Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.



Canto III

El bosque de las Ardeñas149


    Es el juzgar con tino cosa rara,
y más, de lo distante y de lo oculto;
que si en materia a veces simple y clara,
y que delante vemos y de bulto,
ilusiones que nadie sospechara
sacan de quicio a un pensamiento adulto,
¿qué tiene de difícil o de extraño,
de lejos y entre sombras, el engaño?
    Cumple juzgar con reflexión madura
que a nuestra mente limitada alumbre;
y no, tras una débil conjetura,
dejarnos ir, siguiendo una vislumbre;
cosa que en muchas partes la Escritura
condena como pésima costumbre,
porque hace a la jineta andar los cascos,
y da a los hombres infinitos chascos.
    Lo cual proviene (como nadie ignora
que haya leído a Condillac y a Locke)
de que el alma, embestida, a cada hora,
de objetos mil, no los ensaya al toque
de una análisis escudriñadora
que todo lo averigüe, observe, toque,
cale, registre, husmee, persiga, atrape,
de manera que nada se le escape.
    Inobservado un mínimo accidente,
sucederá que del nivel se aparte
de la razón el hombre que no cuente
con él, o como inútil lo descarte;
—397→
a que se agrega este otro inconveniente,
que si a la observación no ayuda el arte
del raciocinio, todo cuanto apaña
la mente, en vez de aprovechar, le daña.
    Al presentarse Astolfo en el palenque,
¿imaginarse puede que resista
aquel garzón pulido, muelle, enclenque,
a un corpulento gigantón? Que embista,
es demasiado ya; que venza, ¿quién que
tenga razón, y sobre todo, vista,
no pensará que en lo imposible toca?
Pues todo el que lo piensa se equivoca.
    Fiaos, pues, de autoridad tan vana;
venga contra este ejemplo, y argumente
y filosofe el sabio hasta mañana.
Hay en la vida una fatal pendiente
en que gravita la razón humana
hacia lo insustancial y lo aparente,
y en la ilusión encuentra su elemento.
Ya basta de sermón; vamos al cuento.
    Oye el jayán soberbio al arriscado
paladín, y se abrasa en rabia loca,
como quien cree que el ser desvergonzado
es cosa que tan sólo a él le toca.
«Acaba, charlatán», dice enfadado;
a su contrario cada cual se aboca;
Astolfo, que otra lanza no tenía,
blande, ya lo sabéis, la de Argalía.
    «Verás cómo te ensarto por la punta,
dice el jayán, menguado lechuguino».
El mismo Astolfo algún desmán barrunta,
y confesara, a lo que yo imagino,
si hacérsele pudiese la pregunta,
que el jayán no iba fuera de camino.
Embiste, empero, denodado, y, sólo
a un tiento de la lanza derribolo.
    El que viese a una torre apuntalada
con picos y hachas demoler la base,
y hacer que los puntales que apoyada
la tienen, poco a poco el fuego abrase,
y con súbito estruendo desplomada
el campo henchir de escombros la mirase,
figurarse pudiera el repentino
fragor con que Grandonio a tierra vino.
—398→

    Sonó como un arcón que de armas lleno
desde algún alto mirador cayera.
Mudo ha quedado, y cual de vida ajeno,
el campo todo, cuan extenso era.
Ven rendido en la tierra al sarraceno,
y hubo quien a sus ojos no creyera.
Carlomagno lo mira y lo remira,
y lo tiene por sueño y por mentira.
    Como Grandonio, al ser descabalgado,
cayese por la mano de la rienda,
el ancha grieta que en aquel costado
le abrió el marqués, una laguna horrenda
hizo de sangre. Asístele un criado,
y en árabe a Mahoma lo encomienda,
pues tanto era profunda aquella herida
que a poco más costárale la vida.
Campeaba el inglés en muestra ufana,
cuando se ven llegar con regia enseña
dos caballeros de nación pagana.
Feo y de catadura zahareña
montaba el uno dellos negra alfana,
cuatralba, velocísima, extremeña:
es Felixmarte, rey de los Algarbes,
famoso entre los príncipes alarbes.
    El otro infante, a la francesa corte
recién venido, Ormundo se nombraba,
joven de blanca tez y bello porte,
cuya estirpe real señoreaba
de la Tartaria lo que mira al norte,
y la Albarrosia y cuanto el Volga lava.
Nada vale el denuedo, nada el arte:
muerden el polvo Ormundo y Felixmarte.
    Pero, mientras la lanza prodigiosa
derriba cuanto encuentra por delante,
y llora Carlomagno y le rebosa
de inesperado júbilo el semblante,
y de tan nueva y tan extraña cosa
estupefacto el vulgo circunstante,
ya enmudecido al noble duque otea,
ya estrepitoso aplaude y victorea;
    al conde Gano el caso notifica
un paje, que partió como un venablo
a darle cuenta. Galalón replica:
«Si borracho no estás, lléveme el diablo»
—399→
El paje se le afirma y ratifica,
jurando por San Pedro y por San Pablo
que, con sus propios ojos, de la tela
vio sacar a Grandonio en parihuela.
    Tanto que Gano al fin tragó la cosa;
y como se le acuerda que él es Gano,
y materia no cree dificultosa
darle gato por liebre a Carlomano,
resuelve entrar en danza, y a la rosa
o por fas o por nefas echar mano;
cuanto más, que una justa con Astolfo
no era pedir cotufas en el golfo.
    Catorce condes Galalón apresta,
y llévalos a toelos de reata;
con gran prosopopeya va a la fiesta,
y de lucir la personilla trata.
Llegado a Carlomagno, le protesta
con voz meliflua y cara mojigata
que haber venido a tales horas siente,
mas que en servicio suyo ha estado ausente.
    Dudo que Carlos le creyese; empero
atención le prestó benigna y leda.
Gano diputa al duque un mensajero
diciéndole que entre ellos (si no queda
algún otro pagano caballero)
a terminar la justa se proceda;
y que viene tan guapo y tan lucido,
porque hacerle desea honor cumplido.
    «Mira, repuso Astolfo (la paciencia
no era su fuerte), le dirás a Gano
que no hallo entre él y un turco diferencia;
que yo siempre le tuve por pagano,
hombre sin ley, sin alma y sin conciencia;
que venga, y llevará una buena mano;
y que con su privanza y su guapura
le estimo en lo que a un saco de basura».
    Oyendo el conde Gano tanto ultraje,
apela a su genial filosofía;
finge reír de lo que dice el paje.
«Tiene el inglés gracioso humor, decía,
todo blandura el exterior visaje;
toda el alma rencor y felonía.
Verás, dice entre dientes, casquivano,
si es saco de basura el conde Gano».
—400→
    Hincando a su bridón el acicate,
dispara contra Astolfo, cual saeta.
«Pagarásmela, dice, botarate».
Pero el buen Galalón no era profeta.
También Astolfo las espuelas bate,
y los ijares al roano aprieta;
y a Galalón tocando con la lanza,
le hace en el barro hundir la oronda panza.
    ¿Visteis tal vez un figurón de paja,
tirado al cielo, revolver liviano,
y el gesto imperturbable con que baja,
y caído, no mueve pie ni mano?
Pues ninguna o poquísima ventaja
le lleva en el caer al conde Gano.
A levantarle el bando infiel venía,
mientras Macario al duque arremetía.
    Éste de Galalón era pariente,
y acompañole al punto en el desaire.
Pinabel, de la misma infame gente,
alzar también las piernas quiso al aire;
satisfízole Astolfo cortésmente,
y echole a tierra con gentil donaire;
bien que el traidor, después que estuvo abajo,
no mostró agradecer el agasajo.
    Que Astolfo ciertamente el prez alcanza
ya por el campo todo se susurra.
«¿No queda, campeones de Maganza,
dice el inglés, quien a la lid concurra?
Venid, amigos, a probar mi lanza;
venid, que yo os prometo linda zurra».
Esmeril, provocado de este insulto,
sale, y también da en tierra con el bulto.
    Pero Falcón, que a todo está presente,
pensó con una treta alzar la baza;
en apartado sitio, conveniente
a poner en efecto lo que traza,
se hizo a la silla atar bonitamente
con gruesas cuerdas, y volvió a la plaza.
Astolfo vino sin sospecha, y trajo
la mejor voluntad de echarle abajo.
    Y con la lanza del astil dorado
diole un golpe tal cual en la cabeza.
Entre caigo y no caigo el amarrado
campeador se tuerce y se endereza,
—401→
tanto que el vulgo malicioso ha dado
en el ardid, y a rebullirse empieza,
y a reír y a gritar: «Dale al perjuro;
dale, que está amarrado, dale duro».
    Échanle a voces y silbidos fuera;
de que mostró quedar nada contento.
«Venga, dice el inglés, venga el que quiera
que le sacuda el polvo, y al momento
le serviré de la mejor manera;
si no basta una cuerda, traiga ciento;
y átese bien, que con menor fatiga
a un bribón de ese modo se castiga».
    Anselmo de Altarripa, confidente,
primo de Galalón, y paniaguado,
con Ganil de Valclosa, otro valiente
de la misma ralea, ha concertado
que a embestir vaya al duque frente a frente,
y él le acometerá del otro lado.
Por detrás, dice, yo, tú por delante,
le hemos de hacer que en otro tono cante».
    En tanto, pues, que el paladín lozano
endereza a Ganil su lanza hermosa,
le viene Anselmo por detrás pian piano;
y cuando Astolfo, hiriendo al de Valclosa,
ir se dejaba el cuerpo tras la mano,
hácele el de Altarripa la forzosa,
dándole en la cerviz con gracia tanta,
que en el suelo de bruces me le planta.
    Piense el que tenga hiel y entendimiento
si los brazos Astolfo pondrá en jarras.
Cual jabalí, cual toro truculento,
cual preso tigre, que saltó las barras,
de un alevoso tiro al sentimiento,
se enfurece, y con dientes, cuernos, garras,
con lo que puede a su ofensor se arroja,
y ni aun verle morir le desenoja;
    Tal o mayor la cólera semeja
de Astolfo, acuchillando a la pandilla.
Vio a Grifón (de quien dicho ya se deja
que le sacó Grandonio de la silla),
y diole de revés en una oreja
tan a sabor, que a grande maravilla
se tuvo no le hubiese el casco hendido;
pero cayó el pobrete sin sentido.
—402→
    Allí es la gresca, allí la barahunda,
allí el gritar los condes, mata, mata.
Parece que la plaza toda se hunda;
de asesinar al pobre inglés se trata.
Métese Carlomagno entre la tunda,
(que por cierto fue acción poco sensata;
el ser emperador le vino a cuento);
y haciendo relumbrar su espada al viento,
    «Aparta, Astolfo, grita, aparta, Gano;
¿de ese modo mi corte se respeta?
¿no veis que está delante Carlomano?
¿o me tenéis quizá por un trompeta?»
En esto el buen Grifón, que con la mano
la oreja cercenada se sujeta,
se echa a los pies de Carlos, y afligido
dice que Astolfo a sinrazón le ha herido.
    Pero Astolfo, que un áspid está hecho,
sin que el respeto a Carlos fuese parte
a contenerle, clama: «Hoy a despecho
del mundo, vil Grifón, he de matarte.
El corazón te he de sacar del pecho;
y aún no es, cual tú mereces, castigarte».
Grifón le dice: «En poco te estimara,
si lejos de este sitio te encontrara;
    «mas callo, porque el amo está delante;
no por ti, que sabemos bien lo que eres».
«¡Desvergonzado malandrín! ¡bergante!
repuso Astolfo, ¡voto a Dios que hoy mueres!»
Carlomagno, inmutado en el semblante,
«¿Donde yo estoy, le dice, tal profieres?
Si urbanidad no sabes, ¡vive el cielo!
la aprendas a tu costa, bellacuelo».
    Pero Astolfo no ve, no oye, no siente;
antes se arroja con violencia extrema
a cuanto magancés está presente,
cada vez más frenético en su tema.
En esto asoma Anselmo, aquel valiente
que fraguó la villana estratagema.
Astolfo, al verle, brinca, cual manchada
onza, y tírale al pecho una estocada.
    Y le horadara como blanda pulpa,
si a punto el rey del brazo no le asiera.
Todos ahora al duque echan la culpa;
Carlomagno mandó que preso fuera.
—403→
Llevado es el mezquino a do le esculpa
un cincel doloroso en la mollera;
que es propio fuero de Fortuna aleve
que uno merezca el prez y otro lo lleve.
    Aquella rosa de valor divino
que con tanto peligro fue buscada,
por quien tanto barón a tierra vino,
y tanta noble lanza fue quebrada,
no a Ricarte se dio, no a Serpentino,
no a Urgel fue, no a Oliveros otorgada,
ni a tantos otros de gallarda prueba;
y Anselmo de Altarripa se la lleva;
    ¡Aquel traidor Anselmo de Altarripa,
de magancesa estirpe, atroz, villana!
¡Oh ilusión que tan tarde se disipa,
loor, aplauso, admiración humana!
¡Cuán necio aquel que por ganaros hipa!
Y si os alcanza al fin, ¡cuán poco gana!
Dígalo el noble paladín que ahora
en una torre aprisionado llora.
    Mas consolarse pudo bien, pensando
cuánto más grave pena ha dado el cielo
a Ferraguto, a Montalbán y Orlando,
que atormentados de febril anhelo
errantes por el mundo van, tirando
amor a todos tres de un mismo anzuelo.
A las Ardeñas cada cual dirige
su curso; mas diversa senda elige.
    Primero el paladín Reinaldos llega,
y por el verde yermo se aventura.
Atravesando una escondida vega
por una selva entró de gran frescura,
poblada de altos árboles, que riega,
serpeando entre guijas, onda pura,
que al fin en un estanque duerme mansa,
y fatigada de correr, descansa.
    Era el brocal de cándido y pulido
mármol, labrado de sutil relieve,
do el cincel los amores ha esculpido
de Iseo y de Tristán en punto breve.
Y bajo signo tal fue constrüído,
que si un amante de sus aguas bebe,
—404→
lo que ama olvida; dije mal, con presta
mudanza lo aborrece y lo detesta.
   Merlín se dice haberlo fabricado,
porque Tristán, que de la bella Iseo
andaba locamente enamorado,
bebiendo allí, su abrasador deseo
trocase en aversión. ¡Vano cuidado!
Por más que en vagoroso devaneo
tanta parte del mundo visitara,
no quiso Amor que por allí pasara.
    Reinaldo hacia el estanque el paso mueve,
casi rendido a la calor ingrata,
desmonta; y viendo aquel licor aleve,
puro a la vista como tersa plata,
abrasado de sed se inclina y bebe,
y la sed y el amor a un tiempo mata;
a la inquietud, al ansia furibunda,
fría calma sucede y paz profunda.
El mirar que en el alma trajo impreso
se le borró; la célica hermosura
que en cien lazadas le ha tenido preso,
mentirosa ilusión se le figura;
y empieza a discurrir con grave seso
en la majadería y la locura
de andar un hombre así de ceca en meca
tras una mujercilla, hecho un babieca.
    Aquel bello semblante ya no es bello:
la boca era un coral, ya es otra cosa;
ya no hay oro de Ofir en el cabello,
ni en las mejillas azucena y rosa;
Reinaldos finalmente cayó en ello:
encuentra ser la que adoraba diosa
una mujer no más. ¡Tirana suerte!
A la que idolatraba odia de muerte.
    En conclusión, Reinaldos resolvía
dar a París la vuelta en derechura;
y en esto vio otra fuente que corría
con apacibles ondas, tersa y pura.
Cuantas abril pintadas flores cría,
esmaltan de su margen la verdura:
un olmo erguido, un arrayán, un boldo
a jazmines y lirios hacen toldo.
    Esta fuente Merlín de otra manera
encantó: el que en su linfa el labio pone,
—405→
a la persona que ha de ver primera
de opuesto sexo, es fuerza se aficione,
y dulcemente esclavizado, entera
la voluntad le rinda y le abandone.
Reinaldos no hace caso de esta fuente,
que ya en otra templó la sed ardiente.
    Mas del silencio y del frescor sabroso
de aquella verde selva convidado,
a Bayardo dejando el oloroso
trébol pacer de un solitario prado,
a gozar un momento de reposo
reclínase; y apenas ha cerrado
los ojos, la Fortuna (que se niega
al que la busca, y si la esquivan, ruega),
    Lo que Reinaldos ya no le pedía,
ahora por lo mismo le depara;
aquella por quien antes se moría,
aquella, que tan ciego le arrastrara,
hacia el paraje en que el barón dormía
viene derecha, y junto al agua para
que amor infunde, y junto al joven bravo.
Al asno muerto la cebada al rabo.
    La dama arrienda al olmo su rocino,
y aplícase a los labios una caña,
con que el licor sorbiendo cristalino
que los sentidos dulcemente engaña,
muy otra se sintió de lo que vino,
merced al gran profeta de Bretaña150;
y, visto el adormido caballero,
harto más calorosa que primero.
    Al verle reposar tan blandamente
sobre la fresca florecida cama,
parécele sentir un clavo ardiente
que el pecho enciende en repentina llama.
Aquel rostro dormido, aquella frente
bella y serena, un no sé qué derrama
que suspensa la tiene y embebida
con todos los sentidos, alma y vida.
    Tal en la selva un can de buena raza,
que en seguimiento va de liebre o ave
(y es de las cosas que Natura traza
cuya causa no pienso que se sabe),
—406→

si de pronto la ve, no le da caza,
mas, cual si allí la vida se le acabe,
queda improvisamente mudo y quieto,
fijos los ojos en aquel objeto.
    Con rostro está, de un ansia intensa lleno,
ante el barón la bella peregrina;
luego a coger por el distrito ameno
flores que echarle, acá y allá se inclina;
ora en puntillas, palpitando el seno,
suspenso el respirar, se le avecina;
ora hacia atrás cobarde el paso mueve;
quisiera despertarle, y no se atreve.
    Después que un hora larga ha reposado
el joven paladín en la floresta,
recuerda; ve la damisela al lado,
y extrañamente el verla le molesta.
Ella le saludó con mucho agrado,
y él no sólo al saludo no contesta,
mas, como si un vestiglo allí mirase,
apresuradamente monta y vase.
    Como era natural con tanta priesa,
tomó de todos el peor sendero.
Seguíale de lejos la princesa
diciendo: «Para, para, caballero;
escúchame un instante». Mas no cesa
Reinaldos de romper con su ligero
Bayardo por el bosque, y así para,
como si el diablo mismo le llamara;
    Mientras siguiendo esotra al que lejano
casi se pierde en el ramaje umbrío,
clamaba: «¿Por qué huyes, inhumano?
¿Qué causa he dado a tan crüel desvío?
¿Qué significa ese desdén tirano?
Amor a ti me arrastra, dueño mío;
y si te sigo ahora, y si te llamo,
porque te adoro es, y porque te amo.
    «Te sigo amante, y tú de mi te alejas,
y aun el darme un adiós te es cosa dura.
¿Te importuna el acento de las quejas?
¿Te es ofensa una cándida ternura?
Vuelve, y mira a lo menos lo que dejas;
que no es, no, tan horrible mi figura;
ni suele ser mi edad menospreciada,
sino con rendimientos halagada.
—407→
    «¡Ah! no vayas (que el verlo me da espanto),
no vayas por tan áspero sendero,
que si el hüir de mí te obliga a tanto,
dar otro paso en pos de ti no quiero.
¡Desgraciada! mis voces y mi llanto
¿a quién derramo así? ¿qué más espero?
Huyó; se lleva el viento mis querellas;
y van mi vida y mi esperanza en ellas».
    Así sembraba mísero lamento,
que se repite en eco dolorido,
y hasta las fieras mueve a sentimiento,
mas no aquel corazón empedernido.
Confuso más y más cada momento
se oye en el bosque el cuádruple sonido,
y cuando al cabo en la distancia expira,
con doble pena Angélica suspira.
    «¿Conque el afecto, exclama, cariñoso
que en París me mostraste, era falsía?
¿Pude pensar que en cuerpo tan hermoso
un corazón desamorado había?
¿Qué pecho hay tan arisco que piadoso
no fuese a una pasión como la mía?
¿O cuál se vio tan intratable fiera
a quien más el halago embraveciera?
    «¿Qué te costaba concederme, ingrato,
una palabra sola, e irte luego?
Que el placer de tu vista, un breve rato
templado hubiera este importuno fuego.
Mas ¡ay! quedó en mi pecho tu retrato,
enemigo mortal de mi sosiego;
cebo de una pasión que nada calma,
porque borrarla es imposible a el alma».
    Diciendo así, los bellos miembros echa
sobre la verde yerba; ayes arroja;
suspira, y suspirar no le aprovecha,
el impío dolor ni un punto afloja.
Ahora calla, ahora se despecha,
y de copioso llanto el suelo moja.
Mas a la grave cuita que padece
se siente al fin rendida, y se adormece.
    Descanse enhorabuena el angelito.
¿No será bien os hable de Gradaso,
que acaudillando ejército infinito
las regiones devasta del Ocaso?
—408→
Dejarémosle estar otro poquito,
que ya se nos vendrá más que de paso.
A Ferraguto es menester se vuelva,
que viene echando chispas por la selva.
    Está el moro de cólera, que brama,
y enamorado está, que se derrite;
ira le enciende, y sopla amor la llama;
y por el mundo no dará un ardite,
si no acierta a topar la esquiva dama,
que jugar le parece al escondite,
o no topa a lo menos al hermano
para enseñarle a ser más cortesano.
    Pues como en la espesura entrar le place
y por lo más tupido da una vuelta,
va que a la sombra un caballero yace;
es Argalía, y duerme a pierna suelta.
Al ver que atado su caballo pace,
desmonta, arrienda el suyo, al otro suelta,
y con un palo dándole en las ancas
le hace volar por riscos y barrancas.
    Ansioso de volver a la pelea,
a despertar al joven se encamina;
mas pareciole acción grosera y fea;
aguardar que él despierte determina;
mira abajo y arriba, se pasea;
ora se sienta y ora se reclina;
al diablo daba aquel dormir tan largo,
que a su justa venganza pone embargo.
    Recordando por fin el caballero,
halla que Rabicán tomó el portante,
y andar le es fuerza a pie, como un palmero;
con que se puso de asaz mal talante.
«Aquí estoy yo, le dice el altanero
Ferraguto parándose delante;
hoy uno de nosotros aquí muere;
mi caballo será del que venciere.
    «Yo el tuyo, si lo ignoras, he soltado
por impedirte que a la fuga apeles.
Anduviste conmigo malcriado;
mas otra no me harás de las que sueles;
ahora que la tierra te he cerrado,
es menester que por el aire vueles.
¡Ánimo, pues! resiste al brazo mío;
que está en el pecho, no en la espalda, el brío».
—409→
    En voz alta el mancebo y faz serena
responde: «Es por demás que te conteste
si aquélla fue crianza mala o buena,
porque no es tiempo de argumentos éste.
Sólo diré que tú, ni una docena
de Ferragutos, ni una entera hueste,
hüir me hiciera, y que si pude hacello,
fue por tener mi hermana gusto en ello.
    «Y el que con lengua diga zafia y tosca
que temí, mentirá por el gargüero».
A Ferraguto le picó la mosca;
como pintada sierpe que a un ligero
tiento de incauto pie se desenrosca
y acomete, silbando, al pasajero,
así furioso el español se lanza
al Argalí, sediento de venganza.
    Ni el otro en el furor le cede nada.
Trábase pavorosa batahola,
y del estruendo horrísono asustada,
se estremece la selva opaca y sola.
Sabiendo el Argalía que a su espada
es Ferraguto invulnerable, alzola;
ya que sacarle sangre es vano intento,
privarle imaginó de sentimiento.
    Sobre el testuz le esgrime un altibajo;
mas entendiole Ferragú la traza;
súbito se le cuela por debajo,
y entre sus brazos al contrario enlaza.
Tiene Argalí para el marcial trabajo
más firme el pulso, y con más fuerza abraza;
pero destreza tuvo el moro mucha,
y un tanto más experto fue a la lucha.
    No es mucho, pues, que al del Catay postrara;
bien que bregando el vigoroso infante
encima se le monta, y en la cara
golpes le da con el ferrado guante.
Mas otra ofensa Ferragú prepara;
empuñando la daga rutilante,
por un oculto ojal del coselete
hasta los gavilanes se la mete.
    Brota de rojo humor copiosa fuente,
y la forma gentil se desmadeja,
como lacia se dobla tristemente
una flor que al pasar tronchó la reja.
—410→
Con apagada voz y balbuciente,
como a quien ya mortal angustia aqueja,
«Un solo don, decía, pues que muero,
te pido me concedas, caballero.
    «Ruégote por tu mérito excelente
y a fuero de leal caballería,
que a un hondo río arrojes juntamente
este mi cuerpo, y la armadura mía;
no sea que al mirarla alguno afrente
mi nombre y fama, y diga acaso un día:
Ruin caballero es fuerza que haya sido
el que con estas armas fue vencido».
    El yelmo Ferragú le suelta y quita,
tornada en compasión la furia brava,
y ve en los ojos y en la tez marchita
que el aliento de vida se le acaba.
Vanamente la sangre solicita
restañar, que las ricas armas lava;
en sus brazos apoya al infelice,
ya cercano a expirar, y así le dice:
    «¡Desventurado joven y dichoso
en tan temprana y tan honrosa muerte!
La alegre vida en el albor hermoso
de juventud te arrebató la Suerte.
Pero renombre dejarás famoso
de cortés caballero, osado y fuerte.
¡Ay! a quien da Fortuna edad más larga,
suele enojosa hacérsela y amarga.
    «Y pues ya estás en sosegado abrigo,
y miras la tormenta desde el puerto,
generoso perdona, si contigo
loco de amor, he peleado a tuerto.
Al grande Alá poniendo por testigo,
del triste don que pides te hago cierto;
tu yelmo, si te place, solamente
reservaré, para cubrir mi frente.
    «Préstame el uso de esta sola pieza,
mientras que de otra a proveerme llego».
Inclinose la pálida cabeza,
como dando a entender que accede al ruego.
Oculto el español en la maleza
se estuvo hasta expirar el mozo, y luego
lo prometido aí ejecutar se apronta,
y en su corcel con el cadáver monta.
—411→
    Habiéndose a la frente acomodado,
separada la espléndida cimera,
aquel yelmo fatal, que destinado
a un porvenir más venturoso fuera,
lleva con lentos pasos el helado
cuerpo de un ancho río a la ribera,
y do más honda y rauda es la corriente,
suelta la infausta carga blandamente.
    Un rato el agua se quedó mirando,
y luego por la selva solitaria
pensativo se fue, mientras Orlando
cruzaba el yermo en dirección contraria.
En busca de la dama jadeando
llegaba el conde, y plugo a la voltaria
Fortuna, o fuese el diablo, que la viera;
para hacerle tal vez la burla entera.
    Profundamente Angélica dormía,
jugando el viento en el brïal de seda;
rosas el campo alrededor abría,
y susurraba amores la arboleda.
Al verla Orlando, ¿qué pensáis que haría?
Embebecido, estupefacto queda,
la boca abierta, la mirada fatua;
más que hombre vivo, inanimada estatua.
    Tal el que inspira el hálito que el cielo
por arma, infecta boa, darte quiso,
tor e la vista y turbio el cerebelo,
enajenado queda de improviso.
«¿Qué es esto?, dice el conde medio lelo,
¿es la vida mortal? ¿o el paraíso?
¿es de mi caro dueño aérea copia
con que me engaña Amor? ¿o es ella propia?
    Pasándosela en estas y otras flores,
se echa a tierra a mirarla el necio amante.
En batallas más ducho que en amores,
ignoraba, bisoño cortejante,
ser doctrina común de los doctores
que el que ve la ocasión y en el instante
no la agarró de la fugaz guedeja,
se tira luego de una y otra oreja.
    Ferraguto, que viene cabalgando
por aquella mismísima ladera,
—412→
mira, mas no conoce al conde Orlando,
que sin divisa estaba y con visera.
Maravillose; mayormente cuando
reparó en la dormida compañera;
quién ella sea un breve instante duda;
luego horrorosamente se demuda.
    Pensando que a guardarla atendería
aquel desconocido, en altaneras
y descompuestas voces prorrumpía,
y dícele de buenas a primeras:
«Esa dama no es tuya, sino mía,
y serte ha sano que dejarla quieras;
donde no, vida y dama todo junto
has de dejar en este mismo punto».
    Hacia el recién venido alzó la testa
Orlando, y le responde algo mohino:
«Tengarnos, camarada, en paz la fiesta;
ve, por amor de Dios, ve tu camino.
¿De dónde sabes tú qué dama es ésta?
Naturalmente yo a la paz me inclino;
pero, si he de decirte lo que siento,
no me pareces hombre de talento».
    El español, que luego se mosquea,
«¡Hola!, le respondió, ¿conque al acero
quieres que apele? Bien que no se vea
señal en ti de noble caballero,
de igual a igual la competencia sea;
fácilmente, ladrón, probarte espero
que es el contradecirme empeño vano».
Y esto dicho, a la espada puso mano.
    Salta con vista entonces fulminante
el conde, que un volcán de furias era.
«Yo soy Roldán» poniéndose delante
dice, y alzando a un tiempo la visera.
Hácele extraños visos el semblante;
catadura jamás se vio tan fiera.
Ferraguto quedó medio aturdido;
pero tomó al instante su partido.
Con acento responde resoluto:
«No piense hombre mortal que me intimida;
si Roldán eres tú, yo Ferraguto;
a espada al punto el pleito se decida».
Monta Roldán en su alentado bruto,
y se juega en efecto la partida
—413→
de igual a igual, pues tienen al acero
ambos a dos impenetrable el cuero.
    Al espantoso estrépito despierta
la dama, y viendo, como claro vía,
que era por causa suya la reyerta,
y que las costas ella pagaría,
huye despavorida y medio muerta,
por do sus pasos la Fortuna guía.
Y no hubo andado bien medio minuto,
notan su fuga Orlando y Ferraguto.
    «Distante va, no hay hoja que rebulla
(el conde dijo, echando atrás la espada).
En vano el uno al otro se magulla,
cuando el vencer no ha de valernos nada;
que en dejar que nos plante y se escabulla
perdemos uno y otro la parada.
Si una amorosa súplica te obliga,
permíteme, te ruego, que la siga».
    Con risa amarga y mal disimulado
enojo dice el español adusto:
«Ciertamente que es raro el desenfado
con que de mí dispones a tu gusto.
Hubiérasme a lo menos convidado
a seguir la batida; pero ¿es justo
que uno deje la res y otro la corra?
Pelea, conde, y súplicas ahorra.
    «De paces ni de treguas no se trate,
que si eres duro tú, yo no soy blando».
«Pardiez que es un solemne disparate
argumentar contigo», exclama Orlando.
Con doble furia trábase el combate,
y finalizará Dios sabe cuándo.
Mas al canto siguiente se difiera,
que nuevo asunto y grande nos espera.


Canto IV

Gradaso

    ¿Diremos que es amor hado preciso,
dura necesidad, y que si ataca
de recio a un corazón, humano aviso
de donde se atrinchera no le saca?
—414→
¿O mirando las cosas a otro viso,
decidiremos que su ardor aplaca
próvida reflexión, juicio discreto,
y que al arbitrio humano está sujeto?
    El que dos toros ve, por la vacada,
darse de cuernos y escarbar la tierra,
o a espuela y pico en un corral trabada
entre dos gallos implacable guerra,
no cree que pueda equipararse nada
a ese instinto de amor que el pecho encierra,
centella etérea, elemental, prendida
en las fibras más hondas de la vida.
    Mas si del amoroso paroxismo
suele calmar la fiebre, ya la opiata
de la seguridad, ya el sinapismo
de una correspondencia infiel o ingrata;
si amor violento se consume él mismo,
tibio, un soplo levísimo le mata;
si a larga ausencia, como Ovidio escribe,
o rara vez o nunca sobrevive;
    si modera sus ímpetus la Ética,
si tirita sin Ceres y sin Baco,
si aquella dura disciplina ascética
que hace a el alma robusta, al cuerpo flaco,
le cierra el corazón con tapa hermética;
muy más que poderoso eres bellaco,
¡oh ciego dios! ni hay hombre que no acierte,
queriéndolo de veras, a vencerte.
    Pero según la idiosincrasia varia
quiere esta enfermedad vario el remedio.
¿Tiene el paciente condición voltaria?
Récipe: un mes o dos de tierra en medio.
A un manso afecto una pasión contraria
hace que una alma altiva cobre tedio.
¿El clarín de la fama la desvela?
Es niño amor, y amedrentado vuela.
    Santíguase Harpagón, cuando le guiña
una moza agraciada, pizpireta;
no que le desagrade, no, la niña;
sino que más un patacón le peta.
¿Pídenle para un chal o una basquiña?
Se siente vocación de anacoreta:
«¡Fuera!, dice, amoroso garabato;
me atengo a no pecar, que es más barato».
—415→
   Mas hay amor que prende en alma dura,
y entre contrariedades crece y medra;
hay amor que ningún remedio cura,
y ni el peligro ni la muerte arredra.
Contra el roble que andamios de verdura
levanta, y la raíz en honda piedra
de un risco alpino esconde, brega en vano
proceloso aquilón que barre el llano.
    Mas ¿a qué repetir lo que ya han dicho
tantos en dulce rima y docta prosa?
Quédate, Amor, en tu sagrado nicho,
y guárdate tu ciencia misteriosa.
Eres, en conclusión, un duende, un bicho,
un enigma, una cierta cosicosa
que se viene y se va cuando le peta,
y trabuca a los hombres la chaveta.
    He aquí dos que se tiran al codillo
(dije mal), que se tiran al degüello;
y en la parada no les va un cuartillo,
porque la dama que es la causa dello
huye, y de más a más lleva el anillo
puesto en la boca, y sin volver el cuello,
veloz se pierde en la montaña oscura,
que aun invisible, no se cree segura.
    Artes y fuerza apura en su adversario
cada cual, ya repare, ya acometa;
tíranse golpes con suceso vario;
y todo sigue en igualdad completa.
Iba a durar la fiesta un octavario;
mas heos aquí que en traje de estafeta,
montada en palafrén de blanco pelo,
llega una dama, echado al rostro un velo.
    Suspensa de las armas la porfía,
descúbrese la bella viajadora,
que afligida se muestra en demasía,
y con las tiernas lágrimas que llora
temprana flor parece que rocía
el aljófar primero de la aurora.
Mirando al conde, le saluda, y ruega
que no pase adelante la refriega.
    «Aunque, mujer desconocida, creo
que mi demanda estimes necia y ruda
(díjole así), lo que en tus obras veo,
de que la otorgues no me deja duda.
—416→
Vengo, señor, de allende el Pirineo
en estos tristes paños de vïuda
buscando a este infelice caballero,
y que le dejes ir deberte espero».
    «Contento soy (dio el conde por respuesta,
que era la flor de toda cortesía),
y aun mi persona está a serviros presta,
si fuere menester más compañía».
«Gracias te doy, le respondió modesta;
honor insigne a la verdad sería;
pero mi primo solo me acompañe,
que a tu valor más alto empleo atañe».
    Y vuelta a Ferraguto, «¿Has conocido,
dice, a la sin ventura Flordespina?
Pasas el tiempo en justas divertido,
¡mísero! y ni aun sospechas la rüina
de que a darte las nuevas he venido.
Arde toda la España en repentina
guerra; tu padre está cautivo, ¡ay triste!,
y el enemigo a Barcelona embiste.
    «Acaba de llegar un rey Gradaso
que le llaman señor de Sericana;
y avasallada el Asia, hoy el Ocaso
sujetar quiere a su soberbia insana.
De reyes ni de pueblos hace caso;
común azote de la especie humana,
cristiano y musulmán, francés y godo,
al bárbaro invasor le es uno todo.
    «Consigo arrastra un turbïón espeso
de naciones feroces y malvadas;
Marsilio está para perder el seso;
el pobre rey se da de bofetadas.
Y viendo a Falserón, tu padre, preso,
únicamente tiene en ti fundadas
sus esperanzas. Ven; postrada invoca
tu brazo España; a ti el salvarla toca».
    Absorto, calla el moro, masticando
la relación de la afligida prima,
y unos pocos momentos vacilando
estuvo; al fin su decisión intima;
«A Dios te queda, dice, conde Orlando;
otra vez, site place, se dirima
la interrumpida competencia nuestra;
eres valiente, y dello has dado muestra».
—417→
    Para dejar que Ferragú se ausente
el conde intercesión no necesita;
antes a la Fortuna interiormente
las gracias da, que estorbo tal le quita.
Cambia Orlando la guerra antecedente
por la que dentro el pecho amor excita,
y tras la fugitiva mueve el paso,
mientras va el moro en busca de Gradaso.
    Convoca en tanto Carlos a gran prisa
su regia corte, y sobre el mal que aflige
al Occidente, en puridad se avisa,
y a este modo discurre: «Lo que exige
de Nos la tempestad que se divisa
en la vecina España, se colige
de aquestas dos razones: la primera,
que el rey Marsilio es deudo nuestro, y fuera
    «mancilla que el honor real no admite,
en tamaño peligro abandonalle;
y la segunda, que si Dios permite
que a España ese rey bárbaro avasalle,
sin aguardar licencia ni convite
sobre la Francia se vendrá, y ahorralle
el viaje es convenible y cumplidero;
ca da dos veces el que da primero.
    «Y pues la fe y honor os es patente
del ilustre barón de Montalbano,
nombrarle hemos juzgado conveniente
capitán del ejército cristiano».
    Habiendo dicho así, solemnemente
el militar bastón le puso en mano.
Arrodillado el paladín lo aceta,
y una oración pronuncia asaz discreta.
    «Seguirán, dice Carlos, tu estandarte
hombres cincuenta mil, gente de brío;
y para más cumplidamente honrarte,
y demostrar lo que en tu espada fío,
quiero también gobernador nombrarte
del Lenguadoc y cuanto baña el río
Garona; obedeciéndote Burdeos,
Rosellón y los montes Pirineos.
    «Mira, añadió abrazándole, hijo caro,
mira que te encomiendo mi corona».
Contéstale Reinaldos: «El amparo
de los cielos me falte, si ambiciona
—418→
premio mi pecho, más ilustre y claro,
que el consagrar mi espada y mi persona
a tu gloria, y que ceda, mientras vivo,
en honor tuyo el que de ti recibo».
    Dice, y los pies le besa, y se despide,
y la corte le da la enhorabuena.
Él lo cortés con lo valiente mide,
y a todos honra y de favores llena.
Con la celeridad que el caso pide
lo necesario a la partida ordena,
e incontinenti pónese en camino,
de Ivón acompañado y de Angelino.
    Todo el que sabe de armas y de guerra,
luego que esta partida se pregona,
deja por ir tras él su casa y tierra,
como a quien tanto su gran nombre abona.
Pasado han ya lo estrecho de la sierra,
y en poco tiempo llegan a Gerona,
adonde el viejo rey se ha retirado,
dando a Grandonio el cargo del Estado;
    Que teniendo cercada en crudo asedio
a Barcelona la enemiga hueste,
de salud le parece único medio
en el estado de las cosas este;
mas crece el mal, y no se ve remedio
que en situación tan apurada preste;
casi se trata de acordar la entrega,
cuando con Ferragú Reinaldos llega.
    Como en la tempestad al marinero
que ya la tabla náufraga apercibe,
cuando más brama el piélago altanero,
mudado el viento, el ánimo revive;
cual lámpara que al dar el postrimero
destello, nuevo pábulo recibe,
tal de Marsilio entonces la abatida
moribunda esperanza torna a vida.
    Llegan al mismo tiempo Balugante,
Isolero, Espinela, Matalista,
Serpentino, y el bravo rey Morgante,
a repeler la bárbara conquista.
El califa de España, el Almirante,
y Falserón, con otra larga lista
de nombres que por no cansar no escribo,
cuál era ya difunto, y cuál cautivo.
—419→
    Porque Gradaso, aquel desaforado
rey de la populosa Sericana,
habiendo las dos Indias subyugado
y aquella ínsula grande Trapobana,
los persas y los árabes domado,
y de los negros la región lejana,
y la mitad del mundo, finalmente
desembarcó en España con su gente.
    Multitud de naciones conquistadas
le siguen, belicosas y salvajes,
blancas, rojas, morenas, y tiznadas,
de varios climas, lenguas, armas, trajes.
Príncipes sólo y testas coronadas
le sirven de escuderos y de pajes;
valeroso, incapaz de felonía,
pero altivo, arrogante en demasía.
    Cubre a la infausta España la avenida
de tanta horda terrífica, sañuda.
Marsilio, que la cree casi perdida,
no sabe a qué lugar primero acuda;
y Barcelona misma es reducida
a tal extremo, que aun Grandonio duda;
pues día y noche el sitiador la estrecha,
y se halla a punto de batirla en brecha.
    Abraza, haciendo extremos de locura,
a Ferraguto el viejo rey Marsilio.
«Aunque imploraba ya la sepultura,
dice, con el vivir me reconcilio;
que tengo la victoria por segura
con tu asistencia y el cristiano auxilio».
Ferraguto le da respuesta breve:
que hará lo que acostumbra y lo que debe.
    Mientras de la defensa agota el arte
Grandonio, con la Cruz la Media-luna
forman bizarro ejército, que parte
a probar en el campo la fortuna.
En brigadas la gente se reparte;
señálase caudillo a cada una;
y rige Serpentino la primera,
que combatientes veinte mil numera.
    Cincuenta mil conduce a la pelea
Reinaldos; no le falta un solo infante;
Matalista a su vez capitanea
quince mil; va a su lado el rey Morgante;
—420→
luego otros tantos de hosca raza y fea
gobiernan Isolero y Balugante;
y sigue a todos la aguerrida banda
de treinta mil que Ferraguto manda.
    Dirige el rey Marsilio la postrera
de treinta y cinco mil bravos peones.
La fuerza tal, y tal el orden era
de las seis coligadas divisiones.
El sol en los arneses reverbera;
de polvareda espesos nubarrones
álzanse, y en el polvo y los reflejos
los conoció Gradaso desde lejos.
   Llamando a cuatro reyes de corona
Brutarroca, Grancoda, Urnaso y Berra,
«¡Hola!, dice, batidme a Barcelona:
cuidado que hoy sin falta venga a tierra;
no hay que dejarme a vida una persona;
solamente a Grandonio en esta guerra
vivo me cogeréis; metedle en hierros,
que a lidiar quiero echarle con mis perros».
    Cada cual de estos reyes conducía
de los campos del Indo y los del Ganges
guerrera innumerable infantería,
de arcos armada, de hondas y de alfanjes;
y cubren, en lugar de artillería,
uno y otro costado a las falanges
doscientos elefantes nada menos,
que altos castillos cargan, de indios llenos.
    Cual ondas forma con el raudo viento
la grama de una vasta pradería,
comienza a rebullir el campamento,
y con el polvo se oscurece el día.
El Serícano dice: «En el momento
quiero que venga a la presencia mía
ese gigante rey de Trapobana
que monta una jirafa por alfana».
    No se vio rostro de tan fiera guisa
como el de este jayán nombrado Alfrera.
«¡Hola!, dice Gradaso, date prisa;
ve, feo monstruo, hacia la azul bandera
que tiene estrella de oro por divisa;
sabes, si no la traes, lo que te espera».
Y encarado a otro rey que cerca estaba
y Faraldo de Arabia se llamaba,
—421→
    «Hazme al barón de Montalbán cautivo,
dice, y el estandarte galicano,
y en él haz modo de envolverle vivo,
y de traerme su corcel a mano;
no dejes que Bayardo fugitivo
se te escabulla, malandrín villano;
pues sabes que salí de Sericana
por ganar a Bayardo y Durindana».
    Luego a Framarte, rey de Persia, ordena
que a Matalista prenda y a Morgante.
Al rey de Nubia, Orgón, que tiene llena
de verrugas la cara y es gigante,
«Ensartarásme en una gran cadena
con Isolero, dice, a Balugante».
Al cual Orgón la carne recia y dura
servía de vestido y de armadura.
    Al gigante Balerza luego manda
(que tiene el morro tres pulgadas grueso
y monta un elefante) ir en demanda
de Ferraguto, y que le traiga preso.
El pueblo Sericán sin armas anda,
como en expectativa del suceso;
que sólo con su rey al campo sale,
y cuando el riesgo o la ocasión lo vale.
    La franca en tanto y la española gente
provoca al enemigo a la batalla,
y marcha, a sus caudillos obediente,
en orden tal, que es un placer miralla.
El campo, de la aurora al occidente,
cuajado está de espesa gentüalla
hasta la mar, y apenas uno sabe
dónde la que después va entrando cabe.
    Uno y otro enemigo es sarracino,
menos el buen señor de Montalbano,
y ya está el uno al otro tan vecino,
que se pueden herir tirando a mano.
Llega con Espinela Serpentino,
y embiste al populacho Trapobano;
por ambas partes pavorosa, horrenda
alharaca preludia a la contienda.
    El discorde sonar de tamborones,
de trompa, de añafil y chirimía,
hace una confusión de confusiones
que cosa del infierno se diría.
—422→
Serpentino, apretando los talones,
al rey de Trapobana acometía;
aquel de quien se ha dicho y se repite
que en lo disforme parangón no admite.
    Blandiendo va el gigante gruesa viga
que mástil pudo ser de una fragata;
nada le estorba escudo ni loriga;
de cada golpe a tres o cuatro mata.
Serpentín, que temor jamás abriga
(del coraje español era la nata),
arremetió; mas golpe tal le toca,
que cae vertiendo sangre por la boca.
    Pasó de largo la fantasma fea,
con la gran viga abriéndose ancha plaza,
y donde el estandarte azul ondea,
en el pobre Espinela hizo tenaza;
como por diversión le zarandea,
terciada en tanto la robusta moza;
echando luego a la bandera mano,
le envía envuelto en ella al Sericano.
    Reinaldos desde lejos vio la fiesta
de Serpentino y de Espinel gallardo,
y no le pareció ser hora ésta
de venir con su gente a paso tardo.
Dejándosela toda en orden puesta,
a sus hermanos manda Ivón y Alardo
sigan con ella, mientras él avanza;
embistiendo al jayán bajó la lanza.
    Aunque no le hizo sangre, que cubierta
lleva de cuero de orca la loriga,
del golpe que le da le desconcierta,
y echa a rodar jayán, jirafa y viga;
desenvainando entonces a Frusberta,
carga sobre la cáfila enemiga;
rompe las filas, acuchilla, mata,
y cuanto encuentra arrolla y desbarata.
    Tras él la división cristiana vuela,
y sobre el enemigo da de lleno.
Viendo la suya que a la fuga apela,
está el gigante Alfrera hecho un veneno;
mas le cumplió también hincar la espuela,
creyendo que el negocio no iba bueno;
y en pos corrió de la fugaz canalla,
no sé si a detenella o si a imitalla.
—423→
    Brazos cortando y pechos y cabezas,
no da vagar Reinaldos a la espada;
los trapobanos rompe y hace piezas;
hubo a quien rebanó de ijada a ijada.
Corriendo van por riscos y malezas,
como de cabras tímida manada;
caen, como en la siega las espigas,
los mutilados cuerpos y lorigas.
Pero recuerde ahora que es Reinaldo,
que quieren los de Arabia entrar en danza.
Él, para más honrar al rey Faraldo,
de parte a parte le pasó la lanza;
y luego a los demás da el aguinaldo
abriendo a quién el pecho, a quién la panza;
y dellos hubo a quien de un solo tajo
la gran Frusberta hendió de arriba abajo.
    Cúbrese de cadáveres el llano,
que hacen a los que lidian parapeto;
el que puede escapar lo hace temprano,
no le pesque Reinaldos el coleto.
Va Ivón, Guiscardo va tras el hermano,
y Alardo y Angelino y Ricardeto;
y Serpentín, con fresco aliento y fuego,
vuelve otra vez al azaroso juego.
    Iba en derrota el árabe, y caía
un dromedario aquí, y allá un camello,
cuando en su yegua tártara venía
Framarte, rey de Persia, sin resuello,
que por probar la lanza se moría
del buen Reinaldo, y se salió con ello,
pues en la lanza el paladín le ensarta,
y fuera se la echó más de una cuarta.
    Reinaldo, sin hacer de aquello cuenta,
pasa adelante impávido y sañudo;
parece un rayo en noche de tormenta;
más que mortal le estima el pueblo rudo.
Y Orgón en este punto se presenta,
que va, como un bergante, a pie y desnudo;
pero desnudo así y a pie y bergante,
nadie le ve llegar que no se espante.
    Tiene de modo tal la piel curtida,
que el hierro apenas la penetra o taja,
y con el tronco de una haya erguida
terriblemente a los contrarios maja.
—424→
Viole Reinaldos; pero vio en seguida
la turba que con él al campo baja
de atezados vasallos; con que suena
a replegar, y su brigada ordena.
    Y mientras como próvido consulta,
y qué partido tome delibera,
torna a la lid la densa turbamulta
de trapobanos que dirige Alfrera;
y volviendo la cara, ve que oculta
grande espacio de campo otra tercera
hueste, que viene por diversa parte
siguiendo de Balerza el estandarte.
    Éste unos gritos da descompasados
con que a los más intrépidos azora;
Alardo y Argelín medio turbados
estiman que cejar conviene ahora.
Reinaldos dice: «Estáis equivocados;
aguardad, compañeros, media hora,
media hora, no más, que media basta
para acabar con esta infame casta».
    Los dientes con terrífico rechino
Reinaldo aprieta y contra Alfrera parte.
Pero nuestro jayán, que era ladino,
como le vio venir, se fue a otra parte;
lo que puso a Reinaldos tan mohino
que aguijando a Bayardo, tunde, parte,
desbraza, descabeza a cuantos topa
y hace pedazos la enemiga tropa.
    Marsilio ve la gran nubarronada
de huestes que en el campo se congrega,
y envía a Ferraguto una embajada,
que se apresure a entrar en la refriega.
La batalla hasta aquí no ha sido nada;
ahora sí que en porfiada brega
hasta lo sumo el brío se acalora;
lo apurado, lo crítico es ahora.
    Porque Reinaldos de diversos modos
sarracenos despacha, que es un gusto;
chorréale la sangre por los codos;
y a los más alentados pone susto.
Y al mismo tiempo van llegando todos
los de más nota; Ferraguto adusto,
Matalista, Isolero, Balugante,
y el fortísimo príncipe Morgante.
—425→
    No sé decir si fuese ardid o fuerza,
que Don Turpín se lo ha dejado in petto;
lo que no tiene duda es que Balerza
se metió bajo el brazo a Ricardeto.
Pugna el mancebo mísero y se esfuerza
por desasirse; mas con poco efeto;
va Ivón tras él y Alardo y Angelino;
Balerza por los tres no da un comino.
    Por otra parte Alfrera ha levantado
a Isoler de la silla y se lo lleva.
Ferraguto lo vio; mas no le es dado
que un solo paso su corcel se mueva
contra la gran jirafa, que, espantado,
sobre los pies el cuerpo al aire eleva,
y responde a la espuela y a las voces
dando bufidos y tirando coces.
    Sólo el brutal Orgón a nadie pilla;
despachurrar le gusta únicamente;
en derredor, por más de media milla,
toda despavorida huye la gente;
que allí no vale lanza, no cuchilla,
ni el ser diestro aprovecha o ser valiente;
él rompe a un tiempo escudos, armas, huesos;
a borbotones saltan sangre y sesos.
    Pero ninguno a compasión excita
a par de Ricardeto, que hecho presa
de aquel otro gigante, «Hermano, grita,
a Ricardeto acorre, date priesa».
Oyó Reinaldos la doliente cita;
y vuelto, ve lo que de ver le pesa,
o por mejor decir, lo que en tan grave
ira le enciende, que de sí no sabe.
    Tanto el hermano al bello mozo ama,
que dar por él la vida estima en poco,
y al verle en brazos, no de alguna dama,
sino de aquel jayán, se vuelve loco.
Mas otro asunto la atención me llama,
y yo la vuestra juntamente invoco.
A Barcelona voy, que la tenemos
reducida a los últimos extremos.
    El que por dicha ignora dónde sea
de los horrores de la guerra el centro,
una ciudad acometida vea,
el enemigo fuera, el hambre dentro.
—426→
De cuanta desventura alguna idea
formarse pueda, allí la suma encuentro;
ni la fama otro cerco relaciona
que se compare al tuyo, Barcelona.
    Por do sus torres en la mar se miran,
la baten sin cesar mil galeones;
y en derredor por la campaña giran
de aquellos reyes indios las legiones,
que con ballestas, arcos, hondas tiran,
o sobre el hondo foso echan pontones,
o con enteros árboles lo ciegan,
y ya a la basa de los muros llegan.
    Dónde arriman escalas, dónde avanzan
morrudos elefantes a docenas,
que sus torres altísimas balanzan
de ejercitados guerreadores llenas,
que saetas, venablos, piedras lanzan,
batiendo a caballero las almenas,
mientras la poderosa catapulta
con recio embate a la muralla insulta.
    Coronan los sitiados la muralla,
y peñascos de enormes dimensiones
hacen caer de arriba, y cuanto se halla
a mano; hasta columnas y artesones.
Esotros cuerpo a cuerpo dan batalla,
y en vez de parapetos y bastiones
sus propios pechos a la lid presentan,
y al enemigo de la brecha ahuyentan.
    Descuella sobre todos la figura
de Grandonio, y ya firme está, ya corre;
cuantos hay medios de defensa apura;
a un tiempo manda, riñe, ofende, acorre;
las almenas le dan por la cintura;
semeja desde lejos una torre.
Dijérades al ver su porte y traza
que basta él solo a defender la plaza.
    A diestra y a siniestra peñas tira,
y a cada tiro aplasta un elefante.
En tropas la indïada se retira,
invocando a Mahoma y Trivigante.
Infelices de aquéllos do la mira
pone el jayán, de estragos anhelante;
que avienta como paja las escalas,
y a los que pilla hace volar sin alas.
—427→
    «¡Cobardes! ¿el hüir qué os aprovecha,
si os esperan aquí nuestras espadas?,
dicen los reyes, asaltad la brecha»;
y empújanlos a coces y a puñadas.
Grandonio encima hirviente pez les echa,
y líquido alquitrán a calderadas.
«Así, diciendo, adobo yo, belitres,
el yantar a los canes y a los buitres».
    Hinchen el aire, asordan los oídos
en varias lenguas dísonos acentos,
el triste lamentar de los heridos,
y el son de los marciales instrumentos;
doquiera dolorosos alaridos,
imprecaciones, votos, juramentos;
doquiera espanto y confusión se advierte,
y el furor en mil formas y la muerte.
    Al mismo tiempo el horroroso estrago
del hambre el vulgo en Barcelona siente,
que macilento y por las calles vago,
mendiga el pan con que el vivir sustente.
¡Cuánto el anciano endeble que al amago
de la Parca con pulso intercadente
y lento afán se rinde, cuánto envidia
al que perece en la sangrienta lidia!
    Con mustio labio el falleciente hijuelo
los pechos de la madre exprime en vano,
que la lívida cara eleva al Cielo,
desamparada de socorro humano.
Crece continuamente el ansia y duelo,
y de hora en hora aguarda el ciudadano
ver de la patria la fortuna extrema,
el saco horrible y la matanza y quema.
    Pero, por Dios, dejemos este asunto,
y dejemos también, si os acomoda,
a los indianos reyes, que ya a punto
tienen la gente que gobiernan toda;
tanto, que a una señal de aquel trasunto
de Satanás, el pardo rey Grancoda,
cubren dos mil escalas la muralla,
y sube como hormigas la canalla.
    Mudemos en efecto de sujeto,
que pensar no me deja en otra cosa,
y a decir la verdad, me tiene inquieto
la tremenda, la crítica, azarosa
—428→
aventura del pobre Ricardeto,
que, si gente le sigue valerosa,
se va con él Balerza sin embargo,
y lleva el elefante a un trote largo.
    Bien que como Reinaldos se aproxime,
tiene que detenerse a su despecho.
Ni por eso creáis se desanime,
antes le dice que placer le ha hecho.
Ferrado tronco en la derecha esgrime,
y lo maneja cual liviano helecho.
Vestido está de acero rutilante,
y ya sabéis que monta un elefante.
    Por no exponer su buen corcel, se apea
el paladín; pero ¿de qué su ahínco
le sirve, o su valor, cuan grande sea,
si cuatro palmos más no crece o cinco?
Fuele inspirada una excelente idea;
un brinco da, cual suele ser el brinco
del tigre sobre el corso o la potranca;
del elefante empínase en el anca;
    y al monstruo en el cogote con suceso
tan cabal embutió la hoja luciente,
que tras el casco le taladra el seso,
y hace salir la punta por la frente;
de modo que Balerza suelta el preso
y el último suspiro juntamente.
La vasta mole ensangrentada bota
el elefante, y por el campo trota.
    Mudando de caballo Ferraguto,
persigue en tanto al robador Alfrera,
que por salvar la presa, al tardo bruto
que monta, incita a más veloz carrera.
Ello es que el moro se afanó sin fruto,
y que cuando al bergante herir espera,
éste, esquivando el golpe, aprieta el paso,
y se mete en el campo de Gradaso.
    Tras él se cuela Ferraguto; pero
el resultado no valió la pena.
Echando en tierra al joven Isolero,
aferra el otro la fornida entena,
y moviéndola en círculo ligero,
da a Ferraguto un golpe que le atruena;
la regia servidumbre se apersona,
y a los dos españoles aprisiona.
—429→
    Dice a Gradaso Alfrera: «Desconfío
que salgas de esta lid con lucimiento;
ciertamente Reinaldos tiene brío;
yo sólo el tuyo igualo a su ardimiento.
Es tu enemigo y enemigo mío,
y el alabarle no me da contento;
mas la verdad se ha de decir por fuerza:
acaba de matar al rey Balerza.
    «Atravesó a Faraldo, y ha ensartado
a Framarte como una pajarilla.
Yo soy de todos el mejor librado,
y tengo dislocada una costilla.
Al verle, no hay peón tan alentado
que no eche a huir creyendo que le pilla.
Tú, si de mi verdad te satisfaces,
mientras es tiempo, mira bien lo que haces».
    Rïendo desdeñoso el Sericano,
«¿Conque Reinaldos, dice, es tan valiente?
¿Conque te ha dado? Bien está; me allano
a renunciar mi pretensión presente,
si no le venzo y a Bayardo gano
antes que el sol descienda al occidente».
Dijo, y por señas la armadura pide,
y el regio albergue a lentos pasos mide.
    Las armas otro tiempo fabricadas
para Sansón, dos reyes le traían:
obra maravillosa de las hadas,
de azul y oro a cuarteles relucían.
Y no bien se las tuvo acomodadas,
era cosa de ver lo que corrían
los que a servirle en torno atienden; tanto
el verle aun a los suyos causa espanto.
    Luego de un salto encabalgó la alfana,
que era una yegua de color retinto,
negrísima, tresalba, rabicana,
de gran correr y de marcial instinto.
Saliendo, ve a Reinaldos que rebana,
punza, degüella, troncha y deja tinto
de sangre el suelo, entre cabezas rotas,
informes cuerpos, destrozadas cotas.
    El rey Gradaso le miraba atento,
como quien tiene en tales cosas voto;
luego se le dispara truculento;
es una tempestad, un terremoto;
—430→
al mismo diablo, si le diese un tiento
con la lanza, el testuz le hubiera roto.
Despavorido un repentino salto
Bayardo da de cuatro varas de alto.
    De que el pagano asaz se maravilla;
mas no se cura, y sigue siempre avante.
Hileras desbarata y desparpilla;
ya están en tierra Ivón y el rey Morgante.
Ambos a dos Alfrera al punto pilla,
que tras el rey Gradaso va de infante,
y a prender, no sin pena, se da mano
todos los que derriba el Sericano.
    Guiscardo al suelo va, va Serpentino,
Alardo y otros ciento en larga hilera.
Como si en sucesión a su vecino
el que primero cae, caer hiciera,
llévaselos Gradaso de camino
sin suspender un punto su carrera;
casi duda la vista sorprendida
si primero es el golpe o la caída.
    Mas el barón de Montalbano ha vuelto,
que, sin apelación, probar fortuna
con el gallardo rey tiene resuelto.
Cual entra con enhiesta media-luna
bravo toro en el circo; desenvuelto,
alta la frente, llega. Ambos a una
se encaran y se embisten fieramente;
paróselos a ver toda la gente.
    Fue sobre todo humano pensamiento
pavorosa, crüel la arremetida.
El buen Bayardo (a mi pesar lo cuento)
cae por la vez primera de su vida;
pero resurte y pone en salvamento
al mísero Reinaldos, que la brida
no rige ya. Gradaso, aunque la bella
alfana cae, se tiene firme en ella.
    Creyendo que al negocio ha dado cabo,
dice al gigante Alfrera: «Corre y pilla
ese corcel que de ganar acabo;
jaeces nuevos ponle y nueva silla».
Mas le dejó por desollar el rabo,
que el tal corcel ya estaba a media milla,
llevando encima al aturdido dueño,
que al fin sacude aquel pesado sueño.
—431→
    Y torna nuevamente a la quimera,
apenas recobrado del letargo.
Iba diciendo el socarrón de Alfrera:
«¿A quién se dio jamás tan necio encargo?»
Y como si alcanzarle no quisiera,
ya a corto, ya le sigue a paso largo,
jurando, a fe de Alfrera y de gigante,
que en tenerle a la vista hará bastante.
    Mientras a los franceses divertido
está en acuchillar el Sericano,
y a cuál la vida, a cuál quita el sentido,
hiriendo a unos de filo, a otros de plano,
Reinaldos, que pensaba prevalido
de la ocasión, cascarle a salvamano,
le asaltó de costado, y en la frente
le descargó descomunal fendiente.
    Mas no hay granito que se ponga al lado
de aquélla; y ved si con razón lo digo.
Como si un coscorrón le hubieran dado,
así se queda; y vuelto a su enemigo,
«Suelo dar, dice, el celemín colmado
a los que gustan de feriar conmigo».
Hácese atrás para que libre juego
tenga el robusto brazo, y carga luego.
    Caló sobre el brïoso paladino
silbador altibajo; y por mi vida,
a no tener el yelmo de Mambrino,
ya estaba al otro mundo de partida.
Sobre el pescuezo a dar de bruces vino
de su corcel, que arranca de estampida;
y aciértalo a mi ver, porque sin eso
queda allí su señor o muerto o preso.
    Tornó Reinaldo en sí; mas ¡ay! el pecho
otro más crudo golpe le traspasa;
muérese de vergüenza y de despecho;
se desespera, en cólera se abrasa.
Decíase: «Tus bríos ¿qué se han hecho?
¿qué es esto, miserable, qué te pasa?
¿eres Reinaldos? ¿tienes armas? ¿manos?
¿te han hechizado acaso estos paganos?»
    Y vuelto a su caballo dice: «¡Ingrato!
dejárasme morir, que de esa suerte
honrado moriría; nunca al trato
de los hombres volvamos; ve a esconderte.
—432→
Pero ¿qué estoy diciendo, mentecato?
Volvamos a vengarnos o a la muerte».
Decir, picar, arremeter violento
al rey de Sericana, fue un momento.
    Aunque en sus armas la menor falsía
no halló Frusberta aquella vez tampoco,
estrellas le hizo ver a mediodía.
Pareciole la chanza al rey un poco
pesada, y dijo, haciendo que reía:
«¿Habrase visto semejante loco?
Mas yo tengo de ver si te sosiego».
Lanzando por los ojos vivo fuego,
    se abalanza al francés de tal manera,
da tal fuerza, tal ímpetu a la espada,
que ninguno lo vio que no dijera:
«Barón de Montalbán, tu hora es llegada».
Y sin duda ninguna que lo fuera,
si hubiese andado lerdo el camarada.
El siniestro talón Reinaldos hinca;
ágil Bayardo al otro lado brinca.
    Dio en vago el golpe el Sericano; empero
otro le segundó que puso grima.
Hurta el francés el cuerpo cual primero,
y un recio tajo al mismo tiempo arrima.
Pagábale al contado en buen dinero,
como quien sabe a perfección la esgrima;
y Bayardo, tan ducho como el amo,
saltando acá y allá parece un gamo.
    Gradaso, viendo que trabaja en vano,
va a ver si en otra parte se fatiga
con más provecho, y rompe espada en mano
por las legiones de la adversa liga;
mas no ha dado cien pasos el pagano
cuando Reinaldos otra vez le hostiga,
y gozar no le deja aquel sabroso
andar matando a roso y a velloso.
    Trabábase la lid con furia nueva
a no verse Reinaldo en grande aprieto,
pues mientras con el rey su espada prueba,
prisionero hace Orgón a Ricardeto.
De allá el hermano grita: «¡Que me lleva!»
—433→
y a él acá le tiran al coleto;
no sabe a dó se vuelva ni qué haga,
ni cómo a entrambos lances satisfaga.
    Tanto le da que hacer su antagonista
que apenas de su espada se defiende;
pues ¿qué será cuando al gigante embista,
si al mismo tiempo el Sericán le ofende?
No ve socorro humano, aunque la vista
por todo el campo a la redonda tiende.
Pero sin fuerzas y sin voz me siento;
suspendo el canto mientras cobro aliento.