracias y sus adornos que en la contemplación del acto religioso.

Cuando salimos de la iglesia, ya las plazuelas iban llenándose de géneros y de compradores, siendo los encargados de las fondas los primeros que acudieron a hacer enormes provisiones, prueba no pequeña de la solemnidad del día; y en tanto que mis acompañantes empleaban algunos maravedises en pan y en frutas, compré yo disimuladamente unas perdices y unos peces dando encargo a un mozo que nos siguiera con ellos a lo lejos.

Saliendo después por la puerta de Toledo, nos dirigimos al Canal, con el objeto de realizar nuestra alternativa diversión; el Sr. Liga, en cuanto vio el agua, tomó su posición académica, enarbolando su caña, y el Sr. Postas echó a correr por los vericuetos con la escopeta al hombro; yo tomé asiento al lado del primero, con el objeto de ser testigo de sus triunfos; pero en los tres cuartos de hora que permanecí con él, sólo obtuvo por resultado una rana, un zapato y un pez, que me produjeron tres movimientos convulsivos de risa. Queriendo disimularla en lo posible, me alejé del vecino, fui a encontrar al lejano mozo, y le envió cerca del pescador con encargo de pregonar sus peces, entre tanto que me dirigía a buscar a Postas, cuyos repetidos tiros me daban la esperanza de una abundante caza.

La victoria, sin embargo, no correspondía a aquella salva, pues todo se redujo a un gorrión, que tasado por peritos, podría valer hasta ocho maravedises, a trueque de cinco reales muy cumplidos de municiones que iban ya consumidos. El héroe, sin embargo, no se desanimó, y viéndome venir redobló sus esfuerzos, sosteniendo con guardas y pastores tantas disputas como descargas hacía; pero observando yo lo inútil de su eficacia, resolví acudir al consabido expediente de llamar al de las perdices para que diese una vuelta alrededor del cazador.

Situeme después en un puesto distante, y según la señal convenida, llamé con la bocina a mis dos corsarios; no tardaron en llegar cantando victoria, ostentando con su aire triunfal sus presas, y contándome el pormenor de su captura; yo les felicité como debía; pero al preparar el almuerzo con ellas, no pude resistir a la tentación cruel de hacer presente al Sr. Postas que aquellas perdices habían sido cogidas con lazo, y aquellos peces eran de otra clase que los que se dan en el Canal: replicáronme fuertemente; aparenté convencerme; mas volviendo a sonar el cuerno, se presentó mi montero mayor con el resto de las provisiones. Dejo pensar el efecto grotesco que produciría su vista en ambos adalides, y sólo diré que, deseosos de recobrar su honor en el segundo ojeo, corrieron de nuevo a las armas, y me dejaron en disposición de volverme pacíficamente a Madrid.

Las nueve poco más serían cuando le atravesé de uno a otro extremo, y mientras lo hacía con todo despacio saboreando las diversas escenas que se presentaban a mi vista, sentime llamar por un amigo, que me seguía de cerca, el cual tomando la palabra, -¿Qué es eso, señor Curioso (me dijo), va V. recogiendo materiales para sus Escenas Matritenses? Pues algunos podría yo darle a usted; que también yo hago mis observaciones, y aun me precio de inteligente en el arte de Lavater. Y si no, ¿quiere V. que le diga el estado y las circunstancias de todos los que van pasando a nuestra vista? Pues óigalo V.

¿Ve V. aquel caballero tan bien portado, que corre diligente con un lío debajo del brazo, cubierto con su pañuelo? Pues ese caballero es un sastre que va a llevar la ropa a los parroquianos; diez y seis de ellos están esperándole sin salir de sus casas, y él no lleva recado más que para cuatro, con que los otros doce irán a reconvenirle al taller; pero él ha previsto ya este inconveniente cerrándole y marchándose a pasar el día al soto de Migas Calientes.

Ahora repare V. a esotro lado, y observe esa pareja que cruza delante de nosotros; media hora hace que salió la joven (que en su guardapiés de primavera, delantal negro, pañuelo amarillo y mantilla de sarga, muestra ser diosa de cocina) de una casa en la calle de la Magdalena, y al despedirse del ama, que la encargó que volviera pronto, respondió muy satisfecha: -«Descuide V., señora, en cuanto oiga misa». Pero al volver la esquina de la calle tropezó con aquel mancebo, que la esperaba, y aunque en todo este tiempo que van juntos han pasado por diferentes iglesias, en ninguna han dado muestra de entrar; y no es lo peor eso, sino que por el rato que va trascurrido, tendrá ya la muchacha que volver a su casa.

-¿Y a V. qué le importa -le repliqué yo a este punto-esa intriguilla escuderil? Eleve V. un poco su pensamiento, y repare, si es que ya no lo hizo, en esta mamá noble, que acaba de salir de su casa llevando delantero un pimpollo de muchacha; observe aquel cuidadoso descuido de su traje matutino, y cómo no ha temido su belleza a la peligrosa experiencia de la papalina rizada y pegadita a la cara; vea V. cómo ese pañuelito corto y recogido al cuello nos deja contemplar su talle delicado, y la botita de color su pie de cinco puntos; mire V. con qué gracia nos hace conocer que ya a misa, ostentando en las manos su devocionario, lindamente encuadernado a la Gauffré por Alegría o por Ginesta; pero, sobre todo, ¿a qué no adivina V. por qué vuelve la cabeza tan repetidas veces hacia nosotros? Pues no se esponje y envanezca, que no repican por él, y si no, torne V. su vista hacia ese joven militar con capote de harragán azul forrado de encarnado, que viene detrás de nosotros acortando sus pasos y como midiéndolos a un compás conocido, rizándose los bigotes y oblicuando sus miradas a la acera izquierda, por donde va la niña.

-¿Y cómo ha sorprendido V. su pensamiento?

-Muy fácilmente: observando que él salió de un portal de enfrente al mismo tiempo que ella de su casa, espiando después sus miradas de inteligencia, y... pero ¿a qué cansar? Sígales V.. si quiere, y por mí la cuenta si no les viere oír una misma misa. Mas no; déjeles V., y repare en ese joven que se adelanta hacia nosotros con su traje deslumbrante, como que conserva aún todo el brillo de la fábrica; contemple V. su atusado sombrero, todavía caliente de la plancha; su elevado corbatín; su lazo tan enigmático; sus botones de piedras de color; los sellos de similor purísimo; pues es un honrado ropero de la calle de Toledo, que va derechamente a hacer su visita matutina y en gran tren a su futura, la hija de madama Bobiné, modista de Orleans; pero antes reflexiona que será bien comprar unos guantes amarillos para mayor autorización de su blanca mano, y con efecto, entra en aquella mal cerrada guantería; mas ¡ay! que ése que ha entrado detrás de él es un alguacil; mucho me temo que al guantero le ha de costar diez ducados de multa el vender guantes el día de fiesta; verdad es que el día de trabajo nadie se los compra.

-No pierda V., por Dios (me dijo a este tiempo mi amigo), el espectáculo de ese coche simón, nuevo caballo troyano, en cuyo seno han encontrado cabida hasta once cabezas entre chicas y grandes, formando un grupo piramidal en forma de caricatura, a cuyo pie podría escribirse: Una Boda del Barquillo. La novia es una tabernera de la calle de San Antón, y el novio un alojero de la de San Marcos; el padrino, que es un tocinero rico de la Costanilla, ha tomado el coche para todo el día, con el objeto de pasear la boda por las calles y saludar a todo el mundo; pero como las mulas son algo flacas y la carga demasiado gruesa, y como por otro lado han tomado la precaución de emborrachar al cochero de aquí viene esa marcha oblicua y desigual que V. observa, y que concluirá por dar con la boda en el suelo, no sin grave contento de curiosos y muchachos que acompañen con sus silbidos los lamentos de los contusos.

Con estos y otros espectáculos, eran las once cuando llegué, a mi casa, y al pasar por delante de la tienda del señor Liga observé a un mancebo muy agraciado que estaba a la puerta haciendo sonreír a la esposa de aquél, con lo cual no pude menos de exclamar: ¡Cosas del mundo! ¡Su marido acaso no habrá sacado aún un pez, y a ella, sin buscarlos, se le vienen a la mano!

Subí, diciendo esto, a mi cuarto, cuando sentí abrir la puerta de mi vecino el Sr. Magnífico Pabón, cuyo criado, cuadrándose en la escalera, preguntó: -«¿Es el peluquero de su señoría?». -No, amigo, le contesté; pero, según el tufo de esencias que me ha dado al pasar, juraré que le dejó a la puerta de la tienda, componiendo una receta de mil flores; y así era verdad, pues a este tiempo subía ya el mancebo, preparando los peines al son del romance francés de Le Trouvadour.

Encerrado, por fin, en mi cuarto, me proponía aprovechar el resto de la mañana en disponer mi artículo; mas no bien lo empezaba a hacer, cuando entró por la puerta el Sr. D. Magnífico en persona, radiante como un reverbero, que iba a la corte con su uniforme nuevo; propúsome acompañarle para hacer después juntos varias visitas; acepté el ofrecimiento, y henos aquí caminando a Palacio por entre una multitud de carruajes de todas edades y condiciones, y de otra aun más numerosa de pedestres en canillas, cuya vista fija en los pies se hallaba ocupada en defender las nacaradas medias de la inmunda profanación del lodo.

Llegados a Palacio, subió mi compañero, y yo marché a esperarle en casa de un amigo, donde no tardó en llegar, con lo cual empezamos nuestras visitas de buen tono; pero tuvimos la suerte de despacharlas pronto, porque las señoras habían salido, cuál a la misa de la tropa, cuál a la de las dos en el Buen Suceso, cuál a la revista en el Prado, y cuál, en fin, a otras visitas, y esto me convenció de la ventaja de hacerlas en día de fiesta. A todo esto eran ya las tres, y por indicación de D. Magnífico, y aunque no teníamos necesidad de ello, atravesamos a lo largo la calle de la Montera, en cuya acera izquierda se hallaba reunida a aquella hora, entre sol y sombra, la flor y la nata de la andante caballería, y al pasar por aquellos grupos, no pudo prescindir mi vecino de bajar el cristal y sacar por el ventanillo la mano a de su uniforme, con lo cual quedó satisfecho de haber fijado la conversación general por cinco minutos.

La tarde de un día de fiesta necesitaría por sí una prolija descripción, en que podría lucir el pintor el efecto de los contrastes. Pintaría de un lado a una buena parte de la multitud, piadosa y recogida, poblando las iglesias para asistir al jubileo o al sermón, en tanto que otra gran parte del pueblo corre bulliciosa a los circos a presenciar las gracias de un novillo o las desgracias de un volatín; opondría la variedad y la alegría de los retirados paseos, tales como la pradera del Canal, la Florida, la Virgen del Puerto, la Fuente Castellana y otros así, en que las meriendas improvisadas, las danzas provinciales y los juegos bulliciosos ofrecen una animación exagerada, y aun peligrosa algunas veces, a la prosopopeya uniforme de los paseos de buen tono, como el Prado y el Retiro; las ruidosas disputas de las tabernas y las acaloradas discusiones de los cafés; la complacencia extraordinaria de los espectadores de la escena muda del descuartizado, ejecutada por el primer fantasmagórico español, o de los azares de D. Simplicio Bobadilla, y la fría indiferencia de la sociedad altisonante escuchando pocas horas después el Cid de Corneille o el Pirata de Bellini. Esto me hizo repetir la observación que alguno ha hecho antes que yo, a saber: «Que las fiestas son variedad en el aburrimiento del rico, consuelo y verdadero placer del pobre».

Tarareando aún el rondó final de la ópera regresé a mi casa para descansar de una vez; pero me hallé con un nuevo suceso, que vino a distraer mi atención, y fue que, al entrar en mi cuarto, me hallé tendido al Sr. Postas llorando su desventura.

-¿Qué hay, Sr. Postas? ¿qué llanto es ése?

-¡Pobre de mí, señor vecino; pobre de mí, que he ido por lana y vuelvo trasquilado!; quiero decir, que salí de mi casa a cazar sin haberlo conseguido, mientras que otro ha cazado en mi casa todo lo que había en ella.

-¡Qué desgracia!

-Verdad es que no había nada; pero menos he hallado yo fuera, como no sea este fogonazo que me ha abrasado media cara.

-Vaya, consuélese V.; podrá ser que... pero ¿qué voces son estas que se sienten arriba?: «¡que me mata, vecinos!». ¿Qué es esto?

-Nada, señor vecino, no se asuste V., será el tío Curro Cariñena, el oficial de zapatero que vive en la buhardilla de la esquina, que vendrá con el refuerzo acostumbrado en tales días, y tratará de disculparse con su mujer dándola de palos.

-¡Infeliz! Vamos a socorrerla.

Hicímoslo, en efecto, no sin grave trabajo, y dejando al Sr. Postas en su habitación, torné yo a la mía para acostarme, como lo hice, procurando desechar penas y enojos; pero el ruido del baile que aquella noche daba don Magnífico, pared por medio de mi alcoba, no me dejaba sosegar un momento, haciéndome renegar de mi vecindad y del día de la fiesta, cuando de repente siento una agitación universal en toda la casa, y entre carreras y gemidos llegan a mí las voces de «¡fuego, fuego!». -Salto precipitado de mi lecho, corro al peligro, y encuentro que era el fogón del Sr. Liga, que habiéndole abandonado sin precaución por todo el día, el marido ausente en la pesca, y la mujer en los novillos, salía ahora con la ocurrencia de que se estaba quemando desde las seis de la tarde. La consternación entonces se hizo general; toda la vecindad acudió a apagar el incendio, y aunque felizmente lo conseguimos muy pronto, tardamos aún el resto de la noche en recoger las reliquias de muchos efectos que algunos amigos oficiosos, para librarles de todo peligro, habían arrojado violentamente por el balcón.

(Abril de 1833)




ArribaAbajoLa casa a la antigua


    «Ne gênez pas, je vous en donne avis,
Tant vos enfans, o vous, pères et mères,
Tant vos moitiés, vous, épous et maris,
C'est où l'amour fait le mieux ses affaires».


LA FONTAINE.                


Muy distinto era el asunto que me proponía tratar en mi artículo de esta semana; pero, al prepararme a ello, hallé sobre mi bufete una carta que me hizo variar de idea. Firmábala D. Perpetuo Antañón, sujeto para mí desconocido, aunque sus circunstancias me parecieron tan notables, que desde luego me propuse ponerlas en conocimiento de mis lectores. Cavilando largo rato sobre el modo de hacerlo con mayor efecto, no hay que decir que corté varias plumas, tracé algunas líneas, las borré luego, cambié muchas veces de papel, y me rasqué no pocas las orejas y la frente; pero todo en vano, pues nada de lo que escribía llenaba mis deseos; hasta que volviendo a leer la carta, me ocurrió la feliz idea de que en vano intentaría yo prestar a mi pintura aquel colorido fiel y sencillo que la da el piticel del propio interesado; y en su consecuencia, nada podrían agradecerme tanto mis lectores como recibir de mis manos el mismo bosquejo original. Lo cual diciendo, tuve por bien salir de mis apuros sin otro trabajo que el de trasladar literalmente dicha carta, y hela aquí punto por coma:

«Señor Curioso: Usted es el mismísimo Diablo Cojuelo, y aún más, pues sin el ingenioso expediente de alzar los tejados de Madrid ni hacernos volar por los aires, como aquél al licenciado D. Cleofas, nos pone V. de manifiesto aquellas escenas que pasan de puertas adentro de nuestras casas, y cuya observación se escapa a la mayor parte de los testigos. Esta pintura, desdeñada por el historiador, y exagerada en pro o en contra por viajeros y poetas satíricos, es tanto más importante, cuanto que nos ofrece un espejo fiel en que mirar nuestras inclinaciones, nuestros placeres, y también nuestras virtudes, nuestros defectos y ridiculeces (pues desde luego convengo con usted en que los crímenes no entran en su benévola inspección), y puede ofrecernos más modelos que seguir y más escollos que evitar que la misma historia, por la sencilla razón de que hay más Juanes o Mengas que Titos y Dioclecianos, y que la mayor parte de los hechos y dichos de los varones célebres de Plutarco parecerían ridículos en un mercader de la calle de Postas.

»Pero supuesta la necesidad de esta moral linterna mágica, y supuesta también la dificultad de iluminarla de modo que todos la veamos, no pudo menos de asaltarme la idea de que V. tenga a sus órdenes algún espíritu foleto para comunicarle los sucesos con la verdad con que los describe, como si a un mismo tiempo fuera joven, viejo, elegante pelucón, padre, amante, galán, cortejo o pretendiente. Esta consideración, que me ha ocupado tres noches de desvelo, me ha hecho temer que el dicho malandrín, al comunicarle la noticia de mi desmán, la fuerza y desfigure tal vez en menos pro de mi buena fama; y por si así sucediere, quiero yo mismo ser fiel coronista de ella y describírsela a V., a fin de que después haga el uso que crea conveniente.

»Para mayor inteligencia de mi discurso, empezaré por decir a V. que aquí donde no me ve, soy un antiguo comerciante; que habiendo debido a la Divina Providencia y a cuarenta años de trabajo un capital respetable, fruto, sino de quiebras fraudulentas ni de especulaciones ilícitas, sino de una honradez y buena fe nunca desmentidas, resolví, habrá cinco años, retirarme de los negocios y vivir tranquilo en mi casa con aquella uniformidad y dulzura a que me inclinaba ya el conocimiento del mundo.

»No le negaré a V. que la causa principal de mi retiro fue, sin duda, la continuada reflexión sobre los vicios que la miseria parece haber puesto a la moda. Observé la mala fe de los diestros estafadores; vi la hipocresía de los falsos amigos; adiviné el interés de los bajos aduladores, y conocí, en fin, la delicada posición de un hombre de bien en medio de las asechanzas que le rodean; y sea esta convicción, o mi natural deseo del descanso, ello fue que desde entonces me encerré herméticamente en mi casa, con la sola compañía de mi esposa, una hija niña y dos antiguos criados de conciencia experimentada.

»Confesaré a V. que el edificio que ocupo en un barrio lejano es de los más antiguos de Madrid, y que su aspecto sombrío, sus balcones de gran vuelo, la enorme ala del tejado y toda su exterioridad están anunciando a los transeúntes su fecha de tres siglos; convengo también en que el interior no es de más moderna invención; que no reina en él la economía presente; que las pinturas son antiguas, los techos envigados y de una altura desmesurada; las puertas colosales, los vidrios pequeños y verdinegros, las baldosas cortadas y desiguales; pero en cambio es casa propia, tengo en ella salones inmensos, corredores interminables, escaleras interiores, habitaciones independientes, buhardillas y sótanos para guardar un almacén. Por otro lado, la prodigiosa multitud de muebles que poseo, no solamente encuentran cabida en este inmenso casarón, sino que juegan muy bien, por su fecha y por su forma, con lo material del edificio; y si no, dígame V., ¿en cuál de los del día podría yo colocar las costosas arañas de doce brazos, que llenan ellas solas una sala; los cuadros de tres o cuatro varas, las mesas macizas de nogal, los sillones de vaqueta de Moscovia, las camas imperiales, los bufetes de cuatro registros, las alacenas y las cómodas de doce cajones? ¿Ni qué bien irían en una casita de muñecas las floreadas cornucopias, las estampas del Hijo Pródigo, los ricos escaparates del Nacimiento, los sitiales encarnados, los bancos de respaldo, las colgaduras de damasco, los tapices de Ciro, los tiestos de tinaja, los relojes de flautas elevados en la pared, las rinconeras de dos pies, los mapas de media caña, los biombos chinescos, los velones de cuatro pábilos o de bomba de cristal, los armarios enrejados, las figuras de talla, y tantos enseres a este tenor como forman el adorno de mi habitación? Y, por último, ¿qué figura había de hacer yo mismo, vestido a la 1805, con mis zapatos en punta, hebilla de plata, media negra, calzón corto, chaleco cumplido, corbata blanca sin lazo, bastón de tres altos, empolvado tupé y sombrero en facha?

»Sin querer, señor Curioso, le he hecho a V. la descripción de mi habitación y de mi persona; ¿quiere usted saber mi método de vida? -Pues óigale V. -Yo me levanto al salir el sol, y mi primera diligencia es acudir a oír misa a la parroquia, donde todos los concurrentes nos conocemos ya de vista cotidiana; satisfecho este primer deber, me suelo dirigir a cualquiera de las plazuelas de San Ildefonso o de Santo Domingo; allí, al mismo tiempo que tengo un rato agradable, con la animación y bullicio del mercado, ajusto de paso algunas provisiones, y sé mejor que sus amos lo que cuestan las que llevan los criados de mi vecindad. De vuelta a mi casa, me entretengo agradablemente con el jicarón de dos onzas de chocolate, eclipsado entro cuatro baluartes de tostadas y bollos, cuya sustancia restauradora me presta fuerzas para la lectura del Diario (único papel a que conservo afición, por ser, a mi entender, el que más ideas contiene), y como vea en él el anuncio de alguna almoneda o pública subasta, no dejo de anotarlas en mi registro para darme una vuelta por ellas, último resto que conservo de mi inclinación mercantil.

Cuido después de mis tiestos y mis canarios, y salgo a las diez a visitar algún amigo de mi humor y de mi edad, con el cual me entretengo en ensalzar lo pasado a costa de lo presente; entro luego en una librería donde suelo escuchar cosas que no están escritas en ningún libro; recorro después plazas y prenderías, buscando preciosidades parecidas a las que yo conservo en mi casa, lo cual suele darme cierto aspecto de anticuario; examino después el estado de las obras públicas, calculando su duración (en cuyo cálculo suelo equivocarme en algunos años), y por último, vengo a parar en mi antiguo almacén, recordando en él los vaivenes de mi juventud, cual el viejo marinero sentado en la playa contempla como en sueños sus pasados sustos y alegrías.

»Allí permanezco hasta que suenala una del reloj del Buen Suceso, a cuya hora vuelvo a mi casa, en la que percibo ya el olor de mis compras de la mañana; mas como no hay cosa que se envidie más que un sentido a otro, no tardo en confiar al gusto los placeres del olfato, y sentado entre mis dos femeninas compañeras, empiezo la comida, que, entre trabajo y descanso, suele prolongarse hasta las tres.

»Alzados los manteles, me retiro a dormir una horita de siesta, y después salgo a paseo con algún amigo (que por lo regular suele ser un religioso), dirigiéndonos despacito por el camino de Chamberí o a las Ventas de Alcorcón. Sentámonos donde nos parece, al sol o a la sombra; parámonos de vez en cuando a tomar un polvo, y departiendo nuestros sentimientos en sabrosa e inocente plática, aguardamos a que el sol empiece a esconderse para volver a la capital y dirigirnos, ya juntos, ya separados, a restaurar nuestras fuerzas con la segunda toma de chocolate, precedida de un vaso de limón o de agraz. Reúno después la familia, rezamos nuestro rosario, y acabado éste, suelo retirarme a mi despacho a leer un par de horas, o bien acontece bajar el vecino D. Segundo con su esposa (que forman con la mía y conmigo dos parejas homogéneas), para jugar una manita de mediator o malilla hasta las nueve, hora en que indispensablemente he de cenar, a fin de poder oír entre sábanas la campana de las diez.

»Tal es mi método de vida, que sólo se interrumpe dos días en el año, cuales son el del santo de mi esposa y el mío; en ellos, aderezas del convite a los vecinos a mesa y refresco, es de ordenanza el tomar un palco para ver la función del coliseo, sea cual fuere, y sin cuidarnos de si pertenece a la familia clásica o a la romántica, aunque siento mucho cuando toca en el género fastidioso.

»Pero es el caso, señor Curioso de mi alma (y aquí entra la parte más sensible de mi narración), que así como no siempre llueve a gusto de todos, tampoco esta serenidad complacía a mi hija única desde que dio asomos de querer cumplir los quince, y desde aquel instante cesó la tranquilidad de mi existencia. Hecho un Argos vigilante de sus pasos, con el fin de que no llegase a conocer las seducciones del mundo, me oponía a todo aquello que consideraba propio a despertar sus pasiones, evité cuidadosamente que ninguna persona humana, mas que mis dichos vecinos, visitase nuestra casa; cerré puertas y balcones; prohibí amiguitas; desterré lecturas, músicas y baile, y en los ratos que me ostentaba más amable, de vuelta a casa, después de un paseo con ella a la fuente del Pajarito o a Nuestra Señora del Puerto, en vez de mi ordinaria canción contra las costumbres del día, la daba a leer algunos de los artículos de usted en las Cartas es pañolas o la Revista, tales como Las Visitas de días, El Prado, Las Tertulias, Las Niñas del día, etc., con lo cual creía haberla convencido de los inconvenientes del gran mundo para la juventud; pero si estos y los demás medios de mi defensa surtieron el efecto que me propuse, va V. a juzgarlo por sí mismo.

»Ya he dicho a V. que mi casa era inaccesible a los pretendientes que la belleza y buena dote de mi hija podrían suscitar; sin embargo, el amor y el interés fueron bastante móvil para hacer que algunos (y por cierto no despreciables) me hicieran proposiciones por medio de mis amigos; pero mi contestación se reducía siempre a decir que mi hija era muy niña y no perdía tiempo (y a la verdad que esto último era demasiado cierto), con lo cual todos quedaban despedidos y yo satisfecho de mi precaución. El cielo, sin embargo, me reservaba el castigo de mi confianza, y aún no sé si diga de mi manía.

»Yo tenía, por mis pecados, un pleito pendiente, de cuyo estado venía a darme parte alguna vez mi procurador don Simón Papirolario, el cual solía traer consigo, para llevar los autos, a su escribiente Frasquito, mozo despierto y hablador; éste, con toda intención, encontraba siempre el medio de empeñarme en disputas con su principal, mientras iba él a la cocina o a la pieza de labor a beber agua o a encender el cigarro, y... ¿lo creerá usted, señor observador?... Pues tal ha sido el disfraz que tomó el amor para rendir el corazón de mi hija; con éste trastornó su cabeza, inspirándola una pasión frenética, y éste, en fin, es el que, a consecuencia de una larga serie de disgustos, de males y contiendas, tengo que consentir, como yerno mío, después de haber despreciado tan ventajosos partidos. ¡Un escribiente de procurador!...

»Ahora dígame V. si debí esperar tan desgraciado suceso de mi sistema de vida, o si cree más bien que haya sido un resultado forzoso de él; en cuyo caso debo desengañar a los que le sigan, aconsejándoles que se engolfen en el gran mundo y que escarmienten en cabeza del inconsolable -Perpetuo Antañón».

Hasta aquí la carta del afligido corresponsal, y no habrá un solo lector que no haya observado en este buen señor a uno de aquellos espíritus exagerados que tienen la desgracia de no ver más que los extremos de las cosas. Huyendo de las seducciones del gran mundo, vino a caer en el ridículo opuesto, convirtiendo su casa en un castillo; cerró las puertas al amor, y se le entró por la ventana. ¡Lástima grande que no hubiera tenido un amigo sincero que a tiempo le hubiera aconsejado lo conveniente!

«Vigile V. en buen hora (le hubiera dicho) sobre la conservación de las buenas costumbres en su familia; pero no las revista de una austeridad insoportable; huya tal vez de las tertulias y sociedades en donde la seducción se halla sistematizada; mas no cierre su casa a un pequeño número de personas escogidas y dignas de frecuentarla; dirija, en vez de torcer, las inclinaciones de su hija, y no dude que éstas serán racionales cuando cese de mirar en el techo paterno una prisión, y en el primer miserable atrevido que se la presente, su libertador y paladín».

(Abril de 1831)




ArribaAbajoLa casa de Cervantes

«Los sitios habitados en otro tiempo por los hombres ilustres excitan grandes y generosos recuerdos, y no sin razón se ha comparado la fama que les sigue a aquellas preciosas esencias que llenan el espacio y se evaporan difícilmente».


JOUY.                


El antiguo Madrid no existe ya. Si por ventura lució con el nombre de Mantua en tiempo de los griegos, ningún testimonio sólido nos queda para probar tan remota antigüedad. ¿Pretendemos buscar el Maioritum o la Ursaria de los romanos? ¿Dónde están, pues, los templos, los circos, los caminos, los acueductos con que aquéllos enriquecieron su recinto? Ni una sola piedra nos demuestra su existencia en aquella época. Los godos, que arrancaron a los romanos el imperio de España, gobernándola por siglos hasta la invasión de los sarracenos, ¿qué monumentos de su poder dejaron a esta villa? ningunos; ni las historias de aquellos reinados la nombran aún.

¿Qué pruebas tenemos de la prosperidad del Magerit de los mahometanos? Un estrecho recinto contenido desde el sitio donde estuvo el Alcázar y al de Puerta de Moros, y en él muchas calles revueltas y costaneras; uno o dos templos de mezquinas proporciones, y los nombres de algunos sitios; tales son los únicos restos de la villa avanzada de Toledo, de la conquista de Alfonso VI.

El soberbio Alcázar de Madrid, que resistió a las tropas del Sultán de Marruecos, y posteriormente jugó un papel de importancia en las civiles guerras de don Pedro y D. Enrique, doña Isabel y doña Juana; las poderosas murallas, las torres y puertas que aún se conservaban en el reinado del Emperador, todo fue desapareciendo con el tiempo, pudiéndose hoy apenas encontrar algún otro edificio cuya fecha sea anterior al establecimiento de la corte en Madrid por el señor don Felipe II. Empero, aquella real determinación, atrayendo a esta villa el poder y la riqueza de dos mundos, hizo nacer como por encanto una población cuya extensión y suntuosidad oscureció casi del todo las glorias de la antigua; y he aquí la razón por que los recuerdos matritenses apenas penetran más allá de aquella época.

La imaginación se sorprende con el brillante espectáculo de la corte del poderoso Felipe II y de sus dos sucesores. Capital de la monarquía más extendida del orbe; llave de la política europea; teatro de los más importantes acontecimientos; centro de los hombres más distinguidos, Madrid se identifica entonces con los recuerdos más gloriosos, y su historia es ya desde aquella época la historia de la monarquía. -Eternos, por lo tanto, deberían ser los monumentos de tal grandeza; mas, por desgracia, el trascurso de los tiempos, los desastres de las guerras y el capricho y comodidad de los moradores de esta villa han ido destruyendo continuamente aquellos históricos documentos, en términos que sólo algún otro edificio público nos queda para idea de la corte de los siglos XVI y XVII.

Verdad es que la munificencia de los augustos soberanos de la casa de Borbón, dirigida por el buen gusto de la época presente, han hecho olvidar la falta de aquellas antigüedades con magníficas obras que prestan a la villa su actual suntuosidad. -El palacio de Felipe IV pereció, pero en su lugar se eleva uno de los más elegantes de Europa. El sitio del Buen-Retiro, obra del poderoso Conde-Duque, apenas conserva vestigios de su primera faz, si bien ostenta en el día nuevos primores. Los templos fundados durante los reinados de la casa de Austria, destruidos por la mayor parte en la invasión francesa, aparecen hoy despojados de su carácter de antigüedad, y revestidos del gusto moderno. Los paseos, teatro de las de aquella época, presentan hoy un aspecto y una importancia diferentes; el ingenioso Calderón desconocería el florido Parque de Palacio en el inculto término que hoy conocemos con aquel nombre, al paso que sentiría admiración al contemplar el magnífico paseo que ha sustituido al desigual y escabroso Prado de San Hierónimo. Los palacios de los magnates, los edificios públicos, las magníficas puertas, y el aspecto, en fin, de novedad y elegancia que adornan a la corte de Carlos III y Fernando VII, la harían desconocida a los mismos que en otro tiempo la pintaran; al inmortal Cervantes al sublime Calderón, al fecundo Lope, al festivo Quevedo, y a tantos otros como en aquellos siglos formaron las delicias de Madrid, cautivando la admiración de Europa.

Mas si nuestra exigencia y nuestro lujo pueden tal vez hallarse satisfechos con la moderna belleza de los objetos que nos rodean, no así lo quedaría nuestro entendimiento y nuestra memoria si pretendieran saborear la magia de los recuerdos, despojados ora de los restos de la antigüedad; en vano intentaríamos respirar el aura de la gloria en los sitios habitados por los hombres ilustres; en vano pretendiéramos identificarnos con ellos, uniendo su memoria a los objetos materiales que les rodearon en vida; la simple vista de aquellos monumentos nos sacaría al instante de nuestro error, ofreciéndonos solamente la mano del moderno artista donde buscábamos la sombra del antiguo genio.

No era un mero capricho el que había determinado en mí estas reflexiones, sino la escena que acababa de presenciar, y en la que yo había sido uno de los interlocutores. Parado una de estas últimas mañanas en la calle del León, viendo derribar la casa número 20 de la manzana 228, que hace esquina y vuelve a la de Francos, había largo rato que permanecía abismado en aquellas o semejantes consideraciones, cuando llamó mi atención, viniendo a sacarme de mi éxtasis, el caballero Roberto Welford, joven inglés de ilustre nacimiento, y uno de los poquísimos extranjeros que visitan nuestra España con sólo el objeto de verla.

-¿Qué hace V. ahí -me dijo-, tan absorto y entretenido?

-Veo derribar una casa.

-Por cierto que es un filosófico espectáculo.

-Acaso más de lo que V. cree.

-Conforme: si la casa es de V., desde luego le doy la razón.

-No, no es mía, ni un sentimiento material y mezquino es lo que me ocupa en este momento; más sublime es la idea que me hacen nacer esas ruinas, y V. sin duda participará de mi sensación cuando le diga que en esa casa, que desaparece ante nuestra vista, vivió y murió pobremente MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA13.

-¡La casa de Cervantes!... (un golpe eléctrico no hubiera hecho impresión tan repentina en el semblante del inglés como la que le produjo el solo nombre del autor inmortal). ¿Es posible? -exclamó con resolución-, y ¿quién se atreve a profanar la morada del escritor alegre, del regocijo de las musas?

-El interés, míster, el interés será el que justamente incline a su dueño a sacar más partido de su propiedad, sin cuidarse de glorias que nada le producen.

-¿Y por qué no le producen? ¿Por qué los magnates, los cuerpos literarios, los particulares amantes de su país no se apresuraron a adquirirá toda costa el único resto conmemorativo de tan célebre autor, para evitar cuidadosamente su aniquilamiento? -(Y esto diciendo, sacó su álbum y empezó a dibujar la fachada de la casa; acción sencilla, pero expresiva, que hizo correr mis lágrimas.

-Los ilustrados historiadores y anotadores de Cervantes (decíale yo mientras continuaba su dibujo) han averiguado con efecto, a no poderlo dudar, que habitando esta casa arrebató la muerte al hombre célebre, cuya sangre derramada en los combates, cuyo ánimo esforzado en las prisiones, y el sublime mérito, en fin, de sus obras en la paz y en el retiro, no pudieron despertar la atención de sus contemporáneos, viviendo en medio de ellos pobre y necesitado, y muriendo oscura y miserablemente el día 23 de abril de 1616.

-¡Cómo! (exclamó vivamente el inglés), ¡en el mismo día que nuestro Shakespeare! Pero el poeta britano tiene el soberbio mausoleo de Westminster, al lado de nuestros monarcas, mientras que el español... ¡Qué contraste!

-Su cuerpo fue depositado, por disposición suya, en el convento contiguo de las monjas Trinitarias; pero el injusto desdén que le persiguió durante su vida, privó a sus cenizas del homenaje merecido, llegándose a ignorar hoy el lugar de su sepultura; culpa imperdonable en sus ingratos contemporáneos.

Los más eruditos españoles que vinieron después, ocupados cuidadosamente en recoger los más pequeños datos de la vida del autor del QUIJOTE; los sabios de todas las naciones, formando una sola voz para encomiar aquella obra inmortal; las prensas y buriles, continuamente ocupados en reproducir sus bellezas con todo el lujo artístico, no eran aún completo desagravio a la ultrajada memoria de Cervantes. Estaba, pues, reservada esta gloria a nuestro monarca actual, consagrando a aquél un monumento más noble y desconocido entre nosotros; si, amigo mío; a la voz del Soberano, y bajo la dirección de un ilustrado magnate, cuyo nombre se enlaza naturalmente con los estímulos dados a las letras y a las artes, ya el cincel del español Solá reproduce las facciones del Manco de Lepanto, para que, colocada su estatua en una de las plazas públicas de esta capital, sirva de eterno tributo consagrado a la memoria del escritor que forma el orgullo de la nación y las delicias del género humano14.

-Cuando el Gobierno da el ejemplo (replicó el inglés), el público no debía mostrarse indiferente, y una suscrición voluntaria debería, no sólo haber libertado esta casa de su ruina, sino haberla consagrado exclusivamente a la mansión de un Cuerpo literario u otro objeto adecuado a la memoria del ilustre escritor.

-¡Qué quiere V.! Esos testimonios, prodigados al genio en otros países, no excitan entre nosotros emulación ni entusiasmo. Vea V. desde aquí, sin ir más lejos, aquella casa baja, señalada con el número 11 antiguo (en la nueva numeración tiene el 15), en la calle de Francos; pues ésa fue propiedad del famoso LOPE DE VEGA, el cual colocó sobre su puerta esta filosófica inscripción: «Parva propria magna, magna aliena parva». En ella vivió y murió, y aunque, por una excepción extraña entre nosotros, reunió durante su vida a una decente medianía la gloria que sus numerosas obras le produjeron15, y mereció a su muerte el duelo general de todo un pueblo, que acompañó sus restos hasta la bóveda de San Sebastián, muy luego fue olvidado en ella, y a pesar de los propósitos del Duque de Sesa, su testamentario, de levantarle un mausoleo correspondiente, es lo cierto que no llegó a verificarse, y que sus cenizas fueron confundidas después con las de la multitud.

Vuelva V. la vista a esa calle que tenemos a la derecha (que es la llamada del Niño); en ella, y su número 4, vivió el ingeniosísimo Quevedo, aunque de resultas de las graves persecuciones que sufrió, murió pobremente en la Torre de Juan Abad, siendo enterrado en Villanueva de los Infantes, a pesar de haber ordenado que su cuerpo se trajese a Santo Domingo de Madrid.

El más privilegiado en este punto de nuestros antiguos escritores es Calderón, quien, habiendo legado sus bienes a la piadosa Congregación de Presbíteros naturales de esta corte, de que fue Hermano mayor, mereció de ésta un sencillo cenotafio en el sitio de su sepultura, a los pies de la iglesia de San Salvador, que aún existe, con el retrato del poeta, pintado por su amigo D. Juan de Alfaro16.

Este es el único monumento que recuerdo existente hoy en Madrid elevado a las cenizas de un escritor, al paso que observará V. muchos prodigados a nombres sólo conocidos por sus títulos y riquezas. Mariana, Solís, Saavedra, Moreto, Tirso, Juan de Herrera, Velázquez, y otros tantos cuyos sublimes genios formaron otro tiempo el encanto de la corte y de la nación entera, yacen ignorados, sin que nadie se duela de ellos; los modernos Jovellanos, Isla, Meléndez, Moratín, Cienfuegos, Maiquez, y otros muchos, víctimas de su desgraciada suerte, fueron, por lo general, cubiertos con extraña tierra; y si bien la benevolencia del Monarca ha levantado monumentos duraderos a la memoria de algunos de ellos con la edición magnífica de sus obras, la indiferencia del público es la misma; y en prueba de ello, me contentaré con citar a usted un hecho solo.

Aun no hace tres años que la Real Junta de Damas de Honor y Mérito de la piadosa Casa Inclusa de esta corte determinó rifar la casa y huerta de Moratín en la villa de Pastrana, de que aquél había hecho generosa cesión a dicho establecimiento. Dejo a V. considerar el resultado de una rifa abierta en Londres a la casa de Shakespeare, o en Paris a la de Molière; pues bien, en Madrid fueron tan pocos los billetes despachados a la de Moratín, que volvió a quedar por el mismo Establecimiento; bien es verdad que ni en los anuncios ni billetes se expresó haber pertenecido al Terencio español; pero esto mismo prueba la persuasión en que se estuvo de que semejante título no añadiría mayor estímulo a los jugadores17.

A este punto llegábamos de nuestra plática, cuando un gran trozo de pared, viniendo al suelo y envolviéndonos en una nube de polvo, nos obligó a retirarnos de aquel sitio, si bien lentamente y volviendo a cada paso los ojos a la casa de Cervantes.

NOTA. -La lectura de este artículo, publicado por el Curioso Parlante en la Revista Española el día 23 de abril de 1833 (aniversario de la muerte de Cervantes), llamó la atención del rey don Fernando VII, y excitó de tal manera el celo patriótico del difunto Comisario de Cruzada, D. Manuel Fernández Varela, que inmediatamente llamó al autor y empezó a dar activos pasos, que produjeron a los diez días la Real orden que se copia a continuación. El autor de esta obrita se lisonjea en recordar aquí la parte que pudo caberle en tan patriótica resolución.

REAL ORDEN

«Ministerio del Fomento general del Reino. -Cuando llegó a noticias del Rey nuestro señor que se estaba demoliendo, por hallarse ruinosa, la casa núm. 20 de la calle de Francos de esta corte, en que tuvo su modesta habitación el célebre Miguel de Cervantes Saavedra, que tanto honor y lustre ha dado a su patria, se sirvió S. M. prevenirme que por medio de V. S. se hiciesen proposiciones al dueño de ella, para que, adquiriéndola el Gobierno, se reedificase y destinase a algún establecimiento literario. Pero habiendo manifestado V. S. que aquél tenía repugnancia a enajenarla, y queriendo S. M., por una parte, que sea respetada la propiedad particular, y por otra, que quede a lo menos en dicha casa y a la vista del público un recuerdo permanente de haber sido la morada de aquel grande hombre, ha tenido por conveniente resolver que en la fachada de la referida casa, y en el paraje que parezca más a propósito, se coloque el busto de Miguel de Cervantes, de que está encargado D. Esteban del Agreda, director de la Real Academia de San Fernando, con una lápida de mármol y la correspondiente inscripción en letras de bronce. El Comisario general de Cruzada, vice-protector de la misma Academia, D. Manuel Fernández Varela, animado de su celo por el fomento de las artes y por las glorias de su patria, se ha apresurado a proponer a S. M. que de los fondos que se hallan bajo su dirección, y de la parte de ellos que está destinada a auxiliar a los artistas, se haga el gasto necesario para llevar a efecto este pensamiento, lo que S. M. se ha dignado aprobar. Y de su Real orden lo comunico a V. S. para que tenga su debido cumplimiento, poniéndose V. S. de acuerdo con el expresado Comisario general, vice-protector de la Academia, a quien lo traslado con esta fecha, y con el dueño de la casa, que ha dado para ello su consentimiento. Dios guarde a V. S. muchos años. -El Conde de Ofalia. -Madrid, 4 de mayo de 1833. -Señor Corregidor de esta villa».

En consecuencia de esta Real orden, y verificada la reedificación de la casa, se colocó sobre la puerta principal de ella, que da a la antigua calle de Francos, un medallón de mármol de Carrara, que representa la imagen de Cervantes en alto relieve, sobre un cuadrilongo de piedra berroqueña, adornado con trofeos poéticos, militares y de cautividad, y debajo una lápida de mármol de Granada con esta inscripción en letras de oro:

AQUÍ VIVIÓ Y MURIÓ
MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA,
CUYO INGENIO ADMIRA EL MUNDO.
FALLECIÓ EN MDCXVI.

La manifestación al público de este monumento tuvo lugar el día 13 de junio de 1834; y posteriormente, en la reforma de los nombres de muchas calles de Madrid, verificada por el celoso Corregidor Marqués viudo de Pontejos, se dio a la ya dicha de Francos el nombre de Calle de Cervantes, aunque, para proceder con claridad, este nombre le merecía la calle del León, porque en ella propiamente estaba la casa, aunque con accesorias a la de Francos; y con eso pudiera haberse llamado a esta última calle de Lope de Vega, pues consta la casa en que vivió y murió aquel gran poeta.

A propuesta mía en el seno de la Real Academia Española, esta ilustre Corporación dispuso colocar un elegante monumento en dicha casa, propiedad del Fénix de los Ingenios, LOPE DE VEGA, y en la cual falleció; y la solemne inauguración de dicho monumento tuvo lugar el 25 de Noviembre de 1862, aniversario del nacimiento del gran poeta.

También se dio (a propuesta mía en el Ayuntamiento) el nombre de Quevedo a la llamada del Niño, y se colocó una inscripción conmemorativa a la casa de la calle Mayor, núm. 95, en que falleció el insigne Calderón de la Barca. Últimamente, cuando en 1869 amenazó el derribo de la iglesia y convento de las Trinitarias en que yace CERVANTES, mis gestiones, en unión del Excmo. señor Marqués de Molins y D. Antonio Ferrer del Río, patrocinadas por el patriota Gobernador Sr. Moreno Benítez, dieron por resultado, no sólo la conservación de dicha iglesia y convento, sino que movieron a la Real Academia Española a costear el bello monumento mural, obra del escultor Ponzano, que luce en la fachada de dicho edificio religioso.