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Advertencia

Desde el artículo anterior de La Casa de Cervantes, publicado en abril de 1833, hasta el de El Diario de Madrid, que lo fue en igual mes de 1835, mediaron dos años cabales, que el autor empleó en un viaje de recreo hecho a Francia o Inglaterra. -En este largo período y dilatado paseo, no sólo tuvo ocasiones de ejercitar su espíritu de observación, sino que coincidiendo con aquel período los graves acontecimientos acaecidos en nuestro país, la muerte del Monarca, la variación del sistema político, la reunión de las Cortes y promulgación del Estatuto Real, la guerra civil, la invasión del cólera morbo, y la supresión de las comunidades religiosas, varió completamente el aspecto, carácter y costumbres del pueblo español, así como la mayor libertad en la expresión del pensamiento abría ya ancho campo a la pluma del escritor. -En una sociedad constituida ya de tan diversa manera, agitada por tan encontradas pasiones y movida por tan nuevos resortes, para quien la lucha de las opiniones políticas era el principal alimento la guerra, y el debate los medios, la victoria y el triunfo su fin, déjase conocer cuán pálidos o insignificantes debían parecer los cuadros sencillos e inofensivos de una sociedad apacible y normal, que ya no existía, trazados por el modesto pincel del Curioso Parlante. -Así lo reconoció él mismo, y convencido de su insuficiencia para brillar en otro terreno más propio del día, renunció por largo período a su agradable y filosófica tarea, dejando a la marcha del tiempo y de los acontecimientos públicos el cuidado de marcarle la oportunidad de continuarla.

Pero la comezón del escritor es una tiranía que domina absolutamente su voluntad, y aunque supo contenerla por espacio de dos años, no pudo menos de transigir con ella algún tiempo antes del que se había propuesto, si bien encerrándose siempre dentro de los estrechos límites que se impuso desde el principio, y limitándose a terminar con algunos cuadros más la revista festiva de la sociedad que desaparecía, sin darse por entendido del nuevo giro que tomaba la moderna. -Los artículos de El Diario de Madrid, La Procesión del Corpus, Paseo por las calles, El Patio de Correos, Las Casas de Baños, El Sombrerito y la mantilla, y A prima noche, son los que completaron por entonces aquella serie, que publicó con el título de PANORAMA MATRITENSE, y comprende desde enero de 1832 hasta octubre de 1835; y para hacerlos más independientes de las circunstancias presentes, para separarlos absolutamente de toda tendencia política, renunció el autor a insertarlos en ninguno de los numerosos periódicos que por entonces se disputaban ya el favor del público, y escogió para trasmitirlos el modesto folletín del Diario de Madrid.

«Con esto, (dije entonces) conseguiré ser leído, antes que un despiadado tendero me convierta en envoltorio de manteca de Flandes o de queso de Gruyère; y si de este modo paso a la posteridad, no será por lo menos sin algo de sustancia».




ArribaAbajoEl diario de Madrid


- I -

Por real privilegio, firmado en el Sitio del Buen Retiro por el rey D. Fernando VI, en 17 de enero 1758, se concedió permiso a don Manuel Ruiz de Urive y Compañía para publicar en esta corte un Diario curioso, erudito, comercial y económico. Dicho Urive dio principio a su publicación el 1º. de febrero del mismo año, dándole la forma de medio pliego español, y componiéndole de discursos eruditos, y una segunda parte dedicada a las noticias comerciales de ventas, alquileres, etc., y he aquí el principio del Diario de Madrid, de cuyas primeras y mezquinas bases se ha ido apartando tan lentamente con el trascurso del tiempo y de los adelantos de la perfección social.

Desde luego llamó mucho la atención del público por la importancia y utilidad de su objeto, y el Gobierno por su parte no dejó de sacar partido de su publicación, haciendo insertar en él aquellas noticias y advertencias que juzgaba oportunas. Entre otras, y como muestra de la época, citaremos únicamente la disposición del juez de imprentas, que al mes de la publicación, y con fecha de 9 de marzo del mismo año de 1758, dispuso que la primera página del Diario la ocupase la vida del Santo del día; y así se empezó a verificar desde el siguiente, 10 de marzo, con notable entretenimiento sin duda y edificación de los lectores. Sin embargo, no debieron ser éstos tan completos, cuando vemos que esta piadosa costumbre no se observó sino el resto de aquel año, dejando de poner dicho capítulo en 1º. de enero del siguiente de 1759.

Desde entonces empezó a insertar en su primera parte discursos eruditos y científicos sobre historia, viajes, geografía, astronomía y otras ciencias, que si bien no decían nada de nuevo ni eran otra cosa que copias miserables de obras conocidas, no dejaban de tener un objeto laudable.

Por este tiempo fue cuando, apoderándose el editor de la Historia general de los viajes, tuvo la entretenida ocurrencia de ir copiando en un Diario do medio pliego algunos tomos de ella, lo cual no deja de ser una prueba más de la candidez de aquella época bienaventurada. Sin embargo, sea que el público no correspondiese con su gratitud a aquel torrente de ilustración, sea por cualquiera otra causa, es lo cierto que el Diario por entonces no llevó una marcha tan firme, que no hubiera de sufrir sus intercadencias, y así le vemos eclipsarse de vez en cuando, y dejar de salir, por ejemplo, todo el año de 1775, volviendo a aparecer en 1º. de enero de 1776, tornando a suspenderse en 1º. de julio de dicho año y durante todo el de 1777, y cesando, en fin, de todo punto en 31 de diciembre de 1781.

Apagose por fin aquella luminosa antorcha matritense, y puesto que seamos historiadores de ella, no nos atreveremos a asegurar si el público de la capital la olvidó pronto, o si bien, una vez conocida su utilidad, se condolió de su desaparición; pero hablando con la buena fe que nos caracteriza, como que nos inclinamos a creer esto último, y sin duda hubo de pensar así el extranjero don Santiago Thewin, que considerando el partido que podía sacarse de esta publicación solicitó y obtuvo el permiso para continuarla; y en su consecuencia, empezó a salir a luz el Diario curioso, erudito y comercial, en 1º. de julio de 1786. De esta época, pues, data la verdadera existencia del Diario de Madrid, y desde luego por su redacción y por su forma empezó a tener más analogía con el verdadero objeto de su publicación.

Un observador que cotejase el primer Diario de Urive con el de Thewin, por las materias contenidas en la primera parte, no dejaría de reconocer el progreso que los conocimientos y el gusto iban adquiriendo, así como también el inayor movimiento mercantil e industrial de la capital, por el número de anuncios que ya contenía. Bajo todos conceptos, pues, no se puede negar a D. Santiago Thewin la gloria de verdadero fundador de esta empresa, y no queremos desaprovechar la ocasión de hacer observar al público una coincidencia singular, que un poeta romántico no hubiera dudado atribuir a la fuerza del sino. Consiste, pues, en que habiéndose hecho la verdadera fundación de este Diario por dicho Thewin, puso su imprenta y redacción en 1786 en la Puerta del Sol, número 7, frente al Buen Suceso; y vemos que después de medio siglo, por una combinación casual de circunstancias, ha vuelto a situarse en la misma Puerta del Sol, número 7, si bien no en la misma casa, y sí tres o cuatro puertas más arriba; pero la nueva numeración de Madrid ha venido a suplir esta diferencia, dando el número 7 al actual despacho de este periódico.

Desde dicha época siguió tranquilo el Diario de Madrid en la posesión de entretener al público con anécdotas más o menos curiosas, secretos raros de artes y oficios, documentos históricos, y observaciones sobre todas las cosas observables. El famoso don Santiago Salanova, que le dirigió por algún tiempo, amenizaba los más de los números con acrósticos y ovillejos, que debían ser un pasmo en aquella época; Guerrero y Cacea, dos famosos ingenios de entonces, cuyos nombres ha denunciado a la posteridad el gran Moratín18, terciaban en tan agradable tarea, ya ofreciendo al público tiernas endechas y lastimeras elegías «A la muerte del perro de Filis», ya retozando, en burlescas letrillas de estrambote y pie quebrado, sobre las faltas de las mujeres o las sobras de los maridos; y finalmente, el inagotable don Lucas Alemán, el Néstor de los poetas españoles, cerraba la función con sus relaciones y curiosos romances, que han sabido excitar la sonrisa de tres generaciones. ¡Felices tiempos, en que tan fácil era entretener a un público tranquilo, y de cuyas más fuertes sensaciones eran dueños Romero y Costillares, la Rita y García Parra! Entonces faltaban a los periodistas los asuntos en que ocuparse, y debía ser tal esta carencia, que vemos en un Diario de 1790 el ofrecimiento que hacía la redacción de la cantidad de diez reales a todo el que le comunicase un artículo o discurso sobre asuntos eruditos o curiosos, lo cual no dejaba de deponer en favor de la fecundidad de los redactores ya citados.

Mas, en fin, con un grado de interés mayor o menor, arribó tranquilamente nuestro Diario al famoso siglo XIX, y aún consiguió alcanzar sin interrupción hasta 10 de mayo de 1808, en que, a consecuencia de los notorios sucesos del 2 del mismo mes, fue envuelto en el trastorno general, y se empezó a publicar con carácter oficial por el Gobierno francés, en un pliego común y conteniendo noticias políticas. En estos términos siguió hasta 17 de junio del mismo año, en que se suprimió por aquel Gobierno, sustituyéndole por la Gaceta diaria: en 8 de agosto del mismo año, libre ya la capital de franceses, volvió a publicarse el Diario en la antigua forma de medio pliego, si bien conteniendo las noticias, políticas que por entonces absorbían la atención, y habiendo perdido su carácter primitivo; mas, aunque después volvieron los franceses a ocupar la capital, no recibió el Diario nueva alteración, antes bien siguió tranquilamente durante la época de su dominación, y pudo en 1814 recibir en sus páginas las apasionadas coplas del elegíaco don Diego Rabadán, las de la musa sombrerera de Madrid, y otras de varios ingenios de esta corte, de cuyos nombres no queremos acordarnos. Pasó aquella época, vino la de la Constitución y nuestro Diario siguió tranquilo en medio de los vaivenes políticos, que le respetaron constantemente.

Sea por prudencia, sea por falta de dirección, fue escaseando los razonamientos y aun las coplas, y limitándose más bien a la inserción de avisos oficiales y particulares, que daban ya suficiente alimento para llenar el medio pliego, hasta que en la Gaceta de 28 de marzo de 1829 apareció el prospecto del Diario de Avisos de Madrid, y se notificó al público que S. M. había concedido el privilegio de su publicación por diez años a D. Pedro Jiménez de Haro, mediante una retribución anual para los establecimientos de Beneficencia. En dicho prospecto se anunciaba al público que el Diario en adelante no contendría ninguna especie de artículos razonados, sino simplemente los avisos del Gobierno y los anuncios de los particulares; y ha sido tan fiel a este propósito, que desafiamos al más lince a que en dicha serie de los diez años encuentre, no digamos un solo artículo razonado, pero ni una línea, una palabra sola en razón, por el notorio abandono de los anuncios particulares.

De aquí nacían aquellos chistosos despropósitos que hacían reír diariamente al público maligno de esta capital; en unas ocasiones se vendían «sombreros para niños de paja»; en otras, «medias para clérigos de lana»; «hábitos y cajas para difuntos completos y de medio herraje»; «zapatos para hombres rusos hechos en Madrid»; «camas de matrimonio con su cópula correspondiente», y otras a este tenor, de que cada uno de los lectores tiene en su memoria suficiente acopio, sin necesidad de más citas de nuestra parte.

Cumpliose en fin aquella década, y en 1º. de abril del presente año, de gracia de 1835, a virtud del nuevo permiso concedido a D. Tomás Jordán, salió a relucir el Diario, doblando de un golpe sus dimensiones; y habrásenos de permitir el que, después de traer la historia de esta publicación, entretengamos ahora la paciencia de nuestros lectores sobre el objeto y utilidad de ella, y las mejoras que a nuestro corto entender ha recibido.




- II -

Hemos hecho en nuestro anterior artículo una historia del origen y progresos de este periódico; réstanos, pues, en el presente discurrir sobre su estado actual, y las utilidades que promete al vecindario de esta capital. Ellas son tales, que le hacen indispensable a toda persona regular residente en Madrid; y si bien limitado al recinto de sus muros, viene a ser dentro de ellos la orden del día para el movimiento económico de la población.

¿Quién es, con efecto, el que no acude a este depósito central a adquirir las noticias respectivas que su curiosidad o su interés le hacen desear? -La vieja devota, el hombre timorato buscan el santo del día o las funciones religiosas; -los que desean saber a punto fijo el grado de calor o de frío que han sentido el día anterior, no quedan persuadidos de ello hasta que lo ven confirmado en el Diario; el militar busca la orden de la plaza, y el paisano las de las autoridades civiles; -el tendero o la viuda rica examinan los anuncios de casas, ya en pública subasta, ya a voluntad de sus dueños; todo con el objeto de encontrar una en que poder colocar su arrinconado monetario, que el corto movimiento de nuestra industria les impide emplear más útilmente; -los acreedores se consuelan con ver el señalamiento para las juntas de concurso, en que tendrán la facultad de poder nombrar un síndico que parta con el escribano el resto del caudal del deudor; -los aficionados a la lotería tienen la satisfacción de saber que tal o cual premio ha caído en Madrid, y aun el nombre de una patriota conexionada con las víctimas del Dos de Mayo; -los que tuvieran alhaja que empeñar saben que hay Monte de Piedad; -el público todo conoce a cómo pagan el trigo los tahoneros, -y los que fiaron en el crédito del Estado para comprar una renta que los produjese un 5 por 100 al año, tienen la satisfacción de saber que en el mismo espacio de tiempo han perdido un 15 en el capital.

Esto en cuanto a la primera parte de anuncios oficiales; que si de ahí nos deslizamos en la segunda,que comprende los particulares de comercio e industria, ¿quién es el sér tan completamente independiente, que no tenga que ver con alguna de estas líneas?

Si consideramos al hombre en general, debemos suponer que este hombre ha sido niño y ha necesitado vacunación, a menos que haya transigido con las viruelas; ha necesitado nodriza (siempre que su madre no haya pertenecido a la plebe); -ha sido mancebo, y se ha visto obligado a tener bigotes o patillas, o bien lo ha sido preciso quitarse uno y otro, según la aplicación que se haya dado al género romántico o al clásico; y en cualquiera de los dos casos ha tenido que acudir a los cosméticos para hacerlas crecer, o las navajas para rasurarlas; -ha sido dama, y ha necesitado ser hermosa; y si la naturaleza ingrata la ha negado una fina tez o un agradable color, se ha visto obligada a adoptar el agua de madama Ma, o la balsámica de la Meca, que usan las damas de Borneo; -ha sido libertino, y siente los dolores osteocopos o sifilíticos; en este caso, nadie mejor que los empiricos pueden sacarle. del apuro con bálsamos y redomitas; -ha sido gastrónomo, y es probable que le hayan gustado los jamones de Candelas o las truchas del Barco de Ávila; -ha sido viejo, y ha tenido pelo, ha tenido dientes, y ahora tiene callos, tiene gota, tiene los ungüentos, los calefactores, los bragueros vienen a su socorro; -por último, se ha muerto; no tiene que pasar cuidado, que no ha de faltarle caja y mortaja a precios cómodos y a gusto del consumidor.

Todas estas y otras más, ventajas ofrece la lectura del Diario al hombre considerado en su estado natural; mas si le concretamos al social en que vivimos, este hombre por fuerza se ha visto precisado a vestirse según su clase, y ha debido acudir a los almacenes cuyos curiosos inventarios publica diariamente este periódico; -si ha obtenido un empleo, puede encontrará poca costa el uniforme, tal vez de su antecesor, y con él comprar la ciencia infusa que los bordados llevan consigo; -si ha de tomar casa o poner tienda, se le presentan alquileres y traspasos de enseres y reputación; -si aficionado a la literatura, verá por los copiosos anuncios el estado floreciente de la nuestra; -si necesita criados que le sirvan, podrá escogerlos en la dilatada escala que media desde los sujetos decentes que se ofrecen a administrarle las fincas o llevarle sus libros, hasta el mozo de mulas que se compromete a cuidárselas, si las tiene; -si necesita dinero, encontrará quien se lo preste, siempre que medie el correspondiente interés y una hipoteca bastante a juicio de usurero; -mas si, por el contrario, le sobrase y no supiera en qué emplearlo, podrá escoger cualquiera de las ocasiones que se presentan todos los días de casas que se reedifican, hipotecándose el piso principal para la construcción del segundo.

Sobre la tercera parte del Diario, de cuya oportunidad le felicitamos, se ha hablado bastante, y hasta el nombre de Agenda que la designa dio lugar a los chistes de algún periódico. Unos se irritaron porque estaba en latín; -para otros estuvo en griego, y hubo quien sostenía que era una palabra demasiado francesa. -Nosotros confesamos nuestro pecado; pero tratándose de indicar movimiento o cosas que han de hacerse, encontramos algo pobre en este punto nuestro Diccionario (sin duda porque acaso sea la moda del país el no hacer nada), y he aquí la razón por que creímos prudente el haber acudido a nuestra madre la lengua de los romanos, entre quienes no debía ser esta palabra vacía de sentido. Esto en cuanto a la cuestión del nombre; por lo que hace a la esencia de aquel artículo diario, nos hace agradecerle el convencimiento de que en nuestra España todo el mundo es pretendiente o litigante; pues el que quiera moverse en cualquier sentido ha de acudir a solicitar permiso para ello; el propietario que paga sus contribuciones constantemente tiene que dar sendos pasos para obtener las cartas de pago; el que presta su dinero, ha de sostener un pleito para cobrarle, y el que adquiere cualquier derecho, le ha de costar derechos el conocerle. -Esto prescindiendo de las demás noticias curiosas que ofrece dicha agenda sobre correos y diligencias, museos y espectáculos. Este artículo faltaba, sin duda, a nuestro Diario para hacerle general a toda la poblacion, y puede asegurarse que en las primeras capitales de Europa no existe ni puede existir esta comodidad de un depósito central de noticias locales; lo cual es natural, atendida la inmensa población de aquellas ciudades, que da suficiente alimento de anuncios a considerable número de periódicos; pero esto, sin embargo, no es tan cómodo para el público como poder encontrarlos reunidos en uno solo.

Concluiremos, en fin, la reseña del actual Diario de Madrid, advirtiendo que sobre todas sus ventajas ofrece la mayor en la baratura del precio. En efecto, todas aquellas se pueden obtener con poco más de dos cuartos diarios. ¿Y quién es, repetimos, el que no saca de la lectura del Diario mayor utilidad? ¿Quién el que no pone a usura aquella módica suma? El conocimiento de un bando que liberta de una multa, el de un género más barato, el aborro de un paseo inútil para acudir a una audiencia, y demás circunstancias que dejamos enumeradas, ¿no valen dos cuartos al día? Y si se calculan numéricamente todos estos conocimientos, ¿no habrá de tasarse más que en ocho reales al mes?

Después de todo lo dicho, sólo nos permitiremos una observación, que prueba el adelanto de los tiempos, a saber, que este periódico, que tan limitado principio tuvo y aun en sus mezquinas bases no podía sostenerse, no sólo se basta en el día a sí mismo, aun después de sus notables mejoras, sino que puede rendir y rinde efectivamente al Estado, y con aplicación a los establecimientos de beneficencia, la crecida suma anual de ciento veinte mil reales.

(Mayo de 1835)






ArribaAbajoLa procesión del Corpus


- I -

1623


Era el día 15 de junio del año de 1623, y celebraba en él la Iglesia Católica su fiesta principal al Santísimo Sacramento. Esta festividad había sido instituida en la ciudad de Lieja, en Flandes, por los años de 1240, a consecuencia de la revelación de unas virtuosas mujeres que la confesaron a Roberto, su obispo, y siendo arcediano de aquella iglesia Jacobo Pantaleón, después Urbano IV, que expidió bula en 1272 para su celebración. Desde entonces se verificó ésta solemnemente en toda la cristiandad, y en particular distinguíanse siempre en ella, por su ostentación, la corte de los Reyes Católicos, que empleaban sus tesoros en tributar al Señor un culto magnífico, haciendo alarde de su religiosidad y grandeza.

Quisiéramos presentar a nuestros lectores un ligero diseño de cómo pasaban estas fiestas en lo antiguo; y puesto que nuestras fuerzas sean insuficientes para trasladarles en imaginación a aquella época, no queremos renunciar al placer de colocar aquí algunas noticias que, revolviendo archivos, hojeando cronicones y apuntando especies sueltas, hemos podido reunir sobre éste y otros usos de pasadas épocas.

Fijamos particularmente para ello nuestra atención en el dicho día 15 de junio de 1623, en que la corte de Felipe IV, ostentosa y poética, dispuso con mayor lujo que de ordinario la solemne función del Señor. Concurría para ello una circunstancia muy notable. Carlos Stuart, príncipe de Gales, hijo primogénito y heredero del rey de la Gran Bretaña (después Carlos I, que pereció desgraciadamente en un cadalso en 1649), había llegado a Madrid el 7 de marzo de aquel año (1623) para enlazarse con la infanta doña María de España. El rey, los príncipes, el poderoso valido Conde-duque de Olivares, y toda la corte, en fin, se esmeraban a porfía en obsequiar y halagar a tan distinguido huésped con ceremonias y festejos que le pudieran dar idea de la grandeza del católico monarca.

Hay un ceremonial antiguo y manuscrito en el archivo de esta heroica villa, que dispone el modo y forma de arreglarse la procesión en la primitiva y parroquial iglesia de Santa María la Real de la Almudena. Dicho ceremonial previene que, señalada la hora por S. M., si asiste a la procesión, o el Presidente del Consejo en caso contrario, se reúnan todos en dicha iglesia, y los Consejos, divididos cada uno en una capilla, y no habiendo, como no las hay, para todos, se forman con canceles. Así hacia la pila del bautismo estaba el Consejo de Cruzada; a los pies de la iglesia, MADRID; en la capilla del Santo Cristo del Buen Camino, el de Indias; en la capilla antigua, frente a la puerta de las gradas, el Consejo Real de Castilla; en la del Santo Cristo de la Salud, el de la Inquisición; en la de Santa Ana, el de Hacienda; en el cuerpo de la iglesia, a mano derecha, los capellanes de honor y predicadores de S. M., y a la izquierda, los Grandes. El sitial del Rey y Príncipe, junto a la baranda del altar mayor, al lado del Evangelio. Al ofertorio de la misa (que se celebra siempre de pontifical) se les sirven al Rey y al Príncipe las velas por los caballeros regidores comisionados, en esta forma: llevan dos porteros de Madrid, vestidos con ropa carmesí, en dos fuentes de plata grandes e iguales, una hacheta pintada y una vela en la misma forma, una blanca de a libra y otra de a media, y en llegando al medio de la iglesia, toman las bandejas de manos de los porteros, y haciendo tres reverencias, las entregan al capellán de honor que está de asistencia, y éste al sumiller de cortina, primero para el Rey, y después al Príncipe. Después que se empieza la misa se la principio a ordenar la procesión por el mayordomo de semana y el aparejador de las obras de Palacio. Madrid lleva el palio, repartiéndose los regidores las cuatro varas y ocho bordones de él por antigüedad.

Aquel año se verificó así, y el Príncipe de Gales, desde uno de los balcones del cuarto en que se hospedó (que fue en el entresuelo de la torre primera del Alcázar), la vio pasar, permaneciendo en pie durante toda ella, así como el Marqués de Boukingham y demás caballeros de su corte que le acompañaban, y al llegar el Santísimo, se arrodillaron todos.

El orden que llevaba la procesión era el siguiente: Abrían la marcha los atabales y clarines -seguían los niños Desamparados y los de la Doctrina -luego los pendones y las cruces de las parroquias -los hermanos del Hospital General -los de Antón Martín y las comunidades religiosas por este orden: -Mercenarios descalzos -Capuchinos -Trinitarios descalzos -Agustinos descalzos- Carmelitas descalzos -Clérigos menores -Padres de la Compañía de Jesús -Mínimos de la Vitoria -Jerónimos -Mercenarios calzados -Trinitarios -Carmelitas agustinos -Franciscos -Dominicos -Basilios -Premostratenses -Bernardos y Benitos. -La cruz de Santa María de la Almudena -la del Hospital General de corte -la clerecía en medio de las Órdenes militares Alcántara, Calatrava y Santiago con mantos capitulares. -Al lado derecho el Consejo de Indias -el de Aragón -el de Portugal -el Supremo de Castilla. -A la izquierda, el de Hacienda -el de las Órdenes -el de la Inquisición -el de Italia -el Cabildo de la clerecía -veinte y cuatro sacerdotes revestidos, con incensarios -la Capilla Real con su guión -tres caperos, el de en medio llevaba el báculo. -el Arzobispo de Santiago de pontifical -los pajes del Rey con hachas -las andas del Santísimo -la villa con el palio -el Rey. -El Príncipe al lado izquierdo -un poco detrás, el cardenal Zapata al derecho -el cardenal Espínola al otro lado -el Nuncio en medio de los dos -el Obispo de Pamplona detrás -El inquisidor general -el Embajador de Polonia -el Patriarca de las Indias -el Embajador de Francia -el de Venecia -el de Inglaterra -el de Alemania -el Conde-duque de Olivares -los grandes cerca de la persona del Rey -los títulos y señores o tropas en medio de la procesión -las dos guardias españolas y tudesca a los lados de la procesión -y detrás toda la de archeros.

Era costumbre en aquellos tiempos, y se observó constantemente hasta 1705, que por la tarde de este día empezase la representación pública de los autos sacramentales, que seguía durante toda la octava del Corpus. Levantábanse para ello en las plazas de Palacio y de la Villa sendos tablados, adonde se encaminaban ocho carros triunfales, cuatro para cada una de las dos compañas de comediantes; principiaba con notable aparato el primer auto en la plaza de Palacio delante del Rey, el mismo día del Corpus a las cuatro de la tarde, y acabado aquél empezaba el segundo, y pasaban los carros del primero a la plaza de la Villa a representarlo al Consejo de Castilla, y después la misma noche al de Aragón; seguía el segundo auto en la forma referida; y al viernes siguiente por la mañana se representaban los dos al Consejo de Inquisición, y por la tarde a Madrid, desde donde, por el orden que queda expresado del día antecedente, se seguían representando a los Consejos de Italia, Flandes, Órdenes; y el sábado a los de Cruzada, Indias y Hacienda; y acabadas las representaciones públicas por Consejos, continuaban en las casas de los señores presidentes, en que se gastaban todos los días de la octava, dando principio luego en los corrales el viernes siguiente a ella.

Así pasó hasta el año de 1676, en que por excusarse algunos Consejos de este gasto se hicieron variaciones, de que resultaron algunas dudas e inconvenientes, y habiéndose consultado a S. M., resolvió que no se hiciese novedad. Después, por lo molesto que era para los reyes la representación de los dos autos en una tarde, se resolvió el año 94 que se hiciesen uno el jueves y el otro el viernes, y este día se hiciesen los dos al Consejo, dando principio la compañía que el día antecedente representó en Palacio, y el mismo día al Consejo de Aragón, y que si el Consejo de Inquisición quisiese autos se le representasen por la mañana, y por la tarde a la Villa; lo que se ejecutó algunos años, hasta que, por excusar gastos, se hacían estos festejos a SS. MM., al Consejo y Madrid, en los días jueves, viernes y sábado. Por último, en 1705, S. M. don Felipe V se sirvió aplicar a las urgencias de la guerra el gasto que se causaba en estas representaciones, y desde entonces no volvieron a verificarse más que en los Corrales.

Es bien sabido que en la composición de estos autos se emplearon los primeros ingenios de esta corte, y que muchos de ellos tienen cualidades que los hacen interesantes. Don Pedro Calderón de la Barca, solo, escribió setenta y dos, cuyos originales legó en su testamento a la villa de Madrid, que se los había pagado, a fin de se conservasen en su archivo; pero fueron extraídos y sustituidos por copias, y en 1746 se imprimieron por D. Pedro Prado y Mier, pagando a la villa diez y seis mil quinientos reales por su propiedad.




- II -

1835


Después del trascurso de los tiempos, se conserva en el día como la más solemne entre nosotros la festividad del Corpus, y la procesión con que la villa de Madrid la celebra, sigue el mismo orden de majestad y decoro que en el siglo XVII en que la hemos descrito, si bien con menos acompañamiento de comunidades y personajes, habiéndosela purgado también de los ridículos emblemas que bajo los nombres de la tarasca, los gigantones y otros, se conservan aún en algunos pueblos de España; y hasta antes de la guerra de los franceses se usaba en Madrid19.

Queda ya dicho que el orden de la procesión es en el día el mismo; y si bien puede haber perdido en cantidad de personajes asistentes, no en la calidad de ellos, que es siempre la más elevada, empezando por el mismo Monarca cuando se halla en la corte, los grandes, los supremos consejos y tribunales, el clero secular y regular, el ayuntamiento, etc., que en todo forma un tan dilatado como vistoso y rico acompañamiento.

Pero en lo que sin duda alguna debe exceder el Madrid actual al antiguo, en semejante día, es en el suntuoso y variado aspecto de sus calles, especialmente en las que constituyen la carrera de la procesión; el bullicio y animación del numeroso pueblo, la elegancia de las vestimentas, y la agradable armonía, en fin, de un conjunto tan vario y caprichoso.

Difícilmente una persona que no haya estado en esta corte podrá formarse una idea ni aproximada de todo ello. Si es extranjero y no conoce la pureza de nuestro cielo, la viva lumbre del sol que nos ilumina, la diafanidad de nuestra atmósfera, ¿cómo podrá imaginarse la alegría de aquel hermoso cuadro?

Una luz templada por los toldos azules y blancos que cubren toda la carrera; un piso blando de arena, que hace desaparecer la desigualdad del empedrado; dobles filas de tropas vistosamente enjaezadas, e interrumpidas de trecho en trecho por armoniosas músicas; un pueblo inmenso, bullicioso, expresivo, cubriendo absolutamente el espacio que la tropa permite; calles anchas y tiradas a cordel, que dejan contemplar una larga serie de casas, adornadas exquisita o caprichosamente con vistosas colgaduras, y tan henchidos de gente los balcones que parecen imprimir movimiento a los edificios, tal es el bellísimo conjunto que desde las primeras horas de la mañana, presentan las hermosas calles Mayor, de Carretas y de Atocha, Plaza Mayor y Puerta del Sol.

Los detalles son aún más interesantes. No bien apunta la aurora, que es bien pronto en un hermoso día de junio, empiezan a circular las bombas que riegan la carrera; apoderándose en seguida de ella los vendedores de flores, que la llenan de un agradable perfume; los vecinos, madrugadores aquel día, disponen y cuelgan las fachadas de sus casas, y desde aquel momento empieza la concurrencia, que, como debe suponerse, se compone al principio de las sirvientas y mancebos, que si ceden a la posterior concurrencia en elegancia y aderezo, pueden disputarla en alegría y gracia natural.

Siguiendo por una progresión ascendente, y mientras la tropa va formándose, llegan, ostentando sus respectivos atavíos y personas, la desenvuelta manola del Barquillo con su peineta elevada, cesto de trenzas, mantilla sobre los hombros, recortado guardapiés, guarnecido delantal, rica media calada y zapato de cinco puntos. -Síguela en pos el honrado artesano vestido de nuevo, reluciente sombrero de seda, frac improvisado en los portales de la calle Mayor, y guantes amarillos. -El mancebo de comercio, con su corbata de a cuarta, sus cadenas de similor y su camisa plegada; -la alegre modista, con una expresiva rosa en la cabeza, su zapatito primorosamente atacado, y sus mangas huecas de pergamino; -el mercader de la calle de Postas, envuelto en su casa con Tarrasa, su corbata blanca, ancho sombrero y zapato de oreja; -el antiguo abogado, el veterano procurador, conduciendo del brazo a la respetable mitad, y llevando por delante tal cual pimpollo femenil de quince a diez y seis (cosecha de 1835), que sale por primera vez al gran mundo, y se admira ella misma de la sorpresa y encanto que su ignorada belleza produce en los circunstantes. -Más allá vienen los almibarados y flexibles mozalbetes, con sus ajustadas levitas, sombrerito a los ojos, perilla romántica; -ni dejan de cruzarse con las pareadas filas de desdeñosas elegantes que ostentan sus gracias entre las blondas y rasos prendidos y recortados por las más hábiles manos de la calle de la Montera, o muestran su mal disimulado enojo porque madama Tal dejó de llevarlas a tiempo el trajo punzó o el sombrerito Hortensia.

Guarda descuidadamente aquel género volátil la formidable marquesa, que cree hacer olvidar su fe de bautismo entre el fino encaje, las hiperbólicas guarniciones, los ingeniosos artificios de cintas y gasas; y alza la cabeza, habla con tono solemne y satisfecho, al verse servida por dos alumnos de Marte, cuyos hombros decoran por primera vez aquel día relucientes charreteras; uno de ellos se apresura a darla el brazo; otro a ponerla la sobrilla; cuál a hacerla observar lo más notable de la carrera; cuál, en fin, a apartar la gente para dejarla paso; pero una dulce mirada de alguna de las niñas que van delante recompensa de tanto afán a aquellos mártires, hasta que llegando al balcón deseado, pueden dejar descansar al siglo XVIII, y trasladar su atención al de la juventud y de la hermosura.

En este armonioso y confuso laberinto la concurrencia se agita, vuelve y revuelve una y mil veces, y ni la vista puede seguir tan variable escena, ni la pluma pintarla con fidelidad. -Suena, en fin, el redoble del tambor; óyense las voces de atención y de mando; la procesión se acerca; es preciso acomodarse entre filas y dejar el centro despejado; ¡qué momento de confusión y de agradable desorden! ¡Qué combinaciones tan inesperadas y extravagantes! La joven inocente que gira asustada sobre su derecha, se encuentra sin saberlo colocada entre un grupo de oficiales, que se apresuran a hacerla sitio, en tanto que los papás, torciendo aturdidamente sobre la izquierda, la echan de menos, la buscan, la ven enfrente, quieren reunirse a ella, pero en vano; los batidores de la procesión se interponen e impiden el paso, y el indignado padre tiene que contentarse con hacer a la niña gestos expresivos, y jurar no volver a sacarla al público hasta el Corpus del año siguiente.

Aquí es una mujer que chilla por que la dejen colocar su chico delante de las filas; allá es un soldado que repugna y codea a una espantable vieja que se ha sabido colocar en correcta formación; ¡Qué movimiento en los balcones! ¡Qué estrechar las distancias! ¡Qué hacerse lugar entre dos sillas! ¡Qué abrir de quitasoles! ¡Qué mover de abanicos! ¡Qué enarbolar de anteojos!

La caballería llega, en fin, despejando la carrera, y entre el son de las campanillas y de los cánticos, empieza la larga fila de niños expósitos, ancianos mendigos, comunidades, pendones y cruces, consejos, alguaciles y personajes de la corte hasta que llega el Santísimo; las músicas militares y religiosas se mezclan a este punto en sonora armonía; la atmósfera aparece cubierta del humo del incienso que queman los sacerdotes; la tropa rinde las armas e hinca la rodilla en tierra a presencia del Omnipotente; los espectadores todos siguen el ejemplo; y las campanas llenan los aires con sus redoblados sonidos. Este momento es verdaderamente sublime. El bullicio y la confusión han desaparecido y un pueblo entero, silencioso y postrado, rinde a la Divinidad el homenaje de su adoración.

No bien ha pasado la guardia de la procesión, los balcones quedan despoblados, la gente del pueblo abandona la fiesta para retirarse a sus casas; pero la concurrencia elegante prolonga aún el paseo durante una hora, en que con más desahogo puede lucir las gracias de su persona o la riqueza de su vestido. Los funcionarios que asistieron a la procesión en gran uniforme recobran sus esposas y las pasean con cortés condescendencia; los jóvenes agrupados en la Puerta del Sol y calle de Carretas ven desfilar las bellezas y suelen ir desfilando en pos de ellas, y de este modo va disminuyendo la concurrencia hasta las tres de la tarde, en que cesa del todo. Una hora después los toldos han venido al suelo, las colgaduras han desaparecido, y cuando más tarde atraviesa la misma concurrencia aquellas calles para dirigirse al Prado, ya no encuentra en ellas la más mínima señal de la festividad de la mañana.

(Junio 1835)20






ArribaAbajoPaseo por las calles


- I -

Nada hay más natural en un forastero que la curiosidad de reconocer el aspecto general del pueblo que por primera vez visita, y nada también suele ser tan frecuente como el decidir por esta primera impresión de la belleza o mezquindez de tal pueblo.

Aventurado por cierto sería aquel juicio, aplicable a nuestro Madrid, pues que variaría absolutamente según el lado de donde viniese el forastero, por donde pudiera observar su primera vista. El gallego y castellano, por ejemplo, mirando la población por su parte más antigua y escabrosa, atravesando su escaso río sobre el magnífico puente a que Juan de Herrera imprimió la severidad de su escuela, y entrando por una mezquina puerta, en solitaria y empinada calle, cuyos tejados forman una dilatada escalera, apenas encontraría diferencia notable con sus tétricas ciudades, si la presencia del Palacio Real a su izquierda no le hubiera dado de antemano a conocer la capital del reino.

Muy diferente idea formará el andaluz que viene de la parte del Mediodía, abrazando con su vista toda la población por su parte más vital y variada. Los suntuosos edificios del Seminario, cuartel de Guardias y Real Palacio a la izquierda; la Fábrica de tabacos, el Hospital general y el Observatorio a su derecha; el puente, paseo y nueva puerta de Toledo al frente; intermediado todo por variados edificios, numerosas torres, extensos grupos de casas, de distintas formas, y revelando, por decirlo así, la existencia de un pueblo grande y vivificado con la presencia del Gobierno, presta por este lado a Madrid su vista más completa e interesante. -Los catalanes, aragoneses y valencianos, arribando a la capital por la soberbia puerta de Alcalá o la de Atocha, formarán una idea aun más risueña y magnífica, por los elegantes paseos de las Delicias y el Prado, los pintorescos jardines del Retiro y Botánico, y las suntuosas calles de Atocha y Alcalá; y finalmente, los procedentes de las provincias del Norte juzgarán a nuestra villa árida y solitaria, al entrar por las puertas de San Fernando o de Fuencarral.

Si deseando modificar estas primeras impresiones, y conocerá un golpe de vista el conjunto del pueblo que los recibe, solicitasen subir a una altura céntrica y de la elevación correspondiente para medir y conocer a vista de pájaro todo el plano de la capital, sería aún más difícil el indicársela, careciendo, como carecemos, de un gran templo central, que suele ser en otros pueblos el sitio adonde los forasteros acuden para satisfacer este deseo. La torre de la parroquia de Santa Cruz es la única que puede suplir en Madrid aquella falta, aunque ni su elevación ni su situación son suficientes para abrazar distintamente todo el plano y conocer a un golpe de vista las varias fisonomías de los cuarteles de esta villa. Sin embargo, colocados en aquella altura, puede observarse el corte de la población, uno de los más cómodos y ventajosos que conocemos, pues que partiendo sus calles principales del centro común, que es la Puerta del Sol, se prolongan en forma de estrella hasta los últimos confines de la villa. Así que, conocidas una vez la dirección al E. de las calles de Alcalá y San Jerónimo y Atocha; de la Montera, Hortaleza y Fuencarral al N.; de la Mayor al O., y de las Carretas, Concepción, Jerónima y Toledo al S., llega a ser fácil evitar la confusión que un pueblo nuevo infunde. -La frecuentación de sus calles hará conocer al forastero que todas ellas le llevan como por la mano a estos puntos capitales, que en la mayor extensión del radio se modifican y cruzan por otros más subalternos y parciales, conio las calles Ancha de San Bernardo, Jacometrezo, Correderas y otras. Por lo demás, en cuanto a la belleza del aspecto general menguada idea podrá formar desde aquel punto, no divisando desde él sino la desigualdad, tristeza y mezquina forma de los tejados de nuestras casas.

Esta desfavorable impresión será, sin embargo, modificada cuando, descendiendo a las calles, hiera la vista del observador la espaciosidad y desahogo de éstas, la regularidad bastante general de su alineación, la variada y caprichosa pintura de las fachadas de las casas, y sus distintas formas y dimensiones, que si bien puede condenarlas un ojo artístico por su falta de orden y simetría, llevan la ventaja de entretener agradablemente la vista, alterando a cada paso la insoportable monotonía de las ciudades edificadas bajo seguro plan y severas condiciones.

No es esto decir que nuestro Madrid actual no pueda y deba recibir graves modificaciones para imprimirle mayor regularidad y agrado; y las numerosas y continuas que hace veinte años experimenta, revelan, por decirlo así, el grado de belleza a que aún puede llegar. Cuando se haya reformado del todo el empedrado de las calles; cuando en la forma y revoque de las casas se haga general el gusto que se observa en las nuevamente edificadas, imitando a las de Cádiz; cuando se modifique la forma de los tejados y buhardillas, y desaparezcan del todo los canalones; cuando, en fin, se vean generalizadas aquellas variaciones. que observamos ya parcialmente, entonces será cuando Madrid llegará al punto de belleza que su situación local y el hermoso sol meridional le proporcionan, y merecerá con más justicia los dictados, que aun los mismos extranjeros la prodigan, de la villa blanca, la villa joven del Mediodía.

Mas si, prescindiendo ya del aspecto material de sus calles y casas, intentáramos dibujar, aunque ligeramente, su vitalidad y movimiento; si dejáramos las piedras por los hombres; los órdenes arquitectónicos por el orden de la sociedad; el Madrid físico, en fin, por el Madrid moral, ¡qué escena tan vária! ¡qué espectáculo tan animado no podríamos presentar a nuestros lectores!

Tosco y desaliñado es nuestro pincel para tamaño intento; pero no podemos resistir a la tentación de emprenderlo. No nos propondremos seguir metódicamente para ello las distintas fases de tan variado teatro según las diversas horas del día, las estaciones y demás circunstancias que alteran y modifican los usos populares. Escogeremos cualquier día del año; por ejemplo, el día en que nos hallamos: procederemos libremente y como al acaso, dejaremos vagar a nuestro discurso, y pues que el moderno romanticismo nos autoriza, renunciaremos a todas las unidades conocidas; y tanto más románticos seremos, cuanto menos pensemos en lo que vamos a escribir.




- II -

Ningún momento del día nos parece más oportuno para sorprender a los madrileños en el espectáculo de su vida exterior que aquellas apacibles horas que, aproximando el día a la noche, libertan del trabajo para acercarnos al descanso y al placer; aquellas horas que en la estación ardorosa en que nos hallamos vienen a mitigar los rigores de nuestro sol meridional, y en que la poblacion, ansiosa de disfrutar las apetecidas brisas de la noche, abandona el interior de las casas, y se muestra generalmente en las calles y plazas, en las puertas y balcones. -No haya miedo el cojuelo Asmodeo, ni su licenciado don Cleofas, que para tal momento solicitemos sus auxilios con el objeto de levantar los tejados de las casas y reconocer lo que pasa en las buhardillas: por la ocasión presente dejémosles a los ladrones y enamorados (que también suelen aprovecharse a tales horas de aquel abandono), y pues que todo el pueblo se halla en la calle, bueno será mezclarnos y confundirnos con todo el pueblo.

El reloj de Nuestra Señora del buen Suceso ha dado las seis; la animación y el movimiento, interrumpidos durante la siesta, han vuelto a renacer en las calles; los vecinos de las tiendas, descorriendo las cortinas que las cubren, hacen regar el frente de sus puertas, asoman al cancel de ellas, y llaman al ligero valenciano, que con sus enagüetas blancas, su pañuelo a la cabeza y su garrafa a la espalda, cruza pregonando «Gúa e sebá fría...». Otros escogen en el cesto de aquella desenfadada manola tres o cuatro naranjas para remojar la palabra, dirigiéndola de paso algunas medianamente disparadas, si bien mejor recibidas; y otros, en fin, se contentan con un vaso de agua pura, que les ofrece en eco lastimero el asturiano por dos maravedís. -En tanto los muchachos, que a la primera campanada de las seis ha lanzado una escuela, improvisan en medio de la calle una corrida de toros, o atan disimuladamente a la rueda de un calesín alguna canasta de fruta, que al echar a andar el carruaje rueda por el suelo, con notable provecho de la alegre comparsa; o bien tratan de engañar a un barquillero, distrayéndole para que no mire al juego, o ya disparan sendas carretillas de pólvora a los perros y a los que no lo son.

A semejantes horas todavía no se siente circular más carruajes quelos del riego o los bombés facultativos, y sin embargo, en todas las cocheras se disponen y preparan ya los que de allí a un rato han de conducir al Prado a la flor y nata de la aristocracia. Los cafés, oscuros aún y abiertos de par en par, no reciben todavía más que uno u otro provinciano que saborea el primero un gran cuartillo de leche helada, algún militar que fuma un cigarro mientras ojea la Gaceta, o un quídam que entra mirando al reloj, espera a un amigo que viene de allí a un rato y juntos parten a paseo.

«De la lotería -aaaao- chavó- A- ochavito los fijos- ¿Una calesa, mi amo? -De la fuente la trabajo, ¿quién la bebe? -Señores, a un lao, chas. -El papel que acaba de salir ahora nuevo. -Cartas de pega. -Orchateró».

Crece la animación por instantes; el rápido movimiento se comunica de calle en calle; las puertas vomitan gentes; los balcones se coronan de lindas muchachas; cruzan las elegantes carretelas, los ligeros tílburis, las damas y galanes a caballo; grupos interesantes, numerosos, variados, se dirigen a los paseos ostentando sus adornos y atractivos; otros medio hombres y medio esquinas ocupan las encrucijadas de las calles y presencian a pie firme el paso de la concurrencia.

Punto central de esta agitación es la Puerta del Sol y principales calles que la avecinan, observándose el reflujo de la población en dirección al Prado. Las calles apartadas del centro no ofrecen tanto interés, si bien tienen el suficiente para ser consideradas. Cuando las de Alcalá, la Montera y Carretas ostentan rápidamente lo más elegante y bullicioso de nuestra población; cuando sus balcones, por lo regular abandonados demuestran que sus vecinos se hallan en paseo; cuando el ruido y el polvo de los carruajes ofuscan los sentidos y tienden un denso velo, que nos impide ver a cuatro pasos, salvémonos de este laberinto, y trasladémonos, por ejemplo, a la calle Ancha de San Bernardo o a la de Hortaleza, a la de San Mateo o a la de Leganitos.

Todo es tranquilidad en el dilatado recinto que media desde el monasterio de las Salesas hasta el seminario de Nobles. El silencio y soledad de las calles apenas es interrumpido por el paso de los pocos transeúntes. Tal cual matrinionio del pasado siglo, precedido de algunos retoños, representantes de la futura España, y dirigiéndose pausadamente a la puerta de Santa Bárbara o San Bernardino con objeto de llegar al obelisco o a la cuesta de Areneros; tal cual corro de dilettantis de blusa a la puerta de una taberna, saboreando el compás de la tirolesa de Guillermo Tell, tocada por el oreranillo del ciego; tal cual grupo de mozos de esquina ensayando sus ociosas fuerzas colosales; tal cual cuerpo de guardia o batallón pasando la lista al son de sinfonías y cavaletas, he aquí los únicos episodios que alteran de vez en cuando la unidad de acción de aquel clásico espectáculo.

Los conocedores, sin embargo, encuentran en este cuadro multitud de bellezas, y el más indiferente suele verse sorprendido al pasar por bajo de algún balcón donde no sospechaba tales tesoros. Aquella cortinilla, que parece casualmente recogida en los hierros de aquel balcón, está mejor dirigida que lo que aparenta; jamás ningún marinero manejó con tal destreza la vela de su bajel como la personita escondida bajo de ella hace servir a su gusto a la oficiosa cortina.

Pero vedla que la descorre de pronto, que deja el asiento, tira la labor y ostenta en pleno balcón toda la esbeltez y primor de su figura. ¿Y habrá todavía quien hable contra nuestros balcones?...

Lindo pie, encerrado sin violencia en un gracioso zapatito; limpio y eleerante vestido de muselina, primorosamente sencillo, que deja admirar una contorneada cintura por bajo la graciosa esclavina que cubre los hombros y el pecho; elegante nudo recogido a la garganta; gracioso rodete a la parte baja de la cabeza, a semejanza de la Venus de Médicis; dos primorosos bucles tras de la oreja, otro par de rizos pegados en la sonrosada mejilla, y diestramente combinados con unos lazos azules, que hubieran puesto envidia al mismo sol: tal es el espectáculo delicioso que ha asomado en aquel balcón. -Mas ¿por qué no lo hizo antes? ¿Por qué tan precipitadamente ahora? -El por qué, señores míos, yo me lo sé, pero no sé cómo contárselo a ustedes.

-«Mariquita.

-Matilde.

-¿Has visto?

-¡Qué quieres; paciencia!

-Yo no sé qué tendrán.

-Lo que es N.... estaba de guardia cerca de aquí, pero el otro...

-El otro apostaré que está en el Prado haciendo el galán con la de...

-No lo creas... puede que haya pasado... Pero, mira, ¿no reparas aquellos dos que han vuelto la esquina?

-¡Qué! Pero sí... no, no son... ¿a ver? saca el pañuelo.

-Sí, mira, mira cómo han sacado el suyo; mira cómo se ríen.

-Sí, ellos son... ¡Ay, qué vergüenza, Matilde! Cerremos los balcones.

-¿Pues qué?...

-¡Que no son ellos!...

-«Bravo, señoritas, lindamente», gritaban en esto dos caballeros de gentil aspecto, que llegaban precisamente en aquel momento por la parte opuesta de ambos balcones.

-¿Qué te parece, Carlos? ¡hemos quedado lucidos!

-¿Qué haremos?

-Yo sería de opinión de desafiar a aquellos dos.

-Yo de matarlas a ellas.

-Hombre, no; en tal caso, matarnos nosotros es más noble.

-Mira, lo mejor será que todos vivamos y nos venguemos marchándonos al Prado.

-No dices mal».

Bien diferente colorido presenta por cierto a los ojos del observador el otro trozo de pueblo comprendido desde el Palacio a la puerta de Atocha; las calles de Toledo y Embajadores, del Mesón de Paredes y Lavapiés no ceden a tales horas en movimiento a las más animadas de Londres. Las enormes galeras de los ordinarios valencianos y andaluces, que salen para hacer noche en la venta de Villaverde; los calesines que esperan flete para los Carabancheles; el barbero que rasguea su vihuela a la puerta de su tienda; el corro de andaluces que sentados en el banco de aquel herrador entonan la Caña; los alegres muchachos que subidos en los mostradores y sobre las sillas de las tiendas, ríen de las habilidades de Juan de las Viñas o del perro que salta al monótono son de la dulzaina de aquel ciego; la terrible cohorte de cigarreras de la Fábrica, que al anochecer dejan el trabajo y se mezclan y confunden con los no pequeños grupos de mozallones que esperan su salida... ¡Qué confusión, qué bullicio por todas partes!

También el amor embellece este animado cuadro.

Sigamos, por ejemplo, a algunas de esas parejas; verémosla dar fondo en cualquiera de las innumerables tabernas que ostentan al paso sus variadas provisiones de bacalao y sardinas, ensaladas y huevos duros. Mirad a aquel galán que dejó su tienda armado de punta en blanco, y demostrando que va de servicio de teatro o de patrulla. Mas ¿por qué no siguió la calle de Embajadores a la de Toledo, y ha dado esa vuelta para venir a la Plaza? ¡Cosa clara! ¿No habéis reparado en aquella tienda de cordonero de la calle de las Maldonadas? ¿No le habéis visto pararse delante de ella, dudar un rato mirando por las vidrieras, dejar el fusil apoyado en ellas mientras encendía un cigarro en la tienda de enfrente? ¿No habéis reparado una blanca mano que disimuladamente ha echado algo por el carión del arma? -¿Qué fue ello? -Nada; reparad al mancebo que la vuelve a echar al hombro con ligereza; apostaría a que la niña ha burlado las precanciones de un padre tirano; el fusil encierra el misterio del amor. Jamás parte de una victoria fue conducido con más alegría.

Pero ya la campana de San Millán o San Cayetano llama a los fieles al rosario; la trompeta y el tambor desde el vecino cuartel dan el toque de oración; las tiendas y cajones de comestibles van encendiendo sus farolillos; los profundos coches del siglo XVII y los desvencijados calesines abandonan el puesto, y las tinieblas de la noche van, en fin, oscureciendo aquel animado teatro. Este espectáculo nocturno merece otro cuadro aparte, y tal vez algún día le emprenderé; el que intentaba dibujar por hoy concluye aquí.

(Julio de 1835)






ArribaAbajoEl patio de Correos

Madrid es la patria común, el lugar de cita para todos los españoles; las varias necesidades de la vida, el comercio, la industria, el lujo, la miseria, el afán de figurar, el deseo de descanso; tantos motivos, en fin, diversificados según las circunstancias de cada individuo, le conducen tarde o temprano a la capital del Reino, y se tendría por muy infeliz el que una vez por lo menos en su vida no llegase a visitar este emporio de la hispana monarquía. Los habitantes de él pueden, pues, vivir seguros de ver pasar ante su vista, como en una linterna mágica, todas las notabilidades provinciales.

Si Madrid es el centro de España, y la Puerta del Sol lo es de Madrid, un escolástico sacará la consecuencia de que la Puerta del Sol es el punto central del Reino. Es lo indudablemente, no tanto por su situación topográfica como por su vitalidad y movimiento. La memoria de este sitio es el primer pensamiento del forastero al dirigirse a Madrid, y no sería ridículo el que dos españoles que se encontrasen en las elevadas cordilleras de los Andes o en las heladas márgenes del Newa, se despidiesen citándose «para la Puerta del Sol». -Pero aún hay dentro de ella misma otro punto central, que por esta razón, y siguiendo el argumento que arriba dejamos sentado, puede tomarse por el disco de sus rayos. Tal es el patio de Correos, y para hablar de él tomamos por hoy la venia de nuestros lectores.

Todas las cosas de este mundo son grandes o pequeñas, sublimes o ridículas, según el punto de vista de donde se las mire; y tal espectáculo habrá que parezca mezquino a los ojos de un ser indiferente o desdeñoso, al paso que logre excitar la meditación del curioso y del observador.

Cierto que el que lea el epígrafe de este artículo no encontrará el asunto sobradamente interesante. -¡El patio de Correos!... ¿y qué hay en el patio de Correos?... Un cuerpo de guardia, una prisión nocturna, que más bien puede llamarse albergue de borrachos y descarriados; una escalera póstuma; tres o cuatro ventanillos cerrados; y esparcidos por los postes que circundan el recinto, sendos cartelones y cartelitos desde las colosales y laboreadas letras de Sancha o Jordán, hasta los más imperfectos garrapatos de los escribientes memorialistas... De todo esto poco o nada se puede decir, y por muy Parlante que sea el señor Curioso, que hoy nos enseña su linterna, harto será que no consiga excitar los bostezos del auditorio. -

-Poco a poco, señor indiferente, poco a poco; y antes de juzgar de las cosas por su superficie, procure V. enterarse un tantico de su fondo. No, si no dé cuatro paseos y aguarde un rato en esta galería; y si luego de bien enterado de su contenido pretendiese dejarla bruscamente, para mi santiguada que es un necio o yo soy un bolo. Aguarde, repito, media hora; y pues que el reloj patronal de este recinto acaba de dar las doce y media, entreténgase un rato mirando esas columnas de piedra que ostentan una variedad literaria, por lo menos tan interesante como las de nuestros periódicos matritenses.

No se tome por chanza. Víctor Hugo es quien lo dice, que «los pueblos escriben en piedra sus invenciones y sus progresos». Vea V., si no, los nuestros en literatura: -«Dirección de cartas». No haga V. caso; por ahora no rige, pues por muy bien que V. las dirija, es lo regular que no logre darlas dirección segura; deje V., que en acabando la guerra civil, y luego que tengamos buenos caminos, y mejores postas, y empleados celosos, y... otra cosa será. -No se acerque V. a leer ese cartelito «Curación de la vista», no sea pierda la suya con la letrilla menuda y temblejona en que está impreso. -Deje a un lado el «Manual de Madrid», que es libro caro y puede pedirlo prestado al autor. -No haga caso del Segur, porque, según van menudeando tomos a 24 reales, es de temer que empleando uno para cada año de los que comprende su Historia Universal, venga a ser una verdadera segur para nuestros bolsillos; -y en cuanto a aquella otra publicación «Mariana y Sabau», por Dios, no vaya a tomarla por una novela o drama romántico, o bien por el nombre de una tierna pareja conyugal; no repita el caso de aquella dama que leía el poema de Florián, y preguntándola cómo concluía, respondió sinceramente: «¿En qué había de concluir? en que Numa se casó con Pompilio, y todo quedó arreglado».

Pero veamos los anuncios manuscritos, no menos preciosos que los impresos.

-«El sugueto. que. forma. la presente. tiene. buena. conduta. y horto grafia. Tiene. ademas. buena. letra. castellana. de la lengua. Suplica. no le rasquen. ni le boren».

-«Un sugeto de buena forma, de letra solicita entrar en casa de un Señor comerciante, o Abogado o Curial, para tenedor de libros o administrador. Sabe todo lo necesario como afeitar y cortar el pelo, cuidar los caballos y demas menesteres. Suplica no lo engañen».

-«Un joven decente natural de Segovia desea encontrar una Señora para arreglarla sus asuntos. Pide lo de costumbre y la manutención».

-«Con permiso del casero se le traspasa a quien le convenga: una tienda sita en las cuatro calles esquina a una de ellas que puede servir de aceite jabon velas de sebo y demas comestibles y géneros ultramarinos».

¡Que da la una! ¡Las listas! ¡Que ponen las listas!- La concurrencia ha ido creciendo asombrosamente. Mezcla confusa de hombres y mujeres, ciudadanos y lugareños, paisanos y militares; trajes y modales, acentos y aun idiomas tan variados como nuestras variadas provincias; vascuence y catalán, andaluz y valenciano, mezclan con sus paisanos los saludos provinciales, y por un momento el patio del Correo se ha convertido en una verdadera torre de Babel. Todos se agrupan, se acosan en torno de las listas, y buscan con ansia la inicial de su nombre, y algunos (los más) no encontrándole en ella, la buscan por todas las letras del alfabeto.

¡Qué variedad de escenas para un pintor de capricho! ¡Qué ir y venir de la lista a la ventana y de la ventana a la lista! Quién toma rápidamente el número de su carta en la memoria, la pide en el despacho; pero encuentra que se ha equivocado en una centena; otro ha pedido ligeramente una al sobre «N. Marqués», sin reparar que él no es Marqués sino Márquez; cuál no lleva bastantes cuartos para pagar su abultado paquete, y tiene que dejarlo no sin gran remordimiento; cuál faltándole tiempo para saber el contenido, abre la carta a la misma reja, y ocupa indebidamente un sitio que tantos desean.

Pero sigamos nuestro paseo por la galería; no hagamos caso de aquel grupo de militares en traje de paisano, y de paisanos con bigotes, que se estrechan en torno de aquel altiseco que, recostado en una columna, lee en alta voz una carta. Son noticieros, y si nos entretenemos con ellos, no nos dejarán tiempo para observar los demás; dejémosles, pues, estereotipar en sus cabezas la tal carta para irla a recitar como propia en la calle de la Montera y en el Prado, en el Café Nuevo y en el del Príncipe.

-Dígole a V. que yo no he sido.

-Yo sostengo que ha sido V... ¡Infamia!... sacarle a uno las cartas del correo.

-Usted es capaz de ello, y por eso lo piensa.

-Sí, que no sé yo de lo que es capaz un escribano; ¿no hizo V. lo mismo con los folios 86 al 97 inclusive de los autos?

-Usted me insulta.

-Yo no digo más que la verdad.

-Si no mirara...

-¿Qué?...

(Aquí todos los concurrentes terciamos como pudimos para impedir una intentona.)

El caso muy sencillo: dos litigantes de un mismo pueblo esperaban de sus respectivos corresponsales la noticia de cierta sentencia. Llegó el primero, sacó su carta, y sin duda vio el nombre de su contrario en la lista; antojósele saber lo que le decían y la sacó también (¡malicia humana!); llegó el segundo, y le contestaron que ya su carta estaba fuera (¡cosa clara!); empieza a maliciar, duda, recela, cuando mira al salir del patio a su antagonista, y ¡aquí fue Troya! empezó el diálogo arriba dicho, que tuvimos dificultad en interrumpir. La cara del escribano daba, en efecto, señales nada equívocas de la verdad del hecho.

No de carácter tan serio, aunque del mismo género, era otro incidente que pasaba en el extremo opuesto. Un marido había visto en las listas de militares el nombre de su mujer. ¡Una carta del ejército a mi mujer! ¡Si será este el conducto por donde se envían los partes! La curiosidad no es vicio peculiar solamente de las mujeres; los hombres no les vamos en zaga; acércase al ventanillo, pide la carta; pero se le responde que un chicuelo acaba de sacarla. ¡Oh ligereza femenil!... Lo demás de la escena pasaría en familia: no lo sabemos; sólo sí que aquella misma tarde vimos al esposo en la calle de la Montera leyendo una carta de las provincias con graves noticias; mas los circunstantes (narices políticas, ¿qué no oléis?) repararon que el sobre no tenía sello, y, por consecuencia, la carta estaba escrita en Madrid. En vano el hombre se esforzaba en asegurar que era de un amigo íntimo que había puesto el sobre a su mujer por precaución, etc. Nadie le creyó, y le tomaron por un escritor apócrifo; yo solamente, que estaba en autos, conocí su inocencia y la destreza de su Penélope para tejer este inocente enredo.

¡Cuántas y cuántas escenas semejantes! ¡qué expresiones tan raras y variadas en la fisonomía! ¡cómo descubren el secreto del alma! -Aquel aguador que sentado en su cuba deletrea los torcidos renglones de su correspondencia, ¿por qué va compungiendo su semblante y asoman a sus ojos gruesos lagrimones? ¡Desdichado! su familia le comunica que ha caído quinto, y que tiene que trocar la cuba por la mochila, la montera por el schakó.

-¿Qué busca aquel pisaverde con su eterno lente en todas las listas atrasadas? Si no tiene carta, ¿para qué cansarse? -¿Qué busca? Busca los ojos de aquella linda paisanilla, que, para leer su nombre tiene que leer toda la lista hasta que ya se cansa; mira al rededor como demandando auxilio; ve al del lente; éste se adelanta a ofrecer sus servicios, no hallan la carta; pero ya ellos han entablado otra correspondencia que lleva tanta ventaja a la del ausente, cuanto va de la palabra a la escritura, de la falta de memoria a la sobra de la voluntad. ¡Es tan natural a una forastera buscar un conductor para no perderse en las calles de Madrid!

Sería nunca acabar el intentar describir uno por uno tan variados episodios. El que busca en el interior de una carta una letra de cambio, y halla en cambio muchas letras y palabras; el que se para sorprendido al ver la suya cerrada con negra oblea; el que sabe la noticia de un empleo, de una herencia, de un premio a la lotería; el que en finísimo oficio con sendo membrete grabado recibe la delicada nueva de su cesantía; el que en materia de pleitos encuentra la cuenta de su procurador, y en la de mujeres un cartel de desafío; el que...

Pero ¿adónde vamos a parar con estas observaciones? Sin embargo, todas pueden hacerse en este sitio... ¿Con que no es tan indiferente? ¿con que merece alguna atención?... Mas... las dos han dado, y empieza a quedar desierto y sin movimiento. Pasó el instante de su apogeo; la ventanilla de las esperanzas se ha cerrado, los consultores de aquel oráculo abandonaron ya el templo.

(Julio de 1835)




ArribaAbajoLas casas de baños


- I -

La costumbre del bailo es tan natural, como que debe suponerse que nació con el hombre. La limpieza que Aristóteles no duda en calificar casi de virtud, el placer y el deseo de buscar alivio en las dolencias, debieron indicarle aquel grato recurso como el único reparador de sus fuerzas fatigadas, ya por el rigor de la estación, ya por la irritación de las enfermedades. Más tarde, el lujo, convirtiendo en objeto de moda lo que pudo tener en su principio el carácter medicinal, propagó insensiblemente esta costumbre; y los pueblos antiguos nos han dejado testimonios de la ostentación y grandeza con que en ellos se sostenía.

Los orientales fueron los primeros que construyeron edificios para servir de baños públicos, y los griegos no tardaron en imitarlos. Homero, en su divina Odisea, nos habla ya de estos baños, dando a entender que se hallaban cerca de los gimnasios o palestras, para entrar en ellos al salir de los ejercicios. También Vitrubio nos ha dejado una descripción circunstanciada de ellos, diciendo que se componían de siete piezas diferentes, intermediadas de otras varias destinadas a los ejercicios.

Los romanos, habitadores de un clima meridional y grandes en todas sus cosas, adoptaron con magnificencia las costumbres de los griegos; y desde tiempo de Pompeyo, según Plinio, empezaron a construirse baños públicos por toda la ciudad, siguiendo este movimiento en una progresión asombrosa. Agripa solo, en el año de su edilidad, hizo construir ciento sesenta. A su ejemplo, Nerón, Vespasiano, Tito, Domiciano, y casi todos los Emperadores, mandaron edificar baños magníficos de preciosos mármoles y elegante arquitectura, complaciéndose en concurrir a ellos con el pueblo, viniendo a tal extremo su profusión, que se asegura haber llegado a existir ochocientas de estas casas repartidas por toda la ciudad.

Las dilatadas conquistas de aquel pueblo magnífico y guerrero introdujeron, como era natural, sus costumbres en todos los países que dominaron, y en particular la del baño fue tan extendida por ellos, que se ha dicho que luego que conquistaban un país, lo primero que hacían era edificar thermas, así como más tarde los españoles construían una iglesia, los ingleses y holandeses una factoría, y los franceses un teatro. Los restos de nuestras ciudades antiguas prueban evidentemente que no fue España la menos favorecida en aquel punto.

Desalojados de nuestra Península por los godos, y éstos por los árabes, debió crecer naturalmente aquella costumbre bajo la dominación de los últimos, por la influencia que además del clima les daba su religión. En efecto, así sucedió, y aún pueden reconocerse pruebas positivas de ello en las ciudades del Mediodía, Granada, Córdoba y otras tantas. En Magerit mismo (Madrid) había baños públicos en la calle de Segovia por bajo de la parroquia de San Pedro, y hay también quien los supone en la plazuela de los Caños del Peral, fundándose en el nombre de la puerta de Balnadú, que estaba allí cerca, y que se hace derivar de las dos palabras latinas Balnea duo, si bien otros con mayor fundamento suponen a dicha palabra contracción de las árabes Bal-al-nadur, que significa Puerta de las Atalayas.

Pero los árabes y los turcos, que son, entre los pueblos modernos, los que han conservado el uso más habitual del baño, le verifican de un modo diferente que nosotros. Al salir de él, entran por lo regular un un sudatorium o estufa caliente, por medio de conductos abiertos en el suelo, y desde allí vuelven a trasladarse al baño caliente, haciéndose antes frotar violentamente las articulaciones y todo el cuerpo con cepillos suaves y guantes de franela, y perfumarse con aceites y esencias exquisitas.

Parécenos que en la moderna Europa no fue tan general la costumbre del baño, y desde luego puede asegurarse que perdió el carácter de magnificencia que tuvo en lo antiguo. Sin embargo, a mediados del siglo pasado, un monsieur Alvert restableció en París, cerca del muelle de Orsay, una casa de baños, que aunque no más que mediana, obtuvo, por la novedad, una boga singular y fue considerada como un fenómeno de la industria. Su ejemplo no tardó en tener otros imitadores; multitud de establecimientos, en que el lujo y el buen gusto compiten a porfía, poblaron el río, las calles y plazas de aquella capital, de tal manera, que no sin razón se ha dicho que en París hay en el día tantos medios de lavarse como de volverse a ensuciar. -Hoy se cuentan en aquella capital ochenta casas de baños con dos mil doscientas setenta y cuatro pilas fijas, y mil cincuenta y nueve baños portátiles. Hay además cinco edificios vistosísimos en forma de barcos sobre el río, que tienen trescientos treinta y cinco baños fijos, y otros setenta y dos en el hospital de San Luis. Se calculan en cinco mil personas, tres mil hombres y dos mil mujeres, las que se emplean en el servicio de estos baños, y su producto al año, en diez y seis millones de francos (cerca de sesenta y tres millones de reales.)

La costumbre del baño, generalizada de nuevo en toda Europa, ha tomado en aquella ciudad, por las combinaciones de la ciencia y del buen gusto, un carácter tal de voluptuosidad y de encanto, que constituye un placer verdadero, no limitado, como entre nosotros, a la estación de verano y a una corta temporada, sino frecuentado durante todo el año, con lo cual pueden sostenerse y perfeccionarse cada día más tan numerosos e importantes establecimientos. En todo sucede lo mismo: la civilización y la cultura hacen nacer necesidades nuevas, que poniendo en circulación los capitales, alimentan la industria, dan aplicación a las ciencias y a las artes, y modifican y embellecen las costumbres públicas.

Deliciosa es sobremanera una visita a los baños de aquella encantadora capital. Los llamados turcos en forma de kioskos, cerrados con vidrios de colores y coronados de medias lunas; los griegos al rededor de un gran circo oblongo, iluminado por lo alto; los chinos con sus torrecillas armónicas; los numerosos establecimientos de Vigier y las escuelas de natación sobre el río Sena; los de Tívoli, elegantes y variados; las Neothermas, complemento de toda magnificencia en este género, dan una alta idea de la civilización de un pueblo que disfruta tan agradables recreaciones. Ni es sólo bajo este aspecto con el que deben considerarse; las ciencias físicas y químicas, haciendo aplicación de sus admirables investigaciones, han logrado reunir en ellos las diferentes aguas minerales, sulfurosas, aromáticas, ardientes, heladas, de todos los países y de todas las especies. Barèges, Baignères, Plombières, Aix, Spa, Bath, Neris, Saint-Amand, Baden, todos los manantiales, en fin, más famosos de Europa han sido copiados por los mágicos procedimientos analíticos y sintéticos de la química en los estanques del Tívoli francés. En las Neothermas se hallan también los baños egipcios, en donde los bañadores, perfumados y frotados de pies a cabeza por manos ágiles, como en el gran Cairo, adquieren una gran esbeltez y soltura en sus movimientos. «Las venerables dueñas (dice una descripción un poco alegre de este establecimiento) salen de él con el rosado de la aurora; los especuladores y usureros más comprimidos vuelven con una facilidad en sus movimientos, una movilidad en la espina dorsal capaz de dar envidia a los Hércules de teatro, y aun a los pretendientes del día».

Añádase a todas estas circunstancias, elegantes cafés y fondas, donde se sirven variados y exquisitos manjares y bebidas; jardines pintorescos, gabinetes de lectura, y una sociedad numerosa y amable; todos los agrados, en fin, que puede desear el ánimo más exigente, y se formará una idea aproximada del encanto de estos establecimientos en la capital del vecino reino. La costumbre de ella, difundida generalmente por la moda en todas las provincias, ha dado lugar a la creación de baños igualmente magníficos, y entre muchos que pudieran citarse, baste decir que los construidos últimamente en Burdeos han tenido de coste más de cinco millones de reales.

A este punto llegaba yo de mi discurso, cuando, harto ya de revolver mamotretos, tomar apuntes, refrescar memorias y asentar especies sueltas, tiré la pluma, tomé el sombrero y me planté en la calle, deseoso de vivificar con el frescor de la mañana mi acalorada imaginación. Pero como ella sea tal, que una vez ocupada de un objeto, tarde o nunca llega a desasirse de él, enderezome la voluntad al mismo punto y caso en que de antemano se revolvía, y me hizo sospechar que si de pensar en los baños nacía mi agitación, nada como ellos podría conseguir calmarla. Y no hubo más, sino que el alma así predispuesta, y el cuerpo en ayunas, una vez resuelto a buscar en el agua el perfecto equilibrio de mis humores, me dirigí a la primera casa de baños que a la mano tenía.




- II -

La calle de los Jardines estaba allí cerca; con que, a la calle de los Jardines fue mi dirección. No era sola, a, decir verdad, aquella razón de proximidad la que me inclinó a darla la prefencia; otro motivo aun más poderoso tuvo no poca parte en mi determinación.

Recordando con cierto placer el establecimiento de baños, acaso primitivo de Madrid, que hace algunos años frecuentaba yo en semejante temporada, deseaba saber si aun conservaba aquella disposición sencilla y sin disfraz que tanto satisfacía a nuestros padres; pensaba con interés (¿se creerá?) en los estrechos y sucios aposentos, las mezquinas pilas hundidas en el suelo, la desnudez absoluta de adornos y atavíos; y procurando desechar de mi imaginación el recuerdo de los magníficos baños extranjeros, como que intentaba rejuvenecerme en aquellas aguas esperando hallar en ellas... ¡qué delirio!... el placer y la alegría de mi niñez. -Mas ¡oh instabilidad de las cosas humanas! Aquella casa matriz, aquel establecimiento inmemorial y primitivo, que un día hubo de bastar a las necesidades de la corte de dos mundos, ya no existe, y de toda su forma material sólo me pudo ofrecer sobre la puerta de entrada el nombre que en lo antiguo le distinguía: «Casa de baños del Cura». Hic Troja fuit.

Por fortuna hallábame en calle donde me era fácil aún escoger entre dos establecimientos semejantes, el de la Cruz y el de Mena, que podrían muy bien suplir al que buscaba. Dirigime al primero, que me pareció semejarse más a la sencillez patriarcal que la extravagancia de mi imaginación me hacía desear en aquel momento; y con efecto, no quedó engañada mi expectativa, pues en toda su disposición, orden y, mecanismo me pareció tan idéntico al anterior, que no fui dueño a contener la persuasión de que el alma del cura, fundador de aquél, podría muy bien haber trasmigrado a la acera de enfrente.

Sin embargo, la influencia del sétimo mes del año, haciendo frisar el Reaumur en los treinta grados, la hora cómoda de la mañana, y la centralidad de la calle, habían llamado tanta concurrencia, que no cabíamos en los varios callejones de que consta aquel edificio, ni en el estrecho y menguado patinillo; de suerte que siendo insoportable el esperar un largo rato en aquel sudatorium, renuncié generosamente a bañarme en esta casa, y verifiqué mi traslación corporal a la inmediata del rincón, que me pareció algún tanto más en el progreso del siglo; pero muy luego hube de reconocer los mismos inconvenientes que en la anterior.

Sencillez y naturalidad en el aparato, eso sí; como podrían ser los baños en tiempo de Adán; media docena de sillas y un arcón supletorio para sentarse; una tinaja de agua, emblema del edificio; una sala interior, bien caldeadita, por supuesto, con los efluvios de los baños que la rodean, y hasta una docena de aposentos estrechos, conteniendo cada uno la menguada pila en que con dificultad una anguila podría revolverse.

Pero también grande concurrencia, mucha boga, mucho favor del público. Todo estaba lleno; con que, había que tomar billete y esperar turno y contar dos horas, sin otra distracción que el Diario o el espectáculo del interior del edificio, como si dijéramos el esqueleto de aquella máquina, reducido a la maniobra de dos hombres sacando agua cubo a cubo de un pozo de noventa pies de hondo para bañar el numeroso público espectador y expectante...

Yo no pude resignarme a aguardar en esta monotonía, y por otro lado, como ya había pasado mi hora, y estaba en ayunas, y sine Certere et Baco friget Venus, y en aquel sitio no se sirve más que el agua en seco, recordé que no lejos de allí estaba la calle del Caballero de Gracia, en donde tiene su establecimiento el famoso Monier, el Vigier de Madrid, a quien debe este pueblo los utilísimos baños portátiles, la fonda y gabinete de lectura a la parisién, y que, últimamente, en el presente año acaba de establecer en el Manzanares una escuela de natación y sitio de recreo bajo el nombre de Pórtici.

Dirigime, pues, a los baños del Caballero de Gracia, que ya conocía; entré en el patio: la concurrencia era numerosa y elegante; pero, resuelto a no salir de allí sin satisfacer mi deseo, tomé mi número 72 y me dispuse a aguardar el turno desde el 49, que era el último sumergido. Y considerando por una regla proporcional que esto no podía menos de dilatarse un par de horas, traté de invertir este tiempo lo más útilmente posible. El estómago obtuvo por entonces la preferencia sobre la cabeza; mas por fortuna pude complacerle con una taza de caldo y una copa de Jerez (circunstancia, entre paréntesis, que en vano hubiera deseado en otro de los establecimientos de esta clase en nuestra capital), con lo cual, restablecidas las fuerzas físicas, pudieron las mentales recobrar su equilibrio y ocuparme en hojear algunos periódicos nacionales y extranjeros. Pero era tan vario y animado el espectáculo que el patio me presentaba, que renuncié a la política (en lo cual no tengo que hacerme gran violencia) para entregarme al impolítico, papel de observador.

Yo no sé si será o no fundado mi capricho; pero nunca me parece más interesante una mujer hermosa que al salir del baño. Aquel sonrosado de las mejillas; aquel aspecto de pudor, de pulcritud y de molicie; aquel andar voluptuoso y descansado; aquella satisfacción del semblante, que parece gloriarse en sus perfecciones; aquella ligereza y descuido del vestido; aquella sencillez del peinado, y sobre todo, si un largo velo encubre a medias tantas gracias, y si brillan por entre los dibujos de su bordado dos hermosos ojos españoles, ¿quién no convendrá conmigo en la exactitud de la observación? Muchos, los más de los concurrentes, debían ser de este modo de pensar, pues no bien sentían ruido en cualquiera de los picaportes de los baños, se agrupaban en medio, y si veían aparecer una de aquellas deidades, dejábanla paso con una mezcla de admiración, de respeto y de amor; es verdad que por desgracia no siempre sucedía aquello, y tal solía ser la aparición, que por miedo de verla otra vez cerraban los ojos y tornaban la espalda con más rapidez que si fuesen deslumbrados por improviso relámpago.

Como en semejantes sitios se hallan conservadas las tres unidades dramáticas de acción, tiempo y lugar, los circunstantes, identificados por la simpatía de situación, se agrupan naturalmente, forman diálogos interesantes y concurren a la acción principal, sin perjudicarla por los numerosos episodios que de vez en cuando saltan a embellecerla. Esta escena, repetida todos los días, hace nacer una intimidad, una franqueza, en que sólo le aventaja un viaje en diligencia; y personas que según el curso natural de los sucesos tardarían en la sociedad algunos años para hablarse con satisfacción, suelen contraerla en cuatro días frecuentando unos mismos baños. Ya se ve, ¡son en ellos tantas las ocasiones para entablar correspondencia!

La cesión de una silla, el caer de un abanico, el reír de una figura extraria, los diálogos de los mozos, el ruido del agua, el calor, el toldo, el... hasta el folletín del Diario, cualquiera de estos asuntos sirven de pie para entrar en relaciones con una linda mano; además, entre el círculo de concurrentes en Madrid a todas partes, es tan regular conocerse todos, o de vista, o de oído, o de... de cualquier modo, que las más de las veces una simple ojeada de inteligencia dice discursos enteros; luego se recuerda una galop bailada juntos en Santa Catalina o en Abrantes; se habla de la ópera y del tenor nuevo; se ríe del Maniquí21; se cuenta con la correspondiente guarnición alguna anecdotilla del día; se pone en berlina a la persona que acaba de salir o se dicen dos palabras al oído acerca de la que acaba de entrar; todos estos nadas, oportunamente colocados, sirven de liga a voluntades inflamables, de imán a corazones sensibles, y luego al salir, una mano ofrecida para subir al coche, una sombrilla abierta, una cortesía hecha con gracia ¿Qué más para acabarse de abrasar?

Muy ocupado estaba yo en estas consideraciones mientras me figuraba leer la Gaceta -como si fuese cosa de interés- cuando un fuerte bastonazo sobre el papel vino a llamarme la atención. Siguiendo rápidamente con la vista la dirección del bastón, encontré que pendía de una mano pegada a un brazo de cierto amigo mío, de estos amigotes que uno tiene, que no sabe cómo se llaman, pero que acostumbra a pasear y reunirse con ellos en fondas, cafés, teatros, funciones públicas, toros y casas de baños; marqués sin título, militar de paisano, elegante talla, figura expresiva, traje noble, maneras distinguidas.

Este tal me saludó con la dicha franqueza, y sin hablarme más palabra, fue a conferenciar con el mozo; es cierto que no pude entender lo que decían; pero sí reparé en el recién llegado un aire de distracción e impaciencia, intermediados por algunas miradas dirigidas a cierto baño cerrado que tenía yo a mi izquierda. Revolvíame en conjeturas para adivinar la causa de aquella distinción, cuando abriéndose de repente el baño, acertó a salir de él una elegante figura de dama semejante al bosquejo que arriba queda trazado; hízonos una profunda inclinación, y aún estaba yo correspondiendo a ella, cuando el mozo llamó en alta voz al número 72. -«Aquí está» -contesté precipitado echando mano al bolsillo; pero aún no había acabado de articularlo, y ya el amigo del bigote me tenía agarradas entrambas manos y me conjuraba por nuestra amistad que le cediese el número, pues que le iba la existencia en entrar en aquel baño. Yo no dejo de ser complaciente; pero esto de irme sin bañar después de dos horas de espera, era algo fuerte; sin embargo, tales fueron las instancias, tales las protestas del camarada, que me vi obligado a hacer con él un convenio, cual fue el dejarle el billete, cediéndome él su coche para trasladarme a otros baños; y sin volver atrás la cabeza, salí renegando de la casa y de la fatalidad de ser amigo de todo el mundo.

-¡Qué necedad! (iba diciendo entro mí), ¡extraño modo de alimentar una pasión! ¡bañarse en el mismo baño que la persona amada! ¡éste es el non plus ultra, el necio ideal del amor!... Pero entre tanto, ¿será posible que esté yo condenado por todo el día al suplicio de Tántalo, viendo el agua sin poder disfrutarla? ¿será posible?...

-¿Adónde, señor?

-A la mejor casa de baños de Madrid; -y cerró la ventanilla y me dejó en paz.

Estaba yo ya cansado de establecimientos mezquinos y de baños de sol, de sudor y de vapores, y necesitaba respirar libremente y predisponer mi piel a la impresión del agua; ignoraba adónde el cochero me llevaría; pero siéndome conocida la elegancia de su amo, supuse que estaría versado en éste como en otros puntos; y con efecto, no me engañé viéndole dar cabo a nuestro viaje delante de una casa de moderno y elegante aspecto, por detrás de la parroquia de Santiago. -Éstos (me dijo al apearme) son los baños de la Estrella.

Un poco tarde, es verdad, amanecía para mí; pero me di por satisfecho de los pasados disgustos, cuando abriendo la persiana descendí por uno de los ramales de la doble escalera al salón de descanso. Al observar la bella disposición del edificio, su bien entendido compartimiento, el sencillo y elegante adorno del salón, la frescura del patio, los modales de los encargados del servicio, me felicité de encontrar este progreso en nuestra capital; y deseoso de comunicar con alguien mis sensaciones, me dirigí a un sujeto muy formal que acababa de dejar un periódico; entablamos, pues, un diálogo apologético de la casa, del cual vino a subseguirse el contarle yo mis cuitas de aquella mañana.

«No lo extraño (me decía el descansado caballero); yo soy un bañador veterano, que heredé esta costumbre de mi padre, que era de Valencia, y así qué conozco por menor todos los establecimientos de Madrid, y podría escribir la historia de su fundación. Figurarían en ella en primera línea los que V. visitó esta mañana, que se abrieron durante mi juventud, con gran asombro de nuestra población, acostumbrada hasta allí a bajar por sendos nueve días a sumergirse en el frío y seco Manzanares, bajo las casillas de estera que hoy han quedado únicamente como patrimonio de las modistas y artesanos; diríale también algo del famoso Berete y de su célebre casa en la plazuela de Lavapiés, y de la concurrencia que supo atraer a su puerta, nunca desocupada en aquel tiempo de calesines y simones peseteros, y hoy reducida al privilegio de refrescar por la módica suma de cinco reales las exterioridades de las abonadas de la calle de la Comadre o del rollizo tabernero del contorno. Todos los baños públicos de Madrid pasarían mi revista de inspección; los de la calle de la Flora, limpios, aunque mezquinos; los cesantes de la Victoria, en la Puerta del Sol; los antiguos de Santa Bárbara, que pretenden curar todas las enfermedades y otras muchas más; los vecinos de Oriente, más abajo de éstos, que fueron los primeros que dieron a conocer en Madrid el verdadero gusto y comodidad de estas casas; las suntuosas pilas romanas de la puerta del Conde-Duque, para el servicio sin duda de los vecinos de Hortaleza o Fuencarral; éstos, en fin, en que estamos, que, según mi corto saber y entender, son los mejores, y que han tenido la prerogativa de fijar mi thermophila persona».

-Todo está muy bien -replicaba yo-, y sin duda que revela un adelanto en la civilización de nuestro pueblo; pero ¿qué es ello todavía? Una docena de establecimientos entre buenos y malos, y en todos ellos unas ciento cincuenta pilas para servicio de un pueblo de doscientas mil almas. ¿Qué comparación tiene con lo que se ve en otros países? Y sin hablar más, le di a leer la parte primera de este artículo.

A este tiempo llaman a mi número, y al entregar mi billete, ábrese la persiana y baja precipitado la escalera mi amigo, el marqués, el de los baños de allá abajo, el del trueque, el...

-¡Cómo! ¿qué es esto? ¿viene V. a disputarme la vez aquí también?

-No, amigo mío, vengo a abrazar a V., vengo a darle las gracias, porque me ha proporcionado la mayor felicidad... lea V... lea V... y me dio a leer un pedacito de papel, en que había mal escritas con lápiz estas palabras misteriosas:

-«Esta noche... las nueve... dos golpecitos a la puerta... fidelidad, amor y secreto».

-¿Y qué tiene que ver con...?

-Detrás del espejo del baño ¿qué quiere V.? ¡el amor! éste es un medio como otro cualquiera.

-Ya no me extraño de que V. tuviera tal interés.

-Sí, amigo mío, todo lo debo a su bondad. Pero vaya V., vaya V. al baño; yo le aguardaré para conducirle en mi coche, y de paso podré contar a V. toda la historia. Advierta V. que se le recomienda el secreto.

-¡Ah! pero entre amigos íntimos...

-Tiene V. razón, señor de... ¿Cómo es su gracia de usted?

Entré en la pieza del baño; encontré en ella sillas para sentarme y colocar mi ropa, una mesa para poner el dinero y el reloj, espejo, cepillos, peines, sacabotas, una pila hermosa de alabastro: ¡yo estaba absorto!... creía no encontrarme en Madrid... Por fin, me metí en el agua y... callé.

(Agosto de 1835)