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Canto XII

Melidor y Floridana

    Que la guerra es la más tremenda plaga
que el cielo justiciero al mundo envía,
y que en la guerra el pueblo es el que paga,
vémoslo por desgracia cada día.
Por cientos y por miles, se lo traga
esta voraz, esta insaciable harpía;
y mientras todo el daño al pueblo alcanza,
toda es de Potentados la pitanza.
    Como para los hombres no hay ventura
igual a la que un rey les proporciona,
—537→
Su Majestad, que el bien común procura
cual carga impuesta a su Real persona,
un pueblo y otro y otro más por pura
benevolencia allega a su corona;
dejadle ir adelante en su carrera,
y hará feliz la humanidad entera.
    Mas otro pío augusto personaje
al mismo objeto por su parte aspira,
cobrando a las naciones vasallaje;
éste de un cabo, aquél del otro tira;
y el que, ya al mundo culto, ya al salvaje,
desgarra la más grande y bella jira,
es el más digno del aplauso humano
y el más grande y perfecto soberano.
    Mas hablando de veras, ¿no contrista
ver de tal suerte el orbe todo hecho
vasto teatro de inmoral conquista,
do la fuerza es el único derecho?
¿Cuándo será que la razón resista
a ese brillo de gloria contrahecho,
y los goces aprecie que atesora,
aun en sí misma, el alma bienhechora?
    Pero si es en un rey grosero engaño,
y a par que gran maldad, gran desatino,
con tanto propio afán y ajeno daño
comprar un bien tan falso y tan mezquino,
¿qué se dirá del que en servicio extraño
el salario recibe de asesino,
y carga de asesino la librea,
y con ella se esponja y pavonea?
    ¿Para que duque o mariscal te llame
el que hoy te nombra a secas don Fulano,
y que el pecho una estrella o cruz te infame,
que esclavo te denuncie de un tirano,
bárbaro, es menester que se derrame
a torrentes la sangre por tu mano;
y a trueque de esa vana, esa supuesta
gloria, el dolor común te es burla y fiesta?
    Lauro eterno al intrépido soldado
si por su patria y por su fe pelea;
si no, tu nombre, ¡oh guerra, abominado
y por siempre jamás maldito sea!
—538→
Pláceme que a tus furias tregua he dado,
que aun en sueños me asustas y en idea;
ebria de sangre se me antoja verte
esgrimir la guadaña de la Muerte.
    Noble Reinaldos, Flordelisa bella,
obligado a vosotros me confieso,
que habéis venido a interrumpir de aquella
desmocha impía el trágico proceso.
Vuelvo a donde os conté que a la doncella
hace el barón ofrecimiento expreso
de su espada y su brazo, y que, indecisa,
se rinde al fin y acepta Flordelisa.
    Que cabalgue, la Dama le suplica,
pues el corcel le falta, la hacanea.
Reinaldos cortésmente le replica
no le proponga acción tan baja y fea;
mas ella las instancias multiplica
tanto, que el paladín no titubea,
y bien que a su pesar, la silla ocupa,
haciendo a Flordelís tomar la grupa.
    Sube la Damisela temerosa,
que no del todo al paladín se fía;
pero temor más grande una espantosa
voz le infundió que a corto trecho oía;
a Flordelís la bella tez de rosa
en pálido jazmín se convertía.
Reinaldos con intrépido semblante
salta de la hacanea, y ve un gigante.
    Estaba el tal en medio de una senda
junto a la boca de una parda gruta;
la cara tiene abotagada, horrenda,
negro el pellejo y la mirada bruta.
Inevitable juzga una contienda
el barón, y no sólo no se inmuta
mirando aquel vestiglo tan cercano,
mas a encontrarle corre, espada en mano.
    Una gran porra empuña el tal, y lleva
de triple malla todo el cuerpo armado,
y se ve a la abertura de la cueva
en cadenas un grifo a cada lacio;
pero una cosa más extraña y nueva
que todas éstas, era que guardado
estaba allí el caballo de Argalía;
su guarda a cargo aquel jayán tenía.
—539→
    El cual caballo en esta cueva oscura
por arte se engendró de encantamento.
Nacida fue su madre de una pura
etérea llama, y fecundola el viento;
tal fue de Rabicán la genitura,
que de uno y otro rápido elemento
heredó lo veloz de la carrera,
la bella estampa y la índole guerrera.
    No probó nunca paja ni cebada,
que de aire solamente se nutría.
Valido de una mágica entruchada
robole Galafrón para Argalía,
y éste le trajo en la fatal jornada
con que a turbar la cristiandad venía;
y en que a sus verdes años cortó el hilo
de daga mora el acerado filo.
    Después que, como os dije, Ferraguto
a palos le ahuyentó de la presencia
de su señor, el generoso bruto
volvió del patrio albergue a la querencia,
que, llena ahora de pavor y luto,
custodia este jayán, con asistencia
de los dos grifos, que argentada pluma
tienen, y fuerza y ligereza suma.
    Reinaldo al enemigo se presenta
con no menos denuedo que recato,
alta la espada, y con la vista atenta
a reparar de treta y de rebato.
El jayán, que le ve, ya se hace cuenta
que ha de tener que trabajar un rato;
habiendo dado a más de mil la muerte,
distingue cuál es flojo y cuál es fuerte.
    Con la osamenta de la pobre gente
blanquear todo el campo se divisa;
ni por eso temor Reinaldos siente;
morir hará al jayán, y no de risa.
Cerraron ambos presurosamente,
y un tanto la ventaja fue indecisa;
con ojo y pulso igual tiran, reparan,
y golpes dan que riscos destrozaran.
    Reinaldos al jayán hirió primero,
y con la punta le alcanzó a la testa;
poro la cubre tan templado acero
que muy poco la herida le molesta.
—540→
Soberbio un gran porrazo al caballero
retruca, y conclüir pensó la fiesta;
Reinaldos hurta el cuerpo a maravilla,
y aciértale otra punta a la tetilla.
    De hierro un palmo le metió en el pecho,
que la malla de hirviente sangre inunda;
pero aún no de esta herida satisfecho,
otra con más violencia le asegunda.
No fueron al gigante de provecho
sus armas; que Frusberta furibunda
en la barriga le abre una tronera,
y parte del redaño le echa fuera.
    Mucho sintió su fuerza enflaquecida
el malandrín, y de color se inmuta;
tanto el dolor le aqueja de la herida
que cercano a la muerte se reputa.
Único medio, de salvar la vida
le pareció correr hacia la gruta
y soltar a los grifos la pihuela;
mas no bien libre el uno dellos vuela,
    Agarra al pobre diablo de una zanca,
y agarrado a las nubes se le lleva;
mientras el otro hacia Reinaldo arranca
queriendo hacer en él la misma prueba;
grazna horrorosamente, y con la blanca
pluma erizada (fiera lidia y nueva)
embiste al paladín, que atiende inmoble,
y al verle cerca esgrímele un mandoble,
    tan a sabor, que por un tris entera
toda la pierna izquierda le rebana.
Graznando y renqueando huyó la fiera,
el cándido plumaje tinto en grana.
Mas lo peor del caso nos espera;
que el otro grifo, habiendo, cual liviana
presa, alzado al jayán, sobre los picos
de una roca le suelta, y le hace añicos.
    Y con el espantoso pico abierto
y las dos alas extendidas, cala.
Dice Turpín, y téngolo por cierto,
que como doce pies mide cada ala.
Se oye un zumbido en todo aquel desierto,
que en pampa austral el raudo sur no iguala;
—541→
con tanta furia el aire y tanto estruendo
aquella ave infernal viene batiendo.
    Déjase con el ímpetu del rayo
caer sobre el valiente caballero,
que, habiendo para aqueste nuevo ensayo
los bríos requerido y el acero,
un súbito revés tira al soslayo,
que al grifo coge y le desgarra el cuero;
aleteando un tanto se retrae,
y sobre el paladín otra vez cae.
    Vuélale en torno al príncipe cristiano
buscando cómo pueda echarle el guante;
ya baja de las nubes, cual milano,
ya por detrás, ya asalta por delante;
mas halla al buen señor de Montalbano
apercibido siempre y vigilante;
y por doquier que amenazando viene,
con la punta Frusberta le detiene.
    Al cielo enfurecido se levanta,
y piérdese de vista; mas desciende
a poco rato con violencia tanta,
que al barón esta vez casi sorprende.
A la cabeza embiste, y le quebranta
de una uñarada el cerco que defiende
alrededor el yelmo de Mambrino;
pero al yelmo no daña, que era fino.
    Por más que se afanaba, no podía
darle golpe Reinaldos que valiera,
pues tan veloz el grifo iba y venía,
que a la vista ir tras él difícil era.
Mientras que Flordelís votos hacía,
corto el aliento, y con la faz de cera,
fatiga el uno al otro, urge, trabaja,
y un átomo no lleva de ventaja.
    Viendo el barón con cuánto afán la guerra
aun a la luz equilibrar consiga,
y que la noche a toda prisa cierra,
que teme algún desmán no sé si diga.
Por último recurso se echa en tierra,
fingiendo que desmaya de fatiga.
El grifo, que le cree de vida falto,
hambriento embiste; el príncipe da un salto,
    Y a la fiera esta vez coge de lleno,
clavándole la espada en el gollete;
—542→
y luego cuatro veces en el seno
hasta los gavilanes se la mete.
Ya que expirando enrojeció el terreno
por bocas el tal grifo seis o siete,
el palafrén, la Dama, do la brida
trajo al barón, instando a la partida.
    Mas vino al paladín el pensamiento
de examinar el fondo de la cueva,
y se dirige al boquerón pizmiento,
y a Flordelisa de la mano lleva.
De mármol vio labrado el pavimento;
y de alabastro y pórfido se eleva
a poco trecho espléndida fachada
de lámparas de plata iluminada.
    Era de bronce sólido la puerta,
jambas, dintel, columnas y arquitrabe;
y en un oculto nicho descubierta
por la discreta Flordelís la llave,
con ella es la interior estancia abierta,
que era una luenga embovedada nave;
en cien hacheros blanca cera ardía
que claridad perpetua mantenía.
    Bajo un dosel de plata, que doblado
repite el resplandor de tanta llama,
aparece alto lecho de brocado,
y en él una gentil difunta dama.
En caracteres de oro está grabado
sobre un negro padrón junto a la cama
un letrero que dice: «Aquel que fuere
llegado a este lugar sepa que muere,
    «Si a pasar adelante se aventura,
no haciendo antes solemne juramento
de vengar a esta exánime hermosura
dando a su matador digno escarmiento;
y en don se le concede, si lo jura,
un corcel que en la estampa y el aliento
(salvo uno solo) a cuantos hay excede,
y a dos pasos de aquí montarle puede.
    «Caballo de cristiano ni de moro
en el presto correr no le es igual,
pues deja atrás al mismo Brilladoro
y al famoso Bayardo, otro que tal.
Atado está en sutiles lazos de oro,
y cubierto de diáfano cendal;
—543→
de paramentos, riendas, freno y silla
y lo demás, provisto a maravilla».
    A sí mismo se da la enhorabuena
de este hallazgo el señor de Montalbano.
Luego colgado ve de una cadena
un libro, en roja tinta escrito a mano,
do la historia leyó, con harta pena,
de un tierno amor y de un ardid villano,
y de la dama la infelice suerte,
y por qué causa, y quién le dio la muerte.
Del rey de Babilonia Trufaldino
(arriba varias veces mencionado),
según contaba el libro, era vecino
un conde, de linaje señalado
y gran virtud; por donde ser le avino
de aquel perverso mortalmente odiado;
llamábase este conde Floridelo,
y castellano fue de Montebelo.
    Con él vivía una menor hermana
hermosa, y en el mismo grado honesta.
El libro, que la llama Floridana,
dice que en lo discreta y lo modesta,
lo bella, lo graciosa y lo galana,
no hubo mujer cabal, o éralo ésta,
y que con fino amor, puro y constante,
de un caballero amada fue y amante.
    El sol no vio, que todo el mundo gira,
como éste, un par de amantes en la tierra.
Si la beldad de Floridana admira,
valor igual en Melidor se encierra,
que entre la gente babilona y sira
famoso fue en la paz como en la guerra;
cortés, bizarro, liberal sin tasa,
y solamente de ventura escasa.
    Que, como a un claro mérito inhumana
madrastra la Fortuna siempre ha sido,
no pudo de su cara Floridana
Melidoro llegar a ser marido.
El conde Floridelo, que su hermana
a un poderoso duque ha prometido,
al sin ventura Melidor la niega,
y la empeñada fe y palabra alega.
    El libro añade que de foso y muro
se hallaba Montebelo circundado,
—544→
sobre la cumbre de un enhiesto y duro
cerro tan sabiamente edificado,
que por cualquiera parte está seguro
por cualesquiera fuerzas amagado,
y solamente vil superchería
defensas tantas allanar podía.
    El Babilonio muchas veces quiso
por arte o fuerza conquistar la plaza;
y hallando a Floridelo sobre aviso,
mientras como enemigo le amenaza,
su intento posponer creyó preciso,
y con traidoras muestras lo disfraza;
y para al fin salirse con su tema
valerse resolvió de estratagema.
    Averiguada el malandrín tenía
de aquellos dos amantes la maraña;
y sabiendo en qué parte andar solía
a caza Melidor, se da tal maña
que con él se hace encontradizo un día,
traba conversación y le acompaña;
júrale que de tiempo atrás ha estado
a su valor y fama aficionado.
    Y cuando cree que franco está el camino
del joven Melidor al pecho hidalgo,
de un punto en otro a sus amores vino:
«Si os merezco servir, le dice, en algo,
entendido tened que os patrocino,
y disponed de cuanto puedo y valgo.
Sé de vuestro rival la intriga toda,
y de la dama la forzada boda».
    Como artificio en Melidor no cabe,
y le ciega el amor de Floridana,
que algo se oculte imaginar no sabe
bajo tan noble oferta y cortesana.
Cual náufrago que hundirse ve la nave,
batida de furiosa tramontana,
y en este afán se abraza a la más leve
tabla, pensando que a salud le lleve;
    Así amor que esperanza desampara,
de lo más flaco y débil echa mano.
¿Quién, sino Melidor, imaginara
poner la suya en este rey tirano?
¿O quién le diera fe, cuando mirara
otra vislumbre de socorro humano?
—545→
Vese perdido, y ve una senda abierta
de salvación (que tal juzgó la oferta);
    y sin ver más la acepta, y ya la hora
de poseer el caro bien le tarda;
que hallando asilo en Babilonia ahora,
ni Floridel ni el mundo le acobarda.
Manda, pues, por mensaje a su señora
que si la fe que le juró le guarda,
venga con él a verse, y a extranjera
tierra le siga; y que en tal parte espera.
    Ella, que tanto amaba al caballero
como era dél con tierno amor querida,
le escribe por el mismo mensajero:
«Pronta estoy; apresura la partida;
llega mañana el duque; mas primero
que unirme a él me quitaré la vida,
que vivir no me es dado sin quererte;
soy tuya, esposo mío, hasta la muerte».
    Sale, pues, y a la hora y al minuto
concertados se juntan, y con presta
fuga a un palacio van, donde el astuto
Trufaldín los recibe a mesa puesta;
y del largo penar gozan el fruto
pasando el día en regocijo y fiesta,
¡ah! sin pensar que el último sería
de su vida y amores aquel día.
    Entregado está apenas al reposo
el caballero en brazos de su amada,
cuando con gran silencio el alevoso
entra en el aposento a mano armada.
Del lado del mancebo valeroso
quitó primeramente arnés y espada;
encima se les echa con su gente,
y préndelos a entrambos juntamente.
    Temblando por la suerte de su esposa
mudo contempla Melidor el hecho,
mientras la dama atónita y medrosa
pide misericordia sin provecho.
El rey, amenazando que les cosa
a puñaladas con la daga el pecho,
si no se cumple su intención tirana,
una pluma presenta a Floridana.
    Y ordénale que escriba a Floridelo
que el joven Melidoro la ha robado,
—546→
y en un bosque cercano a Montebelo
con tres pajes la tiene a buen recado;
que sin rumor, para no dar recelo,
venga, y de poca gente acompañado;
que así podrá, frustrando el torpe intento
del robador, ponerla en salvamento.
    Entonces de la negra alevosía
de Trufaldín se desvolvió el ovillo;
prender a Floridelo pretendía,
y apoderarse luego del castillo.
Pero nada alcanzó por esta vía;
Floridana protesta que al cuchillo
antes el cuello entregará, que sea
el instrumento de traición tan fea.
    Con esto embravecido el inhumano
manda que se le traiga un hierro ardiente.
A la una se lo aplica y la otra mano;
luego en el seno lo estampó y la frente.
Mas fue la instancia del dolor en vano,
que se mantuvo hasta expirar valiente.
A Melidoro, que romper amaga
los duros lazos, traspasó una daga.
    Todo esto en aquel libro se refiere,
pero en más largo cuento y más süave;
pues pone las palabras que profiere
ésta y aquél; y añade que no sabe
cuál de los dos más angustiado muere
y con dolor más enojoso y grave;
si Floridana, que abrasada expira,
o el sin ventura esposo que la mira.
    Y dice más, que una hada ha restaurado
la injuriada beldad a la heroína;
que allí cerca el amante fue enterrado,
y que a par dél va a serlo la mezquina,
luego que la venganza haya alcanzado
que el decreto del cielo le destina,
cual ha de darle en tiempo no distante
un bautizado caballero andante.
    Toda leyó Reinaldos la escritura,
que a maravilla y compasión le mueve,
y, con más veras nuevamente jura
que el rey traidor su merecido lleve.
Restaurose tras esto de la dura
fatiga de la lid en sueño breve;
—547→
y al rayo débil del albor temprano,
deja la cueva y monta en Rabicano.
    Y cabalgando el palafrén la dama,
siguen los dos en busca del jardín,
donde con otros de alta estirpe y fama
cautivo está Roldán, el paladín.
Andando van por entre rama y rama
de un denso bosque; y llegan casi al fin,
cuando a un feo centauro ven cercano,
que a un gran león rugiente arrastra a mano.
    Tenía de caballo la figura
hasta los lomos; y de allí adelante
humano pecho y cuello y catadura,
y brazos poderosos de gigante.
Habitaba la parte más oscura
de la floresta; y siempre en ella errante,
lleva un broquel, tres dardos y una maza,
y del pillaje vive y de la caza.
    Tiembla de susto y miedo la montaña
toda en contorno por do va la fiera;
no hay cerca que no salve, ni alimaña
que compita con él en la carrera.
Un adulto león de fuerza extraña
acaba de atrapar, y cual si fuera
pequeño recental recién parido,
de la melena le llevaba asido.
    Pues el centauro que la presa mira
nueva, que la fortuna le depara,
suelta al león que huyendo se retira,
y al animoso paladín se encara.
Un dardo con violencia tal le tira
que a cogerle de lleno le pasara.
Reinaldo esquiva el golpe, y sólo pudo
rozarle el hierro el borde del escudo.
    Vuelve las ancas él, como azorado,
y luego torna, y otro dardo asesta;
mas en el yelmo de Mambrino ha dado
y hácele sólo retemblar la cresta.
El tercero también ha malogrado,
con que el garrote a manejar se apresta.
Sobre el de Montalbán se viene al trote
creyendo que esta vez le descogote.
—548→
    Y cierto ha menester el caballero
toda su agilidad; tal le trabaja
aquel grueso bastón que tan ligero
a diestra y a siniestra sube y baja;
ni menos diestramente el compañero
era a Frusberta esquiva y ora ataja,
pues, amén del coraje que le anima
y de la fuerza, entiende bien la esgrima.
    Ya de éste embiste y ya de aquel costado,
ya por la espalda el monstruo y ya de frente;
tanto, que el paladín atolondrado
cabeza y pulso flaquear se siente,
y le parece en giro arrebatado
moverse cielo y tierra, y finalmente,
temiendo vacilar, contra la falda
de un gran peñón tajado se respalda.
    Y respaldado, esgrime así la espada
que sin provecho el tal centauro suda;
mas ¡ay! echando en torno una mirada,
a Flordelisa ve, que en susto y duda,
sin color, sin aliento, a la trabada
lid está atenta; de designio muda;
de un salto enfrente a Flordelís se planta,
y de la silla en brazos la levanta.
    Y a gran galope por la selva espesa
intérnase, cargando con la dama.
Reinaldos va en pos dél a toda priesa,
y al verse así burlar, de enojo brama.
Llega el centauro a un río y le atraviesa.
«¡Favor! ¡Favor!», la prisionera clama,
pero la historia aquí suspendo, en tanto
que templo mi laúd para otro canto.


Canto XIII

La torre de Poliferno

    Tal vez alguno habrá, que habiendo oído
el caso de la bella Flordelisa,
diga que se lo tiene merecido
hembra que tales vericuetos pisa,
—549→
y que si recatada hubiera sido,
saliendo sólo con la dueña a misa,
y en vez de andar así de ceca en meca
cuidara de la aguja y de la rueca,
    no en tamaño peligro se mirara,
presa de aquel vestiglo semihumano;
ni cuerdo fue, si en ello se repara,
irse de bosque en bosque mano a mano
con el de Montalbán; que, aunque pasara
la cosa en el más limpio y el más llano
y honesto modo que posible sea,
no sé si encontrará quién se lo crea.
    Dice Turpín (y a su opinión me allego)
que la materia es algo delicada,
y que las manos no pondrá en el fuego
por Flordelís ni por la más pintada.
Yo, por mí, ni lo afirmo, ni lo niego;
de mi aldehuela vengo; no sé nada.
Bellacuelo, es verdad, Reinaldos era,
y joven, y gentil... ¡Más que lo fuera!
¿No ha de haber sino quiéreme y te quiero,
cuando una dama está sola con solo?
No siempre lo probable es verdadero,
ni todo en este mundo es trampa y dolo.
Pero a lo arriba dicho me refiero.
Siempre en tu escuela, Amor, he sido un bolo,
y llevé (tú lo sabes, ¡ay!), bien raras
veces votivos dones a tus aras.
    Digo, reasumiendo el cuento mío,
que Flordelís se desgañita y llora,
y que el de Montalbán se arroja al río,
donde segunda lid se traba ahora;
y con tal maña, y tal coraje, y brío,
juega el barón la espada cortadora,
que ya no ve el centauro cómo alcance
a salvar vida y presa en este lance.
    Primero con la dama se abroquela
y la presenta a la enemiga espada;
mas viendo que tampoco esta cautela
ha de valerle con Reinaldos nada,
que siempre asesta el golpe a do le duela,
ya de tajo le embista o de estocada,
a Flordelisa arroja airadamente
donde más honda y rauda es la corriente.
—550→
    Dicha fue no pequeña que supiera
Flordelisa nadar como una trucha,
pues darle en este trance no pudiera
ayuda el paladín poca ni mucha.
Nadando la mezquina saca fuera
la húmeda faz, y con las ondas lucha.
Arrebatada del raudal violento
desaparece a la vista en un momento.
    De loca rabia en tanto poseído
el biforme animal la clava esgrime;
zumba el cercano bosque estremecido,
y el aire en torno abriendo espacio gime.
En tres o cuatro partes está herido,
y parece, al mirarle, que le anime
a cada nuevo golpe vida nueva,
y al universo a contrastar se atreva.
    Aunque enrojece con su sangre el río,
aflojar no semeja en el empeño;
antes juntando ahora todo el brío
y toda la pujanza de que es dueño,
recula para dar más poderío
al golpe que medita; alza el gran leño,
en los traseros pies el cuerpo libra,
carga a la vez, y un altibajo vibra.
    Capaz de destrozar era el porrazo
un monte, cuanto más un caballero;
pero, al bajar, el furibundo brazo
encuentra de Reinaldos el acero.
Como desnudo está, sin embarazo
la aguda punta le taladra el cuero,
y el rollizo lagarto le barrena,
de sangre abriendo caudalosa vena.
    Suelta la clava la doliente mano,
y brinca el monstruo a la contraria orilla.
Síguele como un rayo Rabicano,
y sin cesar Reinaldos le acuchilla;
los cascos alza y coces tira en vano;
en vano, que del lomo a la tetilla
atravesado, casi a un mismo punto
cayó bramando y se estiró difunto.
    No sabiendo el barón qué rumbo elija,
ni cuál sea de la dama el paradero,
hacia el septentrión acaso aguija,
y a la Fortuna fía el derrotero,
—551→
que al jardín del Olvido le dirija,
do vive el conde Orlando prisionero,
o el jurado castigo a dar le lleve
a la maldad del Babilonio aleve.
    Mas mientras él camina a la ventura,
al cerco retornemos de la Roca,
do todavía la batalla dura,
y la brigada nueva que se aboca
al tártaro Agricano, así le apura,
así le da molestia y le sofoca,
que de salir con honra y vida entera
casi estoy por decir que desespera.
    Circunda la ciudad un ancho río,
que de una y otra parte abarrancado,
aun en lo más ardiente del estío
ni el curso enfrena ni permite vado.
De Albraca el populoso caserío
sobre un pendiente risco está fundado,
y almenada muralla le da en torno,
a par que fuerza y que defensa, adorno.
    Coronada de blancos torreones,
está la ciudadela en lo más alto,
que de cien poderosos escuadrones
no tiene miedo al combinado asalto.
De bastante presidio de barones
el muro en derredor no estaba falto,
ni de la ciudadela el arduo asiento,
de la bella princesa alojamiento.
    Y por la sola parte que no lava
aquel gran río el empinado muro,
completa las defensas honda cava
con puente levadizo bien seguro.
Éste, como antes dije, alzado estaba;
y Agricán, entre tanto, en el apuro
de abrirse retirada, suda y gime,
y cada vez más multitud le oprime.
    Por cada calle un escuadrón avanza,
que acortar le hace el paso a su despecho.
Lluvia de piedras y de dardos lanza
cada torre a su vez, y cada techo.
Casi ya sin aliento ni esperanza
el Tártaro a la turba opone el pecho;
cuando ofrecerle la Fortuna quiso
salvamento y victoria de improviso.
—552→
    Fue el caso que la tropa, o la ralea
mejor diré, que guarda muro y puente,
viendo cuán densa turba al rey rodea,
desguarnece sus puestos de repente,
y al paraje en que el Tártaro pelea,
toda se dirigió concordemente
a tomar parte en el provecho y gloria
de la que ya juzgó fácil victoria.
    Afuera en tanto una brigada escala
el ya desierto muro; y con violenta
irrupción penetrando, el puente cala,
y franco el paso a los demás presenta.
No hay avenida que los campos tala,
no hay rápido torrente que revienta
forzando el dique, y se derrama hinchado
llevándose rediles y ganado;
   como la hueste tártara furiosa,
que a la turba circasa y albracana
de tropel arremete, estrecha, acosa,
postra, destruye, y cuanto encuentra allana.
Caballeros, peones, nadie osa
resistir. Sacripante se amilana,
y a salvar la amagada ciudadela
con las reliquias de su gente apela.
    Viendo su pobre pueblo así deshecho,
tirase del cabello la Princesa,
y se tuerce las manos de despecho,
y en hondos ayes su dolor expresa.
La gran ciudad el enemigo ha hecho
en pocas horas mísera pavesa;
ponen doquier los lúgubres despojos
espanto a los oídos y a los ojos.
    Aquí fuego, allí sangre, allá rüina,
grita acullá y estrépito y tumulto.
Uno roba, otro viola, otro se inclina
a matar solamente, y mata a bulto.
No la inocencia al párvulo apadrina;
no valen las plegarias al adulto;
no a la vejez las canas; no la bella
pálida faz ni el llanto a la doncella.
    Ni el sacro templo reverencia inspira
a la crueldad, de sangre y presa avara.
Entre la refugiada plebe expira
el sacerdote ensangrentando el ara.
—553→
Ya donde fue la Albraca no se mira
muro o pared enhiesta, sino rara;
y cubre el suelo yermo la insepulta
gente, a que el vencedor, aun muerta, insulta.
    La ciudadela sola se mantiene
de tanto estrago y destrucción exenta.
Trufaldino a esconderse en ella viene;
luego el turco Torindo se presenta,
y Sacripante, que consigo tiene
caballeros de pro como cincuenta,
herido en partes nueve o diez, cubierto
de polvo y sangre, y más que vivo, muerto.
    Esto es de tantos miles lo que resta,
y en lo que su salud la reina fía,
pues, aunque tanto el resistir le cuesta,
resiste, sin embargo, todavía,
jurando derramar su sangre en esta
desatentada desigual porfía,
antes que de Agricán llamarse esposa.
Mas lo peor de todo es otra cosa.
    O traición sea, o negligencia acaso
(que Turpín, si lo supo, se lo calla),
está el castillo sumamente escaso
de la más necesaria vitüalla.
Manda, pues, el doliente rey Circaso
que, mientras pueda él mismo ir a batalla,
los víveres se tasen a la gente,
y que de los caballos se alimente.
    Angélica les dice: «Yo pretendo
ir a traeros prontamente ayuda,
y deudos y vasallos requiriendo,
la fortuna otra vez poner en duda.
Entre tanto a Mahoma os encomiendo,
que a vuestro acorro, como debe, acuda;
y si no os vuelvo a ver, amigos míos,
dentro de un mes (no pido más), rendíos.
    «No me culpéis de temeraria o loca
que emprenda tal; que si me pongo al dedo
este encantado anillo o en la boca,
cosa, no sé, que deba darme miedo.
Algo, amigos, por vos hacer me toca;
pues ¿cuánto más lo que segura puedo?»
Tras esto un tierno adiós dice al amante,
casi ya moribundo, Sacripante.
—554→
    Y después que al esfuerzo y la prudencia
de Trufaldino y de Torindo encarga
que la Roca defiendan en su ausencia,
la cual espera en Dios no será larga,
cabalgando con presta diligencia
su cándida hacanea, el paso alarga,
y a la luz de la luna bajó al llano
que la hueste ocupaba de Agricano.
    Postrado a todo el mundo tiene el sueño
después de los afanes de aquel día,
y trabajo costara no pequeño
al muerto distinguir del que dormía.
Vaga un caballo acá y allá sin dueño;
ningún hogar, ninguna luz ardía;
la luna sola fríos rayos vierte
sobre esta escena de pavor y muerte.
    Como que lleva para no ser vista
el anillo en la boca la Princesa,
sin que nadie le estorbe o le resista,
segura el campo tártaro atraviesa;
y cuando dél bastante trecho dista,
y ya el peligro, a lo que juzga, cesa,
pasó el anillo de la boca al dedo,
y el verde llano recorrió sin miedo.
    Al rojo alborear de la mañana
cerca de un ancho río vio acostado
un vejancón de luenga barba y cana,
que así le dijo: «Sea Dios loado,
que a este lugar en hora tan temprana
os ha, señora mía, encaminado,
porque, según las señas que en vos noto,
de un tierno padre el cielo ha oído el voto.
    «Un hijo tengo en la última agonía;
y si mediante alguna yerba o droga,
o algún secreto que sepáis, la impía
fiebre que le consume se desfoga,
muy mayor bien que el de esta vida mía,
vida caduca y mise... (aquí le ahoga
un tropel de sollozos lastimeros)
caduca y miserable, he de deberos».
    Ella, naturalmente cariñosa,
«No llores, le responde, buen anciano,
que sé de yerbas y de cuanta cosa
el cuerpo adoleciente torna sano».
—555→
Así dijo; y de nada temerosa,
desmonta luego, y con la rienda en mano
va paso a paso a do el traidor la guía,
el cual era la misma hipocresía.
    De una torre llegaron a la puerta,
que, al dar el conductor una aldabada,
al punto fue del otro lado abierta,
y entrados ellos, otra vez cerrada.
Entonces la añagaza es manifiesta:
de mujeres la torre está poblada,
que prende y guarda en ella aquel vejete,
bribón de siete suelas y alcahuete.
    De Poliferno el tal era vasallo
(el rey de Hircania, mencionado arriba),
que proveedor le ha hecho de un serrallo
en que del Asia está la flor cautiva.
Cuando el rey le mandaba renovallo,
por el país cazando damas iba;
y no hay mujer que, vista, se le escape,
y que por fuerza o por ardid no atrape.
    Estando ya la torre bien surtida,
llevarlas piensa al rey en caravana.
Tiene de rubias una gran partida,
y de morenas multitud mediana;
cuál, zahareña, y cuál es relamida,
cuál, grande, y cuál, rechoncha, y cuál, enana;
todas de fresca edad y todas bellas;
y nuestra Flordelisa es una dellas.
    Porque, como arrojada por el fiero
centauro iba nadando río abajo,
dio con aquel grandísimo embustero,
que la pescó y a la prisión la trajo.
Para hacer el encierro llevadero,
cuéntanse unas a otras su trabajo;
una llora, otra al verse de esta guisa
se desespera, y otra lo echa a risa.
    Narraba al auditorio compasivo
su historia Flordelisa sollozando,
y del jardín les habla en que cautivo
está con Brandimarte el conde Orlando;
y el gran centauro píntales al vivo
con quien quedó Reinaldos peleando;
y cuanto sabe, en fin, les despepita;
que así consuela una mujer su cuita.
—556→
    Con gemidos y lágrimas la fina
y tierna fe les dice de su amante,
que forzado galán de Dragontina
de la encantada huerta es habitante.
Llega en esto otra joven peregrina
que acaba de apresar aquel tunante,
y se abre de la torre la barrera
a recibir la triste prisionera.
    Todo lo oye y lo ve con gran cautela
Angélica, y de todo se socorre;
y, como para entrar la Damisela
recién cautiva en la malvada torre,
se entreabriese el portal, por él se cuela
anillo en boca, y por el campo corre.
Do está Roldán, ha oído a Flordelisa,
y marcha en busca suya a toda prisa.
De tal virtud, si bien incomprensible,
es la sortija aquella, que, en la boca,
no sólo al que la tiene hace invisible,
sino a cuanto cabalga y lleva y toca.
Y sepa el criticastro incorregible
que murmura y en duda lo revoca,
que un Arzobispo es quien lo escribe, y sea
o no mentira, es justo se le crea.
    Así que, della Angélica provista,
iba, sin que la viesen, por doquiera;
y bien poco ganara en no ser vista
dado que verse el palafrén pudiera.
Ni en lo improbable algún lector insista
de que en la torre a mano le tuviera;
hallarse a punto y con el freno v silla,
recién llegado aún, no es maravilla.
    Angélica, espolea que espolea,
fatiga al sobredicho palafrén,
(o si se quiere, llámese hacanea,
que no me importa el nombre que le den),
y dónde el Río del Olvido sea
y de la maga el deleitoso Edén,
pregunta ansiosa, y llega últimamente
al Río, y sin estorbo pasa el puente.
    Cupo la guarda, en este propio día,
de la mágica huerta a don Roldán.
La silla a cuestas, Brillador pacía.
Pende el rojo pavés de un arrayán.
—557→
Él, tendido a la larga, parecía
estar embelesado en ver cuál van
de guija en guija con murmullo blando
las linfas de una fuente serpeando.
    De caballeros por el parque gira
gallarda tropa; calza aquél la espuela;
éste bohorda; esotro al blanco tira,
o azor mudado o gerifalte vuela;
mientras que Clarïón pulsa la lira,
puntea Brandimarte la vihuela;
cantaba con Grifón el rey Balano;
aquél hico el tenor y éste el soprano.
    «El velo que te ciega se descorra»,
dice la Dama; y el anillo apenas
a Orlando aplica, en él la imagen borra
que le tiene en suavísimas cadenas.
Como el que vuelve en sí de una modorra
en que el ardor de las turbadas venas
la mente le embargó, los ojos gira,
y no sabe si vela o si delira;
    así perplejo Orlando y vacilante
duda si es realidad o fantasía
lo que le pasa; y más al ver delante
la beldad que buscado en vano había.
Revive en él, y crece, instante a instante,
el muerto amor; aquel amor que un día
le hizo afanar con incesante anhelo
por la que allí bajada cree del cielo.
    Angélica le da noticia entera
de su prisión y del jardín hadado,
y de cómo le tiene la hechicera
de razón y memoria enajenado;
y cuéntale de Albraca la postrera
fortuna, el rostro en lágrimas bañado,
y que ha venido a demandarle ayuda,
y que obtenerla de su amor no duda.
    Luego a Balán y a Brandimarte frota
la piel, y a los demás, con el anillo.
Mas Dragontina lo que pasa nota,
y a todo su poder quiere impedillo;
al arma suena; el campo se alborota;
consejo vano, que jardín, castillo,
y cuanto aquel florido espacio adorna,
en humo y viento y soledad se torna.
—558→
    Esta metamorfosis repentina
contempla cada cual absorto y mudo,
hasta que Orlando en un padrón se empina,
y les hace, en el tono un poco rudo
que el uso de las armas adoctrina,
la más discreta alocución que pudo,
probando que piedad, justicia, fama
a la defensa obligan de la Dama.
    Y la furia describe de Agricano,
y de la Albraca la fatal tragedia,
y el riesgo de que toda caiga en mano
de la bárbara chusma que la asedia
y ha de meterla a fuego y sacomano,
si Dios por su piedad no lo remedia,
y cori presto favor no se le. acude,
para que el fiero, Kan de intento mude.
    Todos conformemente han aceptado,
y juran ir de Orlando en compañía.
Mas aquel Trufaldino, que amasado
era de falsedad y felonía,
y desde tamañito fue malvado,
y lo era más y más de día en día,
una de las que sabe, urdir pretende;
a Sacripante y a Torindo prende.
    Heridos, como están, difícil cosa
no ha sido este atentado a la pandilla
de gente desleal, facinerosa
que para tales hechos acaudilla.
En la cueva más honda y tenebrosa
con los demás que descuidados pilla,
turcos unidamente y circasianos,
atados encerró de pies y manos.
    Y luego al Kan envía una embajada
diciendo que Torindo y Sacripante
a su mandado están, y que entregada
la ciudadela le será al instante.
Mas no bien fue la cosa declarada,
hinchados los carrillos, centelleante
la airada catadura, a la propuesta
del mensajero el rey así contesta:
    «Por vida de quien soy, que con mi mano,
si no te escondes a la vista mía,
te descuartice, malandrín villano.
Huye, y di de mi parte al que te envía,
—559→
que jamás con traidores Agricano
usó tratar, y que se acerca el día
en que a los dos, para escarmiento y pena,
colgaros he de la más alta almena».
    El triste mensajero que el semblante
ve de Agricán en cólera inflamado,
y hubiera, por estar de allí distante,
de Trufaldín las dos orejas dado,
no se hizo de rogar, tomó el portante,
por no exponerse a algún desaguisado,
y un poco más veloz de lo que vino
tornó con el mensaje a Trufaldino.
    Iba en este comedio el conde Orlando
por aquellos desiertos noche y día,
con la princesa del Catay trotando
y con su valerosa compañía;
y de una cumbre altísima bajando
los campos vio de Albraca, que cubría
a todos vientos infinita gente,
en armas y colores diferente.
    Tanto estandarte ven, tanta bandera,
y tanto pabellón, y tropa tanta,
que desistir Angélica quisiera,
según la inmensa multitud la espanta;
pero no es hombre Orlando que lo hiciera;
antes con más denuedo se adelanta.
«Por entre todo ese soez gentío
salva, le dice, irás, tesoro mío».
    Guerreros nueve el animoso bando
cuenta, que en orden triple se reparte.
Cabalga a la vanguardia el conde Orlando,
y a su lado el brïoso Brandimarte;
el centro Adrián y Uberto iban formando,
con Aquilante y Claros, nuevo Marte;
la retaguardia es de Antifor, Balano,
y el buen Grifonio, de Aquilante hermano.
    Los cuales eran hijos de Oliveros,
no inferiores al padre en bizarría,
aunque a la bella cara los primeros
mostachos hacen sombra todavía.
En medio de estos nueve caballeros
toda medrosa Angélica venía,
—560→
y de pensar temblaba en la contienda
que les aguarda, desigual y horrenda.
    Como al pasar en tropa un ancho río
diz que acostumbra el próvido elefante,
que a los de menos fuerza y menos brío
el de más vasta mole va delante,
y desbravando él solo el poderío
de la rauda avenida resonante
a los demás con el ejemplo incita,
y el peligroso vado facilita;
    no de otra suerte el bravo Orlando avanza,
y sonando el gran cuerno mientras tanto,
(aquel que a millas veinte a oírse alcanza,
y a cuantos le oyen pone horror y espanto),
con voz que se duplica en lontananza
reta al rey de Tartaria, a Radamanto,
Savarón, Poliferno, Santaría,
y a cuantos otros en el campo había.
    Súbita alarma y súbito alarido
discurre por las bárbaras hileras;
todo el mundo a las armas ha corrido;
descógense estandartes y banderas.
Cual vasto mar, que reposó dormido,
si las calladas ondas placenteras
airado vendaval silbando azota,
hierve improvisamente y se alborota;
    así se alza el clamor y se dilata
por la que Albraca fue, va vasta arena.
Agricano las armas arrebata,
y que Bayardo se le traiga ordena;
jaquelado pavés de negro y plata
embraza, y negro morrïón estrena,
que por cimera en vez de airón galano
lleva una Muerte con guadaña en mano.
    Discurre el noble Kan de Tartaría
que el vicio Galafrón es quien le ataca,
del cual tuvo noticia que venía
en acorro de Angélica a la Albraca.
¿Ni cómo imaginar que provenía
toda esta confusión, esta alharaca,
de nueve caballeros solamente,
contra tan grande número de gente?
—561→
    Y por eso al corcel poniendo espuela,
seguido del gigante Radamanto,
corre el valiente Rey, que se las pela,
su campo a defender; mas entre tanto
que él corre, o por mejor decir, que vuela,
yo, interrumpiendo un rato breve el canto,
tomo para mi lira plectro nuevo,
como para tan alto asunto debo.