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ArribaAbajoCapítulo III

Informe acerca del proyecto de ley llamada del terrorismo9


Señores de la Comisión: Sin preámbulo, no me gusta perder el tiempo, ni hacerlo perder á los demás.

El primer efecto que me causó la lectura de ese proyecto, fué de incredulidad: eso no era verdad. España ha venido pidiendo á sus Gobiernos á grito herido europeización, y los Gobiernos la contestaban con ese proyecto, africanizándola. Una parte del litoral del Golfo de Guinea, con sus tribus neolíticas, con sus régulos negros vestidos de taparrabos, es una dependencia de España; con ese proyecto, España se convierte en una dependencia moral del Golfo de Guinea. ¡Cómo había de creer yo que eso fuera una cosa seria!

Buscándole una explicación se me representa un sujeto, aventajado artista, que en vez de solazarse un domingo pintando una acuarela ó fusilando un conejo, discurría obsequiar á sus nietezuelos con un cuento azul de su invención, y tomó la pluma y se puso á escribir, y le resultó eso: una especie de Civitas solis, á estilo de la de Campanela, salvo titularse ley contra los explosivos ó ley contra el terrorismo, acaso por temor de que si la bautizaba por su nombre propio, que si la titulaba por lo que es, llamándola terrorismo á secas, incurriese por ventura en la sanción de las leyes de 1894 y 1896 contra los delitos cometidos por medio de los explosivos ó por medio de substancias inflamables.

No extrañará á nadie que diga esto si recuerdo que entre las utopias numerosas ó estados ideales que se han discurrido y escrito con objeto de aminorar las angustias y las tribulaciones de la humanidad, lo mismo que con las religiones desde Evemero y Platón hasta Fenelón y Fourier y Harrington, etc., las hay de tesis absolutista, como la del francés Vaugrain, las cuales por cierto no aceptarían, no admitirían parentesco el más remoto, ni siquiera afinidad, con esa utopia del Vaugrain español que estamos enterrando.

El art. 15 de la ley de autos, tan compendioso, tan comprimido que cabe en una hoja de papel de fumar, envuelve, sin embargo, toda una Constitución; Constitución que por lo visto querría subrogarse en la del 76, amén de la ley de Orden público, del Código penal, etc.

La primera, la Constitución vigente, al menos platónicamente y en la Gaceta, introduce en España, siguiendo la tradición de otras anteriores, el régimen llamado parlamentario, en que un poder llamado legislativo, dando cuerpo á la soberanía de la Nación, recogiendo las creaciones consuetudinarias de la colectividad social, interpretando estados de conciencia de la opinión, los traduce en leyes, y otro poder llamado ejecutivo que los aplica, acomodándolos á los hechos.

La nueva Constitución en proyecto invierte radicalmente los términos, y es ya el poder ejecutivo quien legisla y quien rige los casos, no por una ley general y preexistente y promulgada por un poder distinto, sino por el puro arbitrio de un poder nuevo que se crea: el de las Juntas de autoridades, famosa hijuela y dependencia del poder ejecutivo, él cual de esta suerte asume las facultades del legislativo y del judicial; ó dicho de otro modo y en resumen, por aquel criterio tan socorrido en tiempos del imperio romano y del Renacimiento, sic voleo sic juveo sic pro ratione voluntas.

Ítem más, la Constitución vigente sanciona ciertas libertades, ciertas garantías para la personalidad humana, enumerando y definiendo los llamados derechos individuales de carácter civil, propios de toda persona humana, por ley de su naturaleza aunque incluídos por circunstancias históricas en un cuerpo legal de carácter político. La nueva legislación del proyecto, la Constitución nueva, hace tabla rasa de todo ese embeleco legal, y por ella bonitamente son tachadas la libertad de imprenta, y la libertad de reunión, y la de asociación, y el derecho de no ser juzgado ni sentenciado, sino después, de haber sido oído y la inviolabilidad del domicilio y de la correspondencia, todo eso en suma que ha causado ya estado en el derecho de gentes, y sin lo cual no se concibe un Estado medianamente civilizado. Y todo esto, entiéndase bien, sin siquiera la hoja de parra de un bill de indemnidad, por una simple noticia que el poder ejecutivo da á las Cortes, las cuales no hay duda que con esto hacen un lucido papel en el negocio.

¿Qué quiere decir esto? Pues quiere decir que ese art. 15 de nuestros pecados, es un artículo constituyente, que muda la forma política del Estado español, ó dicho en términos vulgares y corrientes, que sustituye un régimen por otro régimen, que muda de raíz lo que llamamos forma de Gobierno, y todavía, como si esto fuera poco, lleva á cabo esa sustitución de forma de Gobierno y ese cambio de Constitución por una ley ordinaria, verdadero golpe de Estado, sin siquiera convocar Cortes Constituyentes.

¿Es por ventura que, á mi juicio, el mudar de forma de Gobierno es una cosa necesariamente mala? Formulada la pregunta así, en términos absolutos y generales, no; como que yo aspiro también á mudar la forma de Gobierno; lo que hay es que el regenerar, el resucitar, el europeizar á España (todo viene á ser una misma cosa), requiere, inexcusablemente, un cambio de régimen; requiere, inexcusablemente, al menos por algún tiempo, un régimen político de tutela, y de tutela, naturalmente, con todas sus consecuencias, algunas de las cuales están contenidas en el proyecto que estamos analizando: pero ese régimen de excepción, ese régimen de tutela, requerido por el estado desesperado del enfermo, para el cual hasta los mismos remedios heroicos son ya insuficientes, y cuya legitimidad se da sólo en función de algo sustantivo, á saber, la resolución práctica positiva de los problemas de la despensa y de los problemas de la escuela, de que la regeneración depende, ese régimen tutelar no tiene nada que ver con un proyecto de ley, con una ley abstracta, sin finalidad, dada sólo para un terrorismo de café cantante, que, ó no existe, ó existe sólo en los Gobiernos civiles, y que, en todo caso, sería inadecuado remedio, peor que la enfermedad, que es la razón por la cual el pueblo más ducho en achaques de política sobre el planeta, Inglaterra, lo ha excluido de su legislación, confiándose genialmente en la fuerza medicatriz de la Naturaleza.

Y no se me diga que esas facultades extraordinarias, cuando no fuera necesario el satisfacerlas y ejercitarlas contra el terrorismo, servirían de coeficiente á la regeneración, porque ni tal propósito se anuncia, ni de él se hace la más leve indicación en el proyecto para justificar esta vuelta al régimen del despotismo; y ni aun cuando el propósito existiera, estaría justificado, porque en España no hay hoy una sola persona que le estorbe; antes por el contrario, todos con las más vivas instancias lo solicitan, ni es únicamente quien lo estorba en su falta de brújula el Sr. Maura, ni en suma, por otra parte, esas facultades se dan nunca á quien ha demostrado con sus actos que no las merece, á aquellos de quienes, como del Sr. Maura, el pueblo no es que sienta ninguna duda ni ninguna desconfianza, sino que tiene la más absoluta certeza de que no había de cumplir.

El Sr. Maura, que desde la oposición prometió esta política reconstituyente, que todos hemos pedido en balde nueve años, cifrándola en una fórmula, en una frase muy compendiosa, «revolución desde el Poder», y que no bien llegado al Poder, cuando le han presentado al cobro la letra, la ha protestado, ha protestado su firma, y esa ha sido su última palabra. El Sr. Maura, que después de haber sido varias veces ministro, algunas de ellas ministro omnipotente, ha podido tener hace quince meses la sinceridad de decir á los diputados de la mayoría: Señores, han pasado nueve años; hemos entrado, mejor dicho, en el noveno año del desastre, y aún no hemos hecho nada; señal, anuncio de que cuando dentro de dos ó tres años vuelva al Poder -si es que vuelve porque nosotros criminalmente le dejamos- podrá decir ó podría decir á las mayorías parlamentarias: Señores, amigos míos, hemos entrado en el décimosegundo año del desastre; han pasado doce años desde la fecha del desastre, y aún no hemos empezado á mejorar la ración alimenticia de los españoles, ni á alumbrar alguna luz en su cerebro: pero en cambio, hemos llevado á cabo, hemos hecho dos leyes eminentemente regeneradoras: la ley de Jurisdicciones, por una parte, y la ley contra el terrorismo, por otra. El Sr. Maura, de quien dirá escandalizada la Historia esa cosa horrible que yo no puedo explanar aquí, ese agravio espantoso hecho á la instrucción del pueblo en su relación con el presupuesto, ó mejor dicho, con el presupuesto de la marina militar.

No. ¿Cómo sería posible que nosotros abandonáramos á ningún político, pero menos que a nadie al Sr. Maura, esa ley que nos retrotrae á los días ominosos de Fernando VII y de las Purificaciones, y no digo á los días de Felipe II y de la Inquisición por no ofender á la Inquisición y á Felipe II? (Risas.)

Una ley que nos hace retroceder y que al mismo tiempo nos destruye; una ley que destruye los pocos escasos progresos que hemos realizado, políticos, sociales y procesales en los dos últimos siglos, y que, al mismo tiempo, esteriliza sacrificios inmensos, torrentes de sangre derramada por tres generaciones de héroes, de mártires y de patriotas durante más de una centuria; no, ese proyecto, ese engendro más bien, no pasará de ser una utopia, de ser un cuento azul. No será ley, y no lo será, ó por que no lo votarán los diputados ó porque, aunque lo voten, quedará orillado, quedará en desuso, quedará sepultado en el panteón de la Gaceta, muerto desde el instante mismo de la votación.

Pero entonces me dirá alguien: Si tan seguro estás, Costa, de que no ha de llegar á regir, arribe ó no á las playas de la Gaceta, ¿por qué lo combates? Pues lo combato, no por el huevo, sino por el fuero; porque el sólo hecho de votarle personas públicas, que se dicen representantes de la Nación (ya se recordará que lo ha votado el Senado), y más aún el solo anuncio del intento ofende mi dignidad de ciudadano, y ofende en su dignidad al pueblo, haciéndome ver cuán hondo ha caído éste en el respeto y en la estimación, no diré de sus gobernantes, de los que le tienen secuestrado al patrimonio de la soberanía y del poder.

Porque es un baldón el consentir hasta el mero ademán de un tal escupitajo y de una tal bofetada como la de ese proyecto. Por eso me adelanto á protestar de él, en mi nombre y en nombre de un regular número de madrileños, de aragoneses, y en general, de españoles, que me tienen confiada su representación, aunque no puedo exhibir poderes notariales.

Cuando el Poder público, aun en el caso de ser legítimo, conculca la que llamamos enfáticamente legalidad, al extremo y en la forma en que lo hace ese proyecto, es que invita á los ciudadanos á que hagan otro tanto, saliéndose también de la legalidad, constituyéndose en transgresores suyos. Acaso sea esto lo único de bueno que tiene el proyecto; y aún pudiera algún caviloso figurarse que ese había sido el secreto propósito del autor.

Había el Sr. Maura declarado en 1899 en el Parlamento, que si no se hacía pronto la revolución desde arriba, que era absolutamente necesaria, estallaría indefectiblemente, fatalmente, la revolución de la calle. Como la primera no se hizo, parecía, según el vaticinio, que debía haber estallado la segunda. Por desgracia no fué así, y el crédito del Sr. Maura como profeta periclitaba. ¡Qué extraño sería que él mismo, para recobrar ese crédito, hubiese querido medir el grado de mansedumbre del pueblo, aplicándole ese cohete, ó si se quiere, esa banderilla de fuego del proyecto, para ver si estallaba y recobraba un poco la vergüenza, y salía de estampía por esos redondeles de Dios.

Si así fuese habría que alabar la perspicacia política del aludido, porque la verdad es que de hecho el salón de sesiones se ha trasladado al salón de conferencias, y aún podría decirse que el Congreso, todo hecho un juego de pelota, andaba en dolores de parto á punto de alumbrar una Convención. En el caso de la hipótesis, nos hallaríamos nosotros en el caso de la felix culpa de Adán, que así llamaban los Padres de la Iglesia al pecado original, porque en su pensamiento, gracias á él había descendido Cristo á la tierra, y se había obrado la redención mística de la Humanidad. El pecado del autor del proyecto sería otra felix culpa, porque gracias á él se habría obrado este fenómeno de que el pueblo, al fin, sintiera que le salían al rostro los colores de la vergüenza y que volvía de su síncope, y que se alzaba y se desperezaba y se le sentía otra vez el pulso, y por fin, hacía su declaración serena, altiva y magnífica de guerra.

Si los señores diputados llegaran á votar esa ley, nosotros la votaríamos también, salvo que con una pequeña diferencia ortográfica: ellos la votarían con v, y nosotros la votaríamos con b.

No quiero acabar sin hacer una protesta personal, individual, en el día de hoy antes de marcharme. Esta marcha tendrá lugar mañana por la noche, porque hoy, por desgracia, ya no puede ser.

Entre otras tristezas me llevaré una nueva: el espectáculo que me ha dado esta mañana la policía de Madrid. Ese espectáculo me ha parecido en primer término una representación dramática del ataque aquel de los mamelucos de Napoleón hace cien años, en la calle de Alcalá y Puerta del Sol. Me ha parecido también, en segundo lugar, que la policía quería asimismo tomar parte en esta información, y su informe colectivo en la calle, con el sable, me ha demostrado que como no tenemos aptitudes para tantísimas otras cosas de la vida pública, no tenemos tampoco aptitudes de polizontes ni de gobernadores civiles.

El coche que me llevaba, ha ido rodeado todo el trayecto de guardias montados, y yo protesto, porque no era una escolta de honor, sino una especie de anticipo de la Guardia civil, ejecutando este proyecto de ley, hecho ya ley, como si quisieran llevarme por adelantado á presidio; ¡á mí, pobre inválido, que estoy paralítico como España!

Yo protesto de este agravio que ha querido inferirme mi entrañable enemigo personal el Sr. Vadillo. Y esta protesta me causa una gran pena interior, porque no puedo hacerla más que teórica, porque todavía no está el horno en la disposición en que debiera estar.

Al retirarme al sanatorio del Pirineo, esta ira que me hierve en el alma y que me desborda de ella, la llevaré á depositar y á calmar en el seno de aquel admirable Pirineo central, si es que antes no sucede lo que hace mucho tiempo ha debido suceder.

He concluido. (Grandes aplausos.)


Opiniones de la prensa


Sea bien venido

-¡Bien venido seáis, don Joaquín Costa! Con toda el alma os saludamos al entrar en Madrid, león perseguidor de lobos y vulpejas. Viene á la Corte para oponerse á la imprudencia temeraria de los fracasados, al inri sarcástico que ponen sobre el madero en que han clavado á España los sayones de 1898; viene, y de las montañas aragonesas, el primer español, el último español, si no le ayudamos, si no ponemos todo el alma en esta empresa, si dejamos perder también esta batalla.

Saludemos á Costa, el sabio en diversas ciencias, el africanista, el enemigo de caciques y oligarcas, el fiero lapidador de fracasados, el patriota ardiente en quien vive fresca y punzante la impresión del tratado de París; el fustigador de los republicanos servidores de la monarquía que aún mendigan impúdicamente jefaturas que perdieron en la sesión memorable y que jamás recobrarán; el autor del Manifiesto de la Cámara Agrícola del Alto Aragón ó de Barbastro, espléndido molde para unir á todos los españoles dignos de serlo; el patrocinador de la «política de calzón corto»; el que puso en la «despensa y en la escuela» los términos del problema nacional tergiversado por la Solidaridad catalana; el que se sobrepuso á las Cortes y demostró ser él y no ellas representación de la nación, oponiéndose en el colosal informe publicado en El País contra el inmoral y necio despilfarro de 200 millones para construir la escuadra; el incansable espoleador de la dormida voluntad nacional; el férreo, el gigantesco Pelayo de esta reconquista... ¡Salud!

Cuantos escuchen la voz del Fichter español; cuantos sigan el norte que él trazara en libros y discursos; cuantos sientan con él los males de la patria y sepan con él odiar y maldecir á los que ha llamado enemigos interiores de España, acudirán á darle la bienvenida.

Deben acudir. Quien no madrugue para recibir á Costa, no diga luego que le desvela el porvenir de España.

Bien venido, ceñudo solitario de Graus, aragonés prototipo, español castizo, hombre representativo. El partido republicano celebrará Asamblea en la estación de Atocha, y España oirá por primera vez á su verdadero representante en el palacio del Congreso. -(De El País.)




«El solitario de Graus»

En las peñas de Graus ha resonado el grito de la juventud. Graus está cerca de Sobrarbe, y en Sobrarbe ha nacido nuestra independencia.

Costa, agriado, asqueado de toda la política, refugiaba en aquellos riscos sus melancolías de cuerpo y alma. Como Catón fué «el último romano», el gigante espíritu aragonés iba á ser «el último español.»

Pero he aquí que surge ese proyecto, afrenta de los hombres y escarnio de la idea libre; he aquí que unos cuantos jóvenes, atribulados como los discípulos en Emaus, vuelven los ojos al maestro, y he aquí que el maestro, fortalecido, se pone en pie como un caudillo patriarca.

Costa viene á informar ante la Comisión... Toda España sabía que el glorioso patricio aragonés mantenía su voluntario ostracismo con la fuerte tenacidad que aureola su carácter. Toda España, al saber que viene Costa, está asombrada de que venga. ¿Qué fuerza de atracción, qué imán no tendrán para el maestro el grito desesperado de los jóvenes y el resplandor de pira de ese proyecto medioeval?

Por los cuatro costados prende en España este fuego santísimo de la indignación.

La juventud, que estaba retraída, deja sus torres de marfil y arremete furiosamente contra el proyecto. Y «el último español», casi inválido corporal, pero gigante brioso de alma, va á lanzar contra las murallas de los déspotas la catapulta de su verbo único.

De Sobrarbe, de aquellas peñas bravas, arranca nuestra independencia. De Graus, de aquellos fuertes riscos, nos llega nuestra dignidad. Y los labios de España, descoloridos por el Miserere, se encenderán con los claveles del Aleluia. Saludemos á este hombre que, casi inválido de cuerpo, se yergue, por amor de España, con el gigante brío de un patriarca histórico, y aprendamos en él los jóvenes, en este gesto suyo memorable, el credo de la patria digna... -Cristóbal de Castro. -(De El Liberal.)




«El solitario de Graus»

El tópico se ha adueñado del nombre de Costa. Es «el solitario de Graus»; el autor de la frase siempre mal citada de la «doble llave al sepulcro del Cid»; de la atribución de eunuquismo á todos los españoles. Para muchas gentes, Costa no representa nada fuera de eso. Limítase ahí su espíritu y más se le tiene por hacedor magnífico de frases valientes y aventuradas, que por el hombre genial que guarda en su espíritu energías robledizas en frente de todas las tormentas.

Es de acero su temple espiritual, como es de fuego la brasa viva de su corazón. Tiene amor y tiene odio, y ¡cuántas veces, en la lucha, ha acabado por sentir odio hacia aquello mismo que amó!

No le hemos visto en su retiro de Graus. Aquí, en Madrid, en la biblioteca del Ateneo, ante libros de historia, ante la historia escueta de viejos Diarios de Sesiones, abisma Costa su mirar y su alma en un estudio lento y luego traza sobre las cuartillas la amarga desolación de su canto, el treno, que no es lamentación, sino rugido.

Es España, Costa; es el espíritu de España en cuerpo que no quiere salvarse y que está á punto de morir. En Costa hay hasta algo de simbólico en su figura. Él, á modo del Balzac rodiniano, tiene un aspecto leonino: la cabellera; la ahondadora y desdeñosa mirada; la voz que ruge, que estremece el aire en una vibración febril. A las veces sus ojos claros, á los que el sufrimiento físico y moral parece que enturbió, brillan como si un incendio interior se reflejase en su cristal. El abandono lánguido, humorístico, castizo, español y refranero, de su conversación cuando habla, es sustituido en ocasiones por una vigorosa entonación, que es insulto, desdén y sarcasmo. Su cuerpo enfermo y débil, derrumbado sobre el asiento, la espalda que se dobla, ancha y fortísima, la noble cabeza surgiendo de toda aquella postración, todo evoca al león herido, vencido por la indiferencia de un medio que ha de añadir á la palabra Costa «el solitario de Graus», el de lo del «sepulcro del Cid», el de los «eunucos españoles».

Somos el pueblo de lo pintoresco, de lo expresivo; la gracia de una frase basta á cautivarnos; el ingenio falso y precario del género chico, sin que nos demos cuenta, ha creado un deplorable ambiente de flamenquismo, al que nadie se sustrae. Lo fácil, lo hábil, lo que tiene un exterior de «bien hecho», nos sugestiona con preferencia á lo que puede despertar, remover, inquietar la conciencia dormida, hipnotizada por una indiferencia de siglos, cristalizada en fórmulas de vieja, inactual y discutible moral.

Ahora la juventud, en su noble idealismo, en su romanticismo redentor, esa juventud sin amo que conoció Azorín y que el Sr. Canals vivió en sus tiempos de terrorista tartarinesco, afirma su independencia y sus entusiasmos ante la enormidad de la ley que se fragua. La juventud, la que trabaja y estudia en la biblioteca del Ateneo, ha firmado un mensaje á Costa. Se esperaba en él; al mismo tiempo se temía que las trágicas decepciones que amargaron su vida obligasen al gran español á permanecer en el aislamiento. Por fortuna, Costa, en sus telegramas á Moya y á Cristóbal de Castro, dice que vendrá. Mañana dirá D. Joaquín Costa ante la Comisión bergaminesca su dictamen. Va á hablar España. ¿Despertará á la voz de trueno de Costa, la fatigada, desengañada, dormida conciencia nacional?

Amigo Azorín, mal día para la vulpeja. -(De El Mundo.)




El león de Graus

El noble y austero pensador, el luchador bravío que pregonó antaño el derecho al odio santo, al sublime odio á los enemigos de la patria, abandona las soledades de su retiro y viene á Madrid á recordar durante dos horas la época de recias batallas, que ya pasó y que acaso no vuelva.

Ha bastado una sola indicación para que Costa volviera por los fueros de la Patria ofendida. Como ocurrió siempre que de él se necesitó, viene el león de Graus á demostrarnos su fiereza, á convencernos de que sus energías dormidas despiertan al más ligero choque de las voluntades.

Sea bien venido el insigne maestro. Su llegada encierra tal trascendencia, es de importancia tan extraordinaria, que los demás asuntos se empequeñecen y quedan relegados al olvido.

Hoy es Costa la actualidad. Como á nuestro redactor le ha dicho él mismo, es preciso que esta noche llenen los periódicos una plana con cosas suyas. Y hemos de reconocer que tiene razón. Para que al gran público, á esa masa heterogénea que forman tan variados elementos, llegue la sensación viva y profunda de una cuestión interesante, es necesario presentársela en forma extensa, en relatos amenos, con nimios detalles, que son los que más agradan. Y así, entre toda esa hojarasca informativa, resaltará la verdadera trascendencia del asunto.

Nosotros tenemos decidido empeño en que el pueblo reconozca todo el alcance que encierra este viaje de D. Joaquín Costa. El gran hombre, enfermo, víctima de los achaques que atormentan su cuerpo -como atormentan su alma las pequeñas luchas que entre sí sostienen sus correligionarios, -viene á dejar oír sus palabras serenas é implacables. Con haber sido elocuentísimos todos los informes que se han pronunciado ante la Comisión que ha de dictaminar sobre el engendro mauritano, nosotros aseguramos que esa Comisión sólo tendrá en cuenta dos de ellos: el de Iglesias, que es el de toda la masa obrera, la más enérgica y la más poderosa de cuantas componen los elementos vivos del país, y el de Costa, que no se arrogará la representación de nadie, que hablará por cuenta propia, con la sinceridad y con la valentía que pone en todos sus actos.

Debemos felicitarnos de que Costa venga á informar. Tenernos el convencimiento íntimo de que en su discurso habrá trenos formidables y vibrantes ataques, porque su carácter no ha variado en nada. Es el mismo de siempre: huraño, claro y decidido.

Vaya nuestro saludo más cariñoso al hombre ilustre que ha merecido el justísimo apelativo de «León de Graus». Nosotros tenemos fe en él, en sus energías indomables, que bastan para reprimir los dolores del cuerpo; de un zarpazo destruirá el proyecto absurdo, descabellado, con que Maura quiere coronar su obra inquisitorial y represiva.

La voz de Costa, sin que él lo pretenda, será esta noche la voz de muchos españoles que sienten el odio santo cantado por el pensador aragonés. En nuestros pechos va creciendo ese odio, cada día con más fuerza. Odio á los explotadores, á los que viven á nuestra costa, á los que nos humillan y nos desprecian. ¡Odio, santo odio, amado odio, cada vez más grande y más justificado! -(De España Nueva.)




Costa en Madrid

Antes de verle, cuando se supo la noticia, hubo en Madrid un aleteo de entusiasmo, de admiración hacia ese hombre que se estaba dejando morir en un pueblo lejano y que á la voz de alarma no repara en dejarse una triza de su vida en la jornada. Ahora ya no es entusiasmo, es emoción lo que nos invade; emoción honda, religiosa, mezcla de piedad y de culto, sumisión, profundo respeto ante el patriotismo supremo del repúblico que es hoy nuestro huésped.

En los andenes, á pesar de no ser pública la entrada, se apiñaba un gentío gárrulo, compuesto de políticos, de poetas, de obreros que esperaban el correo de Aragón. Al entrar el convoy estalló el griterío: luego en un estribo apareció la figura de Joaquín Costa, y un calofrío estremeció á la multitud. Costa viene anciano, gastado, maltrecho, muy enfermo, muy enfermo. No puede andar; apoyándose en los brazos de Moya y de Calzada, lentamente llegó hasta la fonda de la estación, para tomar allí alientos contra la fatiga corporal que le estaba agotando. Y allí, jadeante, tuvo palabras de desprecio para los conservadores y severas amonestaciones para los republicanos.

Los que estaban cerca permanecían silenciosos, haciendo esfuerzos para que sus semblantes no denunciaran la pena con que velan aquella ruina de cuerpo sostenida por una inconmensurable energía espiritual.

Y los de afuera enronquecían gritando:

«¡Viva Costa!»

Unos y otros han de prepararse para oír esta noche verdades grandes como montañas y dolorosas como fustazos. -Marco-Greco. -(De Diario Universal.)




Vaso espiritual

Ha entrado Costa en el salón, y ha traído el silencio y la majestad. Y cuando el auditorio fervientísimo ha visto que lo conducían lentamente, fatigado, jadeante, el cuerpo torpe y los brazos lacios y caídos, todas las caras han tenido un gesto de piedad, y por todos los ojos ha pasado una luz de melancolía.

Costa se sienta, mejor dicho, se deja caer en el sillón. Deja sobre la mesa su bastón, un número del Diario de las Sesiones y un volante con notas. Respalda la cabeza ruda -esa cabeza montaraz, cuyos cabellos se enmarañan- y bebe medio vaso de agua.

Después, con una voz penosa, empieza: «Señores de la Comisión». Y en sus ojos, de majestad socrática, hay claridades de vidente, mientras que por su faz de apóstol pasa la angustia del enfermo.

Todos los ojos vuélvense hacia él. Y en la solemnidad de aquel silencio, el discurso se desenvuelve fuerte y vario; aquí, con sus palpitaciones literarias del «Cuento azul»; más allá, con sagacidades económicas sobre los presupuestos; después, con resplandores de filosofía, al tratar de derechos y de deberes. Y es complejo, y es multiforme, y es altísimo; y es, á veces, irónico y luego ardiente é inflamado como una arenga; y es, á ratos, desesperanzado y angustioso, de una tribulación infinita.

Los políticos le oyen como oirían á un hombre extra planetario. Sócrates ha pasado por el salón de conferencias. En la ávida atención con que le escucha la juventud intelectual, hay la emoción trémula y viva con que Aquelodoro escucha á Sócrates. Y este Sócrates, impedido y abotargado, alza sus claros ojos á la araña eléctrica; diríase que consulta á su «demonio familiar».

¿Y el pueblo? El pueblo, en pie, apretado, sofocado, le escucha sin parpadear. ¿Es que el pueblo entiende á Costa? No; es que te siente. Es que la sed del pueblo siente el rumor de esta palabra, como el de un manantial de aguas generosas. Es que cuando el patricio se ha golpeado el ancho tórax, con los puños cerrados de ira, y ha erguido la cabeza fieramente, el pueblo ha comprendido que este gesto supremo de dignidad y rabia, es gesto de su carne y de su dolor...

-«Y no he de terminar sin hacer público mi agravio. Es un agravio personal, que me han inferido esta mañana las autoridades. El coche en donde yo venía ha seguido todo el trayecto, custodiado por parejas de la guardia montada.» y todo el ser de Costa se ha estremecido á este recuerdo, como un viejo noble castellano á la memoria de un baldón. Y entonces, todos, todos, hemos sentido una piedad indefinible, intensa, muda y cordial, como la de los hijos por el padre.

-«Yo me retiraré á los Pirineos- dice.- Y allí, en aquellos montes, ocultaré este agravio que no puedo vengar... porque estoy paralítico, como España...» y estas palabras últimas, inolvidables, memorables, resonaron en el salón como una profecía, como un «treno»... Costa ya no era un hombre; era un vaso espiritual... -Cristóbal de Castro. -(De El Liberal.)




Costa

-¡Ved la cabeza en firme bloque y la cara ancha, ruda, masculina, del solitario de Graus! Todas las líneas son severas, desde la frente que corona una mata de pelo crespo derribado hacia atrás hasta la nariz recta, y las barbas que fueron negras y que hoy se han llenado de hilos de plata. Así imaginamos el tipo de la raza española, tallado á golpes en una cantera de Celtiberia. Bajo la soberbia de la frente y el arco noble de las cejas lucen unos ojos que á veces tienen la serenidad de las cosas muertas y á veces brillan con resplandores de pasión. Esta es la huella del tiempo en el pedernal de la raza. Estos ojos inmóviles tienen el cansancio de haber leído demasiadas verdades y de haber perdido demasiado tiempo en la atalaya de su esperanza mirando el horizonte.

Ante la imagen imponente de Joaquín Costa se ve que este hombre tiene profundas raíces en el suelo donde ha nacido. Se asienta como los montes en las entrañas de la tierra patria, y más fácil sería hundirle que desarraigarle. Su historia confirma este juicio. Ha vuelto á Graus después de aventurarse por la política, y de allí no se mueve, convencido, quizá, de que las mayores aventuras son las que corren los grandes espíritus sin salir de sí mismo. Desde Graus ve pasar el turbión de las desdichas nacionales. Como está tan apartado de nosotros, como ha huido á su rincón, y los ecos de la vida nacional llegan á él con extrañas resonancias, Joaquín Costa sufre por aguzamiento de la sensibilidad. Para pensar sobre nuestro presente la soledad le sirve, pero es á costa de su corazón, porque en la soledad todos los golpes son mucho más duros y le causan mayor dolor.

Hoy, al llegar á Madrid Joaquín Costa, sale á recibirle un movimiento de simpatía que es también un impulso de expectación. ¿Qué motivo puede haberle obligado á salir de su cueva? ¿Hasta dónde llega la gravedad de las circunstancias, cuando Costa sacrifica por ellas lo que más ama: el silencio y el reposo?

Costa se había propuesto aislarse de verdad; no intervenir en la pelea diaria. ¿Por cansancio? ¿Por despecho? ¿Por conciencia del inevitable fracaso? Por todo un poco: pero más que por esto, por hipertrofia de la sensibilidad. Es un hombre que lleva el corazón á flor de piel. Para guía de las muchedumbres le falta esa cualidad de la resignación que los políticos cultivan como un árbol doméstico en los países abatidos. No sabe soportar la pequeñez, la imbecilidad, la malicia ajena. Es Gulliver que no quiere acomodar su paso al de los cortesanos de Liliput. En tal estado de ánimo, no cabe más sino la máscara fría de Pí y Margall ó el gesto desesperado de Joaquín Costa, que alguna vez se ha arropado en su clámide para morir como César, dignamente. Su refugio de Graus era la salvación. Su negativa á toda conferencia y á toda interviú, era un plan curativo, un sedante para el espíritu más que para el cuerpo.

La impasibilidad en medio de la lucha no la podía tener un temperamento labrado de una sola pieza y de las dos maneras de inhibición y de alejamiento que podemos emplear los asqueados, los protestantes, los no conformistas, empleó la más categórica: desaparecer. La otra que algunas cabecitas de colibrí y algunos entusiastas de todo lo que bulle y lo que brilla confunden con la frialdad, es la que nos reserva la suerte á los que ni siquiera disponemos de una peña en Graus para vivir como trogloditas. -(De Las Novedades.)

Tu disca, tu signore et tu maestro. (Alighieri.)




Los hombres representativos

Los hombres-símbolo, los héroes que adivinó Carlyle, el superhombre que ha soñado Nietzsche, los iluminados de la superstición índica, los genios de las teogonías griegas, los caudillos inspiradores de las multitudes de que con tanto aplomo hablaba Rousseau, los constructores de pueblos que pidió un día Brosa, los tipos ejemplares ó primeros tipos que imaginaron algunos filósofos, los hombres representativos, en fin, son, digan lo que quieran los beocios, una viva y palpitante realidad. La ramplonería es una enfermedad crónica de nuestro cerebralismo bajo y pedestre. Las altas concepciones que no abarca la mente de los simplistas se llaman en lenguaje razonado utopias. Así se ha dicho siempre. Y quizá sea cierto. Las únicas verdades palpables son las arrobas de nuestra materia bruta, el limo de nuestros torpes pensamientos, la parvidad de nuestras concepciones, nuestro espíritu gregario que maldice Sergi, la pobretería moral de que nos acusa Unamuno. El equilibrio, la lógica, la razón práctica. ¡Bonitos y antiguos tópicos! Por dicha están algo desacreditados. El sentido común (common sense) gobierna al mundo, dice Reid. Y en nombre de ese tirano, parodia de una frase de Mad. Roland, ¡cuántos crímenes se han perpetrado! Jesús, Savonarola, Giordano Bruno, Galileo, Servet.

Estos nombres y estas consideraciones junto al nombre de Joaquín Costa (ave, magister) que yo escribo hoy aquí, tienen una significación concreta y categórica. La llama de las persecuciones y el hielo de los olvidos inicuos se desencadenaron un tiempo contra este hombre extraordinario que tiene vocación de asceta y de santo, hierro y temple de elegido, visión de arúspice y de profeta. La injusticia hizo presa en él. Mas su figura crece y se agiganta de día en día, alzándose apocalípticamente por la fuerza de su genio sobre torbellinos de odios y sobre huracanes de envidias. Encima de su frente ha caído ya el óleo sagrado de los ungidos.

Costa es una majestad tallada en la roca viva de nuestras montañas. Tiene la altura inabordable de nuestras cumbres, la soberbia de las águilas que anidan en las quebraduras de nuestras peñas, la grandeza de los árboles seculares que crecen á orillas de nuestros ríos, la fiereza de los leones que mató Alcides en las espeluncas de nuestro Pirineo, la ira de las borrascas que se desatan en nuestras sierras, la energía indomable y avasalladora que alentó á las cruzadas de San Juan de la Peña, el espíritu independiente, liberal y altivo de aquellos almogávares y pecheros aragoneses que, en pleno siglo XIII, luchando contra la tendencia invasora y absorbente de los magnates, de los abades y de los reyes, supieron tener á raya con sus fueros, con sus cortes y con sus instituciones políticas y económicas, las demasías de las clases privilegiadas, bárbaras y despóticas y conquistar los derechos de una admirable democracia y gozar de libertades públicas que, siglos después, han copiado todos los pueblos en sus cartas y en sus Constituciones. Costa tiene una palabra poderosa, restallante y rotunda que devasta y arrasa como los aquilones que soplan en nuestros bosques. Costa tiene una mirada luminosa y magnética como las estrellas de nuestro cielo. Costa tiene un gesto endiosado y olímpico como el de las deidades que la leyenda sentó en nuestras cordilleras y en nuestros valles para vencer á los elementos. Costa tiene una voluntad labrada en acero de nuestras minas y veneros. Costa tiene una inteligencia de legislador como la de nuestro rey Jaime y de vidente como la de nuestro pintor Goya. Su nombre dice la potestad de un caudillo y la gloria de una bandera. Dice la ciencia de un sabio y la fe de un innovador. Dice la honradez de un virtuoso y el alma grande y desinteresada de un patriota.

Y hoy lo saben así en todas partes. Ayer es el autor de Anna Karenine, el hombre más grande de nuestros tiempos, quien lo pone junto á Séneca y al múltiple y omnisciente Francisco de Quevedo y encomia El Colectivismo agrario. Luego es Posada quien le llama escritor fecundo y sabio. Más tarde Retana lo califica de pensador inmenso y sabio incomparable. Hoy es la prensa quien lo compara á Fichte, el precursor de esta Alemania poderosa y temida. Y otro día es Azcárate y otro día es Giner y siempre somos los diletantes y los estudiosos quienes vamos á beber del caudal de sus fuentes y á rendir sobre las planas de sus libros tributo y homenaje de gratitud y admiración al escritor y al maestro.

Había de llegar la hora de Dios, que es la hora de la justicia, y dejarse oír en los términos de España la ruidosa solemnidad del triunfo. Joaquín Costa encarna un ideal de nuestro pueblo. Por ventura el único ideal que nos queda á docena y media de chiflados y vesánicos. La gloria del nombre español quedó enterrada en las Antillas como mortaja de miles de soldados arrebatados de los talleres, de los campos y de las universidades, y muertos sin honor en la manigua. Han pasado nueve años desde la tremenda débâcle y «aún no hemos hecho nada». Tenemos la misma apatía, la misma supinidad, la misma inopia, las mismas lacerías, los mismos dolores inmensos é inenarrables. Estamos al final de una vergonzosa decadencia que inicia, hace cuatrocientos años, con sus despilfarros y sus aventuras Carlos I, y continúan hasta el establecimiento del régimen constitucional una cuerda de reyes idiotas. El desenlace de esta tragedia espantosa acaso no está muy lejano. Ahora bien; Costa es el único español que se ha redimido á sí mismo, siendo el más inocente, después de la hecatombe lamentable de nuestro desastre colonial. Es el solo para quien no han transcurrido en balde tantos años desde nuestras desdichas nacionales. Nada más él ha mantenido vivo en su corazón generoso el fuego sagrado del odio. Todas las calamidades presentes y las desgracias pasadas viven en él y torturan su alma apostólica. Él recomendó, como remedio heroico en la crisis de la nación, la política quirúrgica. Él señaló el programa de aquella otra sabia política de reconstrucción y renovación en una fórmula sencilla, grandiosa y sintética: «escuela y despensa». Él ha fiscalizado constantemente la funesta labor de nuestros pequeños hombres públicos; su pluma ha sido siempre martillo que tunde, escoba que barre, espada que hiende, como pedía Alfredo Calderón. Él dió el grito de alarma á los contribuyentes para evitar la consumación del presupuesto de escuadra que ha de forzar la bancarrota de la Hacienda. Él ha sostenido el divorcio y ahondado el abismo que separa á las oligarquías turnantes de los partidos extremos. Él se ha declarado en franca rebeldía y en abierta contradicción con las instituciones vigentes, que juzga incompatibles con el verdadero patriotismo. Él ha proclamado la violencia como medio expeditivo y único para lograr la regeneración de la patria irredenta. Él encarna la protesta de la España humillada, de la España vencida, de la España desangrada y exhausta, de la España que padece hombres, vejaciones, ignorancia, opresión; de la España que no conoce al Estado más que como agente electoral que le escamotea sus derechos, como agente ejecutivo que le saquea su patrimonio y como reclutador de quintos que la despoja de sus hijos.

¿Dije, pues, que Joaquín Costa era un hombre representativo? -Ángel Samblancat. (De El Ribagorzano.)10








ArribaCapítulo IV

Las dos naciones11


Nos hallamos en momentos por todo extremo críticos. Hay que salvar la bandera, hay que rehacer la nación: pide esto una revolución rapidísima desde el poder; y la revolución desde el poder está acabando de convertirse en una nueva retórica, como aquella malaventurada sobre asimilación y autonomía que divirtió los últimos años de nuestra dominación en las Antillas. Los Sres. Silvela y Maura, que han vivido, políticamente, cuatro años de prometer esa revolución, acaban de declarar en el Parlamento que no pueden hacer lo que el país había entendido que tal concepto significaba: esos que en la oposición se nos anunciaron como grandes arquitectos, se han reducido á sí mismos en el poder á menos que peones de albañil. Yo creo que la revolución rápida desde el Gobierno, tal como el país la entendió, puede positivamente llevarse á cabo: en cuatro años la han hecho los norte-americanos en Cuba. Pero creo también que los Sres. Silvela y Maura tienen razón; que no son ellos los llamados á ser el Leonardo Wood de la Península: lo teníamos descontado. Esa obra pide una revolución previa de la calle, que no puede esperarse más que de los republicanos. Por esto, la causa de la república no es la causa de una mera forma política: es, juntamente con eso la causa del país; del país neutro.

Afirmaron con repetición aquellos dos políticos que á España le falta todo, absolutamente todo, para ser propiamente una nación; que no posee sino apariencia de instituciones; y ahora, este mismo mes en el Senado, ya dicen que aquello de «revolución» fué un yerro levísimo de léxico, cuestión de una r de más; que no hay que hacer nada, que la curación del organismo nacional ha de ser obra de la Naturaleza: la conjunción conservadora, ya volante, y la conjunción liberal, en canutillo, por el solo hecho de existir, dejan á los republicanos sin programa, y por tanto sin razón de ser. Así, tout court: ¡sin programa! Aunque todo está por hacer; aunque España es una nación Inconstituída y los conservadores y los liberales no saben ó no pueden ó no quieren constituirla de otro modo que por apariencias á lo Potemkin. Porque ya es sabido que el programa del país, su anhelo, su ideal, consiste en eso y nada más que en eso; que el país no quiere más ni más necesita para reconciliarse con la vida y restituirse á la corriente de la historia que un par de conjunciones ó concentraciones oligárquicas como aquellas de 1875 y 1881, y un mozo imberbe al frente de ambas, para presidir como entonces la vis medicatrix de la Naturaleza, que nos llevó... á Santiago de Cuba y al tratado hispano-yankee de París.

Los mismos Sres. Silvela y Maura han confesado en sus horas de sinceridad que el país los execra; que entre él y los hombres y partidos del régimen existe un verdadero abismo; á cuya manifestación acaba de adherirse por su parte el Sr. Montero Ríos en el Senado. Mas luego, con el mismo desahogo que si fuese y hubiesen ellos dicho lo contrario, invocan el testimonio de las elecciones últimas, que es decir una de aquellas ficciones denunciadas como tales por ellos mismos, en concepto de prueba para acreditar que sólo á ellos quiere verdaderamente el país y que el partido republicano es una antigualla fuera de toda realidad.

Sírvanle á El Popular estas burlas como espuela para incitar al país á que acabe de volver en su acuerdo y requiera por fin la escoba y barra esta banda macabra de momias escapada del panteón de las historias muertas, que acampa en la Península y le comunica su inmovilidad, su polilla y su rigidez, que con cómica gravedad reclama á los vivos los títulos que tienen para vivir y amenaza con encerrar en los anaqueles desalojados del Museo Arqueológico lo que hay ya de progresivo y siglo XX en las ciudades y ha llenado de sufragios verdad sus colegios electorales, votando el fin de la dinastía y la jubilación de los dinásticos y palatinos que le sacrificaron criminalmente en le país.

Los periódicos de Madrid llegados hoy à este pueblo refieren, en su información telegráfica de Cartagena, que al tiempo en que el rey llegaba al puerto para embarcarse en el Giralda, escoltado por lucidísimo séquito, resplandeciente de bordados, agremanes, cruces, bandas, galones, plumas y cascos, uniformes y dalmáticas, mazas y espadines, se advirtió el contraste amarguísimo que formaba un grupo de labriegos emigrantes que estaban aguardando, con su mísero hatillo, tristes y silenciosos, en las escalerillas del muelle, la salida del barco que había de trasladarles á Orán. Los periódicos ponen por epígrafe á la noticia «Contraste horrible». ¡Y tan horrible! Por raro acaso, habíase juntado allí la más genuina representación de lo que Benjamín Disraeli denomina «las dos naciones», tan extrañas la una á la otra como si habitaran planetas diferentes: la España parasitaria, que debiera emigrar y se queda, y la España verdad, que debiera quedarse y emigra. A un lado, los que usurpan y contrahacen la soberanía, volviéndola en su exclusivo provecho; á otro, los verdaderos soberanos, que se la dejan escamotear por no saber hacer aún de cada hoz un cetro. Allá los gallardetes mentirosos que flamean al viento, decorando una fiesta de percalina; aquí, el cimiento inconmovible sobre que habría podido edificarse una España grande. ¡Y se habrían quedado sin programa los republicanos!