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ArribaAbajoCuento


ArribaAbajoFernando Alloza Villagrasa


ArribaAbajoMadame Clay

Las calles de Perpignan estaban cerradas en una densa neblina que destilaba gotas heladas. El frío azotaba cortando el rostro y en aquella noche inclemente, sólo alguno que otro guardia encapotado se encontraba por las calles. ¡Qué tentadores eran los cafés de donde salía un vaho caliente y una luz que parecía agotada después de haber atravesado los visillos y la capa de niebla que empañaba las vidrieras!

Alfonso parose delante de uno de estos cafés y pasaba la mano temblorosa por los cristales. Su aliento, denso, cubría inmediatamente las huellas que sus dedos dejaban en el cristal, pero aún podía ver a través de él el interior del café. Estaba casi desierto; sólo en una mesa jugaban a las cartas dos clientes a quienes acompañaba una mujer. Sin embargo, ¡qué grato debía ser aquel café de divanes tapizados con gruesa pana y donde los clientes tenían abandonados los abrigos por encima de las sillas!

-No pueden negarme que me acurruque en un rincón del diván -pensó resueltamente Alfonso.

No obstante, apenas hubo abierto la puerta se sintió vacilante y le invadió un inexplicable deseo de salir corriendo. Hubiera querido desaparecer de aquella sala, donde tanta luz le hería la vista. Le retuvo una mirada llena de complacencia de la mujer que acompañaba a los jugadores.

-Ya no puedo huir -se dijo.

Avanzó tímidamente por entre las mesas, como si quisiera ocultar tras ellas su desdichada indumentaria. Después de sentarse en un diván, pensó en lo grato que era sentir el calor del café, pero ¡ay!, a la vez qué angustia saberse observado, saber que le estaban viendo el cuello de una camisa que, después de cruzar las puntas, aún le estaba ancho y las mangas de una chaqueta que eran más largas que los brazos... y los zapatos; aquellos zapatos que se abrían apenas movía los pies y que no encontraban un sitio para ocultarlos.

Cuando el camarero se acercó a la mesa de Alfonso, éste sintiose sobrecogido y quiso decirle:

-No, no quiero nada. Pero se le antojó tan grato sorber una taza de café con leche que movió involuntariamente la cabeza para decir:

-Sí...

-¿Qué? -inquirió el camarero.

-Sí, café con leche -respondió Alfonso.

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La señora le miraba insistentemente. Sin duda se aburría siendo testigo de aquella partida mano a mano en que los jugadores alternaban los sorbos de coñac con jugadas que hacían y deshacían en el más obstinado silencio. Alfonso empezó a sentirse menos embarazado: iba olvidando su aspecto de indigente para dejarse ganar por la ternura de los ojos que le acariciaban. Instantáneamente reaccionó para decirse:

-¡Bah! Será piedad y conmiseración lo que siente esta señora por mí.

Pero como si ella hubiese captado el pensamiento de Alfonso, le miró más dulce, más tiernamente; hasta parecía implorarle.

-Será la debilidad y el estado de mis nervios lo que me hace ver semejantes cosas -pensó.

Pero se produjo lo más inesperado: levantose la señora para decir algo imperceptible a su marido y se acercó resuelta a la mesa de Alfonso. Le extendió la mano y con una sonrisa llena de amabilidad le preguntó:

-¿Refugiado?

-Efectivamente -respondió él un tanto azorado y tratando de sujetar con la mano izquierda la manga que le impedía estrechar la mano de la señora.

Le dijo que se llamaba Yvonne Clay y le pidió permiso para hacerle compañía. Alfonso levantose muy confundido para ofrecer el diván a la señora Clay y cuando él quiso sentarse en una silla frente a ella, advirtió que le retenía cogiéndole del brazo y le invitaba a tomar asiento a su lado. Se miraban fijamente sin hablarse apenas y cuando Alfonso se repuso un poco de su turbación pensó que era inverosímil lo que estaba ocurriendo. Después por decir algo preguntó:

-¿Es su marido aquel señor?

-Sí -contestó la señora Clay, con un gesto que significaba bien lo inoportuno de la pregunta. Pero luego sonrió amablemente... Mas ¡cuál sería la sorpresa Alfonso al sentir que la mano que tenía apoyada en el diván era apretada por la de señora la Clay! En un momento de serenidad y lucidez mental, Alfonso, que era muy aficionado a leer novelas, pensó:

-¡Ay!, había previsto muchas cosas en esta desdichada aventura que es el exilio, pero jamás pude sospechar que había de verme en los aprietos de Julián Sorel.

El reloj avanzaba lento en aquel café de ambiente absurdo, donde los camareros dormitaban, el propietario contaba y recontaba los fondos de caja y los jugadores persistían, con ejemplar obstinación, en aquella partida silenciosa y en agotar copas de coñac. Alfonso se dejaba apretar la mano entre las de la señora Clay y aceptaba sin impaciencia que el tiempo pasara lento. Al fin y al cabo, cuando abandonara el café tendría que recogerse en el parque municipal o en las orillas del Tech: lugares ambos poco adecuados para pasar una noche de frío despiadado. Por otra parte, no era tan ingrata aquella absurda aventura. La señora Clay tenía indudables encantos; estaba entre los treinta y los treinta y dos años, esa edad en que las mujeres empiezan   —57→   a saber lo que quieren y se enamoran de verdad, o simplemente, aceptan del amor una parte grata sin dejarse arrebatar por excesos sentimentales.

Era ya muy cerca de las dos, cuando los jugadores, un poco coaccionados por el ir y venir impaciente de los camareros, se disponían a levantar la partida. Alfonso pensó lo embarazoso que le iba a ser explicar que no tenía ni un franco para pagar el café, mas por fortuna el señor Clay, al pagar el coñac que había consumido, indicó al camarero que cobrara el café de Alfonso. Ya en la calle, sintíose sobrecogido por un temblor que le anunciaba toda la crueldad de la noche que le esperaba. Después que los esposos Clay se despidieron del rival en la partida, acercáronse a Alfonso, para anunciarle que se sentirían muy complacidos en acompañarle al hotel.

-Verá usted... -balbuceó sorprendido Alfonso- ...mi hotel está muy lejos... no se molesten.

El señor Clay volvió a intervenir en los mismos tonos cordiales para recomendarle que pasara la noche en un hotel próximo y, sin darle tiempo a replicar, lo asió amablemente del brazo para decirle:

-Mire, aquí, enfrente, hay un buen hotel y yo soy amigo del propietario.

No hubo lugar a opción. Cuando Alfonso quiso replicar algo, estaban ya atravesando la calle para entrar en un lujoso hotel. El señor Clay adelantose para cambiar unas palabras con el empleado que estaba de servicio, mientras su señora apretando los brazos de Alfonso se despedía:

-Hasta mañana, querido.

Él respondió sin saber a qué atenerse.

-Hasta mañana.

Despidiose después del señor Clay quien, sin necesidad de explicar nada, sólo con la expresión, por cierto muy discreta, llevó al ánimo de Alfonso la seguridad de que nadie le importunaría a la hora de pagar el hotel.

Avanzando por un pasillo de alfombras y acompañado por un empleado que lo conducía a la habitación, pensaba:

-Estos franceses son unos refinados.

Ya en la habitación, sonrió un poco amargamente ante el espejo, al verse con aquella chaqueta de hombreras caídas y mangas largas y con una camisa tan lamentablemente. Fue dejando caer tan raras prendas sobre el suelo alfombrado y empezó a sentirse bajo los efectos agradables de la calefacción y el confort que le ofrecía el lujoso hotel. Aquella cama con mantas de lana y sábanas blancas parecía una quimera.

-Cerca de dos meses -contó Alfonso- hace que no me acuesto en una cama.

Al dejarse caer en ella repasó vagamente todo lo que había ocurrido y se repetía:

-Hasta mañana... ¡Qué sarcasmo! No me verá mañana ni nunca.

Quizás hubiera divagado mucho, pero se sintió dominado por la voluptuosidad   —58→   que proporciona una cama cómoda a quien lleva dos meses durmiendo en campos de concentración y en las orillas de ríos helados.

* * *

Serían aproximadamente las diez de la mañana cuando unos golpes en la puerta hicieron que Alfonso se despertara sobresaltado.

-¿Qué es esto? -gritó.

Serenose un poco y recordó la inverosímil aventura de la noche anterior. Cuando volvieron a sonar los golpes en la puerta, encogiose de hombros y dijo indiferente:

-Pase.

Entró un camarero que traía un desayuno copioso.

-¿Qué trae?... Si no he pedido nada -exclamó sorprendido Alfonso.

El camarero, firme, aunque amablemente, respondió:

-No importa, es la costumbre del hotel... Perdón, señor -añadió-. Los señores Clay se interesaron por usted si ha pasado bien la noche.

-Sí, muy bien -contestó un poco molesto.

Después se dijo:

-Esto ya es excesivo.

El camarero, que iba recogiendo las desdichadas prendas que estaban tiradas por la habitación, anunció a Alfonso que iba a prepararle el baño.

-Bien, bien -respondió malhumorado.

-¡Oiga! -preguntó bruscamente al camarero-. ¿Quiénes son estos señores Clay?

-Verá usted, señor -respondió lleno de oficiosidad-. Él es uno de los banqueros más importantes de la ciudad, ella es una parisiense que goza de mucho prestigio por su distinción y delicadeza... pero se aburre mucho en Perpignan, su marido está absorbido por los negocios...

-Basta, basta -intervino autoritario Alfonso-, prepáreme el baño.

* * *

-Pues esta señora tan distinguida y delicada no volverá a verme -se decía Alfonso cuando salió del baño.

Se hizo el propósito de desayunar y salir del hotel para no volver más por aquellos contornos. Mas ¡ay!, de nuevo sonaron unos golpes en la puerta y sin dejar el desayuno que tenía entre manos, gritó molesto:

-Pase.

Quien entraba ahora, no era el camarero, era la señora Clay. Inundó la habitación   —59→   de un perfume fresco y por entre un cuello de pieles apuntaba un rostro radiante de belleza. Desprendiose del abrigo mostrando un talle esbelto y de líneas gratamente sensuales. Sonrió insinuante y con mirada acariciadora se acercó a Alfonso. Cogió entre sus manos la cabeza de él y dejó sentir de cerca el fresco perfume de su piel. Con las manos acariciaba suavemente los desordenados cabellos de Alfonso. Él empezó a no pensar; abandonose simplemente a las ternuras de Yvonne.

* * *

Horas más tarde, paseaba por las orillas del Tech divagando en torno a tan extraños acontecimientos.

-¡Qué mujer! -se decía-. ¡Qué rara mezcla de bestezuela y de aventurera refinada!

Sin embargo, observó que pensaba demasiado en ella. Había algo que le atraía y desde luego no repetía ya lo que horas antes había pensado: «No la veré mañana ni nunca». Por el contrario, la tarde se le hacía interminable calculando el tiempo que le faltaba para volver a verla. Pasó y repasó, por el café, varias veces con la esperanza de encontrarla y vagaba por las calles con la obsesión de descubrirla entre las gentes que iban y venían...

Aquella y otras noches se repitieron las escenas del primer día, pero con un apasionamiento y un calor que crecían precipitadamente. Alfonso vivía la dicha de un paraíso y hacía que su amada sintiera con él toda la intensidad de su pasión.

-Estoy muy enamorado -repetíase a menudo.

Y, efectivamente, lo estaba. Aquella parisiense cuidaba tan delicadamente sus relaciones con Alfonso, que éste nunca tuvo ocasión de sentir las condiciones de inferioridad en que se encontraba. Acaso no lo sintiera, pero la señora Clay sabía muy bien crear ese ambiente y ese tono de igualdad en que se desarrollan los grandes amores...

Mas ¡ay! la dicha es efímera... En uno de sus paseos por las calles de Perpignan, fue sorprendido por los gendarmes y llevado más tarde al campo de concentración de Arrás. No pudo despedirse de Yvonne ni avisarle siquiera de su desgracia.

-Si ella supiera donde estoy, vendría a verme -se decía.

Durante quince días vivió aquella obsesión del alambre espino que se le clavaba en el alma. Conocía la vida en los campos de concentración, pero nunca se le había antojado tan refinadamente cruel como ahora. En las crisis de abatimiento su mirada parecía la de un iluminado.

-Todo es poco si consigo huir, huir para abandonar la cabeza en sus manos y sentir la ternura de sus caricias.

Efectivamente, huyó, al fin. Huyó durante una noche tan inclemente como todas las que se sucedían en aquellos primeros meses de exilio. Pero él corría por la avenida que da acceso a Perpignan, indiferente al frío que le azotaba.

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-Llegar al café y verla... -se decía sintiendo en el pecho toda la plenitud de un hombre feliz- sentirse acariciado por su mirada.

No tardó más de media hora en hacer un recorrido de cuatro kilómetros, por calles mal alumbradas y cerradas en una densa neblina. Al llegar al café sintió que el pecho se le abría de emoción. Con una sonrisa de niño y los ojos radiantes de alegría, abrió precipitadamente la puerta. Sintió como si un bloque de hielo se le pegara a la espalda. Yvonne tenía a su lado otro, que también tenía aspecto de refugiado. Cuando notó la presencia de Alfonso volvió la cabeza indiferente, como si se tratara de un desconocido y sonrió amablemente a su nuevo amigo...

Los jugadores estaban obstinados en su partida sin darse cuenta siquiera de la presencia de Alfonso.

Abandonó el café andando como un autómata sin pensar ni sentir nada. Ante la vidriera del café tropezose con un joven que estaba pasando la mano por el cristal. El joven se quedó mirando a Alfonso y le preguntó:

-¿Eres refugiado?

Contestó con un movimiento de cabeza sin prestar atención al que le interrogaba. Éste le dijo que también él lo era. Después le explicó que venía muchas noches, para ver en el café a unas gentes que conocía.

-A los señores Clay -aclaró.

-¡...!

-Él es un importante banquero y su esposa una parisiense que se aburre mucho.

-¿Cómo sabes eso? -inquirió vivamente Alfonso.

-Me lo dijo un camarero de ese hotel que hay enfrente... Verás -añadió-. Una noche como ésta, entré en el café y la señora Clay me miraba obstinadamente...

-¡No... no sigas! -le interrumpió suplicante Alfonso.

Carteles. La Habana, año 27, 2 (19 de mayo de 1946), pp. 22-23.





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ArribaAbajoLuis Amado Blanco


ArribaAbajoPepín, El Mulato

Al doctor Raúl Roa, por esa saludable herida martiana que padece agónicamente.

«La fidelidad es el esfuerzo de un alma noble por igualarse a otra más grande que ella».


J. W. Goethe                


I

No sé cómo llegó al pueblo. Jamás pude averiguarlo. En realidad, hasta ahora que lo pienso, que lo repienso una y otra vez, que lo contemplo con los ojos de la lejanía en el tiempo y la distancia, nunca me preocupó la extraña circunstancia de aquel zapatero cubano, mulato por más señas, metido a vivir en Avilés, el pueblo asturiano de infancia, empapado de lluvia fina, dormido melancólicamente al lado de la larga espada de su noble ría como una estatua yacente; con sus soportales nublados por el eco redondo de las almadreñas; con su acerado humorismo detrás del cual se escuchaba la tristeza de una vida sin vida, siempre igual, como las nubes grises.

Pensándolo bien, no tenía por qué extrañarme. Cuando abrí los ojos a la existencia, cuando comencé a darme cuenta de lo que me rodeaba, estaba ya allí, para mí, al menos, desde siempre, dándole al martillo y a la lezna en el pequeño portal de la casa fronteriza; igual que las niñas jugando al corro en los atardeceres de primavera; que los señorones, graves y presuntuosos, que paseaban las calles una y otra vez sobrecogidos por sus propias largas peroratas; que las piedras y los escudos de las casas; que las boticas, con sus misteriosos pomos de porcelana donde se guardaban amargos extractos de salud; que las tiendas de ultramarinos, con sus geométricas pilas de redondas latas y sus sacos medio abiertos para que las manos de las amas de casa pudieran acariciar, sabiamente, los pálidos garbanzos de Castilla.

Todo en su sitio, y Pepín, El Mulato, en el suyo. Todos cumpliendo con su obligación de componer aquella maravillosa estampa primera de mis ojos niños preñados de asombro y rotos de contornos precisos.

Además, el caso, bien mirado, no tenía nada de extraordinario. Desde que despertaba hasta que me dormía estaba oyendo hablar de Cuba. La mitad de los hombres del pueblo habían estado allá; la mitad de los jóvenes se preparaban para dar el salto. Por las noches de verano, cuando el horizonte se ensanchaba un poco y la brisa conservaba, un tanto, el color amarillo del sol, los mozos pasaban cantando, a tres voces, las últimas dulces habaneras llegadas de la Perla querida; los ceniceros estaban llenos del gris residuo de los tabacos, cuya procedencia garantizaba un bello anillo de papel, en oro y sangre, dejado caer, bien visible, como si no importara. Todos los años, durante tres y cuatro semanas, mi madre trabajaba, afanosamente, dirigiendo el   —62→   embalaje de grandes cajas llenas de chorizos, morcillas, habas y jamones, destinadas a cruzar el océano, y todos los años, igualmente, mi padre se pasaba tres y cuatro días, en mangas de camisa, el chaleco desabrochado, martillo y cincel en ristre, abriendo, con los ojos encendidos de sensual regusto, otras grandes cajas repletas de la dulcísima y morena azúcar de caña, del verdiseco y arriñonado café, de la olorosa y pegadiza guayaba veteada de temblorosa jalea. No podía extrañarme. No había manera de que me preocupara lo más mínimo, el encajamiento asturiano de aquel zapatero remendón de ojos picarescos, tez cetrina, y jotas melladas. Estaba allí por la misma razón que las canciones y las preocupaciones cubanas; que las cartas, que madres y esposas esperaban anhelantes todos los meses; que las luces de juventud que se encendían en las pupilas de los ancianos, cada vez que recordaban los bailes de Tacón o las excursiones a Puentes Grandes.

Estaba allí, desde siempre, en su sitio, y eso era todo. Dale que le das al cuero y la aguja, al martillo y a los clavos. Un par y otro par de zapatos; un día y otro día.

Si hubiera tenido otro oficio se hubiera muerto de hambre, porque no iba nunca a misa, y además, era republicano; pero como era zapatero, y todos los zapateros de España estaban, por aquel entonces, dejados de la mano de Dios, como no tenían remedio, lo mejor del pueblo le mandaba a arreglar sus botas; y no sólo por mediación de las sirvientas, sino en mano de las mismas señoras, quién sabe si enternecidas por su malicioso mirar y por sus palabras corteses.

-Usted manda, mi señora. No faltaba más. Siempre dispuesto a servirla.

Cuando el caso merecía la pena, las acompañaba hasta la puerta y hasta se quedaba en el umbral viéndolas alejarse, los párpados entornados, las manos bajo el largo delantal de hule. Luego, al volver a su pequeña banqueta, tras la diminuta mesita, golpeaba más fuerte, cosía más aprisa, se tragaba ciertas interjecciones que no era conveniente brotaran de sus labios, gordos y sensuales, tras los que escondía un fuerte teclado de blancos dientes como para una salvaje sinfonía de amor. Con las cocineras y doncellas de las mansiones clientes, ocurría de manera bien distinta. Eran ellas las que no querían irse y se sentaban largos ratos en las bajas sillitas, como para un corro de enanos, mientras él, cumpliendo con su oficio, la boca llena de tachuelas, el martillo machacando sus varoniles intenciones, las miraba de hito en hito advirtiéndolas picarescamente:

-¡Siempre lo mismo! Eva, como en el paraíso, mostrándole la manzana al pobre Adán. Pero ten en cuenta que yo no soy tan inexperto. Un día cualquiera...

Reían. Yo no sé en qué paraban aquellas jaranas. Era demasiado niño par a darme cuenta. Sólo ahora, atando cabos por acá y por acullá, puedo reconstruir lo que estoy contando. El caso es que jamás dio un escándalo, ni se le vio borracho, ni se le supo jugador. Un hombre cabal, serio, honrado. El primero en abrir su reducido establecimiento, el último en abandonarlo, golpea que te golpea, sin irritarse nunca, en todo tiempo sonriente, como si una alegría interna le brotase del alma. Sin embargo,   —63→   era un sentimental de lágrima propicia y limosna pronta, a pesar de su estrechez. Los pobres del pueblo, al ir o al volver de su turno peticionario en la puerta románica del templo de San Francisco -arrullado por el fuerte correr de sus seis caños, con pétreos mascarones, donde bebían los aldeanos y abrevaban sus bestias- sabían dónde conseguir una moneda más. A veces, refunfuñaba, pero la mano no seguía a la protesta. Revolvía el cajoncito lateral de la mesa:

-¡Como si yo fuera rico! ¡Como si no tuviera que pasarme aquí de sol a sol para poder vivir malamente!

Luego daba un suspiro, una larga puntada más, y retornaba a la faena que sólo interrumpía al mediodía, cuando sus tres pequeñas, mulatas como él, regresaban de la Escuela Pública. Porque era viudo. Yo no alcancé a conocer a su mujer, una apretada escultura de canela con la que había arribado al pueblo, pero un día, por casualidad, oí contar a mi padre la triste historia. Parece que se querían de verdad, con locura, pero a la mulata no le sentaba corporal ni espiritualmente aquel clima, como un frío puñal de agua hasta la médula de los huesos. A veces se ponía a llorar tras los cristales empañados de orbayo, añorando el sol, la bienaventuranza de su patria lejana, y al regalarle la tercera hija se fue para siempre no se sabe si del parto o de melancolía, con miedo en la entraña a quedarse prisionera entre aquellos montes con el sordo canto de un mar eternamente embravecido como una amenaza para aquel que osara aventurarse.

-Ahora sí que no tengo escape -le decía Pepín a mi padre-. ¿Cómo dejarla sola, sin familiares, sin una flor ni un pensamiento sobre su tumba? Además, aquí a mis hijas no se las señala ni se las desprecia. Son hijas de un zapatero remendón, pero nada más. ¡Yo trabajaré para ellas!

¡Y vaya si trabajaba, si las atendía! Una vieja vecina les preparaba la comida, pero todo lo demás se lo hacía él en funciones de padre y madre en una sola pieza. Escogerles los vestidos de colores chillones; peinarlas según esa cuadrada geometría de tablero de ajedrez rematado por las trenzas, con grandes lazos, extrañas mariposas disonantes; tomarles la lección, saber por dónde andaban. Poco a poco, fue aprendiendo de nuevo a sonreír en la mirada ingenua de sus pequeñuelas, que se criaban sanas y felices; a mirar la vida de frente, a resignarse, por lo menos resignarse a no volver nunca a su Habana querida cuyo recuerdo le mordía el corazón, sobre todo cuando las pandillas de jóvenes pasaban delante de su casa con las dulces y distantes canciones en las armoniosas gargantas.

-¿Oyó usted la noche pasada? ¡Qué bien cantaban! ¡Parecía que andaba uno por Jesús del Monte!

Algunos ricos indianos, formaban en el atardecer su tertulia en la pequeña zapatería. Se sentaban en las sillas bajas y comenzaban a hablar de lo mismo: de la zafra, del mal gobierno republicano de la Isla; del descuido de España por haber perdido aquella joya; de aquellas maravillosas mujeres de sus buenos tiempos. Los nombres   —64→   de los patricios cubanos y de los generalotes, se barajaban una y otra vez. Ya habían transcurrido muchos años de todo aquello, pero eso no importaba. Se repetían las consabidas historias queriendo meterse dentro de ellas, a ver si era posible incorporarse de nuevo a la juventud perdida.

Mi padre, por imposición tácita de Pepín, El Mulato, era algo así como el presidente de la reunión. Para él había una silla alta que nadie se atrevía a ocupar, y sus palabras tenían siempre la aprobación entusiasta del remendón correligionario, orgulloso de poder contar con tan importante apoyo. Porque mi padre había estado siempre de parte de los mambises; porque era como él, republicano en el caso de España; y porque sólo en las grandes solemnidades se dignaba ir a misa; no por devoción, sino por acompañar a mi madre. Cuando en el fragor de las acaloradas discusiones, mi padre, rubio y fornido, señalaba los desastres pasados como prueba de incapacidad de las clases reaccionarias de la Península y recordaba párrafos de Pi y Margall, inflamados de solemne oratoria y clara visión política, Pepín se le quedaba mirando como a un Dios a quien tuviera que agradecerle algo más que la vida.

-Así se habla, así se habla. Así habló Martí, aquel genio que ustedes nunca supieron comprender.

Martí, José Martí, era en él algo más que una devoción. Una pasión consciente, forjada en largas horas de lectura, quemándose los ojos, mientras sus hijas dormían y el cuerpo le pedía el necesario descanso. Porque leía sin reposo, todos los días, pasase lo que pasase. Un miembro de la tertulia, don Esteban, El Silencioso, apodado así porque jamás hacía otra cosa que escuchar sin opinar nunca, siempre enfundado en un escrupuloso traje carmelita de magnífico paño inglés, largo saco ribeteado de esterilla, bombín del mismo tono y una soberbia colección de admirables bastones, le prestaba libros, principalmente sobre historia, filosofía y ciencias sociales.

Puedo confesar, sin rubor y aun sin irreverencia, que la primera vez que oí nombrar a Schopenhauer, Gustavo Lebón, Mantegaza, Menéndez y Pelayo, Varona, fue en boca de Pepín, El Mulato, por mil motivos ilustre zapatero remendón de mi pueblo. Lo hacía sin pedantería, sin resabios, como la cosa más natural del mundo, como se habla de ilustres amigos a los que se reverencia y cuyas sabias enseñanzas es necesario aplicar para un mejor entendimiento entre los hombres.

Una tarde, allá por mis diecinueve años, la víspera de tomar el tren que debía conducirme a Madrid para comenzar mis estudios universitarios, me llamó, al salir de casa, con un gesto misterioso. Ya había muerto mi padre, y aquella tertulia «histórica», como él humorísticamente la denominaba, había sido deshecha por la inexorable ley de la vida y de la muerte. Llovía. Era por el otoño: el mes de septiembre. Los árboles, con las arrogantes hojas del corto verano ya mustias y pardas sobre las raíces, pedían al cielo clemencia por su trágica desnudez, y el pueblo entero iba dejándose amortajar, por aquel largo y desolado viento de los días interminables, perdidas   —65→   una vez más las tardes de sol propicias para las reuniones y las romerías traspasadas de gaita, sidra y amores rezagados.

-Quisiera hablar con usted. Cuando salga, después de la cena, tenga la bondad de subir a mi bohardilla. Yo le estaré esperando.

Me extrañó el tono misterioso, la extraña localización de la cita, la absoluta solemnidad de sus palabras. Diariamente, al ir o al volver de la cercana Biblioteca popular, donde yo despachaba a mis anchas los afanes literarios, entraba un rato a charlar con él. Muchas veces, casi siempre, estábamos solos. ¿Qué era lo que quería decirme, así, tan privadamente, en la intimidad de su hogar, al que jamás nadie había tenido acceso? Debo confesar que hasta tuve miedo. Un miedo absurdo, lo reconozco, pero miedo de que algo insólito y misterioso pudiera caer sobre mi juventud aplastándola inexorablemente. Subí, hasta el cuarto piso, casi temblando, parándome en cada descansillo para coger resuello y aparentar una fría calma al llegar a la puerta. Dos golpes suaves, y:

-¡Adelante!

Estaba entornada. La empujé. Era una habitación larga y estrecha, vacía de muebles, con una bombilla de pantalla verde alumbrando escasamente el recinto. Al fondo, una ventana: tres sillas en el centro, y sobre una de ellas, una desvencijada maleta abierta, repleta de periódicos, viejos libros y libretas de apuntes.

Se puso de pie y con aquella su melosa cortesía, hizo que me sentara. Se quitó los lentes de plata con cristales redondos, el mandil de trabajo que aún tenía puesto. Extrajo de la maleta unos diarios amarillentos y un libro pequeño; volvió a cerrarla cuidadosamente pasando los pestillos, y me miró tan honrada y paternalmente, que se desvanecieron mis temores. Sus palabras no parecían de él, de un zapatero remendón, roído de años y trabajos:

-Mire, yo quise mucho a su padre y, por lo tanto a usted, a quien he visto crecer semana a semana. Se ve que va para escritor. Sus poesías, sus artículos, que leo en el periódico del pueblo, lo dicen claramente. Ahora, de pronto, quizás demasiado pronto, va a enfrentarse con el revuelto mundo de la capital, y yo quisiera hacerle un regalo. Figúrese usted, ¡Pepín, El Mulato, haciéndole un regalo! Pero no importa. Materialmente no vale nada, pero espiritualmente vale mucho, por el cariño con que se lo ofrezco, y por lo que encierra. Es un ejemplar de los Versos Sencillos de José Martí, y cinco periódicos -dos de Caracas y tres de Buenos Aires- donde están publicados artículos suyos. Los guardé escondidos muchos años, porque hubo un tiempo en el que poseer estas joyas era peligroso. Su padre era el único que conocía mi secreto. Y ahora se los ofrezco para que se dé cuenta de lo que es América y de lo que fue su proceso libertador. A Martí, estoy seguro que sólo lo conoce de oídas, que no ha leído nada de él. Se le olvida, en España, injustamente. Pero día vendrá en que suceda todo lo contrario. Léalo con calma y reedítelo. Si viviera, estaría ahora ayudando a libertar al pueblo español de la tiranía de los Borbones.

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Aquella noche no pude dormir. La pasé, entera, leyendo lo que me había entregado, y por vez primera en mi vida, mordido de largas preocupaciones que no me han dejado nunca.

Al levantarme con el alba para tomar el ferrocarril, tenía los ojos hinchados no sé si por el desvelo o por la crisis. América no era ya para mí aquel país cálido y somnoliento que se había metido por mí al compás de las rítmicas «habaneras», y con el gusto delicioso del dulce de guayaba. Había algo más, mucho más, infinitamente más, profundo y altanero como el tajo del machete. No sé. Los brazos de mi madre tenían una patética ternura al abrazarme, y las maletas pesaban endemoniadamente al bajar las escaleras. Hacía frío. Yo tenía mucho frío por lo menos. Las calles solitarias. Una larga pincelada gris manchaba todo el pueblo. Pepín, El Mulato, me decía humildemente adiós, detrás de los cristales de su noble y singular zapatería.

II

Cuando regresaba de vacaciones por el verano, iba a verlo. Me sentaba en la silla que antes ocupara mi padre y charlábamos largo rato. De esto, de lo otro, de lo de más allá, casi siempre de política. Seguía estando en todo, pero cada vez más en Cuba. Como si al trasponer los umbrales de la vejez, la patria lejana tirara de él como un imán patético.

-¡Si yo pudiera ver de nuevo todo aquello! Con un mes de estancia me conformaría. Pero el viaje es muy largo y los pobres no ganamos para esos lujos. Ahora, con las hijas casadas, puedo ahorrar algunas pesetillas, pero no las suficientes. Además, a mi mujer, allá arriba en el camposanto, no le gustaría que me fuese.

Sonreía melancólicamente. Vivía solo. Solo con la visita periódica de los nietos, que le mecían el alma como una hamaca. Pero solo, acaso sesenta años, el pasudo cabello casi blanco, el mismo pulso para el martillo y la lezna, los mismos ojillos vivaces tras los lentes con armadura de plata.

Cuando llegó la guerra civil, hacía ya dos veranos que no lo visitaba. Ardores de la poderosa juventud que nos llevan por otros senderos haciéndonos olvidar, injustamente, aquellas figuras que de una u otra manera nos abrigaron de niños. Sonaba el cañón tras los montes, y de cuando en cuando, corría entre las nubes un aeroplano sembrando el pánico en las aldeas y ciudades. Por fortuna casi siempre seguía de largo. Era por los primeros días, y todo se arreglaba con inocentes reconocimientos. Por las carreteras pasaba la terrible tristeza de los aldeanos evadidos de sus lugares ante el peligro de la lucha, con sus vacas indiferentes y sus carros de yerba cargados con sus pobres enseres. Daba ganas de llorar y a veces levantábamos la vista al cielo en busca de una razón para aquel desatino; pero el cielo no contestaba: plúmbeo o azul, daba lo mismo. Mudo, ausente, como el decorado sin respuestas para la agonía de los actores del espantoso drama.

Un día, al atardecer, volvía en automóvil del frente galaico, en compañía de   —67→   otros periodistas, cuando nos llamó la atención un numeroso grupo de obreros sentados al borde de la carretera. Cincuenta, sesenta, fumando sus cigarrillos de espera sobre los montones de grava, en las cunetas, a la orilla verde de los prados. El sol se había puesto solemne tras las agrestes montañas, y una luz dura y tornasolada iba durmiéndose por lo alto abriéndole cielo a las primeras estrellas. Paramos en seco. Uno de nosotros se asomó por la ventanilla.

-¿Por quién esperan?

-Por nadie -contestó uno-. Hemos formado una milicia y esperamos el paso de un camión de armas para seguir al frente. Por las buenas o por las malas, tendrán que entregárnoslas.

Nos apeamos para convencerles de que todo aquello era un perfecto desatino, pero fue inútil, mejor dicho, contraproducente. Comenzó el recelo, las miradas de odio, los puños apretados...

-Señoritos de mierda...

Yo, por fortuna, no me preocupaba de lo que acontecía a mi alrededor, aturdido por una increíble aparición, allá al final de la fila. Sentado y también absorto, con la cabeza entre las manos, estaba Pepín, El Mulato, vestido de domingo, los zapatos bien lustrados, una sortija de oro que no le había visto nunca en su mano izquierda, en un feroz contraste con el turbio desaliño de sus compañeros.

-Pepín, ¿qué hace usted aquí entre estos hombres?

Levantó la vista y se puso de pie, ligero, extendiéndome las dos manos.

-Ya sé, ya sé, pero no me riña. Sería inútil. Ya sé que soy viejo, que nunca manejé un arma, y que por lo tanto puedo ayudar muy poco. Pero puedo morir y eso es bastante. Figúrese usted, morir. He vivido por algo: por mis hijas. Y ahora que ellas ya no me necesitan, tengo la oportunidad de dar la vida por mi causa de siempre, buena o mala, pero la mía. Todos mis muchos años allá encerrado, prisionero sin aire ni horizonte, dándole golpes a las suelas y sueña que te sueña, sin poder realizar ninguna esperanza. Ahora, por suerte, es diferente. El campo abierto, el sol, la lucha... Ya he cumplido con el cotidiano y monótono deber, y ahora quiero cumplir con el hermoso deber de unos días. Un solo tiro. Y como Martí, hacia la gloria, aunque nadie inscriba mi nombre en ninguna placa de mármol. Un abrazo y ni una sola palabra, se lo ruego.

Me apretaba fuerte, fuerte, como se aprieta a un hijo. Los ojos llenos de lágrimas, pero firme y seguro como una palmera.

-Siempre dije «¡hasta luego!», pero ahora debo decirle adiós. Y cuídese, que es usted muy joven.

Sin fuerzas, sin razones, di la vuelta y me metí de rondón en el auto como un signo de marcha. Rugió el motor cuesta arriba, levantando largas y densas nubes de polvo. Los compañeros discutían violentamente. Que si esto, que si lo otro.

-¿Por qué callas? -me dijo uno-. ¿Has visto un fantasma?

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Lo miré fijo, violento, para que no insistiera.

-No he visto un fantasma. Nunca veo fantasmas, tú lo sabes muy bien. Pero hay cosas que no debían suceder jamás y sin embargo están sucediendo.

* * *

Tres días después, visitando el mismo frente, me llamaron al improvisado hospitalillo de avanzada, bajo un hórreo mordido de metralla.

-Aquí hay un muerto en cuyas ropas encontramos un papel rogando le avisáramos a usted en caso necesario. Lo firma «Pepín, El Mulato».

Era él, tendido en la sucia camilla con el solo tiro imaginado en mitad de la frente. Una sonrisa feliz en la boca gordezuela y sabia. El amigo que me había preguntado en el automóvil, estaba tras de mí con el rostro tenso, las manos caídas, la voz grave:

-¿Era el fantasma?

-Sí -le respondí casi llorando-. Es el cadáver de un gran hombre. El cadáver de toda mi niñez, y de mi adolescencia. ¿Entiendes ahora?

Doña Velorio (Nueve cuentos y una nivola), La Habana, Dirección de Publicaciones, Universidad Central de Las Villas, 1960. pp. 51-66.





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ArribaAbajoJuan Chabás


ArribaAbajoAmanecer

Había en el cielo unas estrellas agudas, que parecían sonar como campanillas de plata cuando resplandecían temblando. Álamos altos, escuetos, aguzaban su ramaje fino contra la profunda transparencia comba del cielo. La brisa meneaba un poco las ramas más delgadas y las hojillas leves.

Al lado de esos álamos, a las tres en punto de la madrugada, cuatro hombres arrebujados en mantas y zamarros, con las chicas boinas negras hasta las orejas, permanecían quietos y en silencio. A las tres precisamente era la cita.

Hacía más de media hora que estaban allí, frotándose las manos, golpeando la escarcha del prado con los pies, para que no se les entumeciesen. Llevaban a la espalda sendos zurrones bien cargados, que no se atrevían a dejar en el suelo por si tomaban humedad.

Al fin, uno de ellos preguntó:

-¿Tú crees que vengan? Ha pasado ya más de media hora...

-No creas que tanto. Es que el tiempo, de noche y en el campo, con frío, sueño y hambre, se hace muy largo. Mayormente, cuando no hay más reloj para medirlo que el propio pulso de la sangre en las sienes. No te impacientes. Vendrán seguro.

Pedro dijo estas palabras con pausada firmeza, mirando a sus tres compañeros. Era un mozo labrador, que conocía bien el campo y medía certeramente a los hombres por su coraje.

-A veces, el rumor de las hojas de los álamos parece que es de gente que camina -observó otro.

Y replicó zumbón, con cierto deje agrio, un tercero:

-A ver si es miedo...

-¿Miedo? Mira, Manuel: no sé si alguna vez he tenido miedo; pero te juro por mi madre que esta madrugada no lo tengo. Cuando uno sabe bien lo que hace y por qué lo hace, el miedo se le vuelve a uno corazón y le empuja la sangre... Y no pienses en el miedo de los demás, no vaya a ser que el tuyo asome la oreja...

Replicó el Manuel:

-Bueno; mejor es no hablar de tonterías. Si estamos aquí, es que no tenemos miedo o nos lo sabemos guardar.

Cerca de los álamos pasaba el río. No se oía casi el rumor de la corriente. Iba el agua silenciosa y viajera bajo la sombra del puente de piedra, un viejo puente de cinco arcos, del tiempo de los romanos. Poco más lejos, las varillas de hierro de otro puente, metálico, sobre el cual pasaba la vía del tren, se cruzaban como fantásticos sarmientos. La luz débil del farolillo rojo, al oscilar con la brisa, movía y rizaba sobre el río la sombra de los hierros.

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En este paraje, cruce de la carretera y del ferrocarril, se celebraban siempre las verbenas y romerías del pueblo. Había cerca una ermita, milagrera y humilde. Para los cuatro hombres que esperaban allí, el paisaje tenía recuerdos de una cintura flexible para bailar, de unos ojos encendidos de promesas, o de un caliente temblor de palabras y de labios, relampagueantes de risas o húmedos de caricias furtivas.

Pero también, junto a aquellos puentes, en aquel trozo del prado, que llamaban la chopera o la ermita, habían pasado otras cosas durante los últimos años. Los recuerdos felices ya no eran más que ecos de vida frente a esas cosas; se habían tornado ásperos y amargos. Allí, en aquel prado, habían llevado a morir a muchos hombres de las aldeas del alrededor. Los cuerpos aparecieron a veces en el río.

Allí, una mañana, bajo un sol caliente de agosto, fue Pedro en busca de su padre. Hacía ya más de seis años y aún se le anudaba la garganta cuando pisaba aquella tierra. Lo había encontrado al lado de unos fresnos, hinchado bajo la camisa destrozada y sucia, con los pies en el fango, deshechas las botas, y los pantalones de paño negro, ásperos y manchados de sangre y barro. Casi no pudo reconocerle; tenía el rostro desfigurado por una herida ancha en un carrillo y un agujero en la frente. Los labios blancos y abultados, llenos de tierra y lombrices; el pelo y la piel, con cárdenos coágulos de sangre podrida.

A pesar de lo oscuro de la noche, pudiera precisar el sitio exacto donde estaba enterrado. Porque él mismo, a solas, bajo el sol quemante del mediodía de agosto, con su azadón de labranza abrió una fosa en aquella pradera, a la orilla del río, y en ella guardó a su padre. Sin caja ni nada. Sólo entre broza de jarales, juncos y fresnos secos, para que la tierra no le cayese sobre el mismo cuerpo.

El padre también se llamaba Pedro: Pedro Sanabria Olmedo. De toda la familia sólo quedaba la madre, Dolores, y una hermana, Lola, que desde hacía unos meses era viuda. El hermano mayor, Juan, había muerto de una herida en el pecho, en Monte Arruit, siendo soldado de zapadores. Pedro tenía entonces dos años.

«¡Que te tuerces, Perico!» «No le tires tanto del ronzal al rocín, y empuja con fuerza la esteva...», le parecía volver a oír esas palabras. Desde los nueve años tuvo que salir al campo con su padre, a cavar y labrar, porque con un jornal no había bastante para la casa.

Al principio, de bien poco valía su ayuda. El rocín, y los terrones desmoronándose, y la entraña dura de la tierra, podían más que él. Se le iba de las manos el viejo arado romano. El padre siempre tenía que estar gritándole: «¡Que te tuerces!...» ¡La gran lección, tener que abrir bien derecho un surco! «Todo en la vida has de aprender a hacerlo como los surcos; hacia adelante y sin torcerte», le decía el padre.

Bien podía predicarlo; porque él no se había jamás doblegado a nadie. Una vez que el cacique del pueblo le pidió el voto contestó: «Mire, don Abilio, usted puede pedirme mi sudor, y mi trabajo; pero el voto es el pensar de uno, y mi pensar no me lo puede pedir nadie, ni yo lo doy, ni lo vendo...» Si alguien le avisaba de que tan   —71→   resueltas razones no conviene tenerlas con los poderosos, solía afirmar castellanamente: «Nadie es más que nadie».

En la soledad impaciente y fría del amanecer, al lado de sus tres compañeros, en silencio, Pedro recordaba estas cosas y le parecía ver a su padre. ¡Aquellos días, cuando de la mano de la madre, iba a verle a la cárcel del pueblo, donde estaba detenido por haber organizado el Sindicato de Trabajadores de la Tierra! ¡No podría olvidar nunca cómo sacaba los brazos entre las rejas del calabozo, lo cogía entre sus manazas, y le frotaba la barba áspera, sin afeitar, por las mejillas! Y aquella otra mañana de abril, en que asomado al balcón de piedra del Ayuntamiento, con una bandera republicana en la mano, habló a todos los que estaban en la plaza. «Comienza una nueva vida para España y para sus labradores», dijo.

El 18 de julio, se llevaron preso al padre, junto a todos los concejales del Ayuntamiento. Decían que a la cárcel de Valladolid. Al cabo de unas semanas, alguien murmuró que lo había visto en la del pueblo. Pedro fue a informarse al cuartel de la Guardia Civil. El teniente del puesto le contestó con muy malos modos: «Yo no sé dónde está. Y tú, recuerda aquello de que de tal palo tal astilla, porque si sales a tu padre, puede no irte muy bien». ¿Pues a quién iba a parecerse él? Al salir del cuartel, la voz del padre le gritaba dentro de su propia sangre: «Eh, Perico: adelante y recto; no te tuerzas...»

Habían pasado seis años de todo aquello. Más de dos, saliendo al amanecer al campo, solo, con el rocín y el arado, el azadón al hombro, para labrar y cavar hasta que se ponía el sol. Al entrar y salir del pueblo, una pareja de la Guardia Civil le pedía un papel que le dieron en la comandancia y le registraba. Después, cuando cumplió los diecinueve, le movilizaron y vistieron con la ropa militar. Pasó dos meses en un campo de instrucción, cerca de Salamanca. Luego lo llevaron a Teruel, a un regimiento de infantería, que estaba de reserva, reorganizándose después de las batallas de Cataluña. Cuando iba a entrar en fuego por el frente de Extremadura, disolvieron el regimiento. Aún anduvo seis meses más de cuartel en cuartel y al fin le llevaron a prestar servicio de guarnición en un campo de castigo, cerca de Oviedo. Hasta que se enfermó, y lo condujeron a un hospital militar, en León. De noche, en la sombra fría del largo claustro del convento transformado en hospital, veía a su padre y oía dentro de sus propias sienes, golpeándole, las sílabas de las palabras inolvidables: «¡Hacia adelante y sin torcerte!» Estuvo ocho semanas enfermo. Al darle de alta, lo licenciaron y lo enviaron al pueblo. Volvió a labrar y a cavar. De sol a sol. Ya no tenían tierra propia. La madre y la hermana cosían a jornal... Después, hambre, registros de la policía, y...

-¿Crees que no serán ya las tres? -dijo súbitamente Manuel, interrumpiendo los recuerdos de Pedro.

Se frotó él la frente con la mano, miró al cielo, y como si en las estrellas hubiese leído exactamente la hora, contestó:

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-Ya no faltará mucho, pero es preciso esperar todavía un poco. En las noches muy despejadas y frías, como ésta, se oye desde aquí la campana del reloj del Ayuntamiento... Yo la he oído otras veces...

Todos volvieron a guardar silencio. Pedro, apoyando los codos sobre las rodillas, descansaba la cabeza entre las manos.

-¿Sueño? -le preguntó uno de los cuatro.

-No.

-Es que esta tierra tiene para Pedro muchos recuerdos, ¿no es verdad? - replicó Manuel.

-Sí; los tiene para todos. Pero no parecen recuerdos; todo le duele a uno como si aún estuviese pasando.

-Así es...: como si estuviese pasando. Todos los días sigue pasando...

-Por eso estamos aquí -dijo Pedro, entre dientes-. No es para llorar ni para quejarnos...

Era la tercera vez que aquellos cuatro hombres se reunían de noche en el campo. Pedro, aunque de menos edad, como había hecho la instrucción militar, sabía manejar las armas, y además tenía temple de organizador, era el jefe. Su corazón estaba lleno de odio a los asesinos de su padre. Él no los conocía personalmente: no hubiera podido decir que era el hijo de don Abilio, el cacique; o Agustín Ibáñez, el dueño usurero del molino de trigo; o Santiago Peláez, el antiguo alcalde monárquico; o don Práxedes León, el notario joven, que hacía siete años había venido de Madrid, y organizó con algunos señoritos del pueblo una escuadra de Falange. Sabía que eran todos ellos, o, como decía él mismo, uno cualquiera de su mala sangre. Y habían asesinado al padre no sólo porque era labrador, sino porque había organizado a los braceros del campo, y desde entonces hubo que pagar más jornal, y sólo se trabajaba seis horas y don Santiago Peláez no podía vender al precio que le daba la gana arados y azadas, porque los trabajadores de la tierra habían creado una cooperativa sindical. Y porque don Abilio tuvo que repartir ochenta hanegadas de sementera y a otros ricos del pueblo también les expropiaron parcelas para dárselas a los braceros que nunca habían poseído ni el más chico pegujal. Por eso habían asesinado antes que a nadie a Pedro Sanabria y Olmedo. ¿Quiénes? Ellos. Los amos.

Y habían pasado seis años, y allí estaba otro Pedro Sanabria. Un día en que todo se iba acabando en su casa y él estaba sin trabajo y lo que ganaban cosiendo su hermana y su madre no alcanzaba para comer, Pedro había decidido ir a Rioseco para vender el rocín en la feria.

Allí encontró a dos paisanos que faltaban hacía tiempo del pueblo. Hablaron. Al principio, a Pedro se le antojaba muy difícil hacer lo que ellos pretendían.

-¿Y si no crees que se puedan encontrar tres o cuatro hombres dispuestos, no tendrías tú valor, tú solo, para venir con nosotros? No pareces hijo de Pedro Sanabria y Olmedo.

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Y volvió al pueblo y los encontró. Llegaron a juntarse seis. Ahora quedaban cuatro. A uno, Miguel del Río, le habían condenado a treinta años; le acusaron de incendiar dos tanques de gasolina del Ejército a la entrada del pueblo. Por más que le torturaron no consiguieron saber quiénes iban con él. A otro le dispararon un tiro por la espalda. Fueron a registrarle la casa, donde vivía solo con su padre, un viejo albañil paralítico. Alguien había denunciado que allí se copiaban hojas subversivas que andaban por el pueblo. Y sí que era verdad. Se copiaban las hojas, y además el viejo albañil y su hijo preparaban cartuchos y granadas que los otros llevaban a los guerrilleros de la comarca. Nadie supo nunca cómo llegaban a aquella casa pólvora y plomo. El pasado diciembre, una noche, padre e hijo sintieron que se detenían unos caballos a la puerta. Atrancaron bien, y el hijo puso el papel y la munición en el pajar. Cuando oyó las voces de la Guardia Civil, prendió fuego a la paja y saltó por una ventana, a la corraliza. Al derribar la puerta, los guardias sólo hallaron al viejo. Pero empezó a estallar la munición entre las llamas. El mozo había huido por las bardas del corral. Siguieron sus huellas. Estaba el camino nevado, y las pisadas se marcaban hondas y se veían claras con la luna. Debieron de tirarle cuando estaba ya a más de trescientos metros. Pero eran buenos cazadores de hombres. Al día siguiente colgaron el cadáver de la puerta de la casa socarrada. Se llamaba Gonzalo Muñoz Serrano. Tenía treinta años. Pertenecía al Partido Comunista y era en el pueblo el jefe del movimiento de resistencia. Desde su muerte, lo fue Pedro.

Hacía cada vez más frío. Del río llegaba un viento ligero, que ponía temblor de agujillas de escarcha en las hojas de los álamos. El rumor de la brisa en los árboles y en la hierba del prado, agudizaba aún más la sensación de silencio. Era como si todo el paisaje, el trébol, la ermita, el agua del río, los álamos, contuviesen el aliento. El de los cuatro hombres, en medio de la oscuridad, se diluía en el aire como humo de cigarrillos.

En esa quietud silenciosa y helada del paisaje, que hacía más solitaria la profundidad de la noche, se oyó redonda, clara y lejana, la voz de bronce de la campana del reloj del Ayuntamiento. Las tres en punto. Hubo un instante de pausa, en que la hora pareció matizar la sombra, acelerar el centelleo de las estrellas; y los corazones de los cuatros hombres latieron, después de contener la respiración para oír mejor, como si trataran de poner sus vidas con la hora que acababa de sonar. Al instante, ciertas, más limpias, se volvieron a oír las tres campanadas.

-El tren pasa a las tres y media -dijo Pedro, levantándose y frotándose las manos-. Esperaremos todavía unos minutos y, si nuestros amigos no llegan, empezaremos nosotros el trabajo.

-Bueno -asintió Manuel-; cuando tú lo mandes.

-Tú subirás conmigo al puente, por la escalera que hay a la derecha. Vosotros dos, por el centro, donde está el pilar de mampostería. Cebaréis el boquete que se cavó el otro día. Después, cada cual, como pueda, corre hasta aquí. Y los tres me   —74→   esperan, si no hay novedad. Porque yo me quedaré más cerca, con el contacto del detonador en la mano, para dispararlo cuando vaya a pasar el tren.

-Está bien.

El asfalto de la carretera brilla, con la escarcha, como un río. Cuatro miradas se clavan en él. Por allí han de verse las sombras de los que lleguen. De pronto, a Manuel le parece oír un rumor.

-¿Habéis oído? -pregunta, señalando hacia el cruce de la carretera y el camino vecinal, a unos quince metros de la ribera.

-Sí. Parecen pasos. Pero no se ve nada -replica otro.

-Tiraos al suelo y observad. Tomad las pistolas en la mano. Si yo no lo mando, no dispara nadie.

Los cuatro labradores se tienden sobre la yerba, como Pedro manda. En sus pechos hay un poco de anhelo. No esperan a los amigos por allí. ¿Les habrán vigilado? ¿Estarán vigilados y guardados los puentes?

Alguien, cerca, silba. ¿Alguien? ¿No es un cuclillo, una lechuza? Es un silbido como un bisbiseo. Se repite tres veces. La señal.

Pedro se vuelve hacia sus compañeros:

-Creo que son ellos. No moverse. Que ya no se oiga el aliento de nadie.

Cautelosamente, Pedro contesta: tres toses fuertes. Desde allá han de responder con tres silbidos. Suenan los silbidos.

Pedro avanza hasta un metro de la cuneta.

Cruzan la carretera diez hombres. Sus siluetas se recortan sobre la oscuridad de la noche con violenta negrura. Van embozados en mantas oscuras y llevan boinas hundidas hasta el cerveguillo. A algunos, la manta se les empina picuda, sobre un hombro, como una jiba violenta: es el cañón del fusil. Al llegar al centro de la carretera se tienden sobre el asfalto. Sólo uno de ellos permanece en pie y avanza. Con voz áspera y honda, pregunta casi susurrando: «Sanabria?»

-Soy yo -contesta Pedro, que pregunta a su vez-: ¿Ramón?

-Ramón Soto.

Soto. ¡Qué bien! Respira profundamente y deja caer su brazo derecho cuya mano, con el índice sobre el gatillo, sostenía la pistola. Necesitaba oír ese Soto, después del nombre pronunciado por él. Porque quien tenía que responderle no se llamaba Ramón, ni Soto. En la negrura de la noche, para la cita, erizada de riesgos, ese nombre era la identificación convenida.

¡Ramón Soto! ¡Cómo lo llevaban todos en el corazón! Era el nombre de una muchacha de dieciocho años, guerrillera, que había pasado por varón durante dos meses, sin que nadie descubriese que era mujer. Hasta que la hirieron de muerte en un combate con fuerzas de la Guardia Civil, mientras cubría la retirada a otros compañeros.

Pedro avanza al encuentro del recién llegado, quien le pregunta echándole a la cara un vaho de palabras cortas:

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-¿Cuántos sois? ¿Habéis podido traerlo todo?

-Somos cinco. Dos bajas, en estos días, en el pueblo. Pero lo traemos todo. La dinamita, los fulminantes, la mecha.

-Bien. ¿Están hechos los taladros en la mampostería?

-Sí.

-¿No ha habido ninguna novedad? ¿Desde cuándo estáis aquí?

-Llegamos a eso de las dos. Ninguna novedad.

-Bien. Cuatro hombres de los que vienen conmigo, se quedarán aquí, vigilando el camino por si sucede algo. Los tuyos, con los zurrones cargados, vendrán con nosotros dos hasta el puente. Dos arriba, en la vía. Los otros dos, treparán hasta los taladros de mampostería, para cebarlos. Los demás compañeros defenderán el puente mientras trabajamos. Tienen fusiles y granadas de mano. Vamos ya. No hay tiempo que perder. Tenemos veinte minutos para todo.

Pedro sólo conocía de oídas a este jefe de la guerrilla de la montaña. Sabía que le llamaban Lope de Brozas y que había peleado en Asturias. Era alto, delgado, con unos ojos pequeños que le brillaban aceradamente grises en la noche. Hablaba sin gestos, abriendo apenas los labios, y con ligeros y bruscos movimientos de cabeza, puntuaba enérgicamente cada extremo de su orden. A Pedro le gustó ese mandar rápido, concreto, de jefe seguro de sí mismo y transmitió la orden a sus tres compañeros.

Apenas tardaron quince minutos en terminar el trabajo. Faltaban tres más para el paso del tren, si éste no llevaba retraso. Ya era todo más sencillo. Cuando se oyera la locomotora, más allá del cruce de la vía y la carretera, prenderían las mechas, y saldrían corriendo, hacia el punto convenido para reunirse. Sólo Pedro tenía que permanecer sobre la vía, a quince metros del puente, para conectar las bombas colocadas en los raíles en el mismo instante en que el tren fuera a cruzarlo. Había medido ya la distancia exacta del salto que había de dar hasta un álamo que cruzaba su tronco alto y flexible desde el río hasta la altura del pretil de hierro. Por él se deslizaría a la pradera, para retirarse con los demás. Cuando la explosión terminara, observarían desde su escondite el resultado. Era necesario, si todo salía bien, acercarse otra vez al puente y reconocer los restos del tren para recoger lo que fuera útil para la guerrilla: armas si las había, víveres, dinero. Cuanto llevaban esos trenes que robando al hambre del pueblo su cargamento lo llevaban fuera para los nazis. En los vagones iban pintados unos carteles que decían «Sobrante de España».

Cuando Pedro quedó solo en la vía, puso el oído sobre el raíl. El frío del hierro le dolió en la mejilla y en la oreja. Era como una herida ardiente. La grava de la vía le hacía daño en su cuerpo flaco, y la escarcha, confitada sobre las guijas, le clavaba cristalillos en las manos. Aún no se percibía nada.

Redondo, con retumbo de ecos, rodó por el campo el tañido largo de la campana del pueblo: las tres y media. El tren llevaba más de diez minutos de retraso. Pedro acercaba de cuando en cuando los dedos a los contactos de las bombas, medía imaginativamente   —76→   los movimientos que había de hacer para que todo resultase exacto y perfecto. Volvía a escuchar.

Cuando al fin percibió sobre los raíles la cercanía del tren, el corazón empezó a latirle aceleradamente. Clavó los ojos y tendió el oído hacia el itinerario oscuro.

Ya se oía el tren. Aún no se veía su luz, porque la ocultaba una larga curva del valle; pero crecía la trepitación; ya resonaba y vibraba la armadura de hierro.

A Pedro le estallaba el ansia de la espera. Le parecía que ningún tren había caminado tan lentamente nunca. El ver de pronto la luz blanca del farol piloto de la locomotora y los farolillos rojos de los topes, casi le hizo gritar. De repente sintió que el tren se precipitaba con máxima velocidad; que no le daría tiempo a apretar los botones del detonador. Oía el jadeo de la locomotora, resoplando como una enorme fiera desbocada contra él. Avanzaba lanzando crepitantes chispas por las fauces de la caldera. Tras los ojos rojos y relucientes, todo el cuerpo crujiente de aquella bestia de fuego y hierro era negro y compacto, y crecía agigantándose, mientras escupía relámpagos de ira incendiado. Silbó desgarradamente, horadando toda la noche, clavando en el silencio y la oscuridad un largo aullido que llegó hasta el horizonte rasgándolo. Cuando los dedos de Pedro iban a oprimir los detonadores, a pocos metros de la entrada del puente, como si aquel silbo aullante hubiese desgarrado a la misma locomotora, frenó su carrera y se detuvo.

Pedro apretaba el cuerpo contra la tierra y las piedras. Hubiese querido ser de piedra él mismo, y enterrarse entre los guijarros. La locomotora estaba a sesenta metros de él. ¿Habrían parado para reconocer la vía? Fijaba los ojos en la máquina. El resplandor del faro le deslumbraba un poco y no podía ver si alguien bajaba del tren para reconocer el puente. Mas sobre el haz de luz se destacó de súbito la doble silueta de dos bultos humanos. Crecen, se recortan, avanzan; tienen al fin contorno preciso una pareja de la Guardia Civil. Avanzaban abriéndose hacia las barandas. El pavón de los fusiles y el charol de los tricornios brillaban a la luz de la locomotora. Caminaban lentamente. A medida que se acercaban, a Pedro le costaba mayor esfuerzo seguirles con la mirada. Había de volver la cabeza, apretándola más contra el suelo, y temía hacer sonar las piedras. Cuando ya estuvieron muy cerca, no alcanzó a ver de ellos más arriba del pecho. Pensó qué podría hacer si llegaban hasta él y le descubrían. ¿Volaría el puente aunque el tren no hubiese entrado? Volar el puente, sí, y huir. La pareja volaría también. ¿O dispararía antes? (¿Y sus compañeros? ¿Y si había más Guardia Civil en el tren y organizaban una batida en torno? ¿Podrían con todos? Sentía la tortura de hallarse aislado de sus compañeros. Pensó que tampoco él podría disparar ni huir, si esperaba hasta el último instante, hasta que la pareja estuviese casi a su lado y le descubriera. Temió caer muerto, despedazado, sobre aquella misma tierra que cubría a su padre. De pronto, la luz de una linterna eléctrica pasó por su rostro y le cegó los ojos. ¿Le habrían visto? Fue sólo un instante. Le pareció quedar ciego.

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Cuando pudo mirar de nuevo serenamente, vio a un guardia civil acercarse al farol rojo. Lo tomó en la mano. Lo alzó, y, bajándolo de nuevo a la altura del pecho, lo meció lentamente, dos veces. Puso otra vez el farol sobre el escálamo de hierro de la baranda. El otro guardia civil se unió a su pareja y regresaron al tren. Resopló la locomotora. Pedro expiró una gran bocanada de aliento contenido. Tras un silbido el tren se puso en marcha, lenta y solemnemente. «Cuando la locomotora tenga la mitad del furgón sobre el puente» -se dijo Pedro, midiendo el instante preciso de oprimir el botón del contacto. Fijó los ojos en aquel lugar exacto y los volvió luego hasta el tren. Quería por última vez cerciorarse de todas las distancias, medir cada segundo, cada milímetro. Vio la sombra de los guardias civiles caminar despacio hacia el convoy. El tren avanzaba muy pausado. Seguramente ellos lo esperaban para tomarlo en marcha. Pensó que aquella lentitud le obligaría a esperar un poco para disparar su máquina; otra vez sus ojos se clavaron en el hierro del puente visado como referencia exacta. Desde que la locomotora llegara hasta allí hasta que estallara la explosión todo el tren estaría sobre el puente.

-¡Ya!

Pedro cayó de bruces sobre la hierba helada que crecía próxima a la soca del álamo. Silbaban como obuses las astillas y los pedazos de hierro de la vía y de los vagones, y como salvas artilleras los estampidos de algunos cartuchos de dinamita que explotaban sueltos, con retraso. Todo el campo parecía reventar de ruido y los montes lejanos devolvían hasta el río los ecos de los estampidos, como si se desgajaran sobre el agua rebotando en todo el valle.

Cuando Pedro se reunió con sus compañeros en el lugar exacto de la cita, la cabeza se le aturdía con pesadumbre dolorosa, el aire le hacía daño en el pecho y sobre los labios le escocía un sabor ácido y áspero.

Al cesar las explosiones, se acercaron al puente. Dos pilares de mampostería y gran parte de la estructura férrea habían quedado destrozados. La locomotora iba hundiéndose en el río, pero se mantenía en parte empotrada contra los escombros de los pilares empinándose. Pitaba estridentemente un escape de vapor, gemido de todo el tren destrozado. ¿Habrían podido salvarse el maquinista y los fogoneros? Sobre el puente, rotos, volcados, quedaban algunos vagones; en el interior de uno de ellos se veía arder una luz semiapagada. De pronto se oyeron mugidos violentos, lacerantes: unos toros habían quedado aplastados en un vagón jaula y los hierros retorcido se les clavaban en el cuerpo. Por las varillas chorreaba un hilo de sangre oscura, que brillaba como agua turbia en la tiniebla.

Cuando Pedro y Lope se aproximaban a los restos del tren, el relámpago de un disparo fulguró entre los escombros. Oyeron el silbido de la bala a la altura de sus cabezas. Se tiraron ambos al suelo. Vieron moverse dos bultos entre los restos de un vagón destrozado. Continuaban disparando desde allí. Avanzaron un poco, arrastrándose   —78→   y, fijando bien la puntería, dispararon a su vez. Contestaron desde el otro extremo del puente. Tiraban con fusil automático y con pistola.

-Hay que terminar inmediatamente con esto -dijo Lope-. Estamos a ocho kilómetros del primer puesto de Guardia Civil, y pueden llegar fuerzas ahora mismo. Reúne a todos los nuestros aquí cerca. Que avancen pegándose a la tierra. Dejas a dos centinelas en la carretera. Date prisa.

Cesaron un momento los disparos. Oyéronse algunos quejidos, voces de socorro, blasfemias. Y otra vez tiros. Lope calculaba las fuerzas del enemigo. Le era muy difícil precisarlas. ¿Eran numerosos y tiraban para hostigarles y obligarles a combatir? ¿Eran sólo diez o doce? ¡Ah, si fuera así, acabarían con ellos y podrían luego recoger el botín del tren! De lo contrario habría que retirarse, combatiendo para despejar el camino hacia el monte, y reunirse con el grueso de la guerrilla.

Ya se agrupaban los compañeros en el alud de la vía, a ocho o diez metros de allí. Lo avisaba Pedro, otra vez al lado de Lope, quien le murmuró al oído las preguntas que se estaba haciendo a solas.

-No creo que sean muchos. Pero... habría un medio de saberlo. ¿Tienes una linterna? -sugirió Pedro Sanabria.

-Sí. ¿Los vas a contar a la luz de la linterna? -le replicó Lope irónico.

-No. Podemos colocarla, como señal, a nuestra derecha, a unos cuantos metros.

Desde los escombros del tren seguían disparando espaciadamente...

-¿Y qué? -preguntó Lope.

-Desde aquí, les gritamos que se dirijan hacia la linterna con los brazos en alto, y que si no lo hacen, vamos a cazarlos a todos. Si no se rinden y continúan tirando, lanzamos unas bombas de mano. Por el fuego de su respuesta podremos saber si son muchos o no. Entonces, tú decides.

-Bueno. Yo mismo voy a poner la linterna. A lo mejor me la apagan de un tiro.

-Ponla en el suelo, que es más difícil que la acierten.

Desde enfrente dispararon hacia la luz. El silbido de las balas era un relampagueante foete que hería el mismo aire que respiraba Lope. Pero no la alcanzó ningún tiro. Pudo regresar al lado de Pedro para gritar, silabeando:

-¡Si no quieren que les cacemos a todos, vayan con los brazos en alto hacia la luz! ¡Ríndanse!

Hubo un instante de silencio. El eco lento y distante prolongaba las palabras de Lope, a través del estupor del campo. Y de repente rumores de voces, gritos que alborotaron la sombra entre los vagones destrozados. Sonaron dos disparos de pistola, cuyas balas no cruzaron el aire hacia los guerrilleros.

-¡Vayan inmediatamente hacia la luz o tendremos que usar nuestra dinamita y granadas de mano! -rugió Pedro rabioso, levantando el grito sobre el vocerío.

  —79→  

Un agudo mosquito fugacísimo e invisible le chilló silbándole al oído. La bala había cruzado esta vez tan cerca, que Lope preguntó:

-¿Te han herido?

-No. Calla. Escuchemos. Parece que se disputan. Y no tiran como antes...

-Ve junto a nuestros compañeros -ordenó Lope-; si esa gentuza no se rinde, mandas fuego. Espera sólo lo que tardas en contar hasta cien.

...Setenta y tres, setenta y cuatro, setenta y cinco...

Hacia la linterna comenzaron a deslizarse fantasmales sombras que manoteaban el aire con los brazos en alto.

Interjecciones, llantos, gritos de queja y miedo. Lope no podía contar las sombras. La noche las borraba, las fundía, y más que contorno o bulto eran oscura y larga humareda, agigantada y movediza, que crecía y se apelotonaba en torno a la linterna.

Oculto entre matorrales Lope volvió a gritar:

-¿Están ya todos ahí?

Varias voces exclamaron que sí.

-¡Que nadie se mueva! ¡Los brazos en alto!

Como un anillo, los guerrilleros rodearon el grupo de sombras. Permanecieron un instante inmóviles y silenciosos. Frente a ellos, un anheloso murmullo de susurros. Detrás, del lado del tren, nada. Al fin, Lope mandó:

-En pie, compañeros. No dejéis de apuntar con vuestros fusiles. ¡Al primero que se mueva, fuego!

Pistola en mano, al frente del cerco, Pedro y Lope hicieron desfilar ante ellos, uno por uno, a todos los prisioneros. Dos guerrilleros los registraban, a la luz de la linterna. Entre cuatro guardia civiles, cinco soldados y un teniente de infantería, había paisanos, mujeres y hombres. A los guerrilleros les arañaba la rabia el pecho: ¡llevar viajeros en trenes que transportaban materiales de guerra hacia la frontera!

Lope hizo desarmar a los militares y los guerrilleros les ataron luego las manos a la espalda con fuerte nudo de soga.

-¿Cuántos soldados había en el tren? -preguntó Pedro.

-Veinte -contestó uno de ellos.

-¿Y los otros quince?

-Después de la explosión sólo he visto a cuatro. Uno herido, medio muerto en la vía. Los otros habrán caído al río o se habrán escapado por el campo.

-¿Y guardias civiles, cuántos venían?

-Seis parejas.

-Aquí hay dos. ¿Las otras...?

-A tres guardias los vi caer, no sé si heridos o muertos. Los otros, no sé. Tres huyeron por el campo, cuanto al teniente que venía al mando de ellos lo mató de un tiro un viajero porque no permitía que nos rindiésemos.

  —80→  

Cortó súbitamente el interrogatorio la voz de un guerrillero:

-¡Alto! ¡Arriba los brazos! -En la sombra, se recortaba a pocos metros el contorno negro de una flaca figura de hombre:

-No puedo levantar los brazos -respondió-. Estoy esposado.

Era cierto. Al acercarse, un poco inclinado, respirando ansiosamente, Pedro pudo verle la carne de las muñecas, sangrantes entre los hierros que las apretaban. Bajo una manta parda, el uniforme gris de presidiario. La voz, ronca de angustia y de noche, le temblaba un poco al hablar:

-Me llamo Álvarez Quintana del Bierzo. Teniente de la 46 Brigada mixta del Ejército de la República. Me trasladaban desde Carabanchel a Santoña. Estoy condenado a treinta años de cárcel. Ayúdame a quitarme las esposas. Lleva cuidado que hacen mucho daño.

Había terminado el registro. Cuatro guerrilleros quedaron custodiando a los militares maniatados y a los viajeros. Pedro y Lope, con Álvarez Quintana y los demás, reconocían los restos del tren. En el furgón de correos, entre astillas y hierros retorcidos, hallaron varios sobres intactos de valores declarados. A pocos pasos, yacían tres guardias civiles, muertos: les cogieron los fusiles y las pistolas, con la munición de las cartucheras. Entre pedazos de vagón y raíles, más allá, vieron mutilados por la explosión, algunos cadáveres todavía sangrantes. Y en un vagón de primera, volcado pero casi intacto, con el escudo de la Guardia Civil sobre el cuero incrustrado, un maletín. Al abrirlo apareció un grueso fajo de billetes de mil pesetas, entre dos botellas de coñac y enseres de aseo.

-¡Buen maletín! -exclamó Pedro mostrándolo a sus compañeros-. ¿Dónde estará el dueño?

Tendido bajo otro vagón, vientre a tierra, reptileaba un cuerpo grueso, envuelto en capote negro y grana de jefe de la Guardia Civil. A la luz de una lamparilla eléctrica, señalándole con el cañón de su revólver, Pedro lo identificaba:

-¡Mirad qué pieza! Por las estrellas del capote. coronel de la Guardia Civil. ¡Salga de ahí y póngase en pie! ¡Manos arriba!

Al alzar los brazos, al coronel se le cayó el capote. Tenía un rostro viscoso y linfático, enmemecido por una sotabarba colgante. A la luz de la linterna, con los brazos en alto y el uniforme todo sucio de barro, carbonilla y hollín, se tambaleaba. Tiritaba de frío. Cuando fueron a atarle las manos, quiso engallarse.

-¿Qué van a hacer conmigo? -tenía la voz bronca y borracha.

-Desarmarle -replicó Pedro, mientras le quitaba el revólver del tahalí-. Y atarte las manos como a un asesino vulgar, que es lo que eres. Eso por ahora. Y le cogió los brazos altos doblándoselos por la cintura contra la espalda. Tenía un aspecto estúpido de pelele. Aún quiso protestar y balbució:

-¡Soy coronel!

-¡Qué coronel ni que...! ¡En marcha! -Y apretándole el cañón de la pistola   —81→   contra la espalda, le hizo caminar delante de ellos. Al guardia civil le temblaba al andar, rebasándole la tirilla, el cogote apoplético.

Ya reunidos todos los guerrilleros, ante los supervivientes de la voladura y los militares capturados, en aquella oscuridad fría y densa, Lope alzó la voz con estas palabras:

-«¡Compañeros, guerrilleros de la República! Podemos estar orgullosos de este combate. Nosotros no quisiéramos destruir, ni matar. Pero la destrucción y la muerte fascistas nos obligan a utilizar estas armas!

¡Os habéis cubierto de gloria! Nuestro destacamento ha cumplido con honor la misión que se le había encomendado. A cuantos han contribuido con su esfuerzo y su valor al éxito de esta hazaña, yo les felicito y les saludo en este compañero -y extendió el brazo sobre el hombro de Pedro- que ha sabido ser digno de la memoria de su padre, un campesino luchador asesinado por los fascistas, enterrado en esta misma pradera, bajo ese mismo puente. Saludo también al teniente del Ejército de la República Álvarez Quintana, libertado por nosotros. Como a él, libertaremos con nuestra lucha a todos nuestros presos y a nuestro pueblo.

Hemos impedido que llegue a los nazis un cargamento más de armas y víveres.

Hemos conseguido más armas para nuestra lucha. Estos fusiles y estas pistolas iban a ser empleados contra España y contra nuestros hermanos de otros pueblos. Desde hoy, estarán al servicio de la República, de la libertad. Prometemos usarlas con honra, hasta acabar con Franco y la Falange.

Los pasajeros del tren que se encuentran aquí nada tienen que temer. Dentro de unos instantes quedarán libres. Si antes no habían visto guerrilleros ya saben lo que son: somos hombres honrados, que combatimos por la libertad de España. Los militares serán conducidos a nuestro Cuartel General como prisioneros, y juzgados: ¡Muera Franco! ¡Viva el Ejército guerrillero español! ¡Viva la República!»

La emoción apretaba las gargantas de todos. En el silencio ancho y conmovido la voz de Lope quedó resonando como si fuese la de toda aquella tierra, oscura y fría, bajo la noche: tierra de horizonte distante y entraña profunda y fuerte.

Vendaron los ojos a los prisioneros. Los paisanos quedaron agrupados bajo la vigilancia de cinco guerrilleros que los dejarían en libertad tan pronto como los otros camaradas se hubieran alejado del lugar. Ya habían emprendido el regreso al Cuartel General.

Iban por un sendero que clareaba en la negrura como un reguero de agua amarillenta. Caminaban lentamente. Delante, Lope y Pedro. Quiso decir éste unas palabras y sintió que tenía la garganta seca y oprimida. Con el cansancio le subía a ella toda la pena cruelísima de aquel vivir de fieras hostigadas.

Se iba levantando un airecillo madruguero que venía de las montañas, y el prado olía a trébol, a tierra con rocío, a musgo. Pero a la fragancia fresca, que Pedro conocía tanto, se mezclaba el olor de pólvora.

  —82→  

A poco Lope, mirando a Pedro, se detuvo un instante:

-¿Tú sigues?

Aunque era la primera vez que caminaba al lado de aquellos compañeros y no conociera anteriormente a Lope, su compañía no le causaba extrañeza. Iba con ellos por aquel camino, como se va a la labranza o se regresa al pueblo por la carretera, al lado de los demás braceros. Es la compañía del mismo trabajo. Y ese trabajo no era nuevo para él. No conocía la vida de las guerrillas en el monte, ni su campamento en la serranía. Pero él, con sus compañeros, en la villa, era también un guerrillero. Trabajaba para los del monte y por lo mismo que ellos. Y ahora, terminado el combate de la noche, caminaba al lado de Lope, y no se había preguntado si volvía al pueblo o subía hasta la montaña, ya para quedarse allí, con todos ellos. Como Pedro no respondiera, Lope prosiguió:

-Me doy cuenta del sacrificio que supone trabajar así en un pueblo y de la audacia que necesitáis tener. ¿Crees tú que podrás seguir trabajando allá? ¿Qué piensas hacer?

Oía estas preguntas como un eco de las que él mismo se estaba haciendo, después de aquellas dos primeras palabras de su camarada: «¿Tú sigues?»

Cuando salió de pueblo, sí pensaba volver. Llegaría con los demás al prado de la ermita, colocarían el explosivo en el puente y antes de que estallaran los cartuchos y las bombas, volvería a casa. Él conocía los atajos y los senderos más extraviados de todo aquel campo y, en el pueblo, un callejón del arrabal donde estaba su casa y en el cual no había centinelas. Por allí, saltando una barda, entraría sin ser visto. Si después de la explosión registraban el pueblo, ya le encontrarían a él en la cama.

Pero todo había cambiado. Como habían permanecido en el puente durante la voladura y se había prolongado el combate con las fuerzas que escoltaban el tren, el estruendo haría ya más de media hora que se habría oído en el pueblo. Ya la Guardia Civil del cuartelillo estaría seguramente movilizada. Todo lo pensaba Pedro en silencio.

-¿Qué cuentas hacer? -replicó Lope.

-Lo que tú mandes. Tú tienes más experiencia...

-Lo que yo mande, no. Te pregunto qué piensas hacer y si crees que todavía puedes ser útil en el pueblo, sin correr el riesgo de que te detengan inmediatamente...

-Yo había pensado volver: pero ahora me parece que será muy difícil seguir trabajando sin que me descubran. Creo que es mejor que suba con vosotros y me quede allá arriba.

-¿Y tus compañeros?

-Les dije que vinieran con los demás camaradas y que decidiríamos juntos cómo volver al pueblo.

-¿Tú crees que a ellos les sería más fácil que a ti seguir trabajando en él?

-A dos, Antonio y Manuel, no. Pero al más joven, a Andrés, creo que sí. Me parece que hasta ahora no sospechan de él ni le vigilan. Toda su familia es muy de la   —83→   Iglesia. El padre, que murió hace un año, era monárquico, y dueño de la herrería del pueblo. Siempre había votado con don Abilio.

-¿Y él? ¿Qué oficio tiene? ¿Cómo es que está con nosotros?

-Sigue con la herrería. Está con nosotros, sobre todo por odio a los fascistas y principalmente a la Falange. Tenía en Rioseco una novia...

Lope comenzó a andar de nuevo. Resbalaba sordo y lento el paso silencioso de los guerrilleros. A Pedro le parecía más honda la noche y más desierto el campo. Allí, en aquella soledad, sentía la presencia de su padre, humanizada en la quietud oscura del valle, como si todo el aire se llenara de su vida y de su muerte. Pedro comprendía que el odio podía ser santo, sagrado. Prosiguió:

-El padre de la novia era socialista. Lo fusilaron junto a quince republicanos más al principio de la insurrección, en el 36. Hicieron que los familiares de las víctimas presenciaran la ejecución. La muchacha se salió de la fila y se abrazó al padre. No hubo fuerzas que la arrancaran de él. Ni los ruegos del mismo padre. La gente se amotinaba, chillaba de horror ante aquella escena. El oficial, impaciente y rabioso, mandó fuego de repente y padre e hija cayeron juntos, acribillados por las mismas balas.

-Deberías hablar con ese compañero. Puede ser muy útil en el pueblo. Los demás, ¿tienen confianza en él?

-Tanta como yo. Se la ha ganado.

-Pues si tú no vuelves...

-Sí, voy a volver. Iré, daré un beso a mi madre y antes de que sea día claro saldré para juntarme a vosotros.

-Eso me parece mal. Si vas a volver, no vayas. Es correr un riesgo demasiado grande. Él puede decirle a tu madre lo que quieras.

-Serán ahora las cuatro y media. No amanece hasta las siete menos cuarto. Atajando y con prisa, a las seis puedo estar de vuelta. Sé esconderme bien por esos caminos.

-A casi todos los que descubre la policía los encuentra bien escondidos.

Ya habían pasado la ermita. Era el punto de reunión con los demás compañeros, los que habían quedado como centinelas de los viajeros sobrevivientes. Les esperaron. A Lope le sorprendía no haber oído aún algún rumor de fuerzas destacadas para perseguirles desde los pueblos vecinos. Y estaba impaciente por partir. Antes del amanecer quería llegar a lo más bronco de la sierra, cerca del cuartel general. Delante seguían avanzando los camaradas que conducían a los prisioneros que, con los ojos vendados, tropezaban torpemente al andar.

Parados allí, el frío les penetraba los huesos a Lope y a Pedro. Era un frío húmedo, y la niebla del río, que comenzaba a dormirse en el valle, lo apretaba sobre la piel, como compresas de algodón mojado. Lope sacó del maletín una botella de coñac, bebió un trago y la ofreció a Pedro.

  —84→  

-¿Tu madre vive completamente sola?

-Con una hermana mía, viuda.

-¿No tiene para vivir otra cosa que tu trabajo?

-Casi nada más. A veces gana ella alguna peseta cosiendo.

-Te voy a dar algún dinero para que se lo envíes con el muchacho de la novia.

-No quiero dinero. No creo que en mi pueblo, si yo falto, dejen morir a mi madre sin ayudarla. Ese dinero, y todo, para allá arriba.

-Mira, ya están ahí -interrumpió Lope oyendo llegar a los camaradas-. Diles a los que quieran volver al pueblo que se guarden y trabajen...

-Voy a ir yo mismo... -resolvió súbitamente Pedro.

-Te digo otra vez que si es para volver me parece mal.

-¿Cómo no voy a volver? Antes de que sea día claro ya estaré de regreso, a algunas leguas de aquí, camino de la montaña...

Los ojos de Pedro se volvieron al cielo mientras hablaba. La niebla no le dejaba ver las estrellas:

-¿Tú llevas reloj? -preguntó.

-Sí.

Dando una chupada fuerte a un amargo cigarrillo de hojas secas, leyó Lope al resplandor de la lumbre la hora exacta:

-Van a dar las cuatro y media.

Cuando se esparció bronco y redondo el eco del reloj del Concejo más próximo -una sola campanada opaca, borrosa con la niebla- Pedro, apresurando el paso, ya caminaba solo hacia su pueblo.

* * *

La proximidad del amanecer iba penetrando con lívida claridad el aire oscuro de la noche. Cuando Rosario abrió la puerta del corral, el vientecillo del valle, buido y sutil, le dolió, estremeciéndola, en el rostro y las manos. Llevaba en éstas un odrecillo para ordeñar leche y un candil de aceite. La llama se había puesto amarilla y con el viento el pábilo chisporroteaba extinguiéndose casi y desprendía un aliento pegajoso de sebo.

Refunfuñó Rosario: «¡Tener que echarle sebo al candil!» Y soplándole la llamita amarillenta lo dejó en el suelo y entró en la cuadra.

¡Poner los pies en aquel corral! Ya por el alba no despertaban los gallos para llamar al sol. Los suyos habían sido de los más madrugadores del pueblo y con su cacareo incitaban al alboroto a todo el averío del arrabal. Ahora sólo le quedaban dos gallinas, dos cluecas conservadas por si alguna vez podían incubar una puesta. La ausencia del rocín había amontonado sobre el pesebre telarañas espesas y polvorientas. En un rincón, la cabra, rumiando, con la testa bañuda hacia el suelo, ponía dos   —85→   puntos brillosos y dorados en la oscuridad del corral: miraba hacia Rosario, que iba a sacarle un poco de leche para tenerla caliente cuando regresara el hijo.

¡Cómo tardaba! Ella le había oído salir cuando apenas serían las dos. Oyó crujir bajo los pasos de Pedro las tablas de madera de los peldaños. Le sintió bajar de puntillas, y cómo se detenía un instante a la puerta del cuarto, para escuchar si ella dormía.

Rosario se estuvo muy quieta para no turbarle. Sabía que a esas horas Pedro no salía al campo para la labranza; recordaba que por la noche, después de cenar, su hijo tenía el mirar grave y estaba silencioso y cerrado en sí mismo. Cuando volvió a oír los pasos y el gemir de la puerta de la calle cerrada sigilosamente, suspiró entre sus labios: «¡Suerte, hijo!» Ya no pudo dormir. Se le alucinaba la vigilia de conjeturas que le desvelaban el cansancio y le arreaban el corazón. Y como una sombra que abre a cada instante obsesionada la puerta de un pasadizo de ensueños, veía a su hijo caminar por la montaña, hacia el cuartel de las guerrillas.

Cuando resonó el eco lejano de la explosión, como un trueno inmenso de tormenta entre montañas, como un derrumbe de peñascos, Rosario se sobresaltó y vistiéndose después de prisa, pegó el oído a la ventana. Le pareció oír algún disparo lejano. Después el silencio iba alargando las horas, que redondas como grandes sombras, se cobijaban en su cuarto, cada vez que sonaban graves y lentas, en el reloj del Concejo, o con timbrada ternura de campana aguda, en el de la iglesia. Por la rendija de la ventana los ojos impacientes de Rosario veían la primera claridad del alba.

Después de ordeñada la leche, mientras la calentaba al rescoldo de unos troncos que ardían en la llar, Rosario miraba el viejo reloj que había sobre la alacena. Si Pedro, como ella imaginaba, había ido hasta el puente del ferrocarril, y todo había salido bien, debería estar ya de vuelta. Porque desde que ella oyó el estruendo distante habían pasado dos horas. Atajando y a buen paso no se tardaba más de una. ¿Habría pasado algo?

Con los ojos chicos, oscuros y hondos; los labios delgados, pálidos y sumidos; quemada por el sol la piel del rostro enjuto, finamente ovalado, la cabeza ya canosa, enmarcada por un pañuelo negro atado con lazo de picos bajo la barbilla aguda, Rosario tenía una tristeza recogida y severa. El dolor le ponía un asombro inmóvil en toda la figura. Estaba sentada y quieta, con los brazos cruzados sobre el regazo, como si ya no hubiera de moverse nunca, como si ella, el alba, el silencio, todas las cosas fueran a permanecer inmutables hasta una hora desconocida y esperada, en la que todo volvería a nacer o se quedaría para siempre sin aliento, sorprendido por la muerte, como si Dios diese a todo una dura eternidad de piedra. Ella sentía ya su dolor como algo que dentro de su cuerpo se fuese convirtiendo en roca, apretada y seca. Dolor sin voz y sin lágrimas, con los ojos abiertos y la casa cerrada: así era su vida.

Se iban ahogando las estrellas en el primer resplandor del alba; iba creciendo el amanecer. Ya por los cristales barnizados de escarcha se biselaba la luz ajenjo del   —86→   día naciente. La cal blanca de la pared del zaguán lividecía con matices suaves de marfil casi traslúcido. La oscuridad de la noche iba disolviéndose en esa claridad de la aurora como una nube compacta y negra de tempestad, que se va desvaneciendo entre grises más tenues de otras nubes suaves, cuando el cielo se abre después de la lluvia. ¡Lentos amaneceres de Castilla, larga espera del alba, entre el sueño azul oscuro de los montes y la niebla de ópalo de los ríos, que se vuelve transparencia malva y esplendor rosado sobre la tierra, hasta que el día nace elevándose con la hoguera súbita del sol!

Aún era de leche y anís la luz, cuando gimió sobre las bisagras la puerta del corral. Rosario volvió la cabeza y antes que sus ojos le vieran, ya la voz de su hijo le sorprendía:

-¡Soy yo, madre!

Él, en pie y entero. Vivo ante ella. Rosario se yergue, y los brazos extendidos y abiertos hacen casi vuelo sus pasos hacia el hijo. Se estrechan ambos en silencio. Cuando Pedro, después de besar a su madre, se deja caer rendido en una silla junto a la lumbre, ella, en pie, le contempla abrazándole todavía con los ojos. Por primera vez desde hace años siente que se le humedecen, que se le van a llenar de lágrimas. Y los aprieta para no llorar. ¿Cómo iba a ponerse a llorar delante de aquel hijo?

Pedro miraba a su madre, tan dolorida, tan serena y tan fuerte, con tan hermosa dignidad por todo el rostro, con tal firmeza en el busto silencioso, y sentía, de pronto, que erguida, bañada de luz del alba, con el resplandor leve del fuego de la llar en los ojos, era como toda la tierra de Castilla, y se le fundía el cariño de su madre y el de la tierra para consuelo de su cansancio y aliento de su valentía.

-Siéntate, madre. Tenemos que hablar.

-He calentado leche para ti. Toma un tazón, que te hará bien.

-¿No ha venido nadie?

-Nadie. El mismo silencio de ahora, toda la noche. ¿Voló el puente, verdad?

-Sí. Volamos el puente, madre. ¿Oíste?

-¿Todo salió bien, hijo?

-Todo, sí. ¿Tú conoces a Andrés, verdad?

-¿El de la herrería?

-Ése. De los cinco que hemos ido al puente de la ermita él es el único que se quedará en el pueblo. Los demás no tendríamos aquí vida segura ni trabajo posible... Si alguna vez necesitas algo, mándaselo decir. Él no conviene que venga por la casa... El mismo Andrés cuidará de que no te falte lo necesario para sostenerte...

A todo asentía la madre inclinando la cabeza y sin decir palabra. El hijo calla. Están los dos sentados frente a frente, junto al fuego, rodeados de silencio. De cuando en cuando, se oye toser a Dolores. Por la ventana del zaguán entra una claridad más azul a cada instante. De la madre al hijo, de éste a Rosario, van y vuelven fijas miradas que se quedan mudas, quietas, fundidas con el gran silencio de la casa y de   —87→   todo el pueblo. No dicen nada. Están. La presencia de sus dos vidas late en la quietud con que se observan, mirándose para siempre, con la misma ansiedad del riesgo presentido.

-¿No quieres ver antes a tu hermana? -pregunta de pronto Rosario, rompiendo el silencio.

-No, madre. No la despiertes. Tú le dices, luego.

-Te vas allá arriba, al monte con los nuestros, ¿verdad?

-Sí.

Los dos escuchan en silencio, lentas, claras, hondas, como si cayeran sonoras en un lago, las seis campanadas del reloj del Concejo. Las remedan enseguida las horas agudas de la torre de la iglesia.

En la lejanía del pueblo, se replican, ahondados por el silencio, el cacarear de un gallo y un ladrido obstinado. Cerca de la casa suenan con disimulo femenino dos viejas toses ancianas; casi como su eco se oye el susurro de los pies que se arrastran sobre las losas de la acera. Son dos beatas vecinas que hace medio siglo, todas las mañanas, a la misma hora, con la misma tosecita, van a la misa de alba. Cuando ya no se percibe el rumor de sus pasos. Pedro ruega a su madre.

-Mira si nadie ronda la calle, tras el comal, madre.

Y ella va lentamente hasta la puerta. Escucha unos instantes: y como no oye nada, abre un poco el postigo. Anda con tanto esmero de secreto, que ni su hijo oye sus pasos por el corral.

-No veo a nadie, hijo. Es como todas las mañanas. Parece que el pueblo se ha quedado solo.

-Sí. El pueblo se va quedando solo...

Rosario se aprieta los ojos con el dorso de las manos. Pedro se levanta, se abrocha la pelliza, deja la manta sobre la silla. Desde que murió su padre, colgada de una alcayata de madera, está en el zaguán la capa de pardo paño recio y el sombrero negro de fieltro que él llevaba. Los ojos de Pedro detienen allí un instante la mirada. Luego los vuelve a la madre:

-¿Te sabría mal, madre...?

-No, hijo. ¡Ni a él le sabría mal tampoco!

Si no se le viera el rostro más joven, con aquellas prendas, cualquiera diría que era Pedro Sanabria Olmedo. Rosario le mira lentamente: igual que el padre, hace treinta años.

-Si alguien preguntara por mí, madre, di siempre lo mismo: que esta mañana a las seis salí para Rioseco...

-Saliste para Rioseco, y no sé cuándo has de volver. Todas las horas te estoy esperando, como si fueras a llegar. Y pasa un día y otro... saliste para Rioseco una madrugada... cuando todo el pueblo dormía aún... Pero yo sé que has de volver. Cuando haya un día de amanecer más claro... Suerte, hijo mío.

  —88→  

En un abrazo fuerte y largo, madre e hijo estrechan juntamente su pena y su esperanza.

Rosario ha cerrado cuidadosamente el postigo del corral. Los pasos de Pedro en la calle, que en ninguna oreja suenan, ella los oye con el corazón. Ya los estará escuchando toda su vida. Lentamente cruza el corral, cierra la puerta del zaguán, se sienta al lado de la lumbre, en la misma silla donde su hijo ha dejado la manta y la boina. En el piso alto, la hija tose. Rosario cierra violentamente los puños, mira con fijeza al fuego, y con los dientes apretados, solloza. Sobre el reflejo rojo de la llama en el rostro, un claro rayo de amanecer, desde la ventana, ilumina la nieve de sus canas bajo el pañuelo negro de la cabeza.

Después de un largo rato, Rosario se levanta y se dirige a la escalera. Va a llevarle leche a Dolores, que sigue tosiendo allá arriba. «Todo tiene que ser así», piensa Rosario. «Hasta terminar con esta maldad. ¿Qué otra cosa podía hacer él, por su padre y por mí? Y ahora...»

En su pensamiento hubo una brevísima pausa, como si quisiera fijar bien clara la imagen de todos los días, uno tras otro, de soledad y de espera. Y se dijo apenas con voz, plantada en la mitad de la escalera, irguiendo el cuerpo todo lo que podía:

-¡Ahora, soy la madre de un guerrillero!

Ya se doraba de luz el día. Por la calle, se oyó cruzar un rebaño de ovejas. Era uno de los rebaños de don Abilio. La voz del zagal cantaba:


Ya se van los pastores,
ya se van marchando;
más de cuatro zagalas
quedan llorando.

Rosario recordó la canción: ¡la había cantado ella misma tantas veces, de moza! Y la había oído luego a sus hijos, y a los mozos del pueblo, en las ferias y romerías. Pero ahora se llenaba de nuevo sentido para ella. Y subiendo los últimos peldaños de la escalera, mientras se alejaba en la calle la canción, ella se decía bajito la copla siguiente:


Lucerito que alumbras
los guerrilleros;
dale luz a mi Pedro
que es uno de ellos.

Pasaron varios meses antes de que Rosario tuviera noticias de su hijo. Ni los interrogatorios de la policía, ni las habladurías de las gentes del lugar, ni la pobreza, eran tan dolientes como la incertidumbre y el silencio que llenaba los días. Los primeros fueron los de mayor angustia; porque así que crecía la mañana, todo el pueblo se llenó de comentarios sobre la voladura del tren, y hasta llevaron al hospital del   —89→   municipio algunos heridos, y la Guardia Civil y algunos policías llegados de fuera comenzaron a hacer investigaciones. A Rosario la tuvieron varias horas presa e incomunicada; ella temía que hubieran seguido a Pedro y que lo hubieran matado por el camino. Cuando al cabo de algunas semanas volvieron a martirizarla interrogándole por el paradero de su hijo, se sintió aliviada; si le buscaban, es que no habían dado con él. Habría podido llegar hasta el monte, y reunirse con sus camaradas.

Al fin supo de Pedro. Estaba bien. Había sido en tantas ocasiones tan ejemplar por la valentía y la prudencia, que ya era jefe de un destacamento de las guerrillas. No le llamaban Pedro, sus compañeros. Tenía un nombre que le habían puesto y que había ido creciendo para él hasta hacerse muy suyo, en la comunidad de combate en la cual había ingresado. Todo se lo contaba a Rosario una mujer de unos treinta años, que llegó al pueblo una mañana vendiendo cintas, hilo para coser, agujas y peines. La mercadería le servía sólo de disfraz. Hacía apenas una semana que había visto a Pedro. Rosario aborbotonaba las preguntas. Sí; estaba grueso, y fuerte, y tenía una hermosa barba negra. Y de una cinta doblada dentro de una caja, sacó aquella mujer un papel y se lo entregó a Rosario, para que lo leyera y lo rompiese luego. Un papel de su propio hijo, sí. Con su letra. Lo leyó hasta tres veces seguidas. Y lo rompió luego -¡con cuánta pena!- y quemó los trozos en la lumbre de la chimenea. «Ten valor y esperanza», le decían aquellos papelillos que ardían. «Adelante y recto, como decía padre, ¿recuerdas?»

Tres días después, en un combate sostenido por las guerrillas con la Guardia Civil, después de un asalto a la prisión de una aldea próxima, murió peleando Rodrigo de Arazona.

Rosario aún no sabe que Pedro Sanabria, allá en la montaña, se llamaba con ese nombre. Ha leído en los periódicos que la Guardia Civil ha conseguido matar a uno de los jefes más peligrosos de una partida. Ya hay una doble leyenda en torno a Rodrigo Arazona. La leyenda popular del héroe Arazona. La leyenda fascista del bandido. Rosario piensa que un día su hijo será tan famoso como Arazona. Los corazones de todos los españoles harán palpitar sobre los labios las sílabas de ese nombre: Pedro Sanabria. Pero su hijo vencerá a la muerte. Volverá del monte un día de amanecer claro. Hacia adentro y sin voz, Rosario ruega por su hijo:


Lucerito que alumbras
los guerrilleros;
dale luz a mi Pedro
que es uno de ellos.

Fábula y vida, Santiago de Cuba, Universidad de Oriente, 1955, pp. 119-160.





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ArribaAbajoJosé Luis Galbe


ArribaAbajoPitú; cuento de perros y pastores

-¡Déjalo estar! ¿No ves que es pequeño? ¡Ven, Pitú!

Un perrillo greñudo y desarticulado, que parecía como si tuviese muchas patas y las moviese todas a un tiempo, se refugió junto a su dueño, perseguido por un mastín enorme, que gruñía sin ganas, obedeciendo al suyo.

-¡Te he dicho que lo dejes! ¡Si le desgarra la piel te parto la cabeza!

Se incorporaron, expectantes, los otros pastores, que dormitaban al sol; lentes astrosas y cetrinas, a media barba, con largos pelajes flequeantes como pelucas de teatro sobre los cuellos mugrientos de las zamarras acuchilladas, con restos sólo ya del tejido primitivo.

-¡Pícalo! ¡Pícalo!

El dueño de Pitú, sin esperar más, rodó sobre el mastín del otro un pedrusco enorme que se aceleró ladera abajo y el can, temerariamente bravo, se tiró a morderlo.

Le alcanzó el proyectil en los lomos y huyó cuesta abajo, tullido y tembloroso, volviéndose a mirar atrás muchas veces, con aire de reproche, como si los aullidos trémulos tuvieran algún otro sentido más oculto y hondo que el de la queja física, mientras Pitú se iba acercando en son de paz, compasivo y solidario aunque prudente.

Se olieron los congéneres y en tanto el grande, ceñudo y torvo, buscaba cama donde curarse al sol las moraduras, el pequeño, rabitieso y amistoso, lo rodeaba brincándole el homenaje de sus carantoñas.

Pero los dueños, en cambio, se habían encrespado, iracundos.

-¿Sabes que el que le tira al perro le tira al amo?

Se irguieron los dos y cruzando la pradera se buscaron frente a frente, y empuñaron las navajas, pringadas aún del sebo con que rebañaban los corruscos.

Los demás seguían medio tumbados en las peñas sobre sus mantas raídas y callaban, impasiblemente neutrales, pero debió herir los ojos de alguno el reflejo de los aceros porque aconsejó una voz llana, sin alarma ni chillido:

-¡No os clavéis, que os perdéis!

Los dos rivales, obedientes, se desarmaron en el acto, pero siguieron buscándose convencidos de que habían entablado una lucha ineludible y obligatoria, y rodaron por entre cardos, enganchados a toda presión de sus brazos robustos, sin pensar aún en los golpes, preocupados sólo de agarrotarse bien y de paralizarse mutuamente las iniciativas acometedoras.

A poco se oyó un grito agudo y el grupo se deshizo. El vencido gemía en el suelo chorreando sangre por la media oreja que le quedaba, y el vencedor, sangrienta también la boca, escupió con asco su trofeo.

  —91→  

Se acercaron los testigos del duelo bárbaro y acudieron al herido proponiéndole recetas patriarcales: nieve, barro, lirios machacados, lana de cordero con leche de cabra...

Otros buscaban la oreja mordida por entre la chafada hierba del palenque, pero Pitú, más vigilante y cazador, les había ganado la vez y ya se relamía los hocicos.

Se les ocurrió, al verle, un remedio viejo:

-¡Ponerle el can, que le relama la herida!

Y mientras el perrillo remediaba un instante, con sangre de su dueño y defensor su hambre perpetua, el agresor, impaciente porque la hemorragia se atajase, daba vueltas en torno al herido y le decía frases de disculpa, consolándolo, como antes había consolado Pitú al mastín molido por el peñazo.

-Me ahogabas. Pero no te hubiera querido hacer tanto...

Alguien avisó, desde una peña más alta.

-¡El amo viene! ¡Y los rurales!

Se descompuso, angustiado, el vencedor y se acercó más a su víctima, entablándose un diálogo rapidísimo:

-¿Lo dirás?

-¡Lo diré!

-¡Te doy cinco duros!

-¡Veinte!

-¡Diez!

-Bueno.

-¿Lo habéis oído?

Se volvió a percatarse bien de quiénes habían sido testigos de la composición. Pero ya se iban todos, cada cual con su perro, por las laderas arriba, camino de sus majadas.

Él también escapó a todo correr, temeroso de que el amo le sorprendiera fuera de su puesto. Pero aún se volvió a tirarle al otro un pañuelo infecto, sin lavar, desde el extremo remoto, trapo de llevar requesones y ranas que se aplicó al herido sobre la viva llaga.

Se quedó el valle en paz y, apagados los ruidos de la contienda, se hizo en las praderas inmensas un silencio hondo e imponente, pero lleno de zumbidos y salpicado de vibraciones y de agudos metálicos de los cencerros que, por el vacío diáfano de los ámbitos, se lanzaba de roca en roca su son que el eco repetía y desmenuzaba, y a cada segundo de aquel inefable minuto de calma, aunque se multiplicaba y crecía el esquileo, los oídos llegaban a escuchar el silencio, igual que ven los ojos los corpúsculos luminosos de la nada en la borrachera de sol de los mediodías, cuando sobre los picachos grises, en el cielo de cromo, de tan violento azul que parece disolver químicamente las blancas vedijas de las nubes, giran las águilas, como astros, en órbitas inmutables y magníficas.

  —92→  

Crujían las límpidas charcas, hirvientes de ranas enormes. Un vértigo de hélices de grillos escandalizaba las microscópicas selvas de margaritas y las lagartijas, sobre las piedras calvas, salían de su voluptuosidad inmóvil y se disparaban como flechas a sus grietas cavernosas cuando alguna serpiente invisible movía la hojarasca abrasada.

Mientras se alzaba la sinfonía discordante y armoniosa diríase que se pudiera sentir cómo se iban soldando los átomos impalpables de los estratos geológicos y cómo caían, uno tras otro, los instantes inexorables y fugaces de la eternidad, pero en cuanto cualquier incidente -una voz, un silbido, el ladrido de un perro que allí tenía el mismo valor humano que el grito de un pastor- rompía el encanto, todo el valle expectante quedaba pendiente del rumor insólito, avizorando todos los caminos, oteando, en busca del protagonista, todos los horizontes cortados del anfiteatro gigantesco.

Ahora escuchaban todos los pastores, desde las lejanas cañadas, el trote del caballo del amo, el golpe cóncavo de las patas en las zonas firmes del camino y el chasquido de las herraduras en las piedras sueltas de los atajos, pero hasta que creyeron que estaba suficientemente cerca para que el darse por enterados no hiciera aparecer menoscabada su atención vigilante a los rebaños, no empezaron a descolgarse otra vez por las barrancas empinadas.

Hombres rudos, de las crestas agrestes, que no hacían nunca sino verlo todo, contemplar horas y horas el verde ondular de las hierbas como inmóviles marinos de los prados, llenos los ojos de avidez, atentos hasta al lento paso de la procesión de las nubes, fingían no haber visto aún al amo, como para adularlo con su distracción de buenos guardianes abstraídos con la misma marrullería resabiada de los escribientes de oficina que siguen trabajando cuando entra el jefe como si no se hubieran dado cuenta de su llegada, absortos en el garrapateo.

Llegó el jinete temido, al que los rurales daban escolta casi a remolque de la cola de la bestia, con los fusiles al hombro y en las manos unas varas antirreglamentarias que les daban aires de espoliques lujosísimos de personaje tan prominente.

Debía ser la cabalgadura de mucha confianza pues la traía sin bocado, serreta ni otro freno que una soga al morro, pero acudieron todos a sujetársela como si trajera un bicho fogoso y guito de dañadas intenciones.

Desmontó con mucho aparato, echando a un lado las dos piernas y escurriéndose luego muy despacio como si el hacerse más viejo aún le revistiera de mayor importancia.

El animal, gordo y lustroso, que llevaba un aparejo ancho como un sillón, cargadísimo de mantas de colorines, alforjas abultadas, cordajes y correas, empezó a buscar con avidez los cogollos de los cardos y a despuntarlos hábilmente, con la cuidadosa minuciosidad de quien librase a unas rosas de sus espinas. Su cuello, sujeto por el pretal, se tendía difícilmente y resopló dos o tres veces con gran indignación   —93→   del jinete, que, sin saludar siquiera, empezó a dar órdenes con voz apremiante e irritada para que le quitasen al punto los arreos.

Pitú se había acercado confiadamente y saltaba alrededor del caballo, meneando la cola y procurando besarle el morro con gran contento del agasajado, que lo miraba amistosamente con sus ojazos tiernos, húmedos y enormes.

-¡Anda fuera, perro del diablo!

Le quiso sacudir el recién llegado un puntapié en premio de sus zalemas, pero quedó en rozadura gracias a su ligereza en escurrir el bulto.

-¡Parece tonto! ¡Siempre está moneando y dando brincos!

Y el pastor de la oreja cortada, que a mordiscos lo había antes defendido, ahora lo alejó más con una pedrada cruel, sin perdón posible, disculpando sólo lo rastrero del gesto la miseria de su servil condición.

El amo, que ya había revistado de lejos todas las majadas, arrugando el entrecejo para alargar más su mirada de ave de presa, dio la orden de concentrar los rebaños.

-¡Volverlos todos, que hay que contarlos!

Y mientras se organizaba rápidamente la movilización de los blancos ejércitos se puso a comer con la pareja jamón y sardinas.

Pitú, osado y contumaz, se había acercado, con la pretensión de chuparse el aceite, pero esta vez fue un zagal el que lo sacó a patadas, quitándole el despojo y sorbiendo con deleite el sucio y espeso líquido, sin miedo a cortarse los labios con el borde afilado de la lata.

Cada pastor hablaba con sus perros en un agreste idioma de silbidos y el valle se poblaba de ladridos agudos e imperiosos, contestados en coro trémulo por gran balar de protesta resignada. Corrían los canes infatigables en torno a las puntas del ganado y se acarrazaban a las patas de las ovejas reacias, que se apretujaban a cuña entre sus compañeras, acuciadas por la amenaza de los dientes crueles, mientras la suave y certera pedrea de los rabadanes recortaba en ondulantes perfiles la masa, cada vez más espesa y compacta, de corderos que acababan por lanzarse a todo correr cuesta abajo, pasando sobre los repliegues y vallecillos de los riachuelos y los altibajos de las colinas como blancas olas de espuma viva y sonora, salpicada la lechosa suntuosidad de la lana por el argentino concierto de las esquilas, que escuchaba el amo con delectación visible como si fuese ya las propias monedas lo que en los oídos le sonase.

Y cuando ya llegaban las primeras reses y se vio que no podía durar el disimulo ni un minuto más, el mayoral, vacilante y miedoso, indefiniblemente atravesados los ojos, que parecían mirar al suelo con vergüenza de la confesión y se resolvían oblicuos a observar su efecto, anunció el gravísimo suceso:

-Pues a los de Campo Llano les faltan tres...

El amo dio un soplido nasal que quizá quiso ser sonrisa sarcástica de hombre escéptico que comprueba lo que ya sabía y se volvió, sin hablar, a los rurales que,   —94→   sentados en una peña y libres ya de su bélica impedimenta, secaban con sus pañuelos el forro amarillento de sus tricornios charolados.

Se formaron los pastores en dos filas haciendo una calle cada vez más estrecha que, al final, dejaba sólo hueco para un par de reses, y a la salida del embudo se plantó el amo con su gayata de feria y el mayoral provisto de una vara y un cuchillo.

Los perros y los zagales cercaban a los borregos haciéndolos entrar en el pasadizo temeroso, donde se apelotonaban y se empujaban asustados queriendo llegar todos a un tiempo a la lejana abertura, pero los de la doble fila los contenían y disgregaban a estacazo limpio, ordenando el desfile, casi ahilándolos de uno en uno, para que pudieran contarse bien.

Balaban todos desesperadamente sospechando cosas mucho peores que las que iban a hacerles y dando cabriolas inverosímiles galopaban alocados de alegría cuando salvaban el freno final del último garrote.

A veces no bastaban los palos de todos para contenerlos y pasaba algún grupo de cuatro o cinco a un tiempo, pero el amo movía nerviosamente el índice señalando a cada res y concentrando su atención en poderoso esfuerzo lograba no perder la difícil cuenta del río vivo y galopante, innumerable, continuo y vertiginoso.

Menguaban los rebaños a la entrada de la rústica máquina humana y crecían a la salida con el mismo mecanismo sencillo y maravilloso de los relojes de arena. A cada cincuenta que pasaban el amo daba un grito inarticulado y el mayoral silencioso hacía en la corteza de la vara una muesca profunda con su cuchillo cabritero y cuando acababan de pasar los de cada majada, sin fiar nada a la memoria, pintaba con la vara en el barro del suelo la cifra de la última cincuentena incompleta. Después se contaban las rayas del palo, se sumaba la cifra del suelo y miraban en un cuadernito mugriento si había o no conformidad con las viejas anotaciones.

Los de Campo Llano se contaron los últimos y se hizo la cuenta con mucha cachaza para mayor seguridad, entre la expectación general y el ir y venir azogado de los rabadanes. El mayoral había hundido su cuchillo en el palo catorce veces y había trazado un tres y un siete en el barro del suelo. En el cuadernito infalible decía «Campo Llano 740» y el amo anunció como nueva la noticia de todos sabida:

-¡Faltan tres! ¿Cómo es eso?

Se adelantó el pastor con la cabeza baja, hundida la barba hirsuta sobre la sucia pechera de la camisa, y balbuceó una disculpa falsa:

-Se nos despeñaron en la Forqueta.

-¿Y cómo no los bajasteis?

-Como eran tres y sólo estaba yo y el zagal...

Empezó a mirarlos, de hito en hito y a menear la cabeza, conteniendo la rabia.

-¿Dónde están las pieles?

Las trajeron enseguida y vieron todos enseguida que aquellos rectos desgarrones y aquel torpe artificial arranque de guedejas no podía ser obra de las dentelladas de las rocas.

  —95→  

Los rurales, con empaque solemne y estirado de jueces y aire atento y suficiente de peritos, se consultaron con la mirada, como buscando en la solidaridad mutua la tranquilidad de la conciencia, puestos en el trance difícil de la decisión inapelable, y el de mayor autoridad miró lentamente a los inculpados y dictaminó, seco y rotundo:

-¡Mentira!

Empezaron un interrogatorio minucioso, en busca de contradicciones. Cuando le llegó el turno al pastor herido, que se tapaba la oreja con el pañuelo, manchado de sangre, surgió, incidental, la pregunta correspondiente:

-Me he caído yo mismo -explicó torpemente, bien visible la falsedad con la redundancia, pero no le pidieron mejores explicaciones. Allí andaban sólo tras de tres corderos.

Nadie decía nada ni daba pisa alguna, pero el rural más viejo se volvió, de pronto, a los sospechosos, contundente y seguro, como si alguien acabase de delatarlos.

-¿De modo que los matasteis vosotros?

El más ingenuo cayó en la trampa y confesó lloroso:

-Sí, señor... El día de Santiago... Bebimos algo y nos los comimos...

Se esponjó el rural y sonrió, indulgente, suavizada su anterior dureza por la satisfacción de su éxito. Y le preguntó al amo la cuantía del perjuicio.

Cuando la precisó, volvió a consultarse la pareja.

-¡Los habremos de bajar al juzgado!

Suplicaban los reos:

-¡Le pagaremos con trabajo!

Les contestó insultante, para apabullarlos más ante los otros, en un rudo y difuso afán de ejemplaridad:

-¡A mí no me trabajan ladrones!

Recogieron sus sacos de mísero equipaje, unas pieles viejas, unos tapabocas deshilachados y una sartén y, aunque iban cara al calor de la zona baja, se pusieron las chaquetas que no habían usado en las heladas cimas.

El amo dio las últimas órdenes.

-¡A ver! ¡Uno de Trascantal y otro de Peñablanca que se pasen a Campo Llano! ¡Y ojo todos que ya habéis visto!

Nadie contestó ni los que se llevaban hablaron tampoco. Se despidieron con un gesto abatido de las cabezas y sólo uno, más osado, les consoló con unas palmadas en el hombro:

-No apuraros que no os podrán hacer gran cosa...

Y todos miraron con asombro al optimista, que quedó para siempre como modelo de audacia suprema.

Echaron a andar antes que nadie los detenidos, con los sacos al hombro, pero los paró con un siseo el rural jefe, que sacaba ya de la cartera una cadena dorada.

  —96→  

Uno de ellos protestó tímidamente.

-¡Yo no tengo «derecho» a ir atao!

Mostraba en la errada inversión de los conceptos o en la identificación ingenua y conmovedora de las ideas de derecho y deber toda la pureza definitiva de su trágica ignorancia.

-¡Yo no tengo «derecho» a ir atao!

Y se revolvió violento en un fuerte forcejeo.

El rural lo atrancó fuerte retorciéndole las muñecas y amenazando:

-¡Te va a apretar más ahora!

Pitú de pronto empezó a ladrar furiosamente avanzándose, entre temeroso y heroico, sobre las polainas del guardia.

-¡Quieto, chucho! -y le tiró una patada terrible.

Pero Pitú no se estaba quieto. Buscó un momento lugar y dirección de ataque y con un salto se agarró a la pantorrilla del guardia. El rural, mordido, le dio un culatazo en la cabeza y Pitú salió huyendo en línea recta con un aullido agudo y lastimero. El rural, herido, iracundo, se echó el fusil a la cara y disparó.

Pitú se calló, dio unos saltos desesperados y se plegó muerto junto a una roca, como un perro de trapo.

El rural viejo, sin hablar palabra, vendó a su compañero y después les aflojó a los pastores la cadena.

-¿Os aprieta así?

Nadie contestó y todos se volvieron a echar a andar hacia abajo, sin que nadie lo ordenase, con una impaciencia nerviosa.

Se fue la caravana camino abajo y volvió a caer sobre el valle un silencio absoluto.

Las montañas sombrías se envolvían ya en la palidez malva del crepúsculo. Moría la tarde irisando las cimas con sus suavidades violáceas. Se encendían los primeros luceros y tras el picacho más alto, envuelto en nubes, asomaba la frialdad de la luna.

Ya no se oían los esquilos de las ovejas, que dormitaban ya.

En la última vuelta del camino se volvió el amo hacia atrás y echó una gran mirada circular sobre el ancho paisaje.

Quizás se despedía de sus riquezas y dominios desde la puerta última del valle.

Pero también pudo ser que le hiciera volverse la mirada blanca y muerta de Pitú y los ojos de los que se quedaban, que le siguieron obsesos e impotentes hasta que se perdió en el confín del horizonte bajo el sortilegio silencioso de los pastores libres que mandaban su maldición sobre el grupo dramático de los pastores presos...

Carteles, La Habana, año 22, 32 (10 de agosto de 1941), pp. 58-59.





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ArribaAbajoJosé Ramón González-Regueral Valdés


ArribaAbajo¿Dónde está el Tín?

Don Anselmo era grande, canoso y solterón. Además, tenía un gato. Era un gato corriente, un gato sin raza, como don Anselmo. Los dos -él y el Tín- vivían en una habitación alquilada, en casa de unas viejas viudas, en la calle de Juan Alonso. Él trabajaba en la Compañía del Gas, en las oficinas. Le gustaban los niños. También tenía un gran bigote de guías negrísimas, apuntando arriba, con orgullo. Y el vozarrón.

Cuando estalló la rebelión, don Anselmo no se metió en nada. Era un hombre ecuánime, equilibrado y sereno. No era como otros, que andaban por allí exhibiendo sus fusiles y sus cartucheras. Él decía que lo más importante era la fábrica de gas. Que si faltaba el gas, la cosa se iba a poner fea. Y que había que evitar a toda costa que cañoneasen el gasógeno.

-Si le dan un cañonazo al gasógeno, vuela todo el pueblo.

La oficina de don Anselmo estaba al lado del gasógeno. Cuando regresaba a casa, después de las cinco, corría enseguida al baño, se cambiaba de ropa y salía a la esquina, recién peinado. Decía que la ropa de trabajo apestaba a gas. Y eso no le gustaba.

El gato lo seguía, por la acera, hasta la esquina. Don Anselmo se sentaba en el contén, y saludaba a la gente que pasaba.

-Adiós, don Anselmo... Buenas tardes.

Él contestaba con un gesto de la mano. Con la otra acariciaba al gato, acurrucado sobre sus piernas dobladas.

-¿Usted no va al frente, don Anselmo...? Usted es de la Confederación, que lo vimos en la manifestación, cuando las elecciones...

-Sí; pero yo estoy viejo. Ir vosotros. Yo me quedaré cuidando el gasógeno... Vosotros, allá... y yo acá... Cuidar bien que no le vayan a dar un cañonazo, que yo cuidaré que no falte el gas en las fábricas...

El gato ronroneaba.

La niña se acercó, medio temerosa. Tendría apenas dos años, los ojos negrísimos y el pelo lacio, muy peinado en flequillo, como los japonesitos. Don Anselmo le sonrió, y ella le contestó la sonrisa.

-¿Cómo te llamas, guapita?

-Cuqui...

-¿Cuqui, nada más?

-Cuqui Sabelita...

Don Anselmo saboreó aquel nombre de niña en una sonrisa ancha, y lo repitió con un vozarrón tenue, tierno:

-Cuqui... Isabelita...

  —98→  

Ella le respondió estirando un índice pequeñín en dirección a la cola del gato:

Miyáu!...

-¿Te gusta el gatín, Cuqui?

Miyáu!...

-Gato, gatín... Se llama Tín -le dio vuelta al gato, para que la niña contemplara la cabeza hermosa y bigotuda del felino.

Tín! -dijo la niña con una sonrisa de dientecitos blanquísimos como granos de arroz. Y le echó mano a una oreja. El gato cerró los ojos, complacido, sin dejar de ronronear.

Tín... Tín! -repitió la niña.

Entonces pasó lo que pasó. El grupo de milicianos estaba parado en el portal, con las armas al descuido. El hombre pasó corriendo, entre ellos, sin rozar siquiera a ninguno. Después fueron las voces y los gritos. Había una mujer en el balcón, gritando:

-¡Asesinos!

Don Anselmo no se movió. Apretó a la niña contra sí, inclinándose sobre ella y sobre el gato. La niña reía y el gato había dejado de ronronear. El camión arrancó como una exhalación, detrás del hombre. Los milicianos se desparramaron por la calle, corriendo detrás del fugitivo. Allá, en la otra esquina, sonaron tres disparos. La gente se arremolinó. La mujer del balcón seguía gritando.

Y la niña acariciaba al Tín. Su carita blanca y rosada estaba iluminada con una sonrisa radiante. Don Anselmo sonreía también, pero su mano temblaba. El camión venía dando marcha atrás. Sobre la caja del camión, tres o cuatro milicianos empujaban un bulto de ropa y sangre. En la esquina, el camión maniobró a la altura de don Anselmo, la niña y el gato. Y don Anselmo puso su mano temblorosa sobre los ojos de la niña, disimulando el gesto con una frase:

-¿Dónde está el Tín?

La niña sacudió la cabeza, siempre sonriendo, y le metió un dedo en el ojo al gato, que se sobresaltó erizado.

-¿Tá... Tín?

La niña reía encantada con el nuevo juego. Se tapaba los ojos y preguntaba:

-¿Tá... Tín?

El camión ya había desparecido, en dirección al muro de la playa, con los milicianos y el cadáver ensagrentado. En la esquina, hombres y mujeres hacían comentarios, señalando arriba, al balcón. La mujer había dejado de gritar.

La tarde se había puesto repentinamente gris, y allá lejos tableteaban las ametralladoras y tosían secamente los estampidos de los morteros. Hacía días que la guerra civil tronaba. La población se acostumbraba, poco a poco, y aprendía a seguir su vida al compás de la muerte.

Don Anselmo, por fin, se levantó. Dejó ir al gato, y tomó a la niña de la mano.

  —99→  

-Vamos, monina.

Por la acera venía, corriendo, una mujer. Don Anselmo la reconoció enseguida. Era la madre de la niña. Don Anselmo alzó a la criatura en sus fuertes brazos de hombre maduro, y se la entregó:

-No se preocupe, vecina. La nena no vio nada. Estaba jugando con el gato... y conmigo.

La niña se volvió hacia don Anselmo, sobre el hombro de la madre, y le preguntó:

-¿... Tín?

Don Anselmo era feliz y le contestó a la niña como se contesta muchas veces a los niños, repitiéndoles la pregunta, para que sepan que hemos comprendido:

-¿Dónde está el Tín, Cuquina? ¿Dónde está el Tín? ¿Vamos a buscarlo?

La madre se alejaba, apretando a la niña contra el pecho, en un revolotear de bata floreada sin nada más debajo.

* * *

Aquella noche hubo calma. Parecía una noche de paz, como otra cualquiera, mucho tiempo atrás. Del mar venía una brisa templada y un chapoteo satisfecho. Arriba, en el tercer piso, una muchacha de quince años peinaba su larga trenza y cantaba. Contra el marco de luz de la ventana, su figura esbelta, con los brazos en alto, era una visión de verano.

A pesar del mes de agosto, los dos milicianos que fumaban en el portal llevaban camisetas gruesas bajo los monos azules de obreros. Eran mineros de la cuenca carbonera, que habían llegado con uno de los trenes de Oviedo, antes de la traición de Aranda.

-Querían llevarnos a León... querían meternos en otro tren, para coparnos en la plaza de toros, como a los de Grado...

-Sí, pero bien hizo Víctor en negarse. Él sabía que el general Aranda era fascista, y que nada más estaba esperando el momento...

-¿Por qué no lo mataron, entonces?

-No se sabía.

-¡No se sabía, no se sabía! Yo, por sí o por no, hubiera fusilado a todos los militares, de sargento para arriba...

-No se sabía. Había que tener en cuenta a los leales...

-No hay leales, entre los del ejército... En cuanto uno mira para otro lado, se pasan a los facciosos... Igual que los gallegos...

-No hables mal de los gallegos, que tu padre era gallego.

-¡Bah!... No era como los otros gallegos... Él nunca tuvo morriña... Y además, a lo mejor no era mi padre... después de todo.

  —100→  

-De todos modos, no hables mal de los gallegos...

-Tengo que hablar mal de ellos... ¿Qué pasó con la Columna Gallega?... ¿Eh, qué pasó?... Pues que se llevaron más de quinientos fusiles al frente de Grado, y se pasaron a los facciosos...

-Tenían morriña.

-Sí; tenían morriña... y cagalera... mucha cagalera...

-Allá los fusilaron a casi todos... más de la mitad, por lo menos.

-¡Bah!... Se exagera mucho... No habrán fusilado a tantos... Y, si los fusilaron, bueno, bien fusilados están...

Don Anselmo callaba. Los miraba fumar con sus manos enormes y callosas, agarrando los cigarrillos minúsculos como si fueran alfileres para no pincharse con la punta de fuego. Aspiraban las bocanadas con todo el pecho enorme, y soltaban el humo junto con las palabras de la conversación.

-Dicen que ahora viene el comunismo libertario.

-¿Qué es eso?

-Bueno... el... el comunismo libertario... Todos somos iguales... y libres.

-¿Todos iguales?

-Todos iguales... Nadie es mejor que nadie.

-¿Entonces yo soy igual que los fascistas?

-¡No, burro!... El comunismo libertario no es para los fascistas. Ellos son enemigos de la libertad. Los matamos en la guerra, y fusilamos a los que queden, después. Ellos no entran en la cuenta. Además va a haber repartos de tierras. A cada cual, su pedazo de tierra, para que la trabaje.

El otro chupó la última bocanada de su cigarrillo, y se rió para adentro, como si algo le hiciese mucha gracia.

-Cómo me voy a reír -dijo- si te toca en el reparto un pedazo de tierra que yo sé.

-¿Cómo, un pedazo de tierra?

-Sí... ¿No dices que van a repartirla?

-Eso mismo. Pero...

-Bueno, pues me voy a reír, si te toca el pedazo donde está la mina La Bernarda...

-¿Por qué?

-Habrá que verte a ti solo, picando carbón en La Bernarda.

-No seas burro, hombre. Las minas y las fábricas serán para los obreros. Para todos.

-¿No será para uno, como ahora?

-No. Ahora el dueño de la mina es un señorito que nunca se manchó la cara de negro, ni vio explotar el grisú... Ése tampoco entra en lo del comunismo libertario.

  —101→  

-¿Cómo sabes que no entra? ¿Tú lo viste?

-No; no lo vi. Pero no entra.

-¡Bah, rapaz! Cuando aparezca con la Guardia Civil y los papeles...

-Cuando digo que eres burro, eres burro, hombre. ¿Tú crees que, después de todo esto, va a quedar un guardia civil?

-¿Ah, no?

-¡Claro que no, hombre! Hay que matarlos a todos.

-Pues dicen que hay guardias civiles leales.

-¿Quién lo dice?

-No sé... Dicen.

-Hay que ver quién dice eso. Porque un guardia civil leal debe ser tan leal como el general Aranda, que ya viste lo leal que fue, engañando a los mineros y metiéndolos en un tren para que los mataran a todos en León, en la plaza de toros. ¡Iban a darle las armas en León, y se las dieron por el cañón de la ametralladora!

-¡Bien bobos que fueron!... ¡Bobos y burros, como tú dices!... ¡Hubieran hecho caso de lo que dijo Víctor, y aquí estarían!

-Sí; aquí estarían...

-Aquí estaría Luisín, que acababa de casarse, y la mujer todavía no sabe nada que lo mataron. ¡Qué burro, Luisín! No quiso hacerme caso y montó en el otro tren, por ir a León, porque la mujer era leonesa. ¡Total, si ella estaba en Oviedo, no sé qué iba a buscar Luisín a León!

-A lo mejor no lo mataron.

-¡Bah, bah! En León los mataron a todos... No quedó ni uno. ¿No se lo oíste contar ayer al prisionero que venía de La Escandalera?

-Sí, pero... a lo mejor... en la guerra nunca se sabe.

-En la guerra, no... Pero en la guerra civil, sí. Y ésta es una guerra civil.

Don Anselmo, por fin, habló. Dijo:

-Tienes razón, hombre. Ésta es una guerra civil. La peor de las guerras. Y en esta guerra se sabe todo. Porque no somos gente extraña, la que se mata. Todos nos conocemos. Somos hermanos contra hermanos.

El gato se metió en la casa, por la puerta entreabierta. Los hombres callaron otra vez. Por la calle pasó una camioneta.

-¡Una camioneta!

-Déjala pasar. ¿Qué le ibas a hacer?

-Hay que controlar.

-Ya no hay nada que controlar. Son los nuestros. Todo Gijón es de los nuestros, ya.

-Y Oviedo, de los de ellos.

-Hasta que lo tomemos.

-¿Cuándo lo tomamos?

  —102→  

No respondió. O, mejor dicho, respondió con un encogimiento de hombros. No le importaba. El otro volvió a hacer girar la conversación sobre el tema del comunismo libertario:

-Yo creía que el comunismo libertario era algo así como que todo iba a ser de todos...

-Eso mismo, hombre -dijo don Anselmo, con voz redonda y reposada de hombre con bigote negro-. Todo será de todos. No habrá propiedad. Cada cual tendrá lo que desee, de acuerdo con sus necesidades.

El más joven de los milicianos se sonrió, echándose hacia atrás la boina mugrienta.

-Eso me conviene -dijo con un rebrillo pícaro en la mirada-. Voy a tener todas las mozas que quiera, sin tener que cuidarme del cura.

-¡Bastante te importó a ti siempre el cura!

-A mí, no. Pero a ellas, sí. Luego iban a confesarse, y les daba vergüenza -dijo el joven. Luego, volviéndose a don Anselmo-: Se podrá tener todas las mozas que uno quiera ¿no?

-Eso, según. El amor libre requiere el consentimiento de ambos.

-¿Cómo de ambos?

-Sí, hombre. No basta con que ella te guste a ti. Tienes que gustarle tú a ella.

-¿Aunque esté casada ya?

-No habrá casamientos. El amor libre significa que el matrimonio no existe. Los hombres y las mujeres podrán amarse sin trabas sociales.

El viejo se adelantó, rascándose los pocos cabellos entrecanos que le quedaban, y preguntó:

-Dígame una cosa, paisano... ¿Y los que ya estamos casados?

-Bueno... Eso también depende. Si quieren seguir viviendo juntos, nadie se lo va a impedir. En el momento que dejaran de quererse, se separan y ya.

-¿Se divorcian?

-No. El divorcio ya existe, desde que se proclamó la República. Con el comunismo libertario, no hace falta casarse ni divorciarse. Los que se quieren, se quieren, y ya está. Los que no se quieren, buenos días y también está.

-No me convence -dijo el viejo.

-¿Cómo que no te convence? -exclamó el más joven, subrayando la pregunta con un golpe seco de la culata del fusil en las baldosas del piso.

-Digo que no me convence, y no me convence, porque no me da la gana.

Don Anselmo sonreía.

-¿Entonces?

-Entonces, nada. Que va haber que contar conmigo para todo eso. Al que se acerque a mi mujer, le descerrajo un tiro como que hay Dios...

-¿Que hay Dios dijo hombre? -preguntó don Anselmo.

  —103→  

-Bueno..., es un decir.

-Entonces, ¿tú no estás con el comunismo libertario?

-Yo estoy con lo que haya que estar. Pero así, no.

-No te gusta el amor libre, ¿eh?

-A mí, sí me gustaría. Pero que no me toquen la mujer ni los críos, porque la armo.

La vocecita pequeña de la niña se escuchó al fondo del portal, junto a la escalera:

-¿... Tín?

La niña venía chupándose el índice y recogiéndose la faldita en un gesto que ya era fina coquetería femenina. Los dos mineros, fascinados por la presencia de la criatura, se pusieron en cuclillas. El más joven dejó el fusil en tierra, y extendió los brazos, diciendo:

-Ven aquí, preciosa... ven conmigo.

Pero la niña estaba ya agarrada al pantalón de don Anselmo.

-¿... Tín?

-¿Dónde está el Tín?... ¿Dónde estará el Tín?... Traerme al Tín, dondequiera que esté... traérmelo vivo o muerto... -y el vozarrón de don Anselmo tenía una ternura nueva.

-¿Es suya? -preguntó el miliciano viejo.

-No. Es de una vecina. Somos amigos... por el gato.

-¡Ah! -dijo el hombre, como si hubiera entendido.

El más joven se levantó, estirando los brazos en un despliegue de musculatura y sudor.

-Primera mujer que me falla -dijo-. Habrá que esperar a que sea mayor.

El gato vino corriendo. Como animal instintivamente celoso, había adivinado la presencia de un afecto cerca de su amo, y llegaba para compartirlo. La niña, al sentirlo en sus piernecitas, se sobresaltó con nerviosa alegría:

Tín!... ¡Tín!... -y palmoteó hasta caerse de culo.

La madre llegó hasta la puerta entornada, con un taconeo firme. Al abrir la hoja, se detuvo en el umbral. La presencia de los hombres en el portal la cohibió un poco.

-Vamos, Cuquina... Es hora de dormir.

La niña se levantó, obediente, y corrió hacia su madre. Los hombres murmuraron un buenas noches casi impersonal, que la mujer no contestó. El gato seguía en el suelo, enroscándose sobre un zapato de don Anselmo. Cuando la madre se inclinaba para alzar a la niña, don Anselmo hizo lo mismo con el gato. Entonces vio que la mujer se había puesto zapatos con tacones. Y que iba vestida de negro.

-¿Va a salir, doña Marina?

-Sí. Voy a ver a... a la señora de la esquina.

-¿... Tín? -dijo la niña.

-¿La conocía, doña Marina?

  —104→  

-A ella, sí. Al hijo, no.

-Claro... Ella no tiene la culpa, la pobre.

-Claro -dijo la mujer-. Ella no tiene la culpa.

Y con un buenas noches que los envolvió a todos, penetró en la casa.

-¿Quién es? -preguntó el viejo.

-Es doña Marina, la Madrileña.

-¿De Madrid?

-No. Es de aquí. Pero vive en Madrid con el marido, que es profesor. Cuando estalló la revolución, él se quedó allá y ella aquí. Había venido a pasar el verano a la playa con los pequeños.

-¿Y el marido?

-No sabe nada. Estaba en Madrid. ¡Cualquiera sabe!

El más joven se había quedado repentinamente serio. Se hizo un silencio. Los ojos del gato brillaron en la oscuridad, cuando don Anselmo encendió una cerilla y chupó el cigarrillo.

-¡Qué piernas! -exclamó el joven miliciano.

-Sí -dijo el viejo-. Es por los zapatos. Los zapatos así hacen la pierna más... más...

Y acompañó la frase incompleta con un gesto descriptivo.

-El ingeniero de la mina -dijo el joven- iba a la casa de mujeres de la Felguera, y siempre hacía que la que entraba con él se acostase sin quitarse los zapatos.

-Son cosas -dijo el viejo.

-Sí; son cosas -remachó don Anselmo.

El viejo hizo la pregunta:

-¿Y por qué va de luto?

Don Anselmo lo pensó un poco, antes de responder.

-Va a darle el pésame a una vecina, por el hijo que le mataron.

-¿En el frente? -dijo el joven.

-No. Aquí, en la calle. Esta tarde.

-¿Un fascista? -preguntó el joven, extrañado.

-Era pistolero de la patronal de la fábrica de aceros. Había tenido sus más y sus menos; y dicen que había matado a un sindicalista. Pero no era falangista.

-¡Ah! -dijo el joven.

-Son cosas -dijo el viejo-. Ahora la madre paga por él.

-Sí -dijo don Anselmo-. Ahora la madre paga por él.

Se hizo otro silencio. La puerta de la casa se abrió, y doña Marina salió envolviéndose en una toquilla de punto de lana negra. Los hombres se hicieron a un lado, todos al mismo lado, para dejarle paso. Ella dijo un buenas noches frío, distante. Ellos correspondieron con un buenas noches apresurado, comprensivo, identificativo. Ella lo entendió y, ya en la acera, se volvió a los milicianos, y dijo:

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-Si necesitan algo, pídanlo en la casa. Es de ustedes... Ahora están haciendo chocolate. No les vendrá mal. Indíqueles usted, don Anselmo.

Los dos milicianos, conmovidos allá en su ingenuidad, apenas acertaron a balbucir sus muchas gracias. El más viejo, sin embargo, salió hasta el umbral, y le dijo a la espalda de la mujer:

-Muchas gracias, señora.

Luego, volviéndose hacia el interior del portal, dijo:

-Una señora... Se ve que es una señora... Y las señoras así, las habrá siempre, con comunismo libertario y sin comunismo libertario. Es una señora, tan señora como La Pasionaria.

Don Anselmo rompió el nuevo silencio, con una pregunta directa al viejo miliciano:

-¿Cuánto ganabas tú, allá en la mina?

-¿Yo?... Depende... Los picadores de mina trabajamos a destajo. Nunca nos faltaba dinero para la casa y para los vicios... Tenía día de cinco y hasta seis duros... Los picadores de mina somos los obreros mejor pagados de España -añadió, no sin orgullo.

-¿Y tú? -preguntó don Anselmo al joven.

-¿Yo?... Lo mismo. También soy picador de mina... Era picador de mina.

-Y ahora estáis luchando por el comunismo libertario...

El más viejo se rascó la cabeza. Luego dijo:

-Bueno. No sé. Lo único cierto es que las cosas andaban mal. Y, la verdad, yo me aburría allá, en la mina. Yo creo que fui a la guerra por aburrimiento... y porque las cosas andaban mal.

-¿Aunque tú ganaras tus cinco duros diarios?

-Aunque yo ganara los cinco duros diarios.

-¿Y si perdiéramos la guerra? ¿Qué harías?

El viejo volvió a rascarse la cabeza.

-Eso no me preocupa. Si no ganamos la guerra, a mí me van a matar de todas maneras. Tenemos que ganar la guerra.

-Es verdad -dijo don Anselmo-. Tenemos que ganarla.

-O morir todos -dijo el más joven con reconcentrada decisión.

-O morir todos -dijo don Anselmo-. Morir todos, cada cual en su puesto.

Desde el interior de la casa vino una de las viudas. Toda ella estaba impregnada de olor a chocolate. Les dijo algo, en un chachareo de gallina gorda, y los hombres entraron a tomar lo que les ofrecían. Entraron con esa sumisión de hombres grandes, un poco avergonzados de presentarse así, en casa ajena, con el fusil en la mano.

* * *

  —106→  

Habían pasado los meses, y las cosas habían cambiado mucho. El derrumbe de los frentes del Norte parecía ya un hecho. Las columnas nacionalistas avanzaban desde Bilbao en ola incontenible, apoyadas por tanques y aviación. Los cañones de Oviedo ya no tronaban desde meses antes. La última ofensiva había fracasado, y desde Galicia le habían metido refuerzos a la capital asturiana. Pronto se escucharía el cañoneo ronco de las piezas alemanas en dirección a Santander.

El esposo de doña Marina había logrado hacer contacto con ella, al fin, después de catorce meses. Sus cartas habían llegado en los barcos de aprovisionamiento que entraban en el puerto de El Musel. El profesor era ahora comisario de batallón, y andaba por Albacete en cosas del Estado Mayor republicano, con las Brigadas Internacionales.

Don Anselmo se levantó sombrío aquel día. Se bañó completamente, y se puso su traje nuevo. Eran las nueve y media, pasadas, cuando se sentó a desayunar. Lentamente fue desmigajando su pan de maíz en el amplio tazón de leche con cascarilla de cacao.

-¿No hay trabajo hoy, don Anselmo?

Doña Marina estaba allí, comentando con las viudas la última carta del esposo.

-No, doña Marina. Ya no hay nada que hacer en la fábrica de gas. Despidieron a todo el mundo... a todos los que quedaban. Unos van al frente, y otros vamos a servicios especiales en el muelle... Hay que descargar barcos con armas, que llegarán mañana... dicen que llegarán mañana.

-¿Entonces, la fábrica de gas?...

-Está cerrada. Ya no se necesita gas para la industria. No hay industria. La que no está bombardeada, también cerró. El gasógeno era un peligro... Si lo bombardeaban volaba el pueblo...

-¿Y usted cree que llegarán las armas, don Anselmo?

-No sé, doña Marina. No sé si llegarán a tiempo.

Don Anselmo se levantó, y se metió de nuevo en su habitación.

La viuda con tipo de gallina gorda se acercó a doña Marina, con una cháchara seria:

-Yo creo que don Anselmo está tocado -e hizo el gesto de la locura-. Esta mañana dijo que no piensa evacuar a Francia. Pero luego dijo que no verá las tropas fascistas entrando en Gijón.

Doña Marina se quedó un momento en suspenso, pero luego habló como sacudiendo un mal pensamiento:

-¡Bah!... Será que piensa meterse en el cuarto para no verlos entrar. Él no tiene nada que temer. No se metió nunca en nada. Sólo su trabajo.

El caso de doña Marina era distinto. Aquella misma tarde tenía que ir al muelle, para hablar con el capitán de un barco que estaba esperando la salida. Ella, y los niños, iban a ser evacuados por Francia, con destino a Valencia. Ya tenían el salvoconducto firmado por el Consejo de Asturias y León.

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-No por nosotros... Pero con el marido comisario... y fundador de un partido de izquierdas en tiempo de la monarquía...

La niña entró en la cocina. Venía del pasillo.

-¿... Tín?

La madre sonrió, iluminada por la presencia de la niñita.

-¿Dónde está el Tín, Cuquina?... ¿Dónde está el Tín? ¡Tráemelo vivo o muerto, Cuquina!... -y, dándole una cariñosa nalgadita-: ¡Anda, ve a buscarme al Tín!...

Pasaron unos minutos, conversando junto a la cocina. La leche hirvió sobre el fogón, y la actividad que el fenómeno despertó en las viudas sirvió de pretexto para que doña Marina se despidiera.

-No me acompañen, que conozco el camino.

Pero sólo llegó hasta la puerta de la habitación de don Anselmo. La luz estaba encendida. La niña, sentada en el suelo, acariciaba al gato. Don Anselmo había muerto ya. Se había tendido en la cama, después de quitarse la chaqueta, ahora colgada del respaldo de una silla. Se había arremangado la blanquísima camisa, y se había cortado las venas de ambos brazos.

El charco de sangre casi llegaba a los pies de la niña. Y la niña lo miraba, fascinada, mientras acariciaba al gato.

Doña Marina no gritó. No dijo nada. Simplemente, tomó a la niña en sus brazos y, obligándola a volver la cara con un beso, la sacó de la habitación.

Volvió a la cocina, desnudada. Las dos viudas se le quedaron mirando con sorpresa.

La niña, preguntó:

-¿... Tín?

Don Anselmo sabía que aquellas armas no llegarían nunca.

La noche ancha, La Habana, Ediciones La Tertulia, 1960, pp. 38-55.





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ArribaAbajoLino Novás Calvo6


ArribaAbajoLa primera lección

Había llovido sin cesar todo el día, toda la semana, todo el mes. Llovía a todas horas con una lenta persistencia, sin nervio y sin viento. El camino de la fuente era el cauce por el que bajaba el agua de las veigas altas, después de haber lavado el lugar. A la misma fuente hubo que hacerle un contén circular para protegerla de la riada. Las eras estaban encharcadas; los labradores salían de ellas, al atardecer, arrastrando sus pies entre la tierra empapada. Luego, cuando escampara el tiempo y volviera a verse el sol, siquiera brevemente, habría que bajar a la falda del coto, al fondo de la cañada, con cestos en la mano, y volver a subir a la parte alta de la tierra llevada por las lluvias. Paciendo en fila, por los cómbaros venían unas vaquitas flacas y ateridas, y del monte raído y comunal bajaban, a la noche, otros de aquellos animales pobres, esqueléticos, que criaban gusanos entre piel y carne.

El lugar tenía siete casas, todas en línea, todas de piedra en bruto, sin pintura y sin cristales. El tiempo se había llevado la argamasa y algunas paredes parecían combadas, sosteniéndose como en equilibrio. Ninguna tenía más de un piso, y la última -la de abajo- era la más pobre y miserable de todas. Delante de cada una había un montón de estiércol y a su lado una especie de alberca recogía el xurro, formado por el agua de lluvia pasada por él. Al cerrar la noche los vecinos comenzaron a llegar de distintas direcciones; las mujeres vestían sayas y mantelos de lana gruesa, tejidos en casa. Los hombres arrastraban zuecos con pie de madera y caña de cuero. Todos chorreaban y se movían trabajosamente a lo largo de las congostras, cansino del lugar. Dos viejos traían caballejos cojos y amarrados del ronzal. Se pararon delante de la casa de abajo y una mujer joven, pero gastada, como un árbol achaparrado, salió a recibirlos. Dentro se encendía un candil de luz brillante.

-Pasen a enjugarse -dijo la mujer-. Pasen. Padre no ha llegado todavía. Y metan los caballos ahí, en la corte.

Los dos hombres traían monteras de lana en las cabezas; eran, evidentemente, todavía de un plano más alto de la montaña. Emitieron unos gruñidos, pasaron los caballejos a la cuadra única y de allí entraron en la cocina. En el lar ardía un tronco de navidad. El agua caía con un sonido de yemas sobre el losado, menuda, persistente y densa. La mujer cruzó la cocina con un candil entre las manos y una canada bajo el brazo; resurgió a poco con la canada en una mano y el candil en la otra.

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-Ni una taza entre todas -dijo como para sí misma, rezongando-. El tiempo les come las ubres.

Llevó la canada a la alacena y se detuvo, su saya de picote todavía chorreando, la cabeza ceñida con un pañuelo negro.

-Se les secan las ubres y se les agua la sangre. Ya ni para el tiro sirven esas dos que nos quedan. Y la que dan es aguada, sin nata. Como si el temporal se la hubiera llevado, como se lleva la nata de la tierra. Esta primavera no habrá más que grama en las eras, y la grama es la lombriz del hambre.

Los dos hombres de las monteras se habían sentado en dos poyos junto al tronco de navidad, con las ropas mojadas encima. Al calor humeaban, ellos mismos, como dos troncos acabados de arrastrar del monte. Miraron a la mujer, que se quedó de pie, empinando el vientre, delante de ellos. Eran ambos de mediana edad.

-¿Qué tal están por allá arriba? -preguntó la mujer.

Uno bajó los ojos, el otro habló lentamente:

-Allá, comiendo lo que no hay. Madre está en cama desde hace un mes. Ahora se le han cruzado las llagas del brazo izquierdo a la pierna derecha.

Calló un instante. El otro alzó los ojos:

-Ustedes, por lo menos, todavía tienen con qué adobar. Veo que han matado puerco y todo.

Volvió a mirar un pernil colgado de la chimenea y se pasó la lengua por los labios.

La mujer fingió una voz de lloro.

-¡Ay, adobar viche! Eso es lo que nos ha dejado el postor. Vino, se llevó la cebada y los dos lechones, y nos ha pagado con eso. Es cuanto nos queda, y las dos vacas viejas, que las nuevas se las ha llevado también.

-El pequeño mandará con qué comprar otros, cuando gane. Ellos al menos tienen quien mandar a la América.

La mujer se encaró con el hombre; era el mayor de los dos, y tenía una expresión aviesa de codicia.

-El pequeño no es nuestro. Padre y yo lo hemos criado hasta la edad que tiene, pero ahora que comienza a trabajar su madre nos lo quita y lo manda fuera. El Señor quiera que no lo coja la soberbia y no le salga malo. Es demasiado pequeño par a ir por esos mundos, aunque lo lleve el Bernaldo.

El abuelo y el nieto aparecieron en la puerta. El primero venía delante, con un brazo de leña al hombro. La tiró detrás del tronco y se sacudió como una bestia mojada. Era un hombre rudo, todo vestido de pivote, de más de setenta años. Profundas arrugas le cruzaban la cara en varios sentidos, y caminaba algo encorvado, con el cuello rígido por el reuma. Detrás de él se adelantó el nieto: tendría unos ocho años, cuando más, y vestía exactamente como el abuelo, salvo que venía descalzo y con los pantalones vueltos por encima de la rodilla. Sus ojos redondos se fijaron fascinados   —110→   en el fuego. Luego subió al lar y se enroscó en la ceniza, sobre la piedra caliente. El abuelo dio las buenas noches y se sentó también junto al fuego, mientras la mujer, su hija soltera, ponía un gran pote de verduras engrasadas a cocer.

-Conque éste es el americano -se burló el más viejo de los visitantes-. No lo había visto desde el bautizo. En comparación es bastante grande.

El otro, que era su hijo, rió la gracia, estimulado su humor por el calor del fuego. Pero el abuelo comenzó a cabecear, adormecido por los vapores del fuego y de su propia ropa humeante. La mujer volvió a detenerse ante ellos y replicó:

-Sí, éste es. Valiente americano. No ha cumplido aún los ocho años. Todo por la codicia de la madre o por su mala entraña. Con tal de no dejárnoslo para que trabaje lo manda por esos mundos. Y el Bernaldo tan bueno como ella. Llevarlo a esa edad, cuando todavía no sabe una letra.

-Diz que los que van de pequeños luego se adaptan mejor y aprenden el país -dijo el primo forastero.

-Sí, cuando no se olvidan por completo. Mira el Doscaos. Se fue y nunca más se supo de él. Ni de madre ni de nadie se acordó. Y eso que era mayor que éste.

El nieto siguió abstraído, mirando al fuego, y todavía temblando. De pronto dio la vuelta sobre los calcañares y corrió a la puerta. En ese momento apareció la madre, con la máquina de coser en la cabeza y un paño negro sobre los hombros, toda chorreando. El nieto comenzó a dar salticos delante de ella. Ella miró a los forasteros, que eran su primo y su tío, y dio las buenas noches, pero evitó tropezar con la mirada de su hermana. Seguidamente, el niño la siguió al cuarto del fondo, a través de la cuadra. El cuarto era más bien una cabaña, adherida a la casa y con techo vegetal de xestas. Por el piso de tierra corría el agua. La madre sacó de la faltriquera un pedazo de pan negro con queso y se lo dio al nieto. Éste comenzó a comerlo ávidamente. La mujer se quitó toda la ropa, menos la camisa de estopa larga. Se quedó de espaldas al niño, que siguió comiendo en silencio. La mujer había encendido un candil de luz brillante; ahora lo apagó para quitarse la camisa; cuando lo volvió a encender tenía puesta una saya de bayeta amarilla y una chaqueta de bayeta roja. La mujer se sentó entonces a la máquina, puso otro pedazo de pan y queso en la tabla y comenzó a comer y a coser al mismo tiempo. El niño terminó su bocado y se quedó mirando lo que a la madre le faltaba por comer. Ella le quitó otro pellizco con los dientes y le dio el resto. El niño se lo llevó a la boca con las dos manos. Luego corrió de nuevo a través de la cuadra en busca del fuego. La madre volvió la mirada por encima del hombro y comenzó a llorar en silencio, mientras cosía, dando a la máquina con una mano y dirigiendo la costura con la otra.

Cuando el niño llegó a la cocina la tía había retirado del fuego el cocimiento. Lo sirvió en tazas de barro y de madera a los dos forasteros. El abuelo despertó y comenzó a comer, todavía amodorrado, con su ancha culler de bidueira. Los forasteros levantaron en alto las culleres de buxo, buido y dorado a la luz de la brasa, y   —111→   comenzaron a comer ritualmente, alzando las cucharas con un floreo, hundiéndolas en las grandes cuncas y llevando regodeadamente a la boca las berzas y las patatas adobadas. El niño rechazó el caldo. La tía sacó de la alacena una taza de barro en que había un poco de pasta de harina, y le echó un poco de leche por encima. El nieto bebía con la cuchara la superficie bebió la leche que nadaba sobre la pasta; raspó luego con la cuchara impregnada y devolvió el resto a la tía.

-Así, condenado, así -dijo la tía-. Mala muerte te mate. Comiendo la leche y dejando las papas. Ya aprenderás a comer por el mundo. Y Dios quiera que no te falte, y me perdone.

La mujer volvió a rascar en el fondo del pote, repartiendo las últimas berzas. Los tres hombres extendieron sus tazas a la vez sobre el resplandor de las brasas, con los ojos apuntando al cazo. La mujer sirvió equitativamente. Luego los tres rebañaron el fondo de las tazas de barro y de pradio, y las dejaron a los pies, sobre la piedra del hogar. La mujer las recogió y se fue con ellas hasta el lavadero, rezongando.

-Ahora vendrán los vecinos a ver si hay zonchos y calentarse a la leña ajena. Quisieran que cada día hubiera en la casa de otro un muerto o uno que se va, para llenarse y calentarse con lo ajeno. Pero van a encontrar roña.

Trajo una taza de agua y mojó el tronco y las ramas que el calor había secado. Volvió por otra, y roció la gran brasa, que reaccionó agrietándose y despidiendo brotes de humo. Los dos parientes se restregaron los ojos, llorosos del vapor. El abuelo se había acurrucado a un extremo del lar, con las rodillas entre los brazos, y roncaba con la boca entreabierta. El niño corrió de nuevo adonde estaba la madre.

-¿María no come con los demás? -preguntó ahora el primo.

La otra cabeceó:

-Cada uno come lo suyo. Ella tiene su oficio y gana bastante para sí. Ahora han subido a tres perras chicas cada día, y tiene bastante que hacer en toda la parroquia. Con los suyos, no se lleva; ni con padre, ni conmigo, ni con los otros, salvo ese gandul de Raúl Bernaldo, que ahora se lleva su hijo. Niño se fue él también a las Américas, y mira lo que ha valido a los suyos. Viene ahora, se está un mes disparando tiros, deshojando pradios y castaños, y se vuelve a ir llevándose al pequeño y sin dejar nada. Con él se lleva ella, porque espera que luego la mande llamar también a las Américas. ¡Cada uno tira para sí!

Alguien llamó a la puerta con fuertes golpes. Manuela corrió a abrir, quitando la gran tranca y dejando paso a una figura increíble. Era un hombre flaco, alto y encorvado de hombros, con largos bigotes blancos y lacios. Vestía un traje de dril sucio y raído, con cuello de celuloide abierto, semejante a una corteza de árbol seco. En la cabeza traía un sombrero de pajilla y por debajo de él se le salían largas y veteadas guedejas grises. El hombre caminaba arrimado a un bastón tallado, y se quedaba al hacerlo por más abajo de la cadera. Al hablar lo hizo en castellano, con una voz forzada y sonora.

  —112→  

-Ey, ¿dónde está el Habanero? Que vengo a despedirlo. Así se deberían ir todos, antes de crecer, a que los desasnasen por allá. El Raúl hace bien en llevarlo. A niños y grandes se los deberían llevar de esta tierra.

Dio un golpe con el bastón sobre la artesa y añadió:

-¡Eh, ama! Aquí está Verdeal. No habla el viento ni rebuzna un asno. He dicho que vengo a ver esa rabuja que se va. Yo tengo que instruirle.

Manuela se volvió desde el lavadero y le indicó el camino del cuarto del fondo. Verdeal se fijó en los dos hombres junto a la candela y los apuntó con el bastón:

-¿Quiénes son ésos? Montuno sobre montuno. Cuanto más se sube, más lana cría el hombre. Lana y musgo y grama y piojos. ¿Dónde dices que anda el rabuja?

Los montunos miraron de reojo al viejo indiano, que se fue, rígidamente, en busca del que se iba. Poco después aparecieron, uno a uno, los demás vecinos. Algunas mujeres traían banquetas en la mano y ruecas en las cinturas. Todos se acomodaron en torno a la gran brasa, cuyo resplandor hacía hervir la sangre en sus mejillas. El abuelo había quedado en la sombra, a la espalda de todos, y algunas parejas de jóvenes, macho y hembra, se arrullaban y manoseaban fuera del alcance de la luz. Rosa, la Pregonera, llegó la última, toda chorreando, pero sofocada. Era una mujer de grandes ojos claros y boca todavía sensual, pero de una edad superior al sexo:

-Tío Manuel... tío Manuel -repitió-. Vengo del lado del Serrón de la Bouza. La noche me ha cogido allá. Corra, tío Manuel. Su yegua se ha caído por el barranco.

La mujer venía toda mojada y con el pelo desgreñado, goteándole sobre la cara. El abuelo se levantó de su rincón herido por los gritos de la Pregonera, y sin decir nada se echó afuera con una agilidad superior a sus años. Le siguió la hija, con los brazos en alto, gritando a los cielos. Les siguieron dos hombres del lugar, en calidad de voluntarios, pero los parientes del monte no se movieron de junto al fuego. Las mujeres se apretaron más en torno a la brasa, haciendo girar más rápidamente los husos y murmurando entre ellas. Tío Verdeal cruzó de nuevo la cocina hablando en voz alta y dando grandes golpes en derredor con el bastón.

-Llorando, llorando. Todo en esta tierra es lagrimeo y pelambre. Llorando porque se le va el hijo, cuando debería cantar. Cada uno que se va debería ser una fiesta en este lugar. Yo, rey, los mandaría salir a todos, hasta que no quedaran más que los sordos y los reumáticos. Mandaba acá una compañía de fusileros y me los llevaba a todos por delante.

Y volvió a apuntar con el bastón, blandiéndolo, hacia los de la montaña. Luego salió al monte, en medio de la lluvia, que seguía cayendo sin cesar.

La Pregonera hizo una gira por las otras casas, donde todavía quedaban algunos viejos en pie, y a oscuras, aprovechando el calor restante en la piedra del hogar, les anunció la desgracia de los de la casa de abajo. La Gayada, su único animal caballar, se había despeñado. No había nada que hacer por ella: se había reventado contra   —113→   un cuchillo de roca al caer. Pero esto había ocurrido aquella misma tarde, y podía aprovecharse la carne. En esta región la carne de caballo no se comía nunca. Los caballos eran muy escasos y sólo se utilizaban para el transporte de carga; rara vez para el transporte del hombre. Eran como un animal sagrado, auxiliar del humano y tan inteligente como él. Corrían leyendas de la inteligencia de los caballos, y cuando uno moría o se despeñaba era motivo de grandes llantos. Era tanto como el valor del mismo, su significación. Pero los Meitin habían sufrido últimamente una serie de desgracias que los ponían fuera de toda costumbre.

Padre e hija cruzaron, uno tras otra, la tiniebla de la veiga, la tierra paramal de queirogas, a tientas con sus pies. A medio camino el viejo se detuvo, como si hubiera descubierto algo en el aire que se sentía venir de la cresta del serrijón. Se volvió a la hija y le dijo:

-Vuelve a casa, mujer, y trae el cuchillo grande.

La mujer se detuvo. Por entonces había cesado de llorar, y se quedó tiritando bajo la lluvia, sin contestar. En eso llegaron los otros dos vecinos, y a poco, de nuevo, la Pregonera, corriendo. El abuelo se dirigió a ella antes que nada:

-Rosa, ¿tú vistes mi yegua caer?

-No, tío Manuel; la vi caída debajo de la roca de Toribio.

-¿Entonces estaba muerta?

-Eso creo, tío Manuel. No se movía y tenía las tripas de fuera. Tuve que apalear a mi can para impedir que fuera a comer a ellas.

-¿Qué le vamos a hacer ahora? -dijo uno de los vecinos-. Su nieto se va esta noche. Y por la mañana, al amanecer, habrá tiempo de quitarle la piel.

El viejo apretó el puño invisible contra el cielo:

-Le quitaré la piel y se la pondré de mortaja a esa bruja.

Se volvió sobre sus pasos, encabezando la marcha de vuelta. La lluvia seguía cayendo, menuda y densa, sin ruido y sin nervio. Los otros siguieron al viejo a través del páramo, en dirección al lugar. Todos sabían a quién se refería el abuelo. No era a su hija María, la renegada, que ahora le quitaba el nieto. Tanto mejor, que se lo llevaran. Dentro de poco no habría un bocado que llevarse a la boca. No habría ganado, y la propia tierra, trabajada a medias, dejaría de producir. Meses antes La Gayada había dado una patada a una de las hermanas marondas que vivían en la primera casa -seis hermanas solteras y ninguna con hijos: por tanto, marondas. Se le había formado una llaga en forma de herradura que jamás había curado. La mujer pronunció terribles maldiciones contra los de la casa de abajo, a lo cual unieron sus voces y voluntades todas las hermanas. Y en el curso de medio año las desgracias se habían venido amontonando. Ésta era la última.

Cuando llegaron a casa el nieto se había puesto su traje de pana, recién terminado de coser por la madre. Ésta salió a ver a los vecinos, dio las buenas noches y se retiró de nuevo, no pudiendo contener el lloro. El abuelo, su hija y los que le acompañaban   —114→   entraron y se quedaron en la sombra, en silencio. Se hizo un silencio en todos los presentes: no se sentía más que el rumor de las hélices de los husos al girar. A poco, del fondo de tiniebla surgió de nuevo Manuela con una canada de agua y comenzó a rociar la leña y los pedazos de tronco, a los que el calor había secado y consumía con demasiada rapidez. Se levantó una humareda chimenea arriba, atascándose y volviendo a bajar e inundando todo el local. Algunos comenzaron a toser en breves explosiones de fatiga. El niño permanecía también en el fondo, donde no llegaba la luz, como temeroso, por primera vez, de estar cometiendo un pecado. Sabía que aquella gente estaba allí por él; por primera vez sintió que las atenciones de los otros se fijaban especialmente en él, y que era él, y no la familia ni la comunidad, quien tenía que soportarlo.

-¿Dónde anda el Habanero? -preguntó una mujer, para romper aquel silencio. Todos sabían que el pensamiento no estaba ahora en el niño que se llevaban, sino en la yegua que se había ido-. Que lo veamos ahora, para compararlo cuando vuelva.

-¡Ay! Volver tardan en volver -dijo una vieja-. Nacen, cuestan trabajo a criar, y cuando despuntan remontan el vuelo. Se van con ganas, pero volver vuelven tarde o nunca.

Todos callaron. Todos sabían que aquella mujer había tenido un hijo que se fuera y más nunca volviera ni había escrito. Dos o tres sabían que tal hijo estaba muerto; pero se lo ocultaban, y ella seguía arrastrando aquella pena y esperanza.

-Sí. Para uno o dos que vuelven con anillos y leontinas, una docena se quedan allá, el Señor sabe cómo, y otra docena vuelven enfermos y quebrados para siempre.

Al oír esto, una figura escuálida, de piel blanca y rizada, se levantó de entre el grupo y se hundió en la sombra. Los otros lo siguieron con la vista, notando su espalda encorvada al desaparecer fuera del resplandor. Las otras mujeres dirigieron una mirada de reproche a la que había hablado. Aquel era, precisamente, uno de los enfermos que habían vuelto, y a los cuales ninguna moza se daría jamás.

-Tienen que irse -intervino otra mujer-. De lo contrario no habría dónde meterlos ni qué hacer con ellos. Cubrirían la tierra como los conejos y no quedaría nada. Además, ¿qué han de hacer aquí? Yo misma me iría a servir, como tantas, si tuviera quien me llamara. Miren la de Labrada: lleva tres años fuera y ya le ha mandado para desempeñar dos vacas.

-Pero éste es el más pequeño de todos. Ninguno se ha ido todavía a su edad. Menos mal que lo lleva el Bernaldo.

-¡Bueno es ése! -replicó otra mujer-. Un gandul de siete suelas. No sé cómo María deja ir su hijo con él.

Por varios minutos el Bernaldo había escuchado desde la sombra. Ahora dio un paso adelante. Su tipo desdecía en aquel ambiente. Vestía traje de pana entero, estilo cazador, y llevaba aún la escopeta al hombro con el cañón para abajo. Sus ojos   —115→   redondos y penetrantes asomaban debajo de unas carnosidades que le daban un aspecto de malo que desdecía su sonrisa franca y burlona.

-Gracias, tía Jacinta -dijo el indiano nuevo-. Ahora yo le voy a contar el cuento del curro.

Rió y tomó acomodo al lado de la mujer. Le echó el brazo por encima del hombro y la atrajo con burlona amabilidad hacia sí.

-Déjame, demonio, déjame -dijo la mujer, una viuda de unos cincuenta años-. Y no me cuentes más ese cuento asqueroso. Lo que dije lo repito. Los hombres como tú traen demonios dentro. Bien lo dijo el señor cura.

-Vamos, Jacinta, no ofender a don Generoso. Un párrago que ha hecho tantos favores...

Del grupo brotó una carcajada. Le siguieron otras. El indiano se levantó, rechazado por Jacinta, y se fue también riendo.

-É o demo. O demo é- quedó rezongando Jacinta.

El indiano cruzó la cuadra y entró en el apéndice de la costurera. El niño se sentaba a su lado, en una banqueta, mirando distraídamente a la rueda. La mujer saludó al hermano y volvió a bajar los ojos, fijos en la costura. El niño miró también al tío y bajó la vista. La mujer terminó de coser el refuerzo de una camisa, se levantó, reunió todas las prendas y comenzó a colocarlas cuidadosamente en un saco.

-Dos mudas. No le he podido hacer más. Todo está tan caro. Y con el pasaje y demás me he quedado sin un céntimo.

La mujer miró al hermano con ojos suplicantes:

-Por Dios, Bernaldo, procura que no sea un perdido, como todo el mundo dice que eres tú. Procura que sea un hombre de bien, que no haga mal a nadie.

El indiano sonrió cínicamente:

-Y tú, ¿qué crees de mí? Tú no crees, desde luego, que yo sea una mala persona. En cuanto a que tu hijo no haga mal a nadie, yo tengo mis ideas. De aquí no mandan más que hombres buenos... y tontos. Les cortan las uñas y les arrancan los dientes; los castran y los amansan; y luego los mandan a que se defiendan entre los lobos. Por eso me quiero llevar yo a éste antes de que crezca. No te ocupes por él. Saldrá lo que salga. Yo me ocuparé de él.

La mujer terminó de colocar la ropa en el saquito. El tío se quedó de espaldas a ella mirando a la noche por la puerta abierta. El niño corrió a esconderse en el interior de la cuadra.

-Lo dejo ir porque no quiero que se aprovechen más de él, ni el viejo ni ella. Me han hecho todo el daño que han podido, y si no me han comido el alma fue porque me defendí. Ahora, cada uno a lo suyo. Que se queden con la casa y con lo demás; no quiero ni verles la cara.

El niño asomó de nuevo. La madre lo vio de reojo y continuó en voz alta. El indiano miraba a la noche, distraído.

  —116→  

-Le harían a él lo que me han hecho a mí. Hacerlo trabajar como una bestia y comerle todo lo suyo. Mira la edad que tiene, y ya lleva tres años trabajando, alindando las vacas. Por eso no querían dejarlo ir. Querían que yo trabajase para ellos, y cuando vieron que no, que yo aprendía a coser y me las valía por mi cuenta, me hicieron todo el daño posible. Por ellos pasó lo que pasó. Por ellos se fue el padre de mi hijo y me dejó abandonada y lo demás. Entonces no se cansaron de hablar mal de mí, como si yo no fuera su hija y su hermana.

El niño volvió a desaparecer, y el tío dio la vuelta, abstraído en algún pensamiento. La mujer quedó sola, rezongando, girando en torno a su máquina, las lágrimas resbalaron por sus grandes pómulos.

Uno a uno, los visitantes se fueron levantando de junto al fuego, y se despidieron del abuelo y de su hija. Luego buscaron al niño, pero éste se hallaba escondido en alguna parte. Por primera vez se mostraba tímido, y con un irresistible deseo de huir, de esconderse, y de evitar los flujos de sentimiento, verdadero o convencional. Cuando todos los vecinos se hubieron ido, quedaron solos, junto al fuego, los dos parientes primeros, el abuelo y su hija soltera. Los dos forasteros dormían uno contra el otro, sus ropas secas y encostradas pegadas al cuerpo. El abuelo permanecía con los ojos fijos en la brasa, inmóvil como un ídolo de palo, el cuchillo todavía a su lado. La hija soltera se sentó en una pequeña rodaja de tronco, literalmente con el nido de fuego entre las piernas, mirando distraídamente el hueco del horno, detrás de la piedra del hogar. Uno de los parientes dormidos -el joven- abrió disimuladamente un ojo y miró al sexo de la mujer, que exponía al calor. Alguien llamó a la puerta con fuertes golpes.

-Eh, de la casa. Que vaya pronto el Habanero. Lo están esperando en casa de Portovelho.

Tras esta voz se sintieron unos pasos largos sobre el camino encharcado. La tía se puso de pie y encendió el candil. A su luz, apareció la figura del Habanero, con su traje de pana largo, sus zapatos con suela de pradio y su gorra de picote, hecha en casa. En aquel traje de hombre parecía todavía más diminuto: como un muñeco aldeano, vestido para una fiesta. Sus grandes ojos tristes resaltaban, redondos, en una cara sin más relieve, colorada y huida como una manzana pequeña. El abuelo se puso en pie. El nieto se quedó junto a él, mirando a la tía, que se movía sin rumbo y sin propósito por la cocina, conteniendo las lágrimas. El nieto daba al abuelo por la cadera. El viejo lo miró fijamente, como si hasta entonces no se hubiera fijado en él.

-Pobre criatura. No alza más que medio palmo de la tierra. Y así te manda esa desalmada de mi hija a las Américas -dio una vuelta apretando los puños, y dijo para sí-: la codicia la come. Nació así y no tiene la culpa. Igual que su madre, igual que todos los hijos de su madre, en paz descanse.

La hija soltera se encontró de frente con él, y dijo:

  —117→  

-Calle, padre; calle ahora. Que el cativo nos va a coger odio, por ella. Va a creer lo que la madre le dice.

El niño estaba detrás de la tía, y esperó un rato, espiando desde la oscuridad. Corrió entonces adonde estaba la madre; ésta quiso abrazarlo, pero él tenía el pensamiento en otra cosa, y se esquivó. La madre lo miró sorprendida.

-¿Qué te pasa? Ah, tú también... También tú empiezas a... -se dejó caer en la cama, con las manos delante de la cara, llorando a gritos.

El niño corrió de nuevo a la cocina, y halló al abuelo y a la tía sentados al borde de la piedra del hogar. La tía trató de atraerse al niño, cogiéndolo por un brazo, pero él esquivó también su mano, y desapareció de nuevo. La tía murmuró.

-¿Usted ve, padre? ¿Usted ve cómo escapa? Eso es por lo que te dice su madre. Él cree que nosotros la hemos hecho mal, que somos malos para ella. Y como ella le trae garridos, el niño la quiere más que a nosotros.

El niño se había quedado espiando desde la oscuridad, y asomó su carita redonda y colorada. Allá en el fondo se oían los lamentos de la costurera. Encima continuaba sonando la lluvia. Alguien dio con las botas en el umbral.

-Eh, María, manda pronto a tu hijo, que lo están esperando -dijo un viejo, apareciendo en el marco de la puerta-. ¿Aún no ha venido su tío? Por ese gandul todavía van a perder el carro de Milhomes, y quién sabe si el barco. El carro de Milhomes sale al amanecer y no espera.

El viejo volvió a perderse a lo largo de la congostra. La madre oyó su voz, y comenzó a llamar por el hermano indiano. Éste reapareció por la puerta principal; Por la parte de afuera se sentía el resoplar de un caballo. El abuelo abrió los ojos hacia el hijo, con sorpresa y temor.

-¿Qué caballo es ése? ¿De dónde lo has sacado?

El hijo sonrió con ironía.

-Nada, viejo; no se ocupe. Es cosa mía. A usted le hará falta comprar otra yegua, y yo le voy a mandar con qué. Lleve usted al pequeño a Portovelho. Que vaya con los otros hasta las Pontes. Yo los encontraré allí.

El abuelo iba a replicar, pero el hijo había desaparecido. El abuelo se quedó un instante fijo, en medio del local; luego cogió al niño por la mano y dijo:

-Vamos.

Cruzó la cuadra, entró en la cabaña donde lloraba la costurera. Ésta se levantó, conteniendo el llanto, con una mirada de cólera hacia su padre por atreverse a pisar su cabaña, pero el viejo traía sus propios ojos encendidos, y ella se quedó inmovilizada.

-A ver el saco -ordenó el viejo-. Yo lo llevaré hasta Portovelho. Tu hermano irá después.

Todavía la mujer no supo qué actitud tomar. El viejo salió tras él, congostra abajo. A poco, el niño salió de entre las ramas y siguió al abuelo por el camino, bajo   —118→   la lluvia. Los dos siguieron andando, hasta ganar la falda de la loma, y comenzaron a subir, por el camino de pezuña. El abuelo se detuvo de pronto:

-El paraguas de tu tío. Se le ha quedado en casa. ¿Te atreves a volver por él?

El niño se quedó callado. El abuelo palpó en derredor, con su bastón.

-¿Estás ahí? ¿Por qué no contestas?

Sin contestar, el niño volvió sobre sus pasos. El abuelo se quedó clavado en el camino, a mitad de la cuesta, oteando sobre la hondonada, parche más negro en la noche de lluvia. Como un tronco viejo, el abuelo esperó sin moverse, clavado en la tierra, sintiendo correr el agua por encima de sus zuecos.

El niño se acercó furtivamente a la casa. Dentro se habían apagado todas las luces. Entró calladamente por la parte posterior, y al atravesar la cabaña, sintió a la madre sollozando en la oscuridad. Pasó de puntillas, casi rozando con ella, atravesó la cuadra y penetró en la cocina. Sobre la piedra del hogar roncaban los parientes, y detrás del banco, en la cama de paja, se sentía respirar a la tía. De vez en cuando, cesaba de respirar, y luego lo hacía en un largo suspiro. El niño se acercó a la vera de la cama, y se quedó escuchando. De ningún lado podía venir la claridad. No había brasa encendida, ni luna, ni estrellas en el cielo. Sin embargo, la tía se incorporó de pronto, de un salto, y emitió un grito. El niño se agachó, buscó el paraguas arrimado detrás de la puerta y salió a escape. Cruzó la cuadra, y, al pasar por la cabaña, tropezó con la madre. Ésta giró en redondo, con una exclamación. El niño continuó, a galope, a través de los pastos.

Abuelo y nieto siguieron juntos, bajo el paraguas del tío indiano, hasta la encrucijada donde, en la taberna, esperaba el grupo que se iba. Allí se separaron. Los que se iban siguieron camino arriba, cantando, bajo la lluvia, al amanecer. Detrás de ellos iba el nieto, como un niño perdido, con su saquito al hombro.

La luna nona y otros cuentos, Buenos Aires, Ediciones Nuevo Romance, 1942, pp. 191-209.





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ArribaAbajoAntonio Ortega Fernández


ArribaAbajoLa huida

Era una riada silenciosa de hombres derrotados. Salían de la noche. Caminaban hacia la noche. Olían a pólvora y a sudor. De vez en cuando un automóvil con los faros apagados, se abría camino trabajosamente entre las filas negras y silenciosas de los que huían. Sonaban lejos los trallazos de los fusiles entre cuyo griterío se abría, de pronto, la explosión de una bomba de mano como un bostezo. Los depósitos de petróleo continuaban ardiendo furiosamente y se oía el poderoso respirar de las llamas. Desde las casas, en un doloroso silencio, las mujeres los veían pasar. Zas, zas, zas... sonaban las duras botas sobre el asfalto. Lloraba un niño entre las sombras. Una mujer chilló un nombre de varón. Cada cuarto de hora los cañones de Torres vomitaban sus graves disparos. (¿A quién tiraban?) Los hombres huían. Brillaba, como entre gasas, una luna enorme y amarilla.

Los barquitos se alejaban de la costa en plena desbandada. Afuera les esperaba el Cervera y una serie de bous armados. Volvieron a tronar los cañones del quince y medio, de Torres. El hombre de la boina grande se volvió a su compañero, el hombre de la boina pequeñita, y le tendió una botella de coñac.

-¿Quieres?

-Bueno.

Hacía dos días que apenas se comía. Estaba lleno de polvo y olía, como todos ellos, a pólvora y sudor. Le dolía la axila derecha, que estaba morada de cardenales. ¡Quince días disparando el fusil! Era como un sueño terrible: una marcha sin descanso en la obscuridad. (Por el día escondido entre los maizales.) Pasando ríos con agua al cuello. (En el Sella mataron a Primitivo, desde la otra orilla.) Abriéndose camino a tiro limpio. (Una viejecita lloraba desconsoladamente en la cuneta de la carretera ante el cuerpo despatarrado de un hombre. Al verlos pasar, levantó los ojos del muerto. «¡Cobardes!... ¡Maricas!...» Uno de los hombres que huía preguntó: «¿Un nieto, abuela?» «¡Mi hijo! ¡Me lo mataron esos perros!» Calló la vieja mirando al muerto. Luego añadió: «¡Iros!, ¡os matarán a vosotros también! ¡Pobres! Al mío me lo cazaron desde aquel maizal». Esto no tenía ninguna importancia. Pero Quintín estaba seguro de no poder olvidarlo jamás.) Eran como fieras perseguidas. Los moros lo sabían y los dejaban pasar sin tratar de hacerles frente. Los requetés eran más brutos y más valientes y muchos de ellos pagaron con su vida esta incomprensión.

-¡Quema! -dijo Quintín, el hombre de la boina pequeñita, a su compañero al tiempo de devolverle la botella. El hombre de la boina grande, la cara larga y el cráneo chiquito preguntó:

-¿Tú eres asturiano?

-Sí, de Candás, ¿y tú?

-Guipuzcoano, de Pasajes.

  —120→  

-Mal os portasteis los vascos desde que cayó Vasconia -le dijo Quintín encolerizándose de pronto.

-Yo soy vasco y aquí estoy contigo -dijo llanamente el guipuzcoano.

Hablaban en voz baja mientras caminaban en las sombras. Zas, zas, zas, zas... hacían los duros zapatones.

-Si nos coge el Cervera estamos dados -dijo el de la boina pequeñita-. Pero si tenemos la suerte de tropezamos con un bou...

-¿Tú eres marino, pues?

-No; señorito tan sólo.

Y rió en silencio el hombre de la boinita. Pero el otro vio su gesto y sus dientes largos y amarillos, como los de los caballos de la plaza de toros, y creyó que se estaba burlando de él y aserió su rostro.

-Estudiante de Medicina -aclaró el asturiano dejando de sonreír para tranquilizar a su compañero-. Estudiaba cuarto año en Valladolid.

-Yo soy marino -confió el hombre de la cara larga-, piloto del Aratza Mendi. Estuve en Irún. No teníamos municiones. Los franceses nos veían pelear desde la otra orilla. ¡Qué íbamos a hacer! En Pasajes vivía mi madre. La llevé a Bilbao. Luego volví a Pasajes y quemé la casa, nuestra casa. Maté a las tres vacas que teníamos. Se les pone la pistola en la oreja... ¡Qué fácilmente mueren unos animales tan grandes! Me daban lástima sus ojos enormes, tristes y cariñosos; yo mismo las había ordeñado muchas veces. Pero no eran horas de sentimentalismos. Sin embargo me llevé el canario. Era una vida pequeñita... ¡Tenía un miedo a los bombardeos!... Luego lo solté, cuando cayó Archanda. Pero no le hice ningún favor; estaba acostumbrado a vivir entre rejas.

Divagaba. Tal vez él, también, tuviera miedo.

De unos herbazales, a la derecha de la carretera, venía un fuerte olor a pescado podrido. Los campesinos abonaban sus tierras con cabezas y tripas de bonito. En las sombras agitaban sus flacos y largos tallos los gamones. Soplaba un aromado vahaje del mar. A la izquierda, donde por la mañana había caído una incendiaria, humeaban todavía unas cádavas. Latía un terrible silencio debajo de las pisadas de los hombres que huían. Por encima de los hombres que huían brillaba una enorme luna amarilla, redonda e indiferente. Ahora tronó la batería del quince y medio de Torres. Zas, zas, zas, zas... España marchaba de España.

* * *

José García desembarcó en Ribadesella el 24 de agosto de 1937. Lo trajo un barco inglés de los que venían a llevarse heridos, mujeres y niños. («¿Para qué se llevarán a los seres inútiles?», había pensado José García entonces. «¡Que se lleven a los milicianos de 18 a 30 años!» Pero se llevaban a mujeres, niños y heridos.   —121→   «Sentimentalismos. Somos unos perfectos imbéciles. Sentimentales hasta las lágrimas. Crueles hasta la sangre derramada. Siempre sin medida: desproporcionados, excesivos y sin tener una exacta noción del tamaño de las cosas ni de la importancia de los acontecimientos.»)

José García venía de New York y traía consigo dos baúles y cuatro maletas. Hacía treinta y cinco años que se había marchado de España en busca de fortuna y retomaba ahora a su pueblo en la hora de la derrota y de la muerte. Venía a participar en la agonía de Asturias.

Desde que comenzó la guerra de España una extraña inquietud se había apoderado de José García. Él vivía retirado en una casita de Brooklyn, de su propiedad, gastando pacíficamente su vida y ordenando los intereses de un capitalito que había logrado amasar a lo largo de su existencia laboriosa. No había tenido tiempo de casarse o acaso estuvo esperando siempre por algo que nunca llegó. Cuando quiso darse cuenta ya había cumplido los 50 años de edad y era demasiado tarde para iniciar una vida distinta, aunque temprano para acabar con dignidad con la suya propia, la que hasta entonces había llevado. ¿Para qué complicarse la vida a estas alturas...? Por otra parte era casi seguro que él no pudiera amoldarse a la vida hogareña y convivir con una compañera... No le resultó difícil convencerse. Compró aquella casita en uno de los arrabales de Brooklyn y en el retalito de jardín que se extendía ante la puerta de entrada plantó y trató de aclimatar un manzano que creció siempre desmedrado y raquítico. Todos los inviernos hacía propósito de retornar al año siguiente a Asturias. Pero llegado el momento difería siempre su decisión. Nadie lo esperaba al otro lado del Atlántico. Los viejos se habían muerto hacía tiempo. Sus hermanos habían hecho sus vidas y vivían allá, hundidos en sus problemas -el servicio militar del último hijo, la cosecha de escanda, la vaca enferma. Por otra parte sus afectos, sus amigos, las mujeres que él había querido, su casa -su manzanito raquítico- estaban aquí en América. La tierra nativa tiraba de él con esas fuerzas oscuras del recuerdo sublimado por la espera. Pero estaba bien enraizado aquí. Era toda su vida, menos aquella parcela borrosa del recuerdo, la que había tenido lugar aquí. Cuando se inclinaba sobre su pasado, todo lo tangible, todo lo real, todo lo de carne y hueso de su existencia, estaba allí, a la vuelta de sí mismo, hablando en inglés. Allá, muy lejos, en la otra orilla de un enorme y frío océano, quedaba una porción de su vida de la que sólo recordaba esas cosas imprecisas de los sentidos, que son las que más difícilmente se olvidan: el olor a mar de las mañanas de niebla y viento, el aroma amarillo y dulce de las mimosas en flor, la vaharada de animal en celo de la tierra después de la lluvia... En sus pupilas habían quedado acuñadas -como viva medalla- aquellos desgarbados eucaliptos de junto a su casa, aquella playa solitaria sobre la cual volcaba su furia un mar siempre irritado, grisáceo e infinito; aquellas verdes colinas onduladas sobre las que encendían sus farolitos los castaños, debajo de los cuales crecían los helechos y las orquídeas... Como en los fonógrafos de las caracolas -con   —122→   su único disco donde bosteza el mar- así en sus oídos, cuando se hacía el silencio a su alrededor, cantaba siempre aquel paisaje húmedo y brumoso con un fondo de gaita, una gaita desafinada y gritona. Y por todo esto -por sólo esto- ¿iba a volver allá? («Suspirarás por la tierra -que es lo que menos se olvida...») ¡Si él no se acordaba de casi nada de su tierra...! Pero suspiraba por aquella tierra que no conseguía olvidar.

Un día no lo pensó más (allá en España ardía la guerra), vendió todas sus pertenencias y arregló todos sus papeles (morían niños y se derrumbaban las ciudades) y luego tomó un barco cualquiera que lo condujo a La Palisse (pensaba en las mimosas en flor y en los niños muertos). Desembarcó en Ribadesella el día 24 de agosto de 1937. Traía consigo dos baúles y cuatro maletas. Y un hermoso corazón en el pecho.

* * *

En un rincón del puerto, al pie mismo de la alta y abrupta campa de Torres, estaba el Císcar hundido. Hacía diecisiete días que los aviones fascistas lo estaban bombardeando y al fin acertaron con él. Un impacto directo. Se hundió como un vaporcito de hojalata. Se le distinguía, a través del agua, reposando en el fondo del muelle. Al borde mismo del mar, un marinero de la escuadra miraba al navío hundido y lloraba. No estaba borracho. Lloraba de verdad.

-¡Ay, Císcar..., Císcar... qué mala suerte has tenido! -gemía en voz baja el marinero.

Daba pena aquel dolor del hombre -tan pequeñito- por la máquina tan grande.

No había luz alguna. La luna tan sólo, allá en el cielo; grande, redonda y amarilla. Se hablaba en voz baja. La gente embarcaba silenciosamente en los barcos. Varios de ellos habían levado anclas y se les veía, sin luces, navegando a toda máquina, puerto afuera, sobre la calima que esmerilaba el horizonte. El Cervera pastoreaba una manada de bous auxiliares con nombres celestes que trataban de impedir la huida. El resplandor de un fogonazo iluminó las llambrias de Torres. En altamar, varios cruceros británicos y franceses, asistían, como espectadores imparciales, al espectáculo; indiferentes y helados, como la luna amarilla que iluminaba la escena.

-¿Quieres? -dijo Ibarlucea tendiendo la botella a su compañero.

-Bueno.

Bebió.

-Todavía quema -dijo limpiándose los morros.

Un regimiento de vascos salió del túnel dirigiéndose a un barco. Una mujer, al borde del agua, gritaba dirigiéndose a las sombras:

-¿Y vas a dejarme aquí sola con el neñu?

  —123→  

El buque desatrancaba lentamente. Un hombre saltó tratando de alcanzarlo. Cayó al agua. Nadó un rato, braceó un rato... Chilló. Luego desapareció en el mar.

-¡Nos han dejado solos! -suspiró el marino vasco.

-No recuerdo ahora quién dijo que en la desgracia estamos siempre solos -le respondió el estudiante de Medicina como hablando de otra cosa.

Los muelles estaban llenos de cráteres producidos por las bombas. Un hombre llegó con su automóvil hasta la orilla del malecón. Desembragó. Se apeó y empujó la máquina hasta que se precipitó en el mar. Pasaron varios heridos en unas camillas con sus caras verdosas -los ojos hundidos- que olían a yodoformo y a ropa mojada.

-¡Heridos!... ¡Paso a los heridos!... -susurraban los camilleros como si el enemigo pudiera oírles de hablar en voz alta.

Pasó un carabinero con un fusil al hombro y la maleta en la mano, como buscando algo. Era un hombre viejo, de largos bigotes y cara noble y triste de perro de caza. Decía tercamente, agachando la voz:

-¡Manolín!... ¡Manolín!...

Como buscando a alguien en la noche, a alguien que se hubiera extraviado irreparablemente y al que no había de encontrar nunca más.

Quintín se volvió a su compañero.

-Ya es hora de buscar barco, ¿no crees?

-Vamos allá, pues.

Caminaron a lo largo del dique sin encontrar ningún barco atracado. Ya todos habían levado anclas. Era la una de la noche. De la orilla se alejaba un bou calmosamente; las calderas aún no habían cogido presión. De pronto se oyó una voz fuerte y autoritaria que ordenaba airada:

-Hay aquí un herido, ¿oís? Un viejo. Un tiro en la barriga. Vino desde América a luchar con nosotros. ¡Atracad!

Nadie le respondió. El hombre de la voz airada corrió a lo largo del muelle barbotando blasfemias. De pronto se paró, clavándose sobre sus piernas abiertas. Se echó a la cadera la pistola ametralladora.

-¡Voy a disparar! -gritó-. A la una...

Silencio. Se oían unas voces lejanas. Más lejos -muy lejos aún- crepitaba la fusilería.

-...a las dos...

Se recortaba macizo, pesado -sobre sus pies-, siguiendo al barco que huía, con un torero movimiento de la cadera.

-...tres.

Tatatata, tatatata, habló en su morse convincente la ametralladora. El bou frenó su marcha. Luego dio máquina atrás.

-¡Animal, vas a matar a alguien! -gritó una voz desde el mar.

  —124→  

-¡Atracad! Hay un herido -dijo reposadamente el hombre de la pistola ametralladora.

Y a continuación soltó una sarta de blasfemias, encolerizándose de nuevo. El barco -cuarenta toneladas- se acercaba despacio al muelle, de través, como un caballo que no se deja montar. El hombre de la Pistola corrió adonde había dejado a su compañero herido.

-¡Ánimo, don José! Ya estamos más cerca de Nueva York.

Luego con una voz fastidiosa, normal, dijo a Quintín e Ibarlucea, que se acercabán:

-¡Eh, compañeros; echadme una mano!

* * *

José García desembarcó en Ribadesella el 24 de agosto de 1937. En el muelle le esperaba una sola persona a la cual el viajero reconoció nada más al verla.

-¡Eh, Quilo!

-¿Qué hay, tío?

Nada más.

* * *

José García comprendió de pronto que había llegado tarde a algo que no tenía remedio, y que le era imposible arrepentirse de su decisión. Pero, claro, todo eso no llegó a decírselo a sí mismo; le escocía ilocalizablemente en algún lugar de su cuerpo.

Se sentía como avergonzado de algo y lleno de pena. Estaba indignado y lleno de pena. Tenía la sensación de haber caído en una trampa y esto le irritaba y le llenaba de pena. Veía allá lejos a José García con sus dos baúles y sus cuatro maletas... Era eso lo que le daba pena, una pena asfixiante; como si él fuera otro y ese otro viera, allí a lo lejos, al pobrecito de José García con sus maletas y baúles. Se miró por dentro, lealmente. No, no estaba arrepentido de nada. Sólo lleno de pena. Todo el pasado se le coaguló de pronto en una pregunta imbécil que no llegó a hacerse. Ahora se sentía irresoluto, indeciso, tartamudo...; le costaba trabajo decidirse a la acción; como las aves migratorias, tardaba en abrir sus alas al vuelo. Pero una vez decidido sabía llevar sus proyectos hasta sus últimas consecuencias. Él sabía que no había de fallarse a si mismo en aquellas circunstancias. No, no estaba arrepentido de nada. Lleno de pena tan sólo.

Toda la mañana y la tarde las pasó arreglando diversos asuntos. Luego se fue al hotel. Desde la ventana de su cuarto divisaba el parque del pueblo: una plaza con un templete para la banda de música y unas cuantas acacias estratégicamente distribuidas sobre el asfalto.

  —125→  

Se puso a escribir una carta. Sí, a Stevens; a Jimmy Stevens, de Brooklyn, su amigo de toda su vida. Stevens: pelirrojo, huesudo, volteriano y un verdadero corazón de oro.

Dear Stevens...»)

Había comenzado a llover. Finas gotas tibias bajaban del cielo en sombras. Allá lejos se oía el poderoso resoplar del mar. De la ría venía un sucio olor a fango.

(«...he llegado por fin... Esto no tiene salvación. Están solos y nadie les hace caso. Pero no me arrepiento de haber venido. Aquí comencé y aquí voy a terminar. Me quedan unos días de vida maravillosos. Voy a arder en la alta hoguera de España. No podría hacer otra cosa aunque quisiera, que no quiero. Tú sabes que quemé mis naves. Todos los bienes que tenía ahí los mandé aquí para atizar esta fogata que ha de incendiar a todo el mundo. ¡Pero Stevens, si es que esta gente tiene razón! Y cuando se tiene razón nada vale, nada si no es esa razón. Cuando todo esto sea recuerdo, sólo tú te acordarás de mí. Sólo tú, y acaso Betsy: la loca y rubia Betsy... Pero me estoy poniendo insoportablemente sentimental. Jiminy, ¡tengo tantas cosas que decirte! Y tengo que decírtelas, viejo; porque mi sacrificio... -bueno, borra eso de sacrificio-, porque mi decisión tiene un motivo noble. Por ejemplo, no hace veinticuatro horas que llegué y ya presencié un bombardeo. Es el espectáculo más vil que puedes imaginarte. Bien, yo presencié un bombardeo y desde entonces creo que hay que exterminar a esas gentes, ¿comprendes? Tú sabes que yo era incapaz de matar una mosca. Hoy creo que hay que matar a esa gente que vuela en los aviones. Como sea, pero hay que acabar con ellos. Recurriendo a sus mismos procedimientos incluso...»)

En la noria del parque daban vueltas, tercamente, unos cuantos paraguas graves y luctuosos. Sonaban unas almadreñas sobre las baldosas de la acera. En la estación del ferrocarril pitaba una locomotora escandalosamente.

(«...es necesario que alguien sepa... Pero, ¡qué vanidad! Aquí todos creen que están haciendo algo ancho y alto. Pero no, no es eso. Temo otra cosa; temo a esas personas para las cuales el león siempre tiene razón. Yo sé que el que gana es el que escribe la historia. Y sería terrible que todo este dolor de España fuera luego a ser calibrado por los diplomáticos extranjeros y narrado por la Guardia Civil en un informe lleno de indiferencia y de gerundios. Stevens, ¡tengo tantas cosas que decirte...! Esta gente está llena de razón, pero les mandáis botes de leche condensada y vagas declaraciones de solidaridad. Ellos pagan las armas en oro y por adelantado. Pero vosotros les enviáis, gratis, vitaminas contra la pelagra y litros de vacuna antitífica. ¡Qué falsa filantropía! -si lo filantrópico, ahora, es mandar aviones y trilita. ¡Qué estúpida delicadeza de sentimientos humanitarios! -si lo humanitario en estos momentos es la dinamita y el ácido nicotínico. ¿Qué hacéis ahí, en los sindicatos, que no declaráis una huelga general para obligar a vuestro gobierno a que cumpla sus obligaciones internacionales? La hoguera de España, Stevens, ha de extenderse a todo el mundo. No hace falta mucha imaginación para anticiparlo. Hace falta tan sólo   —126→   no ser bobo ni terco ni sectario. Hace falta, sobre todo, no tener miedo. Stevens, yo quería decirte...»)

Cesó de pronto de llover y el viento roló al oeste. El oeste es un viento tenaz, monótono, grande y húmedo. Las montañas cambian a veces el rumbo del contralisio y en determinadas localidades este viento tibio y lleno de agua, que sopla del suroeste, parece venir de unos grados más arriba de la rosa, pero al catador de vientos esto no le engaña. Cada viento tiene su olor propio, inconfundible; su matiz, su humedad, su manera de ser. Saber esto podía ser muy importante.

Ahora navegaban gordas nubes bajas por el cielo oscuro. Pero al día siguiente se caería este viento, y a las diez en punto de la mañana, el noreste -el alisio fresco y seco, que limpia el cielo de nubes pintándolo de azul- volvería a soplar hasta que llegara la noche. Esto significaba que desde bien temprano vendrían los aviones enemigos. Saber esto tenía mucha importancia en aquellos momentos.

(«...sólo encontré a Quilo, Aquilino. Es el hijo segundo de mi hermano Fernando. Todos los demás de mi familia quedaron en campo faccioso. Quilo logró escapar a través de las montañas. Me dijo que le mataron a dos hermanos y que su padre está encarcelado. De los demás no sé nada. Quilo me escribió a Nueva York, como sabes. Cuando supo la fecha de mi llegada pidió permiso en su brigada y vino a recibirme. Lo reconocí al instante. No por las fotografías que tenía de él, pues eran todas de cuando pequeño. Le conocí por algo impreciso y familiar: los ojos secos y duros de Fernando y míos, la nariz de Elvira, su madre; esa manera decidida y torpe de andar de todos nosotros... '¡Quilo!', le grité. Era él. Es un excelente muchacho. Algo tímido, retraído y receloso. Tiene esa sensatez y esa gravedad que da el trato con la tierra; la convivencia con el árbol y la bestia bajo el sol y las estrellas, y esa serenidad -resignación ante lo que no puede evitarse- que se adquirere en la lucha con las fuerzas naturales, ciegas e indiferentes: el pedrusco, la sequía, la inundación. Un excelente muchacho que sabe por qué está peleando. Me emocioné como un chiquillo. Me miraban sus ojos secos y duros en el fondo de los cuales una lucecita cordial y comprensiva me dijo: 'Está usted muy bien, tío. Se parece usted mucho a mi padre'. Y luego, como si se le hubiera olvidado algo, añadió, en voz baja: 'Ha hecho usted muy bien en venir. Eso es lo que hacen los hombres. Estoy orgulloso de usted, tío'. Pero al instante sus ojos duros me hicieron comprender que estaba avergonzado -arrepentido- de lo que acababa de decir. Un buen muchacho...»)

Dieron las diez de la noche. El pueblecito en sombras se arrebujó ahora en el silencio. En el parque lucía un solitario farol que proyectaba unas sombras monstruosas en colaboración con el tinglado en donde tocaba la banda de música. Nadie en la calle. Se había caído el viento; en el cielo, entre las nubes que pasaban rápidamente, temblaban algunas estrellas.

(«...hasta febrero no florecerán las mímosas. Yo ya te he hablado muchas veces de las mimosas, Stevens. Yo recordaba aquel mar de mimosas con sus redondas florecillas   —127→   amarillas que olían dulce y tímidamente. Las veía desde las colinas del Infanzón... Todavía no habían florecido los manzanos. Las primeras rosas desnudaban sus apretados capullos. Hacía frío y el cielo estaba alto y azul... Pero hasta febrero no llegará nada de esto. Ahora es verano y las cosas no huelen. Yo había pensado en recordar todo el pasado asomado sobre las mimosas del Infanzón... El oído y el olfato son los sentidos que mejor recuerdan. Una canción, un perfume... y detrás de ellos el pasado vivo, intacto, como entonces... Ahora comprendo lo que ata el pasado lejano, lo que liga la tierra... Ver mis ojos en los ojos de Aquilino... Andar buscando por el mundo el olor de las mimosas. ¡Pero este dolor de ahora, este dolor de saber que todo esto está irremediablemente perdido!...»)

La calle se ha llenado de un rítmico rumor de pisadas que se acercan en la oscuridad. Es un batallón de soldados de ingenieros que se dirige al frente. Son hombres de edad madura: mineros de Samá y La Felguera, marinos de Gijón y Avilés, con sus picos y palas al hombro. Que se alejan en la oscuridad.

(«...Stevens, yo tengo muchas cosas que decirte.»

* * *

Si en aquel robledal estaba el enemigo, las tropas del capitán Cenero no podrían evacuar por la falda norte de la loma pues serían abatidos de flanco. Era necesario salvar lo que había en aquel bosquecillo. El sargento Ficiello se prestó a realizar la descubierta acompañado de otro hombre.

-Desígnalo tú -dijo el capitán Cenero.

Y Ficiello escogió a Aquilino para que te acompañara. Y con Aquilino vino don José, su tío, que se negó a separarse en todo momento de su sobrino.

Siguieron el flaco cauce de un arroyuelo. A la mitad del camino, entre los cimeros de la loma y el robledal, el riachuelo salía de entre los ablanos y cruzaba unos prados llenos de matas de juncos. Ficiello y sus compañeros tuvieron que dar un rodeo, como de media legua, hasta encontrar de nuevo una zona regularmente protegida por la vegetación. Para el éxito de su misión era preciso que no les vieran, pues entonces no era difícil averiguar sus intenciones. Luego, al retornar por la noche, sería cosa más fácil.

El sargento Ficiello conocía perfectamente el lugar. Llegaron felizmente al valle. Le sangraban las manos de abrirse paso entre las cotollas y las zarzamoras. Serían las once de la mañana. Se oía lejano el fragor de la artillería. Durante su viaje habían oído el crepitar de la fusilería a ratos. Sin duda había fracasado el asalto fascista y estaban hablando de nuevo a los defensores de la loma. Así era, porque poco después vieron pasar las «pavas» sobre ellos. Contaron dieciocho. No volaban muy altas.

Tuvieron que caminar por una calleja, durante un largo trecho, en contra de los   —128→   deseos de Ficiello. Pero por allí las sebes les protegían y valía más encontrarse inesperadamente con una patrulla fascista que exponerse a ser vistos por los vigías enemigos. Poco después se encontraron con un maizal cuyas hojas amarilleaban. Ficiello siguió la dirección del sol, tomando como punto de referencia a unos altos y desgarbados eucaliptos, y se metió con sus compañeros por entre los maíces. Todos padecían de sed pues no habían traído agua, contando con encontrarla por el camino. Alrededor de ellos se abría un raro silencio, roto por los estallidos de las cañas resecas ante sus pasos. Los maíces agitaban loca y calladamente sus sombreritos de pluma. Don José se retrasó y sus compañeros lo esperaron. «Por aquí, míster», dijo Ficiello respetuosamente.

El viejo estaba cansado. Abatieron unos maíces y se sentaron en el suelo. Callaron. Arriba brillaba el sol grave y ardiente. Soplaba una brisa fresca que ya comenzaba a oler a otoño. Don José dijo suavemente, con una especie de sonrisa en los labios, como recordando algo:

-Cuando yo era joven, al volver de las romerías nos metíamos entre los maizales con las mozas. Decía un refrán entonces: «Si les fueyes de maíz falasen cuantas que se casaron non se casasen...».

Y calló, siempre sonriendo. Luego escupió como si estuviera asomado sobre un río. La sonrisa fue apagándose dulcemente, poco a poco, en sus facciones. Aquilino encendió un cigarro.

-¡Apaga ese pito! No me gusta... -dijo el sargento Ficiello.

Aquilino escondió el cigarro. Se hizo más espeso el silencio. No silencio, ese rumor constante del mar que es como el silencio. Subía la marea de la brisa entre los maíces. De pronto el sargento Ficiello oyó un ruido extraño entre aquel silencio rumoroso.

-¡Callaros! ¡Apaga ese pito!

Montó la pistola ametralladora y aplicó el oído al suelo. Otra vez el silencio. Eran aprensiones suyas. No se veía más allá de dos metros a la redonda. Rápidamente Ficiello se solivió sobre los codos. Miraba como si estuviera a oscuras bajo sol: como si estuviera oyendo. Nuevamente volvieron a agitarse con violencia los tallos de los maíces. La brisa los estremecía más suavemente. Ahora sí que no le cabía ninguna duda: alguien se abría paso, cautelosamente, entre las plantas, Ficiello trató de localizar exactamente el sitio de donde venía el ruido. De pronto, a tres pasos de él, hacia la izquierda, se entreabrieron los maíces, como las persianas de una barbería, y ante Ficiello apareció un rostro lleno de asombro. Era un muchacho. Llevaba una boina roja caída sobre los ojos asustados. Sólo había asombro en su rostro lampiño. Trató de echarse el fusil a la cara. Pero don José se le adelantó. (El miedo se adelanta siempre.) Ficiello sintió el disparo en la oreja; se agachó rápidamente. Sólo había asombro en su rostro lampiño. Trató de echarse el fusil a la cara. Pero don José se le adelantó. (El miedo se adelanta siempre.) Ficiello sintió el disparo en la oreja; se agachó rápidamente. Sólo había asombro en la cara del otro, quemada por el sol. No tuvo tiempo de cambiar su gesto. El requeté cayó al sueldo blandamente, como si se posara. (Se le habían aflojado las charnelas   —129→   de las rodillas.) Al doblarse sobre sí mismo arrastró consigo unos maíces a los que trató de asirse. (Es fácil matar a un hombre.) Entre las cañas alguien echó a correr alocadamente.

-¡Quieto, bruto! -gritó Ficiello.

Pero fue tarde. Aquilino había prendido un cartucho de dinamita con el cigarrillo que tenía encendido y lo había arrojado allá lejos. Se tiraron al suelo. Un huracán pasó sobre sus cabezas. Volaban los tallos y las mazorcas de maíz por encima de ellos. Después volvió el silencio. La dinamita les escocía en los ojos y en la garganta. A una indicación de Ficiello volvieron a agazaparse contra el suelo. ¡Qué unidos se sentían los tres! Como si los tres estuvieran solos sobre el haz de la tierra. Don José estaba pálido y temblaba.

-¿Lo maté?

Él quería que no hubiera sucedido aquello.

-Él iba a matarnos a nosotros -dijo Ficiello con voz descolorida-. No se preocupe, don José. ¡Qué puede importarle un muerto más a España!... Sí; debe de estar muerto.

-¡Era un muchacho, Ficiello! Un muchacho como tú, como Aquilino... Pero tuve miedo y... disparé. Es malo el tener miedo. ¡Es tan fácil apretar el gatillo! Yo no sabía...

Estaba demasiado nervioso. Miraba a sus compañeros con los ojos inocentes y asustados en los que brillaba la angustia. Le temblaba un párpado vertiginosamente. Sus labios se le habían puesto morados. Aquilino tendió en silencio a su tío una cantimplora, llena de un desconocido líquido al que denominaban «saltaparapetos». Don José bebió un trago. Parte del líquido le corrió por la barba. Se respingó.

-¡Vámonos! -rogó pobremente.

Se arrastraron durante unos metros caminando a gatas. Luego se pusieron de pie y echaron a andar despacio, procurando mover lo menos posible las cañas entre las cuales avanzaban. El robledal que tenían que reconocer, según los cálculos de Ficiello, no estaba lejos.

Llevarían recorridos unos veinte metros del sitio donde calló el requeté, cuando don José tropezó en algo y se vino al suelo. Inmediatamente comenzó a tartamudear una ametralladora entre los maizales. Desde algún lugar de aquella masa verde que los cegaba, disparaban sobre ellos -sobre el ruido de ellos- segando los tallos de las cañas. Caían las inflorescencias de los maíces como gachas cazadas en pleno vuelo. Ficiello se echó al suelo, rápidamente, detrás de don José. Éste se había lastimado en la barbilla y estaba allí, apretado contra el suelo, sangrando, en silencio y alebrado. Un poco más lejos, Ficiello vio un brazo de Aquilino. Al principio no le llamó la atención aquel brazo; luego le extrañó la inmovilidad de la mano. Era una mano grande, cuadrada, velluda y... quieta. Eso, quieta; como agarrando algo, pero cerrándose sobre nada. Ficiello se arrastró hasta aquella mano. Seguía sonando de   —130→   vez en cuando la ametralladora disparando, disparando a ciegas. La mano estaba hincada en la tierra.

-¡Aquilino!... ¡Quilo!... -llamó suave, cariñosamente el sargento Ficiello (él tan rudo).

Nadie le respondió. Los dedos de aquella mano se cerraban sobre un puñado de tierra. Se llegó hasta él. Estaba caído de costado. Ficiello trató de levantarle la cabeza. Un líquido caliente, como una meada, mojó su mano. La bala le había entrado por detrás de la oreja. No debió de enterarse de que lo mataban. Volvió donde don José.

-¿Qué le pasa?

(Todo él temblaba y esperaba).

-No, nada... -dijo Ficiello tratando de sonreír, mientras limpiaba su mano en el bolsillo del pantalón-. Viene ahí detrás. Vámonos nosotros. Es necesario salir de esta cárcel verde cuanto antes. Antes de que tengan tiempo de cercar el maizal. ¡Aprisa, don José! Y procure meter el menor ruido posible. ¡Así, a gatas!

Más de dos horas pasaron perdidos en aquel lago de verdura. Hubo un momento en que Ficiello creyó haber llegado al límite de la desesperación y pensó en chillar con todas sus fuerzas para que la ametralladora acabara con ellos. Pero la ametralladora, ahora, estaba silenciosa. Era excesiva aquella tensión; demasiado intensa y demasiado larga. De pronto don José se paró en seco y sus narices ventearon el aire. Sus ojos se llenaron de alegría, como si hubiera olvidado por completo al requeté. Se acercó a Ficiello y le dijo al oído:

-¿No hueles?... Huele a madreselva. ¡Se acabó el maldito maizal!

Ficiello estaba tan nervioso que no comprendió esta lógica observación y miró a don José temiendo que éste se hubiera vuelto loco.

-¡Sí, bobo! -bisbiseó don José-. Las madreselvas crecen en las sebes, no entre los maíces. Eso prueba que estamos cerca de una caleya, de algún camino...

Ficiello siguió a su compañero. Poco después clareaban las cañas. A través de ellas se veía un camino. Salieron a él con toda clase de precauciones. Nadie. Sin duda la gente con quien se tirotearon no era mucha y realizaban, como ellos, una descubierta. Esto llenó a Ficiello de confianza respecto al éxito de su misión. A unos trescientos metros de donde se encontraban comenzaba el robledal que tenían que reconocer. Tardaron tres horas en recorrerlo. No, allí no había nadie. Comenzaba a atardecer. Iniciaron la vuelta. Ficiello evitó pasar por el maizal donde habían caído Aquilino y el requeté. Ante la muda interrogación de don José, dijo:

-Quilo debe haber dado la vuelta de acuerdo con las instrucciones que le di. Le dije que como no estuviéramos aquí para las cinco, volviera solo donde Cernero. ¡Ánimo, don José, que la vuelta es más fácil!

En los ojos de don José había lágrimas vivas.

Caminaron en silencio.

  —131→  

El 28 de marzo de 1938 Rodrigo Candamín llegó tarde a la oficina. Como siempre. Pero hoy tenía un motivo: estaba enfermo, muy enfermo. Le dolía mucho la cabeza y sentía una dolorosa opresión sobre el hígado. Tenía los ojos hinchados y la boca saburrosa. No se había afeitado y esto colaboraba en su incomodidad fisiológica.

Sobre su mesa de trabajo había un montón de cartas. En la pared, el inevitable retrato del Caudillo con su sonrisa giocondesca. Enfrente de él, la espalda y la nuca de Martínez, siempre inclinado sobre su tarea. He aquí en lo que había parado Rodrigo Candamín, camisa vieja; en lector de cartas; cartas que no le interesaban lo más mínimo y que no estaban dirigidas a él. («¡Pero qué pocas cosas interesantes tienen que decirse los hombres!») No, él no era un ser humano, era cualquier cosa menos un hombre. Era una máquina. Eso, una máquina. Pero no; mejor aún, un número. Exactamente, un número: el cuarenta y siete. Nada de Rodrigo Candamín y Nuño de Pefalta, sino el cuarenta y siete, el censor de correspondencia número cuarenta y siete. Un número que leía cartas y cartas y que tornaba notas en una libreta cuando encontraba algo sospechoso en sus lecturas, algo que pudiera atentar contra la seguridad del Estado. (Esto le concedía cierta importancia.) A esto se reducía su participación heroica en la edificación del Imperio. (Sentía hervir, dentro de sí, como una dedalada de risa.)

Caía un fino orbayo del cielo gris y bajo. Olía a ropa mojada y a viento de mar. Por debajo de estos olores corría, tímido y débil, otro olor. Un perfume suave, amarillo y triste. Pequeñito y tenso. Aquel aroma impreciso desasosegaba a Rodrigo Candamín.

El día anterior -27 de marzo de 1938- había sido la fiesta para la Falange local, y Rodrigo Candamín había celebrado con sus compañeros de centuria aquella gloriosa efemérides. La oportuna celebración de tal suceso limitose a la patriótica ingestión de mariscos y sidra, feliz acontecimiento terminado alegremente en un prostíbulo a base de cerveza y mujeres. Cerveza ligera y mujeres ligeras. (La Puri tenía unos pechos grandes y caídos, y un rostro colmado de facciones vulgares, hinchadas y estúpidas. Pero era simpática, graciosa y dinámica.) Bebieron. Hubo un momento en que todo se le olvidó. (Hasta el rostro amarillo, flaco y aristocrático de María Jesús.) Recordaba éste o aquel detalle como saliendo de la niebla. Luego, la niebla. Más tarde, al despertar: la pirosis, la cefalalgia, la incomodidad hepática y los ojos hinchados... Ahora, aquel montón de cartas. Era perfectamente desgraciado. Vivía en un mundo indiferente e injusto. Seiscientas pesetas de sueldo al mes. Al atardecer tenía que llevar a María Jesús al cine (María Jesús, catorce años de noviazgo; una señorita flaca, larga, aristocrática y peluda). Odiaba a María Jesús.

Comenzó su tedioso trabajo de todos los días. No podía remediarlo -en el fondo de él quedaba todavía un poco de dignidad-, le molestaba aquello de abrir cartas que no iban dirigidas a él. Por otra parte aquellas cartas decían siempre lo mismo: «Pelayo está ahora donde tu abuelo Máximo...» (¡Claro, el abuelo Máximo   —132→   estaba muerto! Era una torpe manera de burlar la censura para comunicar a alguien que -Pelayo- estaba muerto. Al principio esto le había indignado. Más tarde hasta dejaba pasar estas cartas.) «Pedro tendrá que estar en un sanatorio por mucho tiempo, según dicen los médicos. Acaso por toda la vida...» (¡Clarísimo!, cadena perpetua. Pero lo dejaba pasar. Él, también, era perfectamente desgraciado). Así durante horas y horas. (Odiaba a María Jesús -tan flaca, tan peluda, tan aristocrática- y te molestaba el hígado.) Perfectamente desgraciado.

Ahora pegó un salto en la silla. ¿Qué era esto? Miró la dirección del sobre: «Mr. James Stevens. -1556, 55 St, Brooklyn, N.Y., USA». ¡Era la carta de un auténtico rojo! ¡Y el muy... descarado ponía su dirección en el reverso del sobre! Tomó apresuradamente unas notas en su libreta. Volvió a leer la carta. Era una larga carta en la que un hombre contaba su vida a otro hombre que vivía al otro lado del mar. Una carta lisa, llena de humana emoción que no había sabido manifestarse. Detrás de aquellas líneas apretadas se traslucía un hondo dolor, un dolor infinito... Pero la carta era fría y, a veces, ampulosa, y apenas si llegaba a dejar entrever toda la pena con que se había escrito aquella carta, toda la emoción que había guiado aquella mano al escribir aquellas líneas.

Candamín miró la fecha de la carta. Los matasellos eran del 26, de agosto del año anterior; todavía no había sido liberada Asturias. La carta no había podido salir rumbo a su destino entonces y, después de siete meses de estar en cualquier sitio, había ido a parar como correspondencia no censurada a la mesa de Rodrigo Candamín. De Rodrigo Candamín, un hombre inútil y aburrido, señorito provinciano venido a menos, rencoroso y estólido, negador y fanático, que tenía una novia flaca, aristocrática y peluda que se llamaba María Jesús, una lesión en el hígado y seiscientas pesetas de sueldo. Es decir, el censor 47.

Llovía sin prisas. Caía una fina lluvia, como tamizada de las nubes bajas y grises. A través de la ventana entreabierta se colaba el viento que olía suavemente a flores. («Yo recordaba aquel mar de mimosas, con sus redondas florecillas amarillas, que olían dulce y tímidamente. Yo ya te he hablado muchas veces de las mimosas, Stevens. ¡Pues claro, olía a mimosas! En todo el valle de Cabueñes se habían encendido las mimosas.») A Candamín le agradaba aquel olor. Había algo cálido y fúnebre en aquel perfume, como había algo fúnebre y frío en el aroma metálico de los crisantemos otoñales. Fúnebre; eso era, fúnebre. A veces olía a sí mismo y... ¡olía a muerto! («Estás muerto, Rodrigo Candamín, es esta España que huele a muerto» ¿Por qué estaba siempre esperando la segunda vuelta?... No podía olvidar a aquellos dos hombres que había matado, en frío, en los primeros días de la revuelta. Junto a las tapias del cementerio. Uno de ellos gritaba desaforadamente y lloraba pidiendo que no lo matasen. Pero al que nunca olvidaría era al otro. El otro murió sin decir palabra. Sin decir palabra y con una sonrisa de infinito desprecio en los labios delgados y fruncidos. Con una extraña sonrisa en los ojillos burlones...)

  —133→  

Rodrigo Candamín se sentía perfectamente desgraciado. («Entonces era por los días, y estábamos todos tan excitados... Luego no lo hice más.») Abrió su libreta y tachó algo en ella. Por la ventana entreabierta se colaba el fino olor de la lluvia, perfumado por el aroma de las mimosas distantes («...con sus redondas flores amarillas...»). Suspiró. (La Puri era como de goma y por la boca le afloraba el esqueleto, aquella cosa fría y blanca del esqueleto que armaba aquella goma tibia de la carne que no era ni siquiera vicio: sino res, res de gancho de carnicería...) El hígado le pesaba blandamente, allá lejos. El recuerdo de María Jesús le recorrió la espalda; tendría que llevarla al cine, y aquella misma tarde en que se sentía tan desgraciado... Llenó su pecho de aire. («Sonreía allá en el suelo, despatarrado y ridículo...») Olía a mimosas. Rompió la carta en menudos pedacitos. Ahora se sentía menos desgraciado y hasta el hígado le pesaba menos.

Por eso Stevens -Jimmy Stevens, de Brooklyn- nunca supo de José García.

El Joven Sebastián -40 toneladas, 14 nudos, 85 pasajeros forzosos- desatracó lenta, trabajosamente del muelle. Al herido le recostaron sobre un rollo de cuerdas sobre el que tiraron una brazada de redes. Quintín se inclinó sobre el moribundo. Un tiro en la barriga. La herida apenas si era un ojalito cárdeno. Le alumbraba Ibarlucea con una linterna sorda. Lo habían vendado toscamente con un jirón de sábana. Casi no había sangrado. No tenía orificio de salida. La bala, sin duda, se le había incrustado en el hígado. Pero la hemorragia no debía ser muy grande por cuanto don José todavía estaba vivo. Quintín llevó aparte al sargento Ficiello.

-¿Cuándo lo hirieron? -preguntó.

-Ayer por la mañana, en Villaviciosa. Una bala perdida... Nos habíamos atracado de sidra, como cerdos... ¡Él, no; él es un santo! Desde que le mataron al sobrino y él mató al requeté no hacía otra cosa que llorar, cuando no le veíamos. Comenzamos a subir la Grandarrasa... Llevábamos cerca de un mes peleando sin descanso. El viejo no podía consigo. Me decía a cada instante: «Déjame, soy una carga para ti. Además yo no quiero marchar de esta tierra». Pero yo no podía dejarle allí. Es bueno y noble. ¿No sabe? Vendió todo lo que tenía allá, en América, para enviárselo al Gobierno, y vino a pelear con nosotros.

Silencio. Luego, de pronto, chilló:

-¡Todo esto es sucio e injusto!

Apretándose las manos una contra otra soltó una rotunda blasfemia.

Pasaron unos minutos. Siguió hablando:

-Lo cazaron estúpidamente. Salimos tarde del pueblo. Estábamos borrachos... ¡Qué quiere, aquello era para volverse loco! Lo estábamos. Él no se separó de mí. Desde que llegó con Aquilino a la compañía del capitán Cenero, intimó conmigo. Bueno, pues salimos de Grandarrasa. Era una mañana azul, tranquila... Se oía algún que otro disparo suelto y lejano. De pronto una bala... Yo no sé de dónde vino.   —134→   Silbó cerca. Don José se había puesto pálido y me miraba con ojos asustados. Se tocaba el pecho. De pronto descubrió que la herida era más abajo. Se miró horrorizado las manos de sangre. «Creo que me dieron», dijo pobremente. Se desabrochó el pantalón. Estaba asustado y trataba de sonreír. Lo tumbé en la cuneta de la carretera y examiné su herida. Era un agujero como un culo de pollo... Alguien que huía me dio este trozo de sábana. Le vendé como pude. «¿Podrá caminar, don José», le pregunté. «Creo que sí, viejo», me dijo. «¿Le duele?» «Creo que sí, también, muchacho», me respondió tratando de sonreír.

Esto fue a las siete de la mañana de hoy... digo de ayer... Anduvimos como unos tres kilómetros. Pero él apenas si podía caminar a pesar de que yo le ayudaba sujetándolo por debajo de las axilas. Iba poniéndose cenizo. «¿Duele, don José?» «Es tolerable, muchacho», me dijo. Y se desmayó. Yo no podía abandonar a aquel hombre en aquellas circunstancias. Una hora después logré acomodarle en un carro de refugiados; una carreta llena de sartenes, colchones, manzanas, atados de ropa y niños asustados. Al pie del carro, una mujeruca flaca y aterrada arreaba el caballín del Sueve que tiraba del armatoste. Detrás, iba atada una vaca sumisa y melancólica. ¿A dónde iría aquella mujeruca con todo aquel impedimento? Ni ella misma lo sabía. Huía tan sólo. Unas catorce horas después llegamos a Gijón.

-¿Le hizo alguna cura?

-No, no tuve tiempo. Nadie se la hubiera podido hacer tampoco. Como le dije, a eso de las diez de la noche llegamos a Gijón. Llegando ya a la ciudad, el caballín del Sueve se echó en el suelo y se negó a continuar tirando el carro. Allí dejé a la mujer con todos sus trastos. Tardé tres horas en llegar de Gijón a aquí. Tuve que traerlo cargado casi todo el tiempo. A ratos perdía el conocimiento...

Callaron. El Joven Sebastián había salido a alta mar. Brillaba en el cielo una luna redonda y amarilla. Los buques que huían navegaban sin luces. Allá lejos ardían los tanques de petróleo furiosamente.

-¡Eh tú; vira! -gritaron al que iba en el puente-. Vas a pasar por ojo a una motora.

Una lanchita salió arreando de entre las sombras y se perdió rápidamente entre la calima. Se apagaban y se encendían los reflectores del Cervera en la lejanía. El sargento Ficiello se volvió hacia su compañero y le preguntó con voz que quería ser indiferente:

-Sanará, ¿no?

-Está agonizando -respondió Quintín-. La bala debe de haberle producido una hemorragia interna no muy grande, pero... Le quedan unas horas de vida. Tengo aquí algo de morfina y la jeringa de inyecciones. Cuando menos no sufrirá.

Los ojos de Ficiello estaban arrasados de lágrimas.

-Coño, yo no lloré en toda la guerra y ahora... ¡Me...!

Y blasfemó suciamente.

  —135→  

Se acercaron adonde estaba el herido.

-Duerme -dijo en voz baja un miliciano que estaba asomado sobre la agonía de don José.

Quintín comprobó que dormía y aprovechó la oportunidad para ponerle una inyección de morfina.

Un coronel de intendencia que iba en el bou había reunido a su alrededor a unos veinte o treinta hombres y, tratando de organizar la defensa del barquito, les hablaba:

-Podemos ser atacados por el Cervera y entonces todo estará perdido. Pero el Cervera no podrá detener a todos los barcos que están saliendo de El Musel. Es probable que nos aborde algún bou; pero en ese caso, si tenemos serenidad y decisión, podremos defendernos perfectamente. En cubierta debe haber la menor cantidad posible de hombres a cargo de las ametralladoras y escondidos entre las redes y las cuerdas. Los demás estarán preparados a salir a cubierta tan pronto toque la sirena del barco. Es preciso que los buques enemigos no utilicen el cañoncito que montan a proa. Si nos mandan detenernos obedeceremos hasta que nos aborden. En ese momento vale más utilizar las bombas de mano y la dinamita. ¿Habéis comprendido?

El coronel de Intendencia -pelo cano, ojos duros, abultado abdomen- subía al puente donde ya se encontraba Ibarlucea. De las máquinas se hizo cargo un teniente de Milicias que había sido fogonero en los Altos Hornos de la Fábrica de Mieres. A don José lo subieron a la cabina del patrón, donde había dos literas. En la de arriba iba otro herido. En la de abajo colocaron a don José.

Ibarlucea puso proa a occidente.

-¿Va usted a meternos en boca del lobo? -preguntó el coronel alarmado.

-Al contrario. Todos tratarán de salvarse poniendo rumbo a Francia directamente. Por ahí, a la fuerza, tiene que haber más vigilancia. Vamos a hacer que vamos en dirección contraria. Por lo demás no tenga usted miedo que me equivoque: de aquí a Gran Sol conozco todas las playas del Atlántico, pues navegué en una pareja antes de hacer cabotaje.

El bou, las luces apagadas, navegaba calmosamente, con una desesperante lentitud, mientras trataba de levantar presión en sus calderas. A unos ochenta metros de distancia les cruzó otro barquito de pesca que venía desalado. Alguien les advirtió con megáfono desde la oscuridad.

-¡Barcos enemigos por poniente! ¡Cuidado, compañeros: vais de hocico contra ellos!

Allá a lo lejos los reflectores del Cervera palpaban las sombras. Cuando descubría un fugitivo lo paralizaba con sus antenas de luz. Inmediatamente, despachaba para allá a un bou a hacerse cargo de la presa.

Ibarlucea cambió el rumbo del navío. Estaba a la altura de Perlora y puso proa al noroeste. De pronto, en las sombras, se espesó otra sombra larga y alta. ¿Un barco   —136→   de guerra?... Por el tamaño, un crucero. Esperaron el ataque. De pronto encendió todas las luces. Parecía un trasatlántico. No disparé. Probablemente era un crucero inglés. El Joven Sebastián, que iba enfilado hacia él, dio una brusca virada. Cuantas veces trató el bou de poner rumbo a oeste, el barco enemigo se le puso en su camino. Unas horas después, inesperadamente, dio vuelta y desapareció a toda velocidad entre las sombras lechosas de la amanecida.

Navegaron durante todo el día hacia el norte. Luego Ibarlucea puso proa al este. El barco remoloneaba. Encontraron varias parejas de pesca que huían de ellos en cuanto los divisaban. Trataron de parar a varios de aquellos barquitos franceses para que les vendieran algo de pescado y agua, pues no llevaban víveres y los tanques estaban menos que mediados. Pero no se dejaban dar alcance.

En la angosta cabina del patrón, José García agonizaba.

Murió al anochecer del segundo día de viaje. Una hora antes de acabar pareció recobrar el conocimiento y cogió una mano de Ficiello entre las suyas.

-Eres un buen chico -le dijo. (En sus ojos brillaba una sonrisa húmeda). Pero ahora tiene que terminar tu buena obra. Quiero que me echéis al mar, ¿me entiendes?, envuelto en la bandera del barco.

Y ante un gesto de Ficiello interrumpió:

-Yo soy un hombre, no un niño. Esto se acabó; lo sé. Agradezco esa mentira piadosa que ibas a decirme, pero no la necesito.

Luego volvió a perder el conocimiento. Durante un rato pronunció palabras inglesas, soñando. Se despertó sobresaltado a la media hora escasa.

-¿Qué hora es?... No llegaremos nunca... ¡Nunca! Este mar tan grande... ¡Es terrible! Echadme al mar...

Resoplaba tenuemente, apagándose.

-¡Quilo! -dijo en voz baja, como suspirando.

Horas después lo sacaron a cubierta. Conforme a sus deseos lo envolvieron en la sucia y rota bandera del barco. Le amarraron dos trípodes de ametralladora a las piernas. Lo volcaron al mar.

Al atardecer de la tercera singladura, entraba el barco en la rada de Douarnenez. Alegres campanas cantaban en las blancas iglesias de las lomas. Eran ochenta y cuatro hombres que huían.

Lunes de Revolución, La Habana (6 de abril de 1959), pp. 19-21.