Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Salvador Rueda: la propuesta de un modernismo español de raíces autóctonas

Cristóbal Cuevas García





Si la estética modernista es, según constata la moderna crítica literaria, un complejo modo de entender la belleza -se dice que en el Modernismo concurren estéticas diversas, y hasta contradictorias1-, no es de extrañar que resulte muy difícil precisar los orígenes exactos del movimiento. Rasgos suyos que hoy consideramos definitorios aparecen en nuestra literatura antes de Rubén, lo que ha llevado a algunos a adelantar fechas más o menos justificadamente, unas veces recurriendo al socorrido concepto de los «precursores», otras hablando de modernistas precoces u olvidados2. Planteadas así las cosas, la polémica parece insoluble. En cualquier caso, es también inoperante, como todas las disputas de precedencias. Tal vez habría que pensar que el modernismo, en cuanto comporta un cambio de sensibilidad que se refleja en las artes, las ciencias, y hasta en la concepción de la vida, es, aplicado a la literatura, resultado de un esfuerzo común, en el que concurren multitud de aportaciones individuales, capitalizadas al fin por quien con mayor genialidad supo sacar partido de ellas. En este sentido, Darío sería a la poesía modernista lo que Garcilaso a la renacentista, o Góngora a la barroca.

Tal vez a partir de estas reflexiones pudiera entenderse la reclamación, aparentemente interesada, que hacen algunos escritores modernistas de la paternidad del producto. Hasta podríamos creer en su sinceridad. Recordemos, por ejemplo, que Rubén Darío proclamaba en 1896 que él había sido el iniciador del movimiento cuando, ocho años atrás, dio a las prensas Azul... libro cuya originalidad iniciática puso de relieve don Juan Valera poco después de su aparición3. Y que Salvador Rueda dijera en varias de sus cartas que, cuando el nicaragüense vino por primera vez a España en 1892, él había iniciado ya la renovación de la poesía española en el sentido de los nuevos tiempos. Creemos que, más que una vanidosa proclamación de pretendidos méritos personales, tanto uno como otro estaban expresando una convicción sincera: la de haber encabezado un movimiento poético al que todos daban un mismo nombre, pero que cada uno entendía a su manera. Si admitimos, pues, que el término «modernismo» no es unívoco, sino analógico, y que se manifiesta de hecho en modalidades diferenciadas4, la objetividad de ambos poetas no tiene por qué ser puesta en tela de juicio.

Desde luego, no cabe duda de que hay una serie de rasgos en que coinciden todos los poetas adscritos al movimiento. Destacan entre ellos el talante rupturista respecto de la gastada lira decimonónica, el culto a la belleza, la predilección por lo suntuoso y exótico, el sensorialismo, el cuidado de la forma, la tópica grecolatina, la voluntad de estilo, y en general, como dijo Juan Ramón, un espíritu creador a partir de la libertad y la autenticidad5. Todos los modernistas buscan, además, superar el vitalismo romántico, y la angustia que el mismo comporta, por caminos más o menos esteticistas. El arte, vuelto hacia sí mismo, se convierte en una nueva solución vital, y su exquisita elaboración, la suntuosidad de sus imágenes y de sus formas, la impecable perfección de sus productos son, para muchos, vía de escape de la realidad cotidiana. Desde este punto de vista, su tradicional contraposición con el Noventa y ocho6 ha de manejarse con gran cautela, y hasta con desconfianza, pues de ninguna manera se puede definir el movimiento como un simple esteticismo, carente de inquietudes trascendentales. También Rubén Darío se planteó el futuro de lo hispano, y creyó con Calderón y los existencialistas que «no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo»7, mientras Rueda afirmaba que la poesía «es el advenimiento de Dios a nuestro espíritu por medio del gran Cristo de la palabra impresa»8, estableciendo una severa ética para poetas.

Si olvidamos, pues, el tema de las prioridades, parece claro que Salvador es un modernista en el sentido técnico de la palabra. El dudosamente honorífico título de «precursor» es una tardía etiqueta (1910) que le colgó -eso sí, con fervorosa admiración, cuando ya Rubén Darío hacía tiempo que estaba en la cumbre de su prestigio- el poeta Tomás Morales, y que ha venido corriendo sin crítica por los manuales de literatura hasta fecha reciente:


«Noble señor del plectro de oro y el verso todo florecido,
viajero ilustre, que a una secta diste el aliento precursor»9.



Sin embargo, en un principio, cuando Rubén Darío llega por primera vez a España en 1892, tanto él como Rueda se sienten compañeros en la tarea de renovar nuestra poesía. De ahí que en julio de 1893 el español se erija en intérprete del nicaragüense, resumiendo su código poético, que él comparte ampliamente: la forma métrica es importante en poesía, la variedad de ritmos perfecciona su belleza, ideas y sentimientos han de integrarse en el concierto lírico, debe evitarse la retórica mecánica, la métrica es producto de un impulso natural -nunca de un cálculo previo-, Banville es un referente insoslayable, etcétera10. Ese mismo año, en la nota que antecede al «Pórtico» que Rubén escribe para En tropel, Salvador dice de su todavía entonces amigo que es «el poeta [...] que, del lado allá del mar, ha hecho la revolución en la poesía»11, considerándolo como un aliado en la común tarea. Rubén le corresponde proclamándolo «joven homérida», «gran capitán de la lírica guerra», «regio cruzado del reino del arte». Sólo más tarde, cuando ya se ha producido la ruptura, Rueda llegará a decir que Darío le había imitado en aspectos no desdeñables12. Claro que antes había escrito el nicaragüense aquello de «Yo, que le he criado poeta...».

Un sencillo cotejo de fechas nos hace ver, sin embargo, la práctica coetaneidad de los esfuerzos renovadores de ambos. El andaluz inicia su andadura, por lo que sabemos, con el poema «El agua y el hombre» (1872), que luego refunde en Cantando por ambos mundos (1914) bajo el título de «Sombras». Su primer libro de versos, Renglones cortos, aparece en 188013. Es el tiempo en que Rubén, «del lado allá del mar», publica sus primeros ensayos líricos, «Sollozos del laúd» (1880)14. En cuanto a obras importantes, Sinfonía del año (1888) se publica en idéntica fecha que Azul..., libro que entonces desconoce Salvador. Por tanto, lo que despierta el ansia reformista de éste no es el ejemplo del nicaragüense, sino su propia insatisfacción ante la mediocridad del panorama poético patrio.

Descontento Rueda del mecanicismo de los versificadores de su tiempo, a los que llamaba con desdén «sonsoneteros» y «endecasilabistas», sin excluir a los imitadores serviles de Espronceda, Zorrilla, Bécquer, Campoamor y Quintana -destaca a éste «porque crea tipo, el tipo retórico, que constituye género en España, y del cual vienen todos los endecasilabistas»15, intenta regenerar nuestra poesía depurando sus procedimientos expresivos, afinando su musicalidad, incluso aclimatando experiencias poéticas venidas de Francia, lo que delata la similitud de sus esfuerzos con los de Darío en estos primeros momentos de reforma. «He leído algunas veces -escribe por entonces- que los parnasianos pulen y acicalan el estilo como no lo hacen los demás cultivadores de la poesía francesa. Parece que emplean una finísima labor de orfebrería, que depuran el gusto para hacerle impecable, que trabajan la arquitectura rítmica como concienzudos maestros y que hacen obras perfectas»16. La afinidad de ideas de este primer Salvador Rueda con el autor de Prosas profanas parece innegable, así como la independencia de partida con que ambos inician su tarea.

Por estas fechas, diríase que las poesías de Rueda y Rubén van a seguir parejos derroteros. El español, en efecto, conoce, aunque sea por referencias, a algunos de los mejores poetas transpirenaicos entonces en boga -Banville, Baudelaire, Mallarmé, Verlaine-, y adopta posturas renovadoras, en buena parte homologables con las de su amigo. Sin embargo, su vehemente temperamento, más apto para lo deslumbrante que para lo matizado, le aleja de tales modelos. Su entusiasmo, su españolismo, su retoricismo innato, aparte consejos autorizados que analizaremos luego, le enajenan de la ortodoxia parnasiano-simbolista. Por eso, aunque la perfección formal, la búsqueda de lo exquisito, la serenidad creadora y la primacía de lo musical son por entonces sus ideales, sus poemas abundan ya en rasgos expresivos, lejos del olimpismo de sus modelos confesados. Convencido de que «al ideal conseguido / sigue el tedio sollozando»17, Rueda desconfió siempre de lo irreprochable. Ello explica que hasta aquellos de sus versos en que la vaguedad es el norte estético, suenen a los franceses, sí, pero todavía más a Bécquer:


«Novias hechas con ráfagas del humo,
vírgenes de neblinas desgarradas,
amigos de espirales vagarosas
que con sus ondas el cigarro traza;
mujeres de moléculas movibles
cuyas facciones al borrarse bailan;
caballeros formados por la bruma
que en hebras de vapor se deshilachan»18.



Salvador Rueda comprende, desde el primer momento, que su reformismo tiene muchos puntos de coincidencia con el de Rubén, pero que no le es enteramente idéntico. Por decirlo con terminología actual: su modernismo no es el rubendariano. Mientras, a su parecer, Darío hace una poesía de inspiración libresca, basada sobre todo en los parnasianos y simbolistas ultrapirenaicos, él quiere expresar emociones nacidas de experiencias vitales. Circunstancias externas ahondarán este abismo, sobre todo a partir del distanciamiento subsiguiente a la polémica de 1899, pero la divergencia de fondo existe desde un principio. Andando el tiempo, Rueda recordará que Rubén le había dicho en un momento de confidencia: «Dichoso tú que eres un poeta todo natural y verdadero, mientras que yo soy un artificio de la cultura»19. Así se explica que, desde fechas tan tempranas como agosto del 93, en el prólogo a Dijes y bronces de Soto Hall, el español marque ya distancias respecto a las propuestas de Darío: «La escuela joven americana [...] viene directamente de París, sí. Generalmente cultiva la frase por la frase sin otra trascendencia. El asunto, si bien se mira, es un pretexto muchas veces para lucir el chisporroteo del estilo, el esmalte de las imágenes, la orfebrería literaria de un arte que rinde un culto apasionado a las palabras, a los sonidos, a los colores, a las músicas, a las luces, pero que, como digo antes, no agarra, no prende a la realidad, ni tiene como base el sentimiento de todo ese color hecho emoción honda, franca, fuerte [...] Yo prefiero (no digo que lo consiga) reproducir la emoción, el sentimiento, valiéndome de lo poquísimo que yo sepa de secretos de estilo»20. Rueda reconoce que hay en su poética una voluntad de forma que le hermana con los modernistas americanos, aunque le separa de ellos el carácter instrumental con que, frente a sus compañeros de ultramar, la maneja. Estamos, pues, ante propuestas de modernismo conscientemente diferenciadas21.

Creo que el despego que sentía el autor de Camafeos por ese otro modernismo -el que capitaneaba Rubén- se vio notablemente incrementado por los consejos de Clarín, Valera, Pereda, Menéndez Pelayo, etc. Ellos le ilusionan con la idea de encabezar un modernismo de cuño español que, dejando en segundo plano las fuentes de inspiración francesas en beneficio de las nacionales, replantee desde claves autóctonas su léxico, estilo e ideología. En este sentido, Rueda llegó a creer en la posibilidad de un casi paradójico modernismo casticista, del que él sería abanderado. Por eso, después de Camafeos (1897), Piedras preciosas (1900) y Mármoles (1900), libros en que hasta los títulos siguen manifestando afinidades rubenianas, su poesía enraíza cada vez más en lo peninsular. Al final, consejos como el que le había dado el autor de Pepita Jiménez en 1902 acabaron de dar sus frutos. «La docilidad algo irreflexiva con que Rueda se deja guiar por hábiles aunque peligrosos maestros -le dice entonces Valera-, y se deja seducir por lo que llaman modernismo, decadentismo, simbolismo y otras modas parisinas, le perjudica en extremo... Apártese, pues, de los propósitos audaces a que le induce Rubén Darío en el pórtico de En tropel. Huya de las bacantes modernas, que despiertan las locas lujurias; no busque los labios quemantes de humanas sirenas, arroje al suelo el yelmo de acero, el broncíneo olifante y los demás trastos que su amigo le regala; y tenga por cierto que entonces, aun sin llegar a ser un homérida, tendrá distinguido asiento entre los inmortales de nuestro parnaso y en la república de las letras españolas»22.

En adelante, la teoría y la práctica poética de Rueda transitarán en lo posible por estos carriles, siempre con el propósito de distanciarse de Rubén, configurando un perfil de poeta de la raza que ofrece en sus propios poemas la cristalización de un modernismo alternativo. Su hostilidad a lo foráneo, sobre todo en sus declaraciones teóricas, llegará a ser obsesiva, manifestándose en palabras de gran apasionamiento. «No estoy conforme -decía en 1893, como si se defendiera de críticas parecidas a la de Valera- con que yo tenga en mis pobres escritos espíritu francés, sino antes bien procuro (y aunque no lo procurara, sería lo mismo, porque es cuestión de temperamento, y no de cálculo), procuro que sean españoles... [Mis maestros], como indicó Clarín en cierta ocasión, son nuestros clásicos del siglo de oro, que en punto a colorismo, parnasianismo, decadentismo y demás escuelas del culto a la forma y a la fantasía, dan ciento y raya a los franceses del último tiempo»23. A la altura de 1907, su hostilidad será, como era de prever, aun mayor: «Hay que tirar -escribía a E. Ferrari- puñados de cloruro de cal antifrancés en derredor del gran surco, Y sanear el aire americanizado de imitaciones barriolatinescas»24. La idea del doble modernismo -de aquende y de allende el Atlántico-, y de la que, en opinión de Salvador, es su diferencia capital, queda ya definitivamente formulada.

Que lo que él ofrecía no era solamente una fórmula personal, sino la propuesta de una corriente alternativa bien diferenciada dentro de la nueva poesía, lo demuestra su ilusionada búsqueda de prosélitos, que sólo la evidencia de su nula eficacia le obligó a abandonar en el tercer lustro del siglo. Cada vez más preocupado, Rueda busca una retórica adecuada para convencer de que cambien de partido a los que todavía le miran con admiración y respeto, pero que ya se sienten seducidos por Baudelaire, Mallarmé o Verlaine -y, por supuesto, por Darío-. «¿De qué modo aterciopelado, discretísimo -pregunta a Gómez Carrillo- se les podría decir que arrojasen sus plumas de imitación francesa...? En aquellas grandiosas tierras americanas... parece como que Dios ha creado la mayor variedad de plumas del universo en infinitas aves milagrosas... Y la mayor parte de los poetas... desprecian esas alas abiertas que esperan, y van, en macabra procesión, a París por una pluma prestada, enferma; lo que es más desgarrador, vacía de ideales»25. La convicción de la existencia de dos propuestas de modernismo, la suya propia y la que encabeza Rubén, existe en Rueda desde principios de los noventa, incluso antes, y se va precisando y afianzando en su mente con el paso del tiempo. Como dice él mismo, Silva, Nájera, Casal, y tras ellos Darío, pusieron en marcha el movimiento en América, mientras él emprendía en España una reforma equivalente con características peculiares. Una crítica responsable debería enfrentar documentalmente, en su opinión, este asunto, hasta clarificar la existencia y alcance de ambas corrientes, y dar a los poetas que han contribuido a su configuración el mérito que les corresponde. Hay que llevar a cabo -dice Rueda- «el examen serio y hondo, que aún está por hacer, de la poesía francesa, implantada al castellano por Darío, y la mía, hija de la naturaleza [...]; cuando él vino la primera vez a España, ya la revolución poética estaba realizada, con elementos castellanos, por mi persona. Él aportó después lo francés»26. «Mi modernismo -precisa en carta a E. Díez Cañedo, recurriendo a un elocuente posesivo- es una revolución de innovaciones y flexibilidades rítmicas, y todavía más de esencias, de valores espirituales»27. Lógicamente, la de Rubén tendrá rasgos contrapuestos. Así lo dice el español con toda claridad en el soneto-prólogo a un libro de M. S. Pichardo y Peralta:


«La voz de toda América le pides a Darío,
la voz de toda España le pides a mi acento,
al cisne desplegando las alas en el viento,
y al pavo real abriendo la cola como un río.
Él tañerá su lira, yo tocaré mi trompa...»28.



Salvador propone un modernismo vernáculo que enraíza en el hombre y la naturaleza, y se afina profundizando en el espíritu de nuestra mejor poesía áurea. Lo extranjero -aprovechado más en la práctica que en la teoría; más al principio, que ya avanzada su revolución poética: procede, en efecto, por radicalización en lo español- no pasa de ser un componente accidental. Este componente será, sin embargo, esencial en el modernismo americano. El suyo es más natural y trascendente; el de Rubén, más libresco y esteticista. Coinciden así en el tiempo, como observó Cernuda, «dos intenciones poéticas equivalentes, pero independientes una de otra, una americana y otra española»29. Asumiendo tales premisas, R. A. Cardwell llegará a postular dos modernismos «completamente diferentes», que obedecen a distintas intenciones poéticas: el de Darío desarrollaría, desde una sensibilidad moderna, los presupuestos románticos; el de Rueda se contentaría con actualizar ideales poéticos casticistas; «es un error -concluye- yuxtaponer los dos nombres como si fueran representantes de un mismo movimiento artístico»30.

La propuesta de modernismo español que hace Salvador Rueda no prepara, pues, el movimiento, sino que configura una de sus variedades. Nacida y desarrollada por los mismos años que la americana31, coincide con ella, como hemos dicho, en sus rasgos esenciales. Por eso, en un principio, todos perciben lo que las une, y consideran a sus cultivadores como miembros de un mismo grupo. Recuérdese, a este respecto, la reveladora anécdota que cuenta Juan Ramón de la época en que él mismo se sintió seducido por el movimiento.

«Muy excitado con aquello de modernista que yo era -escribe-, me fui a Sevilla a ver a mis amigos de El programa, Hojas sueltas y La Quincena. Don José Lamarque de Novoa, protector del primero de estos periódicos, me recibió asombrado y me dijo:

-¿Ya está usted imitando a esos tontos del futraque, como Salvador Rueda? Yo, un poco colorado, le dije que los Camafeos de Rueda me gustaban, pero que los versos de Rubén Darío me gustaban más... El nombre de Salvador Rueda [...] se quedó unido en mí al de estos flamantes poetas [Díaz Mirón, Casal, Silva, Gutiérrez Nájera, Lugones, Nervo, Rubén]. Entre los Camafeos había sonetos de una belleza colorista indudable y nueva, que se me quedaban vibrando en la imaginación y eran equivalentes a los poemas de los hispanoamericanos. Por ejemplo, éste de los Pavos Reales, que empieza:


Cuando vuelvo cantando por los trigales,
ya al morir entre púrpuras el sol caído...»32.



Lamarque, como tantos amigos de Salvador y Rubén, captaba perfectamente el parentesco que hermanaba sus respectivas poesías. Por lo demás, ese parentesco se había hecho más próximo desde el momento en que cada uno conoció la obra del otro, y fueron mutuamente modelo e imitador recíprocos, si bien en diverso grado -Rueda emuló siempre a Rubén, como era de esperar, mucho más que éste a aquél-. Por eso, a mi entender, hay algo de verdad en la célebre afirmación de Darío respecto de Salvador: «Yo, que le he criado poeta...», y en la orgullosa respuesta de éste: «¿Rubén Darío? Gran poeta, ¿cómo no? ¿Pero usted cree que hubiera podido existir sin Rueda?»33. Esta coherencia no elimina, sin embargo, las divergencias que separan a ambos, y que llevaron, por ejemplo, a Valbuena Prat a afirmar, con visión crítica no exenta de perspicacia, que el autor de Cantos de la vendimia era «lo más diverso, en lo esencial», de su compañero de reforma34. Y es que la propuesta de Rueda, aparte la invitatio de modelos literarios distintos, ofrece otros diferenciadores de gran calado, y que, en su aspecto nuclear, tienen que ver con la mimesis aristotélica. Me estoy refiriendo, sobre todo, al decidido propósito de Salvador de imitar a la naturaleza.

Lo importante, por lo que respecta al objeto de este estudio, es que, para Rueda, ese rasgo constituye un ingrediente fundamental en la propuesta española de modernismo que él quiere encabezar. Y así, recordando el entusiasmo por lo francés que la alternativa rubeniana había traído a nuestras letras, denuncia: «Todo ese bagaje libresco, todo ese vicio de cultura, detritus decadente, cayó sobre la salud de mi invasión de Naturaleza y forcejearon ambas tendencias. Siendo infinitamente mayores en número los imitadores franceses que los creadores españoles reintegradores de la Vida, los mecanógrafos constituyeron fácil río»35. La mimesis de la naturaleza no le parece pues, a Rueda, solamente un rasgo de su propia poesía -también lo es, por supuesto, y ahí está ese clamoroso «mi» para probarlo-, sino algo consustancial al modernismo «español», frente a la variante de inspiración francesa. Para él, los seguidores de ésta integran la ominosa nómina de los «mecanógrafos» o plagiarios. Los españoles, en cambio, se elevan a la categoría de «creadores». Es decir, su propuesta le parece la única verdaderamente «poética», pues es la que desarrolla una verdadera «poiesis», que sólo puede engendrar la emoción ante lo «natural».

Por eso, cuando a la altura de 1924, ya desilusionado ante el fracaso de su oferta lírica, reflexiona sobre lo que la poesía patria ha realizado a lo largo de más de treinta años de esfuerzos, advertirá amargado: «Salvo contadísimas excepciones, todo es en lengua española, desde hace tiempo, disimulada labor de calcografía francesa, es decir, labor despreciable, puesto que sólo es artista el que tiene originalidad y crea, o el que se ciñe a reproducir las cosas y los seres de la vida y la naturaleza»36.

En su opinión, de acuerdo con el credo pitagórico, el universo entero se basa en el ritmo, y tiene estructura poemática:


   «Sin el acento, el orbe se gangrena.
Él es sano antiséptico que enfrena,
da intangible poder y virtud alta.
   Y Dios, que sintoniza lo inaudito,
estrella su creación en lo infinito...,
y ni una estrofa del poema salta»37.



Por tanto, los poetas no pueden realizar su labor sino imitando directamente a la naturaleza, por un sencillo procedimiento de trasposición significa: convirtiendo el signo óntico en signo verbal lírico

Siguiendo pautas rubenianas, Salvador Rueda simboliza su poesía, al lado -y frente- a la del nicaragüense, en un ave emblemática. Para éste, «el olímpico cisne de nieve»38 encarna la perfección de la lira, libre de máculas que puedan afear su plumaje39; quiere decirse que la belleza en todos sus aspectos será el ideal de la poesía que él representa. Como no podía ser menos, también Rueda ve en el ave de Leda ese simbolismo, y así la apostrofa en versos de inequívoco cuño rubeniano, pues hasta las palabras «ara» y «hostiario» recuerdan en su poema «El cisne» el «ala eucarística» del «Blasón» de Prosas profanas:


«Visión impecable de nácar riente,
ara de alabastro y hostiario viviente,
cisne, frágil arco de la idealidad:
alma que desfila bajo de tu cuello
digna es del gran triunfo de gozar lo bello,
y del sol que alumbra la inmortalidad»40.



Sinceramente entusiasmado con el sueño de la belleza apolínea que el cisne significa, Rueda acepta de buen grado lo que Pedro Salinas llamó «el fabuloso ayuntamiento de la Poesía con ese cisne, cargado de símbolos», «su estirpe sagrada y olímpica, su condición aristocrática, su puro blancor, lo exquisito de los elementos que le forman»41. Sin embargo, no es esa ave la que cumple en su plenitud su propio ideal poético. De ahí que, en un intento de individuación clarificadora, busque otra más acorde con su estética. No propone, desde luego, como haría en 1915 el mejicano E. González Martínez, recordando la condena verlainiana de la elocuencia, retorcer el cuello al ave de Venus. Él se limita a proponer la alternativa del pavo real. Ya hemos citado los versos de «Arco de triunfo», en que imagina a los amantes de la poesía de una y otra orilla del Atlántico pidiendo a Darío y a él mismo sus versos peculiares:


«al cisne desplegando las alas en el viento,
y al pavo real abriendo la cola como un río».



Y es que, para Rueda, el ave de Juno es, ante todo, un ave española, y simboliza la estética casticista, por lo que su reivindicación conecta con la invitación formulada a E. Gómez Carrillo en la carta a que también nos hemos referido antes, en la que afea a los americanos que busquen aves extranjeras, cuando tan peregrinas aves autóctonas se les ofrecen en su tierra como símbolo de poesía. Pero es que, además, el pavo real significa también la belleza dionisíaca, perfecta sí, pero deslumbrante y dinámica, y despliega su cola con alegre exhibicionismo, feliz de asumir su propia identidad, orgullosa del don recibido. Léase, por ejemplo, el soneto en octonarios titulado precisamente «El pavo real», y más todavía el extenso poema en endecasílabos de rima suelta «La cola del pavo real», donde se exalta la estética del ave que es emblema del modernismo de oferta española:


«Mirad la cola real como poema:
¿Qué más da verso que color o nota?
Todas son alas de la suma gracia.
Si la admiráis como poesía, entonces
el pavo real es un poeta altísimo.
Su arpa es de plumas, y con ellas canta,
formando, de hemistiquios de matices,
alejandrinos ínclitos, que expiran
en amplias rimas de triunfales rosas»42.



Por lo que respecta a los temas, la coincidencia entre Rueda y Rubén es, si no total, muy significativa. Casi todos los que canta éste aparecen en la poesía de aquél, aunque se desborden y contaminen al incurrir en las «cinco limitaciones» que Guillermo Carnero, uniendo la caracterización científica a la valoración estética personal, sintetiza como popularismo costumbrista, filosofismo, mitologismo rural, sentimentalismo y rasgos de gusto plebeyo43. Habida cuenta de la formación autodictada del andaluz -lecciones de latín y de gramática en su etapa aldeana; lectura de los clásicos españoles en su juventud madrileña; de traducciones de autores latinos y modernos desde muy temprano; noticias de arte y arqueología en el Museo de Reproducciones Artísticas; libros científicos de divulgación a lo largo de toda su vida-, el esfuerzo que hubo de hacer Salvador por asimilar la difícil temática del culturismo modernista debió de ser muy meritorio.

Ya hemos hablado de su asimilación de los escritores de' nuestro Siglo de Oro. En cuanto a la cultura griega, encontramos en «Lira antigua» la evocación de Teócrito, Safo, Anacreonte, Píndaro, Bión, Mosco y Homero, a quienes considera modelos universales, recordando con intención -no quiere que se atribuyan sus conocimientos en este campo a influencia de Rubén- que su afición a lo helénico arranca de su estancia en el madrileño Museo de Reproducciones Artísticas. Pero hasta en ese aspecto es distinta su propuesta de modernismo respecto de la de Darío. Enfrentado a la mitología griega, Rueda le insufla un aliento vitalista -alguien ha hablado de juego de apetitos y lujurias- que lo individualiza frente al erotismo decadente y aristocrático de su rival44. Recuérdese, por ejemplo, en «Las metopas griegas», al Centauro que, tras una pánica persecución de Deidamia, acaba por gozarla en un pagano desenfreno carnal:


«Encendido en su sangre, que es viva lumbre,
va el raptor, de entusiasmo febril y ciego,
y parece ir dejando, de valle en cumbre,
un reguero estallante de rojo fuego. [...]
Desmayada Deidamia va en la carrera,
más bella por privada de pensamiento,
y lleva los cabellos como una hoguera,
con los ramales de oro libres al viento.
Por fin, abre los ojos estremecida,
y en gritos lastimeros su voz no exclama,
pues piensa que es hermoso sentirse asida
por un febril centauro que ruge y ama»45.



En el esfuerzo de Rueda por dar a su propuesta de modernismo una impostación nacional habría que situar su visión de lo rural andaluz como prolongación en el espacio y en el tiempo de la vieja cultura campesina de Grecia y Roma. Convencido, sin duda, de la existencia de un sustrato mediterráneo en el que coinciden todos los pueblos que se asoman al Mare Nostrum, lo que para el modernismo nacido en América podía parecer exótico era para él algo consustancial con nuestras raíces ancestrales. Pensemos, por ejemplo, en el poema «La vendimia», en el que hermana la inspiración helénica, que él considera propia, con los parrales de su Málaga natal:


«Mi maestra en poesía, la musa griega,
canta, a un cairel asida de verde parra»46.



O aquel otro pasaje en que explota la telúrica identidad de griegos y andaluces montando un equívoco lleno de lucidez: el poeta asiste a una fiesta campesina; en ella, una joven, cuyo novio está ausente, se ve cortejada por un grupo de mozos. ¿No parece esta muchacha Penélope? Más allá, unos labriegos beben con báquica sed vino dorado de la Axarquía. Se cruzan miradas ardientes, carcajadas, palabras de pasión. Rueda sabe que


«la Grecia es risa y juego, canción y vida nueva,
y en las grandiosas alas de sus Pegasos lleva
el reencarnante incendio del brío y del amor»47.



Por eso, desconcertado ante esta «reencarnación» de vitalidad mediterránea, vacila un momento y se pregunta:


   «¿Quiénes son los que, alegres,
forman la fiesta clásica?
¿Griegos? No, campesinos
de la graciosa Málaga,
   que en vez de fiesta griega,
como en la Odisea magna
describe el grande Homero,
celebran viva zambra»48.



En otro orden de cosas, el autor de En tropel configura su propuesta española de modernismo con ingredientes que miran, más que al pasado, al futuro. Así, en Sinfonía del año (1888), se sirve de un conceptismo que, si bien emparenta con precedentes franceses y españoles, supone una visión poética de vago matiz esteticista49. En alguno de los poemillas de ese libro parece preludiarse, sin abandonar los procedimientos de la metáfora neobarroca, los de la greguería:


   «Doctor es el higo chumbo,
estudia ciencia de espinas,
y en el ilustre birrete
le sale borla amarilla»50.



Otras veces, Rueda pinta tradiciones populares en que el marco costumbrista -curas rurales, sacristanes, beatas, procesiones, romerías...- se ve contaminado con rasgos de estética pre-esperpéntica51. En poemas como «Variaciones sobre un color», la matización cromática y la sinestesia no sólo aprovechan técnicas simbolistas, sino que adivinan recursos bien desarrollados por los poetas del Veintisiete. Para Andrés González-Blanco, ese poema, verdadera «sinfonía coloreada en verde mayor»52, tiene la audacia de los «simbolistas más outranciers, que quisieron fundir el color y la rima en la música, llegando algunas veces, en su anhelo de innovar, a las extravagancias de René Ghill»53. Rueda, por lo demás, demostró siempre sensibilidad para establecer relaciones entre cosas en apariencia muy distantes, adelantando hallazgos de Lorca o Alberti, y emparentando sutilmente con un género tan exótico como los haiku japoneses. Con el paso del tiempo, sus lecturas -siempre inconfesadas- de jóvenes poetas, como Juan Ramón, Prados, Altolaguirre, etc., rejuvenecerán algún momento de su labor creadora. Recuérdese, entre otros ejemplos, el arranque de «Resurrección», escrito ya al final de su vida, cuando constata su irreparable ruina física, y se dirige a su médico en un último gesto de esperanza, con tono y palabras que suenan a poesía nueva:


«Mis apagados huesos de savia fenecida,
la languidez caduca de mis exhaustas venas,
el cenicero pálido de mi frente sin vida
que los cielos sostuvo con sus astros de almenas,
cuanto en mí se deshace, se borra y se disuelve,
deshilachados músculos de hebras sin vibraciones,
llama de Dios venida que se apagó y no vuelve,
corazón con sus hélices ya sin palpitaciones...»54.



Así acaba, muchos años después de su primer grito revolucionario, la propuesta formulada por Rueda de un modernismo español de raíces casticistas. Dicha propuesta, nacida en un principio, como hemos visto, con independencia de Rubén, recibe la aprobación y apoyo de éste en su primer viaje a España (1892), cuando ambos se miran como compañeros de una gran cruzada lírica. Sin embargo, el temperamento del español es muy distinto del de su amigo. El suyo es más vitalista, más verboso y colorista, menos exigente y culto. Rueda no tiene el genio de Darío, su sostenida calidad ni su infalible buen gusto. Por otra parte, muchos de los consejos que recibió de personas a quienes tenía en alta estima intelectual le alejaron, contra el moderado aperturismo que había mostrado en los inicios de su tarea reformadora, de las influencias francesas y americanas. Con ello quedó condenado, sin él mismo advertirlo, a mantenerse casi sólo de nutrientes indígenas. Al pasar los años, el prurito de distanciarse de Rubén le hizo extremar esa renuncia empobrecedora.

De ahí que, a partir de primeros de siglo, su propuesta lírica se anquilosara sin remedio. Rueda reiterará una y otra vez sus fórmulas poéticas, estancado en sus propios hallazgos, incapaces ya de sorprender a nadie. Deja así de representar una actitud juvenil y vanguardista, papel que asumirán en adelante poetas más jóvenes que él, y desde luego mejor preparados. Y al paso que se multiplican los seguidores de Rubén, el «Poeta de la Raza» se va quedando cada vez más marginado. Manuel y Antonio Machado, Juan Ramón y los jóvenes del Veintisiete asimilan y trascienden el fermento modernista -el suyo propio y, sobre todo, el de Darío-, mientras Rueda, lleno de melancolía, les echa en cara la deuda que tienen con él. Al final, amargado por lo que considera una gran injusticia, apenas si escribe versos. Vive de recuerdos y añoranzas, como todos los viejos. Ahora, mejor que en los tiempos de «Idilio y elegía», era el momento de repetir:


«De los pasados días
sólo quedan recuerdos enlutados,
heredades vacías,
huertos abandonados,
cañadas sin agrestes armonías...»55.







 
Indice