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ArribaAbajoPolítica de efectos provisionales, pero inmediatos

Todavía, sin embargo, no está dicho todo con esto: impónese además, como condición, la instantaneidad. Ya la Asamblea de Productores de Zaragoza estableció como criterio general, en lo tocante a procedimientos para la obra de la reconstitución patria, que la nueva política debe ser rápida, sumarísima, que produzca efectos inmediatos, que sacrifique la perfección a la rapidez, empezándolo todo en seguida y forzando la acción, condensando los tiempos, de forma que los minutos sean como horas y las horas como semanas, aunque los resultados sean más endebles o menos sólidos de lo que serían sin eso. El método para levantar una España nueva, que pueda figurar por derecho propio al lado de las demás naciones occidentales del continente europeo, tiene que ser el mismo que siguió Cisneros para levantar en Alcalá una Universidad que rivalizara en breve tiempo con las más afamadas del extranjero. Cuando el rey Fernando de Aragón la visitó al paso, recién concluida, hubo de notar que las paredes estaban construidas con tierra apisonada, y le dijo al cardenal que no se compadecía tal género de fábrica con el propósito de que la nueva fundación se perpetuase por siglos de siglos. «Señor, contestó el estadista castellano al aragonés, soy ya viejo, y he querido acelerar la obra para verla terminada antes de que me sorprenda la muerte; pero puedo asegurar que esas paredes, ahora de tierra, serán un día reedificadas de mármol.» Y, efectivamente, todavía dentro del mismo siglo, la Universidad, que figuraba ya por sus enseñanzas entre las europeas, renovó los humildes materiales con que la había levantado su fundador, y todos ustedes conocen el soberbio letrero, rebosante de satisfacción: En Luteam olim celebra Marmoream: «ahí la tienes, la que en otro tiempo fue de barro, contémplala de mármol». En este hecho se resume mi pensamiento: tenemos que improvisar nosotros nación en la misma forma en que Cisneros improvisó Universidad, emprendiéndolo todo a la vez y poniéndolo en situación de que empiece en seguida a rendir fruto, contando con mejorar en ulteriores etapas lo que ahora se construya con materiales provisionales.

Y necesitamos hacer tal improvisación, principalmente por tres razones: Una, la misma que hizo valer Cisneros contestando al Rey Católico: que somos viejos, y queremos tocar algún resultado positivo de nuestra labor, sentir la satisfacción que acompaña a toda empresa reparadora, como a toda obra de creación, y morir tranquilos sobre la herencia que dejamos a nuestra desdichada prole y la cuenta que rendimos al nuevo siglo recién inaugurado. Otra, porque urge reanimar el alma nacional, cerrada a toda esperanza, dándole en seguida, en vez de promesas, realidades. Y tercera, porque no estamos en situación de poder aguardar evoluciones lentas, como si nos halláramos en condiciones normales y ordinarias; que si hemos de asegurar la existencia de la nación como nación independiente, como nación autónoma, si hemos de escapar a la suerte de China, de Turquía, de Portugal, tenemos que abreviar los trámites de la historia, dando un salto de cuatro siglos para alcanzar a los que nos han tomado esa delantera y con los cuales nos es fuerza convivir84.




ArribaAbajoAcción personal: política quirúrgica

Ahora bien; para una tal evocación de vida, para una tal condensación de tiempo, los lentos procesos de la medicina ordinaria son insuficientes: se requiere sajar, quemar, resecar, amputar, extraer pus, transfundir sangre, injertar músculo; una verdadera política quirúrgica. Y esa política, sin la cual la libertad podrá ser una promesa y una esperanza para mañana, para un mañana muy remoto, en manera alguna para hoy, y España, como una simiente de nación enterrada en el surco, que otra generación podrá ver nacer, si antes el campo no es subvertido por uno de tantos terremotos de la historia; esa política quirúrgica, repito, tiene que ser cargo personal de un cirujano de hierro, que conozca bien la anatomía del pueblo español y sienta por él una compasión infinita, como aquella que inspiró los actos de gobierno del conde de Aranda hace siglo y tercio; que tenga buen pulso y un valor de héroe, y más aún que valor, lo que llamaríamos entrañas y coraje, para tener a raya a esos enjambres de malvados que viven de hacer morir a los demás; que sienta un ansia desesperada y rabiosa por tener una patria y se arroje, artista de pueblos, a improvisarla; que posea aquella facultad de indignarse ante la injusticia que hizo saltar de su casa a Isabel de Castilla y no volver a ella hasta que hubo sacado del caos del feudalismo una nación moderna, la primera y más grande de Europa; que pueble de levitas, uniformes y togas los presidios de África, y enriquezca a las empresas de ferrocarriles con la emigración de malvados que huyan aterrados de su espada justiciera; que sienta un gran dolor y una gran vergüenza de lo pasado, de aquella villanía, de aquella infamia de las clases «gobernantes», bastante cobardes para no querer ir ni enviar a sus hijos a defender la bandera y la soberanía de España en Cuba, y bastante miserables para no querer abandonarla, porque les hacía veces de vaca lechera, y enviar engañados a los hijos del pueblo, cerrando las Cortes la víspera de discutirse el servicio personal obligatorio, y luego de concluida la guerra volver la espalda a aquella espantable pira de 100.000 cadáveres y no preocuparse de pedir perdón al pueblo, ni de consolarlo, ni de protegerlo, persiguiendo al cacique, ni de ofrecerle una compensación, preocupándose de sus caminos, de sus escuelas, de sus Juzgados, de su miseria, de su esclavitud, y antes bien, añadiendo nuevos eslabones a su cadena, aumentándole el bárbaro impuesto de consumos para sacar unas gotas más de sangre al pobre repatriado que no la dejó toda en la manigua; para arrancar un bocado más al mísero plato de la anciana que perdió en Cuba al hijo que debía mantenerla, y cuyo puesto ha tenido que ocupar en el surco para proveer de pan y de vino a legiones de parásitos robustos y jóvenes que no trabajan, y cuya mesa no se ha encogido ni una pulgada con la derrota, como se ha encogido la del trabajador.

Ese gobernante, ese libertador, que ha de sacar a la nación del cautiverio en que gime y desencantar la libertad, no tiene que hacer nada de extraordinario: garantizar personalmente la efectividad de la ley; ponerse en lugar del rico arsenal de garantías exteriores inventado por el doctrinarismo y que no ha garantizado nada: a eso se reduce todo: cortar por propia mano las ligaduras que oprimen a la ley, y con la ley, a las masas no políticas, haciendo en obra de meses una revolución pacífica de que nadie se haya dado cuenta; convertirse en alma de la nación, en fuerza de haberse compenetrado con ella, y al propio tiempo ser su brazo armado; poner en ecuación la España legal con la España real y viva, para que desaparezca esa inmensa ficción que llamamos «Estado», y el interés de todos vuelva a anteponerse al de unos cuantos, y el gobierno «de los peores» quede sustituido por el «de los mejores», que es decir por el del país; y en una palabra, colocarse en fila con otros artistas políticos, creadores o resurrectores de pueblos, que en nuestros días han hecho a Prusia y Alemania, al Piamonte e Italia, al Japón, a México, y que en siglos pasados hicieron a Castilla, a Francia, a Inglaterra, a Rusia y los Estados Unidos85.




ArribaAbajoEl régimen parlamentario es incompatible con esa política necesaria

¿Y el Parlamento?, ¿qué papel le compete, por ley de su naturaleza, en la obra de redención o liberación que tenemos delante planteada?

Repárese, lo primero, que de lo que se trata es de mudar la forma oligárquica del Estado por un régimen propiamente liberal y de selfgovernment, y que la cristalización y quinta esencia del régimen oligárquico, y al propio tiempo su disfraz, con que se cohonesta a los ojos del país, y el baluarte donde se hace fuerte y ampara las vandálicas correrías de sus hacedores, es cabalmente el Parlamento; y se caerá en la cuenta de que no es en el Parlamento donde hemos de buscar el remedio, que sería tanto como pretender encontrar dentro del planeta punto de apoyo para removerlo; tanto como hacer del cáncer instrumento para su propia extirpación. El régimen parlamentario ha de ser el punto de llegada, y no puede ser el camino. Dos grandes experiencias sociales nos ofrece la historia del mundo en nuestro tiempo: el Japón y México, y ninguna de las dos ha tenido que ver con el Parlamento: a México lo han hecho Juárez y Porfirio Díaz; al Japón, Sanjo e Iwkoura: si hubiesen tenido que distraerse a fabricar y cultivar mayorías parlamentarias, con todo el aparato feudal que tal fabricación lleva consigo, para sostenerse en el poder, entrambas naciones serían todavía en lo social lo que son en la geografía: una monarquía asiática, la primera; una república de Centroamérica, la segunda, y no se habrían revelado al mundo en la última Exposición Universal como dos nuevos luminares en el cielo de la civilización, cuyos fulgores han oscurecido a España.

No se me oculta cuán grande ha de ser la prevención con que sea acogido quien quiera que ponga en litigio la virtualidad de una institución por la cual España ha derramado tanta sangre y cuyo concepto nos hemos acostumbrado a identificar con el de libertad. Nuestro mundo político se halla bajo el imperio de una preocupación: la preocupación parlamentaria, la cual ha echado tan hondas raíces en su cerebro, que no me atrevería yo a esperar que llegue un día a sobreponerse a ella y a verse libre de sus efectos. Lo que sí digo es que si no se sobrepone, España no será nunca libre, no gozará una segunda juventud, no se regenerará jamás. Porque eso que toma por libertad es cabalmente el suelo donde se rehace y cobra fuerzas el Anteo de la oligarquía. El régimen constitucional, de cualquier especie que sea, supone, según vimos, como necesaria condición, que no exista ninguno de los dos absolutismos: de lo contrario, el tal régimen resulta una irrisión, una caricatura; lo que resultaba en el siglo XVI, con las elecciones amañadas por el rey; lo que ha resultado en nuestro siglo, con las elecciones amañadas por los oligarcas. Y siendo la destrucción del absolutismo oligárquico condición necesaria para la instauración del régimen parlamentario, es claro que no pueden simultanear, que tienen que ser momentos diferentes y sucesivos. Para que España pueda ser nación parlamentaria mañana, tiene que renunciar a serlo hoy, arrojando de sí ese lastre maldito que la ha hecho naufragar, y con el cual está acabando de irse a pique; es preciso que se restituya al punto de partida, para arrancar de nuevo tomando el camino derecho.

El camino derecho, digo, porque el que tomaron nuestros abuelos y nuestros padres no lo era: por eso, justamente, hemos desembocado en el abismo.

Raza atrasada, imaginativa y presuntuosa, y por lo mismo, perezosa e improvisadora, incapaz para todo lo que signifique evolución, para todo lo que suponga discurso, reflexión, labor silenciosa y perseverante, hemos fiado nuestros adelantos a la importación mecánica de lo que descubrían y practicaban los extranjeros, juzgando hacedera la apropiación y disfrute de los resultados sin la fatiga y el dispendio del hallazgo y de los tanteos, mejoras y arrepentimientos. No es maravilla por eso que nos haya sucedido con las instituciones de derecho público lo mismo que con todo: lo mismo, v. gr., que con la ganadería. Nuestras razas son muy imperfectas; nuestras ovejas son de pocas libras, tienen mucho hueso, su lana es basta, pesa poco el vellón, tarda mucho tiempo en desarrollarse: el mejorarlas por selección pide largos años; pero, ¿qué necesidad tenemos de esperar y de fatigarnos? Los ganaderos ingleses nos dan hecho ya el trabajo: han creado la raza Leicester, la raza New Kent, la raza Southdown, de carne fina, de poco hueso, de hermoso vellón, que en la mitad de tiempo que las nuestras adquieren doble peso: ¿pues hay más que traer reproductores de Leicester o de la cabaña de Jonas Webb, para tener en dos o tres años lo que a ellos les ha costado medio siglo? Dicho y hecho: el duque de la Torre, el duque de Sexto, el marqués de Perales, el marqués del Duero y, naturalmente, el Gobierno para la cabaña modelo, van y traen moruecos ingleses para padres: ¿y qué sucede? Que aquel ganado, hecho al aire húmedo y tibio, al cielo nebuloso y al pasto fino y siempre verde de las Islas Británicas, al encontrarse aquí con un ambiente seco, un sol dardeante y un cielo sin nubes, con hierbas poco jugosas y durante una gran parte del año medio secas, no pudo resistir y se murió. No se rindieron nuestros ganaderos reformistas por eso: resignáronse, sí, a adoptar un temperamento menos rápido, pero que todavía significaba una media improvisación: el cruce de las razas seleccionadas inglesas con las españolas; pero entonces resultó que la lana y la carne de los hijos eran de peor calidad que las de las ovejas indígenas, los fabricantes no querían la primera ni los consumidores la segunda, y los ganaderos improvisadores tuvieron que abandonar un arbitrio que los arruinaba. Comprendieron que si querían poseer razas perfeccionadas, érales forzoso creárselas, como los ingleses se habían creado, por el arte de Bakewell, las suyas, tomando como bloques semovientes a desbastar y esculpir los mismos carneros y ovejas de la Península directamente; sólo que esto pedía mucha paciencia y muchos años, y era cosa de pensarlo.

Ahí tienen ustedes, señores, punto por punto, lo que nos ha sucedido con las instituciones liberales y parlamentarias. Para que todo marchase bien, necesitaba el Estado español vestirse a la medida, crearse una morfología especial, que fuese como la concreción externa de su espíritu, no copiada de la de otros países de raza distinta, de. distinto estado social, de distinto grado de cultura, de usos, tradiciones y economía diferentes. Pero nuestros reformadores políticos no se curaban de biologías: ¿para qué emprender una evolución lenta y fatigosa, la creación de algo original y propio, injertando sobre patrón indígena, costumbres del pueblo, tradiciones vivas de la nación? Ya Inglaterra ha descubierto aquellas instituciones, y las ha traducido y acreditado nuestra sabía maestra, Francia: importémoslas, colocándonos de un salto al nivel de los países de política más adelantada. Y dicho y hecho: el duque de la Torre -y lo cito como símbolo y personificación de la política española de todos los partidos, desde el moderado hasta el republicano, ambos inclusive, durante medio siglo-, el duque de la Torre procedió como político en la misma forma que había procedido como ganadero: trajo instituciones inglesas por el mismo camino que había traído borregos ingleses; en vez de practicar una selección in and in o par dedans, como se dice en la ciencia, esto es, un desenvolvimiento de dentro afuera de lo existente ya y vivo en las prácticas de nuestro país; en vez de hacer política consanguínea, se limitó a una sencilla importación de género forastero; ¿y qué había de suceder? Trasplantadas desde un pueblo rico, civilizado, liberal, que trabaja y se nutre, que hace la vida del hogar, educado en el amor a la ley durante dos centurias, que no ha perdido los hábitos de selfgovernment, incansable en sus constantes avances hacia la libertad, que no tiene en su diccionario vocablo para traducir el nuestro de «pronunciamiento», y a quien el recuerdo de Carlos I en White Hall hace veces de revolución, a otro pueblo de mendigos y de inquisidores, rezagado tres siglos en el camino del progreso, que parece no tener la cabeza encima de los hombros más que como un remate arquitectónico, que no conoce la ley, que se acuesta todas las noches con hambre, y cuya historia política se mueve entre estas dos abominables y deprimentes figuras, Carlos I86 en Villalar, Fernando VII en Valencia; ¿qué había de suceder, repito? En Inglaterra, efecto de su educación política y del respeto que se guarda a la moral, el régimen parlamentario es cosa seria y sincera: en España, con aquellos antecedentes, tenía que degenerar en esto que dice Azcárate: una «parodia ridícula, en que todo es farsa y mentira87»; sólo que parodia, añado yo, que no se ha contentado con funcionar al lado de la verdadera representación y sin estorbarla, sino que la ha suplantado, que ha usurpado su puesto, haciendo papel de perro del hortelano.




ArribaAbajoEl régimen seudo-parlamentario ha obrado como un estorbo y coadyuvado activamente al desastre

Veamos, con un caso práctico, de qué modo el «Parlamento» ha estorbado, positivamente y de hecho, la reconstitución del país e inscrito en su hoja de servicios la pérdida de las colonias, la guerra con la república norteamericana, la ruina de la Hacienda, el eclipse de la bandera, la anulación de nuestro porvenir.

Un país como Francia, donde el cuerpo social se halla dotado de tan potente vitalidad como es sabido, podría subsistir y prosperar sin Parlamento, y aun a pesar de los vicios de su Parlamento. Pero el pueblo español, rezagado de más de tres centurias, indigente, anémico, ineducado, escaso de iniciativas, perdida la brújula, sin arte para redimirse, necesitaba que obrase por él, ejerciendo una tutoría muy intensa y activa, el poder oficial: de consiguiente, su Parlamento, si es que en la composición de tal tutela había de entrar éste a modo de consejo de familia, debía hallarse constituido en sesión permanente, o cuando menos, y en todo caso, establecer un cierto orden de prelación para los negocios del Estado, igual al que guardamos en los negocios particulares y de familia, por relación a su urgencia y a su importancia, poniendo en el primer lugar de la orden del día lo más vital, aquello que afecta al progreso y a la existencia, y que no admite espera; después, lo útil pero no tan apremiante; a seguida, lo que llamaríamos lujo, comodidad y agrado de la vida; y, en último término, las minucias, lo accidental y las personalidades. Como era de temer, tratándose de una raza improvisadora, exterior y vanilocua, que no sabe vivir dentro de sí ni hacerse cargo del minuto presente con relación al que le ha de seguir, no supo dar de sí un Parlamento de prudentes que guardase aquel orden razonable de deliberar; creó, por órgano de los oligarcas, un simulacro o una aprensión de Parlamento, que desde el primer instante ha tomado del revés al orden del día dictado por la razón; puso a la cola lo vital, y no le llegó el turno nunca; el accidente devoró sus legislaturas; se pasó medio siglo doliente de empacho de nonadas; hizo de sus juntas una diversión y un torneo, cosa para sí, feria de vanidades, instrumento para «hacer carrera», puente para pasar desde el montón anónimo de los oprimidos a la clase de los privilegiados y entrar a la parte del botín y de los honores en uno u otro grado de la jerarquía feudal, con carteras, Direcciones, Consejos, Magistraturas y Gobiernos Civiles; hizo del pueblo, no un objetivo, no la cantera que había que labrar para sacar de ella una nación moderna, sino un tema de retórica para exornar discursos; limitó su duración a tres o cuatro meses cada año; sacrificó de ellos la mitad a un solo diputado o a dos, que necesitaban todo ese tiempo para sí, para divertirse con el país y estar siempre en escenario, sentados en la boca del estómago de la nación; mermó del tiempo restante la porción mayor para discutir actas, mensajes e interpelaciones, enojoso rosario de lugares comunes y de historias retrospectivas, repetido una y otra vez, uno y otro año, por espacio de dos generaciones; y cuando por fin se decidía a abordar un asunto serio, ensañábase en él con tales ardores y encarnizamiento, que no sabía dejarlo, siendo preciso poco menos que hacer rogativas porque cesara y haciendo bueno el antiguo refrán: «El gaitero de Bujalance, un maravedí porque tanga y otro porque acabe88».

Sucedió allá por el año 1885 un incidente universitario que ha hecho famoso para nuestra generación «el día de Santa Isabel», pero al cual podéis asegurar que no consagrará la historia ni una sola línea. Las Cortes de aquel año le dieron más proporciones que las de 1811 a la guerra de la Independencia, y le dedicaron una atención que no les había merecido nunca la política exterior y colonial de España. Pronunciáronse nada menos que ciento diecisiete discursos. Uno de los ministros, el señor Silvela, hacía notar el contraste que formaba lo humilde y minúsculo del asunto, en relación al desarrollo exagerado que le estaba dando el Congreso, con la inmensa gravedad de las cuestiones internacionales que se condensaban en el horizonte y amenazaban con grandes conflictos y pavorosas liquidaciones a los Estados débiles como España; y el periódico El Imparcial decía pocos días después esto que transcribo literalmente, porque la observación tiene hoy todavía más actualidad que hace dieciséis años, cuando se escribió: «Cuando vean (dice) cómo consagramos ciento diecisiete discursos a una cuestión pequeña, magnificada por un artículo que es en sí un esfuerzo prodigioso de imaginación, mientras no hay quien se levante en las Cámaras para dar la voz de alarma sobre los despojos que amenazan a España en África y Oceanía, todavía pareceremos más incomprensibles a nuestros nietos los españoles del siglo XIX, muy valientes con la espada en la mano, muy flacos para la labor diaria y el trabajo perseverante, que es el único que engrandece89». No se arrogarán el señor Silvela y El Imparcial mérito de profetas porque los hechos hayan confirmado dolorosamente sus temores y sus previsiones, pues para ello bastaba con querer mirar. Entonces se elaboraban en las inconscientes somnolencias y distracciones del Parlamento los despojos de Cuba, de Puerto Rico, de Filipinas y Joló, que han llegado a sazón trece años después. Ahora, por la misma lógica, por las mismas artes, se están elaborando despojos nuevos por la parte de Ceuta y Algeciras, por Galicia, por Canarias y las Baleares, con que nuestras desalumbradas oligarquías, recogiendo la fúnebre herencia de Cánovas, continúan la historia de España. Todas las señales son de que no tendremos que aguardar tanto como la otra vez los frutos de la nueva cosecha90.

Un historiador y pedagogo eminente de la vecina república, M. Seignobos, en su magistral obra sobre la historia política contemporánea, señala el hecho singular de haberse mantenido la paz entre los Estados europeos durante treinta años consecutivos, desde 1870, cosa que no había sucedido jamás en la historia, y lo atribuye principalmente al servicio militar obligatorio. Los hombres de Estado, los banqueros, los diplomáticos, los periodistas, los generales y acaudalados, saben que, al primer choque, centenares de miles de hombres quedarían tendidos en el campo de batalla, y que entre los muertos podrían contarse sus hijos, sus hermanos o los hijos de sus hermanos, y reprimen los nervios, tragan saliva, miden y pesan las palabras, para que la guerra no estalle y quede todo en notas, arreglos y mortificaciones de amor propio. En España, todos están unánimes en reconocer que si el servicio personal obligatorio hubiese regido, la guerra, caso de que hubiera llegado a estallar, se habría ahogado en el primer parte de muertos y heridos transmitido por el cable a nuestra Península. España conservaría sus provincias ultramarinas, con su importante mercado, tan llorado ahora por nuestros industriales; conservaría incólume su bandera y la reputación de una historia no manchada de cuatro siglos; conservaría cien mil trabajadores jóvenes, y una escuadra de guerra; tendría disponibles para escuelas, investigación científica, caminos vecinales, fomento de riegos, instituciones de previsión, higiene pública, o dicho de otro modo, para hacer a España nación europea, 100 millones de pesetas todos los años, que ahora son rédito al capital consumido y malbaratado en las tres guerras: ¡todo el presente y todo el porvenir de nuestra patria! Pues bien; en julio de 1891, el general Azcárraga presentó a las Cortes un proyecto de ley, en el cual, entre otras reformas, introducía el servicio personal obligatorio, aboliendo la redención: la Comisión del Congreso emitió dictamen un año después, en julio de 1892; a poco se suspendieron las sesiones; en diciembre hubo crisis, pasando el poder de manos de Cánovas a manos de Sagasta; las nuevas Cortes no volvieron a acordarse de aquel proyecto; estalló la guerra, y la consigna entre los oligarcas fue aquella famosa: «hasta la última gota de nuestra sangre», entendiendo por «nuestra» la del pueblo, que efectivamente era suya, y lo sigue siendo, del mismo modo que lo es la de sus caballos y de sus perros. ¿Qué habría sido menester para que eso no sucediese? Poca cosa: un decreto; que las Cortes, que el sistema parlamentario, no hubiesen sido lo que dije, el perro del hortelano.

Mirando de otro lado, estaban las reformas políticas para las Antillas. Con ellas, tampoco habría estallado la guerra, independientemente de que se hubiese implantado o no el servicio personal obligatorio: lo han reconocido y declarado todos, desde Martínez Campos hasta Máximo Gómez, desde Maura hasta León y Castillo. ¿Y qué habría sido menester para que la autonomía, y aun la simple descentralización sin autonomía, llegara a tiempo de salvar a Cuba, con ella a España? Lo mismo que antes: un sencillo decreto; que las Cortes no hubieran podido estorbarlo.

Y basta ya de ejemplos. Eso que ha sucedido con respecto a las colonias y a la guerra, es espejo fiel de lo sucedido en todo lo demás: en instrucción pública, colonización interior, crédito agrícola, revisión de tributos, riegos, enseñanza técnica, reformas sociales, procedimiento civil, descentralización local y regional, reorganización de los servicios públicos, exploraciones y adquisiciones territoriales en África, etc. Sólo por excepción, en muy contadas ocasiones, han sido las Cortes verdadero Parlamento, en el sentido científico y europeo de la palabra: por regla general, han sido lo que en la anterior lectura dejo expuesto: una institución del orden oligárquico, no del parlamentario; centro de reunión de los oligarcas para los efectos del turno, disfrute y coparticipación en los beneficios del poder. A quien me preguntare si después de la catástrofe aquella institución ha experimentado alguna mudanza en esa su naturaleza, le contestaría mostrándole el género de asuntos en que las dos Cámaras han divertido su atención durante los meses de noviembre y diciembre últimos (1900) y que les han impedido deliberar sobre la bagatela de los Presupuestos y la reorganización de los servicios públicos91.

No es maravilla, por esto, que un tan profundo conocedor de la historia y de la psicología nacionales y de la situación moral y económica del país como Macías Picavea, demócrata de la vieja cepa, colocado en el punto de intersección de la república con la monarquía, juzgase imposible la rehabilitación de España como no se tuvieran en suspenso las Cortes por diez años cuando menos. El capítulo que consagra a esto en su libro es muy sugestivo y vale la pena de leerse y de meditarse. Para él, «las Cortes son el mal mismo, todo el mal que nos duele, postra y mata»; «institución pésima en sí misma, muerta como órgano nacional, instrumento de todo lo peor, impotente para todo lo bueno, castillo fortísimo del caciquismo»; y pide «diez años como plazo mínimo sin Cortes; la tregua del escándalo y de la infección, la decapitación del caciquismo, la posibilidad de maniobrar el Gobierno en la salvación de la patria92».

Hay quienes, encariñados con la institución, preferirían regenerarla sin suspender por poco ni por mucho tiempo sus funciones. «Rectifíquese el censo, dicen, moralícese el sufragio, respétese la voluntad del pueblo»; y Macías Picavea repone: «¡Qué más quieren oír los caciques (oligarcas) para brincar de alegría por dentro, considerándose salvados!... No: la máquina se halla montada, según oportunamente demostraremos, de guisa que como al cacique le dejen las Cortes, aun dándole matadas en contra las cartas, ¡suyo es el juego! Tanto, que hay que pensar de todo aquel que de algún modo pretende conservarlas, que o es un listo o es un cándido».




ArribaAbajoLas elecciones no dan la solución

Efectivamente; los que así discurren, hacen supuesto de la cuestión. Sobre esas frases altisonantes: «moralizar el sufragio», «respetar la voluntad del pueblo», pueden fabricarse y se han fabricado muy hermosos discursos: lo que sobre ellas no se puede edificar es un programa sincero de gobierno; es una política verdaderamente reconstituyente. Para que la voluntad del pueblo sea respetada, lo primero que hace falta es que tal voluntad exista. ¡Ah! Si existiera, ya se haría respetar ella por sí misma; si existiera, hace ya tiempo que el régimen ese que nos infama habría pasado a la historia y no tendríamos cuestión. Porque no existe, puede ser una verdad esto que ha dicho el señor Silvela: que los Gobiernos, cualesquiera que ellos sean, monárquicos o republicanos, están fatalmente condenados a ganar las elecciones aunque quieran perderlas, porque lo lleva consigo el régimen, como una condición de su naturaleza, porque el ministro de la Gobernación tiene por fuerza que estrellarse contra la ingente mole de caciques, alcaldes y Diputaciones93. El vulgo de pensadores de café se imagina que si las Cortes no son la representación legítima del país, es porque el país no quiere, pues bastaría un acto, «de su voluntad», acudiendo en masa a las urnas, para ganar las elecciones contra el Gobierno y crear un Parlamento de verdad, así como el de Inglaterra, que gobernase e hiciese gobernar del modo que mejor convenga a la nación, dejando en el mismo punto descabezado el monstruo de la oligarquía. Los más reflexivos consideran que si el país pierde las elecciones, aun queriendo ganarlas, es porque la ley electoral tiene dobles fondos, porque sus autores dejaron en ella rendijas y aberturas por donde la mano del gobernador, por cuenta del oligarca y del cacique, encuentra manera de burlar o falsear el voto de los electores, y que todo el toque está en reformar la ley, purificando por tal medio las fuentes del sufragio.

Yo veo en esto un error de las más graves consecuencias. Porque puesta la fe en aquel orden de garantías externas, se aparta la atención de las únicas que serían verdaderamente eficaces, condenando a España a seguir en el mismo vicio durante una o dos generaciones más, que es ya tanto como decir, según van de aprisa los sucesos, condenándola a no levantarse nunca. ¡Aun sin eso, parece imposible!

No se hace cuenta con la psicología; no nos hacemos cargo de que para querer, en cosa tan delicada, de tanto bulto y complicación, y en un ambiente moral como el nuestro, se requiere una voluntad muy madura, asistida por un entendimiento cultivado y por un cierto grado de independencia económica, y que tal voluntad no la posee la nación ni existe manera de improvisarla. No está el Parlamento en la plaza de las Cortes, detrás de los leones de bronce, sino dentro de la cabeza de los españoles; y, por desgracia, las cabezas no se asaltan con la misma facilidad con que el general Pavía asaltó el palacio de la «Representación nacional» el día 3 de enero. Las urnas de cristal cuesta poco decretarlas y se fabrican pronto: lo que no se fabrica con la misma facilidad es el elector, y por desgracia, esta fabricación, que era tan urgente, ni siquiera ha principiado. Este ha sido el crimen mayor de las Cortes, o dicho en otra forma, de la oligarquía; más grave que la misma pérdida de las colonias. Llevaron el derecho de sufragio a la Gaceta, pero no enseñaron a los españoles a votar; no les desataron la mano, no les alumbraron el cerebro; y ahora nos encontramos sin electores, y España tiene que renunciar a gobernarse por ellos para mucho tiempo. Porque la carrera de elector pide muchos cursos: ¡apenas si sería bastante una generación! A través de la caja craneana y de las paredes del estómago, tienen que ir abriendo camino, con la misma desesperante lentitud con que se horada el Mont Cenis o el San Gothardo, legiones de maestros y de ingenieros, para introducir en aquellas dos oficinas de nación estos dos ingredientes primarios de la ciudadanía, estos dos coeficientes necesarios de la libertad, verdaderas llaves de la conciencia: sangre y luz, pan y silabario. Porque esa labor previa, esencialísima y sine qua non se ha desatendido y está todavía por empezar, la forma política del Estado español puede definirse diciendo: un «gobierno parlamentario... sin electores». Los que ahora (marzo 1901) andan por ahí tan alborotados y tan llenos de cavilaciones y de cuidados, tomando en serio la impía comedia que va a representarse por centésima vez sobre el cuerpo ensangrentado de la moribunda España, me recuerdan no al niño que corre una vez más, atraído por la incomparable belleza del arco iris, aunque nunca lo logró alcanzar -que sería manchar la más pura poesía poniéndola en contacto con el cenagal-; me recuerdan, y valga la vulgaridad, el timo del portugués y de la guitarra, denunciado y explicado todos los días en la prensa desde hace muchos años, y que, sin embargo, todos los días encuentra cándidos provincianos que se tientan a improvisar por ese camino de hadas la fortuna que no han querido buscar o que no han sabido encontrar por los ásperos senderos del trabajo.




ArribaAbajoDebe mudarse la naturaleza de las Cortes, apartando de ellas al Ministerio

El arbitrio ideado por Macías Picavea, consistente en tener cerradas las Cortes durante un cierto número de años para que no estorben la acción restauradora del Gobierno, no ha de estimarse hijo de una genialidad, sin defensa ni justificación posible. Por lo pronto, durante las guerras coloniales, cuando más falta habría hecho el consejo y el voto del «Parlamento», a haber sido éste una verdad, los Gobiernos lo tuvieron en suspenso, graduándolo como un estorbo, y nadie en el país se quejó ni lo echó de menos. Esa clausura era considerada como una condición impuesta por la suprema ley de la salus populi. Ahora bien, la obra de expulsar el África que nos ha invadido otra vez espiritualmente, o dicho sin metáfora, la obra de reconstituir y levantar a España, es harto más difícil que lo era la de impedir su caída, y requiere mayor libertad de movimientos y más intensa y sostenida atención; de modo que si las Cortes resultaban incompatibles con lo primero, mucho más habrían de resultarlo con lo segundo94.

Vimos ya cómo entre las condiciones sustanciales del régimen, figura una sin la cual éste no subsistiría, a saber: que las diversas facciones que turnan en el poder o que aspiran a turnar han de hallarse en contacto para combatirse y fiscalizarse mutuamente dentro del «Parlamento», y al efecto, que el ministro de la Gobernación lleve a él o deje ir a todos los oligarcas indistintamente, sean propios o contrarios. Luego, lo que las mayorías hacen con el voto, las minorías lo hacen con la obstrucción; y resulta una cosa muy curiosa, consecuencia lógica de la naturaleza de un régimen que, siendo oligarquía pura en el fondo, necesita cohonestarse bajo exterioridades parlamentarias. En Castilla, como en los demás Estados medievales, el poder legislativo dependía del ejecutivo, votando las Cortes, en vez de decretos, peticiones; en Inglaterra, al revés, el poder ejecutivo depende del legislativo; en los Estados Unidos, el poder legislativo y el ejecutivo son independientes el uno del otro; en España, el llamado poder legislativo depende del ejecutivo, y el poder ejecutivo depende del legislativo, una monstruosidad, de que resulta una mutua obstrucción, por virtud de la cual las Cámaras y los ministros se tienen atadas las manos recíprocamente, y los oligarcas de la izquierda no dejan hacer cosa de provecho a los de la derecha, ni los de la derecha a los de la izquierda, absorbidos los unos en la grave tarea de asediar noche y día el banco azul y los otros en la de defenderlo; y así las Legislaturas se pasan en un coloquio inacabable, de que da exacta idea aquel de Don Patricio con sus servidores:

-¿Qué haces, Juan?.

-No hago nada, señor.

-¿Y tú, Pedro?

-Señor, estoy ayudando a Juan95.

Ahí tienen ustedes la razón de ser de la suspensión propuesta por Macías Picavea y practicada por Cánovas y Sagasta.

Por mi parte, yo no creo, a pesar de todo, que deban cerrarse por tiempo las Cortes, confiando la dirección del Estado exclusivamente a un Gobierno todavía más personal que los de ahora; no creo que deba romperse tan de raíz con las formas existentes, haciendo tabla rasa de toda la historia política del siglo XIX. En mi pensamiento, conviene y es de prudencia conservar las Cortes al lado del Gobierno personal, pero con una doble condición: Primera, que ya que no coadyuven a las iniciativas de éste, siquiera no puedan impedirlas como ahora y ser un obstáculo o una rémora a la reconstitución patria; y segunda, que su papel quede achicado en tanto que instrumento y reparo de la oligarquía, y disminuida, por tanto, la importancia personal y económica de las elecciones. ¿De qué modo? Retirando de su hemiciclo el banco azul, librando a sus miembros de la obsesión de las carteras ministeriales; o lo que es igual, transformando la institución en Cámara o Cámaras propiamente legislativas, lo que ahora no es sino teóricamente o por accidente; y dicho de otro modo: haciendo que las Cortes funcionen separadamente del Gobierno y que el Gobierno funcione con independencia de las Cortes; que cada uno de estos dos poderes obre por su cuenta, sin que por una crisis o por una votación del uno haya de disolverse o caer el otro. O expresado en una fórmula práctica, salvando el detalle de la adaptación: que sean Cortes según el tipo del sistema presidencial o representativo de los Estados Unidos, y no según el tipo del sistema parlamentario de Inglaterra96. Los Gobiernos, con esto, no tendrán el interés que ahora tienen en que las Cortes salgan precisamente con tal composición y no saquen tal otra. Las elecciones sin electores, o como decimos «amañadas», serán de menos consecuencia; y aun el estímulo para el falseamiento habrá perdido de su viveza. El jefe del Estado o el del Gobierno podrán nombrar ministros a las personas más competentes en cada una de las ramas de la Administración, sin tener que sujetarse a compromisos, exigencias o combinaciones de los grupos parlamentarios. Los ministros no dependerán de los diputados, y libres de crisis, de preguntas y de interpelaciones, podrán dedicarse a impulsar los intereses materiales y morales del país. Y el «Parlamento» será lo que debió ser desde el primer instante de su instauración: un trámite de la evolución, un puente de tránsito desde el antiguo régimen absoluto al régimen liberal europeo.

Ha sido, por lo general, nuestro «Parlamento» una selva verde y florida, pero que, como el pomposo rosal, no produce fruto. Hay que predicar la necesidad y la virtud del silencio: es preciso recordar la máxima de Salomón, que «hay un tiempo para hablar y otro para guardar silencio», y que ya hemos hablado demasiado y nos hallamos en el período de callar y de agitar las manos en el trabajo. El sistema de Macías Picavea para conseguirlo es perentorio, y consiste en echar un candado a la boca del Parlamento: el mío, como de otros muchos, en aislarlo, en acordonarlo, en poner sordina a su voz para obtener, a pesar de él, los efectos bienhechores del silencio, dejándolo al propio tiempo en pie como un ejercicio y aprendizaje y como una posibilidad viviente abierta a todos los progresos del espíritu público. Sin duda ninguna, con el tiempo, surtiendo sus efectos aquella revolución desde el poder que la Liga Nacional de Productores predica como necesaria, y la obra de edificación interior promovida o auxiliada por ella, de que ha de salir una clase directora y un cuerpo electoral, podrán las Cortes irse transformando paulatinamente, hasta quedar implantado con éxito un régimen francamente parlamentario; pero obstinémonos ahora en engañarnos a nosotros mismos, fingiendo que tal cuerpo de electores y tal clase directora existen ya, y pretendiendo edificar sobre tales pilares de lienzo pintado la pesada fábrica de la nación, y nos habremos privado a un tiempo, para hoy y para siempre, de los beneficios del sistema presidencial y de los beneficios del sistema parlamentario. Seamos prácticos y prudentes, y en vez de empeñarnos en vencer un obstáculo que parece, de momento, incontrastable, sorteémoslo, contentándonos con lo menos malo, sin dejar de aspirar a lo mejor y de sembrarlo y cultivarlo para que florezca a su hora.

De modo, en suma, que el neoliberalismo sugerido por mí como conclusión de la «lectura» de la semana anterior, debería escribir en su bandera el RÉGIMEN PARLAMENTARIO, como ideal; el RÉGIMEN PRESIDENCIAL O REPRESENTATIVO, como transición y como medio.

He aquí, antes de concluir, las razones con que la Cámara Agrícola del Alto Aragón justificaba la segunda mitad de este postulado en su Mensaje al país de 13 de noviembre de 1898:

«Habríamos necesitado antes, necesitaríamos doblemente ahora, un Parlamento alado y con más brazos que Briareo. Por desgracia, tocamos al continente negro, asiento de la raza más atrasada y, por tanto, más lenguaz del orbe; y como era natural, se nos ha inficionado la sangre de la misma letal ponzoña. Encima de eso, el Parlamento es ya la única India que le queda al parasitismo nacional, y la lengua, el barreno que abre galería para llegar al filón. Como en Inglaterra, por diverso motivo, la Cámara de los Lores, es en España el Parlamento entero un peligro y una obstrucción: por él, la patria ibera no reviviría jamás.

Y sin embargo, es fuerza conllevarlo, fiando al tiempo el cuidado de afinarlo y de introducirlo en las prácticas y en la devoción de los españoles: hoy por hoy, no existe cosa con que sustituirlo, y la simple amputación sería más dañosa que la propia dolencia. Lo único que cabe y se debe hacer es atenuar su virulencia, de una parte, creando las Juntas o Diputaciones Regionales, y de otra, apartando de su convivencia al Ministerio, haciendo a éste independiente de aquél (del Parlamento), de forma que los discursos no puedan ser nunca ejercicios de oposición a la plaza de ministro ni artillería de sitio contra el banco azul, y que acabe este detestable régimen de ministros anuales, inseguros, incompetentes (con excepciones a pesar del sistema) y siervos de los diputados, como los diputados son siervos del caciquismo rural. Es en el fondo el mismo régimen mediante el cual la república monárquica de los Estados Unidos surte en la práctica los mismos efectos que la monarquía republicana de Inglaterra, según la califica lord Russell97».




ArribaAbajoPrograma de política nacional

He concluido, señores; y no me queda sino resumir en una fórmula compendiosa las que considero exigencias más elementales para la nueva política de restauración patria.

1.º Esa política ha de ser, en primer lugar, radicalmente transformadora, o si se quiere, revolucionaria, representando una liquidación de todo nuestro pasado y una nueva orientación y nuevos ideales de vida para el presente y para el porvenir; por tanto, una refundición de todas nuestras instituciones sociales, pedagógicas y administrativas, y una renovación total del personal de la política, licenciando al que fracasó; y en suma, el término de la interinidad que dio principio hace cerca de tres años y cuya prolongación aleja de semana en semana, de hora en hora, la posibilidad, ya remota, de un «risorgimento».

2.º Ha de ser, en segundo lugar, política esencialmente libertadora, como no lo ha sido ni lo puede ser la de los «liberales», reprimiendo por fuerza material al orden de los malos, organizados en facción oligárquica, sustituyéndolos en la dirección de la sociedad por la aristocracia «natural» del país, y dando a ésta condiciones de libertad, de dignidad y de independencia para vivir y para gobernar, hasta haber conseguido que España entre en el régimen de los pueblos libres europeos.

3.º Ha de ser, en tercer lugar, política eminentemente sustantiva y de edificación interior; por tanto, política pedagógica, económica, financiera, social, con la mira de transformar el tipo de la raza, que es todavía tipo Edad Media, o tal vez mejor asiático, en tipo europeo y siglo XX, mediante un cambio radical en la aplicación y dirección de los recursos y de las energías nacionales, la transformación rápida, forzada, de la escuela y de la educación, así superior como inferior, mejorándolas en calidad y en cantidad; el fomento positivo de las instituciones de previsión, cajas de retiro, socorro mutuo, ahorro postal, huertos comunales y demás; y el estímulo intenso y directo de la producción económica, para que aumente la cantidad de sustancia alimenticia, ahora insuficiente, que se produce en el país y la remuneración del trabajo y de la industria, con el abaratamiento que es consiguiente de la vida y el aumento del capital nacional.

4.º Ha de ser, en cuarto lugar, política sumarísima, que sacrifique la perfección a la prontitud de los resultados, de forma que aun los más viejos alcancen a tocar alguno y vean cuajar y dibujarse el embrión de la España nueva; sin perjuicio de que alterne con los procedimientos orgánicos, de acción lenta, que han de consolidar aquel efecto provisional y al propio tiempo extenderlo y perfeccionarlo.

5.º Ha de ser, por último, en cuanto a organización, política antidoctrinaria, y por tanto, ética, circunstancial y de confianza, que no fíe su virtud a un mecanismo dilatorio de vetos, contrapesos y garantías exteriores; política, por tanto, semipersonal y política semiparlamentaria, con un Gobierno independiente de las Cortes y unas Cortes independientes del Gobierno, y en el Gobierno, un estadista o varios estadistas de capacidad y de corazón, escultores de pueblos, que sientan y encarnen el grandioso programa de resurrección política del profeta Ezequiel, no diré inspirándose en el ejemplo de Porfirio Díaz e Iwakoura, de Cavour y Bismarck, de Washington, Cromwell o Colbert, de Federico Guillermo I de Prusia, de Pedro I de Rusia, de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla, de Gregorio VII, de Alfredo el Grande, de Carlomagno, León el Filósofo y Abderrahman I, de Teodosio y Trajano, de Masinisa, Moisés, Amenemhat I y Hammurabi, sino hallando en su genio creador la misma inspiración que ellos encontraron en el propio para labrar esas sublimes epopeyas vivientes, imperios, iglesias y repúblicas que decoran y magnifican la historia de la humanidad.

Haciéndolo así, no es seguro todavía que la caída de nuestra nación sea definitiva: podremos acaso ver aún cambiado por nosotros mismos, no por el extranjero, el absolutismo oligárquico, que es nuestra forma actual de gobierno, por el régimen liberal de los países civilizados de Europa. Sin eso, despidámonos y despídanse nuestros descendientes de ver jamás a España rehabilitada, libre, culta, rica, fuerte, europea y colaborando en la formación de la historia y en sus reivindicaciones y adelantos; no conquistaremos los españoles la libertad sino a precio de la autonomía; no seremos libres, no seremos personas, sino cuando haya dejado de ser persona España.

JOAQUÍN COSTA

Madrid, 23 de marzo de 1901.








ArribaAbajoResumen de la información

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...Mi informe como presidente de la Sección ha de consistir, principalmente, en relacionar las conclusiones de la Memoria con lo concluido por los demás informantes, a fin de rectificar o de completar, mejorándolas, las primeras, o de avivar la reflexión del oyente y del lector, brindándole motivos para que verifique ese trabajo de depuración y cultivo por discurso propio98.


ArribaAbajoLa Constitución del Estado español es efectivamente la oligarquía. Lo era ya antes del siglo XIX

Podrán haber discrepado los informantes en la apreciación del régimen oligárquico; en cuanto a la realidad de este hecho social han estado unánimes99.

«La oligarquía, dice en su testimonio el señor Maura, ejerce de veras toda la soberanía existente en España»: «debajo de la mentida armazón constitucional, lo que de veras existe es un cacicato editor de la Gaceta y distribuidor del Presupuesto» (t. II, págs. 10-11). -«Todo el régimen político y social nuestro se funda y se ha fundado en el caciquismo, cualquiera que haya sido la constitución política y la forma de gobierno», afirma don Federico Rubio (t. II, página 376). -«Por experiencia sabemos, informa la Cámara Agrícola del Alto Aragón, cuán cierto es que el caciquismo forma como un molde total en que están vaciadas, desnaturalizadas y opresas todas las instituciones sociales y la libertad civil y política de los ciudadanos» (t. II, pág. 57). -«Es cierto, dice el señor Ripollés, que vivimos en completa oligarquía, que significa la explotación del poder por unos pocos, y no los mejores, representada por el incumplimiento de las leyes y el predominio del caciquismo» (t. II, pág. 356). -Los señores Altamira, Buylla, Posada y Sela, en su informe colectivo, llevan más lejos la observación: «la forma política impura que del caciquismo y de la oligarquía que lo mantiene resulta en España, no es una forma viciada de Gobierno, sino que el vicio radica en las entrañas mismas de la sociedad política, o dicho de otro modo, en el Estado» (t. II, página 89), rectificando así el enunciado del tema y poniéndolo en armonía con su verdadero contenido y significado.

Remitiéndose a la Memoria de la Sección que ha servido de tesis o de punto de referencia a la Información, hay quien encuentra su descripción del régimen «un si es no es recargada de tintas oscuras» (señor Conde y Luque, t. II, página 453), y quien, por el contrario, cree «poder asegurar que las pinturas del señor Costa, con ser tan negras y sombrías, todavía se quedan muy por bajo de la realidad» (señor Espinosa, t. II, pág. 127); pero la generalidad de los informantes ha hecho suyas esas pinturas, juzgándolas imagen fiel de lo representado: «No hay que añadir al cuadro una línea ni desvanecer una sombra», dice el señor Canals (t. II, página 67); y como él, el señor Maura (t. II, pág. 9), el señor Bonilla San Martín (t. II, pág. 29), el señor Alcaraz (t. II, página 25), la Cámara Agrícola de Tortosa (t. II. pág. 53), el señor Benito (t. II, pág. 117), el señor Pella y Forgas (t. II, página 211), el señor Perier (t. II, pág. 217), el señor Dorado (t. II, pág. 267), el señor Rahola (t. II, pág. 311), el señor Bullón de la Torre (t. II, pág. 439), etc. Alguno, como el señor Gil y Robles, recusa el nombre «oligarquía», pero afirma el hecho de la enfermedad a que lo aplicamos y se declara conforme con el diagnóstico (t. II, pág. 148). Igual conformidad de parte del señor Sanz y Escartín, si bien excluyendo de la infección algunas regiones, por ejemplo, Navarra, «donde se desconoce en absoluto el caciquismo» (t. II, pág. 400100).

El primer resultado de nuestra Información ha sido, como se ve, un cambio radical en la concepción de la morfología del Estado español. «Una monarquía parlamentaria», decíamos antes. No, decimos ahora, hemos dicho todos, o casi todos, en la Información; no una monarquía parlamentaria, y menos una democracia, conforme aparentaba, sino un absolutismo oligárquico en el puro concepto de Aristóteles; absolutismo oligárquico que ha suplantado al monarca y al Parlamento, a la Corona y al país. Antes nos deteníamos delante de la etiqueta impresa en la Gaceta, contentándonos con su texto; ahora, la Información ha sido como una máquina de fotografiar que ha penetrado con sus rayos X hasta el interior y nos ha hecho ver que lo que existe dentro es cosa muy distinta de lo que la etiqueta engañosamente nos anunciaba; nos ha hecho ver que la constitución real, viva, efectiva de nuestra nación es lo contrario de lo que aparecía en su Constitución escrita; nos ha hecho ver que nos minaba una dolencia interna, constitucional, apoderada de todo nuestro ser, pero que no aparecía con suficiente relieve al exterior. Ahora bien, lo primero que se ha menester para sanarse es reconocer que se está enfermo, y esto es acaso lo que en primer término habrá de agradecerse a la Información.

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No se ha manifestado igual conformidad tocante al aspecto histórico de esta forma política de nuestra nación: ¿desde cuándo rige? ¿Se ha introducido modernamente, por consecuencia de la revolución que cambió el concepto de la antigua monarquía, o existía ya antes, y es sencillamente una supervivencia o una transformación y acomodamiento a las nuevas categorías de la Constitución escrita?

Esto último es lo que la Memoria de la Sección había adelantado, diciendo que «España llegó a los umbrales del siglo XIX sustentando sobre sí dos distintos absolutismos: el de uno solo, que llamamos monarquía pura, y el de una minoría insignificante en la nación a que denominamos oligarquía y caciquismo». Insinuaba luego cómo ambas formas de gobierno habían podido convivir en España durante muchos siglos, antes y después del Renacimiento, compartiendo la majestad y disfrutando comanditariamente del pueblo, y cómo nos hemos pasado el siglo XIX en combatir el menor de los dos despotismos, el de la monarquía, dejando intacto el otro, con toda la potencia que tuvo en el siglo XV antes de los Reyes Católicos (t. II, págs. 48-49).

Pero la mayoría de los informantes que se han hecho cargo de la cuestión, sin controvertir lo afirmado por la Memoria, colocan el origen histórico del caciquismo ora en la primera mitad, ora en la segunda, de nuestro mismo siglo (XIX). Para el señor Gil y Robles, la oligarquía (que es decir, conforme a su definición, la burguesocracia) ha simplemente sustituido a la monarquía absoluta: es, dice, la consecuencia y expresión naturales del liberalismo; una fase, forma y etapa de la evolución liberal: el resultado de la revolución, añade, se ha reducido a eso, a una traslación de la propiedad, de la riqueza, de la posición y del poder sociales y políticos desde el trono y la aristocracia a la burguesía contemporánea (t. II, págs. 155-156). -En opinión del señor Pella y Forgas, el caciquismo se ha engendrado en la ruina y disolución del régimen corporativo (estados comunales, gremios, municipios, regiones históricas, Universidades, etc.), que se sostuvo hasta el reinado de Carlos IV y no llegó a su término hasta el comienzo de la época constitucional, en que el Estado se agigantó y, saliéndose de sus funciones propias, lo absorbió todo, la escuela, la ciencia, el arte y la economía social (t. II, págs. 213-214). -A igual conclusión llega, aunque con explicación diferente, nuestra insigne Pardo Bazán: en su pensamiento, oligarquía y caciquismo sólo desaparecen cuando el monarca reina con imperio ilimitado: la reforma llevada a cabo por la Reina Católica no consistió sino en la destrucción de una oligarquía; y de ello fue resultado el absolutismo monárquico, que absorbió en beneficio propio todas las fuerzas nacionales, municipios, nobleza, órdenes militares, etc.: al establecerse la monarquía constitucional y el sistema parlamentario, salimos del absolutismo hasta cierto punto y entramos de lleno en la oligarquía moderna: a la sombra de los prestigios ganados por los oligarcas mayores con la oratoria y de la fuerza adquirida por el mando, los oligarcas menores tejieron su red de caciquismo y se afianzaron en el suelo. (t. II, págs. 291-292).

El señor Piernas Hurtado da por sentado que el caciquismo encontró su cuna en el falseamiento y corrupción del régimen parlamentario (t. II, págs. 237-238); el señor Casaña cree verla en el método de proveer los cargos de concejal, diputado y senador por sufragio de los ciudadanos (t. II, pág. 77); el señor Isern tiene por seguro que el caciquismo ha sido creado por los oligarcas con el fin de apoderarse por ministerio suyo del sufragio universal (t. II, Página 185). Al sufragio universal refieren también el origen del caciquismo y la causa de su agravación los señores Mañé y Flaquer (t. II, pág. 197) y Sanz Escartín (t. II, página 399).

Yo no puedo persuadirme de ello. Habrán podido el régimen parlamentario en general y el sufragio universal en particular agrandar el campo de acción del caciquismo, o mudarlo de asiento; acortar la distancia que lo separaba del rey y de sus validos, los jefes turnantes; imponerles un trabajo mayor; pero no lo han engendrado. Hace más de dos siglos, en el reinado de Carlos II, un economista de nota, Miguel Álvarez Ossorio, que llevó a cabo repetidos viajes de estudio por la Península, nos representa a los pueblos expoliados y oprimidos, en forma y grado todavía más repulsivos y malignos que los de nuestra edad, por una jerarquía de personas (burguesas y nobles) en que se marcan hasta tres grados: uno, el de los regidores, alcaldes, escribanos de Ayuntamiento y arrendatarios de tributos, que tenían convertido cada pueblo en «una ladronera» (textual) y en un lugar de tormento para las clases trabajadoras y desvalidas; otro, de las «personas superiores» que por dinero los apadrinaban, haciendo feria de la justicia, asegurándoles la impunidad; y un tercero, el de los «ministros superiores», de quienes aquellas personas la interesaban y obtenían101. Este régimen de hecho era causa, al decir suyo, de la gran emigración que despoblaba los lugares, de que no se labrara más de la octava parte de los campos, de que se hubiesen perdido el mayor número de los artesanos en todo género de oficios y faltaran las manufacturas para alimentar el comercio102. Corroboran el testimonio del autor de los memoriales: una ley de1669 sobre reducción del número de oficios concejiles vendidos por juro de heredad en ciudades, villas y lugares103, y Castillo de Bovadilla, famoso autor del libro Política para corregidores, en el mismo siglo y en el anterior104. Álvarez Ossorio discurre manera de enfrenar las oligarquías locales mediante un sistema de intervención que ejercerían en cada localidad las personas que denominamos ahora autoridades sociales, patriciado natural, las cuales «harían oficio de padres de la patria», «por servir al rey y a los pobres», expresando la seguridad de que con tal innovación los pueblos se enriquecerían, se multiplicaría la población y crecerían las rentas del Estado105.

¿Mejoró la situación a la muerte de Carlos II, con el cambio de dinastía? No, tan lozano y tan ensoberbecido como el de los memoriales de Álvarez Ossorio, se nos exhibe el caciquismo ochenta años más tarde en los preámbulos de dos reales provisiones de 1766 y 1767 sobre repartimiento de tierras, y en escritos relacionados con ellas del síndico personero de Sevilla, el corregidor de Cáceres, el Concejo de la Mesta, Campomanes, Floridablanca, Franco Salazar y Cecilia Coello, idéntico en lo sustancial al de nuestros días: los prepotentes de campanario y capitulares perpetuos, apoderados de la justicia y de la Administración local, y con los escribanos, diputados del común, oficiales y contadores puestos a su devoción mediante el cohecho de las participaciones, hacían suyo lo más y mejor de los bienes concejiles, no dejando a los vecinos pobres otras tierras que las que ellos no querían por montuosas, pantanosas, estériles o distantes; con amenazas y medios fraudulentos, usados ya en tiempo de Álvarez Ossorio y que tienen marcado aire de familia con los más clásicos de las elecciones de nuestro tiempo, excluían al vecindario de las subastas de propios, en lo cual, además del inmediato provecho, buscaban y conseguían impedir que los braceros y pelentrines se emancipasen, privándoles de mantenimientos propios, teniéndolos «en su dependencia y servidumbre» con el miserable jornal que querían darles, pues lo tasaba el Ayuntamiento, o sea los interesados mismos; encarecían artificialmente el precio de sus frutos; acaparaban los pastos comunes, haciendo inaccesible a los demás el arbitrio de la ganadería, incluso valiéndose de matones y forajidos; echaban sobre el pueblo el mayor peso de los tributos, así concejiles como reales, descargándose a sí propios y descargando a sus banderizos; reducían a patrimonio privado suyo el producto de caudales públicos; por la regla de todo llevaban el gobierno de los pósitos; aniquilaban con pleitos interminables a los que osaban hacer alguna oposición engañados por la letra de la ley y el aparato exterior de la justicia: las leyes que no les convenían quedaban sin cumplir, lo mismo que si no existieran106. Otras pragmáticas, anteriores y posteriores a la fecha de las citadas, dejan traslucir asimismo la existencia y el arraigo firme del caciquismo, tales como: una de 1749, en que Fernando VI encarga a los intendentes-corregidores, entre otras cosas, que cuiden de «extinguir las parcialidades y discordias que turban la tranquilidad y embarazan los Tribunales107», otra de 1799, en que Carlos IV alude a la presión ejercida sobre la Administración de Justicia por «los poderosos de los pueblos y sus protegidos108», y las que disponen que se guarde equidad en los repartimientos de tributos y contribuciones reales, haciéndolos en justa proporción a los haberes de cada uno, sin que en contemplación «a los regidores y poderosos» se grave más a los que no lo son109.

No necesitaron, como se ve, las clases directoras aguardar a que se extinguiera la vida corporativa ni a que estallase la revolución y se apoderase del trono y de la Gaceta, para inventar el caciquismo; usurpar la potestad soberana, trasegar a su patrimonio privado los bienes y caudales del común, corromper la justicia, menospreciar las leyes, expoliar, desustanciar y oprimir a la plebe necesitada de protección, hacer del Gobierno local un sistema de latrocinio organizado; ni el poderío absoluto del rey fue parte a impedirlo en lo más mínimo. En vano, «para el buen gobierno y administración de justicia», proveía éste y promulgaba leyes y pragmáticas, porque no eran observadas, debido -hablan Felipe II, Felipe III, Felipe V- «al poco cuidado que de su execución y de las penas por ellas impuestas tenían las justicias, como a usarse de diversos medios e invenciones para defraudar lo por ellas proveído110»: recuérdese el caso típico de las dos reales provisiones que acabamos de citar (de 1766 y 1767), en que el Consejo de Castilla y su presidente, el conde de Aranda, tenían cifradas todas sus esperanzas, y que no consiguieron hacer cumplir derechamente en un solo pueblo de la monarquía, no obstante hallarse asistidos de todo el poder de la Corona. El imperio del rey era «ilimitado», sí, pero en teoría: de puertas afuera de palacio nadie hacía caso de sus mandatos, como los régulos de campanario no les otorgasen su exequatur. -En suma y para concluir: el caciquismo moderno es sencillamente una juris-continuatio del antiguo: el régimen constitucional moderno y el sufragio universal se encontraron ya creado, adulto y hecho maestro el instrumento que había de burlarlos y prostituirlos. ¿Qué más? Se lo encontró hasta bautizado. Alguno de los informantes, el señor Salillas, encuentra que, efectivamente, el caciquismo no es un modo de ser exclusivo o peculiar de la sociedad española actual: «lo único actual, añade, es la adopción de la palabra cacique para definir un defecto constitutivo» (t. II, página 463). Ni siquiera eso: por los días en que la Academia Española, hace cerca de dos siglos, elaboraba su primer Diccionario de la Lengua Castellana, el llamado de Autoridades, la palabra «cacique» estaba ya en uso en su acepción figurada, pues la define diciendo: «Por semejanza se entiende el primero de un pueblo o república, que tiene más mando y poder, y quiere por su soberbia hacerse temer y obedecer de todos los inferiores111».

Por cierto que la definición dada por la misma Academia en las ediciones modernas («cualquiera de las personas principales de un pueblo que ejerce excesiva influencia en asuntos políticos o administrativos») se acerca menos que aquélla a la verdadera naturaleza de lo definido, por cuanto la influencia de las personas principales de los pueblos, si se ejerce conforme a principios de razón y moral, para el bien común, por grande que sea, nunca es excesiva, mientras que ejercida en provecho propio, con mengua de la ley, es excesiva siempre, según se mostrará en el siguiente capítulo.

Para los efectos del tema objeto de la Información, lo que antecede es más que suficiente. La historia del vocablo se hará; el origen histórico del régimen, su evolución, adaptaciones y metamorfosis, las vicisitudes por que ha pasado en el siglo XIX y en cada uno de los anteriores, se averiguarán y precisarán, completando el presente estudio. En él encontrará el futuro investigador algunos materiales, aportados por los señores Salillas, González y Azcárate, que enlazan el siglo XVII con el XV, cuna del encasillado electoral y de las elecciones hechas por el Gobierno.




ArribaAbajoConcepto y razón de ser del caciquismo: su diferencia del patriciado natural o autoridades sociales: el caciquismo no es tutela: no hay caciques buenos

Se ha querido justificar por algunos respetables informantes la existencia del caciquismo, diputándolo miembro esencial en el organismo de la nación. Para el señor Pella y Forgas cumple, aunque por modo violento, necesidades y fines sociales, como los cumplió el feudalismo; suple la falta de los naturales intermediarios, los antiguos Estados comunales, las viejas Corporaciones populares, los gremios, Universidades y regiones históricas, cuya ruina y disolución no llegó a su término en España hasta el comienzo de la época constitucional: es, en suma, el caciquismo un poder intermedio, órgano transmisorio y de relación entre el individuo y el Estado, exigido por la falta de vida local y corporativa (t. II, pág. 212). -Para el señor Ramón y Cajal, el caciquismo es hoy por hoy un órgano indispensable de la vida nacional; órgano supletorio, motivado por la exigua preparación de nuestro pueblo para la práctica del régimen constitucional y por la carencia de instintos políticos en una gran parte de la clase media ilustrada: él establece un principio de organización y de solidaridad en medio del atomismo anárquico y de la indiferencia política de nuestras aldeas; es el único vínculo que liga el campo con la ciudad y el pueblo con el Estado (t. II, pág. 345). -Si se operase el milagro, añade el señor Maura, del instantáneo aniquilamiento de la oligarquía de caciques, desde el encumbrado gobernante hasta el amo de la más ignorada aldea, hallaríase España en la anarquía, con el pleno significado de esta palabra; porque todos los órganos legítimos de su vida política están atrofiados e inertes (t. II, pág. 12).

Relaciónase esto con dos cuestiones que se han suscitado en la Información, tan curiosas como éstas: si el fenómeno social del caciquismo denuncia una enfermedad, o meramente un crecimiento retardado, en el cuerpo de la nación; y si el concepto «cacique» puede referirse al de tutor o patriarca, adjetivándolo como «cacique bueno».

El señor Espina y Capo ha sostenido en su dictamen que oligarquía y caciquismo como forma política del Estado no son propiamente una enfermedad, sino una manifestación externa, un síntoma, y no siquiera síntoma de una enfermedad, sino de un estado constitucional; síntoma de un retraso de nutrición, de una falta de desarrollo: el organismo nacional, depauperado, anémico y sin resistencia, se dejó invadir por los gérmenes (diríamos por los microbios) del caciquismo y la oligarquía, los cuales, gracias a esa debilidad congénita, se han apoderado de él. No padece España de enfermedad; padece de infantilismo (t. II, págs. 478-483). La señora doña Emilia Pardo Bazán conceptúa también el caciquismo como un efecto de la prolongación del estado de infancia del pueblo, ora se deba a abandono inconsciente o a cálculo instintivo de sus directores (t. II, pág. 293). -El señor Unamuno duda que el caciquismo sea un mal en absoluto, y más aún que constituya una enfermedad específica: es más bien, dice, consecuencia obligada de un estado social de barbarie [en sentido de rusticidad, falta de cultura]; la única forma de gobierno posible en una sociedad como la nuestra, no degenerada, sino bárbara, que no ha entrado aún en la cultura europea. Y añade: «Llego a creer que los más de nuestros pueblos, por falta de conciencia pública, necesitan caciques, como por falta de previsión e instinto de ahorro necesitan usureros, y que no tanto a extinguirlos cuanto a sustituirlos debe tirarse: son acaso eso que llamamos un mal necesario» (t. II, págs. 407-410)112. -En resumen: que el pueblo se ha distraído demasiado en corretear los ejidos y tatuarse la piel, porque los que usurpaban el oficio de tutores no se cuidaron de llevarlo a la escuela o se han cuidado de que no asistiera; por consiguiente, que no es un enfermo, ni hay, por tanto, que preocuparse de sanarlo: hay, sí, que sacarlo de la barbarie.

Los demás informantes han partido del supuesto de que nuestra oligarquía es real y positivamente un hecho patológico; que constituye de cierto una enfermedad, o, por lo menos, que es síntoma de una enfermedad. Una tal diferencia de apreciación, para el fin que perseguimos en este concurso de pareceres y doctrinas, carece de toda importancia práctica: 1.º Porque el mismo doctor Espina reconoce que no hay inconveniente en que a aquella falta de desarrollo la llamemos enfermedad, «ya que realmente (dice) no está muy sano el que se ha retrasado en su nutrición» (t. II, pág. 483); y 2.º, porque el tratamiento prescrito ha sido uno mismo para las dos hipótesis; porque los remedios propuestos para sanar el cuerpo social en la hipótesis de la enfermedad, han sido los mismos que los admitidos para acelerar y normalizar su desarrollo orgánico en la hipótesis del rezago, del infantilismo, de la barbarie.

Yo encuentro que los unos y los otros tienen razón: así aquellos que entienden que se trata de un mero retraso en la constitución del cuerpo nacional español, como los que juzgan que se trata positivamente de una enfermedad. Encuentro que se han juntado las dos cosas; que el caciquismo se ha engendrado de las dos causas, barbarie y enfermedad; y por decirlo de una vez, que el país se ha quedado enano, pero que además el enano está enfermo. El no haberlo visto así nace de que se confunden, de que se identifican en un solo concepto dos nociones que son, más aún que diferentes, negación la una de la otra, tales como aristocracia y oligarquía; sin advertir que la «aristocracia» (entendido el vocablo en el sentido de Aristóteles, no en el que ahora le damos) es el gobierno por una minoría de los buenos, que en sus resoluciones y providencias se proponen exclusivamente el bien de los gobernados, mientras la «oligarquía» es, al revés, el gobierno por una minoría también, pero de los malos, que utilizan su superioridad enderezando todos los actos de la gobernación al provecho propio y de los suyos. Con toda evidencia, la forma de gobierno propia de un pueblo infante, bárbaro o retrasado sería, si acaso, la primera, el régimen del patriciado natural, de los que impropiamente se han llamado caciques buenos, al modo del Don Celso en la novela de Pereda113. Y si eso fuera en nuestro caso, efectivamente, no nos hallaríamos enfrente de una enfermedad, y ni siquiera de un síntoma de enfermedad; sería sencillamente síntoma de un estado de atraso. ¡Pero si no es esto: si de lo que aquí se trata no es de una tutela, sino de un secuestro! ¡Si de lo que se trata no es de un niño cuidado, administrado, educado, protegido y dirigido por una corporación de los mejores, puestos a su servicio, sino de un niño secuestrado por una pandilla de bribones! Lo primero, sin duda ninguna, constituiría un estado inferior -en relación- al de los países de selfgovernment, pero, inferior y todo, un estado sano: existiría correspondencia entre el estado etiológico del país y sus formas políticas: lo segundo, no; lo segundo constituye un estado de inferioridad, pero además enfermo. El gobierno por el padre: eso sería la salud; pero aquí no hay tal padre: cuando más, hay padrastro, y el padrastro es la enfermedad.

Véase cómo era posible que los informantes tuviesen todos razón, por cuanto el estado social que les servía de punto de partida común juntaba en sí entrambas cualidades: era un estado social de rezago, por el cual España, efecto de una como catalepsia, de que conocemos, otros ejemplares en el planeta, v. gr., China, se había petrificado en la infancia; y era, por otra parte y al mismo tiempo, un estado social enfermo, que había impedido la formación de un cuerpo de tutores probos y diligentes, dotados de todas las condiciones que el derecho natural requiere en el tutor, dejando que el menor, así en su persona como en su hacienda, fuese presa de gavillas de ineptos o de malhechores, no reprimidas por la Guardia Civil porque la Guardia Civil estaba a su obediencia.

Los que han defendido la tesis de que nuestra oligarquía constituye un estado normal y de salud, ajeno de todo en todo a la patología social, atribuyen al vocablo «cacique» una significación genérica o abstracta que para especificarse o concretarse necesita el concurso de un adjetivo, diciéndose «cacique bueno» o «cacique malo». De igual modo que existe bueno y malo en todo, en la Magistratura, en el profesorado, en la milicia, en el clero, en la Administración, existen también caciques buenos y caciques malos, y no hay más razón para condenar el caciquismo porque algunos caciques sean abominables que para condenar la milicia, el clero o la Magistratura porque haya togados, oficiales y clérigos que falten a los deberes de su respectivo instituto. Así, en el fondo, viene a discurrir el señor vizconde de Campo Grande, quien además, en apoyo de su tesis, refiere que conoció, en el primer tercio del siglo pasado, «un pueblo feliz entregado a dos caciques, que alternativamente presidían su Ayuntamiento, con caciquismo modelo, con verdadera justicia y patriarcal cariño y con gran contentamiento de sus convecinos» (t. II, pág. 63). ¡Pero eso no es caciquismo, señor vizconde de Campo Grande, sino todo lo contrario, y contra eso no va la Información! Es una cosa santa, que tiene su nombre propio en el Diccionario, y no debemos mancharlo con el dictado de esta nefanda institución del caciquismo. -En igual inteligencia que el anterior informante, el señor Ramón y Cajal concluye que «lo malo no es el cacique, sino el mal cacique» (t. II, pág. 345). -Y del mismo modo el señor Unamuno: «no es el mal el cacique en sí: el mal es como el cacique sea: los pueblos que gozan de caciques ilustrados y buenos, ¿qué más pueden desear, dado su estado actual?» (t. II, pág. 409). -También el señor Maura hace referencia a «casos, no tan raros como se piensa, en que la dominación oligárquica se ejerce con desinterés, con verdadera abnegación, con dejos y vislumbres de patriarcado (t. II, pág. 12)114».

Pero, como observa el señor Azcárate, decir «cacique bueno» es algo así como decir círculo cuadrado: lo que con esa locución paradójica quiere significarse no pertenece a ningún orden de enfermedad, no es cosa de caciquismo: pertenece a un orden de protección, consejo y ayuda de hombre a hombre, que ha existido y existirá siempre, verdadera bendición de Dios; tanto, que cabalmente la cuestión está en que esto sustituya a aquello (t. II, pág. 520). -Los profesores de Oviedo encuentran que «una serie de personas organizadas en jerarquía espontánea como aparato social y distinto del Gobierno, aunque con él se relacione y aunque esas personas puedan hasta formar parte de él, es condición, hoy por hoy, indispensable en los complejos Estados modernos», pero no lo es menos el que esas personas se hallen limpias y exentas de la podredumbre moral puesta al descubierto por la Memoria de la Sección (t. II, pág. 88). -El señor Isern cuida de no confundir a los caciques con aquellas «autoridades sociales que Le Play juzgaba necesarias en los pueblos para complemento de las autoridades civiles» (t. II, pág. 182). -Seguramente Le Play (conjetura el señor conde de Torre Vélez) no pensó en nuestros oligarcas y caciques al uso al definir dichas superiores influencias locales, legitimas y beneméritas: ni a ellas se ha referido en su Memoria el señor Costa, porque tales «autoridades sociales no son, ni nadie las llama, caciques115».

Así es, con efecto. Cacique y bueno, oligarca y bueno, son términos inconjugables y que se repelen. El sustantivo cacique lleva consigo el adjetivo malo, aunque no se exprese y sin necesidad de expresarlo, como lo llevan implícito el sustantivo «ladrón», el sustantivo «estafador», el sustantivo «asesino». Y no cabe distinguir entre caciques buenos y caciques malos, por la misma razón que no cabe se distinga entre estafadores buenos y estafadores malos, entre homicidas buenos y homicidas malos. Habrá en la aplicación grados y atenuaciones, pero el principio es siempre uno mismo: ¡si es bueno, no es cacique! ¿Quién clasificaría como institución del género «caciquismo» aquella del «compadrazgo» que nos ha dado a conocer, con referencia a la Baja Alpujarra, el señor Espinosa (t. II, págs.130-131)? El don Celso de Pereda es un tutor, es un padre, es un guía y protector de su pueblo, al cual defiende de su propia inexperiencia y de las embestidas de la Administración, que es decir del oligarca o del cacique; es bueno, gobierna sin otra mira que el bien de la colectividad de que forma parte; entra en el concepto aristotélico de la aristocracia, en el concepto del patriarcado o patriciado natural: es uno como convendría que hubiese en todos los pueblos y en todas las provincias y comarcas; pero nadie dirá «Don Celso es un cacique». Y he ahí por que no es exacto que Porfirio Díaz de Méjico e Iwakoura del Japón sean o hayan sido oligarcas; por qué no es exacto que al abogar yo porque al frente del Estado español se ponga un don Celso o un Porfirio Díaz, es que quiero poner al frente del Estado español un cacique grande; como insinúa el señor Canals (t. II, pág. 70): quiero, propongo, exactamente lo contrario.

Recomendaba Bacon que en toda controversia se imite la prudencia de los matemáticos, empezando por definir los vocablos y términos que hayamos de emplear, a fin de que nuestros interlocutores conozcan el sentido en que los tomamos y vean si se hallan de acuerdo con nosotros en ese punto, pues de lo contrario, sucede a la postre que, después de haber discutido mucho, tenemos que acabar por donde deberíamos haber principiado. No ha faltado esta cautela en nuestra Información, pues son varios los informantes que han estampado a la cabeza de su testimonio una definición. «La oligarquía presente, dice el señor Gil y Robles, es una burguesocracia en que todas las capas de la clase media se han constituido en empresa mercantil e industrial para la explotación de una mina, el pueblo, el país; es una tiranía y un despotismo de clase en contra y en perjuicio no de las otras, porque ya no las hay, sino de la masa inorgánica, desagregada y atomística que aún sigue llamándose nación» (t. II, pág. 148). -«El caciquismo y su generalato o principado, la oligarquía, observa el señor Ripollés, son la suplantación del orden legal por la voluntad arbitraria de un poderoso; explotación del poder por unos pocos, y no por los mejores, etc.» (t. II, pág. 357). -Según el señor Frera, «el caciquismo puede definirse como el régimen personal que se ejerce en los pueblos, torciendo o corrompiendo por medio de la influencia política las funciones propias del Estado, para subordinarlas a los intereses egoístas de parcialidades o de individuos determinados»; y a seguida analiza o explica cada uno de los términos de la definición (t. II, pág. 423). -De igual modo el señor González (don Alfonso): Cacique, «mandarín que aprovechando la impotencia, la ignorancia o la inepcia de los que se encuentran a su alrededor, los subyuga y domina, aprovechando influencias extrañas, sin otra ley que su capricho, sin otro freno que su albedrío, sin otro canon que sus egoísmos y concupiscencias» (t. II, pág. 499). -Así también el señor Azcárate: «Puede definirse el cacique: aquel que, con mengua de la justicia, utiliza su poder e influencia en provecho propio y en apoyo de su partido» (t. II, págs. 520-521). -Y así el señor Isern: «Se llama cacique al representante de un oligarca que en una provincia, distrito o Ayuntamiento ejerce funciones públicas e ilimitadas, sin autoridad legal para ello, por medio e instrumento de las autoridades legalmente constituidas, puestas a sus órdenes por quien les dio el cargo que ejercen...; señor de vasallos, de yugo más intolerable que el de los antiguos feudales, porque este yugo tiene su fundamento en las exigencias de la política menuda, inspirada en el egoísmo utilitario, etc.» (t. II, pág. 179). -Con esto los vocablos cacique y oligarca declaran por sí solos todo su contenido, sin necesidad de adjetivo que los determine y sin posible confusión con el género de realidad negación de éste, tutela social, aristocracia natural, patriarcado, autoridades sociales, patriciado natural, «élite» intelectual y moral, etc.




ArribaAbajoElementos nuevos aportados por la Información para el conocimiento de la naturaleza del caciquismo y sus procedimientos

Según se ve, ha prevalecido y se ha mantenido en la Información el concepto que sirvió de generador a la Memoria de la Sección: oligarquía y caciquismo, un orden de injusticia. Pero no ha quedado todo en eso: la noción del caciquismo ha recibido de los informantes aumentos y esclarecimientos de mucha cuenta, así en lo que atañe a su acción, a sus instrumentos y a sus efectos, como en lo concerniente a su organización y a sus procedimientos, con que se ha reunido copia de materiales suficiente para que este aspecto del derecho público y de la patología social de nuestro país pueda entrar ya, junto con las demás ramas del derecho consuetudinario español, en el cuadro de las enseñanzas universitarias.

El modo como el régimen se halla constituido territorialmente, desde el centro a la región, desde la región a la provincia, desde la provincia al municipio y desde éste al lugar o parroquia, en aquellas comarcas típicas donde tal constitución ha alcanzado su más completo desarrollo, ha sido admirablemente bosquejado por los señores Altamira, Buylla, Posada y Sela en su testimonio colectivo (t. II, páginas 97-100); y lo confirman otros informantes, el señor Piernas Hurtado (t. II, pág. 237), el señor Ripollés (t. II, páginas 357-360), etc. -Añádase la observación del señor Isern, quien nota que, a diferencia de antes, los caciques ahora no suelen concentrar en su persona el doble carácter de tales y de autoridades oficiales, sino que hacen elegir alcaldes y presidentes de las Diputaciones a personas de su confianza, y aun a dependientes suyos, con lo cual logran las ventajas de la posición sin sus inconvenientes y molestias (t. II, pág. 180).

Los mismos nombrados profesores de Oviedo (t. II, páginas 100-104) y el señor Isern (t. II, págs. 181-183), como el señor Ripollés (t. II, págs. 358-360-365), el señor Frera (t. II, páginas 425-428), los señores Martínez Alcubilla (t. II, páginas 246-247), el señor Azcárate (t. II, págs. 519-520) y otros ponen al descubierto el mecanismo y la vida del vigente régimen oligárquico con tan hediondas desnudeces, refieren de él tal cúmulo de horrores y crímenes, que hacen bueno el sombrío cuadro de la Memoria; y pasma que España conserve todavía figura de nación, o aun siquiera de sociedad civil. No se trata meramente de un Estado imperfecto, con todos sus rodajes, empalmes y articulaciones labrados toscamente u oxidados, desnivelados, rotos y que no rigen: es un Estado presidial, ante el cual Melilla y Ceuta, llamadas a juzgar, no podrían menos de sonrojarse116.

Como puntos de apoyo formidables para su acción tiránica y disolvente, bríndanles las leyes, además de los generales y ordinarios puntualizados en los lugares de la Información que acaban de señalarse (procesamiento arbitrario de Ayuntamientos, alteración arbitraria del líquido imponible en los amillaramientos, intervención en las operaciones del reemplazo militar, ascensos, traslados y postergaciones de magistrados y jueces de partido, nombramiento de jueces municipales, alcaldes y funcionarios públicos, despacho de expedientes, causas y juicios civiles, tierras concejiles, granos y dinero del pósito, fondos provinciales y municipales y ordenación de pagos, constitución de Jurados, oposiciones a cátedras, escuelas y otros cargos públicos, nombramiento de gobernadores civiles, etc.), les ofrecen las leyes, repito, estos tres especiales: la llamada «jurisdicción contencioso-administrativa», las «competencias de jurisdicción», y las «cuestiones previas»: «corruptelas injustificadas en absoluto ante la ciencia política, que responden no a necesidades efectivas de gobierno, ni al designio de conservar expedita la acción ejecutiva para procurar medidas enderezadas al bien público, sino a que es imposible de otro modo sostener la vida artificial de la política...» (señores Martínez Alcubilla, t. II, págs. 252-253); «armas terribles de la oligarquía, que cierran la puerta a toda reclamación y hacen ineficaces los derechos de los ciudadanos, introduciendo en favor de los políticos un derecho de excepción» (señor Espinosa, t. II, pág. 130): «fuera de ese instrumento judicial del procesamiento arbitrario de los Ayuntamientos para ofender, dispone el caciquismo de otro no menos eficaz para defenderse y amparar a los suyos con la impunidad: las famosas cuestiones previas» (señor Frera, t. II, pág. 428); etcétera.

Otra novedad que ha principiado a revelársenos en la Información es que el caciquismo, independientemente y aparte de los Presupuestos de ingresos generales, provinciales y municipales, cuenta con un impuesto especial como recurso propio, a saber: el impuesto de consumos. Así lo enseñan, con detalles singularmente edificantes, los señores Espinosa (t. II, págs. 128-129) y Nogales (t. II, págs. 307-308), sobre la fe de su experiencia propia, reforzada desde fuera por otros testimonios117.




ArribaAbajoElementos nuevos aportados por la Información para completar la parte orgánica del régimen oligárquico. La llamada Administración de Justicia no es poder de un Estado constitucional, sino alguacil de un Estado oligárquico

«Los poderosos trataban con crueldad a los colonos, labradores y artesanos, oprimiéndolos con gabelas, contribuciones y fueros malos, que casi reducían su suerte a la clase de esclavos. Depositada la vara de la justicia en manos del orgullo y de la avaricia, la suerte de las personas pendía únicamente del antojo, y el derecho de propiedad se adjudicaba al que más podía...» Así describe la justicia de los siglos medievales el insigne Martínez Marina118. «En el corazón de la Edad Media, agrega Colmeiro, aunque una buena porción de la justicia estuviese confiada a los oficiales del rey, poco ayudaba a fortalecer el trono, porque era a cada paso embargada por los señores, que protegían a los malhechores soltando a los presos, maltratando a los ministros de menos autoridad, usurpando las propiedades ajenas y dirimiendo en combate singular sus querellas personales. Los hombres de llana condición [la plebe], por su parte, vivían a merced de los poderosos, que, sin temor de Dios ni del rey, ejercían mero y mixto imperio en sus tierras y vasallos; y los mismos solariegos de la Corona no aventajaban en mucho a la común servidumbre119».

Los tratadistas de derecho público europeo podrían trasladar ambos textos a sus libros sin más que mudar Edad Media en siglo XX, y darían una idea exacta de nuestra verdadera «constitución» presente. Porque en ese punto nos hallamos aún; cosa natural tratándose de un Estado que cristalizó en el siglo XV y que no ha llegado nunca a salir de él. Eso que fue la justicia en el régimen feudal, eso sigue siendo en nuestro régimen oligárquico disfrazado de parlamentario. Todo se resuelve en esto: oligarcas y caciques que, a despecho de lo que enfáticamente llamamos leyes, ejercen mero y mixto imperio sobre una porción más o menos extensa del territorio y sus moradores; y brazo para aplicar a éstos conforme al albedrío de aquéllos los fueros malos, los Tribunales. Hemos hecho una revolución en el Estado, consistente en tomar de Europa los nombres, haciéndonos la ilusión de que con eso habíamos adquirido las sustancias. El señor Dorado recuerda (t. II, pág. 268) aquellas palabras del señor Silvela -«la justicia parece instituida en España para servir a los amigos y perseguir a los adversarios»- que definen con exactitud a las gentes de toga y curia como simples ministriles de la oligarquía120. Y el señor Romero Girón, en funciones de Ministro de Gracia y Justicia, decía, con referencia a la justicia municipal, que el oficio de juez «se toma como favor y se ejerce a manera de imperio, que no como función de justicia y patrocinio del derecho121».

Este aspecto trascendental de la constitución de nuestra oligarquía había escapado a la Memoria de la Sección, con ser de tanto bulto. Pero los informantes han descorrido la cortina y lo han sacado a plena luz. Siendo el cuerpo de jueces municipales dependencia del caciquismo, es natural que no se reclute según reglas impersonales, aunque existen en la ley, sino que cada uno sea designado por el respectivo cacique, conforme a las conveniencias de éste, por ministerio de su otro brazo, el gobernador civil, siquiera el nombramiento vaya refrendado, para cubrir la apariencia legal, por el presidente de la Audiencia: esto lo ha puesto en claro testigo de mayor excepción, cual es el señor Frera, juez de Primera Instancia y de Instrucción: «en estos nombramientos no se sigue otra ley que la voluntad del cacique, y el modo como se hace equivale a negociar con la justicia» (t. II, pág. 426). -Y siendo la materia sobre que han de ejercitarse tan perversa como hemos visto, esa designación tiene que resultar hecha conforme al principio de la selección invertida: así lo dice, con otros informantes, persona tan autorizada como el señor Bullón de la Torre, ex gobernador civil: «Se nombra para administrar justicia a personas de pésimos antecedentes y ninguna ilustración, como recompensa de servicios electorales o como instrumento para prestarlos»: «se entregan los cargos de alcalde y juez municipal a aquellas personas que por sus condiciones ofrecen garantía de servir el día de la elección para toda clase de atropellos y coacciones; se fallan injustamente los procesos judiciales o los expedientes administrativos, con objeto de favorecer a aquel as otras cuyos servicios necesita el diputado o el Gobierno para determinados manejos relacionados con la elección»; «los gobernadores, los alcaldes, los jueces municipales y hasta los magistrados tienen preferentemente el carácter de agentes electorales, y su principal misión es la de ganar las elecciones, que se preparan con meses de labor tenaz y continua bajo la dirección de los caciques de mayor y de menor cuantía» (t. II, págs. 439-441). -Otro ex gobernador, el señor Ripollés, nos representa también al cacique como dueño y señor «de la máquina judicial» (t. II, pág. 363; vid. también el señor Isern, t. II, págs. 170-171). -Y en tales condiciones, agrega el señor Benito, el poder judicial no es el dispensador de la justicia, sino «distribuidor de favores bajo el dictado del oligarca o de los caciques de quienes depende, porque a ellos les debe el nombramiento, el ascenso o el traslado» (t. II, pág. 121).

Ya en movimiento el artefacto este decorado con el pomposo título de institución judicial, observa el señor Frera cómo «aquéllos vicios orgánicos, revelados y quintaesenciados en la constitución de los Juzgados Municipales, trascienden a la calidad del servicio que prestan, por el enlace íntimo que necesariamente existe entre la función y el órgano»; así, «la justicia municipal, informada en estrecho espíritu de bandería, subordina los preceptos del derecho al interés o a la pasión de tal o cual persona y pierde su primer atributo, dejando de ser imparcial» (t. II, pág. 426). Otro tanto viene a decir el Sr. Aldana, fiscal interino del Tribunal Supremo, en su Memoria de 1894, págs. 18-20: «Su filiación política, único mérito para llegar al codiciado puesto que ocupan [de juez municipal], les imprime tacha de parcialidad, que los hechos bien pronto se encargan de justificar». -Más circunstanciadamente y abarcando todos los grados de la jerarquía judicial, el testimonio de los profesores de Oviedo nos ha hecho patente cómo eso que denominamos «Tribunales» con un vocablo europeo, no son tales Tribunales a la europea, órgano regular de un Estado constitucional, sino un disfraz con que engañamos al Almanaque de Gotha; tapadera de las más brutales realidades de una oligarquía nefanda, que con sus ruindades ha acabado de disipar lo que aún quedaba de soplo vital en nuestro pueblo.

«Atento el caciquismo (dicen) a favorecer los intereses de quien le sirve en toda ocasión y sin escrúpulos, claro es que, lejos de procurar que los encargados de la Administración de Justicia sean, como deberían ser, un dechado de ciencia y de conciencia, protege precisamente a los que, ayunos de la una y de la otra, se muestran dispuestos a apadrinar la injusticia, sobre la cual se asienta y vive el poder caciquil.

Hay en España regiones que ofrecen a la contemplación imparcial el siguiente halagüeño cuadro:

Jueces municipales, nombrados por los presidentes de Audiencia a gusto del... cacique, con o sin intervención del gobernador, entre los peores specimens de las últimas hornadas universitarias, tan dispuestos a reducir a juicio de faltas un asesinato, como a decretar el desahucio del inquilino o dei colono más escrupuloso en el cumplimiento de las condiciones del arriendo, y a negarse en redondo a casar civilmente al mayor protestante o librepensador de la tierra, cacique volente.

Jueces de Instrucción designados ab initio desde el Ministerio de Gracia y Justicia a satisfacción del cacique, del cual reciben instrucciones directas y a quien prestan obediencia ciega lo mismo para ofender a los contrarios que en cuanto a la defensa de los amigos. Consecuencia: se ganan todos los pleitos, pero con la precisa condición de que los dirija un abogado que sea persona grata, y se instruyen las causas -cuando se instruyen- de modo que vaya preparado el sobreseimiento si les conviene a los llamados, y se pierden todos los litigios y hay procesos a docenas si se trata de los réprobos, y se exageran hasta lo increíble las costas, y se persigue a sus periódicos, y se les obliga a abandonar a sus familias y a emigrar de los pueblos donde ganaban la vida. Más consecuencias: el juez que convierte la toga en manto protector de las infamias del caciquismo sube como la espuma: ayer alumno poco menos que inepto de una Facultad de Derecho, juez hoy, magistrado a los pocos días. En cambio, el juez que es digno, recto, que resiste los halagos y las imposiciones caciquiles, o sufre cien traslados en un año, o se ve envuelto en una causa por haber revocado la sentencia del inferior, más o menos agrario criminal, pero seguramente inculto y mal intencionado, more cacica, hasta que, sumido en la miseria y vencido por la repugnancia que le inspiraba el ambiente de corrupción introducido en la vida curialesca por los engendros de la política, decídese a perder la carrera.

Magistrados y presidentes de Audiencia. Aquí hay que volcar toda la tinta negra (salvando, naturalmente, honrosas excepciones), para que el cuadro se aproxime a la realidad...» (t. II, págs. 103-107).

Nada dicen del Tribunal Supremo, y no, ciertamente, porque falte qué decir. Bástenos recordar aquí el testimonio del señor Navarro, en el cual se citan por sus nombres tal cual magistrado y tal cual presidente de dicho Tribunal que simultanearon el cargo con el de oligarca o suboligarca, y no nada pasivo.




ArribaAbajoEl gobernador de régimen oligárquico no puede dejar el puesto al gobernador de régimen parlamentario sin que sea abolida la oligarquía

El testimonio de los señores Troyano, Sánchez de Toca, Alzola y Romera, invocado en la Memoria como prueba de que el oficio de gobernador de provincia no se halla constituido, de hecho, para funciones jurídicas, que el gobernador es nada más un alcaide o testaferro de oligarcas y de caciques, brazo ejecutor unas veces, estampilla legal otras, de sus atropellos y fechorías; ha sido corroborado autorizadamente en la Información por el señor conde de Torre Vélez, presidente de la Comisión Permanente de Ex Gobernadores, creada para promover la dignificación del cargo y su emancipación del poder ilegal del caciquismo.

A juicio suyo, la causa del mal radica en los Gobiernos, que conceden a los oligarcas políticos la fuerza que corresponde por razón y por ley a los gobernadores; que ponen a éstos a servicio de aquéllos; y el remedio sería reorganizar la Administración provincial y municipal de forma que entre el ciudadano y el Estado oficial no se interpongan intermediarios de ninguna clase fuera de sus legítimos representantes en las provincias, los gobernadores civiles (t. II, págs. 445-448). Esta reforma hanla reconocido como procedente y como necesaria los jefes de los partidos turnantes en la visita que, como a diversos otros hombres públicos, les ha hecho la Comisión. «Entre el Gobierno y el gobernado, decía el señor Sagasta siendo presidente del Consejo de Ministros, no debe haber más intermediario que el gobernador: y hay que ir derechos a que toda la fuerza de que disponen los caciques sólo el gobernador la tenga». El señor Silvela correspondía con no menos terminantes palabras: «Hay que dignificar el cargo de gobernador, redimiéndolo de la tutela del caciquismo122».

Como se ve, es el mismo problema de esta Información (mudar la forma política del Estado), sólo que planteado en uno de sus aspectos parciales. Existen dos tipos de gobernador: el actual, que es el gobernador del régimen oligárquico, y ese otro ideal, de que hablan los señores Silvela y Sagasta, aspiración del señor conde de Torre Vélez y sus compañeros, que es el gobernador del régimen parlamentario. Importa disecar bien los conceptos para que no se oscurezca el razonamiento. No es precisamente que haya que dignificar al gobernador del primer tipo: lo que hay que hacer es suprimirlo y sustituirlo por el segundo. Sólo que suprimir el tipo existente de gobernador implica suprimir el cacique, porque mientras el cacique subsista, el gobernador no puede ser de otro modo que como es. Forma con él una sola pieza y tienen que correr necesariamente una misma suerte. No es el Gobierno de provincia, como no lo son la Diputación, el Juzgado, la Audiencia, la Alcaldía, la Capitanía, el Arsenal, el Parlamento, la Dirección General, una cosa sustantiva, con vida y ambiente propios: es uno de tantos brotes del organismo general, y no puede darse, por eso, dentro del régimen oligárquico un gobernador de régimen parlamentario, como no cabría dentro del régimen parlamentario un gobernador del tipo oligárquico123. Los que plantean la cuestión desde un punto de vista parcial, juzgando factible el saneamiento aislado de un miembro sin atacar la dolencia en el cuerpo entero de que forma parte, se condenan por adelantado a irremediable fracaso. Para redimir al gobernador de la tutela del caciquismo no hay camino derecho sino uno: redimir del caciquismo a la nación; reivindicar la soberanía que el caciquismo tiene detentada; mudar la estructura del Estado: toda una revolución: ¡eso que los señores Silvela y Sagasta, al cabo de un tercio de siglo, dicen que «hay que hacer», no que «vamos a hacer», proclamando implícitamente su impotencia!




ArribaAbajoRemedios de carácter adinámico propuestos y controvertidos en la Información

En la Memoria de la Sección excluí, por ineficaz, de nuestra farmacopea política todo lo que fueran remedios mecánicos, fundados en cambios o combinaciones externas de los actuales factores políticos; y ponía como ejemplo de ellos la reforma de la ley electoral, preconizada por algunos conspicuos como remedio a nuestra aflictiva situación presente y como base de una política verdaderamente nacional, en cuanto haría del Parlamento lo que ahora no es, representación autorizada y legítima del país (t. II, págs. 61-62). No han faltado en la Información enamorados del método de papel que receten medicamentos de este género: por ejemplo, el señor Bullón, que querría abolir el actual sistema de elecciones por distritos, volviendo al de 1869, por provincias (t. II, pág. 443); pero ya el señor Maura había adelantado el reparo diciendo que «del propio modo que la oligarquía de caciques llenaría otro cualquier vaso constitucional, adaptándose a sus varias formas, también se trocarían en instrumentos de su dominación, como cien veces se experimentó ya, cualesquiera innovaciones en los métodos electorales..., resultando infructuoso todo cambio, mientras no se desbarate la armazón actual del efectivo imperio» (t. II, pág. 14); y el señor Perier había recordado los juicios de Kropotkine sobre la inutilidad de toda reforma en el sistema de elecciones para el efecto de mejorar la representación del país y levantar su nivel (t. II, pág. 219).

El señor Casaña ha resuelto perentoriamente la dificultad, descepando de cuajo urnas y colegios electorales, aboliendo el método de provisión de cargos concejiles, provinciales y parlamentarios; por sufragio de los ciudadanos, para sustituirlo por el sistema de insaculación o sorteo que nuestra legislación actual aplica ya a la constitución de las Juntas Municipales y del Tribunal de Jurados o Jueces de Hecho en causas criminales (t. II, págs. 77-83). Pero es el caso que el sorteo para la formación de las Juntas Municipales no es más verdad que la elección de los diputados por el libre voto de los ciudadanos, según testifica el señor González (D. A.), autoridad indiscutible en la materia: «en cuatro o cinco grandes poblaciones de España, dice, el sorteo es una verdad: en las demás, los que hemos vivido cerca ya sabemos que la Junta Municipal se constituye... por el sorteo que a satisfacción hace el alcalde124».

Ya en el fondo, el señor Mañé y Flaquer señala la causa del caciquismo en el sufragio universal, por cuanto, retraídas la clase media y la clase popular, ha sido preciso acudir a empresarios que simulen las elecciones con electores ficticios; y encuentra, como consecuencia, el remedio en convencer a políticos, a proletarios y a clase media de que no deben ser egoístas, que el votar no es un derecho natural, sino una función política que pide condiciones para ser desempeñada y, por tanto, que el sufragio universal debe desaparecer (t. II, págs. 197-198). Pero, aparte de esto que otro conservador, el señor Conde y Luque, repara: que «del sufragio universal es ya imposible prescindir, una vez que ha entrado en el derecho público» (t. II, pág. 455), aun admitiendo que lo expulsáramos otra vez de él, no habríamos adelantado gran cosa, pues, como recuerdan el señor Casaña y don Alfonso González, las elecciones con sufragio restringido se ganaban por las mismas artes que ahora con el sufragio universal (t. II, págs. 79 y 506).

El señor Alcaraz idea una componenda original. Partiendo del principio de que el voto no es un derecho, sino una función; que la democracia no consiste en la igualdad de todos los hombres ante la urna dando lugar a que el número nos abrume y la indigencia y la ignorancia nos despeñen, y que la mesocracia tiene aún incumplida su capital misión, por cuyo motivo es fuerza que siga predominando por tiempo en la sociedad, quiere que el voto de la clase media sea gobernante, y el del cuarto estado nada más que docente: «para que el pueblo aprenda a votar y el socialismo, inhábil de hecho todavía para el gobierno, tenga ambiente para propagar sus ideas, basta con que se elija con arreglo a la ley del sufragio universal igualitario cuarenta y nueve diputados, uno por cada provincia; y para que la clase media se consagre a gobernar sin que un interés supremo la arrastre a usurpar derechos al pueblo por medio de oligarcas y de caciques, ha de concedérsele que todos los demás representantes en Cortes los elija ella en sus Cámaras Industriales, de Comercio y Agrícolas, Ligas de Contribuyentes, sociedades económicas, etc.» (t. II, págs. 16-28). Pero admitiríamos aquel cambio orgánico en el concepto de la soberanía y este cambio formal en la Constitución escrita y el actual estado de cosas no habría mejorado en lo más mínimo, porque, como hace notar el señor Casaña, la experiencia nos ha enseñado que la elección de senadores hecha por los Claustros de las Universidades, por las Sociedades Económicas de Amigos del País, etc., fuera de la corrección exterior, «vienen a dar el mismo resultado que las repugnantes elecciones del sufragio universal» (t. II, página 80).

A igual género de remedios mecánicos pertenece lo propuesto por el señor Romera sobre indisolubilidad y renovación cuatrienal de las Cortes por terceras partes sin intervención del Gobierno (t. II, pág. 352); la idea de prohibir la reelección inmediata para todo cargo público, expuesta por el señor Pi y Margall (t. II, págs. 231-232), y otros arbitrios semejantes.

Entre los pensamientos más nuevos allegados a la Información descuella uno excelentemente sentido del señor Ramón y Cajal, que él da nada más como una solución provisional del problema del caciquismo, pero que en el fondo representa nada menos que una reconstrucción reflexiva del Estado, el cambio instantáneo, obra del acuerdo y buena voluntad de unos cuantos individuos, sin previa evolución, de la actual constitución oligárquica en constitución aristocrática. «En virtud de una selección que los primates de los partidos, en colaboración con las personas honradas ajenas a la política, podrían hacer, hay que sustituir esos tiranuelos de chaqueta o levita por caciques prudentes y morigerados [los caciques 'buenos', propiamente 'patriciado natural', 'autoridades sociales'], más ansiosos de buena fama que de lucro, instituyendo así una aristocracia de la virtud y del saber, susceptible de conciliar el amor a la región y la piedad paternal al campesino y artesano ignorantes con el hondo sentimiento de la patria grande y el ferviente anhelo de una política barata, educadora y de altos vuelos» (t. II, págs. 345-346). Pero a los primates, ¿quién los presenta?; quiero decir, ¿quién los selecciona? Y a los caciques, ¿quién les persuade de que deben dejarse seleccionar sin hacer cara al oligarca, oponiéndole el «nos, que juntos valemos más que vos»? Y entre las personas ajenas a la política, ¿quién define las que son honradas? ¿El pueblo, por sufragio, que es decir otra vez los caciques mismos? Y dado que los primates, exentos de selección, se pongan a seleccionar, ¿cómo se hurtarán a todo su pasado; cómo cortarán el raigambre de vasos, músculos y nervios que los tiene indisolublemente ligados a ese su hermano siamés, el cuerpo de caciques, servidor y amo a un mismo tiempo; y cómo, por tanto, no designarán para formar la nueva aristocracia a los mismos caciques de ahora, escalera de sus medros, cómplices de sus fechorías, guardadores de sus secretos? ¡Tanto valdría esperar que se condenaran a sí propios al ostracismo!

La concepción platoniana del señor Ramón y Cajal, si fuese posible llevarla a la práctica, no cristalizaría en esa aristocracia ideal, amparo y guía del pueblo, que todos anhelamos: se resolvería en la misma kakocracia que padecemos.

Alguien ha pensado que al caciquismo se le vencería «privándole de sus armas, desalojándolo de sus trincheras: en el largo tiempo que ha reinado en España, se ha creado a su gusto leyes e instituciones municipales y provinciales, que son otras tantas armas con que avasalla al país y se defiende de los que se revuelven contra él»; para eso es indispensable dotar de condiciones de ilustración e independencia a los secretarios municipales, reducir el número de los Ayuntamientos a menos de la tercera parte de los existentes en cada provincia y agrupar varios de los limítrofes en uno solo, privar a las Diputaciones de toda intervención en las cuestiones de quintas y en la administración de los establecimientos de beneficencia, etc. (señor Bullón, t. II, págs. 442-443). Pero, aparte de que estas medidas, en lo que tienen de legítimo y de factible, no guardan proporción con la magnitud y la intensidad del mal ni van a la raíz, «¿qué iríamos ganando, dice el señor Canals, con que se les quitase a oligarcas y caciques las trincheras de Diputaciones y Ayuntamientos, si tomaría éstas cualquier otro interés miserable antes que el interés nacional, y si a esta oligarquía, como a la que le sucediera, seguiría sirviendo de apoyo y de campo de acción la inconsciencia de todos en cuanto atañe al deber colectivo y a la inquebrantable solidaridad necesaria entre todos los que constituyen una sociedad?» (t. II, págs. 67-68).




ArribaAbajoLos remedios orgánicos de la Memoria, aprobados por la Información

Lo que antecede han sido excepciones: el grueso de la Información se ha pronunciado por los que la Memoria de la Sección denominó «remedios orgánicos» (págs. 67-70), unas veces remitiéndose genéricamente a ella y proclamándola «programa obligado para todos los partidos españoles», «evangelio único para la reorganización y resurrección de España», etc. (señores Alcaraz, t. II, pág. 28; Espinosa, tomo II, pág. 129; Lozano, t. II, pág. 195; Rocatallada, t. II, página 205; Círculo de la Unión Industrial, t. II, pág. 437), otras veces nominatim y marcando grados en la serie, según vamos a ver.

Hay quienes aceptan expresa y determinadamente las cuatro fórmulas o remedios, pero mostrando predilección por uno de ellos: el señor Benito, por el segundo: fomento intensivo de la producción económica y difusión consiguiente del bienestar material de los ciudadanos (t. II, pág. 124); el señor Becerro de Bengoa, por el tercero: reconocimiento de la personalidad del municipio, mayor descentralización local (t. II, pág. 472); el señor Azcárate, por el primero, al cual apellida el remedio de los remedios, a condición de que se cambie la orientación de nuestra enseñanza dando más al elemento educador y menos al elemento instructivo o intelectual, porque sólo educando, sólo desarrollando el carácter, se hacen hombres, y sólo con eso puede el individuo sentirse lastimado en su honor al verse sometido a ese infamante feudalismo y sufrir sus excesos; sólo con eso habrá quienes se tengan a menos ejercer semejante manera de poder ilegal, mirándolo como una deshonra (t. II, págs.522-524)125. -Los profesores de Oviedo, aceptando también los cuatro remedios, se inclinan de preferencia al primero y segundo, y entre ellos más particularmente a aquél: «es necesario, dicen, empezar pronto a hacer aplicación de los medios orgánicos que el señor Costa señala, especialmente los dos primeros, y con una urgencia que no admite el menor aplazamiento, del fomento intensivo de la educación y la enseñanza por los métodos europeos, lo cual demanda un esfuerzo económico formidable» (t. II, págs. 92-94). -Con ellos viene a coincidir el señor Dorado, en cuya opinión, si de veras se quiere cegar las dos fuentes de donde brotan los males del caciquismo y la oligarquía, hay que cambiar nuestra psicología, hay que transformar el hombre interior, es decir, su alma, su voluntad: si en España queda aún posibilidad de salvación, dice, ésta no puede venir sino de ahí; por otra parte, esa obra de renovación interior tienen que realizarla, solos o asociados, los individuos mismos, por el esfuerzo propio: el poder público, y esto a condición de hallarse en manos de la élite moral e intelectual, puede no más que coadyuvar a la obra, limitándose a intervenir con acción meramente cooperadora y provocadora de la transformación interna, mediante los remedios orgánicos propuestos en la Memoria, singularmente los dos primeros: «puestos esos dos en práctica, lo demás habría de venir casi por sí solo, como un producto inevitable» (t. II, págs. 279-285). -También el señor Gil y Robles suscribe las cuatro fórmulas de la Memoria, si bien estimando que no debe encerrarse en ese número el recetario, y previniendo que la enseñanza y la educación, más que encomendarla al Estado, debe entregarse «a sus naturales órganos, la Iglesia, la familia, la sociedad», y que el devolver a los concejos la plenitud de su personalidad hay que verificarlo por grados, no de repente, que sería arraigar más al caciquismo: «pan, verdad y justicia, alimento para el cuerpo y para el alma, dice más adelante, éste es el tónico que urge aplicar inmediatamente al enfermo, sin perjuicio de la múltiple y compleja higiene, de la terapéutica social y política y de las operaciones quirúrgicas más apremiantes e inaplazables: razón y tutela al débil y desvalido, que alegue en derecho; represión inflexible al inicuo fautor y explotador de la miseria pública, por empinado que esté y poderoso que sea» (t. II, págs. 158-166). El señor Espinosa suma a los cuatro específicos otros dos: uno, privar al cacique del manejo de los caudales públicos, así provinciales como municipales (cosa imposible en tanto el cacique exista), y otro de carácter ético, agruparse los ciudadanos en asociaciones de defensa contra el cacique y sus instrumentos, sobre el patrón del compadrazgo de la Baja Alpujarra u otro parecido (t. II, págs. 129-30).

Otros informantes ponen su fe en los dos primeros remedios de la Memoria exclusivamente, pasando en silencio el tercero y el cuarto. Tal el señor Ramón y Cajal: «La definitiva desaparición del cacique, dice, en caso de ser realizable, será la obra del tiempo y de la cultura nacional: el desarrollo de la ciencia y de la industria, la política hidráulica, la mejora de los procedimientos de la agricultura y de la ganadería fomentarán la prosperidad nacional, la cual suscitará el bienestar y la instrucción de los humildes, traerá una conciencia más clara de los deberes sociales y desarrollará el sentido político, hoy casi adormecido» (t. II, pág. 346). El señor Sanz y Escartín no halla más que un camino para redimir por completo al país de su degradación política, y es redimirlo de su inferioridad en la cultura y en la riqueza, formando al propio tiempo sus aptitudes de gobierno propio; «educación política, fundada en una educación intelectual y social práctica y bien dirigida, ideal moral de la vida y desarrollo de la riqueza como base de dignidad e independencia, tales son los instrumentos primarios de redención de nuestra patria» (t. II, pág. 402). -Para el señor Salillas, siendo el caciquismo, como es, una manifestación exterior del estado constitucional de nuestro país, no es posible acabar con aquél sino modificando las condiciones de éste mediante lo que denomina la base, definidora de los caracteres y de las organizaciones sociales; base doble, alimentación para el cuerpo y para la psiquis, que es decir escuela y despensa (t. II, pág. 468). -El señor Ovejero compara lo que se gasta en Universidades con lo que se gasta en escuelas militares, deduciendo de esa comparación que el país tenía por fuerza que ser analfabeto, que su forma de gobierno tenía que ser por fuerza la oligarquía, y que se impone una revolución muy honda en el Presupuesto de gastos de la nación: «cuantas reformas se intenten, políticas o sociales, serán, como han sido hasta ahora, abortivas, en tanto no mude muy radicalmente la política económica de España, destinando la mayor porción de los actuales ingresos a sustentar y acaudalar los dos grandes manantiales de riqueza, de cultura y de poderío designados con estos nombres: política hidráulica y política pedagógica.»

Limitan otros el régimen curativo a la primera de las fórmulas de la Memoria, exaltando la virtud reconstituyente de la educación y reclamando que concentren en ella todo su empeño el Estado y la sociedad126. «Lo que nos sujeta a las demasías de los oligarcas, dice la señora Pardo Bazán, lo que les quita a los gobernantes todo freno, la causa de que nuestra oligarquía sea más extremada y dañosa que la de los demás países, es la incultura general: la instrucción es, por tanto, el primordial y casi único remedio»: «nuestro problema es un problema de instrucción y de cultura» (t. II, págs. 294-295). -De igual modo, el señor Gener atribuye un papel preponderante al servicio de instrucción pública para erradicar de nuestro suelo el caciquismo, y bosqueja un plan grandemente sugestivo, con proporciones de francés o norteamericano (t. II, pág. 143). -«Es el único camino, afirma el señor Perier, si hemos de regenerarnos, si han de brillar otra vez para nuestra raza días tranquilos, ya que no de gloria: la educación de la infancia, dirigida principalmente al carácter, que el Estado español ha tenido abandonada de siempre a la Iglesia, y que aún es tiempo de reivindicar: si así lo hace, todavía ha de encontrar virtudes y energías en la raza, que en medio de tantos desastres se revelan en anhelos de mejoramiento» (t. II, pág. 228). -«Siendo como es, reflexiona el señor Capdepón, la causa fundamental de la dolencia el estado de atraso intelectual y moral de la nación, incompatible no sólo con su adelanto, sino hasta con su existencia, el primer deber que se impone a los buenos españoles consiste en atender a la difusión de la enseñanza» (t. II, págs. 384-385). -Dolencia étnica ésta, observa el señor Alas, «es muy difícil de remediar, y si acaso muy lentamente por la educación»; e invita al Ateneo «a un estudio estadístico que ponga de relieve la estrecha relación que existe entre los Presupuestos de educación de los pueblos y el desarrollo del caciquismo en cada uno» (t. II, págs. 23-24). «La crisis actual de nuestra nación, más grave que la de 1808, requiere, en sentir del señor Ovejero, que nuestro Gobierno de defensa nacional sea un Gobierno de educación nacional» (t. II, pág. 515). -El señor Unamuno no espera mucho de la acción quirúrgica pero sí del «tratamiento médico, de acción lenta y paulatina», de la Memoria, entendida esa acción como acción pedagógica... (t. II, pág. 412).

Otros, los señores Navarro, Lozano (don Fernando) y González (don Alfonso) votan a favor del primero y el cuarto; el señor Ripollés a favor del primero y el tercero. En el supuesto de que el caciquismo no constituye una enfermedad social, pero sí una imperfección de nuestro estado político desde hace siglos, estima el señor González que lo que hay que hacer es transformar al cacique en patriarca, padre y protector del respectivo pueblo, mediante: primero, el fomento intensivo de la enseñanza y de la educación, remedio eficaz, «porque quien fomenta la educación, hace ciudadanos, y quien hace ciudadanos, mata caciques»; y segundo, la instauración de un poder judicial de verdad y en cuya ley orgánica se establezca la escala cerrada a título de mal menor, que excluya la sospecha de que los hombres de toga medren por servicios prestados en la política; a cuyos dos remedios agrega un tercero, ya no orgánico: acabar con la empleomanía según cierta fórmula que propone (t. II, págs. 503-506)127. -Así también el señor Lozano: la ciencia, la extensión universitaria, las universidades populares, la escuela de niños, laica como en Francia, imitando lo hecho en aquella república y en Bélgica; y además, Tribunales de tipo inglés, levantando por encima de todos los tronos y de todas las potestades la soberanía de la justicia, como hizo Aragón en los buenos tiempos de su Justiciazgo (t. II, pág. 497). -Son los mismos dos remedios a que el señor Navarro Ramírez atribuye eficacia decisiva: con relación al segundo, aboga, como el señor González, por «la supresión de los turnos sarcásticamente llamados de mérito», el ascenso exclusivamente por antigüedad; arbitrio, como se ve, de carácter más bien mecánico (t. II, págs. 370-371: cf. pág. 110). -La instrucción del pueblo, especialmente su base, que es la primera enseñanza, y la reforma del Gobierno local, haciendo una descentralización sustancial, transfiriendo a juntas de vecinos y a las «autoridades sociales» multitud de funciones encomendadas ahora a los Ayuntamientos y Diputaciones, estas guaridas del caciquismo: son los remedios en que pone su confianza el señor Ripollés (t. II, págs. 364-367).

Por las fórmulas tercera y cuarta más especialmente se pronuncian los señores Martínez Alcubilla. «Quizá, dicen, sea esto lo más indispensable: crear el poder judicial, separar de la política las augustas funciones de la Magistratura, levantar a la diosa Themis un templo al que no alcancen las irreverencias de los caciques»; lo cual pide, entre otras cosas, «apartar de los jueces el peligro de la postergación y la esperanza de premio por su actitud ante los intereses de bandería, y prohibir en absoluto a cuantos tienen alguna relación con funciones judiciales tomar plaza tras ninguno de los mantenedores que se disputan el poder». Cuanto a los Ayuntamientos, «podrían ponerse y se pondrían enfrente del caciquismo, si no estuvieran [desde arriba] sujetos a él, si se les emancipase; si dejando a los pueblos su libertad de administrarse con la sencillez anterior al sistema constitucional, no se les impusiera la obligación de regirse por leyes que no entienden y que entregan la gestión concejil en manos del más avisado, el secretario del Ayuntamiento generalmente, convertido de ese modo en cacique rural» (t. II, págs.247-248, 250, 260; cf. 252).

Finalmente, hay quienes se satisfacen con uno solo de esos dos últimos remedios de la Memoria: con el cuarto, el señor Botella; los señores Pella y Forgas, Pi y Margall, Maura, Piernas Hurtado y Rahola, con el tercero, extendido a la región por alguno de ellos.

Quiere el señor Botella que conservemos íntegro cuanto encarna el principio de libertad, representado en nuestra historia contemporánea por el régimen parlamentario, cuya conquista ha sido la obra del siglo XIX, pero que se le dé un complemento en la Constitución, creando un poder sancionador, órgano y expresión en lo moderno del principio de autoridad, un poder judicial tal como debe ser dentro de dicho régimen y que no ha existido nunca sino muy rudimentariamente en España; poder independiente, penetrado de sus deberes políticos, y con fuerza, conciencia y voluntad bastantes para cumplirlos, restableciendo el derecho perturbado en el orden político lo mismo que en los demás órdenes de la vida, reprimiendo las voluntades rebeldes, asegurando el imperio de la ley política en igual grado que el de la ley civil (t. II, págs.489-491).

Desde su punto de vista, el señor Pi y Margall «entiende que no cabe destruir el caciquismo sino rompiendo la cadena que va del Gobierno a las Corporaciones populares, haciendo autónomas, política y administrativamente, las regiones en todo lo que a su vida interior corresponde...» (t. II, pág. 231). -Inspirado en igual criterio, el señor Rahola estima que la oligarquía y el caciquismo sufrirán un golpe mortal el día que se consagrase la autonomía municipal (emancipando al concejo de la tiranía administrativa y electoral, considerándolo como Corporación viviente, cuya existencia no depende del Estado) y se restaurase la vida regional, ahora casi del todo paralizada, reconociendo la personalidad de las antiguas regiones naturales e históricas, organizando el régimen autonómico de sus intereses por organismos propios enteramente libres (t. II, págs. 324-328). -Ni en el fomento intentivo de la enseñanza y de la educación, ni en el fomento del bienestar material de los ciudadanos hay que buscar el remedio, en opinión del señor Pella y Forgas, porque nada de eso es posible lograr dentro de la organización actual de España: créese la autonomía, o mejor dicho, reconózcase la autonomía de la comarca y del municipio, esa autonomía que existe latente y que el caciquismo no hace más sino suplir: tributos, enseñanza, arte, déjense en manos de la región, de la comarca y del municipio, con la cual «el individuo, gobernado de lejos pero administrado de cerca, encuentre en reducido espacio, al alcance de sus relaciones naturales, de sus mismos convecinos, la satisfacción, sin intermediarios, de todo cuanto para la vida social y política, así en derechos como en deberes, se le ofrezca, y podrá prescindir del cacique» (t. II, págs. 215-216). -También el señor Casals piensa en un orden de municipios libres y de asambleas regionales para crear un ambiente nacional que en que fatalmente y sin riesgos mayores sucumbirían el cacique y el oligarca (t. II, págs. 72-73).

«Para arrancar el cepellón entero de la oligarquía imperante, más los engranes y repercusiones de esta mudanza en la Administración general del Estado», considera el señor Maura que lo primero y más urgente es una reforma hondísima en la Administración municipal (t. II, pág. 20), consistente en restaurar el régimen de las municipalidades, reintegrando la vida local en su independencia, dentro de los límites naturales, poniendo término a la actual usurpación por el Estado de las funciones propias de ella, y para eso, simultáneamente y como condición sine qua non rehabilitar sus organismos mediante un sistema de elección análogo al seguido en la constitución del Senado128 . -El señor Piernas Hurtado pide asimismo un deslinde racional de funciones administrativas conforme al cual los servicios generales o públicos (prisiones, enseñanza pública, beneficencia general, repartimiento de impuestos, elecciones, etc., verdadera raíz ahora del caciquismo, dice) los desempeñaría el Gobierno por sí mismo, sin intervención de las entidades locales, y los servicios de carácter puramente local y provincial estarían a exclusivo cargo de los Ayuntamientos y Diputaciones, con entera independencia de la Administración general; con lo cual, cuando no otra cosa, lograríamos librar de las garras del cacique la Administración y la Hacienda local y provincial, dejando reducido su influjo a la Administración central y al Presupuesto del Estado (t. II, páginas 240-241).

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Completan el cuadro farmacológico de la Información ciertas otras fórmulas sueltas, de que el presente Resumen debe hacerse cargo por igual título que de las anteriores. Son tres principalmente.

Una, la del señor Ortí y Lara. La causa, según él, del caciquismo -o dicho de otro modo, de los vicios que corrompen el sistema representativo en España y ponen los resortes todos de la acción social y política en manos de unos pocos, que la desvían del bien común y la convierten en provecho propio- no es otra que el concepto del libre examen y de la independencia de la razón humana, que se ha alzado con la autoridad suprema del Estado para regirlo a su antojo, sin hacer cuenta con Dios y sus santos mandamientos: con esto, el remedio al caciquismo, la regeneración de España, no pueden estar para el respetable filósofo «en el neo-liberalismo del señor Costa ni en su europeización, sino en dar libelo de repudio a las libertades modernas, en dejar las sendas trazadas por el doctrinarismo liberal recibido del extranjero y seguido por los partidos que turnan en el poder, procurando, en punto a libertad, ser más españoles y menos europeos» (t. II, págs. 208-209). -El señor Bretón piensa, por el contrario que, como observan los periódicos extranjeros, «España se ha quedado atrás en el concierto de los pueblos modernos y sufrido tan continuados desastres porque está dominada por clérigos, frailes y jesuitas», y que es preciso «desligarse de Roma y nacionalizar la Iglesia», en la seguridad de que será una utopía pensar en la regeneración de España y pretender atajar la serie, nada más que comenzada, de casos como los de Cavite y Santiago de Cuba «mientras persista en conceder, contra lo practicado por todas las naciones cristianas, la importancia que hasta aquí a las bendiciones y órdenes emanadas del Vaticano y su respetable Pontífice» (t. II, págs. 302, 304-305).

El señor Picón señala la existencia de una burguesía trabajadora de americana y levita (labradores, fabricantes, industriales, catedráticos, ingenieros, médicos, literatos, artistas), que constituye la verdadera clase media y que, debiendo ser la fuerza impulsora hacia el progreso, está siendo, con su indiferencia, desde hace cerca de medio siglo, la responsable de la decadencia y la deshonra de la patria: para acabar con oligarcas y caciques, dice, sería suficiente la concordia de esa burguesía y el elemento obrero, unidos en una confederación o liga para el ejercicio de los deberes políticos (t. II, págs. 234-235). También don Enrique Lozano insinúa la idea de constituir, sobre la base del programa de la Memoria, «una agrupación enfrente de la que luchará tenaz y porfiadamente por sostener privilegios en ella vinculados» (t. II, pág. 193). -Pero... La experiencia es casi de ayer. A raíz de la catástrofe nacional, cuando los desastres ultramarinos habían creado un poco de ambiente que convidaba al llamamiento y concentración de fuerzas de esa clase, se hizo un ensayo, y pareció que había país y que ese país respondía. Fue un sueño: a los pocos meses, diría a las pocas semanas, todo había fracasado, por falta de reflexión y convicciones arraigadas en los agrupados, por falta de entendimiento, desinterés y grandeza de alma en los directores, por falta de espíritu en la sociedad. Entre otros informantes, los señores Martínez Alcubilla recuerdan con amarga y bien justificada tristeza cómo aquella «magnífica y consoladora manifestación de fuerzas vivas resueltas a imponerse, y ante la cual hubieran cedido los partidos» (t. II, pág. 258), pasó como un relámpago por el horizonte político de nuestra patria, defraudando tantas hermosas esperanzas que había hecho concebir. Y ahora, aun aquel tenue ambiente que entonces había falta, y sobra la dura leción del escarmiento que entonces no se había padecido...

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Como se ve, de todos los medicamentos propuestos, la «escuela» ha sido como el común denominador de la Información; «la despensa» viene en segundo término; y ocupan el último los otros dos de la Memoria, que el señor Azcárate denomina remedios jurídicos y políticos.




ArribaAbajoNecesidad de que esos remedios sean aplicados para que surtan efecto. Hombres, no leyes. Justificación de la política quirúrgica

«¡Basta ya de recetar, exclama en este punto el buen sentido de la Cámara Agrícola del Alto Aragón; de lo que hay ya que preocuparse es de que las recetas se despachen y se aplique lo recetado!129». Efectivamente, en eso está el toque del tratamiento y la médula de esta Información. Convenidas las fórmulas, es condición precisa que sean administrados positivamente, de hecho, al niño, al maestro, al obrero, al labriego, al juez, al magistrado, al catedrático, al militar, a la familia, al concejo, a la casa, a la calle, al territorio, a la escuela, a la Universidad, etc., los medios prescritos en ellas, supuesto el hecho de experiencia de que ninguna hace efecto desde la botica, llámese esta programa, llámese Gaceta.

El ministrante o ministrantes encargados de verificar tal aplicación pueden hacerlo en uno de dos diversos modos: directamente, en vista nada más del caso, sin sujeción a reglas predeterminadas, según su leal saber y entender; o limitándose a interpretar y cumplir una ley u otra disposición oficial que dé ya reglamentado el remedio para tal o cual caso o para un orden o grupo de casos congéneres, existentes o posibles; o últimamente en formas mixtas, combinación de las anteriores. Pero siempre, aun en el caso de existir un ordenamiento legal, representa éste en la obra un elemento muy secundario; lo esencial y verdaderamente eficaz es el hombre. «En todas partes, escribe un pensador insigne, van siendo ya las personas el único órgano en cuya virtud se confía: la mejor ley, sin ellas, nada importa, y al contrario130». Con igual criterio, el señor Unamuno escribe en la Información: «no tanto leyes, cuanto personas nos hacen falta: no ideas, sino hombres» (t. II, página 413). «Cuarenta y nueve buenos gobernadores de provincia, afirmaba no ha mucho un articulista, valen más que una ley provincial inmejorable131».

Si alguien dudare de esto y se sintiese tentado a seguir descansando sobre «la virtud mágica que la imaginación atribuía antes a las leyes», edifíquese con los siguientes ejemplos.

Hemos visto a algunos informantes fundar el remedio al caciquismo en la cuarta de las fórmulas de la Memoria, ora sola, ora concurrente con otra u otras: Poder judicial propiamente tal, independiente, responsable, sustraído a las pasiones de partido, separado en absoluto de la política, sin estímulo posible de premios o castigos de parte de ésta, etcétera. Y dicen los señores Martínez Alcubilla que todo eso se halla previsto en la ley orgánica del poder judicial, «cuyo riguroso cumplimiento impediría que magistrados y jueces interviniesen en luchas electorales, que se afiliasen a los partidos, que tomaron asiento en los Cuerpos políticos, declarando a los oligarcas una sumisión incompatible con la independencia que necesitan al juzgar y que no se aviene con la imparcialidad y serenidad de espíritu necesaria en los Tribunales de una nación en que no hay actividad ajena al campo en que ejercita sus malas artes el caciquismo»; «pero (añaden)... dicha ley está incumplida» (t. II, páginas 250-251)132. Es decir, un remedio que se quedó en la botica, por no haber quien lo administrara, y que naturalmente no ha surtido efecto.

Han fundado otros la solución al problema de la Información en la tercera de las fórmulas de la Memoria exclusivamente: Reconocimiento de la personalidad de los municipios, traducido en un grado mayor o menor de autonomía o de descentralización; y dice el señor Sánchez de Toca «que según el espíritu y la letra de nuestras actuales leyes municipal y provincial, la autonomía del municipio aparece establecida en términos que a las veces pudieran considerarse hasta excesivos: el criterio de la más extremada descentralización nada tendría que pedir, en punto a atribuciones propias y exclusivas de los Ayuntamientos, sobre lo que el título III de nuestra ley municipal declara ser atribución y jurisdicción exclusiva del Ayuntamiento»; pero (añade), eso no obstante, «el gobernador continúa, de hecho, siendo gestor y árbitro omnipotente de todos los intereses municipales, y esta injerencia absorbente es requerida por los propios dominadores del lugar, y para satisfacción de esta connivencia y complicidad, los recursos de alzada han tomado una amplitud inconciliable con la ley, y así, reales órdenes como las de 26 de mayo de 1880 y 4 de marzo de 1893, sentando doctrinas y prácticas de intrusión del poder central a que no se atrevieron los Gobiernos antes de 1869, tienen hoy más autoridad y eficacia práctica que los propios preceptos de la ley municipal: con este instrumento de los recursos de alzada sobre cualquier incidente, dispone hoy el gobernador de medios más irresistibles para corresponder, en su reciprocidad de relaciones y servicios, a lo que demanda el cacique, amo y señor del cuerpo electoral133». O dicho en otros términos: que tampoco ha habido quien cumpliera ni quien hiciera cumplir la ley municipal; que sus preceptos descentralizadores se quedaron embotellados en las redomas de la Gaceta, y no han podido combatir en mucho ni en poco los efectos asoladores del caciquismo ni minarle el cimiento.

Había encontrado, por lógica natural, el señor Azcárate que el caciquismo quedaría herido de muerte corrigiendo estos tres grandes vicios de nuestra Administración pública: la burocracia, la empleomanía y el expedienteo, mediante una ley de procedimiento administrativo. Aprobó la ley el Parlamento [19 de octubre 1889], reglamentáronla los Ministerios; y fue como si no se hubiese legislado ni reglamentado nada, porque el articulado, lo teórico, pasó, sí, del Parlamento y de los Ministerios a la Gaceta, pero no llegó a salir de la Gaceta a la realidad: el señor Azcárate nos hace ver, al cabo de doce años, cómo aquella ley y aquellos reglamentos no se han cumplido nunca (t. II, pág. 520), y el señor Moret, ministro de la Gobernación, en el preámbulo de su decreto sobre descentralización [15 agosto 1902], añade que efectivamente se han dejado incumplidos para servir los bastardos intereses del caciquismo134. La consecuencia lógica de esta confesión oficial habría sido, parece, la siguiente: puesto que el caciquismo se ha impuesto a la ley, impidiendo hasta ahora que ésta rigiese, vamos a hacerla regir, por fin, a despecho del caciquismo, «aplicándola con sinceridad y desarrollándola con perseverancia135», reprimiendo hasta con el hierro y el fuego aquellos «abusos y corruptelas», etc.; en manera alguna ha podido seguirse de aquel hecho una simple sustitución de la ley incumplida por otra ley o por un decreto, siendo, como es, tan obvio que, subsistiendo la causa, fatalmente ha de sucederle a éstos lo que ha sucedido a aquella y el ministro a quien toque mañana disparar el tercer cañonazo tendrá que decir del decreto del señor Moret lo que el preámbulo del señor Moret dice de la ley Azcárate136.

He ahí tres leyes de papel, que no han llegado a hacerse carne; apariencia nada más de leyes. Pues otro tanto hay que decir, por punto general, de todas las demás: por eso no tenemos escuelas, ni Institutos, ni Universidades, ni Parlamento, ni Gobierno, ni gobernadores, ni Consejo de Estado, ni Ayuntamientos, ni Diputaciones, ni justicia, ni Ejército, ni Armada, ni libertades, ni comicios más que de aprensión, según hemos aprendido de Macías Picavea, Silvela, Calderón, Maura, Troyano, Ferreras, Salillas, Álvarez, Sánchez de Toca, etc., que lo califican todo de mentira, ficción y simulacro vano: ¡por eso entre el Pirineo y las Columnas no alienta más que una gran ficción histórica, una apariencia de nación! No por falta de leyes, hay que repetirlo: por falta de hombres; de hombres hematermos y vertebrados. Los que hasta ahora han aparentado gobernar eran hombres sin hueso: por eso el caciquismo, que lo tiene, se ha levantado por encima de las leyes, y la constitución política ha sido oligárquica y la nación ha encontrado en ella su deshonra y su sepultura.

Quiere esto decir que nuestro problema -si todavía queda alguno que no sea el del viático- no es problema de leyes, no es problema de Parlamento, sino de palo, o digamos de bisturí; problema de gobernante genial en quien el verbo de la ley y el verbo del derecho se hagan carne y por cuyo ministerio, como decía la Memoria, las reformas no sean letra muerta, sepultadas, antes de nacer, en el archivo de las Cortes o en las columnas de la Gaceta (páginas 70-76).

¿Que por qué he denominado «quirúrgica» a esa política necesaria y «cirujano de hierro» a su órgano personal? Porque, en nuestro caso, no se trata sencillamente de administrar tal o cual medicamento a un enfermo, sino que entre éste y aquél se ha interpuesto un obstáculo, tumor, quiste, cáncer, hueso, como se quiera, que obsta a la medicación tan eficazmente como acabamos de ver; y no hay más remedio que abrir paso a través de él por fuerza material, apartándolo, eliminándolo, reduciéndolo. Imposible curar el caciquismo por dentro, en su raíz, si no se principia por reprimirlo en sus manifestaciones exteriores. Y para reprimir un estorbo tan gigante, que más que cosa de hombres parece una fuerza natural, la mano férrea de un Fernando V o de un Cisneros es indispensable. Stuart Mill admitía por excepción hasta la dictadura cuando, «como Solón o Pittaco, el dictador emplea el poder que se le ha confiado en derribar los obstáculos que se alzan entre la nación y la libertad137». Es preciso combinar los dos procedimientos, dice el señor Dorado, porque «el de cortar y sajar, sin el otro, apenas sirve de nada, singularmente cuando se trata de enfermedades constitucionales, como ahora» (t. II, pág. 285)138. ¿Apenas de nada? De nada absolutamente, digo yo: el bisturí no ataca la causa de la enfermedad ni pretende, por tanto, curarla: ataca nada más el síntoma que está matando aceleradamente a España, y sirve de condición y garantía exterior al verdadero medicamento para que de hecho sea administrado y penetre con regularidad en el organismo y no sea anulada ni desbaratada su acción.

Requiérese al propio tiempo que esa política necesaria sea, en cuanto a procedimientos, sumarísima, de alta presión, de condensación de tiempos, por los motivos expuestos ya en la Memoria (págs. 72-74); y esto, sólo por arte de cirugía es dable lograrlo. Como dice el señor Maura, nuestros males se multiplican y agigantan en tanto extremo, «que hemos llegado al punto en que ni queda ya terreno para una curva amplia y majestuosa, ni vida tan larga que permita esperar de la higiene el remedio, sino que hay que apelar a la cirugía139».




ArribaAbajoLa política quirúrgica nada tiene de común con la dictadura y es compatible con el régimen parlamentario

En el curso de la Información, el señor Ovejero ha combatido mi «cirujano de hierro», por entender que se trataba en él de un dictador, a quien habría que investir con «los poderes supremos» (t. II, pág. 510); y no es el único informante que ha incurrido en tal error, conforme veremos. Pero ya los señores Altamira, Buylla, Posada y Sela, y el señor Azcárate, en sus respectivos testimonios (t. II, págs. 94, 526), hacen notar que aquellos que han referido la política quirúrgica al concepto de la dictadura140 es que no se hicieron entero cargo del pensamiento de la Memoria.

Con efecto, entre las cualidades que caracterizan la institución de la dictadura, según los tratadistas y filósofos que de ella se han ocupado, incluye el señor Altamira la de que «el dictador asume, para realizar su función, el poder total del Estado, con suspensión de los procedimientos normales141»; y, como observan los citados profesores de Oviedo, yo «no suprimo las funciones del cuerpo político nacional concentrándolas en un solo individuo o en un triunvirato, etc.» (t. II, pág. 94); yo conservo un Parlamento independiente del supuesto dictador, instauro al lado de él un poder judicial más independiente que eso que así se llama ahora, que ni es independiente ni es poder; acentúo la personalidad del municipio, declarándolo soberano para todo lo suyo, etc. El dictador, en el grado máximo en que esta dignidad se ha manifestado en la historia, se subroga en lugar de todas las Magistraturas; y aquí con el régimen de la Memoria, las Magistraturas siguen todas funcionando: nada más, el «cirujano de hierro» les sirve de complemento adjetivo conforme a la Constitución: hace que las leyes rijan, que la Administración administre, que el gobernador gobierne, que el profesor eduque, que el inspector inspeccione, que el Ayuntamiento no duerma, que el magistrado haga pronta y recta justicia, y, por decirlo de una vez, que las figuras pintadas salten del cuadro y echen a andar: Policía de la Policía, vigila sobre los encargados de vigilar; suple las deficiencias de todos esos órganos con decretos y acción; les asegura su libertad contra el cacique, en la manera que expone la Memoria en las páginas 72 y 74.

Por esto, nuestros primeros maestros en ciencia política se declaran conformes con la Memoria, no hallando en ello nada de anormal, aunque sí, por desgracia, de desacostumbrado. En sentir del señor Azcárate, «todo cuando dicha Memoria quiere que haga el gobernante en calidad de cirujano político, esto es, limitado a la parte que diríamos negativa, puede y debe efectivamente hacerlo, sin que se opongan a ello los principios del régimen parlamentario» (t. II, págs. 526-527). -Los señores Altamira, Buylla, Posada y Sela consideran también indispensables para la obra regeneradora gobernantes de esas circunstancias y que obren así, y encuentran su acción redentora perfectamente compatible con Cortes del tipo parlamentario, añadiendo: «lo que hace la incompatibilidad del régimen parlamentario con la política que se necesita [refiérense a la quirúrgica] no es lo que de parlamentario tiene, sino la clase de personas que manejan el Parlamento y el Gobierno» (t. II, págs. 93-94)142. -Del mismo modo, el señor Dorado, en consideración a lo desesperado de la situación de España, reconoce la necesidad de combinar los dos procedimientos, el de los remedios orgánicos y el del bisturí; y después de indicar lo que a su juicio cumple que haga nuestro cirujano político, agrega: «Esto, lo mismo puede hacerse con Parlamento que sin él» (t. II, págs. 285-286)143.

En fin de cuentas, lo que la Memoria preconiza es algo como esto que, sin abdicar un punto del principio parlamentario, proclama en su informe el señor Conde y Luque: «la necesidad de que se dé más relieve, más intervención en la vida política a un poder personal imparcial, que, aunque se halla virtual y aun explícitamente contenido en la Constitución, no ha pasado a la práctica...» (pág. 538); algo como esto que el buen sentido ha dictado al Círculo de la Unión Industrial de Madrid: «que la teoría constitucional, buena o mala, sea una realidad; que el jefe del Estado esté atento a cómo se interpretan y aplican las leyes; se informe de por qué se suspenden los Ayuntamientos, de por qué se pasan la mitad de la vida viajando jueces y magistrados, de por qué se sobresee tan inmenso número de causas, etc., imponiéndose una vida dura y de sacrificios para cumplir el deber de reprimir caciques y facciones, proteger al pueblo, hacer que la libertad y la justicia sean por fin una verdad en España» (t. II, pág. 436). En resumen, que la Corona «practique», que la jefatura del Estado deje de ser un poder teórico.

***

La conclusión que arroja este capítulo puede contarse entre los más granados frutos de la Información: ¡nos hace volver los ojos a la olvidada Constitución!

Aparte el interés práctico que para nosotros reviste, contesta cumplidamente al señor Gil y Robles, quien, arrimando hábilmente el ascua de mi Memoria a la sardina de «la legitimidad desposeída y proscrita», hace argumento de nuestra política quirúrgica contra nuestro neo-liberalismo, traslado del derecho político moderno y de sus instituciones representativas, con que aspiramos a implantar en España el régimen de libertad y de selfgovernment europeo. «Esa acción personal, dice, que la Memoria no se atreve a designar por su nombre, esa operación de sajar, quemar, resecar, amputar, extraer pus, transfundir sangre, injertar músculo, esa política quirúrgica, en la cual plena y absolutamente estamos de acuerdo, no cabe dentro del molde representativo; está fuera de las atribuciones constitucionales del jefe del Estado, lo mismo en Gobierno presidencial que parlamentario...» (t. II pág. 163; cf. págs. 159-160).

No; en la Constitución se halla contenido virtualmente, y aun de una manera expresa, ese poder quirúrgico indispensable en nuestras circunstancias al jefe del Estado: lo que hay es que, como nota el señor Conde y Luque, tal poder «no ha llegado a pasar a la práctica»; ¡porque no tenemos jefe del Estado; porque, como todo aquí, también el rey es una ficción!




ArribaAbajoLa necesidad de esa política quirúrgica como medicación sintomática es universalmente sentida. Renovación del personal gobernante

Partiendo del hecho (equivocado, según acabamos de ver) de que la solución propuesta en la Memoria al problema de la política española es un Gobierno puramente personal, un césar144, la combate el señor Botella con buenas razones; pero tan grande es y tan apremiante la necesidad, que en el mismo punto de combatirla se le van los ojos tras ella: «Si ese Gobierno personal fuese tal como el señor Costa nos lo pinta, quizá no tendría más que ventajas» (t. II, página 488). El caso es típico y refleja, puede decirse, un estado de conciencia en la Información.

Así, don Alfonso González, en el supuesto de que la solución al problema de la Información estriba fundamentalmente en esto: «convertir al cacique en padre y protector del respectivo pueblo», se siente inclinado a aceptar la dictadura ejercida por el cirujano de hierro de la Memoria, si se encontrase uno tal como ella lo define, porque adornado de tales prendas «sería un patriarca, sería un padre amantísimo de España»; «pero, añade, ¿dónde vamos a encontrar un dictador así?» (t. II, págs. 504-505). -«Si ese cirujano de hierro, si ese denodado libertador surgiese, dice el señor Perier, el pueblo le seguiría y aclamaría y le ayudaría en su tarea acaso con algo más que con su inconmovible y explotada docilidad»; pero, pregunta, «¿dónde está?», ¿ni cómo surgiría de una raza depauperada, anémica, que ha agotado todas sus energías? (t. II, pág. 222). -«¡Bien venida la dictadura si ella hiciera patria!, exclama Alfredo Calderón: ninguna de las objeciones que en circunstancias ordinarias valen contra el régimen dictatorial tiene aplicación en el estado actual de España», pero el órgano de ella, el Mesías político, el cirujano de hierro, atendida la inmensidad de la tarea y en un pueblo tan absolutamente destituido de sentido político, es una utopía (t. II, pág. 40). -A los profesores de Oviedo no les asustaría el hecho de una dictadura, planteada y vivida en términos jurídicos: «un verdadero patriota con puños de hierro y corazón limpio y generoso, amén de una masa que le dejara obrar, asintiendo a la operación quirúrgica»; pero quizá hubiera que provocar la formación, no imposible, de tal género de hombres, cultivando muy intensivamente el carácter en los individuos y el ambiente social (t. II, págs. 95-96)145. -Por el mismo orden, el señor Fernández Prida siente nostalgia de ese «dictador ideal» que habría de redimir a la nación; pero poniéndose por delante la casi imposibilidad de que tal hombre excepcional se haya engendrado en un medio de tan bajo nivel, que hace y soporta a los caciques (t. II, pág. 135). -Así también el señor Conde y Luque: «acaso convendría una dictadura; pero ¿dónde está el dictador?» (t. II, pág. 459). -Vide la Cámara Agrícola de Tortosa (t. II, pág. 54) y el señor Espinosa y Capo, quien parece admitir la dictadura circunstancial, cuando hay que combatir un síntoma mortal (t. II, página 484)...

Reservándome sobre el apelativo este de «dictador», tan peligroso en nuestro estudio por la ambigüedad o indeterminación de su significado, descubre, sin embargo, una convicción y un anhelo que alientan en la generalidad y de que importa mucho darse cuenta: la aspiración, el anhelo de ver roto el hechizo mortal de nuestra Constitución y de nuestras instituciones representativas; de ver circular por ellas, en vez de tinta de la Gaceta, la sangre caliente de un Gobierno de hombres. ¿Por qué, sin embargo, ese voto no llega a tomar cuerpo y consistencia en su pensamiento? Porque dan por supuesto que el cirujano de hierro de nuestro neoliberalismo ha de ser necesariamente un «superhombre», y España, dicen, no posee ninguno. Pero ¿cómo lo saben? ¿Es que ha de llevar marcada con algún sello divino la frente? Tenemos experimentados algunos y sabemos que ellos no son; pero quedan otros por ensayar. Refrésquese el ambiente de la política, abriéndola a nuevos aires; renuévese el personal gobernante, como lo piden, con la Memoria de la Sección, las Cámaras Agrícolas de Tortosa y del Alto Aragón (t. II, págs. 54-58), como lo piden el señor Maura, ponderando la necesidad «de arrebatar el artefacto oficial a la oligarquía imperante», «de destronar a los seudo soberanos que detentan el poder» (t. II, págs. 15, 16, 19), y los señores Martínez Alcubilla, al comparar lo que hizo Thiers en Francia para recomponer los elementos sociales destruidos y promulgar una vida nueva, con lo que hemos hecho o, mejor dicho, con lo que hemos dejado de hacer nosotros en circunstancias todavía más aflictivas que las de aquel país: «No hemos aprendido en su ejemplo, no nos sirve de lección nuestro propio escarmiento: vivimos hoy como ayer, no se ha decretado desde nuestra caída una sola ley salvadora, tenemos igual organización política, nos gobiernan los mismos hombres que nos perdieron, los mismos partidos que no tuvieron inspiraciones, energía ni patriotismo en los momentos críticos, y que, como si hubiesen sido triunfadores, siguen repartiéndose la nación empobrecida» (t. II, pág. 262). -Hágase, repito, esa urgentísima renovación del personal gobernante, y sucederá acaso lo que espera el señor Azcárate, lo que sucedió en Francia, donde «caído el imperio hace treinta años, han sobrado hombres de Estado para la defensa, prosperidad y grandeza de la república» (t. II, pág. 525). El señor Benito afirma resueltamente que los hay (t. II, pág. 122). -Al señor Maura, que considera preciso para vencer la inercia «el ahínco de una voluntad encumbrada» (t. II, pág. 19), no le asalta la duda de que a esa voluntad pueda faltarle adecuado alojamiento en una persona viva. Ni el señor Salillas tampoco (t. II, página 469). Ni a don Federico Rubio (t. II, pág. 459). Aun el señor Calderón, que rechaza por utópica la dictadura individual, pero instaura una «dictadura parlamentaria, el poder supremo ejercido colectivamente por los mejores», no piensa en que puedan objetarle con la carencia de esa que llama «la verdadera aristocracia» (t. II, pág. 44)146.

Por otra parte, no debe perderse de vista que entre los Thiers, Cavour, Hardemberg, Cromwell o Colbert y los estadistas modestos de los días serenos en que todo va como sobre ruedas y no se requiere medicación, o basta la casera de cocimientos y cataplasmas, corre una serie indefinida de grados, próximos unos al tipo de cirujano de genio -del supercirujano, que algunos dirían-, próximos otros al tipo de practicante de aldea; y es la experiencia quien ha de decir, como lo ha dicho en Francia, qué es lo que la gente nueva podía dar de sí en España; si efectivamente escondía en su seno ejemplares de tales superhombres, o próximos a esta condición, y supo conocerlos y encumbrarlos, y prestarles un concurso decidido y constante; si supo con ellos rehacer y levantar a España, llevar a cabo la revolución. En ninguna hipótesis se aventurará nada con la prueba: 1.º, porque peores que los conocidos no pueden ser los por conocer, y 2.º, porque España no tiene ya nada que perder. En todo caso, es el único recurso que nos queda: no hay ya términos para la opción. Porque decir, como el señor Perier dice, que ya que no poseamos uno de esos cirujanos resurrectores de pueblos, para acabar quirúrgicamente con el caciquismo, es fuerza que nos resignemos a combatirlo orgánicamente, medicinando al enfermo con los agentes terapéuticos propuestos en la Memoria (t. II, pág. 222), es encerrarse en un círculo vicioso, ya que sin la acción quirúrgica, los encargados de ejecutar las leyes y, por tanto, de administrar dichos medicamentos, que seguirán siendo el cacique y el oligarca, naturalmente no los administrarán, como no los administran ahora, y el statu quo no se habrá alterado en lo más mínimo. Los remedios orgánicos y el médico-cirujano fiador de su aplicación forman un solo sistema, no dos que puedan funcionar separadamente y sustituirse uno a otro: para que haya medicación, los dos factores tienen que concurrir, a la vez y concertadamente.

Repárese, por último, la inconsecuencia de aquellos que escrupulean el «cirujano de hierro», pretextando que no asoma en todo el horizonte visible ningún hombre superior, y, sin embargo, no tiemblan ni se horrorizan y ni siquiera dudan en confiar la dirección suprema de la sociedad española a un estudiante de Instituto en edad todavía en que, según la ley, no es cabal el discernimiento en el hombre para las fáciles relaciones penales y menos aún para las civiles. «¿No hay superhombres? ¡Pues un subhombre, un niño!» ¡Con esta lógica acabamos de cerrar el ciclo de catástrofes que va desde más allá de Trafalgar hasta más acá de Santiago de Cuba!