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ArribaAbajoTestimonio


ArribaAbajoPedro Antón García


ArribaAbajoCárcel de Segovia y Torrecaballeros

El viajero que partiendo de tierra de Aragón o de Soria coge la línea de Ariza a Valladolid, y desde la ciudad del Pisuerga se encamina a la arcaica y levítica capital de Segovia, lo primero que le sorprende de una manera inesperada es el macizo enorme del Guadarrama cubierto con una espesa capa de nieve todavía en el mes de mayo. «Por los santos las nieve en los altos», dice un refrán segoviano y allí están todavía aquellas crestas y estribaciones de los Siete Picos y la Mujer Muerta, para demostrar que a primeros de mayo es tan verdad el proverbio como a primeros de noviembre.

Otra de las curiosidades arqueológicas de la ciudad es la mole de su acueducto romano. Ahí está atravesando el Azoguejo, donde bulle y se agita el comercio y la vida de Segovia, tendido a horcajadas entre la Academia de Artillería y la plazuela de Colmenares, desde los tiempos remotos de Augusto o de Trajano, con sus arcos intactos y sus graníticos pilares, a manera de esfinge gigantesca que contempla imperturbable a sus pies, como las aguas de un río, el fluir de las generaciones.

En la parte opuesta y en escollera eminente, cabe la corriente del Eresma, cuyas aguas lamen las rocas de sus firmes cimientos, se yergue altivo el Alcázar con sus almenas y muros ciclópeos a la manera del señor feudal que mira orgulloso desde lo alto de su castillo la extensión de su señorío y la muchedumbre de sus vasallos.

Y en el centro, visible desde varias leguas a la redonda y marcando con su esbelto cimborrio el carácter de una ciudad teocrática, se levanta el grandioso templo que por su estilo gótico florido armonizado con la inspiración del Renacimiento le ha merecido el nombre de «dama de las catedrales».

Segovia, en efecto, es una ciudad donde hay por lo menos veinte conventos y no tendrá arriba de 20000 habitantes. Aquí vine yo a parar después de tanto correr por islas y península el 5 de mayo de 1937.

Me hospedé en una fonda junto a la estación, en casa de Fausta Lobo, conocida vulgarmente por el remoquete de Las Revivas. Llené la hoja que debía presentarse inmediatamente en la Comisaría de Vigilancia, ajeno e ignorando por completo el febril ardor inquisitorial con que cumplían su misión aquellos sabuesos.

En efecto, no tardó en presentarse uno, que ya le había mareado a preguntas a la fondista acerca de mis cualidades, y me intimó la orden que traía de proceder a un registro minucioso. Era la segunda vez que tenía que abrir mis maletas a la investigación de la autoridad.

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La primera me aconteció en un lugar de la provincia de Guadalajara, Villel de Mesa, insignificante y escondido, el 15 de marzo de ese mismo año. Era la fecha de los estrepitosos avances italianos y tal vez me creyeron aquellos ignorantes vecinos un espía de los rojos. Lo cierto es que el alcalde reunió su concejo en el Ayuntamiento; que allí tuve que presentar mi documentación, que fue leída y remirada por esos concejales pueblerinos, y no contentos con eso, se encaminaron a la casa en que me hospedaba y ante sus ojos llenos de curiosidad abrí la maleta y el maletín de viaje, quedando ellos algo desconcertados, cuando en vez de alguna bomba de mano que acaso esperaban descubrir, se encontraron con escritos, libros y papeles en lengua extranjera para ellos incomprensible. Se deshicieron luego en excusas que yo decliné alabando su celo en el cumplimiento del deber y me ausenté aquel mismo día.

Aquella investigación fue superficial y sin consecuencias. Ésta otra ya no fue así. Carta por carta, papel por papel y libro por libro se estuvo registrando el policía hasta no quedar rincón ni doblez que no escudriñase con un afán de encontrar algo, que a mí me daba mala espina, sobre todo por las preguntas con que pretendía informarse acerca de mi actividad literaña y del contenido de las obras que yo había publicado. El registro duraría dos horas poco menos.

El sueño aquella noche ya no fue tan tranquilo y reparador. Mis paseos a la Fuencisla y al pinar estaban ensombrecidos con tristes presentimientos. Si se le ocurría al comisario telegrafiar a Monforte, estaba perdido. Bien veía yo el peligro. Sobre todo que cuando volvía a acostarme, casi no había día que no hubiera ido a preguntar por mí la policía, no sé para qué. En mi certero presentimiento, fuime un día a la estación y cogí billete para Valladolid, pero en el andén me obligaron los falangistas a volver atrás por no llevar pase. Intenté coger el auto de línea en el Azoguejo, pero tropecé con la misma dificultad. El pase era imprescindible. Estaba copado.

Aún fui llamado otro día a la comisaría, donde hube de contestar a un interrogatorio sobre mi vida, familia, carrera, etc., que se hizo prolongado hasta el exceso a partir del 18 de julio. Una hora me tendrían declarando y anotando ellos fecha por fecha, sitios y personas con quienes me había rozado. Uno de ellos me cogió la cartera y como en ella viese una tarjeta de una pensión de Lisboa, me dijo con cierto retintín:

-Ah, ¿con que ha estado usted también en Portugal?

Confieso que esa noche dormí menos tranquilo aún, por más que algunas personas trataban de sosegarme diciendo que «eran cosas de la policía de Segovia», que a todos más o menos importunaba de igual manera.

Era el 14 de mayo. Apenas acababa de meterme en la cama, oigo llamar a la puerta de mi habitación.

-¿Quién va? -pregunto.

-Un caballero que quiere hablarle -responde aduladora la voz de la dueña.

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-¿Quién es, qué desea? Dígale que estoy acostado.

Entonces la voz recia de un hombre malhumorado hirió mis oídos como si fuera un tiro de pistola.

-La policía; levántese inmediatamente y véngase conmigo.

No había remedio sino resignarse. A prisa y corriendo me vestí otra vez con el disgusto que es de suponer, pero dispuesto a morir, si llegaba el caso, con la actitud digna de los hombres libres.

Me meten en un coche y me llevan a la Comisaría. Otro policía que allí estaba sentado, como pasara el tiempo y yo le preguntase que «a qué había venido», con una glacial despreocupación, entre una bocanada y otra de humo de su cigarro, me dice fríamente:

-Está usted detenido.

-¿Me puede usted decir el porqué?

-La orden viene de Monforte -contesta.

Entonces me dirijo hacia el comisario que tenía un telegrama encima de la mesa, lo coge y lee:

-Pedro Antón García ha hecho propaganda socialista por pueblos de la provincia de Orense. Amplío datos.

Como yo quisiera hacer alguna objeción, me ataja el comisario y me dice entre despótico y despectivo:

-La policía no se equivoca y no tengo que darle a usted explicaciones.

De este comisario sólo recuerdo que se llamaba Romualdo y que fue trasladado en octubre de aquel año a Vitoria.

Acto seguido ingresé en uno de los calabozos del Gobierno. Estancia hórrida, estrecha y lóbrega, subterránea, sin luz y casi sin aire, donde se han cometido los primeros meses crueldades horribles. Yo no estuve sino una hora y de noche y no pude ver por mis ojos las manchas de sangre y cabellos en el suelo, en las paredes y hasta en el techo, como después supe por mis compañeros de prisión, que al principio las veían como testimonios espeluznantes de las palizas sufridas.

En esos calabozos se daban purgas de aceite pesado, gasolina y ricino, y los guardias de seguridad con vergajos azotaban a los pobres obreros una y varias veces hasta hacerles saltar la sangre, salpicando el suelo y las paredes y hasta ponerles el cuerpo amoratado y negro como el carbón.

De entre todos los compañeros de la prisión de Segovia cogidos al principio es muy raro el que se ha escapado sin una soberana paliza. Algunos los llevaban en estado lamentable y casi agónico al hospital, donde les volvían a la vida a fuerza de inyecciones.

Entre éstos son de mencionar Basilio López, alias Pinarillo, Santiago Hernán e Isidoro José, a quienes costó mucho tiempo poder curar de las heridas. Merece también citarse el maestro Antonio Serrano, a quien no sólo le apalearon hasta ennegrecerle   —140→   el cuerpo, sino que le retorcieron los testículos con salvaje ferocidad. A algunos de los azotados, cuando los ingresaban en la cárcel, al quitarles la camisa se les arrancaba con ella la piel envuelta en cuajarones de sangre. A otros les instaban a que dieran vivas a Franco y que gritasen «Arriba España», y como no lo hiciesen, llovían sobre ellos bofetadas, palos y golpes.

Las palizas cesaron el 21 de octubre en la capital. En La Granja todavía se administraban en noviembre y a mujeres en el cuartel de Falange, desde donde las llevaban heridas y maltrechas a la cárcel. A una de setenta años de La Granja, llamada María Pérez, la arrastraron y la llevaron así un gran trecho.

Hice mi ingreso en la Cárcel Nueva de Segovia el 15 de mayo a las doce y media de la noche. Allí me esperaba un cautiverio de seis meses y una semana. Sin él hubiera ignorado muchas cosas que es conveniente saber para apreciar en su valor tanto el heroico comportamiento de las víctimas inmoladas, como la barbarie inaudita desencadenada desde las mismas alturas del poder faccioso.

Allí había hombres de carrera como don José Antón Oneca, magistrado del tribunal Supremo, a quien dieron a beber el ricino mezclado con gasolina; don Fernando la Calle, jefe de un departamento de Hacienda, a quien igualmente purgaron y que enfermó y murió de resultas de los malos tratos recibidos. Había abogados como Juan Velasco, inspectores del trabajo como Benildo García, funcionarios de obras públicas, como José Ródenas, de correos como Juan Sánchez, secretarios de Ayuntamiento como Luis López, todos estos canjeados, amén de maestros, médicos, alcaldes, etc., aunque la masa principal la componían obreros y gente del campo.

Una cárcel donde no había más que 17 celdas, estábamos en ella unos 300 hombres. Todo estaba convertido en dormitorios: la escuela, el botiquín, y hasta en los pasillos se tendían malamente las sacas o colchones para pasar la noche.

Yo conversaba con unos y con otros, animando a éstos, consolando a aquéllos, y de todos aprendiendo algo. Lo primero que eché de ver era la cantidad de presos de los pueblos, en número muy superior a los de la capital. Por cada uno de Segovia, había diez o más de los distintos lugares de la provincia. El mayor contingente lo daba el pueblo de La Granja.

Otra de las cosas que más me sorprendieron fue cómo una ciudad como Segovia, que desde un principio se entregó en brazos de los militares sin disparar un solo tiro, cómo se castigó tan duramente y tan sin piedad a los elementos de izquierdas.

Era gobernador el malogrado Adolfo Chacón de la Mata, quien los primeros días llamó a los coroneles, los cuales le prometieron que Segovia permanecería fiel al Gobierno. Fiado en su palabra, en la seguridad del falso secretario José Moreno y en la blandura condescendiente del comisario, el 20 de julio quedó tomada sin esfuerzo la plaza de Segovia por los facciosos. El único sitio donde hubo un asomo de resistencia fue en La Granja y en Bernardos.

En aquella cortaron unos árboles del pinar y los echaron en la carretera para   —141→   interceptar el paso de los coches, y en éste, el 18 de julio, mientras varios elementos de izquierda, autorizados por el alcalde, hacían la guardia para garantir el orden, otros, con la oposición terminante de la Gestora del Ayuntamiento, fueron a la estación e hicieron pequeños desperfectos en la vía.

Caro pagaron ambos pueblos ese conato de resistencia. En La Granja se fusilaron 110, y se condenó a muchos otros a penas de 12, 20 y 30 años, y en Bernardos se condenó a muerte y fusiló a 19 y se condenaron a 35 a reclusión de 20 y 30 años.

En el Consejo de guerra celebrado por los sucesos de este pueblo, para que se vea la arbitrariedad con que procedían estos tribunales, que disfrazaban con la máscara de la ley lo que eran inicuos asesinatos, voy a mencionar el caso notable de Isidro Sánchez.

Este sujeto, cuatro o cinco días antes del 18 de julio (por tanto, antes de los sucesos), se marchó a un pueblo que distaba de Bernardos más de 40 kilómetros por carretera, que es la única comunicación. Allí estuvo empleado en la faena de la siega a las órdenes de un propietario. Isidro Sánchez no estaba en el pueblo el día de los sucesos, como quedó atestiguado en el propio sumario, según los testimonios del alcalde, del cura y hasta del propietario mismo a cuyas órdenes estuvo segando, el cual atestiguaba que para nada se había ausentado del pueblo hasta el 27 de julio, en que fue allí detenido por la Guardia Civil.

Pues bien: a pesar de ello, fue encausado en el proceso y se le fusiló porque -se decía- «que, aunque no había estado allí, había instigado a la gente antes de ausentarse». A los siete que componían la Gestora los fusilaron también, a pesar de que, de una manera fehaciente y con irrebatibles testimonios, se opusieron a que fueran a producir desperfectos en la estación. Es de notar que éstos fueron tan insignificantes que en ningún momento se paralizó el tráfico.

En La Granja fusilaron al médico Trillo y al administrador del Patrimonio de la República, Cordero. El caso de éste es otra prueba de la arbitrariedad y el apasionamiento con que procedían los tribunales militares.

Como según las leyes no apareciese contra él acusación de gravedad, le fue retirada la pena de muerte en el Consejo de guerra. Pues bien, se impusieron unos cuantos caciques de derechas, se revisó la causa y se arrancó la sentencia de pena de muerte, que fue ejecutada poco después.

No hubo manera de evitar ese atropello y monstruosidad jurídica. Más aún: dos amigos suyos venidos de Madrid para verle, fueron también ejecutados, y la madre de éstos condenada a reclusión perpetua.

Quiero llamar la atención del lector acerca de estos y otros crímenes cometidos en la España franquista, que todos se han llevado a cabo con el beneplácito y aprobación de las autoridades. Es más: ellas mismas desde el primer momento los han amparado, sugerido e inspirado como en las sacas o fusilamientos de prisioneros, martirios y apaleamientos por ellas realizados.

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En la España mal llamada nacional ni era posible, debido al terror impuesto desde el principio, el que las turbas se desmandasen asaltando cárceles o domicilios y cometiendo impunemente toda clase de tropelías. Esto, que hubiera sido una excusa o atenuante de los crímenes cometidos, no pueden alegar en su descargo las autoridades franquistas. Cogidos desde el primer momento todos los resortes del poder, cuanto sucedía en la España de Franco era controlado con rigurosa y férrea disciplina por las respectivas autoridades.

He ahí un aspecto que conviene tener muy en cuenta para apreciar la fisonomía moral de la España nacionalista. ¿Qué garantías puede tener un ciudadano dentro de un Estado donde se condenan y castigan con la máxima severidad ideas y actuaciones políticas anteriores al 18 de julio? ¿Qué derecho, qué ley se puede invocar en esos tribunales arbitrarios que con cinismo irritante juzgan y sentencian y condenan a muerte por rebeldía, por auxilio a la rebelión, por traidores a la patria, a hombres que no se han levantado en armas, que no se han movido y que no han desacatado con actos contrarios el poder que ellos detentan y facciosamente han usurpado?

Las leyes, sobre todo las penales, no tienen efecto retroactivo. Pues entonces, ¿en virtud de qué ley se condena a esos hombres? La rebeldía y el desacato al poder ¿dónde está si antes del 18 de julio no existía y esos procesados, después de esa fecha, no hicieron acto alguno de insubordinación? Sin embargo, los consejos de guerra condenaron en Segovia y fusilaron a más de 200, y con penas de 20 y 30 años hay más de 1000. El funcionamiento de estos consejos se efectuó desde el primer día de una manera implacable y con una arbitrariedad rayana en la demencia.

Tal es el caso de Pedro Berzal, anciano de 63 años de Villanueva de Iscar, condenado a 30 años por decir que en Madrid había muchos rusos; el de Mariano Romero, de Segovia, penado con 25 años por decir que eran rojos unos aviones que pasaban por encima de la capital; el de unos muchachos que trabajaban en una fábrica de cerámica, a 20 y 14 años, por haber aparecido en una teja una inscripción que decía «U. H. P.». Hasta hubo a quien condenaron a muerte por decir que la «pelota estaba en el tejado».

A Patrocinio Merino y a otros cuatro se les condenó a la última pena y se les fusiló en Segovia porque se decía de ellos que habían dicho a unos soldados que depusieran las armas. Si se le encontraba a alguien en su domicilio un arma, aunque fuera inservible o aunque no tuviera municiones, el Consejo de guerra lo condenaba a muerte y, desde luego, era ejecutada la sentencia.

Es algo que asusta y estremece la barbarie inaudita que se esconde bajo esas apariencias legales. Para que se vea esto en toda su magnitud voy a relatar un caso típico extractando del sumario los mismos términos en que fue redactada la sentencia.

Al iniciarse el movimiento, Edmundo Díez de Fuente, del Olmo de Fuentidueño, tuvo que ausentarse de su pueblo porque los falangistas le buscaban para   —143→   matarle. Anduvo errante bastante tiempo, hasta que lejos de su país lo detuvieron. En la cárcel vieja de Segovia estuvo mucho tiempo como gubernativo, hasta que sus paisanos se enteraron que se hallaba en dicha cárcel en el mes de julio del 37. Como en esa fecha no había ya «sacas» en Segovia, no pudiendo saciar su venganza de una manera tan expedita, lo denunciaron. La denuncia motivó un Consejo de guerra, que dictó sentencia de muerte concebida en estos términos:

«Resultando que el acusado en ciertas ocasiones impuso, por mediación de los Jurados mixtos, a los patronos de su pueblo a que pagaran jornales abusivos; resultando que en otra ocasión insultó a unas señoras que salían de la iglesia; resultando que cuando se inició el glorioso movimiento de alzamiento nacional se ausentó de su pueblo; resultando que estando en la cárcel manifestó, cuando la toma de Málaga, que eso no tenía importancia, que Málaga la habían tomado, pero que Bilbao no la tomarían y que Largo Caballero era el hombre que había de salvar a España. Hechos probados.

Considerando que todo implica por parte del acusado una identificación con los elementos que se rebelaron en armas contra el poder legítimo encarnado en el generalísimo Franco, lo que supone una adhesión a la rebelión; fallamos que debemos condenar y condenamos al acusado Edmundo Díez a la pena de muerte.»

Otro aspecto que presentan los crímenes o ejecuciones llevados a cabo en la España franquista es que casi siempre los cometían personas de viso, de orden, por decirlo así, de cierto relieve social, y si muchos de ellos no eran los autores materiales del atropello, siempre aplaudían en silencio y aun a veces descaradamente cuanto los otros ejecutaban, complaciéndose visiblemente en el mal del prójimo con un regodeo sádico e insano.

Es decir, que esas personas, devotas inclusive, asistían con feroz regocijo a las ejecuciones de los infelices como a un espectáculo de honesto placer y el gesto siempre digno de lástima y de respeto del moribundo era para ellos y para ellas motivo de frívolo esparcimiento, a la manera que el populacho romano asistía en el Coliseo a las luchas de los gladiadores o al sacrificio de los cristianos. Creemos ciertamente que los que hoy se llaman católicos en España hay que medirlos por el mismo rasero que a aquellos degenerados que pululaban por la fangosa Suburra.

Otro síntoma de la inaudita corrupción y podredumbre moral es la manera arbitraria como se practicó la justicia en las sacas de presos en las cárceles, porque estos asesinatos en masa se han hecho sin forma alguna de proceso y exclusivamente con presos gubernativos.

Es decir, que estos individuos, inmunes de todo delito político o social y común, fueron encarcelados por su modo de pensar distinto, por simples sospechas y en muchos casos ni siquiera por sospechas, sino por venganzas personales de gentes que aprovecharon la ocasión para satisfacer impunemente sus malas pasiones o desahogar antiguas rencillas con quienes nunca se atrevieron a hacerlo cara a cara,   —144→   contentándose las mismas autoridades venales, para consolar a las familias de detenidos, con decirles que «estaban presos por un mal querer».

Ahora bien: estas personas eran las que sacaban de las cárceles con la orden dada de los gobernadores a los jefes de las Prisiones. ¡Ah, si se corriera un poco el velo y descubriésemos a todos esos directores de prisiones, cuya punible debilidad vileza de ánimo e infame cobardía dejó abrir las puertas de las cárceles siempre y cuando unos señoritos vestidos con camisa azul reclamaban la entrega de determinados presos! La depuración del personal de prisiones es una obra de justicia social que la República debería acometer inaplazablemente.

En La Granja habilitaron para cárcel las caballerizas del palacio. Allí amontonaron, de muchas partes de la provincia, innumerables detenidos a las órdenes y bajo la vigilancia de César Bernal, que, para darse tono, se hacía retratar delante de los presos puestos en formación, con el uniforme de Falange y con un cuchillo a la cintura.

Era terrible la aparición de los falangistas a altas horas de la noche. Una de éstas vinieron beodos y sedientos de sangre con ánimos de vengar la calumniosa mutilación que los rojos habían hecho con el doctor Gómez Ulla.

-Por cada mano diez presos lo han de pagar -decían en el paroxismo de su ira.

-A ver, que se levanten todos ahora mismo.

Y el oficial César los mandaba formar, así como estaban, en ropas menores, mientras el falangista furibundo, con mirada centelleante y voz aguardentosa, los iba enumerando. Todo el que hizo el número diez lo sacaron aquella noche para fusilar, por la falsedad de que los rojos habían cortado las manos al doctor Gómez Ulla.

Para que se aprecie el insano furor homicida de estos esbirros, citaré el caso de un falangista de Vigo, que llegó a La Granja en los primeros días y que era uno de los jefes de los almacenes Simeón, el cual se jactaba de haber matado él solo en un día a 34, y decía que él no andaba con estupideces de respetar a mujeres y niños; que los había formado en un grupo a todos, incluso a niños y mujeres, y que después «ras, ras», se los había «cargado», y añadía con espantosa fruición, relamiéndose los labios:

-Daba gusto verlos caer.

Antonio Alonso, electricista de Madrid, llegó por primera vez a La Granja el 18 de julio, con la idea de estar allí dos días con su novia, con quien se iba a casar en breve. Por haberse cortado las comunicaciones, no pudo marcharse. Como no tenía por qué temer, no se fugó a campo traviesa. Cuando llegaron las fuerzas del regimiento de Transmisiones a La Granja, procedentes de El Pardo, creyendo que se trataba de fuerzas gubernamentales, dio un viva a Azaña. Un brigada de la Guardia Civil le disparó varios tiros y, por esconderse detrás de un camión, no le alcanzaron las balas. Aquel mismo día le llevaron a la Academia de Segovia, donde le dieron tan   —145→   formidable paliza, que estuvo sin poder moverse varios días. El coronel de la Academia un día le dijo que podía marcharse. Como él le replicase que tenía miedo de que, al llegar a La Granja, lo volviesen a detener, le dio un salvoconducto para que lo presentase al teniente de La Granja, como así lo hizo. Entonces éste le dijo que estuviera tranquilo, que nadie se metería con él, que él respondía.

El confiado se alojó en la fonda donde paraba y cayó enfermo de resultas de la paliza. Estando en la cama, se lo llevaron a Caballerizas y a los once días, una noche, lo sacaron y lo mataron.

A veces, en estas sacas se daban casos enteramente novelescos. Uno de éstos, compañero mío de prisión en Segovia, pasó de la manera siguiente.

Junto con otros, fue conducido a las tapias y recibió la descarga como los demás. Al pasar el requeté dándoles el tiro de gracia, a éste lo dejó por creerlo, sin duda, muerto. Cuando se alejaron los asesinos, este obrero de La Granja, Agustín Puente, que se había desangrado por haberle pasado la bala por el cuello y salido por la mejilla derecha, pudo recoger fuerzas y arrastrarse hasta su casa, donde le curó su mujer. Después fue encarcelado en Segovia y más tarde puesto en libertad.

Las tenebrosas sacas empezaron en la capital el 15 de agosto y se continuaron hasta octubre. La causa que motivó la primera fue haber caído una bomba en el Azoguejo y dado muerte a un capitán de la Guardia Civil. Es de notar que venían falangistas de Valladolid, exacerbados por la muerte de su jefe Onésimo Redondo y éstos fueron los que acicatearon a los de Segovia.

La primera noche mataron a 40 de las dos cárceles, la nueva y la vieja. Cayeron como valientes, despidiéndose afectuosamente de sus compañeros y entonando vivas a la República y a la libertad.

La complicidad de los directores de prisión, Antonio Gálvez, en la nueva, y Salustiano Martínez, en la vieja, era culpablemente manifiesta. Pues si hubieran hecho lo que en su honor hay que decir de Primitivo Gallego Delgado, director del Hospital-Asilo, muchas muertes se hubieran evitado en Segovia. No es que yo esté conforme con la actuación de ese director, pero al menos su conciencia, justamente sobresaltada, le dio la energía suficiente para oponerse a que los falangistas entraran a saco, como pretendieron hacerlo, en el Asilo. Estos casos eran rarísimos, y la excepción confirma la regla.

No hay que decir que los mejores elementos republicanos y de la Casa del Pueblo eran los que perecían en estas nocturnas y clandestinas ejecuciones. Imposible enumerarlos a todos. Vaya un recuerdo, tributo de admiración y justo homenaje a algunos de aquellos invictos héroes: el chófer Ramiro, los maestros Julio Fuster y Pedro Natalías, Eliodoro Hernández, secretario de Carbonero, y el médico de Espirdo.

La fiera cuanta más sangre ve, más se ceba, y eso acontecía a los chacales y hienas de la Falange y requetés. Cuando aún no estaban repuestos del pánico producido   —146→   por estos fusilamientos, el 29 de agosto se repiten sacando otros 30, entre ellos al compañero Ángel Gracia. El ritmo después se hacía más acelerado, acortándose el tiempo entre una saca y otra.

La siguiente se efectuó el 4 de septiembre, en la que murió Juan Marco Elorriaga, delegado del Trabajo, cinco milicianos de Madrid y una mujer. El primero, que quería disponer de sus bienes, ni siquiera le dejaron hacer testamento.

Hay que consignar que las partidas de falangistas y de requetés, entre ellas la célebre «banda negra», se dedicaban por los pueblos de la provincia al pillaje, violación y asesinato. Uno de los que formaban parte de dicha banda es el falangista Diego Mora, de Jaén, detenido en la cárcel de Segovia por varias estafas, tipo cínico y grosero, de instintos perversos y criminales, osado, ladrón y cobarde, cuya repugnante y odiosa compañía hemos padecido todos los presos de las cárceles de Segovia.

Esa banda negra cometía algunas de las fechorías que voy a reseñar. En Navas de la Asunción fueron a buscar a su casa, para matarlo, a Agripino Martín. Temiéndolo, él se fugó momentos antes por la puerta trasera. Hicieron un registro en la casa, no habiendo en ella más que su mujer y el único hijo que tenía de doce años. ¿Qué hicieron aquellos forajidos?

-Bueno -dijeron- ya que no podemos matar al padre, mataremos al hijo.

Y allí mismo, delante de su madre, sacrificaron a la inocente criatura.

Al secretario de Casla y a un hermano los mataron por el mero hecho de ser parientes del candidato a diputado Martín de Antonio. En Montuenga, como quisieran apoderarse del maestro Mariano Herranz y éste se defendiese, lo mataron a machetazos, y al de Fuentepelayo, Jesús Gil Martín, lo asesinaron los falangistas dirigidos por el hijo del secretario de Cantalejo.

A varios de Turégano, entre ellos el caminero de la carretera, los colgaron del cuello del tal manera que tenían que permanecer de puntillas, pues si descansaban sobre el suelo las plantas y los talones, el nudo corredizo se apretaba y entonces se verían estrangulados.

Es digno de mencionar el caso de un joven leñador, conocido por El Pira, un infeliz que se pasaba toda la vida en el monte trabajando para poder atender a la manutención de su mujer y de sus dos hijos. No sabía nada de política, ni siquiera se daba cuenta de lo que pasaba en aquellos instantes, pues manifestaba la mayor sorpresa ante los sucesos que ocurrían. Nunca se le vio ni en tabernas ni en reuniones. Apenas si se trataba con nadie. Un día llegó a una casa donde servía leña, diciendo:

-Me han dicho que esta noche me van a matar.

-A ti, ¿por qué? -le dijeron sus clientes y se echaron a reír.

-No sé -respondió-, pero me lo han dicho.

Cuál no sería el estupor que se produjo en aquella casa cuando, al día siguiente, se supo que El Pira había sido asesinado y con él un hermano de catorce años, el   —147→   cual rogaba y suplicaba a los verdugos que mataran a él tan sólo, que respetasen a su hermano, que era un padre de familia y que siempre había sido muy bueno.

A estas súplicas de un inocente, capaces de ablandar las piedras, ved lo que respondieron:

-Para que no os peleéis, os mataremos a los dos.

Y le descerrajaron un tiro, estando así, suplicando de rodillas.

Con este feroz ensañamiento, increíble aun entre salvajes, hacían sus razzias los requetés en Sepúlveda y en Riaza. En Nava Fría mataron a 6; en Coca, 11; en Navas de la Asunción, 9; en el Espinar, 120; y en Cuéllar, 15. En este último pueblo, uno de los más podridos de Segovia, cogieron a 200 mujeres cuyos maridos o familiares estaban en la cárcel, las raparon al cero la cabeza y las paseaban por las principales calles, para befa y ludibrio del vecindario.

En la capital también se hacían esos escarnios con las mujeres, a tal punto que se reunieron en consulta los prohombres de derechas, entre ellos el marqués de Lozoya y Antonio Sanz, presidente de la Diputación, los cuales censuraron tales vejaciones; pero se opuso tenazmente el obispo Platero y la burla se prosiguió.

Aún he visto yo sacar a fusilar de la cárcel, y a otros, después de tenerlos más de un año como gubernativos, por denuncias posteriores, someterlos a proceso, pedirles el fiscal la pena de muerte y, pasados algunos meses, cuando menos se lo esperaban, sacarlos de madrugada para el cementerio.

Qué triste era ver a esos pobres arrastrando como invisible cadena esa sentencia inexorable, verlos enflaquecer sin poder conciliar un sueño tranquilo.

He aquí otro de los aspectos que revelan la crueldad fría que impera en los que gobiernan la España franquista. ¿Por qué tener sufriendo a los penados a muerte meses y meses? Casi nunca se ha ejecutado ninguna antes de los tres meses de firmada la sentencia. En muchos casos han transcurrido 6, 8, 10 y hasta 14 meses, como ha sucedido en Ávila.

La última ejecución, que yo recuerdo haber visto en la cárcel nueva de Segovia, recayó en un maestro del Espinar, Hermenegildo Domínguez. Los dos hermanos de éste, el uno de Nieva, Mariano, el otro de La Granja, Aniano, habían sido ya fusilados mucho antes. Se trataba de un chico joven, de buenas prendas y que había logrado el número uno en los cursillos. El pueblo de Espinar, otro de los burgos podridos de Segovia, se echó encima acumulando cargos sobre él que le tachaban de comunista. Sus padres, viejecitos, acuden al general Varela y le imploran de rodillas les conserve ese hijo que les queda, ya que los otros dos se los habían matado.

Por cumplir, les da una vaga promesa el general; pero, al cabo de unos meses, el 28 de noviembre del 37, por la mañana, lo sacaron, le tuvieron en capilla en el Asilo y luego lo fusilaron.

Como la mayoría de los presos eran obreros, hacíasele de mal a las autoridades tener que alimentarlos así, sin sacar provecho de ellos. Por eso se organizaron enseguida   —148→   obras de carácter público en las que se empleaban a guisa de esclavos los pobres presos. Al principio se los alistaba en las brigadas del trabajo a los que libremente querían ganar algunas pesetas para ayudar a sus pobres familias; pero después se fue haciendo obligatorio y sin más remuneración, en la mayoría de los casos, que una cajetilla a la semana, y aun ésta se les regateaba.

Esa explotación de los obreros para ahorrarse unos jornales el Ayuntamiento o el contratista de obras es de lo más inicuo que yo he visto en las cárceles de Segovia. Hay dos nombres que para estos obreros serán de triste recordación: el del contratista Pulido y el del administrador de la cárcel, José González.

Este mal asturiano, antes de Izquierda Republicana y después falangista, es el que, junto con el director, Antonio Gálvez, son reos de las muertes de tantos indefensos obreros. Este falangista de última hora, hipócrita redomado, es el que, por congraciarse con los que mandaban en Segovia, les ofrecía gratuitamente los obreros, como si él fuera dueño de su trabajo, tratándolos exactamente como miserables esclavos. Y luego venía los domingos el padre José, religioso del Corazón de María, para explicarles que la Iglesia había abolido la esclavitud y que había mejorado la clase trabajadora y que no se dejasen engañar por las ideas marxistas.

Esto de salir al trabajo se llevaba con tanto rigor que siempre se estaban ideando obras para tener a los presos ocupados. Hasta el mes de noviembre nos fuimos librando de esa esclavitud los que por nuestra profesión o carrera éramos considerados intelectuales.

Pero sucedió un hecho en Segovia (y creo que también en otras provincias) que nos condenó a todos sin excepción a trabajos forzados. Se creó la Delegación de Orden Público; de la que empezaron a depender los detenidos en las cárceles. Por desgracia tocole a Segovia de delegado un capitán de la Guardia Civil, Antonio de Reparaz, tipo de una inmoralidad, despotismo y crueldad como quizá no se ha presentado otro en Segovia. En particular tenía ojeriza a los intelectuales, a los que de ningún modo pondría en libertad.

Por entonces se estaba construyendo una carretera a costa de los presos, desde Torrecaballeros hasta una posición al pie de la sierra, cerca del campamento de las tropas leales. Como la obra urgía, era menester acabarla antes que vinieran las lluvias y las nieves.

Fue con tal ocasión que vino la orden terminante del delegado de movilizar a todos los gubernativos, incluso los intelectuales. Quedaban excluidos tan sólo los que pasaran de los setenta años.

El 24 de noviembre, con media hora de preparación, se nos comunica la orden de partir. Se nos dio el tiempo preciso para arreglar los colchones y equipaje, y a la puerta estaban ya esperando dos camiones que nos debían transportar unos kilómetros arriba de Segovia, al pueblo de Torrecaballeros. «Por los santos, la nieve en los altos -dice el refrán segoviano- y por San Andrés en los pies». Esto quería decir   —149→   que nos llevaban a esos trabajos rudos de pico y pala en la peor estación del año que se avecinaba.

Allí nos encaminamos médicos como Pedro Gaona, abogados como Pedro García, delegados del Trabajo como Desiderio Estepa, magistrados, secretarios de Ayuntamiento, profesores y algunos obreros que, por débiles y enfermizos, no habían sido aún movilizados. ¿Dónde creerá el lector que nos alojaron? Mentira parece que los que mandan en esa zona provean tan mal y tan sin tino tratándose de personas que les habían de rendir un trabajo útil. ¡Cuál no sería nuestra sorpresa, cuando vemos una mísera choza o barraca de tablas tan delgadas como un centímetro de espesor, larga de menos de diez metros y ancha de unos cuatro, cubierta por encima de unas planchas finísimas de zinc con un entarimado en el suelo, suficiente para que no se mojasen los colchones al extenderlos por la noche!

Ésa había de ser la morada de los improvisados trabajadores que en número de unos treinta nos aposentamos en ella. Gracias al buen espíritu y humor que siempre teníamos, sobrellevábamos estas penalidades con creciente optimismo. De noche, sobre todo, había que hacer miles de combinaciones para poder dormir cada cual sobre su saco o colchón dejando al vecino espacio suficiente para que hiciera lo mismo. Como estábamos a mucha altura y zumbaba el viento, se colaba por los resquicios y hendiduras de las paredes de madera un frío tan sutil que sólo los que tenían buenas mantas podían defenderse. Por eso cada día se multiplicaban los catarros y enfermedades que no permitían a muchos salir al trabajo.

Sin embargo, la orden era rigurosa y, sin autorizarlo el médico, nadie podía permanecer en la cama. Nos levantaban antes de la salida del sol y, después de un ligerísimo desayuno que decían que era café con leche, montábamos en un camión que nos trasladaba al tajo, distante unos tres kilómetros del pueblo.

Allí empezaba la faena intensa, sin interrupción, unos cargando carretillas, otros desmenuzando piedra, éstos acarreando espuertas de arena y aquellos derribando una pared y volcando la piedra en carros tirados por bueyes.

El capataz iba y venía a todos lados y no nos daba punto de reposo. El único momento de descanso era el de la comida, a la una de la tarde, terminada la cual había que reanudar la tarea hasta la noche, en que venía el camión a trasladarnos al chamizo a cenar un mal rancho y a dormir. El jornal asignado era de un real diario más una ligerísima mejora del rancho si se le compara con el que nos daban en la cárcel.

El trabajo era verdaderamente intensivo. A los pocos días nos hacían levantar una hora antes y había que trabajar bajo la continua vigilancia de los soldados y oficiales, que no permitían un minuto de respiro.

Había uno en particular, jovencito, de unos 18 años, que no hacía sino pasearse a caballo arriba y abajo de la carretera en construcción y, en cuanto veía a alguno parado, le amonestaba severamente. No me olvidaré nunca del siguiente caso.

  —150→  

Uno de mis compañeros, el veterinario de Fuentepelayo, Juan Sánchez, se estaba hacía rato con las manos en los bolsillos. En esto vemos que viene al galope ese sargento imberbe, se para ante él y le dice:

-¿Qué hace usted con las manos en los bolsillos todo este tiempo? Si le vuelvo a ver otra vez así, va usted con la carretilla a la cuneta.

¿Qué significaba esta amenaza? Ese joven bisoño hacía pocos días había disparado el arma y la bala fue a herir mortalmente a uno de los infelices obreros, que a las pocas horas murió en el Hospital de Segovia. Así teníamos que trabajar amedrentados bajo las petulantes amenazas de capataces analfabetos y militares sin entrañas.

Es de advertir que, como la carretera corría prisa de terminarse, no descansábamos ni los domingos. Es decir, que la misa que nos obligaban a oír en la cárcel con las exhortaciones del padre José, una vez que fuimos a Torrecaballeros, ya no sólo estábamos dispensados de guardar las fiestas, pero ni siquiera teníamos necesidad de oír misa. Aquel celo devorador de la casa de Dios se había extinguido de repente como por ensalmo con los fríos y nieves de la sierra.

Yo tuve la inmensa suerte de enfermar, pues, debido al amontonamiento en que yacíamos, contraje una infección cutánea por la que tuvieron que llevarme al hospital enseguida.

Poco tiempo después, con las incesantes lluvias, y más que nada con las nevadas intensas y crecidas, aquel mísero tugurio de madera se hundió, quedando por completo inutilizable para dar albergue a nadie, si no era para calentarse al fuego de las tablas, que se aprovecharon al efecto en aquellas noches húmedas, largas y frías al pie de Somosierra.

La barbarie franquista (Memorias de un preso), La Habana, Imprenta Berea, 1940, pp. 163-185.





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ArribaAbajoJosé Cid Rodríguez


ArribaAbajoLa postguerra

«Pero hay algo en mi conciencia que me avisa de nuevos peligros, de interminables horas de sufrimiento que el reloj no ha marcado todavía y que adivino incubándose como larvas en la oscuridad de la noche fascista que acaba de descender sobre mi patria. Y ahora, mi querida y lejana amiga, disponte a acompañarme en el largo viaje de que te hablé: a penetrar conmigo en la etapa que acaba de empezar para la España traicionada y vencida cuyos mejores hijos, de no sobrevenir algún milagro, habrán de alimentarse hasta la cuarta generación con la corteza de los árboles

Es el fragmento de una carta que no llegué a escribir. Y una visión profética del futuro inmediato que me esperaba. A partir de ese instante, los acontecimientos se precipitan sobre mí con tal violencia, que sólo gracias a mi juventud y a mi fe, evito que me aplasten. Es cierto que dependió de mí cambiar el curso de las cosas, al menos en lo que se refería a mi propio destino. Pero el precio de este privilegio me pareció tan alto que no quise pagarlo. La respuesta a esta negativa no se hizo esperar. Primero fue el registro y la quema de libros. Luego, el despertar a media noche, con la brocha y el cubo de cal, para limpiar los muros de consignas republicanas. A continuación la cárcel, el destierro, el campo de concentración. De todas estas experiencias, la más dura fue la prisión. Comencé a sufrirla a los veinte años, y a ella debo, en mayor grado que a la guerra, la percepción de un mundo de violencia y miserias que, aunque tan viejo como la historia misma del hombre, yo había ignorado siempre, o, a lo sumo, entrevisto de manera vaga e impersonal, como una simple referencia literaria ajena por completo a mi propio mundo. Fue una revelación brutal que sacudió mi espíritu hasta la raíz y arrasó definitivamente con los últimos vestigios de felicidad salvados de la guerra. Si hay en el fondo de mi literatura un poso amargo, una sombra de escepticismo, una mueca de humor negro, se deben a este choque.

-Entonces... ¿niegas que durante todo ese tiempo tuviste una pistola?

-Lo niego.

Era la escena clásica, sin otra variante que el cuarto personaje. La recuerdo muy bien, a pesar de los años.

Al fondo, ellos tres: Villena y los dos agentes. El primero, sentado frente a mí, con los brazos desnudos apoyados sobre la reluciente superficie de la mesa, sin otros objetos que el cenicero de cristal lleno de colillas, inexpediente abierto por el acta de la declaración, y la pistola al alcance de su mano.

Los agentes, de pie, a ambos lados del jefe: rígidos, atentos, vigilándome. A la derecha, el falangista; a la izquierda, el requeté. Uniformados. Con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, armados con las temibles porras. Las piernas abiertas. El rostro impasible. Dos estatuas.

  —152→  

Recuerdo bien ese momento.

Era la escena clásica.

Navarro me había hablado de ella con terror, lo mismo que Prado, Soler, Villamil, y tantos otros. Pero en ese momento decisivo me acordé solamente de Navarro. Su testimonio era el más válido. El más fuerte. No en vano se apoyaba en sus costillas rotas, en su recia voz de marinero reducida a un sonido apagado y sibilante, y en el final que todos conocíamos: la despedida a media noche.

Para ti, el cinturón: sé que te gusta. La petaca, para Garcés, pero no lo despierten ahora. Tú, muchacho, quédate con la comida; no hay mucho, pero te vendrá bien: estás muy flaco. Mi manta para ti, que eres el más friolento... (Y así, cosa a cosa, hasta el más miserable de sus objetos personales. Había querido darle sus botas, nuevecitas, a Durán, que llevaba dos años en alpargatas y tenía los pies reventados de sabañones. Pero el cabo de escolta se había opuesto), los paseos en círculo en el siniestro «segundo patio», durante todo el día siguiente; y, por último, también a media noche, la arrancada del camión, cargado hasta los topes, rumbo a la madrugada fría y sin regreso del Arsenal. Nuestra nave se enteró de esta «saca» por el grito salvaje de Vivanco, que despertó a todo el mundo y nos hizo mantenernos un largo rato incorporados sobre los petates, esperando algo más:

«¡Viva la República!»

Las dos estatuas se animaron. Su estatura, disminuida por la penumbra del fondo, cobró, de repente, proporciones desmesuradas. Luego razoné que no había sido la penumbra, sino el miedo, el autor del súbito agigantamiento de los dos sicarios. Mi propio miedo.

Se detuvieron a dos pasos de mí, franqueándome. Observé que sus brazos armados pendían aún, flácidos, descansando sobre sus piernas.

-¿Quieres decir que no vas a firmar?

Es la voz del jefe.

«No puedo firmar una mentira», contestó mi cerebro maquinalmente, a través de la bruma que empezaba a invadirlo. Pero mis labios continuaban cerrados, apretados convulsivamente para que ellos no descubrieran su temblor.

Fue entonces cuando recordé las palabras de Navarro, aconsejándome, enseguida que supo que el camión de Villena iba a venir a recogernos para llevarnos al Castillo de Mestre.

-Hazme caso, muchacho. Firma lo que ellos quieran.

Lo miré con asombro.

-¿Y si me acusan de algo falso; algo grave que yo no hice?

Me puso trabajosamente una mano sobre el hombro, haciendo una mueca de dolor.

-Firma lo que sea: que usabas armas, que fuiste del Partido... que mataste a tu padre. ¡Firma! Ya luego verás por dónde sales.

  —153→  

Recuerdo sus palabras.

-Está bien -dije-. Firmaré.

Y me acerqué a la mesa.

La pistola se movió sobre el papel y señaló un lugar en blanco bajo un compacto bloque mecanografiado.

-¡Aquí!

Cogí la pluma y miré de soslayo a los mastines. Luego, al jefe.

-¿Puedo leerlo?

Las dos porras negras se alzaron a la altura de mi cabeza.

-Después. Primero, firme.

Media hora más tarde, la puerta de la Tercera Nave se cerraba protectoramente a mis espaldas. Todos ellos me estaban esperando. Los míos. Todavía recuerdo la expresión de sus rostros. Hay momentos así que la memoria defiende a sangre y fuego del olvido. Son como oasis en el desierto: nos ayudan a seguir avanzando, contra viento y marea.

Guardiola fue el primero en hablar, desde la cama. Lo habían traído del Castillo el día anterior, descoyuntado, pero aún no lo habíamos oído quejarse una sola vez. Era un tipo estupendo, estalinista furibundo.

Los otros me rodearon enseguida.

-¿Firmaste?

-Sí, claro. Aunque estuve a punto de negarme. Pero me acordé del consejo.

-¿Algo gordo? -preguntó Guardiola.

-No sé... Sólo me dio tiempo a echar una ojeada. Eran bastantes cargos.

-¿Por ejemplo?

-Filiación al Partido. Propaganda. Uso de armas. Ingreso en las milicias... ¡Ah!, y los dos famosos artículos en Cartagena Nueva.

-Escapaste muy bien -dijo Prado.

Desde la cama, llegó la sentencia de Guardiola:

-Auxilio a la rebelión. Doce años y un día.

-¿Tú crees? -preguntó Soler.

-¡Felicidades! -dijo Villamil.

Todos me dieron la mano.

-Esto hay que celebrarlo -fue la propuesta del comandante-. La guitarra, Gafitas.

Tomás descolgó el instrumento.

-¿Qué va a ser? -preguntó.

-Un tango, desde luego -propuso el comandante-. ¿Te acuerdas de Yira?

-¡Vete a hacer puñetas! -gritó Soler-. Esto pide algo fuerte.

-Creí que te gustaban los tangos -se excusó el otro.

  —154→  

-Claro que me gustan; pero me hacen soñar con mi mujer. Y no me conviene. Siempre acabo corriéndome.

Guardiola cortó la discusión.

-Yo estoy con Soler. Esto pide algo más violento.

Tomás templaba la guitarra. Preguntó:

-¿Se deciden, o qué?

Villamil se acercó a él y le pasó un brazo por los hombros, con ademán conspirativo.

-¿Te atreverías con La Marsellesa?

Lo dijo en un susurro, pero todos lo oímos. Soler se le encaró, hecho un basilisco.

-¡A la mierda tus franceses! -gritó-. Todavía no se han cansado de jodernos.

-No me negarás que es un gran himno.

-Cierto; pero yo conozco otro mejor -hizo una pausa y todos lo miramos con expectación un tanto burlona-. Quiero oír A las barricadas. Es mucho más solemne.

Tomás dejó de rasguear las cuerdas.

-¡Estás loco! ¡Si nos oyen nos pelan!

El abucheo fue general. El único que no lo insultó fue Guardiola.

-El Gafitas tiene razón, camaradas -dijo-. Si nos oyen, nos fríen.

Guardiola se acomodó con cuidado en el petate, ayudado por el comandante. Luego nos hizo señas de que nos acercáramos a él. Sonrió.

-A las barricadas -dijo-. Pero bien bajito, para que no se entere ni Dios.

Guardiola acaba de regresar del juicio. Pena de muerte. Tiene la cara cenicienta, y el pelo, lacio, se le pega a la frente sudorosa.

Nos acercamos a él y tratamos de animarlo como buenamente podemos.

Esta tarde no come. Yo me encargo de su ración.

Por la noche, ya más tranquilo, nos cuenta cómo fue la cosa. Oyéndole hablar de los cargos acumulados contra él, me asalta una sospecha terrible. Sin embargo, no digo nada por el momento. Espero a que Guardiola se acueste y me acerco al rincón donde duermen Villamil y Soler,

Los dos están despiertos, fumando. Me siento en el suelo, entre los dos petates.

-Oye, Soler...

-Dime, muchacho. ¿No tienes sueño?

-No puedo dormir. Estaba pensando...

-¿Qué cosa?

-En lo de ése... -y señalé hacia Guardiola-. ¿Tú crees que lo maten también, como a Navarro?

-¿Y si a mí me imputaron algo por el estilo? -insistí-. Después de todo, yo no vi bien la acusación.

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-No creo que tengas más de lo que viste -me tranquiliza Villamil, pasándome la colilla encendida. Pero es tan chiquita que me quemo los dedos y tengo que tirarla-. Lo de Estalin es cosa aparte.

-¿Por qué? ¿Quieres decir que él... que Guardiola... mató a alguien?

-No hace falta. Bastó con que montara aquella guardia en la patana.

-¿Qué patana?

-Siempre estás en las nubes. La poesía te tiene medio lelo. ¿Cuál tiene que ser? La que hundieron en la bocana del puerto.

-¿Y eso es algo tan grave?

-Parece que sí. La patana estaba cargada hasta los topes.

-¿Qué clase de carga?

Villamil y Soler intercambiaron gestos de extrañeza. Luego, el primero se encogió de hombros y se volvió a mirarme. Dijo:

-Peces gordos. Varias toneladas de peces gordos. Tú tienes que acordarte del asunto, porque estabas aquí. Fue por el treinta y seis. La gente se negó a comer pescado durante mucho tiempo.

-Sigo sin entender.

-Este chico es estúpido -comentó Soler.

Villamil sonrió con indulgencia y terminó su explicación sobre la patana:

-Verás... La gente se abstuvo de comer pescado por temor a tragarse unas estrellas de oficial del ejército, los entorchados de un marino, o las credenciales de un político. ¿Comprendiste por fin?

Ahora sí había comprendido.

Señalé a Guardiola con un gesto.

-¿Y él, qué hizo?

-Nada. Custodiar la carga. Le tocó guardia a bordo esa noche. ¡El pobre!

Ese día no pude dormir. Ni el siguiente. Esta vez por la saca. Lo que nadie sabía era que Guardiola, al que ni siquiera se habían molestado en llevar al «segundo patio», formaba parte de ella.

Nos enteramos cuando los camiones arrancaron. Su grito fue el más fuerte de todos:

«¡Viva Rusia!»

Fragmento de «La casa de las pulgas», Revista de la Biblioteca Nacional «José Martí», La Habana, 3.ª época, vol. III, 3 (septiembre-diciembre de 1970), pp. 70-76.





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ArribaAbajoDomingo Fernández Suárez


ArribaAbajo Sentenciado a muerte en la España franquista (Experiencias)

Bajo el régimen franquista

Así estaban para nosotros las cosas cuando empezó el 17 de julio de 1936 la guerra civil en España. Asturias quedó, menos la capital, en poder del Gobierno. Pero la parte occidental, donde yo residía, pasó enseguida a poder de las tropas de Franco que, procedentes de Galicia, avanzaban hacia Oviedo. Los pacíficos vecinos de las aldeas vivían los primeros días de la guerra sin saber apenas lo que sucedía en España y constantemente alarmados.

Un pequeño incidente, rigurosamente cierto, ilustra esto. Se estaba construyendo una casa en un pueblo y los obreros pertenecían a otras aldeas. La esposa de uno de los obreros, para calmar su ansiedad, envió al hijo a ver cómo estaba su padre. Un joven, de no mucho sentido común, vecino de mi Pueblo, vio venir al desconocido y dio la voz de alarma como si un ejército invasor se acercase. Los vecinos del pueblo huyeron, inclusive los que construían la casa, en dirección al bosque y dando gritos alarmantes. Una vez lejos del pueblo y en la quietud del bosque, un tanto serenados, le preguntaron al que había dado la voz de alarma que cuántos venían. Cuando él dijo que solamente había visto a uno, no sabían si reírse o avergonzarse de lo que acababan de hacer.

El primer paso del ejército franquista fue cambiar las autoridades locales y seguidamente nombrar las milicias de Falange y empezar a actuar. Llamaron a los alcaldes de las aldeas y les dieron ciertas órdenes terminantes. Cuando el alcalde de mi Pueblo (Lendequintana), regresó de aquel tétrico conciliábulo, reunió al pueblo y le dijo así. «Señores, tengo órdenes de quemarlos a todos si no acatan las disposiciones de las autoridades actuales». Se implantó un régimen de terror y los fusilamientos en masa estaban a la orden del día.

Desde los primeros momentos era del dominio público que yo estaba en la lista de los que serían «eliminados». Los señores curas y sus amigos empezaron a decir que mi vida tocaba a su fin. Efectivamente, comprendí que la muerte se cernía amenazadora sobre mí. Mis padres comenzaron a temer por mi suerte, esperando el día cuando los falangistas llegarían a buscarme y ya sabíamos lo que esto significaba. En cuanto a mí me dije: «Si Dios ha tenido misericordia de mí cuando yo estaba hundido en la perdición, allá en Cuba, no puede ser que se olvide de mí ahora. Si Él quiere es poderoso para salvarme de las garras enemigas; y si por otra parte fuese el designio de mi Señor que yo le glorifique con la muerte, será hecha su voluntad. Por esto no debo angustiarme hasta desesperar». Mi relativa tranquilidad descansaba en la seguridad de que Dios estaba conmigo en aquellas terribles circunstancias. Las semanas pasaban y vi que Dios me estaba protegiendo.

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En el mes de octubre nació nuestro primogénito. Esto complicó los problemas ya existentes. En contra de la voluntad de mis padres, le puse por nombre Samuel. El cura, mis padres y el pueblo, todos esperaban que el niño sería llevado al cura para su bautismo. Cuando vieron que no estaba dispuesto a que el niño fuera rociado, el cura llamó a mi padre y le dijo que no se podía permitir una familia «protestante» en el seno de la otra católico-romana; que era menester que mi padre me obligara a bautizar al niño, o de lo contrario echarme de casa. Mi padre le contestó al cura que no podía complacerle, por cuanto yo era mayor de edad y además era su hijo. Pero mis padres tenían miedo y querían que yo cediese. Pero yo sabía que el cura se valía de las circunstancias para obligarme y yo tenía fuerza de voluntad para no dejarme vencer en aquel caso, aunque me costase la vida.

Por aquellos días surgió otra terrible amenaza, la más seria de todas. El lector recordará al maestro de escuela del pueblo de Serandinas. Este joven se alistó voluntario, desde el primer momento, a las tropas franquistas que procedían de Galicia. Llegó a ser hombre de confianza del teniente coronel Teijeiro y éste le concedió «carta blanca» para regresar a Serandinas y sus términos e imponer su propia justicia. Una de las medidas que tomó fue sujetar a trabajos forzados a todos los hombres que habían ido a oír el Evangelio en las dos ocasiones que se había predicado en Serandinas. Debo aclarar que estos hombres casi en su totalidad eran de ideas republicanas. El joven maestro colocó a los condenados bajo el cuidado de una escuadra de falangistas y él regresó al frente; pero cada quince días venía a inspeccionar las obras que realizaban los padres de los que habían sido sus discípulos.

En una de estas visitas concibió la idea de poner a aquellos hombres a construirle una casa para su amigo, el cura del pueblo. Se fue a ver a éste para ver dónde y cómo quería la casa. En el transcurso de la entrevista el cura le habló de mí y le dijo que aún no me habían fusilado. El maestro casi no podía dar crédito a lo que oía; pero cuando el sacerdote le aseguró que era cierto, le dijo: «Pues yo le juro a usted por mi honor, que si no hay quien haga justicia en su Ayuntamiento yo mismo la voy a hacer por mi mano». Seguidamente llamó desde su cuartel general a un tío mío que residía en Serandinas y le preguntó por mí. Mi tío estaba muy nervioso y se le ocurrió decir que desconocía mi paradero. «Bueno, pues le voy a dar quince días de término para que lo averigüe, y entonces usted subirá conmigo a mi máquina y me llevará a donde está su sobrino. De lo contrario lo quitaré del medio a usted».

Al día siguiente mi tío vino a ver a mi padre y le contó el terrible problema. Todos sabíamos de cuánto era capaz aquel joven exaltado y soberbio. Mi tío dijo a mi padre que no tenía más remedio que traerle a mi casa. El lector podrá comprender cómo quedarían los corazones de mis padres, los que ni siquiera tenían la confianza en Dios que yo disfrutaba. A consecuencia de aquellos prolongados días de angustias, mi padre murió antes de tres años.

Yo comprendí que solamente la intervención de Dios me podía librar de la ira   —158→   de aquel joven maestro. Pero, ¿no era evidente que Dios me estaba protegiendo? Indudablemente que para mí era manifiesta la protección de mi Padre Celestial. Confiando en mi Señor esperaba que llegase el día señalado para mi muerte. El día llegó, y pasó, y el verdugo no vino. Pasaron las semanas, los meses y los años y aquel hombre no volvió más a Serandinas ni nadie ha podido decir qué fue de él. El joven estaba resuelto a matarme y uno mayor que él no quiso permitírselo y me parece que en su visita al frente de batalla alguna granada lo destrozó.

Algunas semanas más tarde recibí un aviso del juez para que me presentase en su casa particular. Desde mi pueblo al juzgado había como diez kilómetros. Una vez en presencia del juez, éste me dijo: «Acabo de venir de Oneta (un pueblo cercano). Allí se reunieron ocho curas (me dijo quiénes eran) y han estado considerando tu caso. Tomaron el acuerdo de ir una comisión a pedirle al comandante militar de Navia que te fusile. Te aconsejo que huyas o te escondas porque ahora te van a matar». El juez sabía bien lo que representaba una denuncia del clero en masa.

Por mi parte, después de darle las gracias al juez, le dije que no estaba dispuesto ni a huir ni a esconderme. «Usted sabe -le dije- que yo no tengo delito de ninguna índole, y no voy a darle el gusto de que me cacen huyendo; si me quieren matar me hallarán en mi casa.» Regresé a mi hogar con cierta angustiosa preocupación, pensando en lo que iba a pasar cuando la Falange llegase a buscarme y yo tuviera que ver, quizá por última vez, a mi hijito Samuel y despedirme de mi esposa y de mis padres y hermanos.

Al siguiente día cuatro falangistas de la Comandancia de Navia recibieron orden de detenerme. Cuando les faltaba cinco kilómetros escasos para llegar a mi pueblo se encontraron con dos carteros rurales, ambos amigos míos y simpatizadores del Evangelio. Los amigos se ven cuando hacen falta. Estos dos carteros me hicieron una defensa que no podría mejorarla ningún abogado. Más o menos dijeron a los falangistas: «Creemos que es injusto lo que se va a cometer con ese joven. Nosotros hemos sido testigos de las conferencias que él ha dado y podemos afirmarles que él solamente habla del Evangelio de Jesucristo, exhortando a los hombres a arrepentirse y ser mejores de lo que son actualmente. ¿Creen ustedes que hay algo de malo en exhortar a los hombres a ser mejores ante Dios y ante sus semejantes?» Los falangistas contestaron: «Hombre, por supuesto que en eso no vemos delito». A lo que respondieron los carteros: «Bueno, pues si ustedes matan a Domingo Fernández sepan que será sin otro motivo y su muerte será injusta».

Con estos informes los falangistas regresaron a informarse con el juez, el que tampoco informó nada comprometedor contra mí, pues sabía bien que aquello no era sino la intriga del clero. Los falangistas en vez de prenderme rindieron informe al comandante militar, el cual decidió dejar las cosas así. Pero esto fue lo que asombró aun al mismo juez, que el comandante no obedeciese el deseo de ocho sacerdotes. El mismo juez, comentando un día el caso con unos amigos, dijo: «Domingo Fernández   —159→   creerá lo que quiera, pero no cabe duda que Dios está de su parte y que lo está protegiendo».

Frente a la muerte

Después de unas semanas de relativa tranquilidad, me avisaron que tendría que ir a la guerra. Esto representaba un grave problema de conciencia para mí. Siempre había predicado que el cristiano no debe matar. Lo creía así. Ahora me llegaba a mí el turno. Si me negaba a ir a la guerra, sería tomado como causa más que justificada para que me matasen. Además, entre los soldados en España existía el robo como cosa corriente. La defensa del robado era robar. ¿Cómo me las iba a arreglar yo? Después de mucha oración sentí que era voluntad de Dios que yo no me negase a ir a la guerra.

Me ordenaron incorporarme a La Coruña en julio de 1937. Allí estuve veinte días. Los hermanos en la fe, de La Coruña, me ayudaron y consolaron en aquellos días difíciles. No olvidaré su hospitalidad. El día que me dieron el uniforme recuerdo que Benito Mayorbe me dijo: «Domingo, no has nacido para esto».

Los primeros días de agosto nos trasladaron de La Coruña a Zamora. Ésta es una ciudad antigua que da la impresión que está compuesta, en su mayor parte, de iglesias y conventos. En Zamora se llevaba a cabo una concentración de reclutas para formar batallones. El cuartel estaba abarrotado de soldados. El primer día que fui al comedor nos dieron una comida con una clase de picante que parecía fuego. A la mayoría nos empezaba a gotear sangre por la nariz apenas comíamos unas cucharadas. Esto se repitió todos los pocos días que nos tuvieron allí.

El agua, que venía del río Duero, por tuberías, estaba sucia, llena de arena y caliente bajo los rayos solares de agosto. Para dormir nos entregaron unas colchonetas viejas que debíamos tirar en el suelo. La primera noche, apenas me acosté y se apagaron las luces de la nave, sentí algo que caminaba por mi cuerpo. Me levanté y encendía la luz; era una nube de chinches que bajaban del techo. Dormir en aquellas condiciones no era fácil para mí.

Los sargentos que nos mandaban nos daban órdenes con una correa en la mano. Yo no estaba acostumbrado a un trato así. El segundo día en Zamora leí el Salmo 25 y hallé estas palabras que expresaban mi situación: «Mírame y ten misericordia de mí: porque estoy solo y afligido».

Al tercer día nos leyeron un papelito que contenía la fórmula para la ceremonia del acto de jurar bandera. Decía así: «Juras defender esta bandera y si necesario fuese dar por ella hasta la última gota de tu sangre». La respuesta debía ser: «Sí, lo juro». ¿Debía yo jurar lo que no sentía en lo más mínimo? Aquello era para mí un atropello y una humillación a mi conciencia. ¡Qué días aquellos!

Afortunadamente, pasados seis días nos sacaron de allí, nos embarcaron en trenes y llegamos a Segovia, de donde nos condujeron en camiones a un pueblo de la   —160→   misma provincia llamado Matabuena. ¡Nunca podré olvidar aquel pueblo situado al pie del Puerto de Navafría y cerca del Puerto de Somosierra!

Al llegar a Matabuena, la tarde del 11 de agosto de 1937, las autoridades obligaron a los vecinos a sacar las vacas de los establos para alojarnos a nosotros allí. Cuando vi que nos metían en un establo de vacas sentí bastante humillación, pero es que ignoraba lo que me esperaba en los campos de batalla. Al día siguiente empezamos la instrucción militar.

El día 15 de agosto era domingo. A las siete y media ante meridiano tocaron la corneta. ¿Para qué aquel toque? Un grave presentimiento pasó por mi mente. ¿No sería para ir a misa? Pregunté a los sargentos y ellos me dijeron que todos teníamos que ir a misa. Entonces les dije: «Yo soy evangélico y no creo que sea un medio de rendir culto a Dios y quisiera que se me eximiese de ir a ella».

Después de un intercambio de preguntas y respuestas, uno de los sargentos se fue a presentar mi caso al teniente jefe de la compañía a la cual yo pertenecía. Cuando regresó me dijo: «¡Oye! ¿Sabes lo que dice el teniente? Que tú debes ser un loco; que el negarse a ir a misa es como declararse enemigo de Franco y causa suficiente para pegarte dos tiros. Aquí estamos luchando por España, por Franco y por la religión católica-romana, y si quieres bien, y de lo contrario lo mismo, tienes que ir a misa».

Le respondí: «Tenga la bondad de decirle al teniente que no voy a misa ni por la buena ni por la mala. Ni el teniente ni Franco ni nadie me puede obligar a creer lo que yo no quiero creer».

«Entonces, ¿te niegas terminantemente a obedecer las órdenes superiores que te ordenan ir a misa?», me contestó el sargento, y le dije: «Sí, señor, en asuntos que competen a mi fe no obedezco más órdenes que las de Dios».

El sargento se fue nuevamente a ver al teniente y pronto aparecieron ambos. El teniente venía iracundo. Aquello era para él una insubordinación de un soldado a las órdenes de una superioridad. Tan pronto me vio de lejos me llamó con voz de ira. Una vez cerca, me ordenó cuadrarme al tiempo que me decía:

-¿Es usted protestante?

-Evangélico, sí, señor.

-¿Se niega usted terminantemente a ir a misa?

-Sí, señor.

-Pues sígame.

Me llevó a cincuenta metros y me ordenó cuadrarme ante el muro de piedra de una era. Entonces el teniente llevó su mano derecha a la pistola al mismo tiempo que con la izquierda comprimía fuertemente la frente como si alguna nueva idea le asaltase de pronto. Fue una cosa rápida. Quitó la izquierda de la frente y la derecha de la pistola y me ordenó permanecer allí, mientras él se marchaba. Volvió pronto. Me ordenó retirarme al establo, pero había tanta ira en su mirada y en su orden que comprendí   —161→   lo serio de mi situación. Tratando de ganarme la simpatía de él me ofrecí voluntario para hacer la guardia por el soldado que le correspondía para que éste fuese a misa y se me aceptó.

¿Adónde fue el teniente durante los cinco minutos que me dejó cuadrado ante el muro? ¿Por qué no me mató? Yo no lo supe entonces; pero seis meses después me lo dijo el propio teniente. El lector lo sabrá más adelante.

El problema de conciencia para mí no estaba en ir a la iglesia, sino que una vez allí tenía que hacer lo que hacían mis compañeros. ¿Debía yo arrodillarme ante una oblea de harina como si la misma fuese Dios? No debía hacerlo.

Aquel día, en medio del ambiente caldeado, sentí la presencia de Dios y sentí que Dios estaba satisfecho con mi actuación. Parecía que oía una voz interna que me decía: «Glorifícame y yo te defenderé». Después de aquella prueba estaba dispuesto a ser fiel a mi fe y a no avergonzarme de mi Dios jamás. Debo añadir que cuando pensé que en aquella era de Matabuena había llegado el último segundo de mi peregrinación por este mundo, sólo una cosa me preocupaba: mi hijito Samuel, que sólo contaba diez meses. Por lo demás, confieso que moría tranquilo y seguro de que me esperaba una vida llena de felicidad eterna. Mi conciencia estaba tranquila y creo que otras veces me angustié más por cosas de poca importancia.

La noticia de lo que había ocurrido con un soldado de la Tercera Compañía corrió como un reguero de pólvora entre civiles y militares. Por dondequiera que iba, en las horas libres, me señalaban con el dedo. Entre mis compañeros los más atrevidos me preguntaban qué cosa era lo que yo creía. Esto me daba oportunidades para hablarles del Evangelio. Entre los soldados había unos pocos que me admiraban, los que no simpatizaban con Franco. En el fondo ellos se alegraban de que yo no hubiese obedecido las órdenes de ir a misa, pero se guardaban de manifestarlo en público por temor.

El soldado que hacía de secretario del teniente, que allí se le denominaba «escribiente», era miembro activo de Acción Católica. Aquel joven se molestó tanto porque no me obligaron a ir a misa, que no sólo me perseguía él, sino que procuraba poner a todos los soldados en contra mía. Cuando alguno me preguntaba acerca de mi fe, si el escribiente me veía contestando se ponía furioso. Un día fue ante el propio capitán y le dijo que yo estaba infiltrando mi doctrina entre los demás soldados; que era indigno del ejército de Franco que un hombre se negase a ir a misa y se saliese con la suya. Que estaba bien que en mi casa o fuera de España yo creyese lo que me pareciera, pero no allí. El capitán no le hizo caso. Mi situación era en verdad muy crítica.

Aquellos días les puse fecha a varios versículos como éstos, de los Salmos: «Ten misericordia de mí, oh Dios... porque en ti ha confiado mi alma, y en la sombra de tus alas me ampararé hasta que pasen los quebrantos» (Salmo 57: l). «Librame de mis enemigos, oh Dios mío: ponme a salvo de los que contra mí se levantan»   —162→   (Salmo 59: l). «Yo estoy afligido y menesteroso; apresúrate a mí, oh Dios, ayuda mía y mi libertador» (Salmo 70: 5). «Salva tú, oh Dios mío, a tu siervo que en ti confía. Ten misericordia de mí, oh Dios: porque a ti clamo todo el día. Alegra el alma de tu siervo» (Salmo 86: 2-4). «Acuérdate de la palabra dada a tu siervo, en la cual me has hecho esperar. Éste es mi consuelo en mi aflicción... los soberbios se burlaron mucho de mí» (Salmo 119: 49-51). «¿Cuándo me consolarás?» (Salmo 119: 82). «Mírame y ten misericordia de mí, como acostumbras con los que aman tu nombre» (Salmo 119: 132).

Todos los días de doce a una y media teníamos tiempo libre. Yo me iba a uno de los potreros (prados) que abundan mucho en Matabuena y allí leía mi Biblia y repasaba mi himnario; a la sombra de viejos robles. El día 2 de septiembre leí el Salmo 137 y subrayé el verso 1, que dice: «Junto a los ríos de Babilonia, allí nos sentábamos y aun llorábamos acordándonos de Sión». Yo también lloraba dentro de mi corazón pensando en América y considerando que «mi vida estaba entre leones», decía: «Quién me diera alas como de paloma, volaría yo y descansaría».

Uno de los medios de que se valían para amargarme era el desprecio y la burla. Nunca me llamaban por mi nombre, a excepción de los pases de lista. Entre los sargentos había uno de apellido Flores, natural de Trujillo (Cáceres), la tierra de Pizarro. Cada vez que le correspondía a él la formación de la compañía procuraba llamarme la atención por algo, pero ¿saben cómo? Exclamando: «El que no quiere ir a misa». Él pensaba que me hería con eso, pero se equivocaba. Para mí era un triunfo el que me dijesen tal cosa. El sargento comprendió que no me molestaban sus burlas y desprecios, y un día, mientras estábamos en un bosque en ejercicios de maniobras, él me dijo: «Fernández, dígame qué cree usted. Porque he estado tratando de mortificarlo y me parece que no he logrado mi objetivo». «Efectivamente -le dije- usted no lo ha logrado». Entonces tuve oportunidad de explicarle lo que yo creo. Finalmente me dijo que si tal cosa creía yo, él no podía decir nada en contra. Comprendí que ignoraba lo que creíamos los evangélicos.

No me volvió a mortificar más. Al contrario, poco tiempo después tuvo él un disgusto con unos cabos y éstos le amenazaron con darle un tiro a traición en la primera batalla. No se lo dijeron con todas las letras pero él lo entendió. Entonces Flores me llamó y me dijo: «Mire, Fernández, me han amenazado de muerte y quisiera que usted me cuide de lo que esté de su parte el día que tengamos la primera batalla». Éste es un hecho significativo. Allí había en nuestra compañía ciento cincuenta hombres. Solamente yo era evangélico, y este sargento, católico fanático, venía a mí buscando protección; no confiaba en los de su misma religión.

No digo esto para mi gloria, sino para la gloria de Dios. El mismo sargento me concedió la oportunidad en otra ocasión de predicarles durante una hora a tres sargentos. Ellos convinieron en que lo que yo les decía era bueno y era la verdad.

Cierta vez que me enfermé fui al botiquín, pero con la mala suerte de que no   —163→   estaba el médico, y el enfermero de mi compañía me ordenó marcharme hasta nueva orden. Después de la comida fue adonde yo permanecía acostado y me dijo: «Fernández, esta noche tienes cuatro horas de guardia, desde las doce hasta las cuatro de la madrugada». Le pregunté que cuál era el motivo y me dijo: «Porque te has apuntado al reconocimiento sin estar enfermo». Aquello era una venganza porque yo no iba a misa y era una injusticia. Traté de defenderme y me amenazó con doblarme el castigo.

Cuando vino mi cabo y le conté lo que me sucedía con el enfermero, se indignó. Mi cabo sabía que yo estaba enfermo y sabía que no me hacía el enfermo para evitar la instrucción. Éste se dispuso a defenderme. Llamó a sus compañeros y les presentó el caso. Todos convinieron en que era una venganza que no se debía tolerar. Presentaron el caso a la compañía y nadie alzó la voz en contra mía. Entonces se fueron a buscar al enfermero y en presencia de todos los soldados mi cabo le dijo: «¿Por qué has puesto a Fernández cuatro horas de guardia?»

-Porque no está enfermo -contestó.

-¿Y quién te ha dicho a ti que no está enfermo? Si tú eres el que nos vas a curar a nosotros y empiezas así, vas a terminar muy mal y tienes que saber que Fernández no hará las cuatro horas de guardia porque toda la compañía está dispuesta a que no se consume esa pobre venganza con un enfermo.

Y no tuve que hacer la guardia aquella madrugada.

Sentenciado a muerte en la España franquista (Experiencias), La Habana, Imprenta Agramonte, 1946, pp. 29-42.