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ArribaAbajoEl trono, vacante de hecho desde hace más de un siglo, y España sin poder moderador. Necesidad de remover la dinastía, agotada

«Es manifiesto que para regenerarnos después de la caída había que llevar al poder hombres nuevos», dice el señor Lozano (don Fernando); de las consecuencias de no haberlo hecho así, añade, «es responsable la Corona» (t. II, páginas493-494).

Pero ¿de cierto era incumbencia de la Corona suscitar tales hombres nuevos? El señor Sánchez de Toca da a entender que sí, en el hecho de incluir entre las funciones propias de la institución real la de «descubrir y desarrollar las nuevas fuerzas sociales que puedan utilizarse como elementos de dirección y gobierno, etc.» (t. II, pág. 389). ¿Por qué no lo ha hecho así, ni intentado siquiera la Corona, con haberlo reclamado tan apretadamente nuestra caída, con háber ofrecido propicia ocasión al país? Porque, como el mismo señor Sánchez de Toca dice, el reinar, en el régimen parlamentario, «requiere excepcionales prendas de rey» para que éste cumpla su misión, intervenir personal y constantemente en el gobierno, presidir las contiendas de los partidos, no consentir la impunidad de las coacciones electorales, ejercer una acción moralizadora y justiciera sobre el país, mantener a todos en la obediencia de la ley, defender al pueblo contra los poderosos y saciar su sed de justicia, etc.; y en España, durante la última centuria y las postrimerías del antiguo régimen, «la virtualidad de la realeza fue puramente estética, habiendo estado reducida a funciones meramente pasivas» (t. II, págs. 388-393, y La Época, 19 de mayo de 1902).

¿Y por qué eso? Item. más: para algunos de los informantes, el caciquismo se ha engendrado principalmente en la inobservancia de cuatro o seis leyes promulgadas baldíamente en la Colección Oficial y en la Gaceta; ahora bien, una de las funciones constitucionales de la Corona es hacer que se cumplan las leyes, y ocurre preguntar: ¿por qué ha consentido la Corona que dichas leyes quedasen incumplidas? Han fundado otros el remedio al caciquismo y la convalecencia de la nación en los Tribunales, en el que el derecho de todos encuentre en ellos seguro eficaz contra todo género de perturbación, sin preferencias de personas, sin estímulos utilitarios, sin prevaricación: sabemos que otro de los oficios de la Corona según la Constitución es cuidar de que en todo el reino se administre pronta y cumplidamente la justicia: ¿por qué no ha tenido ese cuidado la Corona y ha dejado que los Tribunales fuesen dependencia de la oligarquía, instrumento para servir a los amigos y ofender a los adversarios?

¿Sería que la Corona hubiese confundido su interés con el de la oligarquía, tomando partido contra la nación? El señor Gil y Robles insinúa que la realeza, «por torpe conveniencia y con su cuenta y razón, ha entrado en la conjura oligárquico-caciquil, de cuya jerarquía (dice) goza la presidencia, honoraria, bien que no gratuita, sino harto onerosa para el pueblo» (t. II, págs. 148 y 163). El señor Calderón habla también de una íntima indisoluble alianza de la realeza con los oligarcas, viendo en ella «la clave de bóveda del edificio caciquil» (t. II, págs. 47-48). El señor Sánchez de Toca, que querría eximir de toda responsabilidad a la dinastía, echando la culpa entera a los señores feudales, contesta a última hora -contestación de circunstancias-: porque oligarquías más poderosas que la realeza misma relegaron la institución a segundo término, haciendo de ella un instrumento pasivo, especie de Mikado abstracto y ocioso147. Pero, realmente, esto no es contestar: es eludir la contestación; como advierte en la Información el señor Benito, aun en la hipótesis del secuestro de la prerrogativa, resulta la Corona «cómplice, consciente o inconsciente, de la obra de destrucción y aniquilamiento llevada a cabo por caciques y oligarcas» (t. II, pág. 122). En efecto, ¿por qué la realeza se dejó anular, relegar a segundo término, despojar de sus atributos, como cualquier Thierry II de la dinastía merovingia o como otro Enrique IV en efigie sobre el cadalso de Ávila? ¿Ni en qué exculparía eso a la dinastía de haber seguido gozando un puesto que no ocupaba? Ya el mismo señor Sánchez de Toca le tenía trazada la línea de conducta que en tal coyuntura le cumplía y cumple seguir: «al príncipe que así entendiera el reinado [como máquina de firmar, como soberanía fingida, con funciones de mayordomía de Ministerios] valiérale más apresurarse a descender por abdicación espontánea de las gradas del trono...» (t. II, página 393).

Para mí, la verdadera respuesta pudiera ser así: porque la dinastía se agotó temprano, sin que en más de cien años haya tenido un solo hombre que dar a su país de adopción, el cual ha venido a ser en la historia del mundo ejemplo de una monarquía sin monarca y de un Estado sin poder moderador. Apunta el señor Conde y Luque en su informe oral que «faltando, como falta, opinión pública en España, el rey debería intentar encarnarla en casos concretos, etcétera» (t. II, pág. 461). Pero ¿qué habían de encarnar un imbécil como Carlos IV, un demente malvado como Fernando VII, una niña sin edad o una mujer sin discernimiento como Isabel II, mozos impíamente arrancados a sus estudios y a sus juegos como Alfonso XII y Alfonso XIII? Hubo un tiempo, hace cosa de cinco años, en que el señor Silvela miraba por el mismo prisma que el señor Conde y Luque eso de la representación personal de la opinión por la realeza a propósito precisamente de la oligarquía, queriendo que, pues carecemos de cuerpo electoral, se penetrara el poder real de los impulsos de la opinión para dominar en nombre del pueblo los feudalismos políticos y parlamentarios (págs. 49-50); mas ahora, con los hechos ha mudado también la doctrina, y son ya esos feudalismos quienes deben seguir dominando y el rey quien debe seguir encogido de hombros lo mismo que sus inmediatos antecesores: «No exageremos las cosas, dice: no saquemos el problema de su quicio ni pongamos desde aquí en el alma del pueblo español esos temores sobre la situación del rey a los dieciséis años y sobre los destinos de la nación, entregada a su inexperiencia; esto estaría bien, repito, en 'El ayo del príncipe' u otro tratado parecido del siglo XVII, frente a una monarquía tradicional y absoluta, pero no tiene sentido en una monarquía parlamentaria y representativa, en la cual el gobierno se ejerce por los partidos, por la opinión pública y por las fuerzas del país», en que «la responsabilidad de todos los actos del monarca» recae sobre «los partidos y sus jefes, sobre los hombres públicos que, dentro de una Constitución democrática y de unas leyes como las que constituyen nuestra organización, tenemos puesto el ejercicio del poder público positiva y evidentemente en nuestras manos148». -Únicamente así, referida la persona de quien se trata al «tipo de rey zángano y holgazán» del señor Sánchez de Toca, que éste en nombre de la ciencia recusa y condena (t. II, pág. 390), tendría explicación aquel acto de demencia de 17 de mayo [1902]. Pero creo más puesto en razón y más ajustado al propósito y a la letra de la Constitución escrita el dictamen contrario del repetido publicista, quien, sobre la tesis de que la acción personal del rey es menos necesaria en la monarquía del antiguo régimen que en la parlamentaria (t. II, pág. 391), combate «el supuesto de que el régimen parlamentario hace más expedita la acción directiva del rey» que el antiguo régimen, considerando extralegales «ciertas teorías con que la clase parlamentaria envuelve como vegetación parasitaria al régimen constitucional, y por las cuales se presupone a los monarcas autómatas que sólo saben firmar, fantasmagorías del derecho público que no menean brazo ni cabeza sino a impulso ajeno, de manera que de la potestad real no tengan sino el nombre vacío de rey y un trono y majestad tan de burlas, que los que ponen en movimiento el fantoche resulten los verdaderos señores y reyes149».

¿Será, por ventura, que el señor Sánchez de Toca exagera el papel de la Corona, influido aún por añejos prejuicios de las viejas escuelas tradicionalistas? No; que ahí está el señor Azcárate, acreditando que el oficio de rey, o dicho en términos de generalidad, la jefatura o presidencia del Estado, representa todo un poder sustantivo, propio y distinto del legislativo, del ejecutivo y del judicial, y que las funciones a que está llamado por ley de su naturaleza son tan esenciales como las de cualquiera de éstos150. Esas funciones, esenciales siempre, esencialísimas y vitales en nuestras circunstancias, para las cuales la Constitución instaura un órgano especial (el jefe del Estado), el señor Silvela querría que las ejercieran contra sí propios, como sujetos activos, los que la Constitución quiere que sean sujetos pasivos; que el Gobierno se fuerce a sí mismo a ejecutar las leyes, y si no lo hace, se destituya; que los partidos y sus jefes, es decir, los oligarcas y caciques mismos, y como parte y porción de ellos, los jueces y los magistrados, cuiden de que se administre pronta y rectamente la justicia; que las crisis de Gobierno las resuelvan los mismos Gabinetes salientes, dando la razón contra sí al Parlamento y admitiéndose a sí propios la dimisión, y los ministros nuevos se nombren ellos mismos o sean nombrados por los que dejan de serlo; que el Parlamento, encarnación de los partidos, se condene y disuelva a sí mismo, juez y parte a un mismo tiempo, o condene por el contrario a la opinión, cuando se plantee el caso de un desacuerdo o conflicto entre ellos; que el veto, otra prerrogativa constitucional, recordada aquí por el señor Conde y Luque, lo ejerza el Gobierno contra sus propias mayorías, contra sus propios proyectos hechos ley. El rey... una estampilla de caucho para partidos, para ministros, para Parlamento, para caciques y oligarcas.

No, señor Silvela: el problema es demasiado grave para que sea lícito resolverlo suprimiéndolo. El papel que en el reparto hecho por la Constitución ha sido distribuido al jefe del Estado no puede ser representado por ministros, por magistrados, por senadores ni por diputados. Ni es un papel pasivo, mero adorno de la Corona, del cual pueda prescindirse, pues se creó para algo práctico y positivo, «para que el orden y la justicia reinen en todas partes y la libertad y seguridad de los ciudadanos puedan ser protegidas contra la violencia o las malas artes de los enemigos del bien público», según expresa la Constitución de 1812 en el § XXIII de. su preámbulo o discurso preliminar. Ni, por otra parte, basta la materialidad de saber firmar para desempeñarlo. Esas funciones que decimos esencialísimas y vitales encomendadas al rey por la Constitución son, por lo menos, tan difíciles, a menudo mucho más difíciles, que las cometidas a los demás poderes; y si un niño no puede ser ministro, juez, legislador, jefe del Gobierno, menos puede ser jefe del Estado. Esta verdad acaba de tener una bien dolorosa confirmación en nosotros mismos: quien dude, no tiene más sino mirar; mirar hacia España: si vis monumentum, adspice. Pasiva y ociosa la realeza desde la cuna del llamado régimen parlamentario, el Estado, según el señor Sánchez de Toca (t. II, pág. 391), tenía por fuerza que desquiciarse; y, efectivamente, se ha desquiciado. Ahora, el manantial de esa pasividad se renueva, y un presidente del Gobierno entiende consolarnos poniéndonos el inri. Mentiría, dice el señor Maura, quien pretendiese «que un niño de dieciséis años no sólo va a poder ejercer las prerrogativas atribuidas a la Corona por la Constitución, sino que va a poder suplir la ausencia de las Cortes, de los comicios, de la oposición, de la prensa y de los partidos; que va a poder hacer veces de todo esto151». Es decir: que el único firme donde podría acaso cimentarse la desquiciada máquina del Estado para recomponerla es el poder del jefe del Estado, pero que entre él y la nación ha vuelto a interponerse, por fatalidades históricas, una familia parasitaria para estorbar el que España se reconstituya y se salve. Para ser desgraciados en todo, ni siquiera ese infortunio ha querido perdonarnos el adverso hado de nuestra patria. Cuatro generaciones sin jefe, y se empantanó la nación, y rodó después toda la pendiente, hasta embarrancar y anegarse en las aguas de Cuba: ¡pues sin jefe otra vez! En hora tan aciaga, cuando más necesitábamos de condiciones personales sobresalientes en la cabeza del Estado para intentar la empresa casi loca de sacarlo otra vez a flote y reponerlo de sus quebrantos, se nos ofrece esta burla cruel: ¡un menor de edad, que sabe leer y escribir!152.

El nudo no tiene ya más que una solución: cortarlo; o una renuncia como la de don Amadeo o un destronamiento como el de doña Isabel. La dinastía no puede ya redimirse: cuando no le faltara materia, le faltaría tiempo para nuevas pruebas. Urge renovar el personal gobernante de los últimos treinta años, hemos dicho antes; incluso, añadimos ahora, la representación actual del poder moderador. La renuncia es un deber hasta de conciencia en la dinastía. La revolución es un deber hasta de conciencia en el país. Como dice don Lorenzo Benito, «el régimen actual está total e irremediablemente agotado y lo que procede no es ya intentar su depuración, sino su erradicación» (t. II, página 121). Una revolución de abajo que remueva de su asiento a la dinastía y movilice las últimas reservas de la patria es absolutamente necesaria: así lo afirma, con otros, el señor Azcárate (t. II, pág. 525), y lo demuestra concluyentemente el señor Calderón (t. II, págs. 47-52).

Cierto, una revolución de ese género no se halla exenta de inconvenientes y peligros; el mismo informante citado últimamente se adelanta a reconocerlos y a representárnoslos: en el interior, la guerra civil; de fuera, la intervención (t. II, pág. 51). En contemplación a ellos, y a condición siempre de que la Corona volviera en sí y promoviese sin perder minuto la rápida, honda transformación del Estado que proclaman todos como necesaria, transigíamos algunos, temporalmente y a título de mal menor, con la continuación del statu quo153 y proponíamos que se aplazase la declaración de mayor edad del rey154. A propósito de esto último, reconocía La Época que «efectivamente, la edad de dieciséis años es corta para las graves funciones que incumben al poder soberano»; pero dudaba que las ventajas que pudieran seguirse de la reforma del artículo constitucional fuesen mayores que sus inconvenientes, siendo esto tan claro, añadía, que «sólo, el señor Costa ha propuesto formalmente que se llevase a cabo esa modificación155».

Reconozco que, probablemente, La Época tenía razón: para lo que se ha visto que había detrás, la reforma propuesta carecía de todo alcance sustancial y no podía alterar de un modo apreciable, ni para bien ni para mal, el estado actual de las cosas, pudiendo repetirse el «tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando». Pero nosotros nos hemos cargado de razón. Y hemos podido traducir autorizadamente «la última tregua» del señor Canalejas en «el fin de la última tregua» del señor Costa156. Sin duda ninguna, son grandes los riesgos de llevar a cabo la revolución de abajo; pero son mayores los de tener secuestrada la revolución de arriba. Cada hora que hemos tardado en ponernos en movimiento camino de Europa ha sido un paso más en dirección a África. La continuación del régimen actual, haciendo irredimible nuestra inferioridad, consolidando nuestra condición de vencidos, es guerra civil y es intervención extranjera todo en una pieza.




ArribaAbajoLas Cortes Españolas no son miembro de la nación, sino herramienta de la oligarquía. No se adelantaría nada con reformar su base, apartando de ellas al Gobierno

Fuera quizá del señor Gil y Robles (t. II, pág. 162), nadie en la Información ha pensado que fuese solución practicable y justa al problema de la Memoria el reducir la orgánica constitucional de nuestro Estado a mero poder personal, sin sombra de instituciones representativas; y fuera quizá del señor Dorado (t. II, pág. 286), nadie ha vuelto sobre la idea de Macías Picavea de suspender el funcionamiento de las Cortes por un cierto número de años. Con más o menos reservas, que en su lugar analizaremos, los informantes consideran de esencia dichas instituciones y se resisten a renunciar, temporal ni perpetuamente, a ellas.

Lo que sí defienden algunos, con la Memoria de la Sección, es la conveniencia de mudar la base sobre que ahora se asientan las llamadas Cámaras Legislativas, o de otro modo, el carácter y concepto del régimen de que forman parte. El señor Pi y Margall, por ejemplo, cuenta entre las medidas hoy por hoy más eficaces contra la oligarquía «la transformación de nuestro mal llamado régimen parlamentario en régimen puramente legislativo», a causa de los vicios que en las actuales Cortes denuncia (t. II, págs. 231-232). -Con esta opinión se da la mano otra del señor Royo Villanova, conforme a la cual «España no podrá pensar en regenerarse mientras no desaparezca de raíz el régimen parlamentario, que es el instrumento del caciquismo», y sea sustituido por el representativo (t. II, págs. 337-338). -A favor de la misma reforma aboga el señor Bonilla San Martín, puntualizando desde luego las materias a que debería contraerse la función de las Cortes y el modo de su intervención en la formación de las leyes (t. II, pág. 33). Por parecido estilo los señores Casaña (t. II, pág. 76), Benito (t. II, pág. 131), Perier (t. II, pág. 224), Sanz Escartín (t. II, pág. 402). -El señor Rahola piensa que el caciquismo recibiría un golpe de muerte si las Cortes se celebrasen fuera de Madrid -en Zaragoza, v. gr., sin necesidad de trasladar precisamente la capitalidad del Estado-, con prohibición de que los ministros asistiesen a ellas, manteniéndose la independencia entre el poder legislativo y el ejecutivo, como en las antiguas Cortes de Aragón (t. II, pág. 322-323)157.

Pero... Los señores Gil y Robles, Azcárate, Dorado y profesores de Oviedo se levantan contra la tesis, haciéndonos ver cómo una reforma así, que parecería alterar fundamentalmente la organización política del país, ni siquiera llegaría a notarse, dejando las cosas como están. «El régimen presidencial, dice el primero, no será obstáculo a que por debajo y detrás de los puntos y medios constitucionales de conexión y enlace entre los poderes públicos, se establezcan uniones clandestinas, y por lo tanto, un parlamentarismo oculto, pero efectivo, en el cual se injerirán burguesía y caciquismo como en el sistema parlamentarista franco y abierto»: al Ministerio le importará tener una mayoría propicia en las Cámaras lo mismo que ahora, y aun puede decirse que más, por el mayor riesgo de que, no hallándose él presente, se le demande, dicte leyes contrarias a sus conveniencias y deseos, o le haga difícil la situación económica: el precio del trabajo y campañas electorales seguirán siendo los puestos públicos y demás recompensas de la feudalidad representativa constitucional; y los ministros, sin pisar el Parlamento, dispondrán de él a su antojo con los mensajes escritos, como con la charla y el voto desde el banco azul (t. II, págs. 159-162). -«Aun en los Estados Unidos, agrega el señor Azcárate, se ha impuesto la realidad, pues aquella relación que debe existir por lógica natural entre el poder legislativo y el ejecutivo, y que se mantiene aquí en Europa de una manera franca, se da allí también, sólo que realizada por medios indirectos y tortuosos, haciendo que actúen en las Comisiones los amigos del presidente de la república, y sobre todo del presidente de la Cámara, investido allí de unas facultades que no tiene en ninguna otra parte»: hecha aquí la reforma que se preconiza, el caciquismo hallaría medios fáciles de relacionar los dos poderes, sólo formalmente independientes entre sí, y de subordinar el legislativo al ejecutivo lo mismo que ahora (t. II, pág. 528). -El señor Dorado estima también que si las personas habían de seguir siendo las mismas de ahora, las cosas no variarían porque se cerrara el Parlamento o se limitase su competencia, porque los caciques lo adaptarían todo para afianzar su dominación y el logro de sus conveniencias (t. II, pág. 286). -«Todo seguiría igual, si no se ponía peor», concluyen los señores Altamira, Buylla, Posada y Sela (t. II, pág. 93).

Yo veo aquí algo como aquello que expresa un refrán portugués: «en la casa donde no hay pan, todos riñen, ninguno tiene razón». ¡Falta materia para Cortes, ora del tipo parlamentario, ora del tipo presidencial, y por eso todo es mohína entre nosotros, y nos es tan difícil entendernos! No hay cuerpo electoral, dicen a coro los informantes. Consecuencia: no puede haber elecciones ni Parlamento, en el sentido que tales vocablos tienen en Europa: esto es una verdad de Perogrullo. Y no pudiendo haberlos, no los hay. El presidente del Consejo de Ministros, según el señor Conde y Luque (t. II, págs. 458-459); el rey, según el señor Sánchez de Toca158, «hacen las veces de cuerpo electoral». «A falta de una verdadera voluntad nacional, dice el señor Calderón, se fabrica una mentira, que es la voluntad del oligarca» (t. II, pág. 37); y claro, esos «Cuerpos legislativos, que se llaman representación de la nación, no son otra cosa, según nota el señor Isern, que representación de la oligarquía imperante» (t. II, págs. 185-186), una «reunión de encasillados y de consentidos, añade el señor Royo Villanova, o si se quiere hablar con sinceridad, de encasillados pura y simplemente, porque el Gobierno fija por adelantado los puestos que se han de conceder a las oposiciones» (t. II, página 335)159. Por esto, solamente un extranjero que no estuviese en antecedentes podría encontrar paradójico el resultado de nuestras «elecciones», según lo formula el señor Conde y Luque: «en vez de subordinarse los elegidos a los electores, son éstos, que se cuentan por millones, los sometidos a los diputados, que se cuentan por cientos» (t. II, página 460).

En su testimonio, el señor Royo Villanova caracteriza el régimen español por el hecho de que «así como en Francia y en Inglaterra el Parlamento es antes que el Gobierno y de las Cámaras salen los ministros, aquí el Parlamento se hace después que el Gobierno y a gusto y medida de éste, por el cómodo sistema del encasillado, resultando que no representa al país de un modo auténtico...» (t. II, pág. 335; cf. el testimonio del señor Perier (t. II, pág. 224). Es decir, que el sistema constitucional de España es lo mismo que el sistema constitucional de Francia e Inglaterra, sólo que es todo lo contrario. -No es régimen constitucional parlamentario, como el de esas dos naciones, porque aquí el jefe del Estado nombra libremente a los ministros, sin hacer cuenta con las Cámaras más que, si acaso, para disolverlas; no es régimen constitucional puro o representativo, como el alemán o el norteamericano, porque aquí los poderes no están separados, sino que dependen de uno, que es el ejecutivo; no es régimen constitucional de ningún otro tipo, porque las Cortes no son elegidas, sino nombradas, siquiera el nombramiento se disfrace de elección. ¿Qué es, pues, cómo se clasifica esa manera de gobernación característica de nuestro país? El señor Pi y Margall dijo de él: «es un régimen bastardo, sin posible clasificación» (pág. 46). Nosotros lo hemos definido así: unas seudo-Cortes, una Asamblea de siglo XV, donde la vigente feudalidad convive, poniendo en contacto a todos los feudatarios para el efecto de proveer al equitativo reparto y disfrute del país y asegurarlo y regularizarlo; es además y juntamente con esto una ficción política: la ficción de una institución de selfgovernment, que representara la voluntad conscia del país; el disfraz constitucional con que nos presentamos vestidos ante Europa (págs. 40-46). Es la misma respuesta que arroja de sí la Información.

¿Por qué, sin embargo, los más de los informantes se pronuncian contra la Memoria en este punto, creyendo defender en lo existente la causa de la libertad, «nuestra gran conquista política del siglo XIX», el régimen parlamentario? Porque al instaurarlo, con intención de que fuese eso, los autores de las primeras Constituciones adoptaron, naturalmente, el tecnicismo europeo, y a fuerza luego de escribir y pronunciar los nombres -opinión, libertades públicas, partidos políticos, Constitución, elecciones, Parlamento, régimen parlamentario, Administración de Justicia, Poder ejecutivo, etc.- han llegado a abrir surco en nuestro cerebro, se han apoderado de nosotros, hasta hacernos ver como cosa real y de bulto lo que no es más que pintura y buena voluntad. ¿Cómo, si no, tendríamos a España por un «Estado constitucional», que encarna los cambios y matices de su voluntad en «partidos», que abre periódicamente los «comicios», que realiza sus fines por medio de sus poderes «legislativo», «ejecutivo», «judicial» y «regulador» o «moderador», y en el cual el pueblo es dueño de sí mismo? «Toleramos el despotismo porque se encubre con las vestimentas del régimen constitucional, dicen los señores Martínez Alcubilla» (t. II, pág. 247). ¡Pocas veces una forma habrá ejercido mayor influjo en la suerte de los pueblos! Esos nombres, engaño de nuestra quimera constitucional, que debieran ser nada más imágenes sensibles de nociones espirituales, se han trocado en verdaderas energías, en una representación activa que reobra sobre nuestro espíritu, dándonos la impresión de algo que no existe; y constituirán durante mucho tiempo uno de los mayores obstáculos en que ha de tropezar la concepción real de la forma política de nuestro Estado160. Gran parte de la culpa alcanza a las Universidades: lo que sobre organización política de España enseñan a la juventud es un solemne embuste de la Gaceta: en cambio, de la real y verdadera constitución no le dicen nada. Los catedráticos, con alguna rara excepción quizá, son los principales responsables de que se perpetúe ese convencionalismo criminal que ha postrado a la nación y la tiene en trance de expirar.




ArribaAbajoLa nación es menor de edad y no puede gobernarse a sí misma

Antes de pasar adelante, conviene que insistamos en esta tesis de la Memoria, reproduciendo los siguientes párrafos del Informe-resumen:

«Sea efecto de retraso, por haberse paralizado en su crecimiento los componentes de la sociedad española, sea efecto de una recaída morbosa, o de ambas cosas a la vez, es el hecho que nuestro Estado político, a diferencia de los de Inglaterra, Alemania, Holanda, Bélgica, Suiza, Francia y otras naciones del continente europeo que salieron ya de la menor edad, es el que corresponde en la evolución de los organismos a la edad de la infancia. Mientras esos sus hermanos crecían, haciéndose buenos mozos, robustos y bien conformados y con discernimiento para gobernarse a sí propios, el pueblo español se ha ido quedando desmedrado, no representa la edad que tiene; es lo que dice en su informe la señora Pardo Bazán, 'como un niño deforme y paralítico'.

»La consecuencia inmediata es que nuestra nación no puede gobernarse a sí misma; por tanto, que alguien ha de gobernar por ella, que alguien ha de suplir esa falta de capacidad de obrar que caracteriza a la infancia, en los pueblos lo mismo que en los individuos. Y corolario de tal consecuencia: que ha sido impropio, y una infracción del orden natural, empeñarse en vestir al Estado español con las formas políticas del selfgovernment, que aun naciones maduras y sanas sobrellevan con dificultad; que por tal razón, el Parlamento no ha sido nunca entre nosotros una realidad; que eso que designamos con aquel nombre es una sombra, una apariencia y como representación dramática, obra exclusivamente de la fantasía, con la cual habremos podido engañarnos y sugestionarnos a nosotros mismos, pero no hemos podido engañar a la historia; testigo: el tratado hispano-yankee de París. Según todos los grandes maestros de Europa, el régimen parlamentario es el gobierno del país por el país; supone, por tanto, necesariamente que el país sabe gobernarse, y de consiguiente, que es mayor de edad; supone, en suma, un cuerpo electoral. Ahora bien; en España tal cuerpo electoral no existe, por más que lo hayamos pintado en los Boletines Oficiales de las provincias.

»Cuando en marzo último hacía yo aquí esta afirmación; cuando en la Memoria de la Sección escribía que la nación española no ha llegado todavía a aquel grado de su evolución política en que los nacionales son ciudadanos conscientes, y por tanto electores, se decretaban unas nuevas elecciones generales. Esas elecciones han tenido lugar hace tres semanas [19 de mayo 1901], y han sido la más brillante confirmación que pudiera desearse de la Memoria; en ellas, la nación ha exclamado a coro, en un grito verdaderamente plebiscitario: 'El señor Costa tiene razón: carezco de electores, y por eso, no por ninguna otra causa, se han quedado vacías las urnas'. Chocábales a los periódicos ver al pueblo de Madrid derramarse aquel día, que era domingo, fuera de sus casas, por calles, plazas y alrededores, pletórico de vida (de vida individual quiero decir), pasando indiferente por delante de los colegios electorales, en demanda de la plaza de toros, del parque del Retiro, de la Exposición de Bellas Artes, de la pradera de San Isidro, de los merenderos de la Bombilla, de las alamedas de la Florida; y decían, como El Liberal, que 'las elecciones del día 19 no han llegado al pueblo, y que si en alguna población ha habido lucha, esa lucha se ha sostenido exclusivamente entre caciques'; o como La Correspondencia de España, que 'la nación ha renunciado una vez más a declarar su voluntad, a ejercitar sus derechos políticos'. No; el pueblo no ha renunciado derecho alguno; lo que ha hecho es abstenerse de funciones públicas que leyes abstractas, engendradas fuera de toda realidad, le habían encomendado y que no se hallaba en aptitud de desempeñar. Ese bullicio y algazara en derredor de los colegios electorales y ese silencio dentro; esas urnas sin votos, repletas si acaso de papel, introducido por la mano falsaria y criminal de los oligarcas; esa ausencia indeliberada del pueblo, valen por todo un programa y por todo un tratado de política, y son el complemento obligado de esta Información, que recibe de ellos su mayor fuerza y su mayor luz.

»¡Y con tales ingredientes pretendíamos levantar un Parlamento! ¡Y una masa así nos empeñamos en que se gobierne a sí propia, y que haga más aún que gobernarse, que se regenere a sí propia, reviviendo una nación moribunda, desahuciada por Europa! Asombra que tarden tanto en penetrar en los entendimientos verdades tan elementales, diría casi tan de Perogrullo, como éstas: que si la oligarquía y el caciquismo son síntoma de un estado social de retraso, de infantilismo, de barbarie, España, como Estado oligárquico que es, no puede tener ciudadanos conscientes, electores, ni, por tanto, régimen parlamentario, y porque no puede tenerlos no los tiene, y mal podrían acudir a los colegios electorales; que si tuviese electores, votarían, por encima de todos los ministros de la Gobernación y de todos los ejércitos del mundo, derribando a quien se lo pretendiera estorbar u osara falsear el sufragio; y teniendo electores, teniendo ciudadanos que sentían sus derechos políticos y los ejercitaban o los vindicaban con el mismo ardimiento con que ahora sus derechos civiles, el hogar o la propiedad, es que el pueblo había adquirido 'la capacidad de obrar', es que había llegado a la edad del discernimiento, y la forma de gobierno sería la propia de tal edad, no sería la oligarquía, propia de un estado constitucional retrasado, y por añadidura enfermo: por tanto, no tendríamos cuestión, y a nadie se le habría ocurrido promover una Información del género de ésta, como no se ocurre promoverla en Inglaterra.

»El hecho, reconocido casi unánimemente en esta Información, de ser la forma política del Estado español un absolutismo oligárquico, lleva consigo el reconocimiento implícito de que España no se halla en aptitud de ejercitar el derecho político de sufragio, de desempeñar funciones electorales; y como decir 'Parlamento' y decir 'cuerpo electoral' es una misma cosa, no siendo más posible un Gobierno parlamentario sin electores que un pavo trufado sin pavo; y como, por otra parte, un cuerpo electoral no se improvisa con la misma facilidad con que se han improvisado nuestras Constituciones políticas, sino que pide una labor asidua e intensa de muchos años, acaso más de una generación -es de toda evidencia que hay que buscar solución al problema de la tutela social de nuestra nación fuera de las instituciones parlamentarias. Admitiendo que constituyan éstas el ideal, alguien ha de sustituirlas, alguien ha de hacer sus veces, así en la obra ordinaria de la gobernación como en la extraordinaria de levantar y reconstituir a España, mientras se crea ambiente para ellas, mientras el cuerpo electoral se forma, mientras la nación sale de su menor edad y recobra la salud».

***

Esto supuesto, ¿quién debe ser ese alguien? Con la doctrina de Stuart Mill, la respuesta sería bien sencilla: cuando un pueblo no puede sostener el Gobierno representativo, por carecer de capacidad o de voluntad para cumplir los deberes y funciones que su ejercicio impone a los ciudadanos, o por desconocer el principio de obediencia, o al revés, por una extremada pasividad, que lo predispone a someterse a la tiranía, o por vicios positivos en el carácter nacional, por incultura, etc., es necesaria, a juicio del afamado publicista británico, la dictadura161. Pero aquí, por estos o por aquellos respetos, aunque nos faltan aquellas condiciones, es pie forzado, según hemos visto, erigir al lado del gobernante personal un cuerpo político a que se dé nombre de Parlamento, para que sea él, en calidad de Convención nacional, quien lleve a cabo la revolución de arriba (t. II, pág. 44), o en calidad de Cortes ordinarias, quien la legitime (t. II, pág. 16).

He aquí cómo ha sido abordado el arduo problema en la Información, y el modo como se entiende conciliar sus contradictorios términos.




ArribaAbajoIdealización del encasillado y su relación con la tutela social de la Memoria. Disolución de las Cortes caso de que estorben

Empezaremos por la concepción política del señor Calderón (don Alfredo).

La iniciativa que ha de salvarnos, dice, no puede nacer en el pueblo, menor de edad, incapacitado, necesitado de dirección y de tutela. No cabe esperarla de los políticos ineptos y corrompidos que nos llevaron al desastre. Tampoco de un genio extraordinario, de un hombre-providencia, artista de naciones, especie de semidiós, imposible de producirse en un pueblo tan desprovisto de aptitudes políticas, que no ha sabido engendrar un mediano administrador desde Floridablanca, ni un verdadero hombre de Estado desde Cisneros, y donde, si naciera, lejos de encontrar punto de apoyo para su empresa casi sobrehumana, todo le sería hostil.

Sin duda ninguna, un gran cerebro representativo, mandatario del alma nacional, es indispensable. Pero no habiéndolo personal, que cierre, por arte casi de teúrgia, el mortal paréntesis abierto en nuestra historia hace cuatro siglos, hay que suplirlo por un colectivo, juntando en asamblea a las personalidades más salientes que tienen en la sociedad española valor propio y verdadera representación. A quien objetase la incapacidad de las asambleas para realizar las grandes transformaciones sociales y redimir a las naciones en las grandes crisis de su historia, el señor Calderón le contesta con el famoso Parlamento Largo, de Inglaterra, la Constituyente y la Convención, en Francia, y las Cortes de Cádiz, en España, que resisten la comparación con los Colbert, Cromwell, Pedro I de Rusia, Hardenberg, Iwakoura, Cavour, Thiers, etc.

¿En qué forma deben designarse esas notabilidades que han de componer la Asamblea? ¿Por vía de nombramiento?, ¿o por vía de elección popular?

La pregunta parece que huelga: no hay términos para la opción. El pueblo sigue siendo menor de edad; la naci6n, desacostumbrada del ejercicio del querer, no tiene voluntad: no existe cuerpo electoral; y nada de eso se improvisa en un día: por consiguiente, cabrá simular unas elecciones, pero hacerlas, no. Sin embargo de esto, existen razones que recomiendan el procedimiento electoral, pasando por lo de la simulación y con su encasillado y todo. Aquella parte del pueblo español que tiene una voluntad y sabe manifestarla, ve con eso respetado su derecho. Él país es llamado, invitado, excitado a trabajar en su propio remedio, en vez de serle éste aplicado desde lo alto sin contar para nada con él. Una buena parte de la opinión colabora así con el Gobierno en el común empeño. Para el resto, para la masa general, entumecida y adormilada, las elecciones son un saludable excitante. La ficción electoral, que no se propone en este caso engañar a nadie, tiene un carácter y un valor pedagógicos. Se asemeja a aquellas escenas preparadas de antemano con que el maestro de Emilio trata de inculcar en el alma de su discípulo los principios de la moral en el gran libro de Rousseau. Es una lección de cosas, una propaganda por el hecho del régimen parlamentario. Viendo objetivada su voluntad racional, la que debería tener, de esperar es que el pueblo se sienta movido a tenerla efectivamente. El hombre de conciencia más escrupulosa puede y debe aceptar un acta, que si no es -y nadie lo pretende- fruto de una voluntad que aún no existe, lo es, por opinión unánime, de la que debiera existir.

Imaginémonos ahora una situación plenamente revolucionaria, y un Gobierno provisional investido, por la fuerza de las circunstancias, de facultades discrecionales. Toda la legalidad política, Constitución y leyes orgánicas, está derogada de hecho. El Gobierno, para legalizar la situación, acude a los comicios. Bien quisieran aquellos hombres sinceros dejar en completa libertad al cuerpo electoral, limitando su acción a velar por la pureza del sufragio para que de las urnas saliera la expresión fidelísima de la voluntad general. Pero saben que esa voluntad no se puede manifestar porque no existe, porque un pueblo menor de edad, si tiene algunos electores, no tiene cuerpo electoral; y para evitar que los extravíos de la pasión o los amaños de la perfidia dirijan en sus primeros pasos al pueblo infante, conservan en sus manos los andadores gubernamentales, resueltos a que no haya otros guías que la razón y la justicia.

Apelará, pues, llamándolos a la legalidad, a todos los elementos vivos y sanos del país, a «los mejores» a eso que constituye en toda sociedad la verdadera aristocracia, formando con ellos un «encasillado nacional». No violentará la voluntad de los electores, allí donde los haya; no impondrá sus candidatos en ninguna parte por astucia ni por violencia. ¿Para qué? El abatimiento del cuerpo electoral es, por desgracia, tan grande, que el perder unas elecciones constituye en España para un Gobierno, cualquiera que él sea, una empresa inasequible. Triunfará, ¿qué duda cabe?, el encasillado nacional. El Gobierno provisional habrá cumplido su deber. Respetando la voluntad nacional donde aparezca, dirigiéndola donde se muestre indecisa, interpretándola donde no se declare, habrá satisfecho las obligaciones que impone la tutela. Parteará a la opinión pública. Indicará a aquellos que no saben querer lo que es bien que quieran. Aplicará en el orden del derecho político la doctrina de voluntad presunta, que tiene en el derecho civil tan importantes manifestaciones. Por primera vez será el Parlamento la verdadera representación nacional. La nación la reconocerá por suya, viéndose reflejada en la Cámara como en un espejo.

Esa Cámara única, en la cual el Gobierno provisional resignará el mando, sometiéndole al propio tiempo un plan completo de reconstitución nacional, tendrá carácter de Convención, ejercerá una verdadera dictadura mientras vaya dictando las leyes y adoptando las medidas de gobierno necesarias, y no se disolverá ni dejará de ejercer sus omnímodos poderes hasta haber consumado su obra162.

Es claro que esas leyes y providencias de gobierno no han de transformar repentinamente al pueblo, haciéndolo mayor de edad como por arte de magia: de consiguiente, aunque el señor Calderón no lo dice, las ulteriores asambleas ordinarias habrán de reclutarse, conforme a la lógica de su doctrina, por el mismo procedimiento electoral con encasillado.

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Con esta doctrina del señor Calderón se da la mano otra del señor Conde y Luque teorizando el encasillado actual de los partidos políticos.

Es cierto, dice, que el sistema parlamentario en España se halla en oposición con la realidad; que en gran parte se funda en ficciones y convencionalismos. Y, sin embargo, es fuerza aceptarlo, porque lo que proponen en lugar de él los señores Macías Picavea y Costa sería de peores resultados. El progreso del derecho consiste en una gradual desaparición de la ficción jurídica en la historia para llegar a lo real y positivo. De ahí una relativa justificación o razón de ser del caciquismo: faltando una opinión pública política apta para ejercitar el sufragio, se hace preciso suplirla, cuando se trata de formar un Parlamento, con el pensamiento y la voluntad de un hombre, que es el jefe del Ministerio, el cual se encuentra encerrado entre los dos términos de este dilema: o abandonar las riendas de la elección, en cuyo caso saldrá una Babel política, incapaz de todo ordenamiento legislativo, y en la cual perecerá el convencionalismo político, acaso necesario, en que vivimos; o empuñarlas fuertemente para sacar de un modo artificial una mayoría adicta a su persona, con la cual se pueda gobernar y hacer algo estable y fecundo, y al efecto, sacar a campaña el cuerpo de caciques provinciales y locales para que den el triunfo a los candidatos ministeriales, lo mismo que a los de oposición comprendidos en el encasillado (t. II, páginas 455-459).

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Advierte el señor Calderón que no ofrece su plan como una panacea ni se le ocultan las muchas eventualidades de que está pendiente. Entre otras, apunta las siguientes: «Acaso los intereses lastimados opongan al remedio una resistencia insuperable. Acaso los partidarios del régimen caído aprovechen las circunstancias para derribar al triunfante. Acaso la retórica, nuestra enemiga mortal, se insinúe en la Asamblea para reducir sus trabajos a función de pólvora. Acaso el virus de la discordia que llevamos disuelto en la sangre, convierta la Convención salvadora en campo de Agramante o en olla de grillos...» (t. II, pág. 46). ¿Existe recurso conocido para una situación así?

El señor Maura propone uno perentorio, que tiene aquí su lugar propio.

Lo mismo que el señor Calderón, no cree que la iniciativa salvadora pueda surgir del pueblo, y se guarda de fiar a la propaganda, al despertamiento y conquista de la opinión, a un triunfo en las elecciones, el destronamiento de la feudalidad que usurpa el poder soberano de la nación y la consiguiente renovación del personal gobernante: «La tremenda inercia de la masa nacional no se vencerá aplicándole directamente los estímulos y los impulsos de la propaganda y de la persuasión: sólo con obras de gobierno se recobrará para la esperanza un pueblo que padece la sordera del escarmiento, se desentumecerá la voluntad nacional, devolviéndole la confianza en su virtud propia, y se restituirá al poder la estimación general y el público respeto, rehabilitándolo para el bien después de tan largo empleo en la decadencia, la desmembración y la interna disolución de la patria.»

Hay que ir a las elecciones, sí, pero no desde fuera, sino desde el Gobierno: éste es, por tanto, lo primero que hay que arrebatar a la oligarquía imperante: «En cuanto la mirada alcanza, no se divisa punto de apoyo menos malo que las funciones del Gobierno, y como sea impracticable una conversión instantánea de la nación entera, que está vuelta de espaldas al andamio constitucional, débese romper el circuito por la parte más accesible.» Eso sí; debe el Gobierno acometer y llevar a cabo la empresa redentora con la colaboración de las Cortes, sin temor de que puedan estorbarle. «Sin duda ha de vencerse la inercia con el ahínco de una voluntad encumbrada; pero puesta la voluntad en el empeño, no considero temibles las resistencias del carcomido armatoste, el cual de sí propio sabe que ha menester de la llama que purifica consumiendo. Disparada por mano del Gobierno la gran máquina y conseguidos los primeros giros del volante, a la hora en que ya fuese obligado el concurso de las Cortes, el caciquismo estaría desorientado y fuera de asiento.»

¿Y por qué obligado? Porque «no se idearía ni se establecería, ni arrancaría institución política alguna que pudiese aventajar ni aun reemplazar a las Cortes: en tan corto espacio de tiempo como para su restauración bastaría, nada mejor que las Cortes salvaría los dos escollos: la interidad y la arbitrariedad»; además, por «la legitimidad, siquiera formal y externa, que la obra redentora recibiría de ellas y que da título para todas las severidades que la causa pública demandare; legitimidad tanto más estimable cuanto que, por de pronto, están exhaustos los verdaderos manantiales de la soberanía». «Sin las Cortes, los aciertos mismos del Poder se representarían torcidamente a la consideración inexperta e indocta de los pueblos; sin las Cortes se perderían muchas advertencias y colaboraciones de gran valía; sin Cortes, los seculares fermentos del hábito faccioso se mezclarían para lo porvenir con el desagravio del voto popular y se comprometería la solidez de la fábrica.»

En todo caso, «si llegase a cuajar el conflicto entre un Gobierno que promoviese vigorosamente la enmienda, y las rutinas que se guarecieran en las encrucijadas del Parlamento, quedaba el supremo arbitrio, sin salir de la legitimidad, de una disolución de Cortes, mucho más plausible entonces que cuando la provocan ruindades o encogimiento de ánimo. Desvalida la oligarquía, sin el artefacto que ahora utiliza para proseguir la farsa, los restos que arribasen a las playas de un nuevo Parlamento apenas bastarían para recordar su ruina; y esto había de ser sin asomo de persecución ni hostilidad» (t. II, págs. 15-20).

En resumen; el nuevo personal para la política de restauración patria no ha de abrirse paso al poder por la puerta de las elecciones necesariamente, presentándose con una mayoría en el Parlamento, sino por otras vías, rompiendo el circuito por la parte más accesible: esa restauración, las reformas que supone y lleva consigo, hay que hacerlas en el Gobierno rápidamente, radicalmente, brutalmente: toda una revolución desde el poder, urgentísima, audaz y hasta temeraria; las Cortes han de ser meras colaboradoras en esa obra y ponerle el visto bueno u otorgarle el exequatur: si la estorban, reincidiendo en sus perdurables rutinas, el Gobierno las disuelve: las nuevamente convocadas no le estorbarán, porque serán amigas, excluido de ellas el grueso de la oligarquía. Es claro que el señor Maura no entiende darnos esto como régimen parlamentario, y ni siquiera como régimen sustancialmente constitucional: es sencillamente una adaptación; una misma cosa en el fondo con lo del señor Conde y Luque y con lo del señor Calderón.

Otros informantes acentúan aún más el mismo pensamiento. El señor Dorado, por ejemplo, insinúa que lo que el gobernante tiene que hacer por vía de acción quirúrgica, si verdaderamente tiene condiciones de tutor político, lo mismo podrá ejecutarlo con Parlamento que sin él; «y si el Parlamento puede ser estorbo, suprímasele o limítese su acción como se quiera» (pág. 286). El señor don Federico Rubio extrema la expresión en términos y tonos de absolutismo o de dictadura, a propósito de la reforma que propone para inutilizar al caciquismo: «Las Cortes no aprobarían un proyecto de ley así; pues que el Gobierno lo pusiera en vigor por decreto. Se levantaría un tumulto en las Cortes; pues que el Gobierno las disolviese. Al convocarse otras, como no es posible formar en obra de días un verdadero cuerpo electoral y los gobernadores no deben falsear las elecciones, los desesperados restos del caciquismo obtendrían probablemente una mayoría dispuesta a derrocar al Gobierno; pues que hiciera caso omiso de la derrota parlamentaria, seguro de que no pasaría nada...» (t. II, pág. 380).

El señor Azcárate deja el problema sin resolver: no quiere el régimen representativo puro; no ha perdido su fe en el régimen parlamentario: «con ser tan repugnantes todas esas corruptelas y envolver una verdadera burla social en la cabeza, en el comedio y en el fin, sigue creyendo que no constituyen vicios sustanciales que afecten a la esencia del régimen; que existe remedio para ellas...» (t. II, pág. 528). Pero, ¿y mientras el remedio llega y se aplica y surte sus efectos -supongamos una generación, y aunque digamos dos-, encuentra admisible, para suplir la falta de capacidad política en el pueblo y la consiguiente ausencia de cuerpo electoral, que el Parlamento se constituya tutelarmente en la forma usual purificada, idealizada, por el señor Calderón?

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He aproximado y agrupado bajo un común concepto los precedentes testimonios, porque arrojan uno de los resultados más sustanciosos de la Información.

Tenía yo por de toda evidencia que, careciendo España, como carece, y para mucho tiempo, de capacidad para ejercitar el derecho político de sufragio, había que buscar solución al problema de la tutela política de nuestra nación fuera de las instituciones parlamentarias: admitiendo que constituyan éstas el ideal, algo o alguien ha de sustituirlas, alguien ha de hacer sus veces, así en la obra ordinaria de la gobernación como en la extraordinaria de levantar y reconstituir a España, mientras se crea ambiente para ellas, mientras el cuerpo electoral se forma, mientras la nación sale de su menor edad y recobra la salud163.

Ahora, según acabamos de ver, se ha intentado por algunos satisfacer la exigencia sin renunciar a las «formas» parlamentarias, ya que a las «instituciones» parlamentarias no podamos decir, por cuanto un Parlamento sin electores no es Parlamento, sino Consejo, y por eso no se habla ya de selfgovernment, sino de tutela. Lo que en rigor se propone es una organización de ésta en toda regla, con su consejo de familia y todo, lo mismo que en la tutela privada del Código civil. He aquí la resultante o promedio de dichos testimonios.

Un Gobierno de regeneración hace las elecciones en nombre del pueblo, tales como el pueblo las haría si fuese mayor de edad y votase; parteando a la opinión, encasillando a los que podríamos llamar candidatos suyos, candidatos del país. Por obra personal de los seleccionadores (acción exterior quirúrgica), las Cortes se desprenden en las urnas de uno de los dos caracteres que, según vimos, tienen ahora: el de asamblea feudal de siglo XV, conservando nada más el otro, el de Consejo-Parlamento; un Consejo con nombre y figura de Parlamento, o mejor un cuerpo de naturaleza mixta, en cuya constitución el Gobierno pone de nombramiento cuanto falta de votación; y dicho de otro modo: un Consejo de hecho que se va transformando en lo que se llama, en Parlamento, a medida que el número de electores va gradualmente en aumento; Consejo-Parlamento a quien no se niega la iniciativa, pero cuya principal misión es servir de «visto bueno», poner el marchamo de la «legitimidad» (formal y exterior) a los actos y providencias del Gobierno para que el país, sugestionado por la apariencia, los juzgue obra mediata de sí propio y los escuche y acate.

Ficción hay, dicen, pero orgánica, jurídica, que ni engaña ni es en detrimento de nadie y que guarda el puesto a la venidera realidad para cuando pueda ocuparlo. Se entra en una situación de franca y honrada sinceridad. Inútil ya dolerse de que el Gobierno tome parte tan principal en las «elecciones» y de que sean éstas una ficción, si lo son conforme a su naturaleza, supuestas las premisas, y si el ser eso es de menos inconveniente que el no ser de ningún modo. Admitida como racional la teoría del encasillado puro, del encasillado nacional, se economizará crecido gasto de retórica y de iracundia, que ahora se invierte en estériles debates y lamentaciones, y tomará la censura más justificados y más provechosos derroteros.

Como quiera que sea, el criterio de tutela de la Memoria prevalece, componiéndose con la irreductible intransigente adhesión de los parlamentaristas al Parlamento. Prevalece asimismo, aunque adoptando distinta forma, el propósito que inspiró nuestro plan de reforma del Parlamento actual, a dejar a éste en pie (bien que disminuido en su jurisdicción, reducido a ser mero organismo legislativo), «como un ejercicio y aprendizaje y como una posibilidad viviente abierta a todos los progresos del espíritu público» (pág. 93); o, según decía el Informe-resumen, pág. 19, «1º, para que haga oficio de válvula, drenaje o fuente de salud, por donde hallen salida los malos humores del cuerpo social; 2.º, para que sirva como puente tendido o como canal abierto entre las formas parlamentarias conquistadas por las revoluciones mecánicas de ayer y el contenido vivo, de selfgorvernment, de que aquellas formas han de llenarse y que ha de ser conquista de las revoluciones dinámicas de mañana, a fin de que no se interrumpa la tradición ni sea preciso, por tanto, volver a empezar -o dicho de otro modo, para que sea como molde abierto que vaya recogiendo y consolidando los progresos de la opinión, consecuencia del tratamiento en que hemos convenido-; y 3.º para que, a medida que con esos adelantos del espíritu público, la figura del ciudadano, ahora nada más que en esbozo, se vaya definiendo y generándose un verdadero cuerpo electoral y una verdadera clase directora, y cobrando el Parlamento 'realidad' y, por tanto, autoridad y fuerza cerca del país, pueda servir de freno moral que prevenga los posibles excesos del jefe del Estado o del jefe del Gobierno».




ArribaAbajoOtra componenda: autorización de las Cortes al Gobierno para legislar por decreto

Coincidiendo casi con la clausura de la Información, suscitóse polémica en los diarios políticos de Madrid acerca de las mayores o menores aptitudes de nuestro Parlamento para legislar; y no parecerá mal que abramos un breve paréntesis en este lugar para registrar aquel hecho, en que encuentran confirmación algunas de las precedentes conclusiones.

Como es costumbre en el partido liberal cuando se halla en el poder y suspende una Legislatura, apresuróse su jefe, señor Sagasta, a anunciar en la prensa [julio de 1901] que el Gobierno estaba preparando numerosas reformas en el orden religioso, político, económico y administrativo, a fin de proponerlas al Parlamento tan pronto como éste reanudase sus sesiones. Y con tal motivo, El Correo, órgano oficioso del Ministerio, escribía: «Proyectos de leyes estamos seguros que no han de faltar al abrirse de nuevo las Cortes; y si todos los que ya se anuncian se discuten por el método nacional, necesitaríamos tres o cuatro años de Cortes seguidas para que pudieran ser leyes, después de estas o las otras modificaciones. Cada día que pasa, comprueban los hechos que las Cortes son un instrumento muy premioso para la fabricación de las leyes; siendo frecuente el caso, en todas las situaciones, de que tres o cuatro diputados o senadores, a veces menos, son bastantes para impedir el curso natural de los debates.» (24 de julio 1901.)

Solicitó el tema a El Imparcial, haciéndole discurrir una fórmula de transición entre «Gobierno personal» y selfgovernment, que viene a sumarse con la propuesta por la Sección del Ateneo en su Memoria y con la ideada por algunos de sus informantes y expuesta en el precedente capítulo y a reforzarlas con todo el peso de su autoridad.

«Nos encontramos, dice, con el problema planteado en estos términos: España tiene absoluta necesidad de moldes nuevos para su vida jurídica; absoluta necesidad de grandes reformas legislativas para el mejoramiento de su vida y el desarrollo de sus fuerzas: la fábrica de esos moldes, que es decir las Cortes, según reconoce el más genuino de los órganos del señor Sagasta en la prensa, no sirve; no sirve para satisfacer aquella necesidad. Buscar tal satisfacción por el lado de la dictadura es quimérico: el dictador, aquí, no dispondría de recursos ni tiempo para tamaña empresa: ¡harto haría con defenderse! Entonces ¿cuál puede ser la solución?

»No cabe otra en ese terreno que la de una dictadura circunscrita y legal. Perdónese lo antitético de este adjetivo. Es decir, en términos comunes y corrientes, autorización al Gobierno por las Cortes para reorganizar por sí los servicios, plantear luego esa reorganización, y con la experiencia por delante, llevar más tarde al Parlamento el asunto, a fin de que sea rectificado y perfeccionado; es, en campo tan accidentado, el camino más practicable. En último resultado, se puede ir ante todo y sobre todo a la reforma de los reglamentos de las Cámaras.

»Marchando así, no habría que suspender las funciones fiscalizadoras de las Cortes, que son las que aquí interesan más, y acaso también sean las más necesarias en pueblo como el nuestro. Se satisfaría en gran parte la impaciencia popular. Se abriría una válvula de seguridad a la expansión del espíritu público, harto de los inconvenientes y dilaciones de que habla El Correo. Y se alejarían otros peligros.» (25 de julio.)

Observaban el Heraldo de Madrid (día 25) y El Español (día 26) que la cuestión, promovida y la solución propuesta por El Imparcial eran la misma tesis sometida al país en pública Información por nuestra Sección de Ciencias Históricas del Ateneo; y negaban que tuviese autoridad para tachar de incapaces a las Cortes y pretender de ellas tal autorización un Gobierno tan desorientado tan ayuno de preparación y de pensamiento, que no les había presentado proyecto alguno de ley en que pudieran ocupar su actividad164. El segundo de los dos diarios citados dirigíale además este cargo: «Siendo las Cortes lo que son en España, una hechura de los Gobiernos, que a espaldas de los electores las forman como les place, organizándolas como uno de tantos centros burocráticos indispensables para ciertos trámites de aquellas disposiciones ministeriales que en este caso se llaman leyes, ¿quién será responsable de la esterilidad de las Cortes, de los obstáculos que susciten al buen gobierno, sino quien las hizo con absoluta independencia de todo freno y de toda medida?»

A este mismo propósito, contestando al argumento de los obstáculos que se oponen a los Gobiernos, obligándoles a consumir toda su actividad en defenderse, sin dejarles ninguna para gobernar, escribía El Nacional: «Los que, sin razón quizá, creen que ha fracasado el régimen y no lo confiesan, hablan de la dictadura; y hay quienes la proponen con fórmulas de rodeo y disimulo. No es la dictadura lo que se ansía: se la invoca porque simboliza la efectividad del poder; lo que se quiere -y esto cabe dentro del régimen- es voluntad, valor, denuedo, violencia si es menester, contra la anarquía de algunas gentes, pocas y desacreditadas, que estorban a los Gobiernos y destruyen a un pueblo manso» (cit. por El Correo, 26 julio 1902).




ArribaAbajoEspaña no ha salido aún del siglo XV, y no puede competir, ni convivir siquiera, con naciones del siglo XX

Una de las cosas más graves que se han dado a entender en esta Información, especialmente por el señor Becerro de Bengoa, es que no hace falta imprimir a España un impulso gigante que la haga alcanzar al siglo XX antes que el siglo XX haya pasado, por la sencilla razón de que ya está dentro de él. No nos hallamos tan atrasados, viene a decir; allá nos vamos con Europa, y tal vez hasta podamos enseñarle, incluso en saber e invenciones industriales y científicas, incluso en adelantos de la enseñanza y en dotes y cultura de los alumnos, incluso en moralidad administrativa, incluso en costumbres electorales...

Yo no puedo, en conciencia, pasar indiferente por delante de tales afirmaciones, que envuelven el problema entero de nuestra caída como nación; porque me parecería, si las autorizase con mi silencio, que cometía un delito de traición contra mi patria. Lo menos que debemos a esta desventurada madre España es la sinceridad; lo menos que tiene derecho a esperar de nosotros es que no la ocultemos la verdad; que no volvamos criminalmente a adormecerla con el opio de la «marcha de Cádiz»; que después de haberla empujado, por nuestra infame ridícula patriotería, a la sima de Cavite y de Santiago de Cuba, no la precipitemos en un nuevo abismo de vergüenzas condensado en un nuevo tratado de París.

Hace dos años, en un discurso de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, afirmó el señor Silvela que el estado social de la nación española ha experimentado una regresión al siglo XV. Tengo el concepto por exacto, salvo que, en mi opinión, no es que España haya retrocedido al siglo XV, sino que no hemos llegado a salir de él; cosa que no parecerá paradoja a quien reflexione que hay pueblos que se han quedado estacionados mucho más atrás, conforme veremos. En este juicio ha coincidido el señor Unamuno, dentro de la Información. Voy ahora a añadir algo por mi cuenta, por lo que pueda servir de ilustración al capítulo de los «intelectuales», planteado por algunos de los informantes.

Aquella grandiosa epopeya política que los Reyes Católicos y Cisneros realizaron sobre la materia viva de un pueblo, labrando casi de improviso la primera nación de su tiempo, agotó su ciclo en poco más de cincuenta años: último cuarto del siglo XV y primero del XVI. Ahí puede decirse que acabó nuestro papel como órgano de progreso en la historia del mundo: si la humanidad no hubiese tenido otros órganos que nosotros, apenas si habría adelantado un paso: con corta diferencia, sería hoy lo que era en los días del emperador Carlos V. Por causas todavía no bien aquilatadas, la evolución del organismo nacional español se paralizó tan por completo, que se diría un sueño cataléptico, del cual ha vuelto al cuarto siglo, como Don Quijote de su locura, para verse morir. Dos veces se ha intentado sacar a España de su inmovilidad y restituirla a la corriente de la civilización europea: la primera, en tiempo de Carlos III, historiada por Ferrer del Río; la segunda, en tiempo de Isabel II, cuyo cuadro ha bosquejado Sanz del Río. Entrambas tentativas fracasaron, desembocando la primera en la batalla de Trafalgar y luego en el Congreso de Viena, en que España acabó de perder su rango de primera potencia, que todavía por la ley del movimiento adquirido conservaba, para pasar a categoría de nación de segundo orden; y desenlazándose la segunda en la batalla de Santiago de Cuba y en la Conferencia hispano-yankee de París, en que España ha acabado de perder su categoría de nación de segundo orden para descender al rango de tercera.

Una de las llamadas «atracciones» de la Exposición Universal del año último [París, 1900] era la del Ferrocarril Transiberiano, viaje de Rusia a China; y da una idea acabada de lo que es la vida para los pueblos inmuebles que, como España, han clavado la rueda del tiempo y no viven otra historia que la historia natural. Os halláis en el Trocadero de París, tomáis un billete de ferrocarril, montáis en un coche lujosísimo del tren, que tiene camas y restaurante. Desde la estación de Moscú contempláis el vasto panorama de la capital rusa, y empezáis a cruzar llanuras y sierras, aldeas, ríos, praderas, bosques, lagos, estepas, valles, precipicios, cultivos, sotos, el río Volga, las ciudades de Kasan y Iekaterinburg, los montes Urales, el lago Baikal, Irkutsk, la muralla de la China, hasta llegar a la ciudad de Pekín, por delante de la cual os conduce el tren para que podáis admirarla a vuestro sabor. Habéis hecho un viaje asombroso de 7.000 kilómetros; habéis cruzado más de ochenta grados de meridiano; descendéis en la estación china, con parada y fonda; salís, y ¡oh sorpresa! os encontráis en el mismo Trocadero donde habíais embarcado. Desde la estación de partida a la de llegada no hay los 7.000 kilómetros que cuentan los geógrafos y de que habéis recibido la impresión: hay sólo un centenar de metros.

Señores, esos cien metros es todo lo que ha avanzado España en los últimos cuatro siglos. Nos habíamos hecho la ilusión de que nos movíamos, de que avanzábamos, que cruzábamos a través de la historia, tomando parte en ella; y no pasaba de ser una ilusión. Era la historia la que desfilaba por delante de nosotros, inmóviles en realidad, como aquel tren del Trocadero. El día afrentoso de Cavite y de Santiago de Cuba, en que despertamos como de un letargo, en plena desnudez, viendo que no teníamos nada, que carecíamos de instituciones, que no poseíamos más que sombra y apariencia de instituciones; en aquella hora apocalíptica en que la historia exprimió sobre nosotros, con brutal complacencia, todas sus hieles, y en que caímos en la cuenta de que los españoles no teníamos patria, de que España no era más que una proyección de Europa sobre un lienzo, algo como lo que dijo Escarron: je vis l'ombre d'un valet | avec l'ombre d'une brose | brossant l'ombre d'une carrosse, aquel día, repito, pudieron contemplar los extranjeros, en este gran Trocadero del planeta, la curiosa «atracción», el raro espectáculo de un pueblo cristalizado, creído de que había hecho cuatro siglos de camino, de que había vivido cuatro siglos de historia universal, colaborador en ella, y que de pronto se encontraba con que no se había movido del siglo XV, con que todo aquel movimiento, tan dramático y tan variado: colonización, revoluciones, parlamento, libertades, constitución, escuelas, industria, Marina, ciencia, había sido una ilusión de óptica, y que pensando descender del tren de la historia en la estación del siglo XX, desembarcaba en la misma estación del siglo XV donde había tomado billete cuatro centurias antes, y que, en esa estación y con su arcaico bagaje del Renacimiento, se atrevía a hacer cara a un género nuevo de luchadores, que no se habían aletargado en ninguna cueva, como los Siete Durmientes, que habían renovado una y otra vez la civilización europea y elaborado con fatiga infinita cuatro siglos de historia, y que vivían de hecho y por justo título en los albores del siglo XX.

La trascendencia de ese hecho para nuestra política en general, y especialmente para la resolución del problema que llamamos de la «regeneración patria», podemos apreciarla por estos que considero postulados de la sociología contemporánea: 1.º Que el hombre del siglo XV pudo luchar de igual a igual con el hombre del siglo XV, pero no puede luchar con el hombre del siglo XX sin la certeza de sucumbir: y 2.º Que las naciones del siglo XX no pueden convivir con pueblos del Renacimiento, tales como España, como no pueden convivir con pueblos todavía más cristalizados y medievales, tales como China, ni con pueblos de la Edad de Hierro, tales como Marruecos, ni con pueblos de la Edad de Piedra, tales como el Dahomey, y que por esto, todos ellos, Dahomey, Marruecos, China, España, están condenados a desaparecer irremisiblemente, fatalmente, por una ley natural que descubrió Darwin, absorbidos por las naciones que han ido con su tiempo y representan el tipo más perfecto del género hombre sobre la tierra, las cuales no pueden soportar el peso muerto de tantos rezagados de la historia ni consentir que quede infecunda para la civilización, por siglos de siglos, la parte del patrimonio de Adán que ocupan en el planeta.

El primer postulado no creo que haya quien lo controvierta. El español de los últimos años del siglo XV pudo combatir de igual a igual, y aun si quieren ustedes con ventaja, así en el orden de la industria como en el de la milicia, en el terreno de la ciencia como en el de los descubrimientos y de la política, con el francés, con el inglés y con el alemán del siglo XV; el español del siglo XV no puede luchar en ningún campo con el francés, con el inglés, con el alemán, del siglo XX. No hace falta razonarlo: es una de esas verdades que caen de su peso, y se halla al alcance del más lego en achaques de sociología, máxime pesando sobre todos, como pesa, tan terrible experiencia.

Tenemos una agricultura de siglo XV, agricultura del sistema de año y vez, cuando no de tres hojas, por falta de abonos minerales, del riego natural por las nubes, cuando a las nubes les agrada, no cuando al labrador le conviene, de las cinco o seis simientes de cosecha por cada una enterrada; agricultura del arado romano, del gañán analfabeto del transporte a lomo por falta de caminos, de la rogativa por falta de riego artificial, del dinero al doce por ciento, de la bárbara contribución de consumos, del cosechero hambriento, inmueble, rutinario, siervo de la hipoteca y del cacique; y esta agricultura, si pudo sostener un Estado barato, como eran los del siglo XV, en manera alguna puede sostener un Estado caro como son los de nuestro tiempo, así en armamentos terrestres, buques de guerra y movilización de Ejército, como en diplomacia, colonias, obras públicas, Tribunales, investigación científica, exploraciones geográficas, instrucción primaria, enseñanza, técnica y profesional, fomento del arte y de la producción, beneficencia, reformas sociales...

De igual modo, tenemos maestros y escuelas del siglo XV, impotentes para formar generaciones de hombres que puedan competir en ningún terreno con aquellas otras generaciones formadas por las escuelas y los maestros del siglo XIX que tienen, v. gr., los ingleses y los yankees. Eso significó, por ejemplo, la batalla de Trafalgar, y eso han significado las batallas de Cavite y de Santiago de Cuba: la conjunción de dos siglos tan distanciados como el XV y el XIX, y el triunfo de éste sobre aquél. No habíamos caído todavía en esta cuenta, y de ahí que aceptáramos el infame reto de los Estados Unidos, sin pensar que el choque del soldado español con el soldado yankee, del diplomático español con el diplomático yankee, del marino español con el marino yankee, iba a ser el choque del maestro español con el maestro yankee, y que por fuerza habíamos de sucumbir ante un pueblo donde una sola ciudad, Nueva York, gasta en primera enseñanza 26 millones de duros, cuando nosotros en primera enseñanza sólo gastamos, no para una sola ciudad, sino para toda la nación, la quinta parte de aquella suma, 28 millones de pesetas.

Y del mismo modo que tenemos una agricultura de siglo XV, impotente para servir de base a un Estado de siglo XX; y como tenemos una escuela de siglo XV, impotente para proveer de sabios, de estadistas, de industriales, de inventores, de marinos, de generales, a una nación de siglo XX, tenemos Tribunales de siglo XV (ya lo hemos visto más arriba pág. 121), impotentes para proveer de libertad a un Estado constitucional de siglo XX, quiero decir para sobreponerse al feudalismo oligárquico y reprimirlo, sometiéndolo al imperio de la ley, para asegurar el triunfo de la igualdad y de la justicia. Tronamos a toda hora contra los Tribunales porque no nos dan lo que les pedimos e inocentemente esperamos de ellos: protección, justicia, respeto, libertad; porque dan el fruto que lógicamente tienen que dar, sabidas las premisas: arbitrariedad, ruina, opresión, maneras violentas, autoritarias y ofensivas. Dada la forma oligárquica de nuestro Estado, y dado el atraso moral del español, los Tribunales no pueden ser cosa distinta de lo que son; y mientras los Tribunales no dejen de ser lo que son, con la extirpación del caciquismo y la reforma interior del español, España no será un pueblo medianamente libre ni habrá salido del caos feudal que precedió al reinado de los Reyes Católicos y rebrotó, limada la apariencia, en el de sus sucesores.

Otro tanto ha de decirse de nuestros comicios electorales. Fue en el siglo XV cuando se inventó y cobró todo su desarrollo el sistema de encasillado o lista de candidatos oficiales a la procuración o diputación a Cortes, designados por el rey, por los príncipes sus hijos, por los validos y favoritos, por los señores poderosos y demás turba de oligarcas que privaban en la Corte y señoreaban tal o cual ciudad o comarca; y fue entonces cuando se introdujo la costumbre de que las elecciones se hiciesen, no regular y sinceramente, por los concejos electores, sino por el Gobierno o los que tenían su voz, poniendo en juego toda clase de influencias y de malas artes, amistades, importunidades, órdenes del rey, amenazas y violencias, dádivas y promesas, dinero y otros cohechos y mercedes, según se hace patente en aquel eterno quejarse y protestar y pedir enmienda de las Cortes de Castilla de 1430, 1431, 1432, 1442, 1447,1462, etcétera165, de que son fiel trasunto y como un eco robusto nuestras discusiones de actas en el actual Congreso de los Diputados. Cuando entendíamos estar aclimatados y aguardábamos ver nacer un orden de elecciones racional y justo, inspirado en los principios y en las prácticas del selfgovernment europeo, hemos visto con sorpresa que lo que brotaba y asomaba a la superficie removida por la revolución eran los propios gérmenes de aquella revuelta centuria que la monarquía absoluta había soterrado, pero que no se había cuidado de destruir.

Elecciones y Parlamento, he dicho, de siglo XV, Tribunales de siglo XV, escuelas de siglo XV, agricultura de siglo XV; por igual orden podría ir analizando las restantes manifestaciones de la vida nacional, y hallaríamos Universidades de siglo XV, caminos de siglo XV, higiene de siglo XV, clero de siglo XV, labriegos de siglo XV, clases directoras de siglo XV...; todo un estado social que ha tenido clavada la rueda del tiempo durante más de diez generaciones, pero que es ya impotente para resistir, sin desclavarse y saltar, el ímpetu ciego y arrollador del progreso humano en esta hora de su evolución, semejante por lo formidable a la ciclópea agitación de los mares y de los continentes en las edades geológicas.

La nueva generación presenciará el fenómeno de una colectividad formada por millones de hombres que hace en cuarenta años una evolución histórica de cuatro siglos. Esa muralla espiritual que nos tiene aislados de la historia caerá a impulso nuestro o será derribada por fuerza exterior. Europa nos invade de todos lados; y fatalmente, necesariamente, con o contra su voluntad, los españoles se harán europeos, porque no puede ser otra cosa: la cuestión está en si se harán europeos por acción propia y de los propios, que es decir sin dejar de ser españoles, o si, por el contrario, se harán europeos por ministerio ajeno, eclipsándose en el mismo punto, definitivamente y para siempre, la bandera española.




ArribaAbajoLa europeización inmediata es inevitable. Inclinación de la sociedad: movimiento de desnacionalización. Europa no consiente ya rezagados en el planeta. En camino del conflicto

Que se harán europeos, sin más tardar, los españoles, porque no puede ser otra cosa, he dicho. Y no puede dejar de ser así, por dos distintos órdenes de exigencia: por una exigencia de fuera, y por una exigencia de dentro.

La exigencia de dentro es casi inconsciente, pero no por eso menos impetuosa e irresistible: exigencia del pueblo, inclinación de la masa, que siente ya nostalgia de Europa, es decir, ansia de libertad, ansia de justicia, ansia de cultura y de bienestar, y que explica ese movimiento de desintegración y secesionismo que había yo sorprendido en pleno Alto Aragón y ha sido certificado aquí por informantes autorizados (págs, 59-60; t. II, págs. 60, 115); que me señalan personas observadoras y discretas de Andalucía, diciéndome que, en caso de invasión, los extranjeros serían aclamados como redentores (pág. 61); que se manifiesta abiertamente y de un modo ya no pasivo en Cataluña, gritando un centenar, pero callando y consintiendo medio millón; que la Información ha confirmado por toda la Península, con caracteres de mayor gravedad y razonándolo. «La patria es de unos cuantos, dice el señor conde de Torre Vélez, y por eso, el pueblo, cuando ve pasar ante sus ojos la bandera que es símbolo de ella, permanece indiferente...» (t. II, pág. 448). El señor Isern explica cómo, a causa del régimen oligárquico, que sustituye la autoridad legal por la autoridad del cacique y que hace de la nación patrimonio de un número limitado de ciudadanos, y no los más inteligentes ni los mejores, el separatismo crece y se propaga como peste asoladora (t. II, página 187). -Los profesores de Oviedo afirman «como completamente cierto lo que dice la Memoria en punto a la desnacionalización que se está produciendo en el alma de los españoles»: no se trata ya, dicen, de casos individuales aislados, sino que «se ha comunicado a grupos numerosos, ganando, con más o menos motivo, elementos de las clases populares, que en 1808 rechazaban al extranjero con indomable brío»: en cuanto a la clase intelectual, notan que ese mismo espíritu de desnacionalización ha dado también un paso de importancia, «puesto que se manifiesta ya con señales ciertas y con ímpetu superior a la voluntad misma, aun en aquellos que a raíz de los desastres de 1898 levantaron la bandera del patriotismo y quisieron reaccionar contra el desaliento de no pocos»; y fundan en la continuada resistencia del poder ejecutivo y del poder moderador a combatir enérgicamente la ignorancia del país y la reacción teocrática, en el ansia de ideales, que nuestros Gobiernos no satisfacen, etc., el motivo por el cual «las gentes numerosas a que aludimos se sienten ganadas a la idea de una intervención extranjera, como remedio heroico...» (t. II, páginas 90-92). -De igual modo el señor Ovejero fija insistentemente su alarmada atención en ese «espíritu secesionista que se ha incubado sordamente en el alma de la muchedumbre, sin que nos percatáramos de ello, y que ha principiado a manifestarse súbitamente por varios lados a la vez» en la misma doble forma que en las Antillas: descubiertamente como en Cuba, fríamente, calladamente y sin darse cuenta como en Puerto Rico; hace constar el hecho de que la juventud intelectual se europeíza, sí, pero desespañolizándose, ausentándose en espíritu, huyendo a la falta de ambiente, con lo cual, «la corriente secesionista de abajo, lejos de encontrar contrarresto en los intelectuales, se ve indirectamente reforzada por ellos»; y expresa el temor de que todo esto constituye ya un problema más grave que el mismo de la oligarquía y el caciquismo (t. II, págs. 514-515). -El señor Bello testifica y explica el hecho de la desnacionalización sorda, silenciosa, a estilo del de la pequeña Antilla, que se está operando en las capas inferiores, las más sólidas, de la sociedad alto-aragonesa, y aun entre las mismas «clases acomodadas, que razonan ya en la conversación corriente las ventajas positivas que resultarían de ser Francia la dueña y administradora de esta vertiente meridional del Pirineo hasta el Ebro» (t. II, pág. 115). -No esperando ya nada el país del cuerpo de gobernantes, que desde hace un cuarto de siglo no hacen más sino aplazar de año en año, y de Parlamento en Parlamento, y de crisis en crisis, la reforma del Estado, «ha principiado, dice la Cámara Agrícola del Alto Aragón, a volver la vista, y más aún que la vista, el corazón, del lado del extranjero; y aunque en Madrid vivan muy confiados, sepan que nos hallamos sobre un volcán próximo a estallar» (t. II, pág. 60)166.

Síntesis de todo esto, aquella nota tan amarga y descorazonadora del dictamen no firmado, según el cual cierta sociedad industrial española tiene que pensar en proveer una de las plazas de consejero en un súbdito alemán como medio único para defender su negocio contra el cacique (t. II, págs. 449-451). El pueblo empieza a caer en la cuenta de que para vivir en España vida de libertad, que para vivir con dignidad de hombre, para que el Tribunal haga justicia, y la Administración no veje, y el capital no se estrelle impotente contra el trono de bronce del cacique, es preciso ser extranjero, gozar la protección de un embajador. ¡España, por encima de todo!, dice la masa, pero a condición de que sea algo más que una expresión geográfica; a condición de que deje de ser para sus hijos una cárcel; a condición de que su bandera sea expresión de una patria de verdad, y no lo que para la inmensa mayoría de los españoles es ahora: un trapo de seda o de percal, sin otra trascendencia.

La otra exigencia, la exigencia de fuera, es la misma que Cánovas del Castillo señaló hace veinticinco años, diciendo en el Congreso de los Diputados, con motivo de una proposición para el restablecimiento de la unidad católica, que había en España tres excepciones del Universo: la intolerancia religiosa, la dinastía borbónica y la esclavitud de los negros, y que no podíamos herir de frente los sentimientos del mundo civilizado, siendo una excepción contra todo él, porque no vivíamos aislados en el centro de un desierto y nos hacían falta todos los días las simpatías de Europa en nuestras cuestiones internacionales. En resumen: que España no podía continuar siendo un Estado africano ni semi-africano, porque Europa no había de sufrirlo; que para convivir con Europa, era forzoso ser europeo.

Después de eso, la unidad católica no se restableció: la esclavitud fue abolida, aunque, por desgracia, como todo lo nuestro, tardíamente. Pero otra vez volvemos a ser una excepción del Universo, con el analfabetismo, la anemia fisiológica y el régimen oligárquico, que nos hacen ser, si con relación a Marruecos, Europa, por relación a Europa, Marruecos; y Europa no podría consentirlo, porque lastima sus intereses y repugna a sus sentimientos.

Ya he hecho notar como el siglo XIX se pronunció en el sentido de no tolerar siglos rezagados a su lado, y como el siglo XX hereda ese mismo espíritu, acaso con mayor resolución y virulencia. Podríamos decir que es todo un derecho nuevo, más zoológico que humano, inspirado en las teorías de la selección. A las razas arqueolíticas, neolíticas y de la Edad de Cobre o de la Edad de Hierro, de América, de África y de Oceanía, las ha exterminado o las ha privado de su independencia y de sus territorios. A las razas bárbaras, petrificadas o decadentes de Asia, las ha intervenido, les ha impuesto un protectorado, las ha circundado de Gibraltares, les mutila o les desmembra el territorio, preludio y puente para una total desnacionalización, sin que nada más que una se haya salvado, el Imperio del Sol Naciente, porque supo redimir el largo retraso que traía y adaptarse al patrón de vida que preside actualmente la civilización humana. A las razas cristianas que se han retrasado tres o cuatro siglos, las amonesta, les coloniza industrialmente el territorio de la metrópoli y les impone diplomáticamente un derecho de excepción a favor de sus nacionales, que es decir de los colonos: les rectifica periódicamente las fronteras, quedándose cada vez con algunas provincias, como a México y Venezuela, se incauta de sus islas, como a España; hipoteca sus colonias africanas, como a Portugal; las declara moribundas, especie de Polonias en amago; sondea sus aguas litorales, contando con sus bahías y puertos como herencia que pronto ha de ir a sus manos; y así, insensiblemente, les va encogiendo la bandera y convirtiéndoles la independencia política en autonomía administrativa, no mayor que la de sus grandes colonias del Cabo, de Argelia, del Canadá, de Australia...

A tal hecho responden aquellas agoreras palabras de lord Salisbury, escapadas no ha mucho [1898] a la abundancia del corazón inglés: «Es indudable que las naciones vivas (aludiendo a Inglaterra y otras) irán apoderándose de los territorios de las naciones moribundas (aludiendo a España en primer término); y éste es un semillero de conflictos que no tardará en estallar.» Pocos meses después, el primero de esos conflictos, anunciados tan desenfadadamente, estallaba en nuestras provincias ultramarinas, y fuimos despojados de la mitad de nuestro territorio y reducidos a potencia de tercer orden. Los demás, en que España ha de sufrir nuevas menguas y mutilaciones, más cercanas al corazón, se están ya condensando como nube tempestuosa sobre nuestras cabezas, y aun podría decirse que han empezado a descargar. Ved a los ingleses, señores ya de Portugal; miradles con sus sondas en la bahía de Vigo y en el puerto de Mahón; escuchad sus disputas sobre el tema de los muelles y carboneras de Gibraltar y la necesidad de completar el Peñón con Algeciras; contempladlos en el Estrecho celando a Ceuta, ya no de nosotros, sino de Rusia y Alemania; calculad lo enorme de los capitales empleados en España por extranjeros: mil quinientos millones los ingleses, cuatro mil los franceses, otros tantos los belgas y los alemanes, en minas, tranvías, ferrocarriles, compañías navieras, alumbrado por gas y por electricidad y otras empresas; recordad el decreto de hace pocas semanas derogando el de 21 de diciembre [1900] sobre nacionalización de esas industrias y capitales extranjeros, debido a gestiones diplomáticas de dos potencias, y las alarmas del Consejo de Estado advirtiendo al Gobierno «la necesidad urgentísima de adoptar disposiciones en defensa de los intereses y derechos de la integridad de la soberanía española en el orden económico», viendo abierta en esto una brecha peligrosa; leed los despachos telegráficos del embajador inglés a nuestras Audiencias Territoriales, mandándoles suspender el curso de tal o cual pleito, con más fueros que un virrey en Australia o en el Canadá; no olvidéis aquellos «otros casos muchísimo más graves» aludidos con tal motivo por un ex ministro del último Gabinete conservador; añadid el abanderamiento de buques mercantes españoles en el extranjero, huyendo de las trabas de nuestra Administración central y provincial; los oligarcas a sueldo del capital extranjero en las grandes compañías; y luego volved la vista del lado de las Cortes españolas disueltas en 1899, del lado de las Cortes disueltas en 1901; valorad el fruto que han dado: contemplad el espectáculo de las elecciones generales de hace pocos días [mayo 1901]; leed el Mensaje de la Corona del día 11 [junio], y, comparadlo con los de los treinta años anteriores; sumad aquel poderoso movimiento de desintegración nacional antes reseñado -y promediando la distancia entre Gibraltar y Riotinto, el grito de guerra de los segadores andaluces, inspirados en un anarquismo indígena sombrío y feroz, que no es el de Kropotkine, sino el de Espartaco, por no haberse cuidado el poder de ganarlos a la causa del orden redimiéndolos de la miseria, de la explotación y de la barbarie-, y más cerca, a un tiro de ballesta de Gibraltar, en plena Línea de la Concepción, un periódico separatista; y cuando hayáis hecho todo eso, exprimidlo, destiladlo, y tendréis un anticipo de lo que va a sucedernos dentro de un plazo brevísimo en las provincias peninsulares, continuación de lo que hace muy poco y por motivos iguales nos sucedió en las provincias de Ultramar.

Podrá la rivalidad de las potencias retrasar por algunos años el desenlace final, pero éste es indefectible y hay que tenerlo por descontado: fatalmente, las desmembraciones territoriales continuarán y España seguirá borrándose gradualmente del mapa, lo mismo que el imperio turco, por no haberse apresurado a demostrar con hechos que no era lo que parecía, que el ciclo de su evolución no se había agotado.




ArribaAbajoEuropeización, pero sin desespañolizar

Hay muchos (ya lo hemos visto antes) a quienes no asusta la perspectiva de un cambio de bandera. Bajo el poder de Inglaterra, dicen, el pueblo comería mejor, vestiría mejor, sus escuelas educarían, tendría mejor Policía y viviría más, encontraría protección en las autoridades y en los Tribunales... ¡Ah! Cuando oigo esto, no puedo menos de acordarme de los puertorriqueños sometidos a los yankee, tratados por ellos como raza inferior, a la manera que en otro tiempo los natchez y los pieles rojas del Norte de América; y tiemblo por la suerte de nuestro pueblo.

¿Queréis que os ponga por delante el espejo en que habríamos de mirarnos si fuésemos prudentes, si fuésemos previsores? Trasladaos con el pensamiento al Extremo Oriente. Había allí dos a modo de Españas amarillas, naciones rezagadas y, lo que es peor, enamoradas de su barbarie; una que se llamaba Japón; otra, que se llamaba China. Hace unos treinta o cuarenta años, la historia, nuestro siglo, hubo de plantearles un dilema, que se ha cumplido con un rigor y una precisión tal como si se tratara de un fenómeno natural. «Hasta hoy habéis vivido aislados; os requiero a que allanéis vuestras murallas y franqueéis vuestros caminos y vuestras ciudades, porque Europa lo quiere: se han acabado para siempre las naciones hieráticas y conventuales en el planeta; tenéis que entrar en relación íntima, mercantil, intelectual y diplomática con Europa; más aún, tenéis que introduciros en la comunidad europea, europeizándoos, so pena de sucumbir, por ser el tipo de su civilización el que ha ganado la palma en el planeta; y he aquí mi ultimátum, el dilema en que os encierro: u os europeizáis, o sois europeizados; u os europeizáis por vosotros mismos, gradualmente, suavemente, conforme al genio de vuestra raza y a vuestras tradiciones, u os europeizarán los europeos mismos, pero a palos y cobrándose el servicio en millones de libras o de francos, en ventajas comerciales, en ciudades y en territorios.» Una de aquellas dos naciones escuchó prudente el requerimiento, halló su hombre, y aun sus hombres, hizo de Europa una vasta escuela para su juventud, llevo a cabo presurosamente una revolución desde el poder; y por tal manera, ha venido a transformarse en potencia europea, europea por la civilización, asiática sólo por la geografía; próspera, culta, fuerte, solicitada por Rusia e Inglaterra, y que lejos de disminuir su territorio, lo aumenta. Tal ha sido el Japón. La otra no escuchó nada; durmióse otra vez abrazada orgullosamente a su barbarie, nutriéndose de su leyenda dorada, que también ella la tenía, llamando bárbaros a los extranjeros; y ya hemos visto de qué manera esos bárbaros, que se llaman ingleses, franceses, rusos, alemanes, yankees, acaban de despertarla a cañonazos para hacerla entrar, quieras que no, en el concierto de la civilización universal, imponiéndole tratados y condiciones bochornosas, negándole personalidad, quitándole islas, puertos y territorios. Me refiero a China. La primera creyó a una buena madre: la segunda, no, y tiene que creer a una mala madrastra.

¿Veis ahora, señores, mi pensamiento, y lo que significaba en esta crisis mortal de nuestra España el concepto y vocablo europeización? Somos la China de Occidente, y nos hallamos en el instante decisivo de nuestra historia. Yo quería que imitásemos al Japón para no correr la suerte de China. Por desgracia, mientras nosotros nos reíamos del neologismo, que los japoneses acababan de acreditar por tan brillante manera, los sucesos se han precipitado y temo que llegamos tarde aunque nos pusiéramos inmediatamente en camino. Y ya he insinuado lo que esto podría significar para los españoles en la hipótesis más extremada de un protectorado, o de una anexión total o parcial: hacienda ordenada, mejora de los cambios, paz interior, obras públicas, fomento de la riqueza, despensa mejor provista, justicia más recta, cacique reprimido, libertad civil; pero todo eso, suministrado con la sequedad de una madrastra, por un país extraño a nuestro genio nacional, que no comulga en nuestro espíritu, pagado de su superioridad, que trata a los demás pueblos poco menos que con desprecio. Y era posible que Europa nos hubiese dado un respiro más, garantizándonos la integridad nacional y la independencia, defendiéndonos de Inglaterra, si nos hubiese visto con voluntad de rectificar nuestra conducta pasada, de capacitarnos para servir de algo en el mundo; si le hubiésemos dado motivos serios para creer que podía contar con nosotros y con nuestro concurso en las futuras contiendas internacionales y en la obra común del progreso humano.




ArribaAbajoLa auto-europeización requiere hombres superiores en el Gobierno. Urgente necesidad de renovar el personal gobernante y los órganos de publicidad

Es fatal, hemos dicho, es inevitable que España haya de nivelarse muy pronto con Europa, que los españoles hayan de reconciliarse con su siglo, haciéndose europeos; si no por sí propios, por extraños.

Admitiendo, y no es poco admitir, que Europa esté aún, y más bien diría que pueda estar, pues no siempre se hace lo que se quiere, y de ello tenemos bien reciente experiencia; admitiendo, digo que Europa pueda estar y esté propicia a darnos el tiempo necesario para el ensayo, y admitiendo (concesión no más fundada que aquélla) que en la masa de la nación quede un fondo de energías latentes tales como las que Castilla atesoraba al advenimiento de los Reyes Católicos, surge la cuestión de si sabremos hacer una condensación de vida tal como la que hizo el Japón; o mejor dicho, pues todavía esto no da todo su relieve a la dificultad: si cuando ya las cosas están tan adelantadas y tan avivada la necesidad o la codicia ajena, sabremos forzar el tiempo más aún de lo que lo forzó el Japón, cegando casi de repente el abismo que se ha abierto en más de tres centurias entre la nación española y el resto de la cristiandad; y por decirlo de una vez, si lo que hizo el Imperio del Sol Naciente cuando aún era sazón, sabremos hacerlo nosotros cuando probablemente ha dejado de serlo.

Han pasado ya más de veinticinco años desde que un literato insigne de nuestra nación, en uno de sus juicios críticos registraba esta observación de alta biología social, que nos coge de lleno a los españoles: «Cuando un pueblo, casta o tribu se ha parado en el desarrollo de su civilización indígena y castiza, se ha quedado atrasada, como vulgarmente se dice, y luego se pone en íntimo y frecuente contacto con naciones o castas de gente más adelantada, este contacto es peligrosísimo, a menudo deletéreo, y a veces hasta mortal. Si el desnivel de las civilizaciones que se tocan es muy grande o si la raza más atrasada no tiene bastante brío para encaramarse de un salto al nivel de la raza más adelantada, o el Estado perece, como quizá perecerá Turquía dentro de poco, o la raza se extingue, como acontece con los habitantes de la Polinesia...» Y añadía: «No temo yo que España, aunque el desnivel no es pequeño, perezca como Estado, a semejanza de Turquía...; pero la crisis por que pasamos es terrible de veras, y aún serán menester muchos disgustos, muchas perturbaciones y muchas fatigas para que salgamos de ella triunfantes167

Desde que el señor Varela hacía esta profesión de fe, tan llena ya de reservas mentales, expresando su confianza en la persistencia de la personalidad histórica de nuestra nación, ha transcurrido más de un cuarto de siglo y nuestra nación ha perecido en una mitad, o mejor dicho, en bastante más de una mitad, porque al decrecimiento de la masa social (habitantes y territorio) en esa proporción, característico de los estados de retroceso o regresión de las sociedades humanas en el concepto de De Greef (t. II, página 429), se juntan para agravarlo y continuarlo de un modo insensible, molecularmente, en la otra mitad estos otros dos fenómenos desintegradores: el movimiento de desnacionalización y de secesionismo que hemos sorprendido en el alma de la muchedumbre, y el rápido avance de la colonización extranjera en nuestro subsuelo, en nuestras vías públicas, en nuestras industrias y servicios, en nuestro cerebro. El salto para alcanzar de repente a las naciones más adelantadas era ya entonces necesario, en opinión de nuestro egregio crítico, pues acusaba la existencia de una crisis terrible y de un desnivel considerable, que sólo a costa de grandes fatigas y dolores sería dable redimir: considérese cuál no tendrá que ser el salto ahora, cuán gigantesco y sobrehumano el esfuerzo, después del rápido ascendimiento de Europa y del rápido decrecer nuestro en aquellos veintiséis años: considérese a qué punto se habrá acercado España a Turquía en eso del peligro de desaparecer.

El dar nosotros ese salto, el llevar a cabo por nosotros mismos aquella europeización de forma que llegue a tiempo, y por tanto de alta presión, de cultivo forzado, requiere una revolución desde el poder168; revolución muy honda y muy rápida, tan rápida como honda: la ausencia de una cualquiera de estas dos condiciones haría abortar indefectiblemente el empeño. Es lo mismo que venia a decir, en circunstancias menos desemejantes a las nuestras de lo que pudiera pensarse, un repúblico de nota, Álvarez Ossorio, hace más de dos centurias: o una revolución desde el poder, o un ángel enviado del cielo: no hay remedio fuera de esto para la monarquía española169; cuyo dilema retrae aquel otro que Rivière planteaba tiempo después a Quesnay con referencia a Francia: «o una conquista, o una revolución», que empieza a latir en la opinión de nuestro país y que no ha carecido de intérpretes en esta Información (t. II, págs. 57-58, etc.).

Ahora bien, esa revolución súbita supone como necesaria condición estas tres cosas a la vez: genio político que la promueva y dirija; una organización vieja que no la estorbe; un estado social que la pueda asimilar. O dicho de otro modo: hace falta poco menos que un milagro. Esto supuesto, ¿habrá alguien entre nosotros que pueda esperar esa condensación de tiempo, que pueda esperar ese milagro, de los políticos que tenemos experimentados? Declara el señor Silvela que el haber vuelto nuestro país a peor situación que en el siglo XV ha sido «culpa del elemento gobernante». ¿Y habrá nadie tan candoroso o tan iluso que pueda admitir la posibilidad de que hagan dar a España un salto hacia adelante, desde el siglo XV al siglo XX, esos gobernantes desalumbrados que no han sabido más que hacerla dar saltos hacia atrás? ¿Podemos esperar que empalmen con Isabel de Castilla y con Femando de Aragón, para rehacer la patria, esos que han acabado de aniquilarla, estrellándola, pobre anciana, contra el casco de acero de los acorazados yankees? Mereceríamos que Europa nos recluyese en una casa de salud, como tontos de solemnidad, si tal pensáramos y consintiéramos.

La víspera del choque con los Estados Unidos, en 1898, creyó lord Salisbury ver en España una «nación moribunda, que se acerca cada vez más al término fatal de sus tristes destinos», por el hecho, principalmente, de hallarla «desprovista de hombres eminentes y de estadistas en quienes pueda el pueblo poner su confianza170». Justa o injusta la sentencia, el considerando ese encerraba una lección que no debimos desaprovechar. Dos cosas se hicieron precisas al punto en que la lanceta del acorazado yankee hubo sajado aquel tumor inmenso, rebosante de pus, que teníamos en cuenta de patria y a que dábamos nombre de España: la primera la vio con su claridad acostumbrada el señor Silvela, y consistía (son palabras textuales suyas) en, «mudar radicalmente de rumbo de orientación en la manera de gobernar y de administrar»; la segunda constituía una condición esencial y previa para ese cambio en los procedimientos de la gobernación, y consistía en jubilar a los políticos fracasados, en renovar de raíz el personal de la política, dispersando esas que Calderón denomina «bandas sin principios ni ideales, remedios ridículos de partidos, que nada tienen que ver con la opinión ni responden a aspiración alguna del país, a quien tiranizan y explotan». Como no hicimos esto segundo, no se ha hecho lo primero, y seguimos rodando hacia nuevos abismos lo mismo que el día en que nos sorprendió la catástrofe.

En este punto se nos evoca por natural ilación aquel pensamiento del señor Maura, tan cierto y tan felizmente expresado, conforme al cual la revolución desde el Gobierno «nunca habría sido fácil, aun cuando hubo sazón para dividir la dificultad y esparcir la obra en el curso del tiempo; pero cada día que pasa desde1898 es mucho más escabroso, mucho más difícil, y el éxito mucho más incierto; y no está lejano el día en que ya no quede ni ese remedio171». De igual modo, cada día que pasa, enredando más la madeja de nuestra situación, enconando más la llaga de que desfallece el cuerpo político de nuestra nación, trae consigo la exigencia de más y superiores condiciones en el gobernante; cada nuevo día que amanece desecha como inservible al que la víspera habría podido aclamar como sobresaliente; ya hoy serían menester hombres extraordinarios; y muy pronto, tanto es lo que con el retardo se agiganta la dificultad, no bastarían ni taumaturgos a superarla. De hora en hora se nos va encogiendo el horizonte; y va a suceder, desidiándonos un poco más, que cuando por fin nos resolvamos, forzados por crisis y conflictos de fuera, a llevar a cabo la renovación de hombres y partidos, se encontrarán los nuevos agotado todo el arsenal, sin punto de apoyo ni tierra que pisar, y los moldes de la nación acabarán de quebrarse en manos del mejor, acaso de un Fernando V o de un Cisneros, de un Hardemberg o de un Thiers potencial, a quien habrá faltado ambiente y espacio, para desplegar sus talentos y enriquecer con nuevas creaciones la historia. ¡Acaso los sucesos digan que en ese período hemos entrado ya!

A menos, pues, de que ya desde luego nos entreguemos, es fuerza apresurarse, sin desperdiciar un solo minuto. Respétense cuanto se quiera las actuales formas constitucionales, a que tan apegados vivimos todavía; continúe, valor entendido, la ficción de un régimen parlamentario; pero transfiérase la representación de ella, que es tanto como decir las realidades de la gobernación, a hombres nuevos, jubilando para siempre -y ya dicho se está que por las malas, pues otro camino no queda- a aquellos que produjeron esta crisis mortal de nuestra nación, lazarillos infieles que, viéndose perdidos si España se salvaba, no vacilaron en sacrificar a España, después de haberla conducido como de caso pensado al borde de la sima donde, sin más trabajo que soplar, han podido los yankees alevosamente y a mansalva precipitarla. Hubiéramos llevado a cabo aquella operación antes de 1898 y la catástrofe nacional habría sido conjurada.

Ni era sólo el personal de gobernantes lo que hacía falta renovar: había que renovar de igual modo los periódicos. Es otra de las conclusiones de la Información, y he de hacerme cargo de ella.

Exalta el señor Unamuno la misión de la prensa periódica, considerándola como uno de los dos agentes más eficaces de la europeización, mediante el cual empieza a formarse una conciencia pública; mas para ello considera preciso que experimente una muy honda transformación (t. II, página 413). Entre los medios de regeneración, cuenta ése también el señor Sanz y Escartín: «que nuestra prensa, más poderosa que en parte alguna aquí donde los espíritus han perdido el hábito del propio discurso y aceptan inconscientemente el ajeno, se penetre de sus responsabilidades y de que en sus manos está la vida o la muerte de la nación...» (t. II, página 404). -El señor Dorado, que la acusa de contribuir en igual grado que los políticos «a la continuación y agravación del statu quo, aprovechándose a maravilla del mismo, sin perjuicio de poner al descubierto la gangrena cuando las cosas no van a gusto suyo», pondera el influjo inmenso que ejercería en la obra de la regeneración uno solo de esos periódicos «que se hiciera como sabemos todos que no se hacen los periódicos hoy, que se distinguiese por su veracidad y honradez, que no halagase al público para vender muchos ejemplares, que no persiguiera el anuncio, que priva de la libertad de hablar y juzgar muchas cosas, o la subvención, o el acta de diputado, o la credencial de ministro para su director, o el empleo para el reporter, o hasta la butaca del teatro» (t. II, pág. 283). -De las empresas periodísticas afirma el Círculo de la Unión Industrial «que han sido más que auxiliares de la oligarquía contra la nación: han formado por sí solas una oligarquía completa, que se ha entendido perfectamente con la de los partidos y la ha puesto a contribución, y se ha impuesto a todos sugestionando a las muchedumbres iletradas, haciendo el vacío con su silencio, en derredor de lo que estorbaba su interés y favorecía el del país, halagando vanidades, removiendo pasiones, levantando ídolos, haciendo ministros, suscitando crisis, alentando guerras, a cambio de actas, credenciales, subvenciones y tiradas numerosas...» (t. II, pág. 434)172. -Comedida y discreta la prensa española, sobre todo en los periódicos de mayor circulación, «adolecen, en sentir del señor Perier, de un grave pecado: el de la insinceridad. Por halagar unas veces al público, de quien viven, y otras veces a los hombres públicos, con quienes viven, contribuyen poderosamente a perpetuar los convencionalismos presentes, esa apariencia de Estado que funciona con regularidad perfecta, con la legislación y las prácticas de los pueblos libres y modernos, mientras debajo de ese lienzo pintado impera la arbitrariedad. Y mantienen y alientan la ficción del modo más seguro y más funesto, que es combatiéndola a medias, diciendo parte de la verdad, pero nunca la verdad completa, llevando siempre la intención de que toda 'campaña' periodística, en que resplandecen al parecer el desinterés, la crítica imparcial, la elevación de miras, venga a dar un provecho para el periódico por el aumento de tirada, o un adelantamiento político para los de casa, o la solución favorable a los intereses del 'oligarca' cuyas 'inspiraciones' recibe; y de este modo se desorienta al país y se le lleva a veces por derroteros que conducen a la catástrofe», etc. Añade que ese «cuarto poder» se halla necesitado de una sustitución o de una reforma, lo mismo que los otros tres (t. II, págs. 220-221)...

Bien decía el señor Sanz Escartín que la cuestión es de vida o muerte para la nación. Y eso que apenas si ha sido advertido el más dañado de sus aspectos. Estudiad la psicología actual del pueblo español, penetrad en los repliegues de su cerebro, y os parecerá por un momento que nos hallamos en los días de Carlos II, salvo que el poseído, que el hechizado, no es ya el rey, sino la nación misma. ¿Por quién? Por la prensa diaria.

Esta institución de los Periódicos, en una nación que hubiese estado enseñado a discurrir, habría sido muy provechosa: introducida de pronto, mecánicamente, inorgánicamente, en una nación semiafricana, rezagada de cuatro siglos, tenía que ser nociva por la misma ley que lo ha sido el Parlamento. Cerebros blandos y perezosos, sin fuerzas y sin disciplina, los que aprendían a leer, y leían (naturalmente, lo único que se ponía a su alcance todos los días y le hablaba de sus preocupaciones de cada momento o servía y lisonjeaba sus aficiones, crisis y pendencias políticas, corridas de toros, crímenes sensacionales, Lotería Nacional, escándalos y chismes de fuera o de dentro, etc.; la hoja del periódico), no tardaban en entregarse a ésta pasivamente, abdicando en ella su facultad de pensar y acostumbrándose a no vivir sino de pensamiento hecho. La escuela de primeras letras, no cultivando la razón del niño, no atendiendo a desarrollar su personalidad, no enseñándole a hacerse cargo de las cosas, enseñándole nada más que la mecánica de la lectura, parecía no tener otra misión que la de surtir de clientes, materia hechizable, a la prensa diaria, destacándolos de la masa analfabeta. Y así ha resultado que eso que llamamos opinión no tiene su fuente en la conciencia de la nación, sino que se forma en las redacciones de dos o tres periódicos; y como, por otra parte, esas redacciones no son, en lo general, cuerpos de tutores, patriciado natural, sino, al igual de la plana mayor de las facciones, cuerpos de oligarcas y de intérpretes y adscripticios suyos -que por esto no dejan oír a su pupilo otras voces que las propias-, el vasallaje práctico del gobernante resulta doblado por el vasallaje teórico del periodista, y entre los dos dan a España, según dije, aspecto de una nación maleficiada. En vano trataríais de romper el encanto, reponiendo al pueblo en la libre posesión de su cerebro; no os oirían los analfabetos, porque son sordos para este efecto; no os oirían tampoco los que leen, por causa del hechizo, porque les tienen tapiados los oídos aquellas hojas diarias que primero tomaron posesión, y que se negarán a transmitir o dar paso a vuestra voz, pues para eso sería preciso que fuesen lo que son, pongo por caso, en Inglaterra, cuna de la institución: cosa pública, cosa de la nación, que la paga, en vez de ser una propiedad privada, para exclusivo provecho del dueño, regida por las leyes del monopolio y de la oferta y del pedido como otra empresa cualquiera173

Decía un antiguo refrán castellano: «sálenle alas a la hormiga porque se pierda más aína». Las alas que le han salido a España, para más aprisa perderse, son el silabario y el periódico. Y así ha podido, v. gr., achacarse con visos de verosimilitud la guerra colonial y extranjera, y la consiguiente catástrofe nacional, no al país o a sus gobernantes, sino a la prensa periódica, como dijo El Nacional, o puntualizando más, a la prensa de Madrid, como denunció Las Noticias, de Barcelona, o más determinadamente, a uno de los órganos de la prensa madrileña, según sostuvo La Época.

La rehabilitación nacional, he dicho, será imposible, aun dando que nos asista el factor tiempo, con los gobernantes de los últimos veinticinco años en el poder: ahora añado que sería también imposible, aun jubilados ellos y sustituidos por otros nuevos inculpables y preparados para la gobernación, si hubieran de subsistir las actuales oligarquías periodísticas. La renovación de la prensa se impone como otra condición sine qua non. ¿De qué modo? No creo, como El Liberal, que si se sometiese la cuestión a plebiscito, los periodistas tendrían que buscar su salvación en el ostracismo, porque ese plebiscito se abre todos los días y la votación les es siempre favorable: sería menester para ello que cesara previamente la fascinación, que fueran expulsados los malos espíritus. Ni veo tampoco que sea preciso llegar adonde el mismo Liberal teme que se llegue; a «un degüello general de periodistas», remate sangriento a un sistema político que se inauguró con una matanza de frailes174. Pero sí pienso que la obra de edificación interior por la escuela transformara requiere también en esto el auxilio del bisturí. Que no es lo mismo que decir de la arbitrariedad o de la violencia. La nación será con otros partidos y con otra prensa, o no será. Y ni a Fafner ni a Wotan los reducen conjuros: el brazo esforzado de un Siegfredo nacional, sin miedo... y sin tacha, es indispensable.




ArribaAbajoLas clases intelectuales han desertado su puesto. Necesidad de una «élite». El segundo período de la Cruzada

Hace muy poco (10 de mayo 1901), un periódico democrático, el Heraldo de Madrid, echaba de menos en el movimiento de resurrección de España y en la agitación fecunda de las clases trabajadoras, el concurso de los pensadores, de las clases intelectuales. Comparaba el estado social de nuestro país con el de Rusia, donde está fermentando un espíritu de renovación que promete sacar a aquel pueblo de las tinieblas de la Edad Media en que todavía se halla sumido, y que en Europa se designa ya con el nombre de aurora de una revolución. Pero al hacer esa comparación, encontraba una diferencia: que en Rusia colaboran y van unidos con los trabajadores los elementos intelectuales del imperio, y en España, no. Allí la juventud de las aulas y los pensadores más ilustres van del brazo con los hombres del taller. El labriego ruso yace en un estado de ignorancia, de pasividad, de atonía intelectual, análogo al del labriego español, que compone la gran masa de la nación; pero suple su ausencia en la lucha contra el despotismo la clase intelectual, y en España, no.

En circunstancias muy parecidas a las nuestras, al iniciarse la gran obra de reconstitución de Prusia, decía Federico Guillermo III: «Las fuerzas intelectuales han de suplir la pérdida de las materiales.» Y fundó la Universidad de Berlín (1810), con Schleiermacher, Niebuhr, Thaer, Humboldt y otros, hombres de ciencia creadores y universales, pero al propio tiempo grandes patriotas de acción, poniendo a la cabeza a Fichte, que desde años antes venía cultivando asiduamente el patriotismo alemán. Y esa Universidad provocó el levantamiento de Alemania contra sus opresores. En España, por desgracia, la Universidad ni siquiera se ha dado cuenta de la catástrofe, o la ha recibido con el mismo «corazón ligero» que la masa desvalida e indocta de campesinos y menestrales; no ha tenido una inspiración; no se le ha levantado el pecho; ha seguido siendo, en lo general, una escuela especial más, encargada de surtir a España de abogados, médicos, farmacéuticos, naturalistas, matemáticos y bibliotecarios; no ha entendido su misión política sino como misión social, con sus lentitudes de cosmogenia, y aun esto en bien contados oasis, como el fértil y benemérito de Oviedo.

Pues ahora, donde dice «Universidad», léase «élite» o clases «intelectuales»; y he aquí el juicio que de ellas y de su misión política se ha formulado en la Información.

De los profesionales en general, sabios, artistas, jurisconsultos, literatos, dice el Círculo de la Unión Industrial de Madrid: «Los que se han sentido inclinados a la acción ha sido para ir a ayudar, antes o después del desastre, a los políticos causantes de él y tomar parte en el festín como otros que tales. Los demás han reducido su virtud a no participar: se han encerrado en su concha, haciéndose patria de sus libros, de su pluma, de su pincel o de su microscopio: la mano y luchar con él por la conquista de su porvenir: lo han dejado solo; han dejado que siguieran explotándolo y despeñándolo los mismos que lo habían explotado y despeñado antes» (t. II, pág. 434). -Una acusación semejante les dirige en su testimonio la Cámara Agrícola del Alto Aragón: «Por el hecho de haber dejado las primeras [clases intelectuales] que marchasen solas las segundas [clases económicas], quedándose ellas egoístamente en sus casas, se han hecho culpables en gran parte del fracaso de aquel movimiento redentor iniciado en Zaragoza»; dice que «hay que principiar otra vez como si las Asambleas de Zaragoza no se hubiesen celebrado»; y excita a dichas clases, hasta ahora retraídas, «a que se organicen y nos organicen para arrojar del poder a los oligarcas y salvar a España» (t. II, págs. 59-60). De igual modo, la Cámara Agrícola de Tortosa funda el remedio a los males presentes en «una organización de todas las fuerzas vivas del país, dirigidas por la minoría de intelectuales independientes, que concentrarían e imprimirían unidad al esfuerzo colectivo y lo harían incontrastable» (t. II, págs. 54-55).

Iguales cargos e iguales requerimientos y apremios han salido del seno mismo de las clases intelectuales y han sonado en esta Información; y ya es el señor Lozano, insinuando cómo el movimiento nacional de Zaragoza fracasó por haber faltado en su estado mayor el núcleo de los intelectuales (t. II, pág. 194); ya es el señor Canals, negando a los cuerpos de militares, marinos, catedráticos, magistrados, ingenieros, que se muestran asqueados de toda política y se mantienen apartados de ella -a reserva de no rehuir algunos sus favores-, el derecho de abominar, como abominan cuando llega el caso, de los que la conducen tan deplorablemente (t. II, págs. 68-69); ya es el señor Picón, denunciando asimismo a catedráticos, ingenieros, médicos, literatos y artistas, junto con los demás componentes de la clase media, «como responsables de la decadencia y la deshonra» de la patria, y proponiendo una confederación o liga de todos ellos para el ejercicio de los deberes políticos (t. II, página 234); ya es el señor Ramón y Cajal, exhortando a las clases directoras e intelectuales «a que se eleven más y más, a impulso de una cultura supraintensiva y de un ardoroso y prudente patriotismo, y hagan en todas las esferas del organismo nacional labor honda, viva, fecunda y renovadora, como medio de compensar el desnivel que las separa de las bajas capas sociales» (t. II, págs. 346-347); ya es el señor Perier, arbitrando manera como, «sin cambiar el régimen, se podría llegar a poner la dirección de la sociedad en manos de la 'aristocracia natural' del país, si es que tal aristocracia existe, cosa, añade, que cabe dudar cuando permanece ignorada y en silencio, sin que la denuncie un solo arranque de iniciativa generosa para evitar el desmoronamiento nacional que el señor Costa y algunos otros avisados observan y acusan...» (t. II, pág. 223)175; ya es el señor Bello, que, al ver «fracasado el movimiento de las clases económicas, vuelve la vista angustiada a esas otras, breves por el número, pero que, cultivadas por el ejercicio constante del intelecto, han adquirido orientación y tienen práctica y fe en los principios fundamentales de la sociología y de la política»; y las excita a que «se estrechen en cuadro y aborden el magno problema, aunque para conjugar realidades muy ingratas hayan de dejar la placidez del estudio o del laboratorio en que regodean su espíritu», mostrándole cómo «están obligadas a hacerlo, para que la patria no se pierda abandonada a la dinámica infernal de oligarcas y caciques» (t. II, página 116)176. Y no se hable de aquellos otros «intelectuales» a que se refiere el señor Gil y Robles, capa burguesa puesta a devoción y servicio de la plutocracia agiotista, «que legislan en provecho de sus amos, a cambio del usufructo político que estos les consienten» (t. II, pág. 160); porque aquí se trata nada más de los independientes y no contaminados ni vendidos, únicos con quienes habría podido entenderse la patria.

Tres años antes de esta Información, la Cámara Agrícola del Alto Aragón, en el primer documento de resonancia que produjo aquel movimiento nacional condensado luego en Zaragoza [Mensaje al país del 13 de noviembre de 1898], convocó a una Asamblea Nacional a las «asociaciones que sustentan la representación del país en el orden del pensamiento y del trabajo»; y reunida aquella Asamblea, declaró ya en su primera sesión que «el país productor, representado por sus clases económicas e intelectuales», debía organizarse en una Liga Nacional con objeto de procurar por los medios más enérgicos y eficaces la inmediata reconstitución de la nación española. Ahora bien, los elementos intelectuales, fuera de muy contadas excepciones, no respondieron a aquel llamamiento de la Asamblea zaragozana177; la Liga, formada sin ellos, no les apremió lo bastante, impedida por causas que todavía es forzoso, desgraciadamente, reservar; no sintieron tampoco la necesidad de asociarse entre sí, separadamente de la Liga, para coadyuvar a los fines comunes de reconstitución patria; se mantuvieron en ese retraimiento que el Heraldo de Madrid hace notar a otro propósito y que el Círculo de la Unión Industrial de Madrid y otros han censurado con toques amargos en esta Información; y tal ha sido, efectivamente, una de las dos causas fundamentales de que fracasara tan temprano, o dicho con más exactitud, de que se malograra desde los primeros instantes, aquel plan de levantamiento en acción de que tanto bien pudimos esperar.

El concurso de esa que hemos denominado en la Memoria élite intelectual y moral era tanto más necesario, tanto más imprescindible, cuanto que todo en España, fuera precisamente de lo que constituye su organización oligárquica, es masa amorfa, indiferenciada. No supo nunca nuestra nación crearse una aristocracia orgánica, viva, real, elemento de conservación y de dirección de la sociedad, guardadora de las tradiciones de buen gobierno, dotada de una elevada cultura moral e intelectual, y en quien la selección obrase de continuo, vigorizando el cuerpo social: como todo aquí, la aristocracia ha sido también una apariencia, una ficción, un nombre. Y como dice Novicow, «es verdad que hay animales sin cerebro, pero se hallan en los últimos peldaños de la jerarquía vital; hay, es verdad, sociedades sin aristocracia, pero se hallan en los últimos escalones de la civilización: cuando una sociedad no posee una élite bastante numerosa, tened por seguro que su vida no será muy brillante ni muy larga». Toda esta trascendencia tenía el previsor llamamiento de la Cámara alto-aragonesa a la élite de nuestro país. Y ya acabamos de ver cómo el fracaso de aquel plan de revolución legislado en Zaragoza ha sido lógica consecuencia de su retraimiento.

¿Es todavía sazón para que se sustraigan a él? Quiero decir: ¿existen aún, a estas alturas, términos hábiles para que las clases intelectuales pudieran responder a las excitaciones que les han sido dirigidas en la Información por tantos y tan autorizados conductos? A la fecha del Informe-resumen [junio 1901] apenas abrigaba dudas: he aquí la respuesta que di a esa interrogación:

«Aquel movimiento iniciado hace dos años y medio en Aragón, me lo represento yo a manera de una Cruzada; y para explicarme sus fases y vicisitudes, lo que ha sido, lo que puede ser, lo miro desde lejos en otras Cruzadas que recorrieron su ciclo en la historia hace muchos siglos y encierran un caudal de experiencia que importa aprovechar.

»Ustedes saben que las Cruzadas típicas en la historia son las del siglo XI al XIII, cuyo objeto fue rescatar los Santos Lugares del poder de los infieles; exactamente lo mismo que la comenzada por las Cámaras en Zaragoza, la cual no se propuso otra cosa sino rescatar la Jerusalén española del poder de nuestros infieles, los políticos del turno y sus cómplices similares, que la seguían tiranizando y usufructuando después de haberla despojado de su corona de soberana en Occidente y en Oriente y de haberla hartado de afrentas el día del tratado de París y en los treinta años consumidos en prepararlo. Saben ustedes también que entre aquellas Cruzadas, la típica y característica fue la primera, acordada el año 1095 en el Concilio de Clermont, como si dijéramos, en nuestro caso, las Asambleas de Zaragoza.

»Pues bien; esa Cruzada tuvo dos partes, dos tiempos, dos períodos: El primero, el de la masa neutra, sin organización, sin armas, sin guía, que a esto equivalía llevar a su frente a un pobre hombre llamado Gualterio, hidalgüelo de provincia, que los cronistas de la Cruzada declaran no poseía ninguna de las cualidades necesarias para la alta empresa acometida; y el resultado fue que pereciesen horriblemente en el camino los más de los trescientos mil cruzados que componían la expedición, sin haber llegado ni a ver siquiera de lejos las murallas de Jerusalén, dispersándose sus últimos restos, parte, para aguardar, fugitivos por los montes o refugiados en Constantinopla, la llegada de la segunda expedición, parte, para entregarse a los turcos con Reginaldo, abrazando la fe de Mahoma que habían jurado exterminar. El segundo período, el de la segunda expedición, salida a su hora, la de los profesionales con el pueblo, ejército regular, bien armado y equipado, disciplinado y regido por discurso, que llevaba a la cabeza a los caudillos más gloriosos de su tiempo, reputados ya por su valor, por su prudencia y por sus hazañas: Bohemundo de Tarento, Raimundo de Tolosa, Roberto de Normandía, Pedro de Toul, Esteban de Chartres, Hugo de Vermandois, Eustaquio de Bolonia, Roberto de Flandes, Guillermo de Urgel y muchos más, a quienes presidía Goofredo, señor de Bouillón, figura de epopeya, que ha cantado el Tasso; y el resultado fue que los nuevos expedicionarios llegaron a Asia, siguiendo el camino que habían marcado con sus huesos los primeros cruzados y aventureros; incorporaron a sus filas a los fugitivos y desengañados de la fracasada expedición de Gualterio; se apoderaron, una tras otra, de las ciudades de Nicea, Edesa y Antioquía; pusieron sitio a Jerusalén y al cabo de días la tomaron por asalto, degollando a sus moradores turcos y judíos, y la devolvieron a la cristiandad, restableciendo en ella el trono de David, fundando un reino cristiano.

»De esos dos períodos, de esos dos tiempos, la cruzada de Zaragoza ha consumido únicamente el primero; réstale intentar el segundo, que tal vez, tomando al fracasado como lección, sería coronado por el triunfo y restituiría a la civilización una patria de tan gloriosas tradiciones como Jerusalén, y que como Jerusalén ha caído otra vez cautiva de la barbarie» (págs. 52-53).

Un autorizado diario de la corte, El Imparcial, después de reproducir en su editorial estos conceptos de nuestro Informe-resumen, expresaba su convicción de que «esa segunda cruzada, si se verificase, llegaría efectivamente a Jerusalén», aun siendo difícil que los intelectuales acudiesen a ella en cuerpo, por cuanto si bien forman un elemento social, no así una clase; y nos excitaba a perseverar en el empeño178.




ArribaAbajoNo liga, sino partido. Del Gobierno a las elecciones, no de las elecciones al Gobierno. Programa para un partido nacional

«¿Qué se podría hacer aquí? ¡Todo!, porque nada se ha intentado sincera y efectivamente. Pero... a condición de que tuviésemos en la mano la Gaceta y los Presupuestos.» Estas palabras con que el espíritu ingenuo y valiente de la señora Pardo Bazán concluye su informe, refiriéndose a «la magna pero relativamente fácil tarea de instaurarlo todo en la patria» (t. II, págs. 297-298), quieren decir que el hecho de un programa nacional llevaba consigo la necesidad de un «Gobierno nacional», y por tanto, que la cruzada promovida en Zaragoza ha debido organizarse en forma de partido nacional, apto para las luchas activas de la política y para la gobernación del Estado, en la manera aquí mismo expuesta por la Cámara Agrícola del Alto Aragón (t. II, pág. 59).

En el fondo, éste es, puede decirse, el corolario de toda nuestra Información.

Según ella: 1.º Hay que llevar a cabo una transformación honda y muy rápida del Estado español, lo que hemos llamado una revolución desde el Gobierno, sacudiendo vigorosamente los espíritus para alumbrar en ellos los manantiales del selfgovernment individual, atacando enérgicamente los síntomas del morbo nacional mediante una política quirúrgica, combatiendo las causas mediante una política sustantiva (pedagógica, económica, social, etc.) muy intensiva, y, en una palabra, haciendo llegar forzosamente a la realidad por mano de los gobernantes el vasto plan de reformas y providencias de gobierno convenido en la Asamblea de Productores de Zaragoza, afinado y seleccionado en esta Información. -2.º Las oligarquías que han detentado y usufructuado el poder en los últimos treinta años carecen de aptitud y de autoridad moral para iniciar, impulsar y presidir esa revolución, siendo por ello precisa condición de vida que se desvincule la gobernación, que se jubile a la feudalidad reinante y se la sustituya por una generación nueva de políticos no gastada ni fracasada, no complicada en la decadencia y caída de la nación. -3.º Las elecciones, en nuestras circunstancias, no son medio practicable para verificar esa renovación del personal gobernante: se ha menester inexcusablemente un «hecho inicial» ajeno a ellas, hecho que para unos, como el señor Calderón, sería la revolución de abajo (t. II, págs. 43, 49); que para otros, como el señor Maura, podría ser la iniciativa del poder moderador (t. II, págs. 15-17, 20). -La consecuencia lógica de tales premisas, en lo tocante a organización, es ésta: un partido, no una liga.

No ha faltado, según hemos visto, quien insinúe la idea de una asociación o liga contra el caciquismo, en la cual podrían entrar hombres de todas las opiniones y de todos los partidos, por cuanto no sería política ni aspiraría a realizar su programa desde el poder; pero nadie ha intentado desvirtuar las razones con que tal idea había sido anticipadamente combatida. En diciembre de 1898 hube de explicar en la Asociación de la Prensa, de Madrid, una conferencia sobre el tema «O liga, o partido», razonando la tesis de que si el movimiento de Zaragoza se limitaba a organizarse en forma de liga a la inglesa, sin carácter político, para fines exclusivamente de propaganda, para agitar y educar la opinión, para ejercitar el derecho de petición cerca de los poderes, fracasaría indefectiblemente. Eso no obstante, la liga se constituyó, y los hechos desde entonces han venido dando la razón a las previsiones de la Cámara alto-aragonesa, que había propuesto la formación de un partido, órgano ejecutor del programa de la Asamblea. Un año después, en enero de 1900, en otra conferencia del Círculo de la Unión Mercantil, también de Madrid, sobre el tema «Quiénes deben gobernar después de la catástrofe», el mismo problema fue ventilado desde otros puntos de vista, llegando a la misma conclusión; y hasta ahora, tampoco he tenido ocasión de rectificarme, ni por razones que se hayan aducido en contra de mi tesis sobre la necesidad de renovar el personal de la política, ni por hechos que hayan demostrado que la necesidad del país en este punto se hallaba suficientemente cubierta con el personal antiguo179. Ahora, en la Memoria sobre «Oligarquía y caciquismo», sin torcernos de aquella dirección, avanzamos un paso más, sugiriendo la idea de un neoliberalismo inspirado por hombres nuevos que acometan con decisión la obra urgente de extirpar de nuestro suelo el régimen oligárquico y sobre las ruinas de la España caída levanten, con una nueva política, una España nueva.

Pensar en ligas ahora sería caer otra vez en el error en que cayeron las dos Asambleas de Zaragoza, causa en gran parte de que los organismos directivos creados por ellas hayan obrado a manera de cloroformo para adormecer al país, dando lugar a los políticos de la catástrofe para rehabilitarse y hacer nuevamente vínculo suyo el poder180. No repetiré aquí las razones que condenan por ineficaz el método de las ligas; apuntaré únicamente dos, a saber: 1.ª Que en España falta base para labrar sobre el espíritu público por medios de persuasión: lo uno, porque tal espíritu no existe; y luego, porque ni siquiera lograría la liga ponerse en comunicación con la masa, ni celebrando centenares de meetings por provincias, para los cuales no dispondría de recursos ni de oradores, ni dirigiéndole la palabra uno y otro día desde Madrid, para lo cual le faltaría el concurso indispensable de la prensa «popular», que no es, por punto general, prensa «de la nación»; y 2.ª Que aun cuando estuviesen dadas aquellas condiciones, espíritu público ya formado o camino para formarlo, no le queda ya tiempo a España para nada que sea acción lenta, orgánica, molecular; habiendo llegado el caso de lo que los médicos llaman una «indicación vital». El neoliberalismo y su acción combinada de medicina y cirugía no puede ser eficaz sino a condición de que llegue al poder inmediatamente; hablar, a estas alturas, de propagandas, de previa, educación del país, de crear opinión, de plazos de treinta o de cuarenta años, es tanto como desahuciarnos.

Cierto, ha habido optimistas en la Información, para quienes España tiene esos treinta años por delante, pero es porque gozan de la facultad de abstraerse y olvidar; es porque no se hacen cargo de lo que Europa adelanta en treinta años, ni de la situación crítica y de equilibrio inestable en que el Continente ha venido a encontrarse, ni de la necesidad que a Inglaterra ha creado su imperio colonial de adquirir puestos en nuestro litoral peninsular, mayor aún que la necesidad que a la república norteamericana había creado su política imperialista de adquirir islas en el Pacífico y en el Atlántico; es que olvidan que al hablar de desmembraciones y secesionismos, no hablamos por hipótesis; que acabamos de perder, por la acción combinada de nacionales y extranjeros, la mitad de nuestro territorio allá en Ultramar, y que aquí en la Península, hemos perdido económicamente más de otro tanto con los 2.000 millones de la guerra, y que el capital extranjero nos está convirtiendo a toda prisa en colonia industrial, y que un pedazo de nuestro suelo y de nuestra nacionalidad ideal tan vasto como Portugal acaba de convertirse virtualmente en colonia política, dilatación de Gibraltar. No, no nos quedan treinta años; dudo mucho que queden diez o doce. A la cuestión de China va a suceder la cuestión del Mediterráneo, que es decir la cuestión del Estrecho, que es decir la cuestión de España. Y si España no tiene prontamente un rasgo, si no se apresura a demostrar con hechos, muchos y muy intensos y de gran contenido y significación, que se ha puesto en camino de Europa y, con eso, en situación de ofrecer a alguna o a algunas potencias la perspectiva de una fuerza auxiliar para plazo muy breve, se repetirá el caso de 1898 en Cuba, el caso de 1902 en el sur de África; y si la guerra europea estalla, no será para que se respete a España, v. gr., la posesión de Ceuta, sino para decidir si Ceuta ha de ser para Inglaterra o si debe ser para Rusia, y caso de que deba ser para Rusia, con qué porción de la Península y de los archipiélagos ha de compensarse a Francia y con qué porción a Inglaterra y a su protegido y pupilo Portugal.

Todavía, encima de lo dicho, el método de las ligas supone la existencia de un cuerpo electoral de verdad, que «practica», que cursa los comicios; y cabalmente, la Información del Ateneo ha acabado de evidenciar que lo que en España llamamos así no existe en parte alguna fuera de los Boletines Oficiales de las provincias, y que es fuerza resignarnos a no contar para nada con el imaginario recurso de las elecciones. Hemos sabido, por fin, mirar serenamente a la ficción, y cuando no reconciliarnos con ella, al menos razonarla, acabando con esos perniciosos convencionalismos que nos hacían clasificar entre los países de selfgovernment a un pueblo de régimen caracterizadamente feudal. No basta (ha dicho la Información) inscribir nacionales en el censo electoral para hacer de ellos electores; es preciso que posean además la capacidad necesaria para votar: un cierto grado de educación general, cultura política, independencia económica u otras condiciones personales equivalentes: lo que llamaríamos la mayor edad política, muy distinta de la civil. De esa capacidad, de esa mayoría de edad, carece la gran masa de los españoles, y sin ella ha de seguir, queramos o no, durante mucho tiempo, porque no es cosa que se improvise. Y he ahí (sigue diciendo) la causa de que el poder no suba de las elecciones al Gobierno, sino que proceda en un orden inverso; que no mane de las urnas, sino de la Gaceta; que la clave de la vida política, que en Inglaterra está en el pueblo, se halle aquí en el jefe del Estado, y, por decirlo de una vez, que las elecciones, instrumento único allí para renovarse o sucederse los partidos en la posesión del poder, sean aquí consecuencia y un como incidente de esa posesión. Con esto, es claro que no puede engendrarse un Parlamento propiamente tal, sustantivo, independiente, verdadera y legítima representación del país, poder originario al cual se hallen subordinados los demás y de cuya mayoría el jefe del Estado haya de sacar necesariamente los ministros; puede engendrarse nada más, y dicho se está que por vía de nombramiento, siquiera se dé al nombramiento figura de elección, un a modo de Consejo bautizado connombre de Parlamento y dependiente del jefe del poder ejecutivo, a quien el rey nombra libremente, sin mirar a mayorías «parlamentarias» más que, si acaso, para despedirlas.

Dedúcese de lo que antecede que las elecciones únicamente podrían admitirse en serio a título de ficción jurídica, regida por principios de tutela: que el Gobierno supla la ausencia de cuerpo electoral, nombrando diputados a los que éste elegiría si lo hubiese. Tal se ha dicho en la Información. Pues ahora, continuemos o extendamos el razonamiento: que el Jefe del Estado supla la falta de Parlamento, nombrando ministros a los que éste indicaría si existiese. Otra vez venimos a parar al mismo resultado: que no es ganar desde fuera las elecciones lo que el neoliberalismo, lo que, en general, los reformistas, deben proponerse; que lo que tienen que ganar es esta prerrogativa constitucional, o la voluntad de la persona en quien esté encarnada: «Nombrar y separar libremente a los ministros» (artículo 54 de la Constitución, párrafo 9). Consecuencia, la misma de antes: no liga, sino partido.

Cuando se estaba debatiendo la Memoria de la Sección en el Ateneo, un diario de la Corte que ha prestado mayor atención que ningún otro a este arduo problema de política constituyente, tomó pie de la Información para recordarme las veces que me había excitado, en mi calidad de director de fuerzas sociales de las agrupadas en las Asambleas de Zaragoza, a presentar batalla al caciquismo en los colegios electorales. He aquí un compendio de su razonamiento: «El caciquismo es el resultado fatal de la implantación del sistema representativo en una sociedad inerte. Era indispensable sustituir el régimen absoluto, que hacía de nosotros un trasunto de Marruecos. Faltaban hábitos de vida cívica, cultura política, educación, opinión pública, cuerpo electoral. No se podía improvisar aquello ni se tenía esto a mano; fue preciso contratarlo, y el contratista fue el cacique...» Es fuerza ahora anularlo, y «tal fin sólo podría ser alcanzado si la gran masa social entrara de lleno y con empuje en la vida pública: no se necesita de contratista para ejecutar lo que todo el mundo está dispuesto a hacer. Y precisamente éste era el objeto capital así del movimiento de las Cámaras de Comercio como del de la Liga Nacional de Productores». El señor Costa debe estar seguro de que «un solo triunfo brillante, ruidoso, verdadero, sobre el caciquismo en las elecciones inmediatas, haría más daño a éste que su Memoria del Ateneo. Porque esa plaga, como la de la langosta, no se extinguirá con todos los insecticidas que él y cuantos le imiten puedan inventar, sino roturando el terreno social donde aquella plaga se cría y poniéndolo en cultivo». «Si la Unión Nacional se hubiera organizado para la lucha electoral con los medios enormes de que para ello disponía, habría vencido en todos los grandes centros de población a los caciques, y después, desde el Parlamento, sus representantes habrían podido ir anulando en toda la Península el caciquismo181». -Pero (objeta nuestra Información), ¿cómo roturaría y pondría en cultivo el terreno social donde la plaga del cacique se cría, sin tener previamente a su disposición el arado, que es el poder del Estado, la escuela, el Tribunal, la fuerza pública, los Ministerios de Fomento, y, por decirlo de una vez, la Gaceta y los Presupuestos? ¿Cómo se organizaría para la lucha electoral faltando la primera materia, que son los electores, ni cómo triunfaría en las urnas sin entenderse con quien hace las veces de éstos, el Gobierno, incidiendo en una petición de principio? Ya dos años antes, el mismo periódico, llevado de su buen deseo y de la simpatía que le inspiraba el movimiento de Zaragoza, nos hacía esta reflexión: «todo elemento social que pretenda convertir sus pensamientos en realidades, si no pone mano en la palanca del Estado, no pasará de los discursos, fantasías y ruidos182». Y nosotros le contestábamos:

«Conformes. Sólo que eso no quiere decir que forzosamente debamos hacer de la Liga un ring electoral. Hay más camino que el de las elecciones, caso de que ése lo fuese. Queremos poner mano en las palancas del Estado, pero no por medios teóricos e imposibles. Somos oportunistas, en igual línea que los políticos, los cuales, en tanto que la vía de las elecciones no se hace cursable para el efecto de advenir a la vida pública, utilizan estas otras dos: la revolución de la calle o el pronunciamiento militar, y la prerrogativa del poder moderador. Jamás una agrupación política ha empuñado la palanca del poder por llamamiento del 'cuerpo electoral'. Si el señor Silvela hubiera de haber contado mayoría de adeptos en el Parlamento para recibir el encargo de formar Ministerio, nunca lo hubiera recibido; si al señor Sagasta le pusieran por condición vencer en las urnas al partido conservador, jamás saldría de la oposición. Y lo mismo ha de decirse de Prim en 1868, de Figueras en 1873, de Cánovas en 1875. De ahí precisamente las conminaciones con que periódica y alternativamente amonestan los partidos turnantes no al cuerpo electoral, sino a la regia prerrogativa, cuando el comensal de turno prolonga demasiado la sobremesa. Contradígalo cuanto quiera la letra de la Constitución: dado un estado social como este del pueblo español, el jefe del Estado tiene que decir, aun en el caso de que lo lamente y de que le repugne: 'el cuerpo electoral soy yo'; con la llave del Ministerio entrega conjuntamente las llaves de las urnas. No es cosa que dependa de su voluntad, y ni siquiera de la voluntad del jefe del Gobierno. Los periódicos que nos invitan en serio a cultivar el voto, fundando en él la regeneración de la patria, no parecen escritos para España: parecen escritos para China.

»Y he ahí justificado el que la Cámara Agrícola del Alto Aragón propusiera a las clases productoras e intelectuales de España la formación de un partido propio, hallando que una liga, sin otros medios de acción que el derecho de petición y el de sufragio, sería totalmente ineficaz. En su manifiesto de 13 de noviembre [1898], preguntábase cuál podría ser el medio práctico para que la nación se redimiese y gobernase a sí propia, y contestaba: 'No lo serían ciertamente las elecciones, según nos tiene enseñado la experiencia de dos generaciones; tales como han sido hasta ahora seguirán siendo, mientras no se haya transformado radicalmente el estado social de que son una expresión o una resultante; obra lenta, que no verá consumada esta generación; y no estamos para perder el tiempo, fundando esperanzas en promesas ajenas de moralización, civismo, decencia, rigor y otras quimeras e imaginaciones. Rebélese quien quiera, no nosotros, contra esa fatalidad, no menos ineluctable que la de cualquier fenómeno natural.' Y en la conferencia leída en la Asociación de la Prensa el día 19 de diciembre insistía en la misma observación, diciendo: 'En tercer lugar, el método de las ligas supone la existencia de un cuerpo electoral independiente, y hecho además a los combates del sufragio, que se interese en la cosa pública y siga con atención los nuevos problemas que la dinámica social incesantemente hace surgir, y posea un cierto grado de flexibilidad, tanto como de energía y de poder reactivo sobre sí propio; y esto en España no lo hemos tenido nunca ni hay manera de improvisarlo.'

»Ahora, no pretenderá nadie que la Liga entre en negociaciones con los Gobiernos para encasillar a algunos de los suyos, a uso de oposición gubernamental. Para que normalmente y por sistema tomemos parte en las elecciones, es condición precisa que exista cuerpo electoral. Los periódicos que hace un mes nos excitaban o nos reconvenían, hacíanlo en la inteligencia de que tal cuerpo existe ya, siquiera perezoso e inhabituado, y que bastaría nuestra presencia en la calle enarbolando el estandarte de la clase, para que sus componentes se pusieran en pie y los colegios españoles reprodujeran la faz de los de Inglaterra. Para entenderlo así, ha sido menester que los periódicos se sugestionaran a sí propios con una generosa ilusión, vuelta la espalda a la realidad. Porque lo cierto es que, como todo en España, el elector está todavía por hacer. Y tal es cabalmente la obra pretendida por nuestra Liga y en vista de la cual ha sido ésta fundada. Su fin último es rehacer la patria, y rehacerla conforme a un tipo más perfecto que el extinguido. Ahora bien, para crear patria, hay que principiar por labrar hombres; y sólo teniendo hombres se tienen electores; sólo creando nación se hace cuerpo electoral. Lo que hay es que el arte de metamorfosear un embrión de hombre, o si se quiere, un hombre medieval, tal como el español, en un hombre moderno, apto para gobernarse a sí mismo dentro de un régimen de nacionalidad y alboreando el siglo XX, supone condiciones que el Manifiesto de la Liga compendia en estos dos vocablos: despensa y escuela, y que esas condiciones requieren a su vez, para ser dadas, el concurso intenso, perseverante y activo del Parlamento y del Gobierno.

»Por donde venimos a quedar encerrados, conforme a la teoría, en un círculo vicioso: para luchar con fruto en las elecciones, tenemos que formar antes cuerpo electoral, y para ponernos en situación de poder formar cuerpo electoral, tenemos que ganar antes las elecciones. Es lo mismo que aquello de Ruiz Aguilera: como en Valdesuno no llovía, no había árboles, y como no había árboles, no llovía. Imposible desatar este nudo, escapar a ese círculo de hierro, sin un hecho inicial que lo corte por algún punto, llámese iniciativa del poder moderador, llámese revolución o contrarrevolución, llámese inteligencia de los partidos según un arbitrio, no sabemos si platónico, que hemos visto apuntado por el señor Silvela.

»Como se ve, la doctrina de la Cámara Agrícola del Alto Aragón, conforme a la cual 'en España se requiere un partido, donde en Inglaterra podría bastar una liga', resurge más viva que nunca, impuesta por la lógica irrefragable de los hechos183

***

Una vez hasta ahora, después del lamentable fracaso de las Asambleas de Zaragoza, después también de la Información del Ateneo, el pensamiento de crear un partido nacional ha sido materia de pláticas y negociaciones, que no se hallan todavía «en estado» para poder hacerse de dominio público y relatarse en este lugar. Su finalidad encerrábase toda entera en esto: llevar a cabo la revolución necesaria desde el poder, definida en el proyecto del siguiente modo:

Contener el movimiento de retroceso y africanización, absoluta y relativa, que nos arrastra cada vez más, lejos fuera de la órbita en que gira y se desenvuelve la civilización europea; llevar a cabo una total refundición del Estado español, sobre el patrón europeo que nos ha dado hecho la historia y a cuyo empuje hemos sucumbido; restablecer el crédito de nuestra nación ante el mundo; evitar que Santiago de Cuba encuentre una segunda edición por Santiago de Galicia; borrar de nuestra historia la página infamante «París-1899», como Prusia ha borrado su congéner y homóloga «Ti1sit-1807», -o dicho de otro modo: fundar improvisadamente en la Península una España nueva, es decir, una España rica y que coma, una España culta y que piense, una España libre y que gobierne, una España fuerte y que venza, una España, en fin, contemporánea de la humanidad, que al trasponer las fronteras no se sienta forastera, como si hubiese penetrado en otro planeta o en otro siglo-: tal es la magna, tal la urgente e inaplazable, si tal vez no ya tardía, revolución que se impone para que la gran masa de los nacionales no acabe de confirmarse en la idea de una radical incompatibilidad entre estos dos conceptos: independencia nacional y libertad, independencia nacional y bienestar, independencia nacional y buen gobierno, y no pasemos en breve plazo de clase inferior a raza inferior, esto es, de vasallos que venimos siendo de una oligarquía indígena, a colonos que hemos principiado a ser de franceses, ingleses y alemanes.

Las exigencias y condiciones de que pende esa revolución de arriba se hallan implícitamente contenidas en el programa de nuestra Información. Desarrollado éste, a distinto propósito, en enunciados prácticos, habían de constituir, en el pensamiento de los iniciadores, la bandera del nuevo partido; y me ha parecido que no podría poner mejor remate que ellos al presente Resumen. Son los siguientes:

1.º Cambio radical en la aplicación y dirección de los recursos y de las energías nacionales, abriendo constantemente en el Presupuesto de la España muerta o jubilada y en el peso muerto que nos hace arrastrar, sangrías copiosas (conversiones, y si no, reducciones de deudas, reorganización de servicios públicos y supresión de empleos inútiles y dependencias innecesarias, revisión de pensiones, jubilaciones, retiros y demás derechos pasivos, liquidación y conversión de las cargas de justicia, cierre de academias, la «congrua» como criterio para la reducción y fijación de toda clase de asignaciones a los servidores del Estado, supresión de los Ministerios de Marina y Gracia y Justicia, reducción de obligaciones eclesiásticas, etc.), que vayan a nutrir el Presupuesto de la España naciente, de la España del porvenir (educación nacional, colonización interior, reforma de caminos carreteros y de herradura, obras hidráulicas, escuelas técnicas, investigación científica, instituciones de previsión, repoblación de montes, Administración de Justicia, etc.); y como expresión de este cambio y como garantía de esta nueva orientación político-financiera, creación de una Caja especial autónoma o de varias, independientes del Ministerio de Hacienda, a cargo de cuerpos técnicos, para todos aquellos servicios e instituciones que significan adelanto y enriquecimiento de la nación, contento y bienestar de los nacionales, y en suma, desafricanización y europeización de España (Instrucción Pública, Seguro Social, Obras Públicas, Agricultura, Comercio y Minería, Correos y Telégrafos, Beneficencia, Sanidad, Montes, etc.), hasta tanto que esa Caja reciba, en un plazo brevísimo, la mitad siquiera de todo el Presupuesto de ingresos.

2.º Crear, lo primero, instrumento adecuado para aquella radical necesaria transformación, rehaciendo o refundiendo al español en el molde del europeo. Al efecto, reformar la educación en todos sus grados y promover su desarrollo rápido e intenso. Renovar hasta la raíz las instituciones docentes, orientándolas conforme a los dictados de la pedagogía moderna, poniendo el alma entera en la escuela de niños y sacrificándole la mejor parte del Presupuesto nacional, en la persuasión de que la redención de España está en ella o no está en ninguna parte; mejorar el personal de maestros existente, y a la vez educar otro nuevo conforme a superiores ideales, para que sea posible introducir en el programa y en las prácticas de las escuelas los métodos intuitivos, la educación física y moral y la formación del carácter, las excursiones y los campos escolares, la enseñanza de oficios, la guerra al intelectualismo, etc.; mejorar conjuntamente los edificios de las escuelas y aumentar en gran proporción su número; elevar la condición social del maestro; fijar los haberes mínimos en 1.000 pesetas. Hacer desaparecer en pocos años el analfabetismo y las deficiencias de la educación actual, que hacen de los instruidos un nuevo concepto, acaso inferior de él: los «analfabetos que saben leer y escribir». Prender fuego a la vieja Universidad, fábrica de licenciados y proletarios de levita, y edificar sobre sus cimientos la Facultad moderna, cultivadora seria de la ciencia, despertadora de las energías individuales, promovedora de las invenciones. Fundar colegios españoles en los principales centros científicos europeos y americanos, para otras tantas colonias de estudiantes y de catedráticos españoles, inspectores de primera enseñanza, físicos y químicos, mecánicos, ingenieros, marinos, constructores navales, mineros, hacendistas, clérigos, jurisconsultos, agrónomos, médicos, filólogos, militares, etc., a fin de que dos o tres centenares de ellos todos los años vayan a estudiar y saturarse de ambiente europeo y lo difundan luego por España en cátedras, escuelas, libros y periódicos, en fábricas, campos, talleres, laboratorios y oficinas, y contribuyan luego a su mejora e incremento. Todo ello tomando ejemplo de lo hecho en Cuba y Puerto Rico por ministerio de los norteamericanos, en Italia y Japón por sus estadistas propios.

3.º Abaratamiento rápido del pan y de la carne, promoviendo muy intensamente y de verdad el aumento de cosecha por hectárea de tierra cultivada, hasta un doble siquiera del promedio actual (con tendencia al aumento del triplo y del cuádruplo), mediante el alumbramiento, embalse y canalización de aguas para riegos de primavera, pero sobre todo mediante las escuelas de capataces y gañanes, donde se enseñe práctica y experimentalmente una agricultura nueva, intensivo-extensiva, fundada en el uso amplio de los abonos químicos, el cultivo de leguminosas pratenses de secano en los barbechos y la combinación de la labranza con la cría de ganado, así en la gran agricultura como en la pequeña, y manumitiendo el suelo de la servidumbre del usurero y determinando o favoreciendo la reducción del interés del dinero, mediante la generalización de las cajas rurales, los bancos agrícolas y territoriales, con abolición del privilegio del Banco Hipotecario de España, y el régimen de movilización jurídica de la propiedad inmueble vigente en Australia y el de hipoteca preconstituida a nombre del propietario, representada por cédulas negociables y al portador, vigente en Alemania, según la adaptación ideada y propuesta al Ministerio de Gracia y Justicia por la Cámara Agrícola del Alto Aragón, y sacando sus consecuencias al artículo 1.219 del Código civil, con más la supresión del juicio ejecutivo en las hipotecas o su reforma, haciéndolo sumarísimo y meramente gubernativo; a fin, todo, de que el labrador disponga del capital necesario para la transformación de los cultivos, remover tierras, arrancar viñas, comprar abonos, adquirir ganado. Todo esto, sin perjuicio de los medios ordinarios y ya sabidos: supresión del impuesto de consumos, revisión de tarifas ferroviarias, mano fuerte y dura para reprimir cruentamente la adulteración y el fraude y extirpar los intermediarios, depósitos de granos y reorganización de los mataderos, tahonas y carnecerías reguladoras permanentes, fomento de la cooperación, etc., etc.

4.º Mejoramiento de los caminos de herradura y transformación del mayor número de ellos en caminos carreteros baratos, invirtiendo en esta atención de 300 a 400 millones (sexta parte de la suma que se gastó en la guerra), suspendiendo mientras tanto la construcción de carreteras, a fin de ofrecer en breve plazo a la producción nacional un instrumento tan potente como el representado por 175.000 kilómetros de caminos vecinales perfeccionados (Francia tiene 600.000), y que todos o casi todos los pueblos de la Península puedan disfrutar los beneficios del transporte por ruedas.

5.º Suministro de tierra cultivable, con calidad de posesión perpetua y de inalienable, a los que la trabajan y no la tienen propia, por medios tales como éstos: Derogación de las leyes desamortizadoras en cuanto afectan a los concejos, y autorización a los Ayuntamientos para adquirir nuevas tierras o tomarlas en arriendo o a censo, conforme a la práctica antigua española y a la novísima legislación inglesa, con destino a repartirlas periódicamente al vecindario, o a subarrendarlas o a censuarlas a los pequeños cultivadores y braceros del campo, y aun a los menestrales y obreros de la industria, lo mismo que las actuales de propios y de común aprovechamiento; y de igual modo, para construir y poseer pantanos, acequias, artefactos hidráulicos y arados de desfonde a vapor, con igual destino. Huertos comunales, como en Jaca. Reconstitución del patrimonio concejil de las comunidades agrarias, subsistentes aún en diversas provincias de España, así en forma de sorteos trienales como de vitas o quiñones vitalicios. Facultad de invertir en este ramo, sin perjuicio de otros recursos, las láminas de Propios; y aplicación de la ley de expropiación forzosa por causa de utilidad pública como en Inglaterra. Donde eso no baste, expropiación y arrendamiento o acensuamiento de tierras por el sistema de Floridablanca, de Campomanes, de la Novísima recopilación y de Flórez Estrada.

6.º Legislación social, fuera de lo precedente. Regulación del contrato de trabajo, teniendo en cuenta las tradiciones patrias desde el siglo XI y las costumbres actuales de diversas comarcas de la Península. Seguro Social o Popular y Socorro Mutuo, por iniciativa y bajo la dirección del Estado, conforme al sistema propuesto por la Comisión de Reformas Sociales de Valencia. Cajas de retiro para ancianos y de viudedad y orfandad, con pensión mínima de una peseta diaria: organización corporativa para el pago de la prima mensual por los asegurados. Inspección del trabajo de las mujeres y de los niños, y en general, de seguridad y salubridad en las fábricas.

7.º Restablecer el crédito monetario de la nación, o lo que es igual, promover la vuelta del oro, abaratar francos y libras, remediar la exagerada alza del cambio internacional, trastornadora de nuestra economía, y, por decirlo de una vez, sanear y europeizar nuestra moneda, mediante la europeización de la agricultura, de la minería y del comercio, de la educación nacional, de la Administración pública y de la política, así general como financiera que reponga la confianza de Europa en nosotros, en la rehabilitación y subsistencia de la nación, disipando los recelos, harto bien fundados, que todavía siente respecto al desenlace final de nuestra crisis; sin perjuicio de tal o cual medida especial que pueda ayudar secundariamente al efecto, como la liquidación del Tesoro con el Banco de España y la restricción de la circulación fiduciaria.

8.º Creación de un poder judicial digno de su función, que no existe, emprendiendo un expurgo y la reeducación del personal existente y la formación de otro nuevo, que responda a las necesidades de la nueva situación y a los ideales del nuevo Estado. Simplificación de los métodos de enjuiciar y abaratamiento del servicio de la justicia, como de los de la fe pública y de los registros, refundiéndolos en uno y reorganizándolos conforme a las bases razonadas y propuestas por la Cámara Agrícola del Alto Aragón en su memorial de 1893 al Ministro de Gracia y Justicia.

9.º Selfgovernment local, abolido el criterio de uniformidad y de tutela: régimen de los municipios por ordenanzas locales, de formación obligatoria, reformables anualmente e intervenidas por el Gobierno. Ley municipal como derecho, en su mayor parte, supletorio de las ordenanzas. Generalización del sistema de concejo o democracia directa conforme a la costumbre actual de gran parte de la Península, o, en su defecto, del referéndum. Municipalización de los servicios públicos y establecimiento por las municipalidades de ciertas industrias o comercios en concepto de regulación o como monopolio (tranvías, teléfonos, alumbrado, aguas, baños, lavaderos, fuerza motriz, tahonas, carnecerías, hielo, etc.), con derecho de reversión y rescate o expropiación de los existentes. Separar en absoluto la Administración local de todo lo que sea política general de la nación (elecciones, tributos, enseñanza, beneficencia, reemplazo del Ejército, etc.). Supresión de las Diputaciones Provinciales y su sustitución por organismos más amplios.

10.º Renovación del liberalismo abstracto y legalista imperante que ha mirado no más a crear y garantir las libertades públicas con el instrumento ilusorio de la Gaceta (Constitución política, leyes municipal y provincial, ley electoral, leyes procesales, etc.), sustituyéndolo por un neoliberalismo orgánico, ético y sustantivo, que atienda a crear y afianzar dichas libertades con actos personales de los gobernantes principalmente, dirigidos a reprimir con mano de hierro, sin piedad y sin tregua, a caciques y oligarcas, cambiando el régimen africano que nos infama por un régimen europeo de libertad y de selfgovernment, haciendo de un Estado peor que feudal una nación de dieciocho millones de ciudadanos libres de hecho, con justicia y autoridades que protejan por igual sus personas, sus derechos y sus intereses.

11.º Ejecución de las providencias enunciadas en los precedentes números del programa con estas tres circunstancias, sin las cuales, para los efectos políticos, serían aquéllas de todo en todo ineficaces: Primera, que se emprendan inmediata y simultáneamente, sin nuevas dilaciones y todas a la vez; entre otras razones, porque son orgánicas entre sí y cada una de ellas supone a las demás. Segunda, que se ejecuten forzosamente, por trámites no sumarios, sino sumarísimos, a fin de redimir cuanto se pueda, si se puede en alguna parte, el mal del retraso con que llegan. Tercera, que se disponga por decreto, huyendo los procedimientos dilatorios y la sistemática obstrucción de las Cortes, sin perjuicio de requerir la previa autorización o la aprobación posterior de éstas por una ley.

12.º Poner término a la interinidad que dio principio hace cuatro años, promoviendo o realizando, por medios históricos y de derecho, la renovación de todo el personal gobernante de los últimos veintiocho años, sin excluir la representación actual del poder moderador, y la consiguiente formación de órganos nuevos de opinión y de nuevos instrumentos de gobierno, con hombres inculpables, de los que han demostrado poseer aptitudes para encarnar el presente minuto de nuestra patria y vencer su crisis, realizar el precedente plan de revolución y reprimir instantáneamente las perturbaciones que muevan los intereses injustos lastimados, los radicalismos de acción irreflexivos y suicidas y las tentativas de restauración de lo actual o de lo pasado.




ArribaEl programa de resurrección política del profeta Ezequiel

Con lo que antecede doy por terminado mi Resumen de la Información. Pero antes de separarnos quiero satisfacer la curiosidad de alguien que me ha preguntado cuál es el «programa de resurrección política del profeta Ezequiel», a que aludí al final de la Memoria. Es cuestión de un instante, y vale la pena que se impongan ustedes este suplemento de sacrificio, a cambio: primero, de la sorpresa que causa el encontrarse con que aquel programa de remedios orgánicos para restaurar a España que a la mayoría de los informantes ha parecido único y eficaz, se halle autorizado nada menos que por la Biblia desde hace dos mil quinientos años; a cambio, en segundo lugar, del encanto que produce una de las páginas de más alta poesía política con que vamos a cerrar, como con broche de oro, esta Información.

El reino de Jerusalén había sido destruido por los Caldeos, y expatriada una buena parte de su población, los soldados y los menestrales, el rey, la aristocracia, los escribas y magistrados, los sacerdotes y profetas, que lloraban su cautividad a orillas del Eúfrates, en Babilonia. Entre ellos se contaba Ezequiel, hijo de Buzi, patriota exaltado, cabeza de los regeneradores, que en el año 597 había sido llevado preso con el rey Joiaquín o Jeconías. Él era quien mantenía viva entre los desterrados la memoria de la patria, alentando en ellos la esperanza de una próxima restauración, enfrente del partido moderado y contemporizador, que acaudillaba Jeremías. A los pesimistas que le argüían con que era ya tarde para pensar en libertad y en patria, hablábales un lenguaje inspirado, tomando por fiador de sus promesas al propio Cielo.

La mano de Dios le transporta en espíritu a una planicie dilatada, toda llena de huesos en número infinito y tan secos como si hubieran pasado por un horno; y después de mostrársela, Jehová le dice: «Profetiza sobre esos huesos, hijo de Buzi, diciéndoles así: Huesos secos, oíd la palabra del Señor, el Señor Dios os dice: yo pondré nervios alrededor de vosotros, y os envolveré en carne, y os cubriré de piel, e infundiré espíritu de vida en vosotros, y viviréis otra vez y sabréis que yo soy el Señor». Profetizó Ezequiel así como Dios le había mandado; y he aquí que mientras él estaba profetizando, sintióse un estruendo horrísono como de cien ejércitos de soldados de palo que se acercasen en confuso tropel: eran los millones de huesos que se habían puesto en movimiento y se cruzaban en todas direcciones buscándose unos a otros y ayuntándose para formar brazos, piernas, columnas vertebrales, cavidades torácicas, esqueletos completos; y luego, miró Ezequiel, y vio cómo esos esqueletos se iban llenando de venas y de nervios, de músculos y sangre; que se vestían de piel, de uñas, de cabello, y yacían, cadáveres completos, tendidos como al día siguiente de una batalla, cubriendo la dilatada llanura. Nuevamente resonó en el espacio la voz tonante de Dios, que decía a Ezequiel: «Profetiza al espíritu, hijo del Hombre, profetiza, diciéndole de este modo: ¡Ven, oh espíritu! acude de los cuatro vientos y sopla sobre estos muertos para que se incorporen redivivos y formen un pueblo.» Ezequiel profetizó según el Señor se lo había mandado; y al punto, escuchóse como rumor de brisas que soplaban a la vez de todos los lugares del horizonte, formando por miríadas de almas que acudían en vuelo rapidísimo a la evocación del Profeta y se aposentaban en aquellos muertos; y en el mismo instante, incorporáronse éstos, poniéndose le pie, hirviente la sangre con el calor de la vida, y formaron un ejército numerosísimo. Otra vez dirigió Dios la palabra a Ezequiel, para decirle: «Esos huesos que has visto son la nación cautiva de Israel; ve y diles a los israelitas expatriados en la Caldea: yo abriré vuestras sepulturas, y os sacaré de ellas, y os devolveré la patria que perdisteis, y os restituiré a la vida del derecho y de la libertad».

Tal es la grandiosa visión del egregio patriota y propagandista de Israel. ¿Por qué medios humanos se proponía obrar ese milagro de resurrección de un pueblo tan disuelto y cuyos componentes habían recaído en la barbarie, como el pueblo judío? Su programa es profundamente orgánico y dinámico; no lo constituye ningún mecanismo gubernamental. Se halla desarrollado en los capítulos XXXIV y XXXVI de su colección, y puede resumirse en estas tres grandes características: 1.ª Política libertadora: cesación de los oligarcas, designados por él con el nombre figurado de pastores de Israel que abusaban de su poder para oprimir a su grey, apacentándose a sí propios, engordando con la leche y la carne de las ovejas, sin cuidarse de apacentar y defender a éstas, que así, por falta de gobierno, eran devoradas en los montes por las fieras; y sustitución de tales tiranos, atentos a su solo interés y comodidad, por un pastor único, nuevo David, que apacentase a todos en justicia y los defendiese de enemigos y de robadores, regnícolas o extranjeros (cap. XXXIV); 2.ª Política pedagógica: reforma del hombre interior: quitar al pueblo el corazón de piedra que tenía en el pecho y darle un corazón de carne, encendiendo en él un espíritu nuevo, espíritu de bien y de verdad (capítulo XXXVI, vers. 26-27); 3.ª Política económica: convertir las tierras incultas en huertas, como las de Caldea; multiplicar las cosechas de los campos, para que el pueblo no sufriese por más tiempo el oprobio del hambre entre las gentes (XXXVI, 29, 30, 35).

Libertad cultura, bienestar: tales son, como ustedes ven, las tres cosas que Ezequiel consideraba precisas para hacer de los israelitas vencidos y vueltos a la barbarie, una nación grande como había sido en tiempo de David y de Salomón; y tales asimismo las que nosotros pedimos para hacer de los españoles una nación moderna, digna sucesora de aquella que labraron, a fuerza de paciencia y de genio, hace cuatro siglos, don Fernando de Aragón y doña Isabel de Castilla con el cardenal Cisneros.